LOS ACTORES_________________________________

ZOSINAS

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Paul Doherty

Asesinato imperial

PARIS

IOLO

EN LA TABERNA «LA BURRA»___________________

POLIBIO: el propietario.

POPEA: su concubina.

OCÉANO

GRANIO

JANUARIA

FAUSTINA

CLAUDIA: sobrina de Polibio.

MURANO: gladiador.

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Paul Doherty

Asesinato imperial

INTRODUCCIÓN

Según narran los Evangelios, durante el juicio de Cristo, Pilatos quiso liberar a un

prisionero. Cambió de opinión bajo la amenaza de que podría perder el favor del

César. Según algunas opiniones, Pilatos reconoció la amenaza. Cada gobernador

romano se sometía al estrecho escrutinio de los agentes secretos del emperador, los

Agentes in Rebus; literalmente, «los que hacían las cosas». El imperio romano contaba

con una fuerza policial, de carácter tanto militar como civil, aunque con marcadas

diferencias entre las distintas regiones. En cualquier caso, sería inexacto afirmar que

el imperio recurriese a una figura parecida a un detective, o al actual Departamento

de Investigación Criminal. En lugar de eso, el emperador y sus principales políticos

pagaban grandes sumas a una legión de informadores y espías. Frecuentemente,

éstos eran difíciles de controlar, como en cierta ocasión comentó irónicamente

Walsingham, el espía principal de Isabel I: «No estaba completamente seguro de para

quién trabajaban sus hombres, para él o para la oposición».

Los Agentes in Rebus eran una especie aparte entre esta horda de recolectores de

chismes, contadores de historias y, en ocasiones, informadores extremadamente

peligrosos. El emperador los utilizaba, y su testimonio podía dar al traste con una

prometedora carrera. Esto se aplicaba fielmente al sangriento periodo bizantino, al

comienzo del siglo cuarto de Nuestro Señor.

El emperador Diocleciano había dividido el imperio en dos mitades, la oriental y

la occidental. Cada división contaba con su propio emperador, y, un gobernador, que

recibía el título de César. El imperio se resentía por las dificultades económicas y las

constantes incursiones de las tribus bárbaras. Su religión oficial se veía amenazada

por la floreciente religión cristiana, que hacía sentir su presencia en todas las

provincias y en todos los estratos sociales.

En el año 312 A. D, un joven general, Constantino, con el apoyo de su madre,

Elena, mujer nacida en Britania, que coqueteaba ya con la iglesia cristiana, centró sus

miras en el imperio de occidente. Desfiló hacia el sur de Italia para enfrentarse con su

rival en el Puente Milviano. Según el relato de Eusebio, biógrafo de Constantino, el

aspirante a emperador tuvo una visión de la cruz bajo las palabras In hoc signo Vinces

(«Con esta señal, conquistarás»). Como continúa la historia, Constantino instó a sus

tropas a que adoptaran el símbolo cristiano, y consiguieron una aplastante victoria.

Derrotó y dio muerte a Majencio y desfiló triunfalmente hasta Roma. Constantino era

ahora el nuevo emperador de Occidente, y su único rival era Licinio, que gobernaba

el imperio oriental. Fuertemente influenciado por su madre, Constantino tomó las

riendas del gobierno y comenzó a negociar con la iglesia católica, dando así fin a

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siglos de persecución. Sin embargo, las intrigas y asesinatos seguían estando a la

orden del día. Había multitud de asuntos pendientes en Roma, y los Agentes in Rebus

tenían las arcas repletas...

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PRÓLOGO

«De un solo crimen asimilamos

la naturaleza de todos los demás».

Virgilio, Eneida, 11.65

ROMA: OTOÑO, AD 311

El Tíber se retorcía como una serpiente a lo largo de su curso, revolviéndose para

sortear los templos, los apretados suburbios, los atestados muelles y los jardines de

los patricios. Aunque la noche ya se dejaba sentir, el Tíber seguía creciendo y

menguando como siempre lo había hecho, pacíficamente al fin, despojado de los

cadáveres que habían poblado sus aguas durante días, tras el sofocamiento de la

última conspiración. El Tíber estaba acostumbrado a tales horrores: el

derramamiento de sangre, la consecuencia habitual de una proscripción masiva,

terribles asesinatos y muerte. A lo largo de sus orillas, multitud de cristianos habían

sido amarrados a cruces, cubiertos de aceite, y usados como antorchas humanas, para

señalar el camino de los navegantes. Todo aquello pertenecía ahora al pasado. La

estatua de Nerón sobre la Colina Palatina había desaparecido. Su suntuosa residencia

dorada, su palacio de magníficos techos abovedados, que representaban las

constelaciones del firmamento. Todo se había evaporado. Una sucesión de tiranos

siguió a Nerón, para acabar ahogados en el río de sangre que ellos mismos habían

causado.

Las voces proclamaban ahora el resurgimiento de una nueva Roma. Los cristianos

ya no merodeaban por las catacumbas, reverenciando los huesos de aquellos que

habían perecido en el anfiteatro del Coliseo. Roma entera se regocijaba. Constantino

se preparaba para marchar hacia el sur y el usurpador Majencio preparaba su ejército

para hacerle frente. ¿Y qué importaba? El río Tíber seguía fluyendo. Miles de

personas hacían uso de él como una fuente de vida: pescadores, comerciantes,

mercaderes y viajeros. En el reflujo de la marea, cuando quedaba al descubierto una

densa capa de légamo y cieno, los pobres de Roma, o los curiosos, patrullaban sus

orillas en busca de tesoros ocultos. La muchacha joven y su torpe hermano eran parte

de ellos. Venían de una casa respetable o, al menos, así89+ había sido en el pasado.

Ahora vivían con su tío Polibio, sedicente empresario, gerente y propietario de la

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taberna Las Burras. La joven, Claudia, se arropó con la capa que su «querido tío»

había birlado a un antiguo huésped procedente de Ostia, y continuó caminando con

paso inseguro, hundiendo sus sandalias en el lodo.

—¡Vamos, Félix! —dijo, y después le sonrió.

Félix caminaba sin rumbo fijo, dejando oscilar libremente sus manos a ambos

lados. No buscaba tesoros, sino conchas, las reliquias de una vida pasada en el río. La

joven retrocedió hasta él y lo zarandeó con suavidad. El chico elevó la cabeza para

mostrar unos labios fláccidos y unos ojos vacíos. Reconoció la cara de su hermana

entre la pálida luz y consiguió descifrar las señales que ésta le hacía con sus dedos.

«Debes continuar», decía el mensaje, «debes mantenerte cerca de mí. Te he traído

aquí porque tú querías venir».

La joven se detuvo a escuchar los sonidos de la ciudad. Mañana debía entretener a

los huéspedes de su tío con un recitado público de las fábulas de Esopo. Claudia se

giró, Félix la seguía a la distancia, trotando como un cachorro. Estaban tan

embebidos en su tarea que se sobresaltaron ante el hombre que salió de entre las

sombras de un muelle desierto. Claudia no conseguía reconocer su cara, aunque

llevaba una lujosa toga y vistosas sandalias. El cáliz que llevaba tatuado en la

muñeca izquierda captó su atención.

—¡Vaya, vaya, vaya! —exclamó—. ¿Qué tenemos aquí?

La agarró por los hombros y Claudia se resistió. Estaba acostumbrada a tales

atenciones por parte de los borrachos, pero el miedo la atenazaba ahora. El hombre

era más fuerte de lo que había pensado. Félix llegó hasta ellos correteando y agarró la

mano del hombre. El extraño lo lanzó al suelo de un manotazo. Claudia lanzó un

grito, que no obtuvo respuesta. Esta zona del Tíber estaba próxima a la Cloaca

Máxima, donde los colectores de la ciudad descargaban el hediondo contenido de

letrinas y pozos sépticos. Félix se acercó de nuevo, con la boca abierta, como si tratase

de gritar. Claudia trató de prevenirle. Su asaltante se movió como una víbora. La

navaja que llevaba en la mano brilló a la luz de la luna y, de un rápido corte, seccionó

el cuello del joven. Félix se desplomó como una piedra. Claudia se arrodilló junto a

él, gritando desconsoladamente, las lágrimas resbalaban por su rostro. Escuchó un

chapoteo en el barro. La muerte de Félix no iba a ser ningún obstáculo: su asaltante

estaba sobre ella, la navaja se movía con rapidez.

ROMA: OTOÑO, AD 311

Era bastante bella. Sobre la melena rubia lucía una diadema. Llevaba perlas por

pendientes, un collar de piedras preciosas rodeaba su delgado cuello, suspendido

entre unos pechos turgentes. El aro que rodeaba su tobillo era de plata, la túnica

estaba astutamente teñida de un tono púrpura. Su cadáver yacía bajo los chopos

negros de los Jardines de Salustio. Sus bonitos ojos permanecían cerrados, la boca

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voluptuosa manchada de sangre. Las marcas que se apreciaban sobre el cuello

estaban aún frescas. Unos crueles verdugones rojos evidenciaban cómo se le había

arrebatado la vida. El asaltante se arrodilló y comprobó el pulso en el cuello de la

joven y luego, bajo la seda, buscó el latido del corazón. Todo estaba en calma. La

carne comenzaba a enfriarse. Giró la cabeza de la cortesana y apartó suavemente de

su cara los mechones rubios. El atacante, de oscuro atuendo, esgrimió la navaja con

crueldad y grabó la cruz sangrienta; primero, en la frente, y después, en ambas

mejillas.

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CAPÍTULO 1

«Una serpiente acecha en la hierba».

Virgilio, Églogas, III.64

Roma: Primavera, AD 313

EN EL MATADERO DE LA DOMUS JULIA, EN LA COLINA Palatina, la espía

Claudia permanecía sentada en un incómodo taburete y miraba impasible al hombre

de la túnica blanca con rayas rojas, que la escrutaba atentamente desde otra

banqueta. Claudia reprimió todas sus emociones; el miedo o la pena no conseguirían

nada en esta situación. El matadero era un lugar frío, donde reinaba una gélida

quietud. Bajó la mirada, para evitar los ojos del hombre. El suelo estaba aún cubierto

de serrín empapado en sangre. Se preguntaba si procedería de las reses que colgaban

de los garfios de hierro, o del cuerpo de la joven a la que habían cortado el cuello y a

la que, posteriormente, habían colgado de uno de aquellos ganchos.

Claudia se frotó los brazos. Afuera escuchaba los murmullos de palacio, los gritos

distantes de los guardias entre la brisa de media noche. Había considerado la

posibilidad de salir huyendo, ¿pero hacia dónde? Era solo cuestión de tiempo que los

sabuesos del César le dieran caza. Se sentía a la vez intrigada y asustada. Había

estado muy atareada en la cocina, fregando las planchas de despiece, cuando

Anastasio, el secretario de la Augusta, vino a buscarla. Llegó con una sonrisa en el

rostro, pero la cogió por el codo. Una vez fuera, le hizo unas señas con los dedos,

instándole a que le siguiera. La trajo hasta aquí y le pidió que se sentase. Anastasio

encendió unos candiles de petróleo y los fue colocando cuidadosamente sobre el

suelo, alrededor de ella, como si fuese algún tipo de estatua o lar, una divinidad

doméstica a la que, más que temer, se debía honrar y venerar.

Claudia observó el cadáver que colgaba del garfio. Se había sobresaltado al verlo

por primera vez, pero consiguió mantener la cabeza fría. Reconoció enseguida a

Fortunata; un nombre que, dadas las circunstancias, parecía cuando menos

inapropiado. Fortunata era una mesonera, bastante diestra en el llenado de vasos y

copas de vino en este u otro banquete. Siempre vestía con una túnica de talle bajo,

para regalar a los bebedores una buena panorámica de sus hinchados pechos. Para

poco iban a servirle ahora. Su cuerpo se había reducido a un trozo de carne, del que

pendían sus pechos como sacos vacíos. Sus atractivas piernas pendían en caprichosa

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postura, y en su rostro, que mostraba un mortecino tono azulado, destacaban sus ojos

saltones y la boca impregnada de sangre...

Claudia apartó la mirada: Anastasio seguía sonriendo pero, por supuesto, los

mudos siempre sonreían. Su tez delgada y aceitunada, escondida bajo una maraña de

pelo aceitado, parecía no conocer otra expresión distinta; siempre sonreía, con los

labios y los ojos, como si Anastasio creyese que así desarmaría al resto del mundo.

Generalmente, lo conseguía.

¿Me he metido en problemas? —preguntó Claudia—. ¿He hecho algo malo?

Tradujo sus señales a signos. La cara de Anastasio no mostraba reacción alguna.

—Pensaba que Fortunata nos había dejado. Decían las habladurías que la habían

transferido al servicio imperial. A las cocinas del Divino Augusto —un acceso de tos

la interrumpió—. ¿Por qué estoy aquí? —continuó.

Adelantó uno de sus pies calzados de sandalias, como para iniciar su marcha.

Anastasio le hizo señales con las manos.

—Los guardias de afuera —dijo— tienen órdenes de matar a todo aquel que se

marche antes de que llegue la Divina Augusta.

Claudia apartó el pie enseguida.

—¡La emperatriz! —exclamó.

Anastasio asintió con la cabeza.

¿Y qué quiere ella de mí?

Claudia conocía las leyes, incluso para este lugar lúgubre y sangriento. No debía

decirse una sola palabra, ni tan siquiera una indicación, sin el permiso de la Divina

Augusta.

—He... He sido leal —tartamudeó Claudia.

Anastasio hizo un rápido movimiento con sus manos.

—¡Cállate, desgraciada! ¡No tienes nada de qué preocuparte!

Claudia sonrió aliviada y se acomodó en su asiento. Se giró hacia su izquierda. La

pieza de ternera que colgaba del gancho parecía haber sido sacrificada hacía ya

bastante tiempo; las vetas de grasa tenían color blanquecino, adquiriendo un tono

amarillento en los bordes, y la carne nervuda tenía un aspecto compacto y glaseado.

Por supuesto, en el palacio real no faltaba de nada. Constantino había hecho su

entrada en Roma y todos se habían apresurado a rendirle lealtad. Obsequiaron y

agasajaron al general victorioso, que había entrado desfilando en Roma con cruces

amarradas a las insignias de sus legiones. Se había extendido largamente por la

ciudad la historia de que Constantino, antes de su gran victoria en el Puente

Milviano, había tenido una visión del signo cristiano, junto a las palabras In hoc signo

Vinces, «Con esta señal, conquistarás». La multitud se cuestiona la veracidad de esta

historia. ¿Experimentaba visiones el divino Constantino? ¿O era el efecto de tomar

demasiado vino, o de uno de sus ataques epilépticos? ¿O, incluso, la influencia de su

divina madre, la emperatriz Elena? Quizá fuese la hija de una tabernera, pero ahora

era la madre de un emperador de Occidente con una simpatía secreta hacia la fe

cristiana. ¿Simpatía o política? Se preguntaba Claudia. La fe proscrita se había

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convertido en una fuerza poderosa en la ciudad: senadores, banqueros, generales,

mercaderes, sin olvidar a la gran masa de ciudadanos ordinarios y esclavos, todos

favorecían abiertamente el culto que procedía de las catacumbas. Los templos de

Júpiter y Venus podían proclamar su gloria, pero el nuevo orden era el de Cristo y

sus seguidores. Convertirse estaba de moda y un general victorioso y, desde luego,

su madre, jamás debían pasar por alto las nuevas tendencias.

Claudia escuchó el crujido de la puerta al abrirse, el murmullo de voces y el golpe

al volverse a cerrar, junto con el sonido del pestillo al extenderse y el eco de sandalias

arrastrándose contra el enlosado. Anastasio se llevó a los labios las yemas de los

dedos, como si hubiese olvidado algo; se levantó de su taburete y se perdió en la

penumbra, volviendo al poco tiempo con una silla portátil, una simple y

rudimentaria silla plegada en cruz y con asiento y respaldo de lona. La mujer que le

acompañó hasta el claro de luz se sentó, se reclinó y cruzó las piernas. Llevaba el pelo

recogido cuidadosamente en pequeñas ondulaciones, con unos tirabuzones que

resbalaban por sus mejillas. Estos se encontraban casi completamente ocultos tras el

pañuelo de seda pura que caía sobre sus hombros, cubriendo la parte superior de la

túnica blanca de mangas bordadas en tonos púrpura. No llevaba joyas, a excepción

de un anillo en el dedo índice de la mano izquierda. Las sandalias eran muy lujosas,

de cuero español, con las puntas y las correas doradas. Tenía el rostro alargado, con

mejillas huesudas, unas cejas escrupulosamente depiladas y una nariz pequeña que

asomaba sobre unos labios que, según observó Claudia, o bien se ceñían en una

delgada y pálida línea, o se abrían carnosos y sensuales. Sus ojos eran oscuros: en

cualquier otra mujer, pensó Claudia, parecería que había abusado del vino de

Falerno. Centelleaban como si aquella mujer estuviese saboreando alguna broma

secreta. Con quien fuera que estuviese hablando pensaría que la risa estaba a punto

de brotar de sus labios. Claudia sabía que no era así. Conocía bien a la Divina

Augusta. Elena era una mujer que podía representar su papel con gran encanto.

Podía mostrar gran interés hacia la persona con la que estuviese hablando, pero era

solo una máscara. Su corazón era duro, y su voluntad, inexorable.

La Divina Augusta examinó a Claudia de pies a cabeza.

—Bien, mi pequeña ratoncita. ¡Qué placer tan inesperado! —de repente, Elena se

inclinó hacia delante, apoyando los brazos sobre sus muslos—. ¿No es excitante?

¿Dramático? ¿Por qué crees que he venido a verte?

Claudia señaló el cadáver ensangrentado de Fortunata.

—Vamos, ratoncita, puedes hacerlo mucho mejor.

—Su excelencia, ¿por qué este lugar es silencioso?

—Así es —la emperatriz Elena asintió con la cabeza y sonrió, como si elogiase a su

chiquilla favorita—. La primera regla de la política, ratoncita: nunca conspires en

palacios. Los muros tienen oídos, los suelos, ojos. No puedes ni alterar la corriente de

aire sin que alguien se entere. Algunos piensan que las letrinas son un lugar seguro.

Más hombres han sido ejecutados por lo que han dicho en letrinas, que por lo que

han susurrado en salas consistoriales o alcobas. Por cierto, ¿por qué no te has

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levantado y postrado ante tu emperatriz?

Claudia señaló a Anastasio, que permanecía sentado, mirándola con una serena

sonrisa en los labios.

—Bien, ratoncita —arrulló Elena, dando unas palmadas con las manos—, haz lo

que te diga Anastasio —la sonrisa se borró de su rostro—. Exactamente lo que te diga

y los grandes gatos no te atraparán, tal como hicieron con la pobre Fortunata.

La emperatriz Elena, la Divina Augusta, se reclinó en la silla. Le encantaba la

teatralidad. Era una maestra de las entradas espectaculares, pero solo como

distracción. Ahora, sin embargo, estudiaba minuciosamente a la joven que tenía

enfrente, agitando sus largas pestañas. Pequeña, pensó, con una piel suave y pálida.

Con esa destartalada túnica de mangas cortas que le colgaba a la altura de las

rodillas. Sus sandalias eran de calidad, robustas, con los lazos bien atados. No llevaba

ornamentos de ningún tipo. A Elena eso le complacía: cuantos menos artificios que

atrajesen la atención, mejor. En realidad, a esta jovencita le resultaría muy difícil

atraer la mirada de cualquier hombre. Llevaba el pelo corto, como el de una golfilla

de los suburbios, apelmazado y sin lavar, aunque eso probablemente respondía a las

instrucciones de Anastasio. Tenía un rostro vulgar y mofletudo, con nariz y boca

poco atractivas, y unos enormes ojos que centelleaban bajo unas cejas pobladas y

desarregladas. Una ratoncita perfecta, pensó Elena. Alguien que podría escurrirse

por pasillos y corredores, y escuchar los cuchicheos de los sirvientes y los huéspedes

de palacio. Sin embargo, Anastasio había prevenido a Elena de que la mente de

Claudia era tan despierta como su ingenio. Hablaba poco y escuchaba mucho. Si el

sacerdote se hubiese salido con la suya, la habría enviado a ella, y no a Fortunata, al

palacio de su hijo. Los dedos de Elena se cerraron fuertemente sobre el puño. Trató

deliberadamente de mostrar irritación, pero Claudia no se inmutó. Se mantuvo

sentada, con las manos sobre las rodillas, con la mirada fija en el suelo. Si moviese la

nariz, pensó Elena, sería una auténtica ratoncita.

—¿De dónde vienes, Claudia?

—De Roma, excelencia.

Elena echó la cabeza hacia atrás mientras soltaba una sonora carcajada.

—Todas las cosas vienen de Roma, Claudia. Eres la hija de un centurión, ¿no es

cierto? Que se retiró y cobró su pensión, pero no vivió lo suficiente para disfrutar de

ella, ¿verdad? Su esposa tuvo tres hijos; uno murió en el parto, o eso me dijo

Anastasio. Tan solo quedasteis tu hermano y tú. ¿Cuál era su nombre?

—Félix, excelencia.

—Ah sí, Félix; ¿no es cierto que le asaltaron? Le mataron y abusaron de ti.

¿Guardas algún rencor, Claudia?

—Venganza, excelencia; no hay rencor, solo sed de venganza.

—¿Y tu atacante llevaba un cáliz tatuado en la muñeca izquierda? Pero voy

demasiado deprisa. Formabais parte de una compañía de actores itinerantes. Tras la

muerte de tu padre, tu tío se convirtió en tu guardián. Anastasio dice que eres una

buena actriz, una excelente imitadora: con tus pechitos pequeños y tu voz profunda,

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incluso puedes representar el papel de un hombre, ya sea en las obras de Terencio o

en las farsas de Esquilo. Pero tu director era un borracho, ¿no es así? Demasiado vino

y muy pocas representaciones. Los banqueros os cerraron sus puertas: el vestuario y

el atrezzo son muy costosos, así que debíais vender vuestros servicios —la mano de

Elena se movió deprisa para alcanzar la muñeca de Anastasio—. No debería ser

sacerdote, Claudia. No puede hablar ni oír; una deformidad visible, como dice la

iglesia cristiana, debería ser un impedimento para el sacerdocio. Además, Anastasio

disfruta con el teatro, una actividad prohibida específicamente a los sacerdotes de

Cristo. Pero, como ves —dijo con un suspiro—, existe un gran abismo entre Cristo y

sus seguidores, ¿no es cierto? En cualquier caso, así es como te encontró Anastasio.

—Me sentí honrada de entrar a tu servicio, Divina Augusta.

—¿Qué servicio? —respondió Elena con brusquedad.

La sonrisa de Anastasio desapareció: Claudia acababa de cometer un error.

—Lo... Lo siento, excelencia —balbuceó—. Aún soy nueva en este papel. Quiero

decir...

—No, no —Elena sonrió y extendió los brazos—. Mi pequeña e inteligente

ratoncita. Te has aprendido bien tu papel. Es un papel, se trata de actuar. Llevas una

máscara sobre el rostro. Yo llevo una máscara. Anastasio lleva una máscara. Los

bravucones, los generales, los orondos senadores, los banqueros de ágiles dedos,

todos llevan una máscara. Cuando beben, cuando yacen codo con codo,

desmadejados sobre sus divanes, y el vino comienza a fluir, la máscara se desprende

y comienzan a hablar. In vino ventas: el vino conforta el corazón y suelta la lengua,

Claudia, y así es como mis ratoncitas obtienen sus pequeños manjares —Elena jugaba

con las borlas de su chal mientras hablaba—. ¿Sabes por qué te llamo ratoncita,

Claudia? Ya sé que no es muy halagador, pero la gente nunca nota que estás ahí. No

eres como la mosca, que revolotea sobre la comida; o la abeja, cuyo zumbido retumba

con claridad en tus oídos. No, tú te deslizas con suavidad y desapareces, correteas de

aquí para allá. ¿Recuerdas hace dos semanas? ¿La rolliza Valeria, la mujer del

mercader de cereales? Trajiste una bandeja de copas de las cocinas. Te hice avisar

deliberadamente. Hice que permanecieras junto a la puerta durante un rato. Dejé

caer una de mis horquillas del pelo e hice que la recogieras.

Claudia asintió con la cabeza.

—Y cuando te fuiste, ¿sabes lo que le pregunté a la rolliza Valeria? —Elena cubrió

con los dedos la risilla que asomaba a través de sus labios—. Le dije: «¿Puedes

describirme a la sirvienta que acaba de estar aquí?». ¿Sabes?, ni siquiera se había

percatado de que habías estado allí.

Claudia giró la cabeza a un lado; no mostró el más mínimo signo de vergüenza.

—Me pregunto qué estará pasando por esa cabecita tuya —añadió Elena con cierta

malicia—. Vamos, ¡deja de mirar a la pobre Fortunata! —dijo bruscamente—. Está

muerta. Roma está repleta de cadáveres. Nadie la echará de menos. Era una necia.

Fracasó. ¿Me fallarás tú, Claudia?

—Soy la más humilde servidora de su excelencia.

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Elena observó aquellos ojos y sintió un escalofrío de aprensión. Estaba

acostumbrada a los espías. Ella misma lo había sido. Pero esta jovencita...

—Anastasio te tiene en gran consideración —susurró Elena—. De todos mis

ratones, dice que eres la mejor. Y no lo digas —añadió con voz entrecortada—. Yo lo

diré por ti.

Anastasio levantó las manos y gesticuló con los dedos.

—¿Qué te está diciendo? —gruñó Elena—. Algunos de sus símbolos los conozco,

otros no.

—Me dice que tenga cuidado —respondió Claudia.

—Ah, sí, él también debería tenerlo —la emperadora abrió la palma de su mano

derecha y olisqueó la pequeña bolsita de perfume que llevaba—. Es extraño,

¿verdad? —se preguntó—. La sangre tiene un penetrante olor metálico. Este lugar me

recuerda al anfiteatro. El anfiteatro representa la vida, ¿no es cierto, Claudia?

Ganadores y perdedores. Espectadores a los que nada de aquello importa, los ricos,

los poderosos, los pobres y los lisiados. Cada uno asiste para observar algo distinto.

Supongo que los miserables acuden para observar cómo alguien, aún más miserable,

sufre ante el filo de una espada. ¿Sabes para qué acude la rolliza Valeria? ¡Aquello le

excita! ¡Como si la muy estúpida estuviese en la cama con el gladiador! Los

muchachos la agasajan y se aprovechan de sus favores, a ella le entusiasma. ¿A ti te

entusiasma alguien de vez en cuando, Claudia?

La joven le devolvió la mirada con frialdad.

—No, supongo que no —añadió secamente Elena—. ¿Eres cristiana, Claudia?

Una sacudida de la cabeza respondió su pregunta. Elena entornó los ojos.

—No crees en nada, ¿verdad? Dioses y diosas, grandes y gordos que muestran sus

pezones y levantan las piernas. Solo hay un dios en Roma, Claudia —continuó

Elena—. Es mi hijo, el divino Constantino.

Anastasio sacudió la cabeza en señal de desaprobación.

—¡No te enfurruñes, sacerdote! —dijo bruscamente la emperatriz—. Lo sabes todo

sobre Constantino, ¿no es cierto? Tu Augusto emperador.

Claudia recordó las órdenes de Anastasio: quédate inmóvil, permanece tranquila,

no comentes nada sin que te pregunten.

—York queda muy lejos —continuó Elena con tono soñador—. Tantos

emperadores. Ahora solo hay dos: Constantino en el oeste —levantó la mano que

sujetaba la bolsita perfumada—. Derrotó a su rival Majencio en la batalla del Puente

Milviano, y desfiló hasta Roma con la cabeza de ese tirano clavada en una estaca. En

el este, el emperador Licinio. Bueno, voy a contarte ahora para qué te he citado aquí.

Hay dos razones. Primero, mi hijo pretende convertirse en el único emperador.

Desde luego, le jurará amistad eterna, pero en cuanto Licinio cometa un error,

Constantino marchará hacia el este, le presentará batalla, aniquilará su ejército y lo

matará. Si Licinio tiene un poco de cerebro, intentará hacer lo mismo con mi hijo. Se

sonreirán y se darán el beso de la paz, cada uno llamará al otro hermano y firmarán

el más maravilloso de los tratados de paz —Elena agachó la cabeza—. Pero volvemos

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al anfiteatro, Claudia. Uno de ellos debe morir. Debe ser Licinio. Para tal fin, mi hijo

pretende revocar todos los edictos en contra de la fe cristiana.

—Una buena parte de Roma es cristiana, al igual que la mayoría de los oficiales

del ejército; al menos, lo son en secreto. ¿Por qué? ¿Porque Constantino dice haber

tenido una visión? No quiero hacer comentarios sobre eso, pero él necesita a los

cristianos. Ellos son la segunda razón por la que hablo hoy contigo. Tenemos dos

imperios en Roma. Tenemos las columnas de Trajano, el arco triunfal de Tito, el

Coliseo, el Foro, pero bajo la ciudad discurren las catacumbas, excavadas por los

cristianos para enterrar a sus muertos y para celebrar clandestinamente sus ritos.

¡Observa bien nuestra ciudad! Los monumentos comienzan a decaer, pero la vida en

las catacumbas se muestra más vigorosa que nunca. Así está sucediendo a lo largo de

todo el imperio. En realidad, poco me importa si hace trescientos años, un judío

llamado Cristo, se levantó de entre los muertos tras permanecer tres días clavado en

la cruz. Lo que realmente me importa, al igual que a Constantino, es que la

cristiandad se ha convertido en un segundo imperio —Elena hizo unos extraños

aspavientos con las manos—. Permanece en la sombra, retorciéndose y girando,

como esas estrechas galerías de las catacumbas. ¿De qué estoy hablando en realidad,

ratoncita? Vamos, tienes mi permiso para hablar.

Claudia miró a Anastasio, que asintió imperceptiblemente.

—Si Constantino —comenzó a decir Claudia suavemente— llegase a un acuerdo

con la iglesia cristiana...

—Muy bien —susurró Elena—. «Acuerdo», me gusta esa palabra. No sabía que

estabas tan bien educada. Hay muchas cosas de ti, Claudia, que me gustaría conocer.

Pero continúa.

—Tu hijo, el divino emperador, no solo uniría el imperio de Occidente, sino que

marcaría el camino hacia el imperio de Oriente de Licinio. Licinio se sigue mostrando

hostil hacia la cristiandad —continuó Claudia—, pero la iglesia tiene mucha fuerza

en Asia.

—Muy bien —dijo Elena mientras aplaudía—. Puedo comprobar que has estado

hablando con Anastasio. Constantino se abrirá paso a través del edificio que ha ido

construyendo Licinio. Mientras ese necio termina de rematar y pintar las plantas

superiores, Constantino se afanará en debilitar las bóvedas de los cimientos. Mi hijo

mantendrá correspondencia con los patriarcas de la iglesia cristiana en Asia; mientras

tanto, palmeará suavemente las espaldas de los oficiales del ejército de Licinio que

muestren simpatía hacia la nueva fe —Elena suspiró profundamente—. Pero eso

requiere tiempo. Mientras tanto, tenemos enemigos en Roma, y los enemigos se

vigilan entre sí constantemente. Es como la rolliza Valeria. Se presenta ante mí,

agasajándome y halagándome, pero ¿crees que le place hacer una reverencia y besar

la mano de la hija de un tabernero de York? —dijo con una risilla burlona—. ¡No!

¡No! Le encantaría ver rodar mi cabeza por los escalones del cadalso; y así, volvemos

al argumento de que todos portamos una máscara: incluso el Divino Augusto. Se

sienta, come, bebe y alterna con prostitutas junto a hombres que, hace seis meses,

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Paul Doherty

Asesinato imperial

habrían pagado una fortuna por ver su cabeza expuesta públicamente en la plaza del

mercado. Por eso, recurrimos a informadores: los Especuladores. Se dedican a

escuchar habladurías —dijo, agitando un dedo—. A recopilar cotilleos. Sin embargo,

el aspecto terrible de estos informadores, Claudia, es que tienen en su poder un bien

muy preciado: la información que recogen. Son como los buhoneros del mercado.

Están siempre dispuestos a venderla al mejor postor. Peor aún, si no encuentran

información, se la inventan. Terminarán diciéndote lo que quieras escuchar. Tú no

eres una informadora, ¿no es cierto, Claudia?

—Soy la más humilde servidora de su excelencia.

—No, no, ¿qué eres en realidad?

—Soy miembro de los Agentes in Rebus Politicis...

—¿Y qué significa eso, Claudia?

—Soy una espía. Tu espía, excelencia.

—¿Y quién es tu maestro, tu señor?

Claudia señaló a Anastasio, que permanecía sentado, con los ojos cerrados,

inmóvil como una estatua sobre su pedestal.

—¡Bien! —exclamó Elena—. Mis agentes no le dicen a nadie quienes son. No

tienen amigos, ni compañeros tic confianza. No pueden confiar en nadie, pues nunca

saben con quién están hablando en realidad. ¿Es realmente un sirviente ese zoquete

medio sordo de la cocina encargado de la limpieza de los retretes? Hay miles de ellos

en Roma. ¿O será, quizá, un informador? Hay tantos como hormigas en un

hormiguero. ¿O un espía? Y si fuera esto último, ¿trabaja para mí, para mi hijo, para

uno de los grandes patricios de Roma, o para la policía? ¿O incluso, Dios no lo

quiera, para la rolliza Valeria? Es una vida solitaria, ¿no es cierto, Claudia? Jamás

debes decir a nadie quién eres en realidad, exceptuándome a mí, o a Anastasio. Para

el resto del mundo eres una sirvienta, sobrina de Polibio, el dueño de la taberna Las

Burras, en los suburbios cercanos a la Puerta Flavia. Ah, por cierto, he oído que está

metido en problemas —dijo Elena sonriendo.

Por primera vez, Claudia dejó caer su máscara.

—No son problemas políticos. Está demasiado preocupado por sus ganancias.

¿Conoces a Ario?

—Es un mercader de vino —respondió Claudia—. Un mísero avaro. Se marcha a

sus granjas y viñedos y, cuando recoge sus beneficios, siempre se aloja en Las Burras.

—Bien, pues está muerto —comentó Elena. He leído el informe del prefecto de

policía. Le cortaron el cuello en la taberna de tu tío, y sus asaltantes le vaciaron hasta

la última pieza de plata que llevaba.

—¿Mi tío está entre los sospechosos?

—No, pero tiene que dar muchas explicaciones. Nos ocuparemos de él más tarde.

Le quieres, ¿no es cierto, Claudia?

—Es un buen hombre, excelencia. Cuidó de mí y de mi hermano. A veces se

emborracha, y puede ser demasiado ligero con sus puños...

—¿Un hombre generoso? —sonrió Elena—. Vamos, no te preocupes, Claudia.

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Paul Doherty

Asesinato imperial

Tenemos mucho en común. Mi padre también era tabernero —Elena reclinó la cabeza

y observó el techo, embadurnado por el humo de las lámparas de aceite—. Está

empezando a hacer frío aquí —murmuró—. Le he dicho a mis damas que me

apetecía dar un paseo —le dio una cariñosa palmada en la rodilla a Anastasio—. Pero

no te preocupes, he puesto en guardia a ese corta-cuellos, Burrus, y estará alerta ante

posibles fisgones —se volvió para mirar de nuevo a Claudia—. ¿No se ha preguntado

nunca tu tío por qué una niña bien educada como tú —dijo, imitando la voz de

Claudia— trabaja de sirvienta?

—En realidad no le importa, excelencia —respondió Claudia—. Después de todo,

algún día podría casarme con algún afamado general y convertirme en la madre de

un emperador.

Elena aplaudió y se balanceó adelante y atrás entre carcajadas.

—Es cierto, es cierto —dijo, mientras secaba las lágrimas de sus ojos—. Lo mejor

que podemos hacer las mujeres, Claudia, es tumbarnos sobre nuestras espaldas, ¿no

es cierto? No podría recordar el número de techos que he contemplado en mi vida —

el rostro de Elena adoptó un gesto serio—. Pero valió la pena. Constantino es el

emperador. Y ahora, volvamos a la pobre Fortunata. Mi hijo ha arrasado en Roma. Es

el Augusto, proclamado por el senado, el pueblo y el ejército. No obstante, es un

necio si piensa que es el señor de todos. Es cierto, no le pueden atacar. Está

demasiado bien protegido, y el ejército le adora. Sin embargo, pueden debilitarle. Mi

hijo ha protagonizado una dura campaña. Es demasiado astuto... ¿cómo explicarlo?...

para dejarse embaucar por los encantos de las matronas romanas y de sus hijas —la

Augusta se examinó las uñas—. No quiere ofender a nadie. Al contrario, ha

disfrutado de la compañía de algunas de las principales cortesanas de la ciudad. A

tres de ellas las han encontrado estranguladas —se hizo una señal en la frente—. Sus

cuerpos se descubrieron en distintos lugares: uno en su habitación, otro en el atrio de

una casa, tirado en el suelo como un saco de carne, y el tercero, en los Jardines de

Salustio. Las tres habían sido estranguladas, y les habían grabado una cruz en la

frente y otra en cada mejilla. ¿No ves el peligro de esto, Claudia?

—Roma está plagada de prostitutas, excelencia.

—Es cierto, pero las cortesanas son diferentes. Tienen el mismo rango que una

sacerdotisa, incluso que el de una virgen al servicio de la diosa Vesta. También tienen

amigos muy poderosos, y no solo debido a sus encantos.

—Sino porque conocen muchos secretos —añadió Claudia.

—Continúa —insistió Elena.

—Su excelencia debe preguntarse por qué han asesinado a tres cortesanas,

particularmente, después de ofrecer sus encantos al Divino Augusto —Claudia se

detuvo unos instantes para medir cuidadosamente sus palabras—. Podría ser que el

mismo emperador las hubiese asesinado, pero eso sería imposible.

—¿Por qué? —preguntó Elena.

—No encuentro una buena razón para ello —respondió Claudia—. Por lo tanto,

debe ser obra de algún enemigo. Roma no conoce realmente a Constantino.

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Paul Doherty

Asesinato imperial

Constantino no conoce a Roma. Los hombres poderosos van a sentarse a observar. Se

preguntarán si las mujeres habían contado ciertos secretos a Constantino que debían

ser silenciados. O también, podría ser que sus asesinatos fueran un mero capricho.

Roma puede haber visto a muchos emperadores degenerados; solo los dioses saben a

cuántos. La gente podría preguntarse si las muertes fueron el resultado de la forma

que tiene Constantino de obtener placer, y si las cruces grabadas en sus cuerpos

reflejaban su visión: la que dice haber tenido durante la batalla del Puente Milviano.

—¿Cuánta gente —replicó Elena— creería realmente que el emperador está

implicado en tales asesinatos?

—Ah sí, excelencia, pero cuanto más protesta éste, más preguntas se hace la gente.

Elena cogió del brazo a Anastasio.

—Tienes razón, Anastasio, es muy aguda. Mi hijo —continuó Elena— se siente

más avergonzado que amenazado por esos asesinatos. Le he insistido en que sea

cauto, en que no solicite la compañía de esas cortesanas, ¿pero, puedes pedirle a un

pájaro que no vuele? Constantino siempre fue un chiquillo muy rebelde. El es de la

opinión de que, aun cuando dejase a un lado sus placeres, las sospechas

permanecerían en el aire. Se pregunta si existe alguna otra razón para esas muertes;

alguna que ni siquiera nosotras conozcamos.

—¿Han muerto todas las cortesanas que le han visitado? —preguntó Claudia.

Elena sacudió la cabeza.

—No todas, y así llegamos hasta la pobre Fortunata. Ahora está muerta, eso te lo

aseguro. Fortunata era una de mis agentes. La introduje en el servicio doméstico de

Constantino: como dispensadora de vino de palacio. No descubrió nada nuevo y, de

pronto, no supimos más de ella. Ya hemos encontrado la explicación a eso. Uno de

los carniceros vino aquí esta tarde. Encontró el cuerpo de Fortunata colgado de uno

de los garfios. Di la orden de que lo mantuvieran aquí. Una vez que caiga la noche,

Anastasio podrá descolgarlo y llevárselo a uno de los cementerios para enterrarla.

Elena se puso en pie. Claudia estaba ansiosa por bajarse del taburete; los muslos y

las pantorrillas le dolían por la tensión.

—Tú ocuparás el lugar de la desdichada Fortunata —dijo Elena sonriendo—. El

chambelán de palacio, Bessus, está a mi servicio. Nunca recluta a nadie al servicio de

mi hijo sin consultarme. Conozco ciertas cosas de Bessus que seguro que preferiría

que yo no supiera. Así que, prepara tus cosas, ratoncita, y ve correteando hacia el

Palacio del Palatino. Sea lo que fuere que encuentres, Anastasio debe saberlo —su

mano salió disparada como una garra y agarró el brazo de Claudia—. Quiero

encontrar al auténtico asesino. Quiero saber el porqué. Quiero que el bastardo que

cometió la imprudencia de colgar a una de mis sirvientas, termine clavado de este

mismo garfio.

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Asesinato imperial

CAPÍTULO 2

«Con esta señal, conquistarás».

Eusebio, La Vida de Constantino, I.28

CONSTANTINO, AUGUSTO, EMPERADOR DE OCCIDENTE, yacía tumbado

sobre su diván púrpura bordado de oro, en la sala de banquetes de su palacio real, en

el Palatino. Se enjugó los labios y miró satisfecho a su alrededor. ¡Los frutos de la

victoria!, pensó. ¡La corona de laurel que marca sus triunfos! Recordó esa rápida

marcha desde Milán: los vientos gélidos, la escasez de víveres, el vino agriado y una

silla de montar que le irritaba los muslos, y que hacía que le doliera el trasero como si

estuviese ardiendo. Ahora todo era diferente. Roma comía en la palma de su mano.

Atrás quedaban las raídas tiendas de campaña y las barracas improvisadas: el olor de

las cuadras de caballos, el sudor rancio de los hombres, el regusto fétido de las

letrinas mezclado con la brisa de la mañana.

El salón comedor era de pórfido mármol. En el suelo lucía un precioso mosaico,

obra del emperador Trajano, que representaba a Baco y a Ceres sonriendo ante una

cosecha generosa. Sobre el blanco techo destacaban unas estrellas de color azul

oscuro, que rodeaban a una gran luna roja. Los pilares, de color negro rasgado por

vetas blancas, estaban rematados por cúpulas del oro más puro. Constantino acarició

con la mano el cobertor púrpura de su diván. De pronto, le invadió una sensación de

sopor y tomó el cojín que tenía debajo del codo derecho y apoyó en él la cabeza,

dispuesto a sumirse en un sueño reparador. Aún pesaban sobre él los rigores de la

campaña, claramente visibles en su endurecido rostro de soldado, a pesar de haberse

rasurado y aceitado y cortado escrupulosamente el pelo, conservando algunos

mechones al estilo de los bustos de César y Augusto que había en la habitación. El

emperador extendió el brazo para tomar una copa de vino, medio escuchando el

zumbido de la conversación a su alrededor. Todo era tan distinto ahora. Las correas

de sus sandalias se cubrían de perlas, no de esparto alquitranado. Su túnica y su toga

con bordados púrpura eran del lino más noble. Varios anillos y brazaletes, tomados

del tesoro del difunto Majencio, decoraban ahora sus dedos y muñecas.

El emperador languidecía sobre el diván.

—¿Su excelencia está cansado?

Constantino contempló a Lucio Rufino, el banquero más poderoso de Roma,

amigo de Constantino y su más ferviente seguidor.

—Su excelencia no está cansado —susurró el emperador—. Solo está distraído.

Rufino se mesó los cabellos, grises como el acero, y en su afeitado y aseado rostro

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Asesinato imperial

de patricio se dibujó una sonrisa. Constantino correspondió con una risilla. Siempre

se sentía relajado con Rufino: un hombre de riqueza y poder que gobernaba un

imperio mercantil, pero que no era en absoluto ceremonioso.

—Trato de portarme bien —murmuró Constantino.

Desvió la mirada hacia su derecha, donde yacía tumbada su madre, Elena, con un

traje púrpura y el pelo rizado, mirándole con unos oscuros y tiernos ojos.

—Estoy convencido de que, si se lo permitiese —susurró Constantino—, mi madre

se levantaría para comprobar que me he lavado bien las orejas.

—Les daría una buena friega, si pudiera —declaró Elena.

Constantino sonrió y meneó la cabeza.

—Siempre se me olvida que sabe leer en los labios —susurró a Rufino.

Constantino eructó suavemente y echó una ojeada a la mesa: por todos lados se

desparramaban palillos de dientes y cucharas doradas. Varios esclavos, sosteniendo

grandes palanganas de agua de rosa, no dejaban de moverse de uno a otro lado. Los

cocineros le habían organizado un fenomenal festín. Rollitos de lirón aderezados con

miel y semillas de amapola; enormes langostas adornadas con espárragos;

salmonetes de Córcega; y su creación suprema: una gran bandeja de oro con la

representación de los signos del zodiaco. Sobre cada uno de los signos, el cocinero

había depositado un manjar apropiado: un trozo de ternera sobre el toro, riñones

sobre los gemelos y, en el centro, una liebre rellena, especiada y con la piel plegada

en forma de alas, para darle la forma de un improvisado Pegaso. El plato final estaba

compuesto por un jabalí, que descansaba sobre una gran bandeja, y de cuyos

colmillos colgaban dos cestas; una repleta de dátiles secos y la otra de dátiles frescos.

A lo largo de éste, se habían dispuesto una serie de figuras de pequeños jabatos

hechos de mazapán. La bandeja había hecho su entrada en la sala precedida del

toque de trompetas y cuernos y el repique de címbalos. Al abrir el estómago del

cerdo salieron de su interior un grupo de zorzales, que escaparon volando hacia el

techo del salón. Constantino dejó escapar un suave gemido y se frotó el estómago.

Había bebido bastante vino aromatizado con miel, aunque, siguiendo el consejo de

su madre, y como respuesta a sus constantes miradas, se había cuidado de mezclar

su vino de Falerno con abundante agua.

Unos esclavos entraron en las dependencias sosteniendo unos cestos, y

comenzaron a esparcir entre los divanes pellizcos de serrín mezclado con azafrán y

virutas de bermellón. Constantino deseaba que aquella fuese una tarde normal.

Mamá se retiraría y entrarían las bailarinas: en particular, esas españolas de gráciles

cuerpos, repicando las castañuelas, taconeando, ondeando sus negras melenas,

lanzando al viento sus voluptuosos pechos adornados con oro, deseando ser

acariciados. En tales ocasiones, sus oficiales beberían abundantemente, le ofrecerían

brindis y el banquete se prolongaría hasta altas horas de la madrugada. Esta noche

era diferente. Los negocios se trataban primero, los placeres se dejarían para más

tarde. En el pequeño cubículo que había frente a los jardines de palacios debía

aguardarle Sabina, una cortesana de cabellos rojos como el fuego y la piel blanca

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como la nieve. Constantino observó su copa de vino y reprimió un escalofrío de

pánico. Desde los primeros días de sus campañas, le habían aterrado las terribles

enfermedades que podían contagiar las prostitutas que merodeaban por los

campamentos. Para ser sincero, y sobre todo con una madre como Elena, Constantino

tenía miedo de las mujeres, recelaba del acto sexual: demasiados titubeos, y a veces,

incluso, humillaciones. Su propia mujer, Fausta. Constantino sacudió la cabeza:

¡mejor no pensar en ella! Concéntrate en Sabina, pensó: suave y blanca, será como

retozar sobre la más pura seda. Sin demandas inoportunas, sin politiqueo.

Constantino tomó un sorbo de vino, ignorando la dramática y exagerada tos de su

madre. Desde su llegada a Roma había tratado con La Casa de Afrodita, las

perfumadas cortesanas dirigidas por Domatilla. ¡Pero esos asesinatos recientes!

Constantino miró a Criso, el eunuco afeminado y su consejero personal. ¡Resabiado

pedazo de carne! ¡Debería servir mejor a su señor! Constantino contuvo su irritación.

Tres cortesanas asesinadas y los rumores comenzaban a transmitirse de boca en boca.

¿Y la cantidad de comentarios que habían surgido en el foro y los mercados? Una

representación del símbolo cristiano, la cruz, y bajo ella, la inscripción: In hoc signo

oxides, «con esta señal, matarás». Una burla a su gran visión previa a la batalla del

Puente Milviano. ¡Tres cortesanas muertas! Con la señal de la cruz marcada en sus

frentes y mejillas. Pero ¿por qué? ¿Por qué?

—¿Excelencia?

Constantino elevó la cabeza. La conversación se había evaporado. El emperador se

percató de que estaba hablando en voz alta. Su madre le miraba con gesto de

perplejidad. Junto a ella se situaba el enigmático sacerdote mudo, Anastasio; Criso

sostenía el cuenco cerca de los labios; incluso Rufino parecía preocupado.

Constantino miró a su huésped de honor, un hombre de pelo blanco con un rostro

juvenil, vestido con una simple túnica oscura y una capa: el presbítero Silvestre,

enviado personal de Miliciades, obispo de Roma, la auténtica razón de ser del

banquete de esta tarde. Bessus, el chambelán imperial, había sacado las piernas del

diván. Constantino parpadeó.

—¿Por qué las madres —bromeó— miran continuamente a sus hijos?

Las risas relajaron la tensión. Antes de que Elena pudiese pensar en alguna

respuesta ingeniosa, Constantino elevó su vasija de barro cocido y le dedicó un

brindis. El resto de la reunión le siguió. Elena hizo lo propio, guiñándole un ojo con

picardía.

—¿Por qué no bebes en una copa, como todos los demás —dijo—, en vez de en esa

jarra de barro que utilizaría cualquiera para orinar?

—Me siento cómodo con ella, madre.

—Eras igual cuando niño —Elena se levantó del diván.

—Sí, sí —intervino Constantino con rapidez.

La madre tenía el molesto hábito de mencionar de vez en cuando las

circunstancias más embarazosas de su infancia a cualquiera que estuviese dispuesto

a escuchar. La amaba profundamente, apasionadamente. Había decretado el título de

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Paul Doherty

Asesinato imperial

Augusta y aprovechó su energía para así explotar su gran talento para fisgonear.

Concedió a Elena y a su sacerdote Anastasio control completo sobre los Agentes in

Rebus. Lo hizo por una tazón: se podía confiar en Elena, implícita e

incuestionablemente. Tal como ella había dicho en una ocasión: «sin Constantino, no

hay Elena». Era su máxima, su lema vital. Elena le miraba ahora con ojos tiernos.

Constantino suspiró y sacudió la cabeza.

—Ya hemos comido y bebido suficiente —declaró—. Bessus, ordena que limpien

la habitación, que cierren la puerta y que monten guardia. Nadie debe entrar.

Bessus, un hombre alto y de rostro anguloso, con un aire de perpetuo desdén en

sus delgados labios, se apresuró u obedecer. Una vez que todo estuvo dispuesto,

Constantino levantó su copa y propuso un brindis por su huésped de honor. Se

percató de que Silvestre apenas había tocado su comida o su vino. Había

permanecido inmóvil, observador y vigilante, como si valorase y juzgase a todos los

presentes. Se trataba de un hombre de pequeña estatura y sin ninguna característica

distintiva, a excepción de su boca y sus ojos. Una boca generosa, pensó Constantino,

dispuesta a reírse. Observó la cicatriz sobre el rostro de Silvestre, y recordó historias

imprecisas de como, bajo el mandato de Diocleciano, las tropas imperiales habían

perseguido a este poderoso sacerdote cristiano. Ahora era el enviado y portavoz del

obispo de Roma. Constantino reprimió un acceso de ira: ¡esclavos y gente común!

Aunque Miliciades y Silvestre eran tan poderosos, o incluso más, que el banquero

Rufino. Podían decidir la opinión de la muchedumbre, distraerle con su oposición,

dividir a Roma.

—Considérate bienvenido —dijo Constantino, mostrando su sonrisa sobre la copa.

—Excelencia —respondió Silvestre al brindis—, me haces un gran honor a mí y al

santo padre, además de a la iglesia de Roma. Damos a diario las gracias a Dios por tu

gran victoria. Le ofrecemos constantes súplicas por nuestra seguridad y bienestar. No

existe en Roma, exceptuando la presente compañía —dijo Silvestre, con una media

sonrisa— seguidores más leales de tu persona, Augusto, que Miliciades y la

comunidad cristiana. Os damos las gracias por el edicto de tolerancia.

—Y volverá a repetirse —declaró Constantino—. La tolerancia hacia los cristianos

en Roma, y en todo el imperio. Y más aún...

Silvestre elevó la cabeza con una sacudida.

—La restitución de todas las propiedades confiscadas —continuó Constantino—.

La garantía de derechos civiles y de libertad religiosa; aquí y en las provincias.

La revelación tomó a Silvestre por sorpresa.

—Y el obispo de Roma —continuó Constantino, complaciéndose con sus propias

palabras—, sus presbíteros, sacerdotes y consejeros, no volverán a ser molestados.

Todos los juicios que involucren a los cristianos cesarán, se concederá el perdón y se

liberará a los prisioneros.

Silvestre agachó la cabeza, tratando de ocultar sus lágrimas.

—Este es, en realidad —murmuró el presbítero—, el día de la salvación —elevó el

rostro hacia el emperador—. El Señor nos ha escuchado. A lo largo del imperio, hasta

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Asesinato imperial

en sus fronteras más remotas, se ofrecerán plegarias, Augusto, por tu salud y

bienestar —dirigió ahora la vista hacia Elena—. Y a la de tu madre. Pero, excelencia,

si me permites que abuse de tu generosidad —Constantino le miró con gesto

sorprendido—. ¿No te parece suficiente? —replicó suavemente—. Paso a paso.

—Excelencia, existen dos problemas. El primero, la doctrina de Ario...

Constantino contuvo un gruñido. Ya le parecía suficientemente difícil comprender

la doctrina de Cristo: que Dios se hiciera judío, y que permitiese que le crucificaran,

era algo difícil de aceptar para cualquier soldado. Y eso sin mencionar las enseñanzas

de Cristo: «Perdona a tus enemigos». Constantino reprimió una sonrisa. Siempre

estaba dispuesto a hacerlo, ¡pero después de que estuviesen muertos!

—El archiherético Ario —continuó Silvestre, insistiendo en su argumento— pone

en peligro la unidad de la iglesia y, por lo tanto, la del imperio.

—¿Y cómo lo consigue? —preguntó Elena.

—Proclamando que Jesucristo no es Dios al completo, de la misma sustancia

divina que el Padre.

Elena parecía tan desconcertada como su hijo, que se encogía de hombros

imperceptiblemente. Un día, se prometió a sí mismo el emperador, tendrá que

sentarse a escuchar atentamente a uno de estos sacerdotes. Los cristianos predicaban

la existencia de un único Dios; pero, al mismo tiempo, hablaban de tres personas

contenidas en ese Dios. Podía asimilar tal simbolismo; ¿no aparecía, igualmente,

Júpiter en varias formas? Pero los cristianos iban más allá.

—Ese asunto deberá esperar —intervino apresuradamente el emperador antes de

que su madre, que gustaba de enfrascarse en tales sutilezas, les condujese a

conversaciones que jamás conseguiría comprender—. ¿Has mencionado un segundo

problema? —dijo, sintiendo un pellizco en el estómago.

—Divino Augusto —Silvestre no tuvo reparos en conceder cualidades divinas al

emperador.

Constantino se sintió halagado. Si todos los cristianos fueran como este sacerdote,

se llevaría a cabo un mayor acercamiento sin problemas.

—Ha llegado a nuestros oídos —Silvestre cogió su cuchillo de la mesa y se sirvió

unas piezas de cerdo sobre su bandeja de plata— noticias sobre el asesinato de tres

mujeres, cortesanas, miembros de La Casa, o el Gremio, de Afrodita —volvió a dejar

el cuchillo sobre la mesa—. No estamos aquí para dar ningún sermón, excelencia. Sin

embargo, esas muertes han causado un cierto escándalo. Los rumores apuntan hacia

ti —continuó—, aunque nos consta que eso no puede ser posible.

—¡Los escándalos y los rumores vienen y van! —interrumpió Elena.

—Señora —replicó Silvestre, inclinando la cabeza en su dirección—, no existe

seguidor más ferviente que yo de la casa imperial, o de la mía propia. Sin embargo,

se han repartido octavillas en el foro, a lo largo de los muelles de Ostia, en los

mercados y las entradas de los templos. Esos panfletos se burlan de la cruz y de la

casa imperial. Mi estimado padre santo, Miliciades, ve en esto el oficio del Maligno:

desunir, agitar, provocar división...

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Paul Doherty

Asesinato imperial

—Pero no es ese el auténtico motivo de tu preocupación, ¿no es cierto? —

interrumpió Elena. Se sentía airada y avergonzada a la vez. Frente a ella se

encontraba su hijo, el señor del imperio de Occidente, negociando con este hombre

vulgar y anodino.

—Nos tememos, señora —replicó Silvestre—, que estos crímenes puedan ocultar

males mayores. Los oponentes de tu hijo tratarán de desacreditar su nombre...

—Comprendemos perfectamente tus preocupaciones —ceceó Criso—. Tenemos

controlado ese asunto. Los asesinatos cesarán y los traidores responsables de ellos

recibirán un castigo apropiado.

Silvestre agachó la mirada, embebido en sus pensamientos.

—No pretendo poner reparos, ni hacer críticas —dijo, elevando la mirada mientras

sacaba las piernas del diván—. El divino Augusto ha conseguido una gran victoria.

La mano de Dios descansa sobre él. Nosotros, la comunidad cristiana, haremos todo

cuanto esté de nuestra mano para asegurar la continuidad de tales favores divinos —

se levantó y ofreció una reverencia al emperador—. Pero ahora, se hace tarde.

Constantino se levantó junto a él. Silvestre besó el anillo de la mano imperial, hizo

lo propio con Elena, dedicó una reverencia al resto de la concurrencia y se retiró. El

emperador oyó como se abría la puerta. Escuchó atentamente el sonido de los pasos

del presbítero mientras se alejaba por el pasillo de mármol.

—Hace veinte años —dijo Criso, arrastrando las palabras—, nuestro querido

sacerdote estaría atado a una cruz, o tratando de escapar de los leones, en el

anfiteatro. Esto, excelencia, prueba lo voluble que es la fortuna.

El jefe de ese hombre —replicó Elena— es el señor espiritual y temporal de

decenas de miles de romanos en esta ciudad, y de Dios sabe cuántos más en Italia y

aún más allá. Nuestro amigo Licinio se encuentra en Nicodemia, observando y

escuchando, tratando de descubrir cómo tratamos con él.

—Algún día marcharé hacia el este —dijo Constantino, reclinándose en su diván y

llevándose a los labios su copa de vino de Falerno—. Mis legiones se encontrarán con

las suyas y ese será el final de Licinio.

—Sí, querido hijo, y necesitaremos a los cristianos —puntualizó Elena—. Piensa en

las poderosas iglesias de Grecia, Palestina y Asia Menor —se levantó y se sentó junto

a Constantino, mirándole directamente a los ojos—. Cuando marches con tu ejército

—susurró—, el símbolo cristiano aparecerá cosido a tus estandartes y cincelado en

los escudos de tus legionarios. ¿Y qué pensarán entonces las iglesias cristianas de

Oriente? Te saludarán como a su salvador, el virrey de Dios en la tierra —Elena

acariciaba la cabeza de su hijo mientras pronunciaba estas palabras.

Todos los demás en la sala permanecieron fascinados. Era como si Elena hubiese

olvidado que se encontraban allí; ella, la madre abnegada con su hijo favorito.

—¿Tienes ese asunto bajo control? —preguntó Constantino.

—Lo tengo controlado —replicó Elena, advirtiéndole con la mirada.

Constantino acabó su vino, se apartó con delicadeza del lado de su madre y se

puso en pie.

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Paul Doherty

Asesinato imperial

—Vuestro emperador está aburrido —declaró Constantino—. Ya ha hablado y

bebido demasiado. Ahora necesita retirarse.

Seguidamente, girando sobre sus talones, Constantino abandonó la sala del

banquete. Los pasillos de mármol estaban desiertos. Ocasionalmente, algún esclavo

se cruzaba apresuradamente en su camino. Los miembros de la guardia real,

ataviados con corazas y faldas de cuero, permanecían en las sombras, sosteniendo en

alto lanzas y escudos.

—Excelencia.

Constantino se giró, dirigiendo la mano hacia su daga, cuando el sacerdote

Silvestre apareció de entre las sombras.

—Creía que te habías marchado. ¿Cómo sabías que vendría aquí solo?

Una débil sonrisa apareció en el rostro de Silvestre.

—Vuestro aburrimiento era evidente, excelencia. Debo hablaros.

—¿Cómo lo sabías? —insistió Constantino, sintiendo un escalofrío de temor.

—Excelencia —Silvestre extendió las manos—. El palacio está repleto de sirvientes

y esclavos. Muy pocos de ellos queman incienso ante sus ídolos. Entrad en sus

aposentos. Encontraréis nuestro símbolos, las letras griegas ji (X) y rho (P), el pez y la

palabra Icthus. Me han hablado de Sabina.

—¿Y vienes aquí a darme sermones?

—Vuestra moral, excelencia, es un asunto entre vos y Dios. En estos momentos, no

es asunto de mi incumbencia.

Constantino se sintió asustado. Él era, como decían todos, el señor de Occidente.

Este era su palacio; los pasillos estaban vigilados por su guardia personal, un puñado

de legionarios privilegiados, que reemplazaban a los pretorianos que había aplastado

en el Puente Milviano. En el Campo de Martes aguardaban acampadas dos legiones,

preparadas para entrar en combate en cuanto les diera la señal; un contingente

mucho mayor aguardaba más allá de las murallas de la ciudad. Sin embargo, este

simple sacerdote parecía capaz de moverse y actuar a su capricho.

—Entonces, ¿para qué vienes? —el emperador miró fijamente a Silvestre.

—Como ya he dicho, tu moral no me concierne, pero tu imperio sí. También

nosotros tenemos nuestros espías —susurró el sacerdote—. Esos asesinatos

enturbiarán tu nombre, aunque, ¿existe algún personaje político que tenga las manos

completamente limpias?

—En la sala del banquete mencionaste males mayores.

—Así es, excelencia, esos asesinatos esconden algo más. De qué se trata, aún lo

ignoramos. Se te dio la bienvenida en Roma como al salvador, aunque hay muchos

que suspiran por que vuelvan los viejos tiempos, y te ofrecen sus servicios para tratar

de enfrentarte con Licinio.

—Continúa.

—También hay otros, que comparten nuestra fe, que no creen que debamos

negociar con un estado que les ha perseguido durante siglos.

—¡Ah! —sonrió Constantino—. ¿Y por eso has venido, Silvestre?

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Paul Doherty

Asesinato imperial

—Por eso y para ofrecerte un último consejo. ¡No confíes en nadie!

—¿Ni siquiera en mi madre?

—Excelencia, no confíes en nadie —Silvestre hizo una reverencia y desapareció

entre las sombras.

Constantino permaneció inmóvil y, pasados unos instantes, continuó su marcha.

Abrió una puerta y recorrió el peristilo. El jardín que se extendía a su derecha,

iluminado por una serie de antorchas y lámparas de aceite, despedía el suave aroma

de las flores. La débil luz oscilante hacía danzar las sombras de los laureles, plátanos

e higueras. Se escuchaba el chapoteo del agua de una fuente. Constantino se detuvo y

observó el reguero de agua que manaba a borbotones de la boca de un pez de

mármol, que sujetaba Cupido en sus manos. Se acordó de Sabina y siguió

caminando. El pasillo que continuaba tras el jardín estaba desierto; los sirvientes

habían encendido las lámparas y las habían colocado en los nichos de las paredes.

Constantino se detuvo frente a una puerta y llamó con suavidad.

—¡Sabina!

No hubo respuesta. Constantino abrió la puerta. Se encontró una habitación

opulentamente amueblada. Las paredes mostraban bellos motivos y, en cada

esquina, había un brasero con hierbas aromáticas. La luz que despedían se reflejaba

sobre los ornamentos de cobre, plata y oro que abundaban en la habitación. El diván

estaba vacío; la enorme cama de la esquina estaba cubierta por una densa maraña de

gasas, iluminadas por una lámpara que ardía sobre la mesilla. Constantino cerró la

puerta y cruzó la habitación con sigilo. Apartó a un lado las gasas: Sabina, vestida

con una túnica malva oscura, yacía sobre la cama. Incluso bajo la pobre luz de la

lámpara, Constantino pudo apreciar las manchas oscuras sobre su cuello de marfil. El

collar que llevaba se había partido, desparramándose sobre sus voluptuosos pechos.

Sus cabellos rojos le cubrían parcialmente el rostro. Constantino los apartó con un

dedo, dejando al descubierto la sangrienta cruz sobre su mejilla derecha. Le giró

suavemente la cara: lo mismo apareció a su izquierda y sobre la frente.

Constantino respiró profundamente, tratando de componer su pánico. No quería

salir corriendo, gritando como una chiquilla esclava aterrada. Había luchado en

batallas en las que los cadáveres se amontonaban por cientos. Había sido testigo de

ejecuciones de criminales, de soldados moribundos con las más terribles heridas,

pero esto era distinto. Una preciosa joven, con los ojos medio cerrados y la piel rígida

y fría. Descubrió un trozo de pergamino sobre las almohadas de plumón de pato y lo

tomó en su mano. La caligrafía era rudimentaria. Constantino reconoció un Defixio,

una maldición solemne. Lo tiró al suelo y salió de la habitación. El pasillo estaba

desierto. El emperador recorrió deprisa el jardín y ordenó a uno de los guardias que

avisara a su madre, a Rufino y a los demás; seguidamente, volvió a la habitación.

Encendió más lámparas, descorrió las cortinas y abrió las ventanas que miraban al

jardín. Cuando escuchó la llamada en la puerta no se preocupó por volver el rostro.

—¡Entrad! —gritó.

Su madre entró en la habitación, seguida de Rufino, Bessus y Criso. No se escuchó

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Paul Doherty

Asesinato imperial

ningún sonido mientras se aproximaban a la cama, exceptuando suspiros y

maldiciones contenidas.

Constantino se giró hacia ellos.

—¡Estrangulada! —declaró—. Y las mismas mutilaciones.

Elena había recogido del suelo el trozo de pergamino.

—¿Qué es eso? —preguntó Rufino.

—Un defixio.

—¡Una maldición! —exclamó el banquero.

—Sí, una maldición solemne —apostilló Constantino.

Elena la estudió detenidamente. En el encabezado del pergamino aparecía la

representación de un demonio con una larga barba, que sostenía una antorcha

llameante; debajo de éste había unos símbolos mágicos, y después, la maldición, una

consagración formal de su hijo a los dioses del Ultramundo.

Que una fiebre ardiente atenace sus miembros,

Mate su alma y congestione su corazón.

Oh, demonios de las tinieblas,

Romped y deshaced sus huesos,

Cortadle la respiración.

Que su cuerpo se retuerza y se quiebre.

Esta maldición se ha destilado en intestinos de rana,

plumas de búho,

huesos de serpiente, hierbas de las tumbas y poderosos

venenos.

—¡Son tonterías! —exclamó Elena, tirando el pergamino sobre la cama.

—¿Seguro? —preguntó Criso—. Virgilio afirma que un hechicero podría hacer

bajar a la luna del cielo.

—Bueno, jamás he contemplado semejante cosa —respondió Elena.

Miró a su hijo de reojo, tratando de sofocar su propio temor. Quienquiera que

hubiese hecho esto debía de ser muy listo. La naturaleza supersticiosa de

Constantino, el legado de su padre, era bien conocida por todos. Podía comprobar

que la maldición había causado casi el mismo efecto en él que el propio asesinato.

Elena también sospechó que el autor de aquello era alguien cercano a su círculo.

¿Cómo si no habrían asesinado a una cortesana en sus aposentos privados de

palacio?

—¿Por qué? —inquirió.

Constantino se sentó sobre un taburete y comenzó a juguetear con los anillos de

sus dedos.

—Pensé que sería más seguro —replicó— si traía aquí a Sabina y la hacía regresar

escoltada mañana por la mañana.

—¿Cuánta gente sabía que estaba aquí? —preguntó Rufino, sin apartar la mirada

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Paul Doherty

Asesinato imperial

del cadáver.

—Cuando llega una cortesana en un palanquín, escoltada por varios portadores de

antorchas, además de algunos fornidos ex-gladiadores... —Constantino se encogió de

hombros—. La mitad del palacio. Pensé que estaría a salvo.

—¿Hace cuánto? —preguntó Criso.

—Unas dos horas antes de que comenzara el banquete. Yo mismo vine a verla.

Estuvimos hablando unos instantes.

—¿Y no pusiste una guardia en sus dependencias?

¿Y por qué iba a hacerlo? —respondió Constantino.

—No ha habido resistencia —dijo Criso.

—Sí, ya me he dado cuenta de eso —Bessus, el chambelán recorría pausadamente

la habitación—. No hay desorden, nada está fuera de su sitio. Debería haber gritado,

luchado.

—Haré que mis médicos examinen el cuerpo mañana —propuso Elena. Se sentó

en el extremo de la cama y dio la vuelta al cadáver, pasando la mano por su pelo rojo

flamígero—. No palpo magulladuras ni contusiones —murmuró—. Nada indica que

la cogieran por sorpresa, o que la estrangularan mientras estuviese consciente. Los

cortes son ligeros, practicados con una daga muy fina. Una cortesana de alto rango

como Sabina no permitiría que nadie entrase en sus aposentos. Habría protestado:

debe tratarse de alguien que conocía.

Constantino se dirigió de nuevo hacia la ventana y observó la oscuridad de la

noche a través de ella. ¿Qué podía decir? Incluso el sacerdote Silvestre sabía que ella

estaba allí, y la maldición... Era la primera vez que esto ocurría. ¿Y si su madre estaba

en lo cierto? Sabina debía conocer a su asesino. Miró sobre su hombro a Bessus y se

encontró con la mirada de Criso. Cualquiera de ellos podría haberse deslizado hasta

aquí. Sabina no habría sospechado nada extraño: lo mismo podría decirse de

Anastasio. ¿Y Elena? El palacio había registrado una gran actividad antes del

banquete, con el ir y venir de multitud de siervos y esclavos. Cualquiera de ellos

podría haber entrado, pero ¿por qué no se resistió Sabina?

—La segunda muerte de esta noche —dijo, dedicando una amarga sonrisa a su

madre—. Creo que han hallado el cadáver de una sirvienta, Fortunata, en una de las

naves del matadero, ¿no es cierto?

—El asesino te está transmitiendo algo —replicó Elena—. No estás a salvo en este

palacio, en tu propia ciudad —dijo, golpeando suavemente el brazo de la cortesana

muerta—. Te han entregado este mensaje en tu propia puerta. Sabina entra aquí con

vida y se la llevan muerta.

Constantino quería retirarse. Necesitaba pensar, reflexionar sobre lo que había

acontecido. Deseaba que Silvestre estuviese allí pero, por otra parte, ¿podía confiar

en él? Después de todo, él también había estado en el palacio. Sabina no le

consideraría una amenaza.

—¿Dónde está Anastasio? —preguntó.

—Está encargándose del cadáver de Fortunata —respondió Elena—. Es mejor si lo

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Paul Doherty

Asesinato imperial

sacamos de aquí entre las sombras de la noche, y lo mismo se aplica para Sabina.

Apaciblemente, sin alborotos. Enviaremos una carta a Domatilla —dijo, exhalando

un profundo suspiro—. Sí —continuó, como si estuviese hablando para sus

adentros—, quizá sea allí donde deberíamos centrarnos: en la espaciosa villa de

Domatilla.

Quería ir más allá; reprender a su hijo, pedirle que controlase sus deseos carnales,

pero no era este ni el momento ni el lugar. Recogió una de las sábanas de seda de la

cama y la arrojó sobre el rostro de Sabina, preguntándose qué lectura podría sacar de

esto su ratoncita.

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Asesinato imperial

CAPÍTULO 3

«La ira es una locura transitoria».

Horacio, Epístolas, I.2

CLAUDIA ABANDONÓ EL PALATINO, SIGUIENDO EL camino que

serpenteaba tras las paredes de mármol, los pórticos y los jardines. Se escurrió entre

oscuras sendas, flanqueadas por pinos, cipreses, laureles negros y hiedra. De vez en

cuando, los asistentes salían de las sombras, para detenerla e inspeccionarla.

Palpaban la carga que llevaba, las míseras posesiones recogidas del dormitorio.

Trataban de tocar sus senos, o de pellizcarle el trasero, y la dejaban seguir. Al final de

la colina del Palatino pasó junto a la fuente de la Fortuna, cerca del templo de Castor

y Pólux. Se cuidó bien de mantenerse a distancia de la explanada principal y de las

calles que conducían hacia la Vía Triunfalis, prefiriendo ocultarse entre las sombras

de las estrechas calles paralelas a la vía principal.

La noche era fría, el cielo estaba despejado. Claudia se detuvo en una esquina y

miro hacia atrás, para asegurarse de que nadie la seguía; después, examinó el

horizonte, como si estuviese interesada en el imponente perfil del circo Maximus, la

Columna de Trajano, las estatuas del foro, o la Basílica Nova del difunto Majencio.

Claudia tomó consciencia de todo lo que la rodeaba. De lo estrechas que eran las

calles, colmadas de todo tipo de olores; unos dulces, otros ásperos y añejos. Sin dejar

de mantenerse alerta, Claudia dirigió su mirada hacia los nómadas que trataban de

dormir en los pórticos del templo, al alboroto causado por un perro enloquecido, o a

una cerda empapada en barro, con una soga atada al cuello, huyendo del grupo de

niños que la perseguían entre gritos.

Recorrió la calle de los talabarteros y entró en la de los curtidores. El aire estaba

cargado de incienso, mezclado con el hedor que despedía el tinte púrpura y la orina

rancia. En una ocasión, perdió su camino, preocupada por burlar a cualquier posible

perseguidor, y se encontró en un callejón, donde unos traperos sirios, ataviados con

largas togas de colores, trataban de pasar la noche cobijados bajo una higuera. Debía

volver sobre sus pasos: cruzar el cementerio del Campo Esquilmo, cerca de la

Muralla Serviana, donde se enterraba a los pobres y se ocultaban sus cuerpos bajo

escasas paladas de tierra. Se tapó la nariz y espantó a las aves carroñeras, que

remontaban el vuelo a su paso, batiendo sus alas en la noche.

Claudia tenía la certeza de que la estaban siguiendo. Giró rápidamente una

esquina, se quedó inmóvil y miró atrás, pero no vio a nadie. Se detuvo en un cruce de

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Paul Doherty

Asesinato imperial

caminos, donde se habían cincelado unos enormes falos como protección contra el

mal de ojo. Simuló estar interesada en un cortejo fúnebre, precedido por gaiteros, que

desfilaba al sonido de flautas, trompas y tubas. Unas siluetas que portaban antorchas

flanqueaban el ataúd de bordes dorados, mientras una legión de plañideras gemía

entre gritos, como si desearan levantar al difunto con sus lamentos. Tras el ataúd,

caminaba un bufón, que imitaba algunas de las acciones más señaladas del difunto.

A este cortejo le seguía una desordenada procesión de pobres, que transportaban un

cadáver sobre un carretón, tratando de sacar provecho de la gloria y la pomposidad

del otro funeral.

Las calles mantenían aún bastante actividad. Multitud de carretas entraban en la

ciudad tras la caída de la noche, junto a lujosos palanquines. De vez en cuando, todos

ellos debían apartarse a un lado ante el paso de la guardia nocturna, los Vigiles, que

permanecían alerta ante la aparición de fuegos o de malhechores. Claudia cruzó una

pequeña plaza, bajo cuyos pórticos, los mercachifles vendían cajas de fósforos, los

zapateros compraban y vendían zapatos, y los cocineros preparaban pastel de

guisantes y salchichas en sus cocinas ambulantes. Un encantador de serpientes y un

saltimbanqui trataban de atraer la atención de la multitud, en dura competencia con

un domesticador de monos que, látigo en mano, hacía lo que podía para persuadir a

un macaco de Berbería para que arrojase dardos a una diana. A veces, la calle se

ensanchaba; otras, se convertía en un mero pasillo, recortado por estrechos arcos que

podían bloquearse cerrando los postigos. La gente veía pasar a Claudia, pero su

caminar decidido y su robusto bastón les hizo percatarse de que no se trataba de una

criada que se hubiese extraviado. Claudia había aprendido una estratagema: las

víctimas atraían a los asaltantes, pero si caminabas con aire arrogante, agitabas un

bastón y devolvías la mirada a los demás, nadie te molestaría. Pasó junto a un

prostíbulo; sobre el escalón de la entrada un hombre cantaba:

¡Aquí encontré a una chica lozana,

juguetona y alegre, afanosa en la cama!

Un grupo de borrachines, completamente ebrios, se acercaron tambaleando hasta

él y lo bajaron del escalón a empujones. El incipiente altercado acabó bruscamente

con la aparición de una patrulla. Los soldados escoltaban a un esclavo con una

argolla de hierro en el cuello, signo evidente de que lo habían recapturado, y le

habían dado el nombre de su dueño, como si fuera un perro. Finalmente, tras cruzar

una rica zona residencial, plagada de espaciosas casas protegidas por recios muros,

Claudia llegó hasta la ínsula, el gran bloque de cuatro plantas de apartamentos que

albergaba la taberna Las Burras. Ocupaba toda la planta baja. Se trataba de una

extensa posada bajo un cartel chirriante. Su espaciosa entrada se veía reducida por

un mostrador de mampostería. Sobre el dintel de la puerta principal se sostenía el

Búho de Minerva, y junto al quicio aparecía agachado un sonriente Hermes,

mostrando un falo erecto. La taberna parecía desierta. Claudia sintió un vuelco en el

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Paul Doherty

Asesinato imperial

corazón. ¿Se habrían llevado a su tío? Entró en el salón principal, lo que los ricos

llamarían el atrio: Polibio lo había transformado en una amplia zona donde servir

bebidas, iluminada con velas de junco y lámparas de aceite. El ambiente estaba

cargado con olores a sebo quemado, carne y pescado.

Claudia permaneció en la sombra, bajo la puerta, y esbozó una sonrisa. ¡Nada

había cambiado! Si la guardia entrase, se encontraría vacío el lugar. La mayoría de las

personas que frecuentaban Las Burras tenían algo que ocultar. Todo estaba bastante

tranquilo: unos hombres jugaban a los dados, al juego denominado «Bandidos», o

permanecían sentados, medio borrachos, con la mirada perdida en sus jarras de

cerveza. En la esquina más apartada se encontraba el corpulento ex-gladiador

Océano: ancho de pecho, con una barriga prominente, de muslos macizos como

troncos. Se estaba quedando calvo, así que solucionó su problema rapándose

completamente la cabeza. En una oreja llevaba un anillo de cristal. La otra se la

habían arrancado de un bocado durante un combate. Océano la había disecado y la

llevaba colgada del cuello con un cordel. Tenía el ceño fruncido, como era habitual en

él, escondiendo sus pequeños ojos bajo unas pobladas cejas. Dirigía miradas furtivas

de uno a otro cliente, en actitud desafiante. Fijó su mirada en Claudia. Pareció

desconcertado unos instantes, pero enseguida esbozó una amplia sonrisa y exhibió la

que era, en palabras de su tío, la más completa exposición de dientes rotos y

astillados de toda Roma.

—¡Pequeña! ¡Pequeña! —dijo, dirigiéndose a ella con andares de pato y agitando

su mugrienta túnica, que le confería un aspecto ridículo. La envolvió en un abrazo

con aromas de aceite de oliva, hierbas y sudor rancio.

—No tan fuerte, Océano —susurró Claudia—. ¿Dónde está mi tío?

—Ha salido a ver al prefecto de policía —contestó Océano mientras liberaba a

Claudia de su abrazo.

—No se habrá metido en problemas, ¿verdad?

—No —el ex-gladiador comenzó a dar golpecitos a la oreja seca contra su pecho

sudoroso—. Ese estúpido bastardo solo quiere hacerle algunas preguntas. Eso es

todo —la acompañó hasta la mesa—. Tengo unas buenas salchichas picantes y un

poco de pan fresco. ¡Mirad, todos! —gritó Océano—. ¡Claudia está aquí!

Unas sombras aparecieron en la puerta de la cocina, pero Océano les hizo un gesto

para que se retirasen. Sirvió un plato de espárragos y cortó unos trozos de embutido,

que le ofreció junto con una copa de vino de Falerno mezclado con agua. Claudia

comió atropelladamente. Tenía hambre, aunque Océano jamás preguntaría nada

antes de quedarse satisfecho de haberla alimentado bien.

—Bien —dijo, mientras se limpiaba los dedos con la trapo que le había ofrecido—.

Polibio está con la policía. ¿Dónde está Popea?

—Nuestra uvita morena está en el jardín de los pájaros, con un paño húmedo

sobre la cara. Dice que toda esta conmoción es demasiado para ella.

—¿Qué conmoción?

Claudia no debía permitir que nada se filtrase a esta gente: era una simple

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Paul Doherty

Asesinato imperial

sirviente de palacio, nada más.

—Ese estúpido bastardo, Ario. Sale a recoger sus tributos y trae aquí la plata

recaudada. Siempre alquila una habitación, termina su cena y alquila el servicio de

dos mujeres, para que le entretengan en la cama.

—¿Y qué más?

—Vino aquí, se puso cómodo y cerró la puerta de la habitación más espaciosa que

tenemos en la primera planta. Transcurrió una hora. Ese maldito avaro no mandó a

nadie por comida, así que me acerqué yo, llamé a la puerta varias veces, pero nadie

contestó. Salí al jardín y miré hacia su ventana, pero los postigos estaban cerrados.

Volví a subir y miré a través del hueco de la cerradura, pero la llave estaba puesta. Se

lo dije a Polibio —Océano hizo una pausa para recordar—. Forzamos la puerta y

entramos en la habitación. Ario yacía tumbado en la cama, con una segunda boca.

—¿Le habían cortado el cuello?

—De un extremo a otro, señorita. Sus alforjas estaban vacías, el dinero se había

esfumado. Ese viejo ladrón estaba tieso como una estaca. Polibio tuvo que llamar a la

policía. Entraron aquí, pellizcando el vino y a nuestras sirvientas. Le echaron un

vistazo a Ario, y se disponían a arrestar a Polibio cuando entró Popea

atropelladamente con un cepillo. La emprendió a golpes con ellos. Hasta yo me

asusté. «¡Cabezas de chorlito!», les gritó. «Mi marido...». En realidad, no lo es, ¿me

equivoco?

Claudia sacudió la cabeza.

—Bueno, les dijo que su marido tenía testigos: en ningún momento se había

aproximado a la habitación. Eso hizo dudar a la policía. Así que se pidieron algo de

vino y se sentaron a esperar al oficial. Ya sabes, uno de esos jóvenes que no dan un

palo al aire en el ejército. Estaba completamente desconcertado. Ya has visto la

habitación. Es como una caja grande: dos entradas, una por la ventana, aunque

estaba cerrada, y ya conoces a Ario, la puerta estaba cerrada y con el pestillo echado

desde dentro.

—¿Y el dinero ha desaparecido?

—Se ha esfumado.

—¿Cómo sabemos que lo llevaba cuando llegó a la posada?

—Porque cuando entró aquí, el dinero tintineaba en sus alforjas. La policía envió a

un jinete a las afueras; Ario había recaudado sus rentas y, como es habitual, trajo aquí

su dinero consigo.

—Es un gran misterio, Claudia.

Granio, un joven espigado y con el pelo de punta, se acercó, mostrando unos ojos

apretados sobre unos labios burlones. Era el autoproclamado gerente del tío Polibio.

Tras él venía su novia, la sirvienta Faustina. Ambos besaron en la mejilla a Claudia,

arrastraron unos taburetes y se sentaron frente a ella.

—Ha sido una horrible visión —declaró Granio—. ¿No es cierto, Faustina?

La sirvienta de rostro felino apartó a un lado unos mechones de brillante pelo

negro, un gesto que solía realizar cuando quería que los hombres se fijaran en ella.

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Paul Doherty

Asesinato imperial

—Tenía el pecho cubierto de sangre. Parecía como si alguien le hubiese derramado

encima una jarra de vino.

—¿Y aún sigue ahí? —preguntó Claudia.

—Sí. La policía dice que es asunto de Polibio, que debe encargarse de sacar de aquí

el cuerpo y llevarlo al cementerio. Espero que no se demore demasiado; mañana por

la mañana, Ario estará rígido y comenzará a oler.

—Todos hemos subido a verlo —gritó un cliente que había pegado el oído a su

conversación—. Polibio nos ha cobrado dinero por ver el cadáver —arrimó la barbilla

al pecho y emitió un gruñido—. No es que Ario fuera un tipo bien parecido cuando

vivía, pero allí echado, parecía bastante enfadado de que le hubiesen matado.

¿Y quién no iba a estarlo?

Otros clientes comenzaron a congregarse alrededor de la mesa, incluyendo a

Januaria, una muchacha pechugona, muy indulgente con el gladiador Murano.

—Va a participar en los juegos, ¿sabéis? —dijo Januaria con tono soñador—. Sí, en

la celebración de la victoria del emperador.

Posó la barbilla sobre el reverso de la mano, como ausente a todo lo que ocurría en

la taberna. Claudia sonrió. Januaria siempre estaba enamorada: Murano sustentaba el

récord de haber captado y mantenido su atención más tiempo que ningún otro.

Januaria llevaba su rubia melena sobre los hombros. Independientemente de las

inclemencias del tiempo, siempre llevaba la túnica muy baja. Había aprendido cómo

servir, regalando a sus clientes una visión generosa, aunque sin que asomaran sus

redondos pechos.

—Ha dicho que si gana —continuó Januaria, mirando dulcemente a Claudia—, se

casará conmigo.

—¡Ni lo sueñes! —susurró Océano—. «Hoy contigo, mañana si ti», como dijo

Polibio de su cerdo picazo, que se largó corriendo hace tres semanas.

—¡Es frisio, un buen luchador!

Océano suspiró profundamente y sacudió la cabeza.

—Murano ha luchado seis torneos y ha ganado cinco. La última vez se salvó

porque la multitud sintió lástima por él.

—Pero así es la vida —dijo Simón, un desaliñado y despeinado filósofo,

reclinándose sobre un taburete, junto al mostrador. Este auto proclamado estoico

pasaba casi todo su tiempo en Las Burras, aleccionando a cualquiera lo

suficientemente estúpido como para escucharle. Se levantó y caminó arrastrando los

pies, reflejando la miseria en su rostro—. Somos como pellejos de vino —comenzó—.

Nos damos muchos aires: peores que las moscas, somos, porque, ¡al menos las

moscas sirven para algo! ¿Para qué servimos nosotros?

—¡Dinos algo alegre! —gritó Faustina.

Simón el estoico se enjugó los labios.

—Crispín, el panadero, está muerto.

—¡Por todos los diablos! —exclamó Océano—. Pero si sería capaz de revolcarse en

el estiércol para encontrar una moneda. Y estaba tan caliente que ni el perro de la

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Paul Doherty

Asesinato imperial

casa estaba a salvo.

Claudia miró hacia el umbral de la puerta, distraída por el hombre que curioseaba

desde allí; una silueta oscura y de forma indeterminada. ¿La habría seguido hasta

allí?

Océano siguió la mirada de la chica y se puso en pie.

—Bienvenido, extraño, ¿qué quieres?

—Me he tragado la mitad del polvo de la Vía Apia —dijo el extraño, acercándose y

echando hacia atrás la capucha de su toga: era un hombre viejo, con la cara pequeña

y arrugada y escondida bajo una maraña de pelo blanco. Miró a Claudia unos

instantes y desvió la mirada.

—¿Una copa de vino y un poco de pescado? —dijo, y se situó en una esquina.

—¡Bueno, vamos! —apremió Océano a Januaria—. Sirve a este hombre.

Claudia permitió que la conversación dejara de centrarse en su persona. Simón el

estoico estaba en buena forma: comenzó a aleccionar a Faustina acerca de su

apariencia física.

—Una chica debe aprender a lucirse lo mejor posible —proclamó—. Tienes la cara

ovalada. Por eso, debes peinarte con la raya en medio. Creo que hay unos preciosos

tintes rubios de Germania. ¿Los has probado?

Claudia observaba en silencio al extraño. Januaria salió apresuradamente de la

cocina, llevando en sus manos una taza y una bandeja, y las dejó sobre la mesa. El

hombre se sentó de espaldas a ella: Claudia aguardó unos instantes y, tras excusarse,

se dirigió hacia el umbral de la puerta. Cuando volvió, se detuvo en la mesa. El

extraño había introducido un dedo en el vino y había dibujado un pez sobre el

número IV. Claudia volvió a su taburete. Faustina había hecho acopio de fuerzas y

gritaba a Simón el estoico acerca de su consejo no solicitado. Aquel conflicto habría

terminado en pelea si no fuera por la mediación de Océano. Januaria comenzó a

gemir en voz alta acerca del paradero de Murano.

—No te preocupes por él —declaró Granio, con cierta malicia, entornando los

ojos—. Seguramente, estará liado con alguna potranca joven, asegurándose de que

sacuda la cabeza y levante las piernas.

—¡Ojalá te largases de aquí! —dijo Januaria, apoyando las manos sobre la mesa.

—¡Ojalá te largaras tú al sitio de donde vienes: algún cubil de Marsella!

—Yo me iré pronto —dijo Granio, guiñando un ojo a Faustina—. ¿No es cierto,

querida?

—¿Adonde? —preguntó Claudia, presa de la curiosidad.

—No sé, quizá al norte. Quizá a Milán. A ver algo de mundo.

—Alístate en el ejército —declaró Océano—. Ahí sí que verás mundo, muchacho.

—No, gracias —replicó Granio—. No me atrae nada perseguir entre la niebla a

unos bárbaros con el culo al aire.

—¡No sabrías ni empuñar una espada! —replicó cínicamente Januaria—. ¡Ya tienes

bastantes dificultades para manejar tu verga!

—¡No sigas por ahí!

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Paul Doherty

Asesinato imperial

Claudia miró a su alrededor. Popea había entrado en el salón desde el jardín.

Sombría, suculenta y jovial como una pequeña ciruela, Popea llevaba su negra

melena recogida en un moño, sujeto con un peine de plata. Cuando entró en el

comedor, miró a su alrededor. Claudia se levantó y una sonrisa se dibujó en el rostro

de Popea, seguido de gritos de satisfacción, abrazos y besos. Simón el estoico, que

había subido las escaleras para echar otro vistazo al cadáver de Ario, desapareció

entre las sombras.

—¡Me alegro de verte, Claudia! —exclamó Popea mientras la libraba de su abrazo.

—¡Desde luego! —tronó una voz desde la entrada.

Polibio había vuelto. Caminó con aire arrogante, torciendo con una mueca su

rostro duro y oscuro. Se limpió el sudor de la calva, estirando los pocos pelos que le

rodeaban la coronilla como si de una corona imperial se tratara. Ignoró a los demás

en la sala y, por primera vez ese día, Polibio sonrió. Besó y abrazó a su sobrina y,

seguidamente, pellizcó uno de los senos de Popea.

—Preguntas, preguntas, preguntas —refunfuñó, haciendo un gesto a los demás

para que volvieran a la mesa—. El prefecto de policía es un bastardo cascarrabias. No

ha dejado de hacerme la misma pregunta: si yo no he matado y robado a Ario,

entonces ¿quién ha sido?

—¿Y qué le has respondido? —preguntó Claudia.

—Le dije a ese necio que yo dirijo una posada con una buena cocina, refectorio y

habitaciones limpias. ¡El jefe de policía es él, no yo!

—¿Cuál es su nombre? —preguntó Popea.

—Saturnino. Le he estado llamando Burrino todo el tiempo. Ese patán ha tardado

una hora en darse cuenta de que me estaba burlando de él.

—¿Y bien? —demandó Popea.

—Ahora no —dijo Polibio, poniéndose en pie—. Quiero una copa de vino sin

aguar.

Claudia se percató de que el extranjero había desaparecido, dejando su cena a

medio terminar. Su tío la hizo levantarse y la observó de la cabeza a los pies.

—Así que una sirvienta en el palacio imperial, ¿no es cierto? —sus labios se

movían con desdén, pero mantenía una mirada dulce y tierna. Estiró el brazo y

pellizcó a Claudia en una de sus mejillas—. Me alegro de verte —murmuró—. Estaba

muy preocupado —continuó ignorando al resto—. Cada vez que te miro me

recuerdas a tu madre —dijo, parpadeando rápidamente—. Una chica adorable,

Claudia, con una sonrisa que iluminaba mi día. Si tu padre no se hubiese casado con

ella... —Polibio se enjugó los labios, perdido en sus propios pensamientos—. He ido a

ver la tumba de Félix.

—¡Deja eso ahora! —dijo Claudia, acariciándole su enorme mano peluda—. Ya

tienes suficientes problemas.

Polibio tomó la copa de manos de Océano y bebió un largo trago.

—Pero el negocio va bien, ahora que El Cerdo Grasiento ha ardido en llamas.

¿Recuerdas a ese viejo pícaro de Casio, el que regentaba esa sucia taberna que estaba

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Paul Doherty

Asesinato imperial

a dos callejones de aquí? Era un auténtico timador, capaz de volver blanco el vino

tinto y al revés. Bueno, pues estaba cocinando al fuego unos filetes, borracho como

uno de los cerdos a los que se parece. Todo el local terminó siendo pasto de las

llamas.

Claudia no permitió que desviara su atención.

—¡Ario! —insistió.

—Ah, sí —suspiró—. Lo mejor será que te lo muestre: los demás, quedaos aquí.

Claudia siguió a su tío escaleras arriba. Siempre le había fascinado el edificio.

Polibio era el dueño de las tres plantas que daban a la parte delantera: el resto era

una conejera, y olía como tal, aunque Polibio mantenía limpia su parte. Las escaleras

y paredes estaban bien fregadas, y estaban adornadas con multitud de macetas con

flores. Incluso había colocado unos grabados en las paredes.

Polibio había servido también como soldado en el Segundo de Augusta, y había

luchado contra germanos y bretones. Claudia conocía poco de su vida anterior, pero

le quería tal como lo que era: un hombre que aparentaba ser miserable y seco, pero

que, en realidad, era amable y tierno, a excepción de su odio enconado hacia la

policía local. Es cierto que Polibio era también un granuja que metía las manos en

diversos asuntos. Claudia sospechaba que le gustaba este apartamento porque tenía

muchas escaleras, salidas y entradas; haría falta traer a una legión al completo para

hacer una inspección minuciosa. Mientras subían las escaleras, Claudia recordaba los

suaves golpes en la puerta al final de la noche; las discretas reuniones de Polibio en el

salón o en el jardín; carrozas con las ruedas forradas de trapos o paja, entregando

cargas secretas a las horas más sorprendentes.

—¿Estás bien, tío? —dijo al llegar al final de la escalera.

Polibio se detuvo un momento, posando la mano sobre el picaporte de la puerta

que parecía haber sido forzada. Varios trozos de madera se habían desprendido de la

puerta y aparecían amontonadas en el suelo.

—Lo estaba, hasta que este bastardo apareció por aquí. ¡Entra!

La habitación estaba a oscuras, con las ventanas aún cerradas completamente.

Claudia podía oler el hedor de la muerte: un olor fétido y desagradable. Sin dejar de

susurrar maldiciones, Polibio abrió las ventanas de par en par y encendió las

lámparas con un fósforo de azufre. La habitación era como una caja. Contenía

algunos muebles: un banco, taburetes, una mesa, una gran palangana de barro y

algunas perchas en las paredes. El cuerpo de Ario yacía sobre la cama de la alcoba,

cubierto con una gualdrapa.

—¡Contempla a nuestra belleza dormida!

Polibio retiró la manta y acercó la lámpara al cuerpo. Alguien había realizado un

intento patético de conceder algo de dignidad a Ario, estirándole las piernas. Se

trataba de un viejo escuálido, de cabellos blancos, bigote entrecano y barba. La

barbilla parecía estar hundida en el pecho, dando la impresión de que los miraba con

sus ojos medio cerrados. La túnica azul oscura que llevaba estaba empapada de

sangre, al igual que las sábanas y las mantas. Claudia lo inspeccionó

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Asesinato imperial

minuciosamente. Había visto cadáveres en multitud de formas y estados. Se había

arrodillado y llorado ante el cuerpo de su hermano. ¿Qué nuevos horrores podían

infligirse? La muerte era el final. Un bulto de carne tratada sin piedad.

—Esto es muy extraño —Claudia inspeccionó las desgastadas alforjas situadas a

los pies de la cama—. No hay nada en su interior. Porque debía haber llevado varias

sacas de monedas, y mira, tío, aunque esté echado en la cama —dijo, golpeando

suavemente las botas de piel del difunto—, ni siquiera se las ha quitado.

—Siempre fue un bastardo desconsiderado —gruñó Polibio.

Claudia observó que la capa de Ario estaba aún enganchada a sus hombros; la

cadena que la aseguraba aparecía también manchada de sangre. Caminó alrededor

de la cama y miró hacia la puerta. El cerrojo estaba forzado, la cerradura destrozada,

y la llave permanecía aún en su interior.

—Entonces —preguntó—, ¿Ario subió hasta aquí?

—Sí, Granio le condujo hasta aquí. Mi noble asistente le preguntó si quería algo de

comer o de beber. Ario, tan miserable como siempre, se sentó en la cama y dijo que

no deseaba nada por el momento, así que Granio se retiró y lo dejó aquí solo.

Escuchó como cerraba la puerta y echaba el pestillo.

—¿Era eso lo habitual?

—Desde luego —Polibio señaló hacia una caja de madera de sicómoro con unos

cierres especiales—. Ario guardaba ahí cualquier cosa que llevase encima, y cerraba

puertas y ventanas.

—Debe de haber comido y bebido otras veces.

—Sí, y pagaba muy bien: en otras ocasiones, le subíamos comida en una bandeja.

Cuando terminaba, abría la puerta y nos avisaba con un grito. Granio subía a recoger

la bandeja y organizaba la visita de alguna chica. Escucha, ¡Ario no era nada popular!

Solo pagaba el precio que se le pedía, y las chicas siempre decían que las hacía

trabajar muy duro.

—Pero esta vez fue diferente, ¿no es cierto? —ahora Claudia parecía preocupada.

La bravuconería que había mostrado Polibio abajo había desaparecido. Permanecía

sentado en un taburete, rascándose el estómago, un gesto que hacía normalmente

cuando se sentía muy nervioso.

—Sí, esta vez fue diferente. Granio se retiró. Se encontró a Faustina en lo alto de

las escaleras. Ella también escuchó el sonido de la cerradura y del pestillo. Ambos

bajaron. Transcurrió el tiempo, la tarde comenzó a caer. Ah sí, creo que este bastardo

miserable no pidió nada de comer. Océano subió y llamó a la puerta, sin respuesta.

Salió al jardín, pero las contraventanas estaban cerradas, así que vino a avisarme.

Enseguida tuvimos a la mitad del vecindario asomado en las escaleras. Granio trajo

un banco de madera. Océano y yo rompimos la puerta. Destrozamos el pestillo y esta

es la escena que nos encontramos.

—¿Y qué dijo la policía?

—No tienen ninguna prueba contra mí, ni contra nadie, pero el prefecto me está

amenazando con cerrar el local durante un mes, o quizá dos, para poder llevar a cabo

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una investigación minuciosa.

—¿Y Ario era...?

—Un comerciante de vinos. Salía todos los meses a cobrar sus deudas. Vivía al

otro lado de la ciudad. Era soltero. Creo que le gustaba pavonearse por aquí durante

dos o tres noches, concederse unos placeres, y continuar con su vida miserable. Haría

cualquier cosa —gimió Polibio—. No estoy muy seguro de que el prefecto quiera

aceptar un soborno, pero si me cierran, Claudia, será una fatalidad peor que la

misma muerte. Ojalá hubiera seguido el consejo de Popea —continuó, perdido en su

propia retahíla de lamentos—. Me advirtió que comprase una barba de lobo y que la

colgase del pomo de la puerta, para espantar a la mala suerte.

Claudia le escuchaba a medias, mientras caminaba alrededor de la cama. El

colchón de paja estaba recubierto por una sábana. Se percató de que estaba metida

bajo el colchón por una esquina. La levantó, dejando al descubierto unas deslucidas

planchas amarillas de pergamino. Las sacó de la cama y las desenrolló.

—A nadie se le ha ocurrido mirar ahí —dijo Polibio—. ¿Qué es eso?

Claudia trató de ocultar sus nervios. El pergamino era de mala calidad, bastante

grasiento. En el encabezado aparecían los signos cristianos: el ji (X) y el rho (P). Más

abajo, garabateados en tinta roja oscura, como si se tratara de sangre, las letras In hoc

signo occides.

—¿Qué es todo esto?

Polibio se lo arrebató de las manos.

—¡Mierda! Es algo relacionado con los cristianos, ¿no es cierto? Reconozco esos

signos. Últimamente, aparecen por todos los rincones de Roma.

—Creo que debería llevármelos —dijo Claudia.

—¡Debería dárselos a la policía!

—Creo que no —replicó Claudia—. Los llevaba encima Ario. El prefecto podría

decir que te pertenecían a ti.

Polibio estaba muy alterado.

—Será mejor que me los lleve yo —repitió Claudia, tratando de tranquilizarle—. Si

encontrasen todo esto en tus manos, se te podría acusar de algo mucho más serio.

Polibio comenzó a recorrer nerviosamente la habitación y cerró la puerta. Se giró y

apoyó la espalda contra ella.

—¿A qué te refieres, Claudia?

—Hay un nuevo emperador en Roma; los rumores de taberna dicen que los

cristianos van a ser tolerados.

Polibio se dirigió hacia ella y la sujetó por los hombros.

—¿Cómo sabes todo esto? Mírate, Claudia, con tu pelo corto, tu cara pálida y esos

ojos. No eres más que una niña. Y a veces, actúas como si fueses mucho mayor de lo

que realmente eres. Te he estado mirando antes, en el salón: observando y

escuchando. Nunca hablas acerca de lo que haces. De aquí para allá, siempre

ocupada —Polibio asió su rostro con sus enormes y callosas manos—. Siento mucho

lo de Félix. Siempre cuido de su tumba. Siento mucho lo que te sucedió. ¡Jamás debí

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haberte permitido ir allí!

—No fue culpa tuya —dijo Claudia, apartando sus manos con delicadeza.

—Pero no lo has olvidado, ¿verdad?

—No, tío. Un día encontraré al hombre que me atacó y que mató a Félix.

El rostro de Claudia estaba tan pálido, y sus ojos negros brillaban tan

intensamente, que Polibio llegó a preguntarse si había perdido la razón.

—Lo atraparé y lo mataré, tío.

—Silencio, chiquilla. No digas esas cosas. ¿Por qué no vuelves aquí? Tú podrías

hacerte cargo de este local por mí. Mi hermano te dio la mejor educación posible.

Estaba muy orgulloso de ti. «Escucha a mi Claudia», decía. «Virgilio, Cicerón,...».

¿Recuerdas el día, debías tener unos doce años, en que te pusiste en pie sobre una

mesa, en el salón, y recitaste de memoria la primera parte del discurso Pro Milone, de

Cicerón, seguido de la descripción de Virgilio de la huida de Troya de Eneas —

continuó, esbozando una sonrisa—. Ninguno de esos patanes tenía la más mínima

idea de qué estabas narrando, pero se quedaron impresionados, y yo me sentí

orgulloso. Después, saliste de gira con aquellos actores itinerantes. ¡Ojalá ese

estúpido borracho no hubiese venido nunca aquí!

—Valeriano dijo que yo era una actriz nata.

—Lo sé —gruñó su tío—. Te he visto imitar a algunos de nuestros clientes. ¿Qué

más cosas eres, Claudia? No soy estúpido. Te deslizas entre las sombras, haces

recados en los palacios. No eres una informadora, pues la policía no me habría

dejado respirar —dijo, mirándola con expresión triste—. Estoy muy preocupado.

—Y yo estoy preocupada por ti —añadió Claudia—. ¡ Carpe diem, tío, Carpe diem!

¡Vive cada día! —Claudia cogió el trozo de pergamino y se lo mostró—. De esto me

ocupo yo. ¿Vas a retirar el cadáver?

—Mañana por la mañana.

Claudia se levantó y caminó hacia la puerta. Las bisagras estaban dañadas, y la

rudimentaria cerradura estaba tan destrozada que se veía claramente la rueda que

albergaba el compartimento de la llave.

—Paso por paso —murmuró Claudia—. Vamos, tío. Muéstrame mi habitación.

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CAPÍTULO 4

«Deja el resto a los dioses».

Horacio, Odas, I.9

CLAUDIA YACÍA TUMBADA EN LA CAMA, MIRANDO AL techo. Desde la

cocina, en la planta de abajo, subían gritos y risas, y el sonido de una pandereta, lo

que significaba que Januaria se preparaba para bailar. Su habitación era muy simple.

Miró la pared que tenía enfrente, donde antiguos inquilinos habían dejado multitud

de mensajes grabados:

«Teofania es una buena yegua».

«Pornus tiene una boca prodigiosa».

«Quaestus es una herramienta pública».

«Olvida la república, céntrate en lo púbico»

Algo más abajo encontró una cita más culta, de Virgilio:

«Quedaron silenciados, cada uno de esos hombres»

Claudia cogió aire y se tapó la nariz, tratando de evitar el olor a coles hervidas.

Observó cómo oscilaba la llama de la lámpara de aceite, estimulada por la brisa que

penetraba a través de las contraventanas. No dejaba de recordar el rostro de Polibio y

sintió una punzada de dolor ante su propia pérdida. Mamá se había ido, papá estaba

muerto, y además, el pobre Félix. Decían que era como su sombra: allá donde fuera,

la seguía siempre Félix. Se culpaba a sí misma de su muerte. Habían ido hasta los

barrios bajos, junto al Tíber, a remover los lodos en busca de objetos de valor, una

moneda, un anillo. A Félix le encantaba hacerlo. ¿Cuánto tiempo hace de eso? ¿Más

de un año? Aquella terrible silueta saliendo de entre las sombras. La vida de Félix,

extinguiéndose como una vela. Su asesino que se abalanzaba sobre ella,

presionándole el cuello con una navaja. Claudia siempre recordaría su olor: incienso,

aceite y vino. Llevaba oculto el rostro con algún tipo de máscara, pero alcanzó a ver

el cáliz tatuado sobre su muñeca. Había oído hablar de ataques similares por aquella

zona.

Los días que siguieron habían sido una pesadilla. Jamás lloraba, pero se echaba

junto al ataúd de Félix y dormía con él, como solía hacer cuando estaba vivo.

Después, todo cambió. Valeriano entró en la taberna con aire arrogante; se subió en

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una mesa y comenzó a recitar extractos de una obra de Terencio. Le preguntó su

edad, le acarició los pechos y soltó una risotada cuando Claudia le imitó. Con tal

precisión, tal exactitud, o al menos, eso le dijo más tarde, que decidió ofrecerle un

trabajo. Polibio montó en cólera, pero ella terminó marchándose con Valeriano y su

compañía, a recorrer los caminos de Italia durante meses, ajenos al avance de los

ejércitos, a la conmoción del imperio. En Milán, el clérigo Anastasio la observó

detenidamente durante su interpretación de una pieza de Proteo. Usó el lenguaje de

signos para hacerse entender, y fue así como todo empezó.

Claudia se giró sobre su lecho. Valeriano solía beber demasiado. Se declaró en

bancarrota en Roma, a finales del verano; a los pocos días, Anastasio visitó la

taberna. Se comunicaba con fluidez, moviendo los dedos en rápidos movimientos. A

la tarde siguiente, se encontró con él en las afueras de Roma y se adentró más y más

profundamente en su mundo. La reclutaron al servicio de la casa de Llena en Milán,

y permaneció con Constantino durante su marcha rumbo al sur.

Claudia había actuado de espía y de informadora. Se jactaba de que tan solo

traicionaba a los traidores. Anastasio le hizo una promesa solemne. No simplemente

dinero, que depositaría en manos de los banqueros, sino, algún día, la vida de su

asaltante.

Claudia escuchó una risotada: Océano recitaba a viva voz unos burdos ripios de

una canción. ¿Y todo este asunto? Se preguntó Claudia. ¿El asesinato de las

cortesanas? ¿Qué importaba si el emperador quería satisfacer sus apetitos? Pero, ¿por

qué matarlas? ¿Para mancillar su nombre? Quizá. Debe haber otras piezas en este

rompecabezas. Claudia se quedó dormida preguntándose de qué se hablaría a la

mañana siguiente en las oscuras catacumbas.

Se levantó temprano, tras el amanecer. Se aseó y se vistió con una túnica azul

nueva que Popea debía haber traído a la habitación durante la noche. Seguidamente,

se calzó unas sandalias, cogió su bastón y bajó las escaleras. La taberna estaba aún

tranquila. En las calles, todo era ruido y agitación: el sonido metálico de martillos, la

algarabía de los chiquillos correteando hacia la escuela, el serpenteo de los clientes

adinerados encaminándose hacia las mansiones de sus ricos patrones, el ir y venir de

los siervos. A lo largo de las calles, una legión de esclavos, armados con escobas de

tamarisco, brezo, o mirto, retiraban el serrín de los escalones, y lo apilaban después

en pequeños montones. Dos borrachos caminaban tambaleándose, pestañeando con

fuerza ante la luz del sol. Las contraventanas comenzaban a retirarse de las tiendas,

los puestos se llenaban de género, los braseros humeaban entre el frío aire de la

mañana y los barberos se ocupaban ya de sus clientes más madrugadores.

Claudia no dejaba de mirar hacia los pisos superiores de las estrechas callejuelas:

era la hora de las palanganas, en la que todo tipo de porquería e inmundicia se

arrojaba a las calles antes de que los Vigiles comenzaran su ronda. Claudia se

encontró pronto fuera de la zona que tan bien conocía, y se internó en el mercado. En

las columnatas bullía la actividad: zapateros y mercaderes de telas, vendedores de

copas de cobre, puestos de salchichas calientes, chicos que ofrecían pan y pasteles,

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mujeres que portaban cestos repletos de frutas y verduras, escribas que ofrecían

plumas y pergamino. Los puestos estaban cargados de dátiles fritos, pasteles de

carne y pequeños cuencos de estofado. Los vendedores de vino gritaban que su

producto era el de mejor calidad. Cuanto más se internaba Claudia en la ciudad, más

se incrementaba el bullicio. Matronas sentadas en sus sillas, un hombre gordo

sentando en una carretilla, de la que tiraban esforzadamente sus dos hijos. Unos

oficiales de alto rango se apoltronaban sobre sus literas, leyendo algunos

pergaminos, o apremiando a sus esclavos para que encontrasen un camino más

rápido entre la multitud.

Claudia continuó corriendo en dirección sur, en contra de la corriente de tráfico

que penetraba en la ciudad desde la periferia. Los mendigos se apiñaban como

moscas, los chapuceros caminaban de un lado para otro, buscando trabajo. La joven

sujetaba con firmeza su bolsa, que llevaba atada alrededor de su cintura con un

cordel. Se paró en un puesto a comprar pan, dátiles y vino aguado. Claudia continuó

estudiando minuciosamente a la multitud, mientras comía y bebía apresuradamente.

Aligeró aún más el paso. Se detuvo justo antes de alcanzar la calle principal que

bajaba hasta la Puerta Apia, se compró una salchicha condimentada y se sentó en los

escalones de un templo. Se comió su salchicha caliente, mirando a su alrededor de

vez en cuando, tratando de localizar algún rostro que hubiese visto antes. Un

borracho se acercó tambaleando y le levantó el dobladillo de la túnica. Claudia

levantó el bastón y le golpeó juguetonamente en el estómago.

—¡Momento inapropiado, lugar inapropiado y mujer inapropiada! —dijo con

aspereza.

El borracho se tambaleó. Claudia podía comprobar que no estaba actuando.

—Márchate a casa —murmuró—, y duérmela.

Se levantó, se lo quitó de encima de un empujón y caminó hasta las puertas de la

ciudad, donde unos celadores, vestidos con túnicas rojas y cascos y escudos azules,

holgazaneaban en la garita de la guardia, hurgándose los dientes con un palillo y

siseando a las chicas. Claudia aligeró el paso. Al principio, tuvo que detenerse; en

este punto se amontonaban las carretas, que aprovechaban para descargar sus

productos para que los esclavos los transportasen hasta los numerosos mercados.

Finalmente, consiguió abrirse paso entre ellos. El camino comenzó a despejarse según

se iba aproximando al gran cementerio, la ciudad de los muertos, que se extendía

más allá de donde el ojo alcanzaba a ver, a ambos lados de la Vía Apia: mausoleos,

estatuas, lápidas simples, una auténtica necrópolis.

Claudia se adentró en él, siguiendo un camino que serpenteaba entre los túmulos

funerarios, el menguado esplendor de las tumbas de los patricios, las burdas

imitaciones de aquellos menos acaudalados. Cuanto más se introducía en el