ANEXO II

El pensamiento estratégico naval en la era del imperialismo, Alonso, B. Ediciones de la Escuela Naval Popular, Madrid, 1942, pp. 85-93.

«El día 1 de agosto de 1898, tras las victorias navales de Santiago y Corregidor, la situación estratégica resultante nos era francamente favorable. De momento.

»En Asia la posición se encontraba consolidada: el desastre naval enemigo había sido casi absoluto y apenas contaban con unidades para la defensa de las Hawai o la costa del Pacífico. Su fuerza expedicionaria a Filipinas había llegado a tiempo de desembarcar y de asistir impotente a la destrucción de la flota del Comodoro Dewey; tras una penosa retirada, se encontraban atrincherados en la península de Batán, donde esperarían una ayuda que nunca llegaría.

»En el Caribe las cosas eran más complejas. Tras su escapada de Santiago, la Flota de Instrucción logró abrirse paso hasta La Habana, dejando un reguero de destrucción entre las unidades enemigas. Las pérdidas del Infanta María Teresa y del destructor Furor, siendo sensibles, suponían un problema menor. Al amparo de la baterías costeras, nuestros buques podían alejar la línea de bloqueo y hasta neutralizarla.

»En aquellos días difíciles, el capitán mercante Deschamps forzó las líneas yankees con el Montserrat varias veces, transportando víveres y municiones; el hundimiento de dos cruceros auxiliares bloqueadores en una afortunada salida del Colón obligó a concentrar ante La Habana fuerzas enemigas que sólo podían ser retraídas del resto de la costa. Quizá lo mejor de todo fue el levantamiento del cerco de Santiago y la concentración de tropas en Oriente que, procedentes de toda la isla, arrinconaron entre Daiquiri y Guantánamo a la fuerza expedicionaria yankee. Un reembarque puede ser mucho más difícil de realizar que un desembarco; con miles de heridos y enfermos, bajo fuego, abandonando las impedimentas y en constante lucha hasta las playas, el asunto se le presentaba a Nelson Miles muy duro. A finales de julio, la situación del Cuerpo Expedicionario era terrible, sumando las bajas por enfermedad el 40% del total de efectivos.

»Pero el desnivel anterior a la guerra era tan favorable a los norteamericanos que incluso con los reveses sufridos poseían capacidad para recuperarse con facilidad y golpear de nuevo. Miles, generalísimo del Ejército de Tierra estadounidense había sustituido en el mando al general Shafter, muerto por enfermedad en plena retirada; la invasión de Puerto Rico, prevista hasta en los mínimos detalles, fue suspendida y las tropas a ella destinadas quedaron como reserva operativa en la base naval de Tampa, Florida. Alfred Mahan, asesor del presidente MacKinley, expuso el peligro que suponía continuar dividiendo las fuerzas en escenarios muy alejados y defendió la necesidad de concentrarse ante las zonas vitales del enemigo, buscar la superioridad y golpear.

»Las unidades navales supervivientes del combate de Santiago recibieron orden de proteger la cabeza de playa de Guantánamo y mantener el bloqueo de la isla con la ayuda de las destinadas anteriormente a Puerto Rico. La muerte del almirante Scheley en el Brooklyn y el posterior suicidio de Sampson marcaban el estado de abatimiento moral de la Navy en ese periodo.

»Con las unidades restantes disponibles, se formaron tres grupos: la división A, con el objetivo de atacar la Península, la división B, que actuaría contra el tráfico en el Atlántico y amenazaría las islas Canarias, y la división C, finalmente, que marcharía a Filipinas a través del estrecho de Gibraltar y el canal de Suez. Dotar estas tres fuerzas implicaba renunciar a mantener un bloqueo completo de Cuba y a posponer un nuevo desembarco.

»Tras las pérdidas sufridas ante Santiago o en Corregidor, una derrota en cualquiera de los nuevos frentes abiertos les obligaría a adoptar una posición defensiva; confiaban, no obstante, en nuestra manifiesta debilidad y por ello lanzaron esa ambiciosa operación.

»Frente a este dispositivo disponíamos de tres cruceros en La Habana, más un destructor en Santiago; un puñado de corsarios auxiliares desperdigados por el Atlántico en busca de mercantes enemigos; dos anticuadas fragatas blindadas en la Península, amén de otros buques menores; y en Filipinas el escuadrón de Cámara, al que se sumaban las presas realizadas. Imposible, por tanto, hacer frente y triunfar al previsto contragolpe enemigo.

»El aislamiento internacional de España durante los primeros meses de la guerra envalentonó al enemigo. La complicidad británica fue grande, incluso decisiva en algunos momentos. Era sabido que Londres no aprobaría un ataque a las costas europeas, pero la situación táctica de los norteamericanos les aconsejaba una maniobra de diversión que facilitara el paso por Gibraltar de la flota destinada a Filipinas.

»El 10 de agosto la división B bombardeó Las Palmas de Gran Canaria. El 11, la división A, al frente del almirante Watson, se dejó ver en las costas de Galicia, bombardeando al paso el puerto de Vigo, el más cercano a Nueva York de toda Europa. La alarma ciudadana fue absoluta; el gobierno era incapaz de asegurar la defensa efectiva de las costas ante la inexistencia de fuerzas navales suficientes; la marcha a Filipinas de Cámara había dejado indefensa la Península. Ante la situación, y previas consultas, la reina regente nombró presidente del Consejo de Ministros al capitán general don Valeriano Weyler Nicolau, quien recibió plenos poderes militares y civiles y formó un gobierno de salvación nacional. Entre sus primeras medidas estuvo la firma de un amplio tratado de colaboración y apoyo con representantes de las Kábilas rifeñas —siempre temerosas de una ocupación del Riff por los marroquíes o por los franceses— y la recluta entre sus hombres de 100 000 soldados mercenarios que irían sustituyendo a los españoles destacados en ultramar. Al tiempo de estas medidas en África, Weyler multiplicó en Europa las consultas con los embajadores de la Triple Alianza (Italia, Alemania y el Imperio austro-húngaro). La máxima que resume la línea Weyler en política exterior fue: “Habla con educación, pero procura hacerte acompañar por alguien con un gran garrote, conseguirás que te atiendan más fácilmente”.

»El 12 de agosto, la flota norteamericana bombardeó con dureza la base naval de El Ferrol. Aunque resultaron alcanzados varios buques enemigos, los destrozos causados en la ciudad por el tiro a larga distancia fueron considerables. El incendio resultante destruyó la población, si bien los daños en el arsenal fueron mínimos. El presidente Weyler informó a las cancillerías europeas de lo ocurrido y de su intención de asegurar la defensa del estrecho de Gibraltar para impedir el paso de la flota norteamericana. Inglaterra amenazó con ocupar las costas españolas en torno al Peñón si continuaban los frenéticos trabajos de fortificación y artillado que se realizaban en Cádiz, Sierra Carbonera, Ceuta, Tarifa y Algeciras.

»El 16, el emperador Francisco José de Habsburgo declaró que en una hora tan difícil Austria sabría estar al lado de España con quien tan profundos lazos históricos mantenía.

»El cruce de telegramas y notas diplomáticas era incesante. La situación derivaba con rapidez hacia la internacionalización del conflicto. Pero el ataque yankee a la Península, más la actitud británica de impedir toda defensa efectiva y su amenaza de completar la ocupación de las costas del Estrecho, alarmaron a toda Europa: era demasiado.

»La Triple Alianza realizó una declaración expresando su intención de cortar el paso a “toda flota hostil ajena al Mediterráneo” que intentara cruzar las Columnas de Hércules y reclamando de forma urgente el final de la situación bélica en el Atlántico que tan graves daños provocaba al comercio internacional. En Madrid, el presidente Weyler, con el aplauso de la opinión pública y el asombro y recelo de buena parte de las clases dirigentes, nacionalizó y ocupó todas las posesiones norteamericanas y británicas “que supongan una amenaza contra la independencia de la patria y el esfuerzo bélico”. El júbilo popular por la noticia fue inmenso.

»El vendaval crecía por momentos. Los cañones pudieron haber tronado por toda Europa en agosto de aquel año, pero en realidad nadie quería una guerra generalizada. Inglaterra la que menos: la crisis estaba provocando un alineamiento continental contra ellos como nunca se había conocido, pues hasta Francia mantenía un enfrentamiento grave en Sudán con el expansionismo británico. En la aldea de Fachoda la tensión se acumulaba. Siguiendo órdenes de París, una fuerza mixta de ascaris, zuavos y legionarios bajo el mando del coronel Marchand había avanzado hasta la parte central de Sudán con la intención de proseguir hasta el mar Rojo y enlazar las posesiones del África Occidental francesa con las de Djibuti en la frontera etíope; aunque este último objetivo no se lograra, parecía claro que la segunda intención del despliegue era impedir que la Gran Bretaña convirtiera el centro del continente en un corredor propio sin interrupciones entre Port Said en Egipto y Ciudad del Cabo en Sudáfrica. La maniobra no había pasado desapercibida en el Foreign Office; Marchand y sus hombres se encontraron con un ejército británico a las órdenes de lord Kitchener dispuestos a cortar de raíz la incursión.

»El mundo entero se sobrecogió con las nuevas noticias: a la escalada entre la Triple Alianza, España y Estados Unidos se unía ahora la franco-británica. EL IMPERIALISMO ESTABA A PUNTO DE PROVOCAR UNA GUERRA MUNDIAL GENERALIZADA. Pero en el Quai d'Orsay el ministro Delcassé, una de las mentes más lúcidas de la Europa del momento, elaboró una estrategia para hacer frente a la doble crisis que podría ahogar a la república francesa. Una España acosada, atacada en su territorio continental, y atenazada por Inglaterra, podía arrojarse en manos de una renovada Triple Alianza. Con Madrid alineada a Roma, Berlín y Viena, la posición francesa quedaba en precario; si se sumaba a esto la disputa africana con Inglaterra, el resultado era igual a un aislamiento suicida. Retirarse en Sudán no sería un deshonor: lo importante era rescatar algún día Alsacia y Lorena del dominio prusiano; España e Inglaterra podrían, deberían ser aliados de Francia en esa fecha que sin duda, a su juicio, llegaría más pronto o más tarde.

»Delcassé propuso al Elíseo una declaración pública exigiendo el cese inmediato de la situación de guerra entre el reino de España y la república de Estados Unidos de Norteamérica y anunciando la orden de retirada cursada a Marchand. Se aceptó de inmediato: era imprescindible impedir una escalada con Inglaterra y la deriva de España hacia la Triple Alianza, cuyo país más poderoso todavía ocupaba las sagradas Alsacia y Lorena.

»De esta forma, París se convertiría en la sede neutral para la negociación de un armisticio inmediato entre España y Estados Unidos. Medio mundo suspiró aliviado cuando Weyler aceptó de inmediato el ofrecimiento, garantizó el libre comercio y la libre circulación de mercancías en el Caribe y en Asia y se ofreció a facilitar la evacuación de los prisioneros y de las tropas enemigas en suelo español. Francia apareció ante todos como la campeona de la paz, amparando magnánima a España y dando una salida digna al conflicto.

»Inglaterra obligó a Estados Unidos a suspender las operaciones y a entablar negociaciones, al tiempo que retomaba su papel de garante de la seguridad de los mares y avisaba que, en adelante, no toleraría que ninguna potencia entorpeciera el comercio y la libre navegación. La “espléndida guerrita” diseñada por Roosevelt, Hearst y Mahan estaba a punto de acabar con un fracaso monumental. Muy debilitado el partido belicista, toda la preocupación de MacKinley fue la de salvar a los hombres atrapados en Cuba y en Filipinas, mientras la opinión pública se debatía entre los deseos de revancha y la exigencia de acabar la guerra. Los partidarios del aislacionismo crecían día a día.

»El 12 de octubre de 1898 se firmó el llamado Tratado de París que puso fin al conflicto. Todos los prisioneros y las tropas yankees destacadas en ultramar serían evacuadas de inmediato; asimismo, se pagaron a España indemnizaciones de guerra y, como aparente concesión a Estados Unidos —pues era la única salida a los conflictos civiles preexistentes—, Cuba y Filipinas recibirían una amplia autonomía.

»Durante la gran parada realizada con motivo de los primeros contingentes repatriados, las tropas, Montero Ríos, jefe de la delegación española en París, y el presidente Weyler fueron aclamados en Madrid en medio del delirio popular. La victoria frente a la repugnante agresión provocó una sensación de euforia y optimismo desmedido que impedía ver con claridad las profundas deficiencias estructurales que frenaban el desarrollo de España, pero al mismo tiempo ofreció a los regeneracionistas que apoyaban a Weyler un gran apoyo social.

»(…) Como consecuencia de la postura mantenida al final de la guerra, Gran Bretaña vio muy debilitada su posición en España. Ante la opinión pública, “la pérfida Albión” había intentado acuchillarnos por la espalda en un momento comprometido. Por ello, la ocupación de capitales y posesiones británicas en España consideradas como estratégicas (las minas de Río Tinto, los yacimientos de mercurio en Almadén, wolframio y otros productos clave para la industria militar) fue muy bien acogida. La fractura entre las clases dirigentes era inevitable: en torno a la regente se reunieron los germanófilos, intentando excitar un desmedido nacionalismo español de corte imperialista; la oligarquía afectada por el capital británico se situó en contra del régimen de Weyler, acusándole de “revolucionario” y, apoyando a este, una amplia alianza de liberales, regeneracionistas, autonomistas (catalanes, gallegos y vascos) y republicanos con Francia como aliado natural. El carlismo se vio prisionero de una profunda contradicción, pues su posición germanófila contrastaba con la popularidad de la regente.

»En torno al rey niño (don Alfonso XIII fue rey desde su nacimiento por motivos dinásticos, aunque estaba obligado a esperar a la mayoría de edad para hacerse de facto con el trono) se formó un núcleo probritánico duro que pretendía restaurar la situación previa a la guerra. Buscaron apoyos en medios militares y se aprovecharon de la fascinación por estos temas que alentaba el joven heredero. Con nuevos apoyos internos, Gran Bretaña recuperó paso a paso su situación; se llegó incluso a disponer la boda entre el heredero español y una nieta de la reina Victoria. Pero el clímax se alcanzó en abril de 1903 con el intento de golpe de estado protagonizado por el capitán general don Fernando Primo de Rivera: su objetivo era deponer el gobierno progresista de Weyler, suspender la Constitución del 74 y sustituir a la austríaca reina regente por su hijo don Alfonso.

»(…) El rápido fracaso del pronunciamiento (considerado como el último acto del siglo XIX) se debió al enorme prestigio de Weyler y a lo forzado de la posición probritánica en el Ejército y la Armada. Deponer a la reina que tan gallardamente había defendido a la nación era algo condenado al fracaso de antemano. Tras la condena a muerte del primer marqués de Estella y de su sobrino, el coronel don Miguel Primo de Rivera y Orbaneja, un héroe de la lucha en Filipinas, el general Weyler dimitió convocando elecciones a Cortes Constituyentes. Antes de su inevitable fusilamiento por sedición, don Fernando Primo de Rivera declaró su deseo de que aquella muerte suya “fuese la última derramada entre españoles”. Valeriano Weyler, desde su retiro mallorquín, defendió siempre la no concesión del indulto: “Si no hubieran pagado con sus vidas su intento de abortar los libres destinos de la nación, habríamos tenido otros intentos de golpe de estado y quizás inevitablemente una guerra civil”. Al quedar comprometido con los golpistas, don Alfonso arruinó las posibilidades de supervivencia de la dinastía Borbón en España. Weyler declaró a quienes le pidieron que evitara la caída de la monarquía: “El error de ese muchacho lo pagará su familia, pero no la patria. Las dinastías pasan, la nación permanece”. El 30 de abril de 1905, tras un rotundo triunfo electoral de la coalición liberal-republicana apoyada por los socialistas, se proclamó la Segunda República Española».