ANEXO I

(continuación)

«(…) Pasaron semanas de inacción. Las discusiones entre los mandos fueron continuas pero siempre actuamos con cohesión y unidad. En realidad nunca se perdió la conexión telegráfica submarina con La Habana; el cruce de informaciones y órdenes no cesó. Como era de esperar nuestra presencia fue el imán que atrajo al enemigo. No saliendo cuando pudimos haberlo hecho, ahora corríamos el peligro de vernos forzados a hacerlo si las defensas terrestres de Santiago de Cuba eran superadas. Sobre el 20 de junio celebramos una nueva reunión del Estado Mayor.

»(…) Cuando salí de la cámara del almirante Cervera la sensación de que todo estaba perdido era casi absoluta. Todas mis palabras, mis consejos, las aportaciones de Víctor Concas, su capitán de banderas —comandante del buque insignia—, y es de suponer que Cervera tendría especial consideración a sus planteamientos, todos nuestros esfuerzos, en fin, por encontrarle una solución a aquella ratonera se topaban con un muro de piedra: ni hablar de una salida por turnos, nada de intentarlo de noche, ni pensar en un ataque de los destructores como Villaamil propuso, cualquier otra cosa que no fuera hundir los buques —algo que el pundonor profesional de todos rechazaba— o salir cuando la ciudad cayera o Madrid lo exigiese, había sido negado por la mayoría del Estado Mayor de la flota; el pesimismo de Cervera era contagioso… Demasiados despropósitos los que se acumulaban, como si nos hubiéramos resignado a la derrota, como si el vértigo del desastre y la muerte nos hubiera atenazado sin remedio. Estaba furioso y casi cegado por la rabia, le hubiera presentado mi dimisión, pero pude contenerme, aquello hubiera sido cobarde y estúpido; además, lo que a mí me rebelaba era tener que resignarme al fatalismo del que espera lo inevitable, cuando lo que todos deseábamos era luchar.

»Tras varios días de choques esporádicos con las fuerzas yankees desembarcadas en Guantánamo primero y Daiquiri después, nuestro ejército se estaba replegando por escalones hacia la ciudad. En Guantánamo la gente del general Pareja se había portado muy bien; sólo con los medios locales disponibles, habían contraatacado la cabeza de playa de los marines y les empujaron hasta el mar la noche siguiente al desembarco; sólo un asalto masivo de una columna cubana pudo salvar a los yankees de un desastre. Entre los ataques por retaguardia de los mambises y el fuego de los cañones pesados de la flota americana ante la playa, Pareja se vio obligado a soltar la presa y atrincherarse más en el interior.

»Desde aquello, los avances yankees hacia Santiago no cesaron. Seguían el Camino Real en la línea Guantánamo-Daiquiri, y, abandonando la costa, Sevilla, El Pozo y El Caney, tras el cual se encuentra la población de Santiago. El general Rubín de Celis les salió al paso en el desfiladero de Las Guásimas, entre Sevilla y la costa, pero aunque el encuentro y la posición resultaron favorables, la superioridad local resultaba pasajera: el Cuerpo Expedicionario de Estados Unidos era el que venía avanzando casi al completo. El gobernador militar del Distrito de Santiago, el general Linares, ordenó una retirada en escalón hacia una defensa avanzada que permitiera mantener los vitales campos de cultivo y las presas que surtían a la población; se formó una línea exterior con posiciones fuertes en las alturas que separaban Santiago del Camino Real, el eje enemigo. No era mala disposición, pues marchando el Camino en diagonal a las defensas, el enemigo debía atacarlas de frente o arriesgarse a dejar un flanco al descubierto. La pena estaba en que Linares no tenía fuerzas suficientes para asegurar la ciudad, contener a la guerrilla cubana y luchar contra una fuerza de maniobra tan grande como la que le caía encima.

»En el perímetro defensivo de Santiago, los ataques de tanteo enemigos eran constantes, y el general Linares nos había comunicado que esperaban de forma inminente un asalto en toda regla, solicitando el concurso de nuestros hombres; cuando el almirante me encomendó el mando de las columnas de desembarco que enviaríamos a la lucha encontré en ello una liberación. Y creo que él también la tuvo al verme desembarcar aquel 21 de junio del malhadado año de 1898.

»La falúa que nos llevó al muelle iba llena de hombres de mi plana mayor, cajas de suministros y munición. El ambiente en la ciudad era muy tenso, tropa por todas partes, heridos conducidos a pabellones e iglesias convertidos; los civiles también se habían movilizado y se veía a muchos voluntarios haciendo todo tipo de tareas; faltaba de todo, comida, medicamentos, pronto hasta el agua. Si el cerco se estrechaba y nos arrojaban de la franja agrícola que rodeaba la ciudad no podríamos mantenernos. Aquello no era una fortaleza militar, sino una próspera, hasta entonces, capital provincial, con miles de habitantes civiles; familias, mujeres, niños. La agresión yankee estaba provocando terribles sufrimientos a la población y poco podíamos hacer por evitárselos. Mientras se concentraba el grueso de los hombres llegaron varios enlaces del mando y nos indicaron dónde podríamos establecernos. Todo fue rápido y tenso, pero era evidente que la actividad aquella de formar las compañías, avituallarnos, contactar con las fuerzas de tierra y disponerlo todo para un combate en el que por fin podríamos ver la cara del enemigo resultaba un tónico para la moral de mi gente, tan aplastada por la espera en el interior de los buques.

»En el tiempo que medió entre nuestro despliegue de apoyo y el comienzo de las maniobras enemigas encaminadas al asalto de la plaza, apenas tuve tiempo de organizar un centro de operaciones con varios oficiales y enlaces. Los marineros e infantes de marina estaban agrupados por los buques de los que procedían y fueron asignados a diversos puntos de las defensas. Por mi parte, la labor principal consistía en coordinar el esfuerzo de nuestra gente con las fuerzas de infantería que constituían el grueso de la defensa, asegurar el contacto con la flota y, llegado el momento, marchar al frente con las compañías mixtas de infantes de marina y otro personal naval que había dispuesto como reserva.

»La tarde del 31 de junio de 1898 la tensión llegó a su grado máximo. El enemigo se concentraba para el asalto en dos puntos cercanos a la rada de la bahía en su ribera sur: la pequeña población de El Caney, donde un fortín protegía la presa que abastecía de agua la ciudad y las Lomas de San Juan, conjunto de colinas que separaban las primeras líneas de defensa de las ciénagas y los campos de caña situados más al sudeste. Desde allí se podría batir la ciudad y con mucho menos esfuerzo alcanzar la costa interior, la rada de la bahía. Estábamos obligados a reforzar aquellos puntos avanzados, pero también a mantener el grueso de las reservas cerca de la carretera de Manzanillo, al otro extremo del perímetro, por donde avanzaba a nuestro encuentro la columna del coronel Escario con tres mil hombres. Recibí órdenes de concentrar a mi gente en Dos Caminos, en las afueras de la ciudad, desde donde era fácil acudir a la defensa del fortín de La Canosa, primera línea tras San Juan, si las cosas se complicaban. Con los apenas 450 infantes y marineros de la reserva poco más podíamos hacer.

»Estaba intentando dormir algo en la caseta donde dispuse la plana mayor en espera de acontecimientos, cuando uno de mis ayudantes me hizo levantar. Salí de la habitación donde dormitaba y en la salita que nos hacía de sala de reuniones encontré a un hombre alto, de patillas algo canas; don Luis Baltar, capitán de los voluntarios cubanos que nos había sido asignado como enlace estaba allí plantado; parecía muy nervioso y cuando me miró no sé si noté alivio o temor en sus ojos. Nunca, nunca se me olvidará aquella conversación y lo que ocurriría a continuación.

»—Don Joaquín…, mi capitán. Nos han traído de la carretera de Manzanillo a un oficial de marina que intentaba cruzar las líneas enemigas y entrar en la plaza.

»—¿Cómo un marino? ¿Que intentaba entrar en Santiago dice usted?

»—Afirma pertenecer al Servicio de Información Naval y venir directamente de La Habana. Traía consigo unos documentos que insistió se los hiciéramos llegar a usted —me respondió Baltar, algo aprensivo por mi posible reacción, tan extraño era todo aquello.

»—Pero ¿dónde está ese hombre ahora? —dije. La verdad es que aquello era completamente inesperado.

»—Aquí —dijo, y volviéndose hacia la puerta, ordenó—: Martín, haga pasar al prisionero.

»Martín era un brigada cubano que había servido con Baltar desde hacía años; entró en la habitación dando paso a una escolta de sus hombres que traían consigo a un hombre alto, de unos veinticinco años, vestido con un sucio uniforme de campaña de la Armada. Los soldados que le rodeaban venían aferrados a sus fusiles máuser, cubiertos sus pechos por las cartucheras de cuero reventadas por el peso de la munición. Estaban tensos, sus rostros curtidos por el sol mostraban una determinación absoluta; era evidente que no sabían si aquel a quien traían era amigo o enemigo y también que confiaban hasta la muerte en sus mandos. Viéndoles allí, con sus gastados uniformes, su calzado destrozado, las huellas de las privaciones en sus cuerpos enjutos, me dije que si pese a todo aquello mostraban tal fortaleza de espíritu y voluntad de combatir a los yankees no todo estaba perdido. En toda aquella maldita guerra lo mejor, lo único que se salvó por nuestra parte fue, en realidad, la grandiosa capacidad de entrega y sacrificio de los soldados españoles, de esos hombres arrancados de sus casas y de sus sencillas vidas, llamados a defender una patria que bien poco había hecho por ellos.

»El desconocido miraba a su alrededor con los ojos llenos de curiosidad; detalle que no pasó desapercibido. El teniente de navío Aznar, del Teresa, y en tierra uno de mis ayudantes, expresó en voz alta lo que a todos nos asaltó:

»—Pero… ¿qué clase de espía es usted? —le dijo (…).»