entrañas quedaron al descubierto. Estuve enfermo durante días —Paris acercó la

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cara—. Pero, sigue hablando —susurró—, y cuélgate de mi brazo, como si fuera el

auténtico Héctor, y tú una de mis admiradoras.

Claudia sintió un escalofrío.

—¿Por qué?

—No seas tan tímida —replicó Paris—. Eras algo más que una sirvienta, Claudia,

lo veo con claridad. Pero ya he bebido y comido antes con informadores. Lo que es

más importante, nos están siguiendo —cogió la cara de Claudia entre sus manos,

presionando con fuerza, para evitar que se girase—. Cuando yo te diga —susurró—,

mira al fondo del callejón, suelta una carcajada y date la vuelta de nuevo —Paris

sonrió y apartó sus manos—. ¡Ahora! —ordenó.

Claudia miró hacia el lugar por donde habían venido, y vio unas siluetas que se

movían de puerta en puerta.

—O te siguen a ti —añadió secamente Paris—, o son admiradores secretos míos.

Pero vamos, continúa andando.

Paris caminaba con rapidez. Entraron en una casa con unas grotescas figuras

labradas en el dintel; Hermes, con un enorme falo rojo. Los pasillos olían a perfume

barato, aceite y vino derramado. Claudia observó un graffiti en las paredes y cayó en

la cuenta de que habían entrado en un prostíbulo. Pasaron junto a una pequeña

habitación y miró en su interior: un diván de piedra junto a una pared, repleto de

cojines y colchonetas; sobre él, una chica a medio vestir les dirigía una mirada

insinuante. El pasillo conducía a una sala principal, con un enorme candelabro que

colgaba del centro del techo. Desde esta dependencia, se abrían cinco pequeñas

habitaciones, cuyas puertas se encontraban entreabiertas: unas chicas desnudas se

movían de aquí para allá, hablando entre ellas. Algunas calzaban zapatos rojos o

blancos, y llevaban rosas rojas en sus cuellos y cabellos. Llegaron hasta unas

escaleras, donde había un habitáculo en el que se encontraba el gerente, y siguieron

caminando hasta salir al jardín: lo atravesaron, y cruzaron una portezuela que

conducía a otro callejón. Paris la guió hasta un espacioso establecimiento que era, a la

vez, taberna y comedor, con una ancha barra en la que se servía cerveza y vino. Tras

ella, subiendo algunos escalones, se llegaba hasta un amplio comedor. Paris la llevó

hasta allí de la mano, lanzando saludos a aquellos que pronunciaban su nombre. El

tabernero se acercó hasta ellos y les entregó una pequeña tabla con la relación de los

platos del día. Paris pidió unos filetes de cordero en salsa, verduras, pan blanco y

vino aguado. Claudia estaba nerviosa, pero le agradaban las atenciones del actor.

—¿Cuál es la auténtica razón de todo esto? —preguntó con aspereza cuando le

sirvieron la comida.

—Ya te lo he dicho. Me gustan las chicas que no están ligadas al teatro.

—No te vas a acostar conmigo esta noche —replicó secamente. Paris soltó una

carcajada—. No —dijo, alzando las manos—. He ido a ver a tu tío Polibio. Traigo

algunos mensajes, y eso es todo.

Comieron en silencio. Una vez pasada la excitación de su encuentro y

comunicados los mensajes, Claudia comenzó a sentirse incómoda. Normalmente,

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Asesinato imperial

solía mantener a raya a los hombres, convencida de que no tenía tiempo para

escarceos amorosos. Alzó la mirada. Paris la observaba con mirada expectante.

—¿Conoces la ciudad?

Claudia asintió con la cabeza.

—¿Has visto alguna vez a un hombre —preguntó la joven, mostrando el dorso de

su mano derecha— con un cáliz púrpura tatuado en la muñeca?

Paris engulló la comida que tenía en la boca.

—He visto unos cuantos —replicó, en voz baja—. Hay una asociación, o una

fraternidad, dedicada a Afrodita —dijo, mirándola con rostro serio—. Pero, ¿qué

relación tienes tú con ese grupo decadente?

—¿Decadente?

—Sí, decadente. Le gustan las chiquillas, los niños. Hasta los tipos más

despreciables de la ciudad se enorgullecen de no formar parte de ellos.

—¿Y dónde suelen reunirse?

—No tienen un templo o santuario determinado.

Paris miró hacia la habitación del bar que tenían más abajo. Claudia siguió su

mirada. Un grupo de hombres, con los hombros cubiertos con capas desgastadas, se

concentraba en la puerta. Llevaban los rostros ocultos bajo las capuchas.

—Me gustaría llevarte al teatro —dijo un sonriente Paris—. Deberías venir a

verme actuar. Durante los problemas recientes, me he visto obligado a retirarme,

pero ya estoy de vuelta, y quiero hacer famoso mi nombre —continuó, y vació su

copa de un sorbo—. Sin embargo, no me gusta la compañía que continúa

siguiéndonos —sonrió socarronamente—. Creo que es momento de que te vayas a

casa.

Claudia se puso en pie. Pensaba que iban a bajar los escalones, pero Paris la cogió

de la mano y la condujo hacia la parte trasera de la habitación.

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Asesinato imperial

CAPÍTULO 8

«Los que van a morir, te saludan».

Aclamación de los gladiadores antes de los juegos.

O QUIEREN VERME, O PRETENDEN intercambiar unas palabras contigo,

Claudia —declaró Paris, ya en el callejón trasero del edificio. La cogió de los hombros

y la atrajo hacia su pecho—. ¿Quién eres en realidad? ¿En qué estás metida?

—¡Mi ocupación no es asunto tuyo! —dijo bruscamente, separándose de su

abrazo.

—Una última copa —murmuró Paris—, pero en un lugar que yo conozco.

Siguieron caminando a través de callejones estrechos. Claudia se percató de que

volvían en dirección al Palatino, tomando una ruta circular. En la distancia, podía

distinguir los monumentos y pilares, iluminados por la tenue luz del cielo estrellado;

aunque a su alrededor tan solo había casuchas sucias y destartaladas. Unas

prostitutas, ancianas y decrépitas, permanecían en sus entradas, incitándoles con la

mirada.

—¡Te lo hago a ti y a tu amigo! —gritó una de ellas.

Paris se giró, le hizo un gesto despectivo y condujo a Claudia hasta La Lámpara de

Aceite, un pequeño establecimiento de comidas. El aire en su interior era dulce y

cargado de sabores, y el suelo del comedor estaba limpio; había varios reservados

para beber, y sobre ellos, había una tribuna. En cuanto hizo su entrada, Paris

comenzó a recibir saludos, y la gente se acercó hasta él para estrecharle la mano. El

actor aceptó sus aclamaciones con petulancia. El encargado los dirigió hasta un

compartimento y les trajo dos copas de lo que catalogó como el mejor vino de

Campania. Un joven se acercó hasta ellos: rostro enjuto, labios carnosos y ojos

saltones, bajo un cabello rubio muy corto.

—¡Paris! —exclamó, y se sentó.

Claudia reconoció a Iolo, antaño un famoso actor, hasta que comenzó a beber

demasiado y terminó por ponerse en ridículo sobre el escenario.

—Te conozco —balbuceó, señalando a Claudia con el dedo—. Así que el valiente

Paris está de vuelta.

—¿Cómo dices? —preguntó Claudia.

—Cuando Majencio gobernaba la ciudad —explicó Paris—, representé una obra

de mímica en el teatro. A Severio no le gustó; pensó que me burlaba de su señor. Así

que tuve que huir. Pasé la mayor parte del tiempo escondido en un sótano. No volví

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hasta la llegada de Constantino. ¡Estoy más que satisfecho con este cambio de

gobierno!

—Nunca has sido una persona a la que guste empuñar armas —comentó Iolo, y

tomó un sorbo de la copa de Claudia. Su gesto se endureció—. ¿Puedes utilizar tu

influencia, Paris? Aceptaré cualquier tipo de trabajo.

—Tengo uno para ti en este momento —Paris depositó una moneda de plata sobre

la mesa—. Vamos a salir por la puerta trasera. ¡Claudia, nuestros huéspedes han

llegado!

Un grupo de matones se abrían paso hacia ellos. Rostros sin afeitar y miradas

amenazantes. Paris la cogió de la mano y tiró de ella hacia la puerta. Al instante, Iolo

comenzó a crear un alboroto para distraer a sus perseguidores.

—¡Vamos!

Paris había dejado de ser el actor arrogante y despreocupado. A la pálida luz del

crepúsculo, su rostro aparecía pálido y desencajado. Claudia obedeció. No era esta la

primera vez que tenía que huir de unos asesinos, y siempre seguía el mismo patrón:

deslizarse entre la gente, correr con fuerza, evitar los baches en las calles, girar

constantemente de calle en calle, volverse para comprobar si sus perseguidores aún

seguían tras ellos. Cuanto más corrían, más consciente era Claudia de lo

terriblemente asustado que estaba Paris. Ahora, era ella la que debía agarrar la

muñeca de Paris y tirar de él. Entonces, como si se tratase el final de una carrera,

alcanzaron la vía principal que conducía hasta el Palatino. Alcanzó a ver a un grupo

de guardias y de jinetes. Paris y ella se detuvieron junto a una fuente y miraron a su

alrededor: sus perseguidores habían desaparecido.

—Es la última vez —dijo Paris, con voz entrecortada y el rostro empapado de

sudor— que te invito a una copa de vino. La próxima vez, me tendrás que venir a ver

al teatro —se inclinó hacia ella y la besó en la frente.

—¿Paris?

Había comenzado a retirarse, pero volvió hacia ella.

—¿Por qué has venido a verme esta noche? ¿Dónde estabas cuando asesinaron a

Fortunata?

El actor suspiró exasperado.

—Claudia, yo no os elegí; ni a Fortunata, ni a ti: ambas vinisteis a buscarme. ¿No

es cierto?

Claudia asintió.

—Sentía curiosidad por ti, tenía que probarte, ¿de acuerdo?

Claudia sonrió.

—Soy actor —continuó Paris—. Odio el derramamiento de sangre, y me importan

un pimiento los emperadores. HUÍ de Roma mucho antes de que muriesen Majencio

y Severio: me gustaba Fortunata, pero he estado muchos días fuera de Roma.

Fortunata aún vivía cuando me fui. Y sí —añadió Paris, sonriendo ante la confusión

de Claudia—, Zosinas me envió a su villa en las colinas Albanas; suficientemente

cerca de Roma, pero demasiado lejos para mí. Volví el mismo día que me encontraste

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Asesinato imperial

—Paris sostuvo en alto la llave que colgaba de su cuello—. Esto es para mi caja

fuerte; todo lo que deseo es hacerme rico —le apretó la mano y desapareció entre las

sombras.

—¿Estás bien?

El centurión de guardia se aproximó hasta ella. Se agachó y acercó su rostro

curtido con gesto amable: por un momento, Claudia pensó que se trataba de su

padre.

—Sí, sí —respondió—. Estoy bien. Todo lo que necesito es una buena noche de

sueño.

Cuando alcanzó las dependencias de la servidumbre, Claudia estaba demasiado

cansada como para reflexionar acerca de los acontecimientos que se habían

desarrollado durante la tarde. Se limpió el rostro y las manos con agua fresca, se

metió en la cama y concilio el sueño en pocos minutos.

A la mañana siguiente, se levantó muy temprano. Se aseó y vistió con rapidez, e

introdujo sus pertenencias en una bolsa. Se calmó un poco en el refectorio, donde

saboreó un poco de pan y un estofado algo rancio. Seguidamente, se encaminó hacia

el patio del palacio, donde Rufino se estaría preparando para marcharse hacia los

juegos. El cielo estaba iluminado con un resplandor rojizo, como si toda Roma se

acabara de despertar y, de repente, hubiera caído en la cuenta de que hoy se

celebrarían los juegos. Todos, desde el más insignificante esclavo hasta los propios

ministros del emperador, estarían presentes para presenciar el desfile de sangre y

muerte. Claudia podía sentir la excitación al llegar al patio. Un grupo de sirios,

vestidos con túnicas rojas, aguardaban sentados alrededor del gran palanquín, con

las cortinas recogidas, en el que iban a transportar a Rufino hasta el Coliseo. Unos

negros, vestido de blanco, precederían la litera y, a cada lado, desfilaría una pequeña

escolta al mando de un oficial, que se encargaría de mantener alejada a la multitud

sudorosa del ministro del César.

Claudia se abrió paso entre el grupo de siervos y otros miembros de la comitiva.

Bessus, el chambelán, advirtió su presencia, y chasqueó los dedos para que se

acercase.

—Tienes que caminar junto a la litera de Rufino —anunció pomposamente.

—Caminaré junto a la litera de Rufino —repitió Claudia con pesar—. ¿Tengo que

asistir a los juegos, Bessus?

—¡Desde luego que sí, mi niña! —sus labios carnosos se arquearon, en señal de

asombro—. Vas a entrar al servicio de la casa de Domatilla. ¡Vaya un espléndido sitio

para servir! —dijo, y siguió con su faena.

Los sirvientes se acercaban portando comida: queso, uvas, cerveza. El sol brillaba

con fuerza en el cielo.

—¡Espero que no se demore demasiado! —murmuró uno de los portadores

sirios—. Las calles del Coliseo estarán abarrotadas, y va a hacer mucho calor. ¡Espero

que se de prisa ese bastardo!

Finalmente, tras una larga hora de espera, sonaron las trompetas: Rufino bajó las

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escaleras con aire esplendente, con su toga blanca, su pelo ceniciento bien peinado y

su tez aceitunada, rematada con la mejor de sus sonrisas. Los esclavos que esperaban

a cada lado portaban fruta, vino y parasoles. Rufino subió en su litera. Miró a

Claudia y le guiñó un ojo.

—Podrías venir conmigo —susurró, observándola detenidamente—, pero si mi

mujer lo descubriese, me costaría meses de explicaciones. Si vas a pecar, Claudia —

añadió—, hazlo siempre en secreto.

Los portadores ocuparon su lugar. El palanquín abandonó el suelo y la procesión

comenzó su recorrido triunfante, colina abajo, hacia las calles de la ciudad. La

excitación allí era tangible. Ningún mercado, puesto ambulante o tienda había

abierto sus puertas. Las tabernas estaban cerradas. Todos iban a los juegos. Las calles

estaban tomadas por una muchedumbre feliz y ruidosa. Los más expertos

proclamaban en alto las habilidades de ciertos gladiadores, los apostadores gritaban

al aire sus jugadas. Algunos de los combatientes poseía su propio séquito de

seguidores, que sostenían en alto enormes pancartas que proclamaban las virtudes

de sus ídolos. Un grupo de escolares cantaban un antiguo silogismo: «Mi burro tiene

orejas. Tú tienes orejas. Por lo tanto, tú eres mi burro».

Grupos de guardias despejaban el paso. El estruendo y el barullo eran

ensordecedores. En un momento determinado, la multitud enmudeció. Rufino, que

leía algunos papeles en su palanquín, asomó la cabeza por la cortina.

—Claudia, encanto, ve a ver qué ocurre.

La joven se internó aprisa entre la multitud, pasando a los soldados, abriéndose

paso entre el gentío. Llegó hasta el extremo de la gran explanada que rodeaba el

Coliseo y observó horrorizada. La guardia imperial trataba de contener a la masa,

que se concentraba ante la primera visión de sangre del día. Había una hilera de

carros que transportaba a multitud de convictos, hombres condenados a morir a

mediodía en el Coliseo. Los prisioneros, hacinados, llevaban las manos atadas a la

espalda. Un prisionero, incapaz de soportar la tensión, y poco dispuesto a morir para

entretener a los demás, se las había arreglado para escapar de su carro, y se suicidó

introduciendo la cabeza entre los radios de la rueda del carro que le precedía. Su

cuerpo permanecía enganchado en la rueda, con sus sucios harapos cubiertos de

sangre. Claudia se llevó la mano a la boca. Se dio la vuelta y regresó trotando. Rufino

asintió con la cabeza cuando le contó lo sucedido.

—Eso despertará el apetito —suspiró—. A la gente le encantará.

—¿Detendrá el emperador los juegos? —preguntó Claudia.

Los asombrados ojos de Rufino se abrieron completamente, y posó el dedo sobre

los labios.

—¡Calla, niña! Ya hay bastantes rumores de que el obispo de Roma y su círculo no

están nada contentos —dijo, sonriendo—. Después de todo, durante toda mi vida, las

únicas ocasiones en que los cristianos iban al Coliseo... —dejó la frase inacabada.

El capitán de la guardia volvió hasta su posición y les comunicó que comenzarían

a moverse en breve. El palanquín volvió a elevarse. Cruzaron la amplia explanada.

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Claudia miró furtivamente al carro. El esclavo seguía enganchado. Un soldado

desenvainaba su espada para seccionarle los tendones del cuello. Claudia se alegró

de que la multitud se moviese aprisa. La guardia personal de Rufino abría paso a la

litera entre la masa sudorosa.

El Coliseo rugía sobre ella, con sus ladrillos blancos sobre los que destacaban las

oscuras sombras de las arcadas. La fachada se elevaba cuatro plantas, y cada una

mostraba un tallado diferente. Unas enormes estatuas presidían las entradas

principales, que sumaban un total de setenta y cinco. Sobre cada puerta, aparecía un

número tallado. Aquellos que pretendiesen entrar debían entregar un boleto en el

que figuraban los números de la entrada, la fila y el asiento. Sin embargo, Rufino

accedió por la entrada imperial, dominada por una colosal estatua de Nerón; aunque,

desde luego, los sucesivos emperadores habían ido cambiando su rostro para que

reflejara el suyo propio.

Rufino abandonó la litera. El magistrado de los juegos, los jueces, los lanistas, y los

propietarios de las escuelas de gladiadores, le aguardaban junto a la entrada. Se

distribuyeron unas copas de vino, se hicieron brindis y se intercambiaron cumplidos.

Claudia permaneció en una esquina, sujetando su fardo y su bastón. Pensó que el

banquero se había olvidado de ella, pero justo antes de que le condujesen a su

asiento, chasqueó los dedos.

—¡Tú te quedas conmigo, Claudia!

Subieron algunos escalones y una suave rampa que daba paso al anfiteatro.

Claudia se quedó paralizada por la impresión. Contempló los banderines,

estandartes, banderas y penachos, mecidos por la brisa de la mañana, los palcos de

los ricos, sombreados y adornados con costosas telas; la arena estaba teñida de un

extraño color naranja; y, sobre todo, la rugiente multitud. Aunque aún era temprano,

el mar de caras y los gritos de miles de personas la hizo sentirse mareada. Rufino la

tomó de la mano con gentileza y Claudia lo siguió hasta el palco, junto al podium

imperial. A su izquierda, Claudia observó las dependencias que ocuparían más tarde

el emperador y su séquito donde habían dispuesto unos sillones forrados en oro y

unas mesitas bajas.

—El emperador no hará acto de presencia hasta esta tarde —susurró Rufino—. Su

lugar lo ocupará el comisario de los juegos —el banquero mencionó el nombre de

algún noble.

Claudia observó un grupo de sillas dispuestas sobre unos escalones, dentro del

palco de Rufino.

—Son para Domatilla y sus chicas —explicó Rufino—. Me temo que tú tendrás

que permanecer de pie.

Claudia asintió con la cabeza, se acercó a un extremo y observó el mar de caras. Su

tío, Popea y todos los sirvientes de Las Burras debían de estar allí. La taberna estaría

cerrada y sellada, vigilada por algún matón. Océano estaría también presente,

gritando a todos lo que debían presenciar. Intentó reconocer caras entre la multitud,

pero era imposible.

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Asesinato imperial

El Coliseo se llenó pronto. Buhoneros y mercachifles recorrían los pasillos

ofreciendo agua, vino, salchichas picantes, pan empapado en salsa de pollo, pasteles

de miel, trozos de pergamino con los nombres de los gladiadores que iban a luchar.

Los contables, fácilmente distinguibles por los enormes parasoles que sujetaban los

escribas, junto con sus pizarras, aceptaban las apuestas del público. El sol se

encontraba ahora en su cénit. Sobre algunas partes del Coliseo, unos marineros

tiraban de unas cuerdas, que extendían sobre la multitud unos enormes toldos

empapados en agua para paliar los peores efectos del terrible calor.

En el anfiteatro se habían dispuesto unas enormes tablas sobre caballetes de

madera sobre las que reposaban las armas de los gladiadores. Estas serían

inspeccionadas minuciosamente antes de comenzar los juegos. Jueces y lanistas,

pomposos y solemnes, caminaban entre las tablas, levantando escudos,

comprobando cascos, humedeciéndose el pulgar para comprobar el filo de las

espadas. Unos sirvientes alisaban y nivelaban la arena con grandes rastrillos. Un

grupo de músicos trataban sin éxito de que el público coreara con ellos alguna

canción. Los soldados, armados con espadas y grandes escudos, se situaban ya cerca

de la puerta por la que harían su entrada los gladiadores. Guardarían la vía de

escape, con instrucciones estrictas de dar muerte a todo gladiador que tratase de

huir, presa del pánico. Bajo el zumbido del público se podían percibir los rugidos de

leones y tigres, encerrados en jaulas situadas en los sótanos del anfiteatro. Claudia

sentía un escalofrío. Odiaba los juegos, no sabía bien por qué. Había presenciado

campos de batallas, atestados de cadáveres. Era por algo que le había dicho su padre,

parafraseando a un poeta... ¿cómo era? «En los juegos, la muerte es tan barata, tan

vulgar».

Claudia escuchó extáticos chillidos y ovaciones, y se giró con curiosidad.

Domatilla y sus mujeres hacían su aparición y recibían el saludo de Rufino. Eran

bellas mujeres de diferentes nacionalidades: africanas, sajonas, dacias, ilirias,

germanas y galas; con el cabello perfectamente recogido, preciosas joyas adornando

sus orejas, cuello, muñecas y dedos; sus bellos cuerpos cubiertos con las más finas

sedas y mantos. Sus rostros estaban perfectamente maquillados, sus cejas

escrupulosamente depiladas y las pestañas debidamente resaltadas. Rufino les dio la

bienvenida con besos y abrazos. Ocuparon sus asientos, y unos sirvientes les llevaron

unas copas con sorbete de helado. Rufino acompañó a Domatilla, hasta un asiento

situado en la zona central del podium. El público, que descubrió su llegada, las

saludó con alaridos, silbidos, comentarios obscenos y burlas. Entre éstos, surgió un

cántico acallado: In hoc signo occides! In hoc signo occides! El gesto de Domatilla se

torció ante este elocuente testimonio de lo extendidas que estaban las noticias de los

asesinatos en Roma. El cántico se hizo más audible. Afortunadamente, el magistrado

de los juegos se puso en pie en el palco imperial y avanzó unos pasos, alzando los

brazos. El público le saludó con un fuerte aplauso. Domatilla suspiró aliviada y se

recostó en su silla.

—¡Alabados sean los dioses! —susurró y, tras abrir su abanico, comenzó a agitarlo

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vigorosamente.

Rufino llamó a Claudia y la presentó. Domatilla la cogió por los hombros y le dio

dos sonoros besos en las mejillas, embriagándola con el aroma de su perfume exótico.

Era una mujer algo entrada en carnes y de aspecto agradable, con una lustrosa

cabellera negra, claramente teñida, y una gruesa capa de pintura en el rostro.

—¿Así que te unirás a nosotras en la villa? —susurró, examinando a Claudia de

pies a cabeza—. No eres muy bella, pero pareces interesante. Puedes esperarme hasta

después. Quédate en las sombras, pero recuerda, lo que la gente no paga, no

consigue —apostilló, torciendo el gesto remilgadamente y mirándola a los ojos.

Claudia sospechaba que Domatilla sabía quién era ella en realidad.

—La divina Augusta ya me ha enviado un mensaje. Te llama su ratoncita, y hay

muchos gatos sueltos, ¿no es cierto, Claudia?

Claudia se limitó a sonreír. Rufino, sentado junto a Domatilla, guiñó un ojo con

picardía.

—Ahora, voy a ver los juegos —dijo Domatilla. Retiró la mano, de uñas esculpidas

y pintadas de púrpura, y dedos engalanados con gemas preciosas. Sus múltiples

brazaletes tintineaban al chocar entre sí—. Espero que los juegos sean interesantes —

murmuró—. Ya era hora de que la ciudad recuperase sus placeres, ¿no es cierto,

Rufino?

Claudia interpretó aquello como un signo de despedida y se retiró a las sombras

del palco. Miró a su alrededor. Algunas cortesanas la miraban de soslayo,

susurrando y riéndose entre ellas. Los sirvientes hicieron su entrada, portando

bandejas de plata para servir vino blanco y algunas delicadezas. El aire se cargó con

el perfume de las túnicas de las damas. Los murmullos y las risas cesaron con el

rugido de las trompetas. Los juegos iban a comenzar. Sin embargo, el magistrado de

los juegos debía, estar ocupado, pues no respondió al toque de trompetas. Las damas

comenzaron de nuevo con su parloteo. Hablaban de una historia acerca de un

criminal que se había suicidado.

—¡He escuchado —gritó Domatilla— que ha habido otros suicidios! Un germano

entró en una letrina y se asfixió, introduciéndose por la boca un trozo de madera y

una esponja, de esos que suelen utilizarse para el más vil de los propósitos.

Su testimonio levantó gritos de horror del resto.

—Y tres sajones se han ahorcado...

De nuevo, sonaron las trompetas. El magistrado se situó en el extremo de su palco

y levantó la mano. Una atronadora ovación lo saludó desde la grada. Los gladiadores

hicieron su aparición desde los pasadizos subterráneos del anfiteatro: tracios,

samnitas, reciarios. El Coliseo enmudeció, como si una mano hubiera tapado la

gigantesca boca colectiva de la multitud. Dieciséis gladiadores en total, de cuerpos

brillantes por el sudor. Algunos llevaban la cabeza desnuda, otros, unos cascos muy

elaborados; unos llevaban grandes escudos, otros, pequeños y circulares. Se

alinearon frente al palco imperial y alzaron sus armas.

—¡Los que van a morir, te saludan!

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Asesinato imperial

El responsable de los juegos alzó la mano en señal de reconocimiento, y la

multitud agradeció ruidosamente su aprobación. Podía olfatearse la sangre en la

cálida brisa de la mañana. El ruedo se había despejado. La pompa y la solemnidad

habían desaparecido. La multitud comenzó a corear el nombre de sus luchadores

favoritos; algunas mujeres arrojaron flores: la danza de la muerte estaba a punto de

iniciarse. Claudia observó atentamente a los gladiadores al retirarse, tratando de

reconocer a Murano, hasta que descubrió que se había quedado sobre la arena. Sería

uno de los primeros en pelear. Su cuerpo y pecho estaban cubiertos de placas de

cuero y de metal. Llevaba un taparrabos de lino rojo, ceñido a la cintura por un cinto

del que colgaba una espada. Llevaba las pantorrillas protegidas por grebas, y el

brazo izquierdo cubierto por una manga de piel, reforzada con placas de metal.

Llevaba un pequeño escudo y una espada curvada, en forma de hoz. Murano era

tracio, tendría que confiar en su habilidad y su fuerza. Se colocó el casco, bastante

grande y tallado con la forma de la cabeza de un oso. Su oponente, un samnita,

portaba un pequeño escudo y una espada larga y afilada. Vestía un taparrabos, cinto

y protecciones de cuero en muñecas y piernas. Su victoria dependía de su velocidad

y agilidad. Otro toque de trompetas. El terreno quedó despejado, el magistrado hizo

un gesto. La multitud lanzó un suspiro colectivo, seguido de murmullos de

reconocimiento, cuando los dos hombres se separaron. Apenas se movían; debían

conservar sus fuerzas: comenzaron los amagos y las fintas con el escudo y la espada.

De pronto, como si sintieran la impaciencia de la masa, ambos hombres se

enzarzaron en un violento y vigoroso combate: espada y escudo se movían con

rapidez, buscando la ventaja, el desliz del oponente. Claudia observaba fascinada. El

oponente de Murano, el samnita, se retiró, encogiéndose y, flexionando el brazo,

lanzó hacia delante su pequeño escudo y su espada. Se movió hacia la derecha,

Murano se movió con él. El samnita amagó, Murano golpeó, tratando de llevar al

suelo a su oponente. Chocaron sus espadas, los escudos se cruzaron en un estridente

eco metálico. La competición se estaba prolongando más de lo esperado. Ambos

hombres parecían impasibles ante el bochornoso calor; de pronto, Murano no se

movió con suficiente rapidez. Su oponente le lanzó por los aires, su espada salió

despedida.

—¡Ya lo tiene! ¡Ya lo tiene! —rugió la multitud.

Claudia sintió un pellizco en el estómago.

—¡Mitte! ¡Mitte! ¡Acaba con él! ¡Acaba con él!

La multitud mostraba su estima hacia las habilidades de Murano. El tracio se

movió aprisa ante una distracción de su oponente, causada por el público: rodó sobre

la tierra, alcanzó su espada y se puso en pie de un salto. El combate renació con

fuerza, pero a un ritmo diferente. Murano parecía decidido a terminarlo cuanto

antes. El samnita perdió su casco, Murano le provocó un profundo corte en el brazo y

el samnita se descompuso. Tiró la espada y levantó un dedo de la mano izquierda

hacia el palco imperial, una señal de que no podía continuar el combate y de que

imploraba misericordia. Su brazo erguido estaba completamente cubierto de sangre;

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la herida había sido más profunda de lo que podía pensarse. Los lanistas entraron en

el ruedo, armados con látigos y espadas, por si los gladiadores decidiesen dejar de

pelear. Se colocaron entre Murano y su oponente derrotado. El magistrado se levantó

y se inclinó sobre el extremo del palco. El samnita plantó una rodilla en la arena.

Había arrojado la espada y permanecía inclinado hacia delante, con las manos

extendidas. La muchedumbre estaba dividida. Habían disfrutado con la pelea, pero

se volvieron contra el samnita. El público pensó que debía haber luchado con más

bravura. El grito emergió desde las gradas.

—¡Córtale el cuello! ¡Córtale el cuello!

El grito creció hasta convertirse en un rugido. El responsable estiró su mano

derecha con el pulgar extendido. El rugido se hizo aún más intenso. El responsable

inclinó el pulgar hacia abajo: no habría clemencia, ni misericordia, ¡el samnita debía

morir! Murano se quitó el casco, tiró a un lado el escudo y avanzó, blandiendo su

espada. El samnita trató de incorporarse, y se apoyó en el muslo de Murano para

mantenerse erguido. Murano le miró a los ojos y le dirigió unas palabras. El hombre

alzó la cabeza. Murano hundió la espada en la garganta desnuda de su oponente. El

samnita cayó hacia atrás; permaneció medio sentado y se fue escurriendo lentamente

hacia un lado. La multitud enmudeció. Murano, exhausto, también cayó sobre la

arena.

Unas extrañas criaturas hicieron su aparición en el ruedo, liderados por una figura

grotesca vestida con una túnica ajustada y largas botas de cuero fino. Sobre el rostro

lucía una máscara con la figura de un pájaro. En una mano llevaba un mazo, y en la

otra, un hierro candente. El extraño grupo se aproximó al gladiador muerto. El

cabecilla estampó el hierro en el pecho del samnita, para asegurarse de que estaba

muerto en realidad y, seguidamente, golpeó fuertemente su cabeza con el mazo. Le

ataron una cuerda a los talones y lo sacaron a rastras por la Puerta de la Muerte,

mientras el personaje esperpéntico, que representaba a Caronte, Señor del

Ultramundo, bailaba una frenética danza. Murano se puso en pie y extendió los

brazos, aceptando la aclamación del público. Mientras se retiraba, los operarios

trabajaban deprisa, removiendo la sangre entre la arena con sus rastrillos y

recogiendo las armas que habían caído. Los juegos continuaron.

Claudia se sentó al fondo de las sombras del palco. Le alegraba que Murano

hubiese salido victorioso, y de que Januaria no tuviese que verter lágrimas sobre su

comida, pero se sentía enferma e inquieta. Observó a las otras mujeres. Algunas

estaban claramente excitadas, deslizando sus manos entre sus vestidos, entre sus

piernas. Dos de ellas, sentadas en sillas contiguas, intercambiaban caricias, paseando

sus manos por muslos, brazos y senos. Domatilla se desplomó en su silla, con la boca

bien abierta, como si hubiese bebido demasiado. Aunque Rufino simulaba estar

atento a la competición, leía en secreto algunos documentos, que apoyaba sobre sus

rodillas.

La mañana llegó a su cénit; los juegos seguían su curso. A veces, los gladiadores se

mostraban renuentes; otros, complacían a las masas, y a todos se les permitía seguir

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Asesinato imperial

con vida. Finalmente, terminó la primera parte de las festividades del día. Los toldos

se extendieron por completo sobre las gradas, y los mercachifles y vendedores

ambulantes comenzaron a hacer negocio. Muchos espectadores abandonaban sus

localidades en busca de sombra y aire fresco. Otros, sin embargo, se vieron obligados

a permanecer bajo el inclemente sol: los esclavos y malhechores convictos, que

afrontaban su ejecución colectiva. Cinco o seis de éstos fueron arrojados al ruedo,

donde aguardaban tres enormes osos. Al principio, los animales y los hombres

guardaron las distancias. Al poco tiempo, unos hombres comenzaron a hostigar a los

animales con látigos y hierros candentes. Enfurecida, una de las bestias arremetió

contra los prisioneros, derribándolos como a muñecos de trapo. Al olor de la sangre,

las otras dos se unieron a la primera. Uno de los prisioneros consiguió liberarse y

comenzó a huir, perseguido por un oso. La multitud se olvidó de su almuerzo y

comenzó a rugir con fuerza, carcajeándose ante la desesperada carrera de aquel

desdichado. Claudia giró la cabeza. Se dirigió hacia la puerta y se retiró

sigilosamente. A su alrededor, la gente sentada en los bancos disfrutaba de aquella

macabra fiesta, con la boca llena de la comida que habían comprado, o traído de sus

casas. Sólo tenían ojos para aquel miserable criminal, ahora exhausto y paralizado

por el miedo, al que rodeaban las tres bestias. Claudia trató de ignorar los rugidos y

los gritos de la multitud. Un golfillo, con el rostro mugriento y la boca manchada de

miel, la miraba con los ojos bien abiertos.

—¿Eres Claudia? —tartamudeó.

—Soy Claudia.

—El tío Poli... El tío Polib...

—Polibio —Claudia terminó por él.

—Dice que debes venir. El hombre con el cáliz en su muñeca. Está abajo. Está en

las celdas de los animales.

Claudia sintió un pellizco en el estómago. ¡Llevaba mucho tiempo buscando a ese

hombre! Y ahora estaba allí, entre el calor sofocante del Coliseo, el aire cargado de

aceite, grasa y sangre, y los gritos y risas de las masas ante el cruel desenlace de

algún desdichado. Claudia miró fijamente al chico.

—El tío Polibio le ha visto. ¡Debes venir! ¡Debes venir! —dijo, agitando la manita.

Claudia se sentía extraña, algo confusa y aturdida por la impresión. La multitud

comenzó a deformarse y a desfigurarse ante sus ojos. Tuvo que hacer un esfuerzo

para mantenerse en pie. Alargó un brazo y tocó al hombre que permanecía sentado

en el extremo de la fila.

—¡Puedes apoyar la mano un poco más abajo si quieres, querida!

Claudia respiró con fuerza. El chico había comenzado ya a subir los escalones

aprisa, levantándose su túnica desgastada y dejando al descubierto su roñoso trasero.

Claudia no tenía otra opción que seguirle. Llegaron a la entrada de los fosos. Los

guardias estaban ocupados, vigilando el ruedo. El chico había llegado casi al fondo,

con el rostro desdibujado en la penumbra. Claudia sintió que recuperaba las fuerzas,

un hormigueo de excitación le recorría el estómago. Comenzó a bajar. El pasadizo

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Asesinato imperial

que tenía frente a ella era largo, y su final se perdía en la sombras. En el aire flotaba

un olor rancio, fétido, a excrementos y paja, el olor de los animales salvajes en

cautividad.

Claudia había estado allí una vez, hace años, con su padre. Era un día de fiesta, y

la había llevado hasta allí para contemplar un tigre, blanco como la nieve, con

grandes ojos verdes. Cada puerta de ese corredor comunicaba con una serie de

pasillos paralelos, repletos de jaulas con animales salvajes, apiladas a ambos lados. El

chico abrió una puerta y Claudia la cruzó. El pasadizo estaba oscuro, iluminado tan

solo por una lejana antorcha, colocada en una oquedad en la pared. Se percató de que

había multitud de jaulas almacenadas. La que había a su derecha estaba vacía. De

pronto, gritó horrorizada cuando un enorme león, de poblada melena y pelaje

cobrizo, se estremeció tras los barrotes que había a su izquierda. Se recostó sobre sus

cuartos traseros y abrió completamente sus fauces, revelando unos enormes dientes

blancos.

Claudia se giró hacia la puerta, pero la habían cerrado a sus espaldas. El león se

puso en pie y la miró con sus enfurecidos ojos de color ámbar. Claudia miró el

pestillo de la compuerta. Estaba corrido totalmente. No tenía nada que temer. El león

rugió de nuevo, echando atrás la cabeza; su alarido se contagió a las bestias de las

otras jaulas. Claudia trató de nuevo de abrir la puerta. Se había cerrado desde el

exterior. La empujó violentamente, golpeándola con los puños. De nuevo, el león

rugió con fuerza y, a lo largo del pasadizo, distinguió multitud de siluetas

golpeándose contra los barrotes. Avanzó un paso. El león volvió a cargar. Era como si

estuviese en alguna antesala del Ultramundo. El aire tenía un sabor amargo, la paja

crujía bajo sus pies. La antorcha situada sobre la puerta del extremo opuesto hacía

temblar su sombra. ¡Qué estúpida había sido! ¿Sería esta alguna especie de broma

cruel? El chico la había guiado hasta allí, un golfillo al que le habrían dado una

moneda y un mensaje que transmitir. Pero, ¿por qué? Empezó a sentirse mareada, así

que se apoyó sobre la puerta, respiró profundamente y trató de calmarse. Esta puerta

estaba cerrada, pero, ¿y la otra? El león la estudiaba con curiosidad, como si estuviese

desconcertado. De repente, dio un gran salto y sacó una descomunal zarpa entre los

barrotes, cortando el aire.

Claudia comenzó a correr. En su huida se percató de los barrotes que la

flanqueaban a cada lado, el aire se inundó de rugidos y gruñidos, una multitud de

ojos llameantes la miraban. Procuró mantenerse en el centro de la galería, a salvo de

las garras de las bestias. Finalmente, alcanzó la otra puerta y trató de abrirla. Estaba

cerrada. La golpeó con los puños. De repente, la puerta del otro extremo se abrió. ¿Se

trataría de algún juego sádico? Se giró y miró horrorizada. Alguien había entrado por

la otra puerta, en el extremo opuesto de la galería: la puerta volvía a cerrarse ahora,

pero el pestillo de la jaula del león estaba descorrido, y la puerta se abrió de par en

par. Claudia se quedó paralizada por el terror. El león salió de la jaula, estiró sus

patas delanteras. Se giró y rugió con fuerza, dibujando una gigantesca y monstruosa

sombra sobre la pared trasera. El león comenzó a avanzar, con la cabeza gacha.

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Claudia palpó nerviosamente su cinto, en busca de alguna daga o cuchillo; no llevaba

nada. Se giró hacia la derecha, pero todo lo que podía ver era una oscura sombra en

una jaula; a su izquierda, un oso permanecía recostado sobre un lecho de paja.

Claudia se preguntó si estaría herido. El león se había detenido en su marcha.

Claudia se alzó de puntillas y estiró el brazo en toda su extensión, consiguiendo sacar

la antorcha de su nicho de hierro. Se dio la vuelta y agitó la ardiente tea. El león se

mostraba algo confuso ante su recién ganada libertad. Claudia era una presa: iba a

atacar, pero la antorcha lo mantenía a raya. Intentó un primer ataque indeciso, pero

se detuvo. Claudia escuchó unos gritos, alguien que aporreaba la puerta. Cayó en la

cuenta de que se trataba de ella misma: su talón izquierdo estaba completamente

magullado. El león avanzó unos pasos. Claudia agitó nerviosamente la tea. El felino

se detuvo y se echó sobre sus cuatro patas. La bestia había decido observar y esperar,

para súbitamente saltar sobre la antorcha, al igual que haría si se tratara de un

cercado. Algo pesado golpeó la cabeza de Claudia. La puerta se había abierto. El león

comenzó a moverse de nuevo. La asustada joven arrojó la antorcha hacia él y, en ese

momento, alguien la cogió en volandas y la sacó por la puerta. Murano la cerró

rápidamente de una fuerte patada.

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CAPÍTULO 9

«¿Quién resiste para ganar?».

Cicerón, Pro Milone, XII

CLAUDIA DISTINGUIÓ EL RESPLANDOR DE LAS antorchas, los gladiadores

con sus protecciones, sus torsos embadurnados de aceite. Murano empuñaba una

espada, se había recogido el pelo sobre la espalda. La posó suavemente en el suelo,

sobre el que se puso inmediatamente a gatas y comenzó a vomitar.

¡Por el pene de Apolo! —gritó—. ¡Y los testículos de los dioses! ¿Qué ha ocurrido,

Claudia?

Se arrodilló y apoyó una mano en su hombro. Claudia tuvo arcadas de nuevo.

Murano gritó algo a sus compañeros. Uno de ellos trajo un pequeño recipiente de

barro, repleto de agua mezclada con vino. Claudia olisqueó el tinte de mirra y

sacudió la cabeza.

—No quiero dormir —jadeó—. He venido hasta aquí en busca de alguien. Me han

dejado sola.

—¡Por supuesto! —dijo enseguida Murano—. Es mediodía, todos están en las

gradas, viendo a esos pobres bastardos en el ruedo. Por estos pasillos solo pululan

los domadores de fieras, armados con látigos y antorchas.

Claudia se limpió la boca en el dorso de la mano.

—¿Dónde está Polibio?

—Pegándose un atracón —Murano le acarició suavemente el rostro con un dedo—

. Pareces un fantasma salido del Ultramundo. Claudia, por todos los dioses, ¿qué

hacías? ¿Cómo te ha dejado pasar la guardia?

—Buscaba a alguien. Un chiquillo me guió hasta aquí...

—Ya debe de andar muy lejos —susurró Murano—. Habrá vuelto a los suburbios.

Alguien ha tratado de matarte, ¿no te parece? No es la primera vez que ocurre tal

cosa, ¿no es cierto, muchachos?

No pudo distinguir el rostro de los otros gladiadores en la penumbra, pero

percibió el gruñido de confirmación.

—Es un chiste macabro —explicó Murano—. Confundes a alguien para que te

acompañe hasta los pasajes de los animales, y actúas igual que los domadores,

cuando deben soltar a las bestias. Descorres el pestillo de la jaula, con la mano o con

un gancho. El animal queda libre —Murano siguió el pasaje con el dedo hasta la luz

que marcaba la entrada al ruedo.

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—Yo misma he bajado hasta aquí —repitió Claudia—. Buscaba a alguien. He

cometido un grave error —apoyó la cabeza contra la pared—. Te lo agradezco,

Murano, ¿qué hacías aquí?

—Esa es mi Claudia —dijo, sonriendo—. No importan los peligros, ni el rescate,

siempre haciendo preguntas —le rozó cariñosamente la punta de la nariz con el

dedo—. Ojitos brillantes, cara de muñeca.

Claudia sintió el latido de su corazón. Podía oler la sangre y el sudor en ese

gladiador; y sin embargo, era un hombre tierno. Le había salvado la vida.

Claudia asintió con la cabeza.

—Alcé la vista hacia la tribuna imperial. Me dieron ganas de reír. Allí, junto al

noble, distinguí a esta carita que me miraba con ojos tan grandes como los del búho

de Atenea. Subí en busca tuya. Te vi bajar los escalones, pero había tanta gente que

no pude seguirte. Vi como escapaba el niño corriendo, como una rata de un agujero.

Bajé, la puerta estaba cerrada, pero escuché tus gritos, así que fui en busca de los

muchachos y fuimos por el otro extremo.

Murano la ayudó a incorporarse. Claudia observó su rostro, que lucía con rústica

belleza a la pálida luz de las antorchas. Le recordaba a su padre; permanecía frente a

ella igual que lo hiciera él, estudiándola minuciosamente, como perplejo ante su

pequeña estatura.

—Será mejor que vuelvas —susurró Murano.

—No... No puedo hacerlo —dijo, meneando la cabeza—. ¿Podría alguien presentar

mis excusas a la señora Domatilla? Decidle que tengo asuntos urgentes que

solucionar. Me uniré a ellas en su villa mañana.

—¡Crixus! —gritó Murano a uno de sus compañeros—. Lleva a esta joven a casa.

—A Las Burras —susurró Claudia—. Junto a la Puerta Flavia.

—¡Vamos, deprisa! ¡Llévala a casa! Ya has luchado tu combate. Allí podrás llenar

la panza de vino —le dio un golpecito cariñoso a Claudia en el hombro—. Yo me

ocuparé de transmitir tu mensaje a la dama Domatilla.

Claudia le agarró por la muñequera de cuero.

—Murano, te lo agradezco. De veras. Me alegro de que hayas ganado tu combate.

Los ojos de Murano se llenaron de lágrimas.

—Yo también. Ese pobre bastardo no consintió en pedir clemencia. Era nuevo en

el oficio, muy rápido de piernas, pero corto de entendederas —se inclinó hacia ella,

colocando su rostro a pocos centímetros del de ella—. ¿Sabes, Claudia? A veces,

cuando escucho el aullido del público, cuando veo a esas fulanas mofletudas y a sus

maridos gritando para acabar con la vida de un gladiador, hay ocasiones en las que

desearía que las masas tuvieran un único cuello, para que pudiera atravesarlo con mi

espada.

Hizo una pausa al oír gritos y rugidos al otro lado de la puerta. Esbozó una

sonrisa socarrona.

—Parece que los domadores acaban de descubrir que hay un león suelto por los

pasadizos. Has tenido suerte, Claudia: habían alimentado a esa bestia esta mañana.

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Algunos de los gatos que he visto atacan sin vacilar, sin temer al fuego, ni al filo de la

espada —volvió a hacer una pausa ante el rugido del público, en las gradas—. Los

osos han acabado —susurró—. Ya es hora de que salgamos de aquí.

Murano se retiró. Claudia desvió la mirada hacia Crixus, un hombre de pequeña

estatura, pero de complexión fuerte, con la nariz aplastada, orejas deformadas, pelo

corto y un ojo magullado y medio cerrado.

—Si Murano quiere que estés en Las Burras —dijo—, es allí exactamente donde

voy a llevarte.

Claudia no se resistió. Abandonó el Coliseo con el caminar confuso de un

sonámbulo. Las calles de la ciudad estaban desiertas, no había tiendas ni puestos

ambulantes abiertos. Los policías y los soldados, en sus uniformes de gala,

permanecían en las esquinas, o alrededor de templos, monumentos y accesos a las

basílicas. Crixus no paraba de hablar, pero Claudia apenas entendía sus palabras. De

vez en cuando, se detenía a intercambiar saludos, o a bromear con algún conocido.

De repente, Claudia se sintió aturdida y sus piernas comenzaron a temblar.

—Tranquilízate, muchacha —susurró—. No todos los días le persigue a uno un

león —le sonrió, mostrándole unas encías agrietadas—. Sé cómo te sientes. Una vez,

en el anfiteatro de Trento, acababa de vencer en una pelea, pero esos bastardos

soltaron a dos leones en el ruedo. Recuerdo perfectamente el aullido de la masa y a

esas dos bestias acechándome.

—¿Y qué hiciste? —preguntó Claudia, invadida por la curiosidad.

—Lo mismo que tú, escapé del anfiteatro corriendo como alma que lleva el diablo.

No me detuve hasta estar a diez kilómetros de la ciudad.

Claudia soltó una carcajada. Permitió que Crixus sujetara su mano, y antes de que

pudiera darse cuenta, se encontraba en la puerta de Las Burras. Januaria bajó las

escaleras y abrió la puerta.

—Está cerrado. Oh, Claudia, eres tú —miró a Claudia, y después a Crixus—.

¡Murano! —jadeó.

—No te preocupes —Crixus la echó a un lado y llevó a Claudia al interior del

comedor—. Volverá aquí, con la verga erecta —dijo, lanzándole una mirada lasciva—

, y preparado para otro tipo de lucha.

Januaria cerró los ojos y se tapó el rostro con las manos.

—¡Dios sea alabado, y tú, Cristo Señor!

—No sabía que fueras cristiana —dijo el gladiador.

—No lo soy —respondió, apartando las manos—, pero estoy pensando en

convertirme. Claudia, ¿qué ocurre? ¿Adonde vas?

—Me voy a mi habitación. No me apetece comer ni beber nada. Estoy muy

cansada —Claudia se detuvo en el descansillo de las escaleras—. Crixus se beberá mi

parte.

Subió las escaleras; las ventanas de la planta superior estaban abiertas, y la luz de

la tarde se colaba por ellas. Se detuvo a observar el movimiento de las motas de

polvo. Solía hacerlo cuando era niña, y se preguntaba si serían en realidad pequeños

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dioses. Siguió caminando hacia su habitación, abrió la puerta y se metió dentro.

Polibio siempre mantenía preparada una habitación para ella. A veces, cuando la

taberna estaba llena, se la alquilaba a algún viajero ocasional. Claudia se sentó en el

suelo y sacó el viejo cajón que guardaba bajo la cama. El cierre estaba roto, el pasador

colgaba de las bisagras. Lo abrió y sacó su muñeca, un monigote gastado y hecho

jirones; supuestamente, representaba a una matrona romana, hecha de tela y madera,

y rellena de serrín. La pintura había perdido su color, y uno de sus ojos de cristal

estaba roto. Dejó la muñeca en el suelo y sacó un caballo de madera: le faltaba una de

las ruedas. Jugó con su caballo unos minutos, haciéndolo rodar de un lado para otro.

Continuó sacando otras posesiones del baúl. Algunas eran suyas, otras habían

pertenecido a Félix, recuerdos de su infancia. Recordó lo sucedido aquella noche, en

la orilla del río Tíber, cuando buscaban pequeños tesoros hundidos en el lodo:

aquella terrible sombra, aquel hombre vestido elegantemente, su perfume intenso, el

cáliz tatuado en la muñeca. El dolor y la humillación que siguió. El cuerpo frío de

Félix, sus ojos abiertos, sin vida.

Claudia comenzó a llorar: por ella, por Félix, por su padre, por cómo eran las cosas

en realidad, y cómo deberían ser. Recordó el tacto suave de Murano, pero ¿qué podía

significar? No soportaba la proximidad de ningún hombre. Anastasio, hombre

astuto, lo sabía. La había seguido y observado, y le había ofrecido un empleo,

edulcorándolo posteriormente con la perspectiva de la venganza. Claudia se enjugó

las lágrimas: ya era suficiente. El error que había cometido hoy no se repetiría jamás.

Había caminado hacia una trampa como uno de esos lerdos campesinos de la

campiña. ¡Un hombre con un cáliz en la muñeca! ¿Qué había dicho el niño? ¿Había

mencionado a Polibio? Así que el que le tendió la trampa conocía su historia, pero

eso tampoco era tan extraño. Todos en Las Burras sabían del asesinato de su

hermano. Su tío Polibio había incluso llegado a ofrecer una recompensa, ofreciendo

la descripción del hombre, describiendo su tatuaje. La sangre de Claudia comenzó a

hervir en sus venas. ¡Qué astuto había sido el asesino, y que fácil le había resultado!

Solo había tenido que esperar y observar. Si no hubiese abandonado el palco, el chico

habría llamado a la puerta para entregar su mensaje. El asesino podría haber sido

cualquiera: el emperador, la Augusta, Rufino, Domatilla. Podría buscar al niño, pero

sería inútil. Considerando, incluso, que lo encontrase, habría escasas posibilidades de

que pudiese describir a la persona que le había transmitido el mensaje ficticio.

Claudia se incorporó, caminó hacia la puerta y la abrió. Januaria estaba sentada en

la planta de abajo, riendo con Crixus y compartiendo con él una jarra de vino.

Claudia se acercó a la ventana y miró a través de ella. El jardín del exterior era obra

de Popea: algunas verduras, flores, una pared circular de estuco pintado, y sobre ella,

la jaula de los pájaros, una estructura de madera labrada. Popea se enorgullecía de

sus dotes en la crianza de hermosos pichones y cotorras, a las que enseñaba a hablar.

Claudia permaneció inmóvil unos minutos, tratando de apaciguar sus pensamientos.

El ataque en los bajos del Coliseo había pasado. El asesino no había fracasado, pero

¿por qué habría querido acabar con ella? ¿Porque se estaba acercando a él? Claudia

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Paul Doherty

Asesinato imperial

caminó hasta la cama y se recostó. Dejó volar sus pensamientos, tratando de hallar

respuestas.

—¿Qué he aprendido? —preguntó al techo.

Claudia cerró los ojos. Hace unos meses, Roma y su Imperio Occidental eran

conducidos por Majencio y su ministro Severio. En Nicodemia, Licinio regía la mitad

oriental del imperio. Constantino había marchado hacia el sur, derrotando y

matando a Majencio en el Puente Milviano. En Roma, Domatilla y los suyos y Paris

habían tenido que abandonar la ciudad. Severio, el consejero y primer ministro de

Majencio se había apoderado de la villa de Domatilla, y se había publicado orden de

captura para Paris, que había sido tan torpe como para hacer una sátira de Majencio.

En la ciudad, un asesino profesional, el Sicario, trabajaba para Majencio.

Claudia abrió los ojos.

—Aún no sé con certeza —susurró— si el Sicario era hombre o mujer.

Volvió a sus reflexiones. Indudablemente, el Sicario era responsable del asesinato

de Severio. Había sido contratado por la Augusta Elena para realizar semejante tarea.

Finalmente, Constantino había entrado victorioso en Roma, pero Elena había hecho

algo muy estúpido. Convocó al Sicario para una reunión ficticia y organizó su

asesinato. Probablemente, el Sicario había enviado a otra persona en su lugar. Un

reclamo, que habría suplantado su identidad. El Sicario habría escapado, jurando

vengarse de Elena y Domatilla.

—Sí —Claudia rodó hacia un extremo de la cama y contempló los juguetes que

había esparcido por el suelo: eso tendría sentido. También explicaba los asesinatos.

Domatilla estaba recibiendo su castigo; lo mismo ocurría con Elena; el Sicario atacaba

lo que más quería: su hijo Constantino. Los cuerpos aparecían deliberadamente

desfigurados con el signo cristiano, el cual, en palabras de Hiena, había sido el

responsable de la aplastante victoria de su hijo. Elena respondió preparando como

espía a la niña Fortunata, introduciéndola al servicio de la casa de su hijo. Por otra

parte, Fortunata tenía relación con Murano y Paris: ambos mantenían que la chica

había visitado la taberna El Caballo de Troya. Algo más tarde, Fortunata fue

ejecutada, y hallaron su cuerpo colgado de un gancho de la carne, en el matadero del

palacio imperial. ¿Porqué? ¿Porque había descubierto algo que no debía? Claudia se

rascó la mejilla: ¿Cuántas de estas conclusiones podrían verificarse? Locusta, esa vieja

bruja que regentaba El Caballo de Troya, mantenía que el Sicario había desaparecido.

Entonces, ¿estaría realmente muerto el Sicario? ¿Habría dos Sicarios? ¿Habría

ocupado otra persona su lugar? Todos los asesinatos podrían interpretarse como

actos de venganza, cuentas pendientes saldadas, pero ¿por qué estaba tan interesado

Silvestre, el sacerdote romano? ¿Temerían él y su jefe que pudiera debilitarse la

posición de Constantino? Después de todo, la muchedumbre del Coliseo sabía que

había habido asesinatos. Por otra parte, Ario, asesinado en esta misma taberna, había

introducido unos pergaminos en la ciudad, en los que se anunciaban los asesinatos y

se hacía burla de Constantino. ¿Quién lo había organizado? Y, más importante aún,

el asesino había demostrado que los palacios imperiales y las guardias personales

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Paul Doherty

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significaban poco para él. Aparentemente, tenía autoridad para moverse con libertad

hasta las dependencias privadas de la emperatriz, para asesinar a la cortesana Sabina.

Ella misma también había experimentado ataques hacia su persona, en las

catacumbas y en el Coliseo, aparte de los matones que la habían perseguido, a ella y a

Paris, la pasada tarde. ¿Sería todo esto obra del Sicario, o de quién? ¿De Paris?

Claudia sacudió la cabeza. El actor era un petimetre. Estaba con ella cuando les

persiguieron, y como muchos de su especie, odiaba el anfiteatro. Era una figura muy

popular. Si Paris se acercase por el Coliseo, sería reconocido al instante por el

público. Además, estaba ausente de Roma cuando se perpetraron los asesinatos de

Severio y Fortunata. Por otra parte, cuando asediaron a Claudia en las catacumbas,

su atacante debía haberse lastimado los tobillos, y Paris no mostraba signos de

heridas ni contusiones.

Así que, ¿quién más? ¿Domatilla? A Severio lo había asesinado una mujer.

Durante la noche que asesinaron a Sabina, Domatilla podía haberse disfrazado para

introducirse en el palacio. Sin duda, Sabina le habría permitido el acceso a su

habitación. ¿O se trataría de Murano, el gladiador? ¿Un asesino innato? ¿Sería la

escapada de Claudia del león una argucia de Murano para protegerse? ¿Para ocultar

su verdadera naturaleza? ¿Cómo había descubierto Murano su paradero? ¿Por qué

no había manifestado sorpresa alguna acerca de que estuviese trabajando para

Domatilla? ¿Y cómo podía saber que había dejado sus pertenencias en el palco de

Rufino, a menos que la hubiera seguido? ¿O el Sicario era otra persona distinta?

¿Elena? ¿Decía ella la verdad? Burrus, su mercenario, haría todo cuanto le pidiera. ¿Y

Rufino, el banquero?

La lista era interminable. Los párpados de Claudia pesaban cada vez más,

mientras escuchaba a lo lejos las risas de Januaria y Crixus. Se preguntaba cómo

conseguiría Polibio salvar la sombra de sospecha que se cernía sobre él. De repente,

una mano le tapó la boca. Por un momento, pensó que se trataba de su pesadilla, en

las enlodadas orillas del río Tíber. Abrió los ojos y comenzó a luchar, tratando de

zafarse del abrazo indeseado. La figura que se inclinaba sobre ella llevaba una capa y

una capucha. Claudia vio algo de plata que colgaba de su cuello y, de pronto, la

capucha cayó hacia atrás.

—¡Silencio, Claudia! —Silvestre la miraba, esbozando una sonrisa—. Voy a soltar

la mano. No pretendo hacerte daño.

Se sentó en el extremo de la cama y esperó unos instantes a que Claudia se

repusiese de la sorpresa.

—¿Para qué has venido? —siseó.

—Debo verte urgentemente. No había tiempo de que nos reuniésemos en las

catacumbas.

—No habría vuelto allí de todas maneras —respondió Claudia.

Se disponía a contarle lo que había sucedido, pero Silvestre selló sus labios con un

dedo.

—He llamado a la puerta principal; el pestillo de la puerta estaba abierto.

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Paul Doherty

Asesinato imperial

Claudia profirió algunos insultos hacia Januaria.

—Escuché unas risas desde el jardín, así que subí por las escaleras.

—Debemos irnos —susurró Claudia.

Enfundó los pies en sus sandalias, cogió su capa y su bastón y se apresuró a bajar

las escaleras.

Afortunadamente, el callejón estaba desierto: la prostituta ocasional, recostada en

una pared, algunos niños jugando con un aro. El final del callejón comunicaba con un

amplio erial. En el centro, se alzaba un templo abandonado, antaño dedicado a una

divinidad egipcia. Sus columnas de yeso se estaban descascarillando; los peldaños

estaban agrietados y quebrados, y algunos se habían caído. Claudia subió los

escalones y atravesó la puerta. Un mendigo apareció de entre las sombras, con ojos

blanquecinos, boca desdentada y la baba colgando de su mentón sin afeitar; extendió

sus manos, largas y delgadas como zarpas. Claudia lo evitó con habilidad. Le cogió

por las muñecas y le puso una moneda en la palma de la mano.

—Consíguete algo de comer y beber, abuelo. ¡Vamos, viejo, quiero estar sola!

—No es cierto —balbuceó el pordiosero, y olisqueó el aire—. Una niña y su amigo

sacerdote, ¿no? Ya huelo el incienso. ¡Aquí va a haber golpes de traseros!

—¡Lárgate, viejo! —ordenó Silvestre—. O te quitaremos la moneda.

El pedigüeño se retiró aprisa. Claudia se situó en una esquina lejana. Unos débiles

rayos de sol se colaban por las ventanas situadas en lo alto de la pared,

proporcionando una tenue luz que iluminaba las extrañas tallas y pinturas y las

decrépitas estatuas.

—Solía venir a jugar aquí —dijo—, con Félix, mi hermano. Llamábamos a esto la

entrada del Ultramundo —señaló con un dedo la esquina opuesta—. Hay unos

escalones que conducen al sótano. Pensábamos que era la morada de todo tipo de

bestias y demonios.

—Probablemente, sea un hogar de demonios —replicó Silvestre acercándose hasta

ella—. Mi iglesia cree que los lugares como este deberían ser purificados y

consagrados. Sacrificios de toros y pájaros...

—Creo que los demonios se alojan en lugares mucho más confortables que este —

dijo Claudia, sentándose en un plinto—. Has venido a verme, debe de ser muy

urgente. ¿Por qué?

—¿Trabajas para Elena, la divina Augusta?

—Ya lo sabías —dijo Claudia—. También trabajo para ti, por lo que me prometiste

y por mi padre.

—Y porque tenemos grandes esperanzas depositadas en ti, Claudia —Silvestre

sonrió entre las sombras—. Cuando se establezca el nuevo orden, la iglesia necesitará

ojos y oídos.

—En este momento, estos ojos y oídos están muy magullados —respondió

Claudia—. También estoy cansada y hambrienta, aparte de asustada.

Le relató a Silvestre exactamente lo que había sucedido.

—Ya conocemos a Murano —declaró Silvestre cuando Claudia concluyó su

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Asesinato imperial

relato—. A veces, nos preguntamos si realmente es quien dice ser —dijo

mordiéndose el labio—. Ha asistido a algunas de nuestras asambleas. No sabemos

con certeza si es un espía o un buscador de la verdad: si trabaja para la emperatriz, o

para otra persona.

—¿Y Paris?

—Paris es una mariposa —rió Silvestre—. Recuerdo que, durante el reinado de

Majencio, cuando abandonó Roma, buscó ayuda de unos amigos cristianos para que

le sacaran de aquí. Decían que estaba muerto de miedo.

¿Y los otros?

—Todos —confió Silvestre— son sospechosos. La emperatriz Elena, aunque

alardee de su amistad. Bessus, Rufino, Criso. Todos han comprobado que los vientos

han cambiado de dirección.

—¿Y hacia donde sopla ahora ese viento?

Silvestre se rascó su fina cabellera gris. Se sentó sobre el plinto, como sí fuera un

maestro de escuela, apoyando las manos en las rodillas; una capa oscura le cubría

desde el cuello a los pies. Claudia siempre se había sentido intrigada por él.

Profesaba cierto aprecio hacia este hombre, más bien humilde, que atesoraba tanto

poder.

—¿Podemos confiar en Anastasio?

—No te fíes de nadie —Silvestre repitió una vez más su consejo—. Sobre todo

ahora. Hemos recibido mensajes —continuó— de las iglesias de Bitinia. Como sabes,

el emperador Licinio, el gobernador de oriente, también flirtea con el cristianismo.

Licinio —añadió secamente Silvestre— bebe demasiado. Recientemente, en un

banquete, se le escapó que algo dramático iba a ocurrir en Roma que cambiaría el

estado del imperio. Ahora bien, si aplicamos la lógica, ¿qué podría cambiar el

imperio de Constantino en occidente? El ejército lo adora. La gente lo reconoce como

su salvador. Los patricios y comerciantes se desviven por ofrecerle su dinero. Hasta

la iglesia cristiana le da su bendición.

—¿Un asesinato? —intervino Claudia, y habló a Silvestre de las amenazas que

había recibido Elena.

—Es posible —admitió Silvestre—. El Sicario ha declarado su guerra particular

contra la emperatriz y, quizá también, contra su hijo. ¿Qué ocurriría, Claudia, si el

emperador o su madre fueran atacados? Si Elena muriese, Constantino quedaría

destrozado. Si fuese Constantino el que muriese, Elena no encontraría razones para

seguir viviendo. El imperio cambiaría de manos. Pero —dijo, alzando un dedo— ¿y

si este asesinato, consumado o no, se hiciera a las puertas de la iglesia cristiana?

Perderíamos todo lo que hemos ganado. Nuevas persecuciones, el regreso de las

penumbras, de vuelta a las catacumbas, reuniones a la luz de las velas: los nuestros

volverían a desfilar hacia la arena del Coliseo.

Claudia apoyó la cabeza sobre la mugrienta pared. Silvestre estaba en lo cierto,

pensó. Más emperadores han muerto asesinados que por causa de la edad,

enfermedad o heridas de guerra.

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Asesinato imperial

—Si finalmente fueran asesinados —replicó Claudia—, lo haría alguien cercano a

ellos, alguien en quien confían. Pero, por otra parte...

—¿Qué? —preguntó Silvestre.

—Pensaba en la cortesana Sabina —replicó Claudia—, que murió en las

habitaciones privadas de Constantino. ¿Y si alguien como ella se acercase al

emperador? ¿Alguien que pretendiera ser quien no es? Así es como ocurrirá —

continuó—. El veneno es demasiado peligroso. El emperador y su madre tienen sus

propios cocineros y degustadores oficiales. ¿Por qué no les adviertes —añadió— de

esta nueva amenaza?

—¿Cómo vamos a hacerlo, Claudia? —replicó Silvestre—. No tenemos pruebas. El

emperador pensaría que tratamos de engañarlo, o de ganar méritos o, peor aún,

creería que es la iglesia cristiana la que lo amenaza.

—Pero culpará a Licinio en oriente.

—De nuevo, no hay pruebas, aunque sospecho que nuestro asesino se apresurará

en recoger su recompensa.

—Entonces, ¿qué debemos hacer?

—Atrapar al Sicario —respondió Silvestre—. Atraparlo y darle muerte, antes de

que pueda hacer más daño.

¿Y esperas de mí que haga eso?

Silvestre se puso en pie y permaneció frente a ella.

—Debemos hacerlo entre todos, Claudia. Pronto será verano. Constantino

participará de nuevo en sus campañas, protegido por sus amadas tropas. La

emperatriz Elena viajará a Palestina. Sí, desde luego —sonrió—, ya hemos oído

hablar de sus sueños, sus ambiciones de hallar la cruz verdadera. Si el Sicario golpea,

será en cuestión de días, no de semanas. Vamos, te acompañaré hasta la taberna.

Abandonaron el templo. En las escaleras del exterior, un mendigo levantó las

manos hacia ellos en tono suplicante y gimió, ocultando su rostro entre sus precarias

ropas. Silvestre dejó una moneda en su mano y, tomando a Claudia por el hombro, la

condujo de nuevo por el callejón. El mendigo observó atentamente su marcha, con

los ojos bien abiertos. Tiró a un lado la moneda. El mendigo se apresuró a levantarse:

sin mostrar signo alguno de debilidad, se introdujo en el descampado y volvió a la

ciudad.

Más tarde, ese mismo día, Locusta, autoproclamada bruja, ama de burdel y

propietaria de la taberna El Caballo de Troya, abandonó su opulenta alcoba, cerrando

la puerta tras de sí, y bajó las escaleras que conducían hacia el comedor. El local

comenzaba a llenarse. Los juegos habían concluido, y la gente entraba en masa para

comer, beber y charlar acerca de lo que habían presenciado. Las chicas tenían mucho

trabajo: mientras observaba, dos de ellas se llevaron a unos clientes hacia el callejón,

para complacerles. Los sirvientes no dejaban de entrar y salir con bandejas de

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comida. Los matones que había contratado Locusta asintieron con la cabeza y

levantaron la mano, en señal de saludo. Locusta se sentía satisfecha. Esta noche sería

muy próspera. Se detuvo en el rellano de la escalera y miró a su alrededor, buscando

alguna cara que no reconociese: espías de la policía, informadores. Locusta sonrió.

¡Nadie sería tan estúpido! Si apareciese un extraño, sería interrogado

minuciosamente, y de inmediato.

—¡Ven aquí, mujer! —un corpulento y fornido marinero se puso en pie—. He

apostado por Murano y por Crixus, y han ganado los dos. ¡Soy dos sestercios más

rico!

Inmediatamente, surgió una discusión sobre los juegos. El marinero imitó a uno de

los desafortunados malhechores a los que había perseguido el oso. Locusta chasqueó

los dedos y ordenó una ronda de bebidas para todos los asistentes. Había estado en

los juegos para asegurarse de que alguno de los gladiadores se presentase en su local

esta noche. Sin embargo, se sentía incómoda. Se sentó y dio un sorbo a su copa de

vino, prestando poca atención a las bromas y las conversaciones que se sucedían a su

alrededor. La reunión con la Augusta Elena no le había reportado los beneficios que

había calculado. De camino al palacio, se había preguntado si, al igual que ocurriría

con su tocaya durante el reinado del tirano Nerón, se requerirían sus servicios como

envenenadora. En cambio, había tenido que enfrentarse a un duro interrogatorio, por

parte de la emperatriz y de esa sirvienta con cara de ratón cita. ¡Recordaba muy bien

a esta última! ¡Porque, si ella era una simple sirvienta, Locusta era el papa de Roma!

Se trataría de uno de los muchos informadores de la emperatriz; o, incluso, de un

miembro de los Agentes in Rebus. Locusta estaba también intranquila por lo que había

descubierto en el palacio. Desde aquel fatídico día en el que le había entregado la

invitación para reunirse con Elena, no había tenido noticias del Sicario. Las

habladurías aseguraban que había sido asesinado, pero Locusta jamás llegó a

creérselo. Y, aparentemente, tampoco lo hizo la emperatriz. Entre todos los hombres

y mujeres de Roma, Locusta solo temía al Sicario, un asesino implacable que jamás

perdonaba que le hiciesen enfadar. Hace tiempo, unos dos años, Locusta había sido

demasiado amistosa con él, demasiado inquisitiva, y su perro favorito apareció

cortado por la mitad y sus pedazos esparcidos sobre el descansillo de la puerta de la

taberna. El Sicario no dijo nada, y Locusta estaba demasiado asustada como para

preguntar, pero supo reconocer la advertencia. Siempre que ella recibía un encargo,

se reunían enseguida en su lugar de encuentro. El Sicario pagaba rápida y

generosamente. Jamás había fallado. Locusta tomó otro sorbo de su copa.

—Señora.

Locusta alzó la vista. Una de las chicas le ofreció un objeto, una moneda de plata

del reinado de Domiciano. Locusta derramó su vino. La moneda era la señal de

llamada del Sicario, su reclamo para reunirse. El procedimiento era siempre el

mismo. Esperaba unos instantes, y después cruzaba los jardines y entraba en una de

las dependencias exteriores. Locusta apuró su copa de vino. No tenía otra opción que

responder a la llamada. Atravesó la cocina, pasó la fuente, el estanque de los peces,

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las jaulas de pájaros, las pequeñas pérgolas, que podían alquilar los clientes si se les

antojaba alguna de las chicas. Abrió la puerta del excusado exterior y entró. La gran

ventana del extremo opuesto se encontraba cerrada, pero bajo ella distinguió una

figura sentada sobre un plinto de piedra. Como siempre, Locusta cerró la puerta al

entrar, echando el pestillo. Abrió nerviosamente un taburete de tres patas y se sentó

en él, como un alumno frente a su profesor.

—Buenas tardes, Locusta.

La mujer sonrió a la oscuridad. Esta vez, la voz era profunda. A veces era aguda.

En una ocasión, tenía un cierto acento. No había observado ningún gesto distintivo,

excepto uno, cuando se movió el Sicario, pudo distinguir su pronunciada calvicie.

—Caronte sigue navegando —Locusta le ofreció la contraseña convenida.

—¡Bien! —susurró en respuesta la voz—. ¡Caronte sigue navegando!

—¿Qué quieres? —preguntó—. Majencio está muerto. Roma tiene nuevos dueños.

—Así es, y tú has ido a verles, ¿no es cierto?

Locusta sintió un escalofrío de aprensión.

—Me citaron.

—¿Para qué?

—Ellos creen que sé quien eres —dijo Locusta, con una risa nerviosa.

¿Y es eso cierto?

—¡Por supuesto que no!

—¿Recuerdas, Locusta? Fue por medio tuyo que recibí la invitación para reunirme

con la Augusta Elena.

—No es justo culpar al mensajero.

Locusta cerró los ojos ante el terrible error que acababa de cometer.

—¿Culpar, Locusta? ¿Por qué diablos te iba a culpar a ti?

—He oído historias —tartamudeó Locusta—, habladurías en el mercado. No

quería causar daño alguno.

—Por supuesto que no, Locusta. Ven aquí, dame tu mano.

Locusta extendió el brazo; alguien agarró sus dedos con fuerza. Antes de que

pudiera gritar, sintió un fuerte tirón hacia delante, y la daga se clavó profundamente

en su corazón. Su asaltante giró y agitó el puñal. Locusta abrió la boca para gritar,

pero se atragantó con la sangre que manaba abundantemente. Llegaron hasta sus

oídos las risas de la taberna, fue el último sonido que escuchó. Su asesino la posó con

suavidad sobre el suelo, y preparó minuciosamente su cuerpo, situándolo como si

estuviese en un velatorio. El Sicario suspiró con fuerza y, de nuevo con suavidad,

cerró los ojos de Locusta. Seguidamente, dejó sobre ellos una moneda.

—Para el barquero.

El Sicario abrió las contraventanas y saltó hacia las sombras de la noche.

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Asesinato imperial

CAPÍTULO 10

«Ahoga ahora tus preocupaciones en vino».

Horacio, Odas, I.7

TRAS LA CAÍDA DE LA TARDE, A LA LUZ DE LAS LÁMPARAS de aceite, Las

Burras se abarrotaba de gente que procedía de los juegos. Por supuesto, Murano era

el héroe del día. Se sentó como un César, en la mejor silla, luciendo una corona de

laurel sobre la cabeza y unas guirnaldas de flores adornando el cuello. Januaria le

había recibido con chillidos y gritos de satisfacción. Polibio había abierto la que

calificó como su mejor cuba de vino de Falerno. Popea estaba ocupada sirviendo

platos de pastel de pescado, filetes de anguila y otras delicias de la cocina. Polibio

saludó a Murano como el héroe de los juegos y todos hicieron comentarios sobre su

destreza.

De vez en cuando, algún joven daba unos saltos tratando de imitar los

movimientos de Murano en la arena. Granio, con el brazo ceñido a la cintura de

Faustina, lideraba los vítores y elogios. Paris hizo su aparición, con el pelo

perfectamente arreglado y aceitado. Llevaba una túnica de color rosa-salmón, de

gran vistosidad, que provocó los suspiros de las mujeres. Llevaba el rostro

maquillado y pintado, al igual que las uñas, para hacer juego con su opulenta túnica.

Se abrió paso entre los asistentes para tomar asiento junto a Claudia.

Victor a eternus —susurró—. ¿Por qué todas las mujeres aman a los gladiadores,

Claudia?

No había malicia en sus palabras, y sus brillantes ojos irradiaban picardía. Claudia

desvió la mirada hacia Murano. De vez en cuando, los ojos del gladiador se

encontraban con los suyos, y adoptaban un aspecto afligido. No había hecho alusión

al incidente acaecido en los sótanos del anfiteatro, aunque podía leer claramente en el

rostro de Polibio que lo sabía todo, y que estaba profundamente preocupado.

La única sombra que planeó sobre la celebración fue la llegada de los Vigiles.

Entraron en la taberna, preguntaron a voces por Polibio y se lo llevaron al exterior.

Claudia se excusó y lo siguió. Los policías, vestidos con faldas y cinturones de cuero,

de los que colgaban sus espadas, habían llevado a empujones a su tío hasta el otro

extremo del callejón, y se apiñaban alrededor de él. El oficial al mando, un hombre

pequeño y corpulento, con el pelo corto y el gesto horrible de un mastín, mantenía en

alto el brazo, con la mano abierta.

—Cinco días, Polibio. Tienes cinco días para devolver la plata de Ario. ¡Nos

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importa una mierda el asesino!

—¿Y si no, qué?

—Te cerraremos la taberna hasta que pagues una buena multa.

Polibio avanzó un paso al frente.

—¿Así que estoy condenado, haga lo que haga? Lo único que os interesa es el

dinero, ¿no es cierto? El de Ario y el mío. Pase lo que pase, parte de él irá a parar a

vuestras sucias y avariciosas manos.

—¿Qué ocurre? —preguntó Claudia.

El policía se dio la vuelta, la miró y lanzó una carcajada.

—¡Lárgate a limpiarte el trasero, niña! —gruñó—. ¡O lo haré yo por ti!

Polibio se lanzó hacia él, pero el policía le repelió de un empujón.

—¡Deja en paz a mi sobrina!

—¿Así que tu sobrina? ¿Sobrina o sobona? —dijo el policía, riéndose de su propio

chiste—. Puedes pagar en metálico o en carne.

—Y también puedo ir al palacio —respondió serenamente Claudia.

—¿No me digas? —el oficial de policía soltó a Polibio y se acercó a trompicones

hacia ella: el aliento le apestaba a cebollas rancias.

—¿Y qué piensas hacer, pequeña? ¿Traer aquí a las legiones?

—No —respondió con calma Claudia—. Solicitaré una audiencia con la divina

Augusta, o con su secretario, el sacerdote Anastasio.

Los ojos del oficial comenzaron a parpadear nerviosamente. ¿Quién sería esta

criada de taberna? ¿Cómo conocía el nombre de los colaboradores cercanos de la

emperatriz? Se puso aún más nervioso cuando miró por encima del hombro de

Claudia. La joven se giró: Océano y Murano permanecían inmóviles en la cabecera

del callejón.

—Creo sinceramente que deberíais marcharos —sugirió Claudia.

El oficial de policía retrocedió unos pasos.

—Nos vamos —dijo, levantando el brazo, sin dejar de mirar fijamente a Claudia—.

Pero, en cinco días, volveremos —amenazó, chasqueando los dedos—. ¡Vamos,

muchachos!

Los policías se retiraron apresuradamente. Polibio se apoyó sobre la pared del

callejón, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—¿Estás bien, jefe? —gritó Océano.

—Sí, sí —respondió con irritación—. Volved a la taberna. ¡Ocupaos de los clientes!

¡Claudia, acércate!

Polibio se acomodó en un saliente de la base de la pared. Claudia hizo lo propio.

—¿Qué ha ocurrido hoy en el Coliseo?

—Una estúpida burla —replicó Claudia—. Pensé que iba a ver al hombre del cáliz

púrpura en la muñeca. He sido una tonta. Bajé en su búsqueda, alguien había dejado

abierta una jaula, y el resto ya lo conoces.

—¡Gracias a Dios que estaba allí Murano! —murmuró Polibio—. Pero ¿en que lío

andas metida, Claudia? Vas al palacio para trabajar de sirviente, y hablas aquí como

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si tuvieras una relación íntima con los notables, los que visten de púrpura y oro.

Claudia se inclinó sobre su tío y le besó en la mejilla.

—Sabes perfectamente qué soy, y la razón para hacer lo que hago. Así que, ¿para

qué hacer preguntas? ¿Conoces tú también —continuó— a un asesino conocido como

el Sicario?

—¿Y quién no? —respondió Polibio—. Particularmente, tras la muerte de Severio.

Aunque, por otra parte, no conozco nada de él, Claudia, y tampoco deberías tú. Me

preocupan más esos estúpidos policías y el crimen que no saben resolver.

—He pensado mucho en ello últimamente —Claudia se recogió las rodillas y se

sentó cómodamente—. Popea y Océano pueden ocuparse de la taberna. Tío,

cuéntame otra vez qué sucedió exactamente.

—Ario se presentó aquí, dejó su poni en los establos y subió las escaleras con sus

alforjas repletas.

—¿Siguió la misma rutina de siempre?

—Sí.

—¿Y por qué llevaría esos pergaminos —preguntó Claudia—, sobre los

asesinatos?

—No lo sé. Pensaba que era un comerciante de vinos.

—Continúa —demandó Claudia.

—Granio le llevó hasta la habitación y le acomodó, preguntándole si necesitaba

algo. Ario, desde luego, como el miserable avaro que era, le dijo que se retirase.

Granio salió hasta el pasillo. Faustina estaba en la parte alta de las escaleras. Ambos

escucharon el sonido de la llave al girar la cerradura, y del pestillo. Pasó algún

tiempo. Ese miserable bastardo no asomó la cara. El resto ya lo conoces. Forzamos la

puerta. Ario estaba dentro, con el cuello cortado, y su plata se había evaporado.

—Pero no me estás contando toda la verdad, ¿no es cierto, tío?

Polibio se enjugó los labios.

—Esos panfletos. Ario no los trajo aquí, ¿no es verdad? A él no se le habría

ocurrido esconderlos bajo un colchón. Tú lo hiciste, ¿me equivoco?

Polibio tosió nerviosamente.

—Si los hubiese traído Ario —continuó Claudia— los habría ocultado con más

cuidado, en algún lugar secreto. Lo que yo sospecho, querido tío, es que te has vuelto

a meter en un lío, ¿no es cierto? Puedo imaginarme lo que ha ocurrido. Una oscura

noche te llaman desde este callejón, donde haces la mayoría de tus auténticos

negocios. Un hombre, mujer, chico o chica, no estoy segura, te espera aquí, entre las

sombras. Te hace la oferta habitual. ¿Podrías esconder unos pergaminos en la

habitación? Ya lo has hecho antes, ¿verdad?, para este u otro político. Así que, ¿por

qué negarse ahora? ¿Cuánto te ofrecieron?

—Dos piezas de plata —musitó Polibio—. Dos piezas de plata y ninguna

pregunta. Debía esconder los carteles arriba, donde me pareciera más oportuno.

Acepté y los cogí, esto ocurrió dos días antes de que llegase Ario. No me lo pensé dos

veces hasta que llegué a mi habitación y los leí. Pensé que era la basura habitual.

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¡Vota por esta persona, o esta otra! O, ¿por qué ha subido tanto el precio del pan? O,

¿por qué la policía es tan asquerosamente corrupta?

—¿Y te diste cuenta de que éstos eran diferentes?

—¡Por supuesto que sí! Todos han oído hablar de los asesinatos de las cortesanas y

de las marcas practicadas en sus rostros, mientras se sigue refiriendo la visión del

emperador, previa a la batalla en el Puente Milviano, como un gran milagro. No

sabía qué hacer. Cuando asesinaron a Ario, decidí que era una oportunidad

fantástica. Los puse bajo el colchón y pensé: «Echémosle la culpa a este estúpido

fiambre». La política es una cosa, la traición y el asesinato es otra muy distinta.

—Pero ¿y la persona que los trajo?

—Vamos, Claudia, no lo sé. Ve por Roma, pregunta al guarda de mi taberna. La

gente se acerca a nosotros constantemente.

—Tío, cuéntame la verdad. No se entregan dos piezas de plata y se olvida uno de

todo.

—No, es cierto. Desde luego, regresó. No supe quién era en realidad. Volvimos a

encontrarnos en el callejón. «¿Qué ha pasado con mis carteles, Polibio?», y se lo conté

todo. Un comerciante había sido asesinado. Me asusté cuando vino la policía, así que

los quemé. Quienquiera que fuese, permaneció allí inmóvil, entre las sombras.

Entonces, protesté. Le dije que aquello no era asunto mío; ¡si la policía los hubiese

encontrado...!

—¿Y qué hizo, o qué te dijo, ese visitante misterioso de la medianoche?

—Nada. Ofrecí devolverle las dos piezas de plata. «No, no», respondió.

«Quédatelas, Polibio, pero la próxima vez...». Y se marchó.

—No deberías hacer esas cosas —declaró Claudia—. Tío, uno de estos días, vas a

salir a este callejón y vas a caer en una trampa de algún espía, de la policía o del

palacio.

—Bueno, si eso ocurriese —alegó Polibio—, iré a ver a mi sobrina, que se codea

con esta o aquella persona.

Claudia bajó la vista hacia el callejón. Desde la taberna, percibía los gritos de

Murano, que remedaba a alguna cortesana de las que había visto en los juegos.

—¿Cuánto pesaba el dinero que llevaba Ario?

—Era muy pesado.

—¿Así que nadie podría moverse con él por la taberna sin ser advertido?

Polibio rió ante la pregunta de su sobrina.

—Claudia, como bien sabes, hay un sonido que provoca un silencio inmediato en

Las Burras, y es el tintineo del dinero. ¿A dónde quieres llegar?

—¿Y si —sugirió Claudia— el dinero estuviese aún en la taberna? —se giró y

agarró el brazo de Polibio—. Y antes de continuar, querido tío, quiero que me

asegures que no eres responsable de la muerte de Ario.

—Yo no lo hice —la respuesta fue contundente.

—Estupendo, entonces, acompáñame.

—¿Qué pretendes hacer?

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Asesinato imperial

—Vamos a volver al comedor, acabaremos con el alboroto, y organizaremos un

registro minucioso de tu taberna.

Incluso en la débil luz del callejón, Claudia pudo sentir el nerviosismo de Polibio.

—Todo, excepto tu habitación —añadió.

Exhaló un sonoro suspiro de alivio.

—Pero no vas a encontrar nada.

—No, pero cuando apeles al emperador contra la policía, podrás alegar que has

hecho todo lo humanamente posible.

Polibio no necesitó más argumentos. Al entrar de nuevo en Las Burras, Polibio

tocó el signo fálico de la buena suerte que había junto a la puerta. En el interior, todos

se habían agrupado alrededor de la mesa sobre la que permanecía Murano. Ahora,

imitaba a uno de esos petimetres de la corte: su caminar ligeramente afeminado,

agitando las muñecas, y la forma de mirar a los demás por encima del hombro,

arqueando las cejas, provocó estallidos de risa entre su público. Todos habían bebido

abundantemente. La nariz de Océano había adoptado un tono rojo brillante, mientras

que Januaria apenas podía mantenerse sentada.

—¡Largaos de aquí! —gritó Polibio.

Murano bajó de un salto y le dedicó una reverencia. Polibio pidió a Océano que se

acercara, una señal inequívoca de que quería que todos permanecieran en silencio.

—Estoy metido en serios problemas con la policía —comenzó a relatar Polibio.

Sus palabras se recibieron con silbidos y abucheos.

—Así que voy a mostrarles que voy en serio. Vamos a dividirnos en parejas para

inspeccionar la taberna, hasta la última piedra, en busca de la plata de Ario. Y el

jardín también. El único sitio donde no podéis entrar es en mi habitación.

—¿Por qué? —gritó alguien—. ¿Es ahí donde está escondido el dinero?

Se sucedieron más gritos y silbidos, pero Polibio era un tabernero popular, y

cuando les ofreció una recompensa todos, sobrios o borrachos, aceptaron ayudar.

Claudia permanecía en la penumbra, observando cuidadosamente las caras. A su

vuelta de la reunión con Silvestre, se había sentado a pensar en el problema de su tío.

Sonrió en silencio, satisfecha. La solución que había propuesta debía ser la correcta.

Bajo la dirección del tío Polibio, se retiraron las jarras y ánforas de vino. Muchos

de los clientes, incluyendo a Simón el estoico, se tomaron esta inspección como un

juego. Los codazos y empellones se sucedieron. Januaria gritó que solo aceptaría

emparejarse con Murano. Paris trató de convencer a Claudia de que fuera con él.

—Podríamos intercambiar un beso y unos abrazos en la bodega —susurró.

Claudia se ruborizó y negó con la cabeza. Paris recibió entonces el abrazo de

Popea, que le pestañeaba insinuantemente.

—Si quieres, podemos ir juntos a las sombras.

Paris se fue con ella sonriendo, ignorando las airadas miradas de Polibio. Claudia

se sentó sobre una mesa y se dedicó a escuchar: las risas que provenían del jardín, las

pisadas sobre la escalera. El eco de unas voces resonaba desde la bodega. Su mente

retrocedió de nuevo hacia aquella siniestra recámara, bajo el coliseo: el león, que se

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Asesinato imperial

dirigía decididamente hacia ella, la puerta cerrada, el olor fétido y húmedo, el

resplandor de la antorcha. ¿Qué habría sucedido si hubiera muerto allí? Paseó la

mirada alrededor del comedor y, por un momento, se preguntó qué habría pasado si

no hubiese trabajado en el palacio. Observó la estantería situada sobre el mostrador,

donde Polibio había colocado un soldado de madera, el juguete favorito de Félix, en

un lugar privilegiado. Claudia solo podría descansar cuando obtuviera venganza,

cuando se hiciera justicia por el alma de su querido hermano.

La tarde fue dando paso a la noche. Polibio y Océano imponían el orden. Era obvio

que nadie comería ni bebería hasta que se completase la búsqueda. Paris y Popea

estaban en el jardín. Se escucharon gritos y exclamaciones ante el hallazgo de varios

objetos, cosas que Popea y Polibio habían perdido hace años. Incluso monedas o

efectos personales de algún cliente largamente olvidado. Claudia permaneció

inmóvil. Estaba atemorizada. Por lo que sabía, cualquiera de los clientes de Polibio

podía ser un espía, o un informador que trabajase para otra persona. ¿Y el Sicario?

¿Se habría introducido también en la taberna, buscando su oportunidad para actuar?

Las horas pasaron. Claudia comenzó a escuchar lamentos y quejidos de desacuerdo.

Algunos de los clientes habían tenido suficiente y decidieron marcharse; pero

entonces, justo antes de medianoche, escuchó un grito de triunfo que provenía del

jardín, de Popea.

—¡ Hoc habet! ¡Hoc habet! ¡Lo tiene! ¡Lo tiene!

Claudia saltó de la mesa. Murano, seguido de Paris, entró en el comedor, portando

un gran saco de monedas en cada mano. Sonrió triunfalmente a Claudia, y las

depositó sobre la mesa. Polibio bajó apresuradamente las escaleras. Todos los demás

se acercaron. Polibio se abrió paso y observó el sello lacrado sobre las cuerdas que

cerraban los sacos.

—¡Son de Ario! —exclamó—. ¡Utilizaba los mismos sellos en sus jarras y ánforas

de vino! ¿Dónde los has encontrado?

—En el interior de una de las vasijas donde almacenamos agua y comida para los

pájaros —exclamó Popea—, ya sabes, Polibio...

El tabernero asintió con la cabeza. Claudia salió de la habitación.

—¿En cuál? —preguntó.

—Al final del jardín —explicó Popea exasperada—. Hay seis vasijas de barro

enterradas, a casi un metro de profundidad.

—Pero no has podido alcanzar a esa profundidad, por mucho que te hayas

estirado —insistió Claudia.

—No he tenido que estirarme —dijo Paris, con una sonrisa tonta—. Soy

demasiado inteligente para eso. Murano introdujo un palo y tiró de ellas. Pedí a los

demás que dejasen de gritar. Escuché el tintineo metálico de las monedas, y eso fue

todo —adoptó una pose teatral, llevándose la mano al pecho—. ¿No irás a acusarme

a mí o a Murano, verdad? —dijo burlonamente—. No nos acercamos ni un solo

momento al hediondo Ario el día que murió. He estado antes en la taberna, pero —

continuó, guiñando un ojo maliciosamente a Claudia— solo he venido por el vino.

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Paul Doherty

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Ahora vengo por la compañía.

—Pero aún tenemos un problema —dijo Murano.

—A propósito, ¿nadie nos lo va a agradecer? —exclamó Paris.

Cerró los ojos, arqueó los labios y acercó el rostro a Claudia. La joven le dio un

rápido beso en los labios.

—¡Qué ingratitud la de las mujeres!

—Eso es todo lo que conseguirás de ella —dijo Polibio, posando su mano sobre el

hombro de Paris—. Pero, siempre que vengáis, Murano y tú tendréis una copa de

vino de Falerno gratis.

—¿Has dicho que aún había un problema? —preguntó Claudia a Murano, que

había retrocedido unos pasos, dejando que el actor se llevara los méritos.

—Ya sabes cuál es, mi pequeña hermosura —respondió Paris en tono burlón—.

Cuando tu querido tío Polibio devuelva la plata, van a pensar que la persona que lo

robó también asesinó a Ario, y que, probablemente, trabaja aquí.

—No necesariamente —replicó Claudia—. Por algún medio, el asesino se las

arregló para llegar hasta la habitación de Ario, le mató, robó el dinero y lo escondió

en las vasijas de barro. Planeó volver a buscarlo posteriormente.

—Si te crees eso, es que puedes creerte cualquier cosa —declaró Simón el estoico—

. Pero, de todas formas, nosotros hemos encontrado el dinero. ¿Dónde está nuestra

recompensa, Polibio?

Aunque la noche estaba muy avanzada y estaban todos muy cansados, los

sirvientes y los clientes demandaron su recompensa. Popea volvió a la cocina. Polibio

abrió más vino. Las puertas y las ventanas se cerraron por miedo a la policía, y todos

se pusieron cómodos. Polibio comenzó a preocuparse de que se quedaran allí toda la

noche, pero el vino y el cansancio pronto causaron su efecto. Uno a uno, incluidos

Murano y Paris, se fueron despidiendo, para internarse en la penumbra del callejón.

Claudia subió hasta su habitación, y se lavó la cara y las manos. Sacó su mejor túnica

azul, aún marcada y rajada tras la persecución en las catacumbas.

—Sólo la he llevado una vez —murmuró—. ¿Traerá mala suerte?

La desdobló y se preguntó si Popea podría hacer algo con ella. Escuchó la llamada

de Polibio. Dejó la túnica en el exterior de la habitación de Popea y se dirigió

escaleras abajo.

—¡Nadie ha hecho la pregunta! —exclamó Polibio.

—¿Qué pregunta, querido tío? —dijo Claudia, pestañeando con aire de inocencia

fingida.

—No te hagas la tonta conmigo. ¿Cómo sabías que el dinero estaba aquí?

—Pues, querido tío, porque los asesinos también lo están.

—¿Los asesinos?

—Tú mismo has dicho, tío, que solo un tonto saldría de esta taberna con las bolsas

de dinero en las manos. Así que, ¿dónde si no iba a esconderlas?

—¿Quién? —preguntó un encrespado Polibio.

—Pues, querido tío, la gente que lo robó. Ellos viven, trabajan, comen y duermen

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Paul Doherty

Asesinato imperial

aquí. Así que no pueden esconderlo en ningún otro sitio. Si se lo llevaran a un

banquero, o a un platero, levantarían sospechas. Así que, ¿por qué no esconderlo en

el jardín de Popea? Nadie sale nunca allí. Poca gente soñaría ni siquiera en meter sus

manos en esas vasijas.

—¿Quién?

—Di a Granio y a Faustina que bajen —demandó.

Su tío obedeció. Granio se acercó con aire arrogante, desde la cocina. Faustina

caminaba tras él: llevaba el rostro muy pálido, y se mordía las uñas.

—¿Estás decepcionada? —preguntó Claudia cuando ambos se sentaron frente a

ella.

—¿Y por qué íbamos a estar decepcionados?

Granio trató de adoptar un gesto altivo, aunque le flaqueó la voz. Se humedeció

los labios y miró hacia la puerta, como si esperase que, de un momento a otro, la

policía la cruzara a toda prisa.

—Lo sabéis muy bien —declaró Claudia—. Y no se lo vamos a contar a la policía;

bueno, aún no. Ario era un comerciante de vinos. Salió a la campiña, a recoger sus

ganancias, y volvió a la ciudad. Visitaba Las Burras en las mismas fechas, cada mes, y

seguía siempre la misma rutina monótona. Alquilaba una habitación, se lavaba,

rellenaba el buche y pedía compañía femenina. Desde luego, permanecía en su

habitación, con la ventana cerrada y su preciosa plata a buen recaudo. Un viejo

desagradable y soez, ¿verdad? Por eso decidisteis asesinarle.

—¿Y cómo íbamos a hacerlo? —interrumpió Granio—. Cerró la puerta y echó el

pestillo desde el interior.

—Bueno, quisiera sugerir —replicó Claudia— que vayamos arriba y examinemos

esos cerrojos y pestillos, pero ya no están allí, ¿no es cierto? Habéis tenido tiempo de

sobra para ocultar todas las pruebas.

—¿Qué quieres decir? —dijo bruscamente Faustina—. ¿A qué viene todo esto? Ya

se ha encontrado el dinero.

—Y también a los asesinos —replicó Claudia—. Hoy he estado en el Coliseo. No

estoy de acuerdo con lo que hacen; es una forma terrible de morir para un asesino.

La petulante boca de Faustina comenzó a temblar.

—Os diré lo que ocurrió —continuó Claudia—. Los cerrojos y las bisagras se

habían aflojado, de manera que, al empujar la puerta para abrirla, parecería que

habían sido forzados.

—¿Y la cerradura? —preguntó Polibio.

—Tío, las cerraduras que sueles comprar son muy baratas. El orificio de la llave es

muy amplio. No creo que fuese muy difícil introducir una pequeña barra de hierro

de bordes afilados, que, al girar, abriría el mecanismo; aunque la llave estuviese

metida por el otro lado.

—¡No tienes pruebas de eso! —los ojos de Granio irradiaban furia. No tanto por

haber sido descubiertos, sino por haber perdido el botín que habían robado con tanto

cuidado.

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Paul Doherty

Asesinato imperial

—¡No, no! —replicó Claudia—. Esto es lo que sucedió. Ario llega a la taberna.

Sube a su habitación. Tú lo acompañas. Cierras la puerta tras él y, en cuanto se da la

vuelta, le cortas el cuello y dejas su cuerpo sobre la cama. Seguidamente, robas la

plata, quizá ocultándola en el interior de algún objeto que llevabas contigo: una

vasija, bolsa o jarrón. Ario muere deprisa. Todo acaba en cuestión de minutos. Echas

el pestillo, pero aflojas los pasadores, dejando la puerta preparada para cuando la

fuercen. Las contraventanas permanecen cerradas y con el pestillo echado.

Abandonas la habitación. Tu cómplice, Faustina, aguarda en el rellano de las

escaleras. Probablemente, lleve encima una vasija o un jarro grande, de los que

abundan en esta taberna. Introducís el dinero rápidamente en él. Faustina se da la

vuelta y baja las escaleras. Se convierte, entonces, en tu guarda, además de bloquear

el paso a todo aquel que quisiera subir demasiado deprisa. Mientras tanto, te

agachas, introduces de nuevo la varilla de metal en la cerradura y la cierras. Ario

queda encerrado en su habitación. No hay entradas secretas, las contraventanas están

cerradas, y para cualquiera que pregunte, la puerta está cerrada y el pestillo echado.

—Pero todo el mundo sabe —objetó Polibio— que la puerta estaba cerrada, y el

pestillo echado. La gente escuchó como... —se detuvo súbitamente—. Aunque, claro

—reconoció—, las únicas personas que lo escucharon fueron Granio y Faustina.

—Muy sagaz, querido tío. Es eso lo que me intrigó desde el principio.

Constantemente, oímos puertas que se cierran noche y día. Nunca recuerdo con

exactitud si las puertas quedan cerradas, o con el pestillo echado, pero estos dos sí.

Desde luego, nadie lo encontraría sospechoso. Primero, Ario siempre cerraba la

puerta de su habitación, echaba el pestillo y mantenía a todos alejados...

—Segundo, cuando subimos a la habitación —interrumpió Polibio—, eso es

precisamente lo que nos encontramos —se aproximó a Granio y le sujetó por el

hombro—. Y tú estabas allí conmigo, ¿no es cierto? Tú me ayudaste a echar la puerta

abajo. Recuerdo que comenzaste a lanzar órdenes de cómo hacerlo. Primero,

intentamos empujar por la parte superior, pero tú nos indicaste que nos

concentráramos en el centro.

—Para cuando conseguisteis forzar la puerta —explicó Claudia— el pestillo estaba

roto y los pasadores daban la impresión de haber sido forzados aunque, como ya he

explicado antes, todo había sido preparado cuidadosamente con antelación. La

auténtica prueba del asesinato ha sido astutamente retirada. ¿Estoy diciendo la

verdad, Faustina?

La tabernera estaba temblando, frotándose los brazos. Sus labios vibraban, sin

emitir palabra.

—Era simple lógica —dijo Claudia—. Primero, nadie entró en esa habitación,

excepto tú, Granio. Pensé que era una curiosa coincidencia que Faustina estuviese en

el rellano de las escaleras en el preciso instante en que salías. Y, más curioso aún, los

dos recordabais con claridad que los pestillos y cerrojos se habían forzado. Granio

también desempeñó su papel forzando la puerta. ¿Y en cuanto a la plata? —dijo,

encogiéndose de hombros—. Me dijiste que planteabas abandonar Las Burras, así

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que ¿por qué no esconder la plata en alguna vasija profunda y sucia, en el extremo

más alejado del jardín? No te habría sido tan fácil esconderla en tus aposentos, o

llevarla a un platero o banquero. Planeaste dejarla allí hasta el día en que te

marcharas. Abandonaríais Roma como vagabundos, pero llegaríais a cualquier otra

ciudad como gente pudiente.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Granio.

—Me voy a apiadar de vosotros —declaró Claudia—. O, al menos, mi tío lo hará.

Si empaquetáis vuestras cosas, podréis salir de aquí al amanecer. Mi tío simplemente

dirá que ha encontrado el dinero; la policía descubrirá vuestra desaparición y

comenzará a sospechar. Pero, para entonces —Claudia esbozó una sonrisa—, estaréis

a muchos kilómetros de aquí, ¿no es cierto?

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Asesinato imperial

CAPÍTULO 11

«No hagas preguntas.

No se nos permite conocer el destino

que nos reservan los dioses».

Horacio, Odas, I.11

LA VILLA DE DOMATILLA ERA ESPACIOSA, UNA estancia bastante bonita,

enclavada junto a la vía principal que cruzaba el Esquilmo: preciosas columnatas y

pórticos a la sombra, un jardín muy bien cuidado, con pequeñas huertas y pérgolas

donde los amantes, si lo deseaban, podían perderse. Argénteos estanques brillaban

bajo el sol de primavera; bellas placitas, en las que el agua brotaba de inmaculadas

fuentes. Pozos ornamentales, donde las abultadas carpas nadaban indolentes.

—Un auténtico paraíso —describió Domatilla, mientras mostraba la hacienda a

Claudia, antes de guiarla hasta la casa. Era un elegante edificio de dos plantas,

conectado a otros apartamentos por caminos flanqueados por columnas, protegidos

de las inclemencias del tiempo por techos de tejas rojas. Los lujosos aposentos tenían

paredes de mármol y elaborados mosaicos en el suelo. El aire estaba perfumado, la

pacífica atmósfera se rompía de vez en cuando por el murmullo de alguna

conversación, la risa de las doncellas, o el tintineo de alguna campana, cuando se

solicitaba la presencia de algún sirviente para que llevase algún refresco a una u otra

habitación.

—Tan opulento como un palacio —afirmó Claudia.

Domatilla se detuvo al final de un pasillo y le sujetó el brazo.

—Pero nunca olvides, Claudia —dijo mirándola con ojos enrojecidos por la falta

de sueño, y adoptando un gesto cómico— no es nada más que un prostíbulo común,

y yo soy poco más que el ama de las prostitutas del emperador —apartó a un lado los

rizos teñidos que le cubrían la frente—. Estoy cansada, y lo aparento —comentó—,

pero tú tienes aspecto de no haber pegado ojo.

—He estado muy atareada en la taberna de mi tío —replicó Claudia.

—¿Cómo de atareada? —preguntó Domatilla con picardía.

—¡No, así no! —se apresuró a responder Claudia—. Teníamos algunos problemas

que necesitaban resolverse.

Domatilla reinició la marcha descansando el brazo sobre el hombro de Claudia.

—Sé quién eres —susurró Domatilla con complicidad—. Si la emperatriz, la divina

Augusta, envía a una sirvienta como tú, no será para lavar los platos, ¿me equivoco?

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Asesinato imperial

Abrió la puerta y cedió el paso a Claudia hacia una alcoba. Había una gran cama

en una esquina y muebles de diferentes tipos y diseños: dos mesitas bajas, un diván,

taburetes, un baúl con cierres de bronce. Sobre las paredes había ganchos para colgar

la ropa. La elevada ventana estaba cerrada y tapada. El aire estaba cargado con la

fragancia que despedían los candelabros de cera.

—Esta habitación es como la de las demás chicas —comentó Domatilla—. Quizá

no esté tan bien amueblada, pero acabas de llegar: solo los dioses y la divina Augusta

saben cuánto tiempo permanecerás aquí. Los ventanales están tan altos porque, de

vez en cuando, hay merodeadores que pretenden asomarse para echar un vistazo.

Además, las paredes son también bastante altas, y contamos con unos vigilantes con

perros que patrullan la zona durante la noche.

Acompañó a Claudia hasta el extremo de la cama, cerrando la puerta tras ella.

Cogió una pértiga, descorrió la barra de las contraventanas y las abrió, y entonces,

resollando y jadeando débilmente, tomó un sillón acolchado y se sentó frente a

Claudia.

—Esta habitación está junto a la mía —explicó, enfatizando sus palabras con el

movimiento de sus dedos rechonchos y cargados de joyas—. En apariencia, eres mi

sirvienta.

—¿En la realidad? —preguntó Claudia.

—Mantén oídos y ojos bien abiertos —advirtió Domatilla—. Ya han asesinado a

cuatro chicas. A la última, como ya debes saber, la mataron en el mismo palacio

imperial, pero a las otras tres las engatusaron.

—¿Las engatusaron?

—Verás, aquí solo traemos a lo mejor —dijo Domatilla—. Doncellas de buenas

familias, y no prostitutas baratas de las calles. No son esclavas, sino mujeres

libertadas, con parientes en el servicio imperial y en el ejército. Ayer las viste,

durante los juegos. A propósito, ¿adonde fuiste?

Claudia estudió a esta matrona de prostitutas, carnosa y afable. Domatilla había

explicado que, tras los juegos, había pasado la noche de bacanal o, como ella misma

describió, actuando de anfitriona para atraer a miembros del senado. Era una mujer

cordial y habladora, con pocas pretensiones para ella misma y muchas menos aún

para el resto de la humanidad. Se reía mucho, hinchando sus gruesas mejillas.

Apestaba a perfume y, de vez en cuando, estallaba en sonoras carcajadas, pero sus

ojos, tensos y vigilantes, jamás cambiaban. Su rostro recordaba a Claudia al de un

actor con una máscara. ¿Sería ella la asesina?, se preguntaba Claudia. ¿Habrá

embaucado a sus propias chicas para darles muerte? Después de todo, ayer había

estado sentada en el palco, observando como morían muchos hombres a manos de

gladiadores y animales salvajes. ¿Sería ella el Sicario, o conocería su identidad?

Domatilla se inclinó hacia delante, agitando la mano ante los ojos de Claudia.

—¿Te has quedado dormida, niña?

—No, no, lo siento —Claudia se rehízo y se disculpó—. Ayer tuve que atender un

asunto urgente en la taberna de mi tío.

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—Rufino dijo que eras muy extraño — dijo Domatilla, llevándose los dedos a la

boca—. Dijo que la divina Augusta te llamaba su ratoncita. Y, si eso es así, yo debo

ser su conejita mofletuda, ¿no crees? Pero, ¿de qué estaba hablando?

—De tus chicas —respondió Claudia—. Decías que eran mujeres libres, de buena

calidad.

—Sí, sí, yo misma las he instruido. Les procuro ropas, perfumes, comida y

alojamiento. No les falta nada: peluqueros, manicuristas, doctores, enfermeros. Su

salud es la mejor atendida de Roma. Los clientes, agradecidos, me pagan bien. Yo le

doy a las chicas la parte convenida: lo que haga cada cual con su parte, es asunto

suyo —Domatilla agarró la parte delantera de su túnica blanca de seda y comenzó a

agitarla, como si tuviera calor—. Sin embargo, las muy picaras pretenden conseguir

un mayor beneficio a escondidas. Todas tienen grandes esperanzas de contraer un

matrimonio conveniente, o de convertirse en la concubina de algún senador o

general. Después de todo, poseen gran destreza en las artes del amor. Uno de sus

primeros encargos, cuando llegan aquí —dijo, con sonrisa picara—, es aprender

versos del Arte de amar, de Ovidio.

—Así que, en otras palabras —interrumpió Claudia—, ¿si reciben el mensaje de

reunirse con tal o cual persona...?

—Se apresuran a acudir, como las abejas a la miel; es difícil detenerlas. Si se suben

a una litera y ordenan a los esclavos que las lleven aquí o allá, ¿cómo podría

prohibírselo? Tienen libertad para visitar a sus amigos en la ciudad.

—¿Y cómo consigues sacar beneficios? —preguntó Claudia.

—Los hombres siempre terminan cansándose —se burló Domatilla, simulando

pena—. Siempre quieren algo distinto, así que vuelven trotando a Domatilla y

comparten sus secretos.

—Entonces, ¿las tres primeras que fueron asesinadas —preguntó Claudia—,

habían salido a hacer algún encargo secreto?

—Sí —suspiró Domatilla—. Y no sé quién entregó el mensaje, o adonde iba. Lo

primero que supe de ello fue cuando trajeron sus cuerpos.

—¿Y todas habían estado con el emperador?

—Sí, todas se habían acostado con el emperador.

—¿Cómo las mataron?

—Las estrangularon; y les marcaron esos símbolos cristianos en la frente y las

mejillas, dejando junto a los cuerpos un trozo de pergamino con el mensaje In hoc

signo vinces, escrito con letras de sangre.

—¿Se encontró una moneda? —preguntó Claudia.

—¿Una moneda?

—Sí, como las que se ponen en los ojos de un difunto, para pagar a Caronte, el

barquero.

Domatilla hundió los dedos en sus mejillas.

—En uno de los cuerpos sí, pero en los otros... —se encogió de hombros—. Sé que

dejaron una maldición junto al cadáver de Sabina. Al emperador no le habrá gustado

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nada. Es un soldado: respecto a las supersticiones, son aún peores que los marineros.

—¿Y por qué crees —preguntó Claudia— que eligieron a tus chicas? ¿Porque se

habían acostado con el emperador?

Domatilla se levantó y se desplazó hasta una mesa. Apartó la tela de lino de una

bandeja, rellenó dos copas y volvió junto a Claudia.

—Ves —dijo, poniéndole la copa en la mano—, no eres mi sirvienta. Bébete esto.

Es de los viñedos del norte. Es fresco y ligero y no requiere agua.

Claudia, obediente, tomó un sorbo.

—No creo que hayan matado a mis doncellas únicamente por haberse acostado

con el emperador —explicó Domatilla—. Constantino es un semental. Apostaría un

saco de plata a que ha montado a muchísimas damas de Roma. Ya conoces a los

hombres, Claudia, no hay nada como la victoria y los gritos de la multitud para

hacerles sentir como si fueran el único gallo del corral.

—¿Pero a ninguna de esas otras mujeres la han asesinado?

—Por supuesto que no.

—¿Y por qué? —insistió Claudia.

—Indudablemente, el asesino odia al emperador y a su madre —replicó

suavemente Domatilla—. E indudablemente —continuó pestañeando con rapidez—,

también me odia a mí. Estoy perdiendo mi buen nombre, Claudia. Las jóvenes ya no

vienen a verme. Soy como una carnicera: mis clientes siempre vienen buscando carne

fresca. Cuatro de mis doncellas han muerto, asesinadas de forma cruel y salvaje. El

asesino pretende darnos una lección a mí y a los divinos —suspiró profundamente—.

¿Puedo hablarte con franqueza, Claudia?

Su compañera asintió con la cabeza.

—Culpo de ello a la divina Augusta. El Sicario era un asesino profesional. Estaba

al servicio, y cobraba, del difunto Majencio. Todos en Roma podían comprobar que la

estrella de Majencio comenzaba a perder su brillo. Perdió el control de la ciudad y si

no hubiera sido por su guardia pretoriana, alguien le habría asesinado, tarde o

temprano. Cedió Roma a su ministro, Severio. Todos los que tuvieron oportunidad,

desaparecieron. Yo huí a una villa en la campiña: Severio se hizo con mi casa. Solía

ser cliente nuestro, y le gustaba el lugar —dio un sorbo a su vino—. Ya conoces la

historia. La divina Augusta envió un mensaje y se las arregló para contratar los

servicios del Sicario. Aparentemente, alcanzaron un acuerdo, y la vida de Severio

pasaba a valer menos que la llama de una vela. Mientras tanto, durante los últimos

días del mandato de Majencio, Severio utilizó esta villa para sus propios propósitos,

organizando fiestas y bebiendo hasta altas horas de la noche. Se conocen pocos

detalles, pero el día después de que muriese Majencio, en el Puente Milviano, una

mujer misteriosa, vestida elegantemente, como una cortesana, visitó a Severio. Se

encontraron en un salón comedor; Severio se la llevó a sus aposentos privados —

Domatilla levantó la copa, simulando un brindis—. Cuando forzaron la puerta,

hallaron muerto a Severio, con el cuello rajado de oreja a oreja; habían abandonado el

cuerpo con cuidado sobre la cama, y tenía dos monedas sobre sus ojos abiertos.

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Paul Doherty

Asesinato imperial

Recibió un funeral muy pobre.

Hizo una pausa, inflando los carrillos.

—He vuelto aquí y he puesto en orden todo el desaguisado. Habían saqueado la

villa, pero no se llevaron nada que no se pudiese reemplazar. La divina Augusta,

desde luego, vino a darme las gracias por mi apoyo. Mencionó que deseaba reunirse

con alguien aquí. No sé de quién se trataba, pero reservó un ala entera del edificio.

Había un puñado de guardias, y venía acompañada de esa bestia, Burrus.

Desconozco lo que ocurrió, excepto que sacaron un cadáver, con mucha discreción,