Capítulo IX
Una carta de presentación.

A medida que voy cumpliendo años, veo más claramente que la mitad de las molestias de este condenado mundo son causadas por la manera ligera y despreocupada con que algunos individuos escriben cartas de presentación y las dan a otros individuos para que las entreguen a unos terceros. Es una de aquellas cosas que le hacen desear a uno retroceder a la Edad de Piedra. Quiero decir, que si un tipo, en aquellos tiempos, quería dar a alguien una carta de presentación, tenía que pasar cerca de un mes grabándola en una piedra de considerable tamaño, y cabía la posibilidad de que el otro tipo se hartara tanto de arrastrarla por el mundo bajo el cálido sol, que al cabo de un rato la abandonara. Mas en nuestros tiempos es tan fácil escribir cartas de presentación que todo el mundo lo hace sin darle la menor importancia, con el resultado de que un sujeto perfectamente inocente como yo se encuentre metido en un lío.

Observen ustedes que todo lo antedicho es lo que podría llamarse el resultado de mis más maduras experiencias. No me molesta admitir que en el primer momento, cuando Jeeves me comunicó —unas tres semanas después de haber desembarcado yo en América— que un fulano llamado Cyril Bassington-Bassington había llegado con una carta de presentación para mí de tía Agatha… ¿dónde estaba? ¡Ah, sí!… No me importa admitir, decía, que de momento me alegré bastante. Después de los lamentables sucesos que habían motivado mi salida de Inglaterra no esperaba recibir ninguna carta de tía Agatha que pudiera pasar por la censura, y me llevé una agradable sorpresa al abrir ésta y encontrarla tan amable. Quizá un tanto fría, pero en conjunto tolerablemente civilizada. Aquello me pareció una buena señal. Una especie de rama de olivo, ¿saben? ¿O debiera decir de flor de azahar? Bueno, lo que quiero demostrar es que el hecho de que mi tía Agatha me escribiera sin dirigirme ningún adjetivo insultante, me parecía que era más o menos un paso hacia la paz.

Y yo quería hacer las paces, y con mucha rapidez. No es que vaya a decir una palabra contra Nueva York, ni muchísimo menos. Me agradaba el lugar y allí me divertía de lo lindo. Pero queda el hecho de que un muchacho que ha vivido en Londres toda la vida se siente un poco nostálgico en una playa extranjera, y yo quería regresar a mi cómodo piso de Berkeley Street. Esto, naturalmente, sólo podía llevarlo a la práctica cuando tía Agatha hubiera dejado de hervir y hubiera olvidado el episodio Glossop. Sé que Londres es una ciudad inmensa, pero, créanme, no es ni la mitad de lo grande que debiera ser para que un muchacho viva allí cuando tía Agatha lo busca blandiendo un hacha. De modo que, he de decirlo, cuando llegó ese Bassington-Bassington, lo miré como si fuera más o menos la paloma de la paz y le otorgué todas mis simpatías.

Parece ser, según los relatos, que cayó por casa a las siete cuarenta y cinco de la mañana, puesto que ésta viene a ser la hora espantosa en que lo echan a uno del barco en Nueva York. Jeeves lo recibió respetuosamente y le dijo que volviera tres horas más tarde, cuando existiera la posibilidad de que yo hubiese saltado de la cama con un alegre grito de bienvenida a un nuevo día y otras cosas por el estilo. Cosa que, por cierto, resultó muy decente por parte de Jeeves, porque daba la casualidad de que en aquel momento existía cierto alejamiento, una pizca de frialdad o, en otras palabras, una pequeña pelea entre los dos a causa de unos preciosos calcetines color púrpura que yo llevaba en contra de sus deseos; y un hombre de carácter mezquino habría podido aprovechar la ocasión para vengarse un poquito, dejando suelto a Cyril en mi dormitorio en un momento en que yo no hubiese podido sostener una conversación de más de dos minutos ni con mi más querido amigo. Porque hasta que no he ingerido mi taza de té matinal y he meditado un poco sobre la vida con absoluta tranquilidad, no puedo entregarme a la charla frívola.

De modo que Jeeves arrojó muy deportivamente a Cyril al fresco aire mañanero y no informó de su existencia hasta que me trajo su tarjeta de visita con el té.

—¿Qué puede ser todo eso, Jeeves? —dije echando a la tarjeta una mirada vidriosa.

—El caballero acaba de llegar de Inglaterra, según creo, señor. Vino a ver al señor a primera hora de la mañana.

—¡Dios me valga, Jeeves! ¿Quiere usted decir que el día empieza más pronto que ahora?

—Me rogó le dijera que volvería más tarde, señor.

—Jamás he oído hablar de él. ¿Ha oído usted hablar de él?

—El nombre Bassington-Bassington me es familiar, señor. Existen tres ramas de la familia Bassington-Bassington; los Bassington-Bassington de Shropshire, los Bassington-Bassington de Hampshire y los Bassington-Bassington de Kent.

—Me parece que Inglaterra está bastante llena de Bassington-Bassington.

—Tolerablemente llena, señor.

—Quiero decir que no cabe la posibilidad de una repentina escasez, ¿verdad?

—Es de presumir que no, señor.

—¿Y qué clase de tipo es?

—No podría decírselo, señor, puesto que hace muy poco que lo conozco.

—¿Apostaría usted dos contra uno, Jeeves, juzgando por lo que ha visto de él, que ese tipo no es una persona molesta?

—No, señor. No tengo interés en aventurarme con una apuesta tan desigual.

—Ya lo sabía. Bueno, lo único que queda por descubrir es a qué clase de tipo pertenece.

—El tiempo lo dirá, señor. El caballero trajo una carta para usted.

—Oh, ¿de veras? —dije, y cogí la epístola. Y entonces reconocí la letra—. ¡Oiga, Jeeves, esto es de mi tía Agatha!

—¿Realmente, señor?

—No lo tome tan a la ligera. ¿No ve lo que significa? Dice que quiere que yo cuide a ese pelmazo durante su estancia en Nueva York. Por Júpiter, Jeeves, si sólo lo contentamos un poco y envía un informe favorable al cuartel general, aún podré regresar a Inglaterra a tiempo para la carrera de Goodwood. Ha llegado seguramente el momento en que deben colaborar todos los hombres de buen corazón, Jeeves. Debemos unirnos y mimar a ese tipo de un modo que no deje lugar a dudas.

—Sí, señor.

—No va a quedarse mucho tiempo en Nueva York —dije echando otra ojeada a la carta—. Lo han destinado a Washington. Va a echar un vistazo a los burócratas, aparentemente, antes de ingresar en el Servicio Diplomático. Me parece que podremos granjearnos la estimación y el afecto de este muchacho con un almuerzo y un par de cenas. ¿No le parece?

—Supongo que eso sería lo adecuado, señor.

—Ésta es la cosa más agradable que me ha sucedido desde que salimos de Inglaterra. Me da la impresión de que el sol asoma por fin entre las nubes.

—Es muy posible, señor.

Empezó a preparar mi ropa, y reinó una especie de extraño silencio.

—No quiero esos calcetines, Jeeves —dije tragando saliva, pero intentando usar un tono indiferente y desenfadado—. Deme los purpúreos.

—¿Perdone, señor?

—Los purpúreos.

—Muy bien, señor.

Los sacó del cajón como si fuese un vegetariano quitando una oruga de la ensalada. Podía verse que le dolía profundamente. Son muy penosas estas cosas, pero hay que imponerse de vez en cuando. No hay más remedio.

Estaba esperando que Cyril se presentase de nuevo en cualquier momento después del desayuno, pero no compareció; por lo tanto, hacia la una, salí para ir al Club de los Corderos, donde tenía un compromiso para alimentar mi estómago en compañía de un tipo llamado Caffyn, con el que trabara amistad desde que llegué. George Caffyn era un individuo que escribía comedias y todo lo que se quiera. Había trabado muchas amistades durante mi estancia en Nueva York, puesto que la ciudad estaba llena de tipos amenos que tendrán una mano acogedora al extranjero.

Caffyn llevaba un poco de retraso, pero finalmente llegó, diciendo que lo había retenido el ensayo de su nueva comedia musical Pregúntaselo a papá, y empezamos. Estábamos precisamente tomando el café cuando el camarero se acercó y dijo que Jeeves deseaba verme.

Jeeves estaba en la antesala. Lanzó una triste mirada a los calcetines cuando entré, y luego desvió los ojos.

—Míster Bassington-Bassington acaba de telefonear, señor.

—¿Ah, sí?

—Sí, señor.

—¿Dónde está?

—En la cárcel, señor.

Me apoyé contra la pared. ¡Valiente cosa le ocurría al protegido de tía Agatha el primer día que se refugiaba bajo mis alas!

—¡En la cárcel!

—Sí, señor. Dijo por teléfono que lo habían detenido y que le gustaría que usted depositara la fianza.

—¡Detenido! ¿Por qué?

—No me otorgó su confianza hasta ese extremo, señor.

—Eso me resulta un poco pesado, Jeeves.

Me reuní con George, el cual tuvo la amabilidad de ofrecerse voluntariamente a acompañarme, y saltamos a un taxi. Permanecimos sentados un rato en un banco de madera, en una especie de antesala de la comisaría, y al poco compareció un policía conduciendo a Cyril.

—¡Hola! ¡Hola! ¡Hola! —dije—. ¿Qué pasa?

Sé por experiencia que un individuo nunca presenta su mejor aspecto al salir de un calabozo. Cuando estaba en Oxford solía presentárseme periódicamente la tarea de depositar fianzas para un amigo mío que siempre quedaba detenido en la noche de la regata Oxford-Cambridge; y siempre tenía el aspecto de algo que hubiese sido socavado hasta las raíces. Cyril estaba más o menos en el mismo estado. Tenía un ojo a la funerala y el cuello de la camisa destrozado, cosas sobre las que no podía escribirse a casa… especialmente si uno escribía a tía Agatha. Era un muchacho alto y flaco, con abundante cabello rubio y ojos saltones de un azul pálido que le daban el aspecto de una rara especie de pez.

—Recibí su recado —dije.

—¿Es usted Bertie Wooster?

—En carne y hueso. Y éste es mi amigo George Caffyn. Escribe obras de teatro y cosas por el estilo, ¿sabe?

Nos dimos un apretón de manos y el policía, después de recobrar un pedazo de chicle de debajo de una silla, donde lo había pegado en espera de un día lluvioso, se fue a un rincón y empezó a contemplar el infinito.

—Éste es un país asqueroso —dijo Cyril.

—No sé, la verdad… —dije.

—Hacemos lo que podemos —dijo George.

—El amigo George es americano —expliqué—. Escribe piezas de teatro, ¿sabe?, y todo lo demás.

—Desde luego, yo no inventé el país —dijo George—. Fue Colón. Pero me encantará tomar en consideración cualquier mejora que usted quiera sugerir y exponerla ante las autoridades competentes.

—Bueno, ¿por qué los policías de Nueva York no se visten como es debido?

George echó una mirada al polizonte que mascaba chicle al otro lado de la habitación.

—No veo que le falte nada —dijo.

—Quiero decir, ¿por qué no llevan casco como en Londres? ¿Por qué tienen el aspecto de carteros? No es justo. Les confunde uno a cada momento. Yo estaba tranquilamente en la acera mirando las cosas, cuando un tipo que parecía un cartero me dio un golpecito en las costillas con una cachiporra. No vi motivo para que me golpeara un cartero. ¿Por qué diablos tiene un individuo que hacer tres mil millas para ser golpeado por los carteros?

—El argumento no tiene vuelta de hoja —dijo George—. ¿Qué hizo usted?

—Le di un empellón. Tengo un temperamento muy irritable, ¿comprende? Todos los Bassington-Bassington tenemos un temperamento muy irritable, ¿no lo sabía? Y luego él me arreó un puñetazo y me trajo a este lugar inmundo.

—Yo lo arreglaré, amigo mío —dije.

Saqué un rollo de billetes y me fui a entablar negociaciones, dejando a Cyril hablando con George. No me molesta admitir que me sentía un tanto turbado. Había arrugas en mi frente y tenía una especie de presentimiento. Tendría que responder por este zopenco durante todo el tiempo que se quedará en Nueva York; y no me daba la impresión de pertenecer a la clase de individuos de los que un muchacho razonable quisiera ser responsable más de tres minutos.

Medité acerca de Cyril con mucha intensidad, aquella noche después de volver a casa, cuando Jeeves me hubo traído el último whisky. No podía dejar de percatarme de que esta visita suya a América iba a ser uno de aquellos momentos que ponen a prueba las almas de los hombres. Saqué la carta de presentación de tía Agatha y la volví a leer, y no se podía negar el hecho de que ella parecía estar un tanto preocupada por este muchacho, y que mi misión en la vida era la de protegerle de los peligros mientras estuviera por estos lugares. Me alegraba en extremo de que él hubiera trabado amistad con George Caffyn, puesto que el viejo George era un tipo bastante sólido. Después de haberle sacado de su mazmorra, él y George se habían ido juntos, como dos hermanos, a ver los ensayos de la tarde de Pregúntaselo a papá. Comprendí, por unas palabras que dijeron, que tenían la intención de cenar juntos. Me sentí bastante tranquilizado sabiendo que George no le quitaba los ojos de encima.

Había llegado hasta aquí en mis meditaciones, cuando Jeeves entró con un telegrama. Es decir, no era un telegrama: era un cable de tía Agatha y rezaba así:

¿Se ha presentado ya Cyril Bassington-Bassington? Bajo ningún pretexto le introduzcas en círculos teatrales. Importancia vital. Sigue carta.

Lo leí un par de veces.

—¡Sí que es raro esto, Jeeves!

—¿Si, señor?

—Muy raro y sumamente molesto.

—¿Necesitará algo más esta noche el señor?

Naturalmente, si Jeeves iba a ser tan poco simpático, nada podía hacerse. Hubiera querido enseñarle el cable y pedir su parecer. Pero si se dejaba irritar hasta aquel extremo por los calcetines purpúreos, la noblesse oblige de los Wooster no podía rebajarse hasta el punto de suplicar. De ninguna manera. De modo que lo dejé correr.

—Nada más, gracias.

—Buenas noches, señor.

—Buenas noches.

Jeeves se retiró y yo me puse a reflexionar sobre el asunto.

Había dedicado los mejores esfuerzos de mi vieja sesera a la solución del problema durante cerca de media hora, cuando tocaron el timbre. Fui a la puerta y me encontré con Cyril, al parecer bastante alegre.

—Entraré un momento, si me lo permite. He de comunicarle algo extraordinario.

Entró dando saltitos hasta el salón, y cuando llegué allí después de haber cerrado la puerta de la entrada, lo encontré leyendo el cable de tía Agatha y riéndose de un modo extraño.

—No hubiera debido leer esto, supongo. Vi mi nombre y lo leí sin pensar. Oiga, Wooster, viejo amigo de mi mocedad, esto es bastante cómico. ¿Le molesta si bebo algo? Muchas gracias y todas las demás tonterías que suelen decirse. Sí, es bastante cómico, visto lo que vine a comunicarle. El bueno de Caffyn me ha dado un pequeño papel en su comedia musical Pregúntaselo a papá. Es pequeño, ¿sabe?, pero no está mal. Me siento muy alentado, ¿sabe?

Tomó la bebida y continuó. No parecía percatarse de que yo no estaba brincando por la habitación y ladrando de alegría.

—Siempre quise pisar las tablas, ¿sabe? —dijo—. Pero a mi padre no resultaba posible convencerlo. Me cortó los víveres de golpe y porrazo y se ponía colorado cada vez que se mencionaba el tema. Ésa es la verdadera razón de mi venida aquí, si quiere saberlo. Me constaba que en Londres no tenía la menor posibilidad de trabajar en el teatro sin que alguien se enterase de ello y se lo refiriera a mi padre; de modo que propuse hábilmente la idea de venir a Washington para ampliar mis conocimientos. Aquí no hay nadie que se interponga en mi camino, de modo que puedo ir adelante, ¿entiende?

Intenté hacer entrar en razón al pobre idiota.

—Pero su padre un día u otro llegará a saberlo.

—Entonces no importará. Seré ya un astro. Y no tendrá un pie sobre el que apoyarse.

—Me parece que tendrá un pie sobre el que apoyarse mientras le dará patadas con el otro.

—¿Por qué? ¿Qué tiene usted que ver con esto? ¿Por qué se preocupa?

—Yo fui quien le presentó a George Caffyn.

—¡Es cierto, amigo mío, es cierto! Lo había olvidado por completo. Tendría que haberle dado las gracias antes. Bueno, adiós. Tengo ensayo mañana a primera hora y he de irme. Es extraño que la obra se titule Pregúntaselo a papá, cuando eso es precisamente lo que no voy a hacer. ¿Entiende lo que quiero decir, eh? ¡Bueno, hasta otra!

—¡Usted lo pase bien! —dije tristemente; y el hombre se largó.

Me precipité al teléfono y llamé a George Caffyn.

—Oiga, George, ¿qué le sucede a Cyril Bassington-Bassington?

—¿Qué quiere decir?

—Me dice que usted le ha dado un papel en su espectáculo.

—¡Ah, sí! Sólo unas líneas.

—Pero acabo de recibir cincuenta y siete cables de casa que me dicen que bajo ninguna circunstancia lo deje acercarse a un teatro.

—Lo lamento. Pero Cyril es precisamente el tipo que necesito para ese papel. Sólo tiene que presentarse tal como es.

—Me pone usted en un aprieto, querido George. Mi tía Agatha me mandó este tipo con una carta de presentación y me considera responsable de cuanto haga.

—¿Le borrará de su testamento?

—No es una cuestión de dinero. Pero… naturalmente, usted nunca se ha encontrado con mi tía Agatha, de modo que resulta bastante difícil explicárselo. Es una especie de vampiro, de murciélago humano, y me hará la vida espantosamente desagradable cuando vuelva a Inglaterra. Pertenece a la clase de mujeres que vienen a regañarle a uno antes del desayuno, ¿entiende?

—Bueno, en tal caso no vuelva a Inglaterra. Quédese aquí y hágase presidente.

—¡Pero, George, viejo amigo…!

—Buenas noches.

—¡Pero oiga, George, hombre!

—No ha comprendido usted mis últimas palabras. Dije: «Buenas noches». Ustedes, los ricachones ociosos, es posible que no necesiten dormir, pero yo tengo que estar vivito y coleando por la mañana. ¡Que Dios le bendiga!

Me sentí como si no contase con ningún amigo en el mundo. Estaba tan excitado que me fui a golpear la puerta de Jeeves. No era una cosa que me hubiera gustado hacer habitualmente, pero me parecía que había llegado el momento en que todos los hombres buenos debían acudir en ayuda del partido, por decirlo así, y que era deber de Jeeves unirse a su joven amo, aunque eso interrumpiese su hermoso sueño.

Jeeves emergió en una bata color marrón.

—¿Señor?

—Siento mucho tener que despertarle, Jeeves, y todo lo demás; pero ha sucedido una serie de cosas condenadamente fastidiosas.

—No estaba durmiendo. Tengo la costumbre, al retirarme, de leer unas páginas de algún libro instructivo.

—¡Bravo! Lo que quiero decir es que si está usted haciendo trabajar su venerable cabeza, estará probablemente en forma para resolver problemas. Jeeves, míster Bassington-Bassington se incorpora al teatro.

—¿De veras, señor?

—¡Ah! ¿La cosa no le produce impresión? Usted no lo entiende bien. He aquí el problema. Toda su familia se opone furiosamente a que ingrese en el teatro. Habrá un sinfín de disgustos si lo consigue. Y, lo que es peor, mi tía Agatha me echará la culpa a mí, ¿entiende?

—Comprendo, señor.

—Bueno, ¿no puede idear alguna manera para impedírselo?

—Confieso que en este momento no, señor.

—Bueno, inténtelo.

—Dedicaré al asunto mi mejor consideración, señor. ¿Habrá algo más esta noche?

—¡Espero que no! Ya ha ocurrido cuanto soy capaz de soportar.

—Muy bien, señor.

Y se largó.