camposanto, más se apreciaba el silencio, roto ocasionalmente por la llamada de

alguna ave, o el correteo de algún animal entre la hierba. La primavera acaba de

entrar; el sol brillaba ya con fuerza, pero la brisa se mantendría fresca hasta el

mediodía. Claudia se detuvo y se apoyó en su bastón para subir a lo alto de un

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Asesinato imperial

túmulo y mirar atrás, hacia el camino que acababa de recorrer: nadie. En la distancia

se distinguía la aglomeración de viajeros que transcurrían por la Vía Apia, pero se

encontraba sola; nadie la había seguido hasta el cementerio.

Claudia volvió a bajar y siguió el camino hasta un descampado. Incluso bañado

por la luz del sol parecía adusto y desolado. Este lugar se había usado en una ocasión

como campo de ejecución. Aquí, según aseguraba la leyenda, el oficial cristiano

Sebastián murió acribillado a flechazos. En la distancia, distinguió la tumba en

ruinas, la entrada a las catacumbas que había bajo la superficie. Claudia siempre se

sentía intranquila aquí. Una noche, que había venido hasta aquí se tropezó, por

casualidad, con dos ancianas horribles, descalzas y con el pelo enmarañado, con una

palidez mortecina en sus rostros embadurnados de pintura blanca. Envolvían sus

cuerpos en sábanas negras, y cantaban sus hechizos con aullidos lastimeros. Claudia

permaneció escondida. La brujería era un fenómeno bastante común en Roma, y, por

esa razón, no era usual que la convocasen durante la noche. Este sitio era frecuentado

por magos, que invocaban a las sombras de la noche, para cuartear la tierra con sus

uñas y verter en sus improvisadas zanjas la sangre de un cordero negro, o de

cualquier otro animal. Aquella noche en particular, Claudia tuvo que esperar hasta

que las ancianas terminasen su rito, o a que cayeran al suelo extenuadas.

El descampado se encontraba vacío ahora, aunque podía distinguir algunos

puntos en los que se habían encendido hogueras nocturnas. Se movió con

precaución. Algo que había en la hierba llamó su atención: las plumas de un gallo

negro, y junto a ellas, unos huesos blanquecinos. Claudia cerró los ojos, hizo la señal

de defensa contra el Maligno, y llegó hasta la tumba. Se agachó y entró en su interior,

poniendo mucho cuidado, pues con cada paso se internaba más y más en la

oscuridad. Siguió bajando unos pasos más y se detuvo, tratando de distinguir algo en

la oscuridad. No había señal de luz alguna. Debía de ser la primera. Claudia tanteó la

pared con cuidado al llegar al último escalón. Suspiró aliviada cuando sus dedos

tocaron la lámpara de aceite y los fósforos de azufre. Encendió la lámpara con manos

temblorosas y miró a su alrededor. Las catacumbas habían sido excavadas en la roca

porosa que rodeaba la ciudad de Roma. En un principio, fueron tumbas para los

pobres, pero los cristianos se introdujeron en ellas para usarlas como escondite,

cementerio, e incluso, lugar de adoración. Los hombres, mujeres y niños que habían

tenido una muerte cruel en la arena se traían aquí en secreto por la noche, para darles

sepultura. Algunos de ellos tenían incluso la reputación de ser lo que los cristianos

denominaban santos: que, debido a los sufrimientos padecidos, pasaban

directamente al Paraíso. A pesar de todo esto, Claudia recordaba las historias de

terror que le contaba su madre cuando niña: del Mormo, una espeluznante mujer con

patas de burro, o del Lamia, un espíritu de fauces sangrientas, que merodeaba por las

noches en busca de niños a los que devorar. Las estrechas catacumbas, escasamente

iluminadas, frías y húmedas, eran un lugar apropiado para tales pesadillas.

Claudia, lámpara en mano, siguió adentrándose en la oscuridad, deteniéndose de

vez en cuando para encender otras que encontraba dispersas. Seguía las marcas

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Asesinato imperial

grabadas en las paredes, unas flechas con forma de peces. Las catacumbas eran

peligrosas; era fácil entrar en ellas, pero si se perdiese en su laberinto de pasadizos,

aquello podría suponer su enterramiento en vida. Cada pocos pasos, se detenía y se

aseguraba de que iba en la dirección correcta.

Finalmente, el pasadizo se ensanchó y se abrió en una pequeña cueva. Observó el

banco de mármol, robado de uno de los mausoleos que había bajo la tumba de la

mártir Filomena.

Claudia caminó hacia el banco y se sentó en él. A su derecha se abría otro túnel. La

habían instruido con precisión: en caso de peligro, este túnel la conduciría al exterior,

atravesando el cementerio. Claudia sonrió para sus adentros. ¿Qué peligro? Ella no

era cristiana. Y, si fuera ese el caso, los cristianos no tenían nada que temer en la

Roma de Constantino. Le habían dicho que estuviese aquí a las cuatro, y calculaba

que había llegado a la hora acordada. Para calmar su agitación, se puso en pie y

caminó a su alrededor, observando las tumbas y sus variadas inscripciones. Escuchó

un ruido, unas pisadas en el pasadizo. Apagó el candil y permaneció inmóvil en una

esquina, vigilando la entrada. Apareció una figura. Claudia suspiró aliviada cuando

el sacerdote Silvestre penetró en la antecámara, con una lámpara en la mano.

—¿Estás aquí, Claudia?

—Estoy aquí.

Claudia avanzó a su encuentro. Reavivó su lámpara, mientras Silvestre encendía

otras más situadas en nichos excavados en la pared. Ambos se sentaron en el banco.

—¿Por qué aquí? —preguntó la joven—. Odio estos lugares. Tú no tienes nada que

temer.

—Tengo todo que temer —replicó Silvestre con aspereza—. Constantino nos ha

prometido muchas cosas, pero ¿respetará su palabra? No deberías temer a los

muertos, Claudia. Ellos están con Dios. Son los vivos los que suponen una amenaza.

No quiero hacerte perder el tiempo —se giró para situarse cara a cara frente a ella—.

Dicen que eres como tu madre, Claudia, excepto por tus ojos. ¡Yo siempre veo en

ellos a tu padre!

—¿Cómo era él? Apenas lo recuerdo. Un hombre embutido en una túnica, con el

pelo muy corto y mirada sagaz.

—Siempre haces la misma pregunta, Claudia. Y siempre te doy la misma

respuesta. Julio era uno de los nuestros. Un buen soldado. Comandaba las tropas

auxiliares del Tercer Regimiento Pannoniano. Un hombre decente, que estaría muy

orgulloso de ti, aunque no hayas aceptado el bautismo.

—No tengo ninguna dificultad en aceptar a vuestro Dios —replicó Claudia—,

como concepto. Me preocupa más que permita que algún borracho acaudalado mate

a un niño y viole a una chiquilla.

—No tengo novedades sobre aquello —replicó Silvestre—. ¿Crees que tu asaltante

era cristiano?

Claudia asintió con la cabeza.

—Pues no lo era. ¿Quizá un soldado? ¿Un sacerdote consagrado al rito dionisíaco?

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—¿Qué grupo de sacerdotes es ese?

Silvestre respondió con una media sonrisa.

—A mi entender, Claudia, todos son bastante parecidos. Dionisios, Afrodita, Baco.

Existen auténticas hordas, y todos comparten su apoyo a Majencio. Pero sí, puede

que este canalla esté en Roma, escondido. Puede que se haya hecho cristiano o que,

incluso, se haya marchado hacia el este, con Licinio. El tiempo lo dirá. Quisiera

aconsejarte —añadió— que depositases tu confianza en Dios. Pero tú no tienes Dios,

¿no es cierto, Claudia?

—¡Mira a tu alrededor, sacerdote! —exclamó Claudia—. Llaman a esto la ciudad

de los muertos. ¿Volverán todos ellos a la vida? ¿Resucitarán?

Silvestre agachó la cabeza.

—En su momento, Claudia. Pase lo que pase, tienes mi palabra en lo relacionado

con el hombre del cáliz tatuado en la muñeca...

—Pero no hemos venido hoy aquí por eso.

—No, tienes razón.

Silvestre apoyó las manos sobre sus muslos y se inclinó hacia delante, como si

estuviese hablando solo.

—Este es el principio de una nueva era para la iglesia cristiana, Claudia. No habrá

más persecuciones, proscripciones, muertes violentas en el anfiteatro. En el este,

Licinio se agrupa en Nicodemia y conspira; el resto del mundo observa. Hay asuntos

pendientes por concluir. Constantino, o Licinio, emergerá como el único señor del

mundo romano. Nosotros rezamos porque Constantino resulte victorioso. Nos ha

otorgado una posición favorable. Consideramos a su madre como uno de nuestros

aliados más poderosos.

—¿Y el asesinato de las cortesanas pone en riesgo todo eso?

—Sí, proceden de la casa de Domatilla. Se llaman a sí mismas el Gremio, o La Casa

de Afrodita. Son chicas de familias de alto rango, con amigos muy influyentes.

—Pero no son las únicas cortesanas que hay en Roma.

—No, no lo son. Constantino ha tomado amigas de otras casas y nada les ha

ocurrido.

¿Y qué le hizo inclinarse por las de Domatilla?

—Es amiga de la Augusta Elena. Es una buena forma de que la madre de

Constantino pueda mantener vigilado a su chico. Hasta ahora —continuó

irónicamente—, la moral personal del emperador no había sido asunto de nuestra

incumbencia; pero ahora lo es. Ya ha habido tres asesinatos, posiblemente cuatro.

—¿Otro más?

—Es lo que nos dicen nuestros espías en el palacio imperial. Una chica llamada

Sabina entró allí la pasada noche, y la encontraron muerta más tarde, con cruces

sangrientas grabadas en su frente y mejillas. También dejaron un defixio junto al

cadáver.

—¿Una maldición solemne?

—Sí, Claudia, una maldición solemne. Es cierto —dijo Silvestre, agitando una

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mano— esas muertes no son atribuibles a nuestro emperador. Pero crean inquietud,

desasosiego y ofenden las susceptibilidades de la gente. Todos dicen que los antiguos

días siniestros han acabado, que Roma no volverá jamás a someterse al mandato de

un Nerón, Diocleciano, Calígula, o de un Elegalbo.

—¿Las cruces sangrientas han traído el descrédito también a vuestra fe?

—Así es, Claudia. En algunos lugares, aún se considera a la cristiandad como un

movimiento desviado y sediento de sangre, cuyo auténtico propósito se mantiene

oculto bajo un manto de secreto. La gente podría pensar que esos asesinatos prueban

que ni Constantino ni la cristiandad son dignos de confianza.

Claudia le habló del asesinato acaecido en Las Burras, y de los pergaminos que allí

encontró.

—Bueno, eso al menos prueba algo —dijo Silvestre, dándose unos golpecitos en la

sandalia—. El objetivo de esos asesinatos es crear incertidumbre e inquietud, y avivar

las habladurías contra Constantino y contra nosotros. Ario era un mercader de vinos,

¿no es cierto?

—Sí.

—Puede que el asesino haya trabajado para algún agente de Licinio —explicó

Silvestre—; alguien cercano a Constantino, que intenta desacreditarnos a nosotros y

al emperador con esos asesinatos.

—Entonces, ¿Licinio está detrás de esto?

—Sí, Licinio y un traidor en la corte de Constantino.

—Pero no puedo imaginarme tal cosa —replicó Claudia—. Cada vez que asesinan

a una prostituta, el asesino arriesga su propia vida. ¿Matar a una mujer como Sabina

en pleno corazón del palacio real...?

Silvestre sacudió la cabeza.

—Piensa en Licinio como en el centro de una rueda. Se encuentra en Nicodemia,

deseando sembrar el desconcierto en torno a la figura de Constantino; sus agentes en

Roma son los radios de esa rueda.

—¿Y la circunferencia de la rueda? —preguntó Claudia.

—El mismo asesino, alguien cercano a Constantino.

—Pero no has respondido a mi pregunta. Si fue Bessus, el chambelán, o incluso la

propia madre de Constantino, sorprendida junto al cuerpo de la cortesana, con la

navaja en la mano...

—Las muertes podrían haber sido bastante fáciles —replicó Silvestre—. Una

murió tras abandonar los baños, la segunda, en el atrio de una casa en el Esquilmo, la

tercera, en unos jardines públicos, y la cuarta, en el mismo palacio. Ahora, las

cortesanas viven sus vidas. Guardan secretos; es parte de su especialidad, la

discreción. Así que, si un patricio poderoso quiere satisfacer sus apetitos, deberá

encontrarse con la mujer que elija en un lugar que esté a salvo de miradas indiscretas.

—¿Entonces? —preguntó Claudia.

—El asesino puede ser la misma persona que invita a la cortesana. O, más

probable aún, acecha a su víctima hasta que está listo para golpear —suspiró

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Silvestre—. Aunque debo admitir que el asesinato de anoche ha debido de ser mucho

más difícil de llevar a cabo que ningún otro —Silvestre hizo una pausa y trató de

captar algún sonido desde las sombras.

—¿Qué ocurre? —preguntó Claudia.

—Nada, creí haber escuchado algo. Podría ser cualquier cosa —se llevó un dedo a

los labios, quedándose inmóvil—. ¿Has oído hablar del Sicario?

—Chismes y habladurías. El nombre significa «hombre-daga», ¿no es cierto?

—Sí, es también el nombre de un asesino profesional: un hombre que acepta un

contrato para perpetrar asesinatos.

—Pero Roma está llena de ellos. Hay tantos asesinos como ratas en las

alcantarillas.

—No, este hombre o mujer, quienquiera que sea el Sicario, es especial. Quieres que

se cometa un asesinato y está hecho.

—¿Cómo?

—No lo sé —dijo Silvestre, negando con la cabeza—. Hay una taberna cerca del

Tíber llamada El Caballo de Troya. Es mezquina, miserable y llena de recovecos. Su

dueña es una bruja, una envenenadora, una matrona de putas, de nombre Locusta.

Es retorcida y malvada. Lo único que sé es que el Sicario demanda una fuerte suma.

Cuando le contratan, el nombre de la futura víctima se negocia en esa taberna.

—Entonces, ¿por qué no la cierran las autoridades?

—Primero, no tienen pruebas suficientes. Segundo, ¿por qué iban a cerrar las

autoridades algo que, probablemente, ellos mismos hayan usado? Finalmente, si la

policía entrase allí, tan solo capturaría la jaula y no al pájaro.

—Entonces, ¿me estás diciendo que Locusta recibe el nombre de la víctima y se lo

transmite al Sicario?

—Eso parece, y sería muy difícil atraparle. Es como si yo fuese allí y diese tu

nombre —Silvestre le pellizcó el brazo en broma—. Probablemente, no lo aceptaría.

En realidad, me estaría poniendo en peligro. El querría saber quién soy y de dónde

vengo. Se han dado casos en los que el Sicario ha llevado a cabo ejecuciones privadas

contra aquellos que le han importunado.

—Pero el emperador o la Augusta podrían intervenir, usando la fuerza o el

soborno.

—Es posible, ¿pero tendrían éxito? Una alimaña como el Sicario acepta una tarea y

trabaja para un señor. Si está comprometido, el asesino olería la trampa.

—¿Y crees que este Sicario ha matado a las prostitutas?

—Probablemente.

—¿Qué pruebas tienes?

Silvestre se puso en pie y se desperezó.

—¿Qué es lo que te ha contado la emperatriz Elena? —preguntó.

—No mucho más de lo que me has contado tú.

—Sabemos —dijo Silvestre con una sonrisa— que, hace cinco años, el Sicario

recibió el encargo de rastrear y matar a uno de nuestros patriarcas. Tuvo éxito, y el

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Sicario dejó su propia marca individual: una moneda en la mano del muerto. Un

chiste macabro, para que su víctima pueda pagar a Caronte, el dios del Ultramundo,

cuando cruce el río Styx.

—¿Y esas mismas monedas se han hallado en las manos de las cortesanas?

—En realidad, en las dos primeras, pero después dejó de hacerlo, o se perdieron

las monedas.

—¿Y todas las víctimas eran de la misma casa? ¿No podría ser que el asesino

tuviese alguna cuenta pendiente con Domatilla? Y en ese caso, ¿por qué no abandona

Roma?

—Según los rumores —replicó Silvestre—, pretendía hacerlo, pero la mismísima

Augusta en persona se lo prohibió. Aparentemente, Elena adujo que parecería que

Domatilla ya no confiaba en su emperador; eso podría causar una protesta

generalizada y atraería aún más la atención hacia los asesinatos.

—¿Podría ser Domatilla la responsable?

—¿La Domatilla hedonista y amante de los placeres? Lo dudo mucho. Ella vive

para su leche perfumada, sábanas de seda, cotilleos y el auspicio de los poderosos y

famosos —dijo Silvestre, frotándose las manos—. Es propietaria de una opulenta

villa con grandes jardines, cerca del Esquilino. Durante la guerra civil, mientras

Constantino marchaba sobre Roma, Domatilla, junto con Lucio Rufino, era la adepta

más poderosa de Constantino. Cuando la situación entró en crisis, Majencio y su

esbirro Severio comenzaron su ofensiva. Domatilla y sus chicas abandonaron Roma.

Tomaron un barco hasta Ostia, y desde allí a Milán. Severio se apoderó de la villa de

Domatilla. Primero, por su opulencia; segundo, para hacerse con cualquier tesoro

que Domatilla hubiese dejado atrás; y tercero, para registrar la villa en busca de

cualquier documento importante que pudiera albergar.

¿Y qué ocurrió con Severio?

—Bueno, como ya sabes, Constantino aplastó a los ejércitos de Majencio en el

Puente Milviano y entró en Roma. Severio, como todos los demás, decidió cambiarse

de bando. Sin embargo, una tarde recibió la visita de una joven. Cuando sus siervos

fueron a despertarle a su alcoba, Severio estaba muerto, con una daga que atravesaba

su corazón, y no hallaron resto alguno de la joven. Constantino hizo su entrada en

Roma, llevando consigo la cabeza de Majencio, Domatilla decidió volver, y todo fue

dulzura y alegría, hasta que comenzaron estos asesinatos.

Claudia miraba fijamente la luz parpadeante del candil que Silvestre había

depositado en el suelo. Debía evaluar la situación, preguntarse si aquello no era

demasiado peligroso para ella. Silvestre tenía razón. Había un trasfondo mucho

mayor en todo esto que el asesinato de varias jóvenes. Claudia se maravillaba en

silencio de la gran cantidad de información que manejaba este poderoso sacerdote

cristiano. No era extraño que Constantino y Elena mostrasen su favor hacia una

organización con semejante legión de espías e informadores desplegados a lo largo

de la ciudad y el imperio.

—¿En qué piensas, Claudia?

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—¿Y sí —replicó lentamente Claudia— esos asesinatos no tuviesen relación con

Licinio? Desde luego, le agradaría mucho oír hablar de ellos, y se dispondría a pescar

en aguas turbulentas. Pero, ¿y si Constantino tiene un enemigo secreto, un hombre,

una mujer, o un grupo, que le guarda un feroz rencor? ¿Quién podría estar

interesado en tomar posesión del imperio? No, no —dijo, sacudiendo la cabeza—, eso

carece de sentido. Constantino controla al ejército, las tropas le adoran. Pero, ¿y si —

dijo, continuando con sus especulaciones— los asesinatos no tuvieran relación

alguna con Constantino y más con Domatilla y su villa? Sí —siguió, con creciente

excitación—, ¿y si Severio hubiese dejado algo oculto allí?

—¿Qué te hace decir eso?

—¿Y si alguien está interesado en ver a Domatilla fuera de Roma? ¿Y si tratan de

asustarla; ya sea porque sepa algo, o porque su villa esconda algo que quiera el

asesino?

—Entiendo —dijo Silvestre, esbozando una sonrisa—. Eso tiene sentido. Explica la

mala imagen que pretende darse de la familia imperial y de nuestra iglesia. Podría

ser...

—Es como una atracción secundaria en un circo —añadió Claudia—. Después de

todo, son Domatilla y sus chicas las que han sido castigadas, y no el emperador.

—¿Y el asesino?

—Alguien que tiene algo que ocultar, y que desprecia intensamente a Constantino.

Este asesino es el director de escena; el Sicario es su agente, el que organiza y

amenaza a la gente, como a Ario, el comerciante muerto, para que introduzcan

pergaminos y octavillas en la ciudad y las distribuyan.

—Sí, eso tendría lógica.

—Lo que me lleva a pensar en una muerte —declaró Claudia— a la que a nadie

parece preocupar. La chica Fortunata, que fue asesinada, y posteriormente, colgada

de un gancho de carne, en el palacio imperial. Estos días, los pasillos de mármol del

Palatino están abarrotados de informadores y de espías. Los siervos se muestran

dispuestos a vender la información que recopilan. Así que, ¿por qué centrarse en una

chica en concreto, a menos que supiese algo? ¿Pero qué?

—Eso deberás averiguarlo tú —replicó Silvestre—. Queremos que cesen esos

asesinatos, y que el autor sea desenmascarado. Si consigues hacerlo, Claudia —dijo,

sonriendo con picardía—, no solo conseguirías el favor del emperador y de su

Augusta madre, sino también la protección personal del obispo de Roma.

—¿Y el hombre con el cáliz en la muñeca?

Silvestre se puso en pie.

—Si haces eso, Claudia, no habrá sitio donde pueda esconderse. Si está vivo,

encontrarás justicia y venganza. Ahora debo dejarte. Creo que vas a trasladarte al

servicio de la casa del emperador. Cuando lo hagas, busca a una chica llamada

Livonia, pregúntale por Fortunata; quizá pueda serte de ayuda.

El sacerdote se detuvo a la entrada del pasadizo y le hizo la señal de la cruz.

—Ve tras de mí, dentro de unos instantes.

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Y se marchó.

Claudia se sentó y aguardó, tan embebida en sus propios pensamientos que sintió

el peso de los párpados. Cuando despertó, se preguntó inmediatamente si se trataba

simplemente del frío de este oscuro lugar, o si había escuchado un ruido.

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CAPÍTULO 5

«Todo en Roma tiene un precio».

Juvenal, Sátiras, I

CLAUDIA SE PUSO EN PIE Y AGARRÓ SU BOLSA Y SU bastón. Se internó en el

pasadizo y se detuvo, paralizada por el miedo. Las catacumbas eran un lugar

laberíntico y vacío. Silvestre y ella seguían siempre el mismo ritual al despedirse. Él

se marchaba primero, ella le seguía, apagando una tras otra las lámparas de aceite.

Ahora todas se encontraban apagadas, la que tenía a su lado y las que había

distribuidas a lo largo del pasillo. Silvestre jamás habría hecho tal cosa. Había alguien

más allí, un intruso que aguarda en las sombras con una daga o un garrote. Claudia

recordó un incidente en los alrededores del campamento de Constantino, un mes

antes. Siguiendo órdenes de Anastasio, Claudia se había marchado a reunirse con un

espía del ejército de Majencio. Según la había informado el sacerdote imperial, nadie

se percataría de la presencia de una ratoncita, una chica del servicio dispuesta a

satisfacer a su chico, que tendría la mala suerte de estar de servicio. Aquella noche,

las cosas no salieron así. Habían descubierto al espía y lo habían ejecutado. Un

asesino a sueldo aguardaba en su lugar. No hizo la señal acordada de antemano. En

este momento, Claudia sentía el mismo pellizco en el estómago que experimentó

entonces, en esa fría noche de octubre. La muerte la acechaba: alguien la había

seguido hasta las catacumbas. Seguramente, no se habría atrevido a atacar a Silvestre,

¿pero a una chica del servicio? Claudia avanzó despacio.

—¿Quién anda ahí? —gritó con aspereza.

—¡Claudia! —la respuesta fue suave y con voz ronca—. ¡Claudia, ven aquí!

Claudia retrocedió unos pasos.

—¿Quieres que juguemos al ratón y el gato? —dijo la voz, con tono burlón—. ¿Al

escondite, entre las tumbas? ¿Debo perseguir a mi pequeña ratoncita? Observa las

paredes, Claudia, llenas de recovecos. Dejaré tu cuerpo entre los fieles difuntos y

nadie lo descubrirá jamás.

Claudia se puso tensa; la voz se aproximaba. ¿Pertenecía a un hombre, o una

mujer? ¿Joven, o viejo? Se restregó las manos en su túnica azul oscuro y gritó una

palabrota; es lo mejor que se le ocurrió. Se le secó la boca mientras trataba de ver

entre las sombras. Llevaba consigo una pequeña daga y un bastón.

—Juguemos al ratón y al gato —respondió, en tono amenazante—. Y recuerda que

el cazador puede convertirse en presa.

Claudia retrocedió hacia la caverna de donde procedía y se internó en otro

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Paul Doherty

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pasadizo. Se detuvo en un recodo y escuchó el tenue sonido de unas sandalias.

Continuó retrocediendo, deteniéndose de vez en cuando en los lugares en los que se

colaba algo de luz a través de alguna grieta del techo.

«Dirígete siempre hacia la izquierda», le habían dicho. «Sigue la señal del pez».

Así lo hizo pero, aunque su perseguidor se movía con cautela, no había duda de

que le estaba dando alcance.

—¡Claudia! —la voz se tornó ahora insistente—, lo único que pretendo es hablar.

¿Por qué no descansamos un poco?

La joven aligeró el paso. Sentía el sudor en la piel, y el pecho comenzaba a dolerle.

Sabía que no se había perdido, aunque aún no había señal alguna de una entrada; de

todas formas, si conseguía salir, ¿no continuaría su perseguidor con la caza? No

estaría a salvo hasta alcanzar la Vía Apia, cuando se fundiera entre la multitud que se

dirigía hacia la ciudad. El bastón se le escurría de las manos. Dobló una esquina y

suspiró aliviada. La luz se hacía más fuerte. Miró atrás, hacia la entrada estrecha por

la que había pasado. Al fondo, a cada lado, destacaba un pequeño saliente rocoso.

Colocó el bastón sobre éstos y escuchó con atención. Su perseguidor estaba cerca.

—¡He acabado la carrera y he ganado! —gritó hacia las sombras, burlándose—.

¡Pronto me habré ido!

Claudia cogió su carga y continúo bajando por el pasadizo. Escuchó un golpe y

sonrió con malicia. Quienquiera que la estuviese persiguiendo, había tropezado con

su bastón.

—¡Sabré quien eres! —gritó con voz amenazante la joven—. ¡Reconoceré tu tobillo

herido y tu cojera!

Finalmente, subió los escalones que la condujeron hacia el extremo del cementerio,

bajo la luz del sol, no demasiado lejos de la Vía Apia. Corrió entre los decadentes

monumentos y tumbas, las jarras funerarias de marfil y las desgastadas lápidas.

Cruzó una zanja y casi se dio de bruces con un sorprendido grupo de granjeros que

empujaban sus carretas hacia la puerta de la ciudad.

—Lo siento —tartamudeó—, pero mi novio es muy persistente.

Los granjeros soltaron una risotada e hicieron comentarios obscenos. Uno le

ofreció un pellejo de vino, otro un crujiente pastel de avena. Claudia los aceptó de

buen grado. Miró hacia atrás, pero no vio señal alguna de su perseguidor. Siguió a

los granjeros en su camino a través de las puertas que guardaban la ciudad. Les dio

las gracias y se detuvo frente a un puesto de comida para comprar algo de carne y

una copa de vino aguado. Fue entonces cuando comenzó a temblar, sintiendo cómo

se le encogía el estómago ante su ajustada huida. Observó a la gente que desfilaba

hacia la ciudad, pero no reconoció a nadie que actuara de manera sospechosa. Un

anciano pasó cojeando junto a ella, pero tenía la espalda arqueada y la cara

manchada de barro y lodo. No vio señal de nadie más que pudiera suponer una

amenaza. Claudia suspiró y continuó su camino. Se detuvo frente una carpintería,

para comprar un nuevo bastón, y se internó entre la muchedumbre, poniendo rumbo

hacia el centro de la ciudad.

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Paul Doherty

Asesinato imperial

Se detuvo en una taberna y trató de asear su aspecto, pero había poco que pudiera

hacer allí para recomponer su túnica. Estaba rasgada y manchada de barro y lodo

verdoso, tras haberla restregado contra las paredes de las catacumbas.

Cuando se presentó antes las dependencias de la servidumbre del palacio

imperial, en el Palatino, un chambelán la miró de pies a cabeza y esbozó una sonrisa

burlona.

—No eres una gran adquisición, ¿no te parece?

—¡No soy ninguna adquisición! —respondió secamente Claudia—. ¡Soy una

sirvienta contratada para el servicio doméstico!

—Es posible —continuó el joven en todo jocoso—. Pero solo contratamos a gente

limpia.

Chasqueó los dedos y un chico de la cocina se llevó a Claudia, a través de pórticos

y jardines, hasta un dormitorio que había tras el palacio; una simple habitación sobre

los establos. Contenía dos filas de camas, sobre las que había un pequeño cazo y una

cuchara. Una de las sirvientas yacía en su catre, retorcida y enferma. Un sanitario

permanecía sentado junto a ella, sujetando un gran cazo de infusión de raíces, y

apremiaba a la chica para que inhalara los vapores. El dormitorio estaba escasamente

iluminado: unas ventanitas, apenas unas aberturas en la pared, proporcionaban algo

de luz; el aire apestaba, cargado del aroma a sudor, orín y aceite de los sementales, y

el olor a perfume barato. En el extremo opuesto de la habitación había un lavabo,

compuesto por una serie de palanganas, apoyadas sobre una precaria base de

madera, y unas jarras de agua. Claudia cogió una de éstas, se lavó la cara y las

manos, y volvió a recorrer el dormitorio. El chico de la cocina se aprestaba a deshacer

sus bultos. Claudia levantó el bastón con gesto amenazante. El chico se agachó,

levantó su túnica, ventoseó escandalosamente en su dirección y se retiró.

Claudia se desabrochó la túnica con rapidez. Desenrolló su nueva túnica azul y la

depositó en el cajón, junto con algunos recuerdos. No temía que le robaran. Ya había

trabajado varias veces en lugares como este. Había una regla no escrita en este tipo

de dormitorios por la cual una chica jamás robaba a otra. Sin embargo, lo que

consiguieran afanar en cualquier otro lado, era asunto de cada cual.

—¿Eres tú, Claudia?

Una chica alta la miraba desde la entrada del dormitorio, con una cabellera sucia

recogida con firmeza sobre su espalda. Tenía un rostro ancho y curtido, y su voz

tenía un tono gutural.

—Soy Clatina. Trabajarás conmigo en las cocinas.

Claudia avanzó hacia ella. Clatina parecía una persona atemperada, con unos

pequeños ojos azules y delgados labios. Tenía las manos apretadas y la piel ajada y

agrietada. Ambas se estudiaron minuciosamente. De nuevo, se desarrollaba el mismo

juego de otras veces. Claudia sabía lo que debía estar pensando Clatina, y viceversa:

¿Quién eres? De verdad, ¿quién eres? ¿Una informadora? ¿Una espía? ¿Tienes algún

protector poderoso? ¿O algún matón entre los guardianes? ¿Eres alguien al que debo

apaciguar, o temer?

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Paul Doherty

Asesinato imperial

—¿Eres germana? —preguntó Claudia.

—No, helvecia.

Claudia asintió con la cabeza.

¿Y tú?

—Mi padre era un centurión romano, y mi madre era de Britania.

Esta vez fue Clatina la que asintió, sin que sus ojos dejaran de escudriñar a

Claudia.

—¿Por qué estás aquí?

Claudia se encogió de hombros.

—Trabajaba en una casa. Ahora, me han transferido a otra. Soy una mujer libre.

Clatina forzó una sonrisa. Claudia sabía que había tomado una decisión. La recién

llegada no era alguien a la que había que castigar, golpear o intimidar. Nada de

trucos sucios en la cocina. Ningún accidente simulado con una sartén rebosante de

aceite hirviendo.

—Comprobarás que soy una buena trabajadora —le aseguró Claudia—. Mantengo

la boca cerrada y la cabeza gacha.

Los ojos de Clatina se llenaron de alegría. De nuevo, tomó una decisión. Esta

nueva chica conocía las reglas, el respeto por la jerarquía.

—Puedes trabajar conmigo —ofreció Clatina—. No está del todo mal. Los

cocineros son unos bastardos, y los chicos de la cocina tratarán de pellizcarte el

trasero. Los soldados creen que son la respuesta de los dioses a la feminidad. Y en

cuanto al resto... —Clatina no se dejaba afectar por cortesanos, lacayos, adláteres y

visitantes—. ¡Procura asegurarte de que nunca te quedas a solas con ellos! Ya has

trabajado antes en sitios como este, ¿no es cierto? Los grandes personajes vienen y

van —la sonrisa de Clatina se desdibujó y se mordió el labio: tal comentario podía ser

considerado como traición. Sus ojos adoptaron una mirada suplicante.

—Lo comprendo —dijo Claudia con una sonrisa—. Los grandes personajes vienen

y van cada día. Pero nunca se quedan a trabajar desde la mañana hasta la noche.

Clatina extendió la mano. Claudia la estrechó.

—Creo que te irá muy bien —murmuró Clatina—. Pero vamos. El chambelán ha

dicho que deberías haber estado aquí al amanecer.

Y fue así como empezó el servicio de Claudia en las cocinas y los pasillos de

palacio. Una rutina monótona y aburrida, corriendo de aquí para allá, transportando

vasijas de agua o jarras de vino. Horas y horas en las cocinas, donde se concentraba

el calor y el humo se elevaba como nubes; o en la sala de prensado, donde se obtenía

el aceite y se almacenaba en grandes cubas. Había que lavar las mesas, fregar los

suelos. Unos rápidos bocados de mantequilla, huevos y queso de cabra, entrelazados

con el tintineo de los platos y cubiertos. En general, Claudia fue confinada al entorno

de trabajo del palacio. De vez en cuando, tenía que cruzar hasta donde los personajes

sublimes se alojaban, entre pasillos de mármol y columnatas bañadas por el sol. Se

mantuvo muy reservada; retirando a un lado las manos curiosas, escuchando los

cuchicheos malintencionados, pero nunca respondiendo a ellos. Al principio se

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Paul Doherty

Asesinato imperial

notaba su presencia, pero pronto llegaron a ignorarla. En una ocasión, se cruzó con

Anastasio en un pasillo. El sacerdote le guiñó un ojo y continuó su camino. Claudia

asimiló la rutina del palacio y, lo que era más importante, aprendió quién era

Livonia: una fornida chica rubia que trabajaba en la lavandería. Al principio, Claudia

se tomó su tiempo, hasta una tarde en la que se encontraba almorzando junto a otras

sirvientas, en un soleado patio del palacio. Se las arregló para sentarse junto a

Livonia, que devoraba su comida con glotonería. Claudia la observó con simulado

asombro.

—Toma —dijo, y le cedió su plato de madera con porciones de pan, uvas, queso y

trozos de carne adobada; las sobras de un banquete.

—¿No tienes hambre? —replicó Livonia con ojos atónitos.

—No tanta como tú —sonrió Claudia—. Me recuerdas a mi amiga Fortunata.

Livonia se tragó su comida y la engulló con dificultad, mirando a Claudia con

unos grandes ojos repletos de fascinación.

—¿Conocías a Fortunata?

Claudia sonrió, preguntándose si Livonia era tan estúpida como parecía o si estaba

fingiendo. En los palacios de los Césares, nada era lo que parecía.

—Servimos juntas en varios sitios —replicó Claudia—. Pero, de pronto,

desapareció. Supongo que se fugaría con algún marinero.

—No lo creo de Fortunata —dijo Livonia con aire burlón—. ¡Era lista como una

serpiente! Tenía grandes pretensiones de convertirse en actriz. Deberías haberla visto

cuando vino aquí la compañía de Zosinas. ¿Has oído hablar de él? Es dueño de un

teatro cercano a los baños de Diocleciano.

Claudia asintió con la cabeza. Zosinas era un empresario muy conocido, que

contrataba a distintas compañías y organizaba representaciones en Roma y en

muchos otros lugares.

—¿Qué te hace pensar que Fortunata se habría ido con él? —preguntó Claudia.

—Un par de semanas antes de que desapareciera, la compañía visitó el palacio.

Fortunata estaba muy excitada, no paraba de hablar de Paris, uno de los actores

principales.

—He oído hablar de él —intervino Claudia.

Muchos actores en Roma se habían creado una gran reputación: Claudia siempre

mostraba mucho interés por la meteórica ascensión y caída de este u otro actor.

Había oído mencionar el nombre de Paris en Las Burras, y había leído su nombre

pintado en muchas paredes alrededor de Roma.

—Estaba muy enganchada —declaró Livonia—, como una perra en celo, pero es

posible que haya estado ladrando al árbol equivocado —estalló en una tremenda

risotada, que dejó perpleja a Claudia, y le golpeó con el codo con gesto cómplice—.

Ya conoces a esos actores: ¡son unos culos inquietos!

—Claro, por supuesto —respondió Claudia entre risas—. Entonces, ¿Paris no la

correspondió?

—No lo sé. Fortunata estaba muy enganchada, pero si llegó a algo con él o no, no

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Paul Doherty

Asesinato imperial

tengo ni idea.

—Pero, ¿por qué Paris? —preguntó Claudia.

—Es un presumido. Se organizó una obra para los notables y poderosos. Después

de la función, todo el reparto acudió a las cocinas para que les dieran comida. Creo

que Fortunata se encargó de rellenar la copa de Paris.

—¿Se encontró después con él? —preguntó Claudia.

Livonia se dio unos golpecitos en su rechoncha nariz.

—No hagas preguntas, y no escucharás mentiras. Además, creí que tú eras su

amiga, deberías saberlo.

—He estado fuera —explicó Claudia—, y cuando volví a buscarla...

—Es extraño que digas eso —dijo Livonia, rebañando su plato—. Alguien más ha

estado preguntando por ella. No me preguntes quien, ni por qué. Son solo chismes,

habladurías. Bueno, gracias por tu comida —dijo, y empujó hacia ella el plato de

madera.

Claudia se reclinó contra la pared y miró hacia el techo. Al hacerlo, una ventana se

cerró muy rápido. Podía haber sido cualquiera, pero estaba convencida de que

Livonia y ella misma estaban siendo observadas.

A la tarde siguiente, Claudia se deslizó hacia el exterior del palacio. Clatina le

había dicho que podía tomarse la tarde libre, y Claudia estaba decidida a visitar a ese

tal actor, Paris. El día era sorprendentemente cálido, y el aire contenía un suave

toque de frescor de primavera. Los grandes patricios y sus señoras, seguidos por su

séquito de esclavos y sirvientes, se exhibían ante el vecindario. Las calles estaban

abarrotadas de literas y palanquines, mercachifles y comerciantes y escuadrones de

soldados que desfilaban de vuelta a sus barracones. Claudia caminaba como siempre

solía hacerlo, rápidamente, por los callejones y los caminos estrechos. De vez en

cuando, se detenía, pero no detectó a ningún posible perseguidor.

Se encontró con el teatro de Zosinas al final de una pequeña plaza,

empequeñecido por la impresionante mole de los baños de Diocleciano; un edificio

circular, con unas cabezas de sátiros labradas en piedra sobre la puerta principal. Se

introdujo hasta un pasillo; nadie la detuvo. El foso de la orquesta estaba lleno de

obreros y músicos, gente sudorosa que no paraba de gritar mientras cambiaban el

escenario para una nueva representación. Claudia se sintió como en casa al instante.

La pintura, el serrín, los extraños perfumes de las cabinas de maquillaje, el chirrido

del laúd y del arpa al ser afinados. La gente chillaba, en vez de hablar, en una

atmósfera general de excitación. Los directores de escena iban de un lado para otro,

lanzando órdenes, o dictando a unos escribas de aspecto tenso. Unas chicas jóvenes

correteaban de aquí para allá, luciendo máscaras pintadas y disfraces. Los

muchachos volvían apresuradamente de los puestos de cocina, portando bandejas de

comida humeante y cestas repletas de pan y pescado.

Claudia se sentó en el extremo de una hilera de sillas, bajando la mirada hacia la

orquesta. Una chica subió hasta donde se encontraba.

—¿Has venido para el ensayo?

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Paul Doherty

Asesinato imperial

—No, estoy aquí para ver a Paris.

—Como todas nosotras, ¿no? —dijo la chica con picardía.

—¿Qué estáis preparando? —preguntó Claudia.

—Las últimas grandes producciones de Zosinas: dos obras de Terencio, Medea, de

Ovidio, y La Casa de Fuego, de Ferino.

—¿Todo a la vez? —dijo Claudia en tono de broma—. Yo trabajé en el pasado en la

compañía de Valeriano.

—¿De veras? —la sonrisa desapareció—. ¿Así que estás buscando trabajo?

—No, busco a Paris —Claudia abrió su bolsita y sacó una moneda—. Le traigo

noticias urgentes. Alguien que conocía ha muerto. Te lo prometo, es la única razón

por la que deseo verle.

La chica miró el dinero y se enjugó los labios.

—Es tuyo —ofreció Claudia, alzando la moneda ante sus ojos—, si me llevas hasta

Paris.

La chica salió correteando. Claudia se desplazó para sentarse en la sombra,

resguardándose del sol, que comenzaba a brillar con fuerza. El calor rebajó la

frenética intensidad del trabajo de los operarios, pintores, artistas y actores, que

buscaron también la sombra para descansar unos instantes. Al poco rato, apareció la

muchacha.

—Paris estará contigo enseguida. De hecho, está más cerca de ti de lo que

imaginas.

Sus ojos enfocaron más allá de Claudia; se giró y contempló al joven que sonreía a

su espalda.

—¿Eres tú Paris?

—Eso es lo que todos dicen.

Claudia jamás había visto a nadie tan bien parecido: un suave rostro aceitunado,

ojos lozanos que se elevaban ligeramente en los extremos, una nariz estrecha y recta

sobre unos labios carnosos y sensuales. Llevaba una túnica oscura; tenía el pelo negro

rizado, con unos tirabuzones que le caían hasta las mejillas.

—Entrégale a la chica su moneda —dijo.

Claudia se la dio. Paris atravesó la hilera de sillas y se sentó junto a ella. Le rodeo

el hombro con el brazo y la miró con ojos traviesos.

—¿Tú nombre es?

—Claudia —tartamudeó. Estaba acostumbrada a los actores, a su falsa

familiaridad y a sus saludos exagerados que no significaban nada. En el teatro, la

gente te besaba y abrazaba y, una hora más tarde, te ignoraba por completo.

—¿Y trabajaste de actriz en la compañía de Valeriano, ese borracho fanfarrón que

acabó arruinado? —Paris chasqueó los dedos y la señaló con el dedo, con una uña

perfectamente esculpida—. He oído hablar de ti, Claudia. No eras demasiado buena

leyendo tus líneas, pero eras brillante con la mímica. ¿No te habré visto una vez? ¿En

una representación, en Capua?

—He estado en Capua.

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Paul Doherty

Asesinato imperial

—¿Y ahora?

—Me dedico al servicio. Tal como has dicho, Valeriano quebró. Mi tío regenta Las

Burras, cerca de la Puerta del Esquilino.

—¿Y estás buscando trabajo?

—No.

—¡Bien! —Paris agitó la mano lánguidamente—. Las directoras de escena son unas

arpías —dijo—. No son más que un atajo de fulanas. Te prometen el mundo, pero

todo lo que les interesa es una buena ganancia y un buen revolcón.

Claudia contemplaba su rostro suave, casi hermoso, las largas pestañas, sus finas

cejas y esa gloriosa mata de pelo negro. Paris se recostó sobre el respaldo de la silla y

balanceó las piernas, ágiles y fuertes, resplandecientes por el aceite que se había

untado, y golpeó suavemente entre sí las sandalias.

—Bueno, los demás están comiendo, bebiendo o fornicando. Lo que sea. La chica

me dijo que alguien que yo conocía ha muerto, pero la gente muere constantemente,

¿no es cierto, querida?

—¡Fortunata ha muerto!

Paris encogió las piernas y retiró el brazo.

—Lo siento —murmuró—. Era una chica alegre, de ojos despiertos y boca

descarada. Quería convertirse en actriz. Yo la ofendí —sus ojos se llenaron de

lágrimas—. Era demasiado mayor para comenzar. Sin embargo, parecía gozar de

buena salud.

—Y así era, hasta que la asesinaron.

—¡Asesinada!

—Le cortaron el cuello, y colgaron su cuerpo de un gancho de la carne.

Paris se echó a un lado para dar una arcada. Cuando consiguió controlarse, tenía

el rostro pálido y los ojos empañados.

—¡Por todos los dioses! ¿Quién haría tal cosa?

—No lo sé. Por eso vengo a verte, al igual que hizo Fortunata, ¿recuerdas?

—Sí, sí, por supuesto que lo recuerdo. Fuimos al palacio. Representamos algunas

obras y algo de mímica y cante. Seguidamente, como es habitual, nos dieron de

comer en las dependencias de los sirvientes. Fortunata se acercó a mí; era un encanto

de mujer.

—¿Te acostaste con ella?

—Vaya, eres una chica muy picara —susurró Paris—. Pero sí, lo hice. Nos hicimos

grandes amigos. Solía venir al teatro y después cenábamos en un refectorio. Era una

mujer —dijo, haciendo una extraña mueca— un poco misteriosa.

—¿Y entonces?

—Un día dejó de visitarme.

—¿Te mencionó algo? —Claudia hizo una pausa—. ¿Algo extraño?

Paris sacudió la cabeza.

—Habladurías de palacio sobre otros sirvientes. Que estaba deseando marcharse

de allí.

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Paul Doherty

Asesinato imperial

—¿Habló de un matrimonio? ¿Había alguien más?

—Sí, lo había. Un gladiador, uno de esos frisios. Ya sabes, de esos grandes y

forzudos, que gustan de llevar pomposos cascos y unos pequeños pantalones

ajustados, y que suelen representar la danza de la muerte en el anfiteatro. ¡Ya sé,

Murano!

Claudia ocultó su sorpresa. ¿No era Murano el pretendiente de Januaria? Aunque,

por otra parte, los gladiadores eran conocidos por sus enredos amorosos.

—¿Era amable con él?

—Querida, no sé con quién era amable. Era muy buena conmigo, y yo lo era con

ella. Le dije que mencionaría su nombre a Zosinas. No, no —dijo alzando una

mano—. No le prometí nada a cambio de recibir favores. Simplemente, mencioné su

nombre para procurar conseguirle un trabajo en el teatro, o una plaza en el coro.

Había algo más —hizo una pausa y bajó la mirada hacia la orquesta—. Jamás

conseguirán poner el escenario en condiciones. ¿Sabes una cosa? Le dije a estos

patanes que no trataran de hacer nada excesivamente complicado, pero —dijo,

agitando la mano lánguidamente— es como si les hablara a las piedras.

—Fortunata... ¿has mencionado que era misteriosa?

Paris deslizó la mano tras su espalda.

—¿Quieres venir a almorzar conmigo, Claudia? Estoy algo cansado de la gente del

teatro.

Claudia sonrió.

—A mí tampoco me gustan demasiado. Pero sí —añadió—, si así puedes seguir

ayudándome.

—Hay un refectorio estupendo junto al foro —Paris se besó los dedos—. Ostras,

con una salsa deliciosa. Puedes reservar tu propia mesa. Está por encima de la barra,

así que puedes observar a todas las fulanas que deambulan por allí —dio un

profundo suspiro—. ¡Pero, volvamos a Fortunata! Pensé que no era nada fuera de lo

ordinario. Bueno, excepto en la cama, donde demostró tener muy buena voz. Pero un

día llegó tarde y, desde luego, ¡nadie llega tarde para Paris! Entonces, me puse de

mal genio y di un puñetazo en la mesa. No la iba a perdonar hasta que no me contara

dónde había estado. En realidad —dijo, elevando la mirada con expresividad—,

¡podía haber derribado mi fortaleza con muy poco esfuerzo! La pobre necia me dijo

que había estado en la taberna El Caballo de Troya, cerca del Tíber.

—¿El Caballo de Troya?

—Ya conoces su reputación. No habría entrado allí ni con un pelotón de

gladiadores. Fue entonces cuando mencionó a Murano, y dijo que él había solicitado

su compañía. Debo admitir que, a partir de entonces, nuestra relación se enfrió un

poco. Conozco bien los comedores y tabernas de Roma: El Caballo de Troya es un

sitio del que debes guardarte.

—¿Se mostró reservada?

—Sí, podía parlotear como una cotorra, pero siempre tenía la impresión de que su

mente estaba en otro sitio. A veces, incluso en la cama, podía notar con claridad que

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Paul Doherty

Asesinato imperial

no estaba pensando en mí —Paris respiró profundamente—. Y ya sabes como es esto

de actuar, Claudia, debes mantener la mente centrada en tu trabajo —suspiró

teatralmente—. ¿Pero terminar sus días colgada de un gancho de la carne? Si yo fuera

tú, querida, cambiaría unas palabras con Murano. Ese es el tipo de cosas que hacen

los gladiadores.

—¿Y dónde puedo encontrarle?

Paris la sujetó por los hombros.

—No tan rápido, pajarillo. Dame un beso —arqueó los labios y cerró los ojos.

Claudia le dio un ligero beso.

—¿No tienes ya suficientes amiguitas por aquí? —dijo, en tono de broma.

Paris soltó una estridente risotada.

—¡Mírame, Claudia, y no seas tan arisca conmigo! Tengo una buena voz, y lo que

Zosinas denomina buena presencia —dijo, y seguidamente, le mostró los dientes—.

Mira mis dientes. Ya sabes lo que le ocurre a los actores...

Ni siquiera tuvo que terminar la frase, pues Claudia comprendió enseguida lo que

estaba queriendo decir. Los actores tenían una notoria reputación de mujeriegos.

Incluso en la pequeña compañía de Valeriano, no era inusual ver a matones que

aguardaban en la puerta a que apareciera algún actor que había estado arando unas

tierras que no eran las suyas, o así es como solía describirlo Valeriano. Era difícil

actuar con dedos rotos, un brazo fracturado, o una boca llena de dientes astillados. Y,

una vez que un actor comenzaba una caída, era difícil detener su descenso.

—Claudia, no soy distinto de los hombres con los que has trabajado, ya lo sabes.

Está muy bien que alguna dama notable te elija para que compartas su litera, pero

tarde o temprano, ha que pagar el precio.

—Luego, ¿han de ser chicas como Fortunata y como yo?

—Sí, chicas como Fortunata y como tú. Dime, ¿dónde trabajas? ¿En el palacio?

Claudia esbozó una sonrisa.

—Siempre puedes encontrarme allí.

Paris le dio unos suaves golpecitos en la nariz.

—Entonces, iré a buscarte allí.

Se puso en pie, dispuesto a retirarse. Claudia observó que no tenía herida alguna

en los tobillos, y que no cojeaba al andar, aunque admitió en silencio que era difícil

imaginarse a un hombre como Paris persiguiéndola por los oscuros pasadizos de las

catacumbas.

—¿Dónde puedo encontrar a Murano? —le dijo.

—¡No seas tan cruel como para darme celos! —respondió—. ¿Dónde crees? Ve al

anfiteatro. Al igual que los demás carniceros, se está preparando para los juegos que

se celebrarán dentro de unos días.

Claudia observó cómo se marchaba. Sabía que le había contado la verdad.

Fortunata era una espía, un miembro de los Agentes in Rebus, pero mandaba en su

vida privada. Paris no confraternizaría con las chicas del teatro. Tales relaciones

daban siempre lugar a habladurías, envidias y división. Parecía natural que hubiese

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Paul Doherty

Asesinato imperial

optado por una chica como Fortunata, y era bastante comprensible que ella le

hubiera correspondido: una alianza casual que beneficiaba y proporcionaba placer a

ambos. Pero, ¿para qué iría Fortunata a El Caballo de Troya? ¿Y qué tipo de relación

tenía con Murano? Claudia se estremeció en su silla. Que Fortunata se hubiese

aventurado en tal taberna significaría que habría descubierto algo. Locusta, su

propietaria, tenía una pésima reputación y, según afirmaba Silvestre, El Caballo de

Troya era el antro donde se solía contratar a los sicarios. Claudia se enjugó los labios

mientras continuaba desmadejando su hilo de pensamiento. Fortunata debía haber

visto, oído, o descubierto algo. ¿O, simplemente, estaba haciendo averiguaciones, y

de ahí su brutal asesinato? Claudia maldijo en silencio a Augusta y a su propio

maestro, Anastasio. Como solía ocurrir, le habían contado lo menos posible. Se

limpió las manos en la túnica.

—Si te quedas más tiempo ahí, vas a tener que pagar.

Claudia miró a su alrededor. Uno de los corpulentos porteros le hablaba a su

espalda.

—Ya me marcho —dijo Claudia, con una sonrisa.

Claudia abandonó el teatro y cruzó la plaza, abarrotada de puestos ambulantes,

entre los que deambulaban pequeños mercachifles y buhoneros, vociferando las

virtudes del género que pretendían vender. Se abrió camino y se plantó en un

establecimiento de comida que había en la esquina de un callejón. Era un lugar sucio,

con mesas cubiertas de grasa, pero sus salchichas condimentadas estaban calientes y

muy sabrosas, aunque muy pringosas al tacto. Se las comió con rapidez mientras

aclaraba sus ideas. Si Fortunata conoció a Murano, éste podría entonces aportar algo

de luz sobre el misterio. Acabó su almuerzo y se internó en un callejón.

—¡Señorita! ¡Señorita!

Se giró sobre sus pies. Un golfillo corría hacia ella, con un bastón en la mano.

Claudia reconoció el bastón que había dejado en las catacumbas. El mozalbete,

mellado y harapiento, lo puso en sus manos.

—Me han encargado que te de esto.

Claudia sintió un escalofrío. Se puso de cuclillas para hablar con el chico.

—¿Quién?

Agarró la escuálida muñeca del muchacho y buscó una moneda en su bolso

apresuradamente. La sostuvo ante su cara.

—El me ha entregado otra también.

—¿Quién?

—El soldado.

—¿Qué soldado?

El muchacho miró por encima del hombro.

—¡Ya se ha marchado!

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Asesinato imperial

CAPÍTULO 6

«La honestidad se alaba y se abandona al frío».

Juvenal, Sátiras, I

CLAUDIA COGIÓ EL BASTÓN Y DEJÓ MARCHARSE al niño. Inspeccionó el

callejón y la plaza. ¡Así que la habían estado siguiendo! Se apresuró a recorrer la vía

que la conduciría hasta la escuela de gladiadores, cerca del Coliseo. Claudia sabía

que tales tugurios, que se multiplicaban por toda Italia, compartían la misma

distribución: una pared de cortinas, una garita de guardia en la entrada, y tras ella, la

zona de instrucción y las barracas de los gladiadores. Algunos eran esclavos, y otros,

hombres libres: su habilidad y coraje, su danza constante con la muerte, siempre

atraía a muchos espectadores y curiosos. Hoy no iba a ser distinto. Una multitud de

chicas jóvenes se apiñaba en las puertas, tratando de ver algo entre los guardianes.

Unos vendedores de empanadas habían montado sus puestos. Un carro de una

taberna local servía copas de cerveza y vino. Claudia trataba de abrirse camino. El

capitán de la guardia, un viejo gladiador, la agarró por el hombro y la empujó hacia

atrás.

—No puede entrar nadie —gruñó, pestañeando con su único ojo sano. Era un

hombre alto y corpulento, vestido con un taparrabos de cuero, grebas que protegían

sus piernas y un desgastado casco sobre la cabeza.

—Tengo que ver a Murano —declaró Claudia—. Me está esperando.

El hombre frunció los labios, pero esbozó una sonrisa cuando Claudia sacó una

moneda de su bolsa.

—Dile que vengo de parte de Fortunata. Si me deja entrar, te daré esto.

El capitán desapareció. Regresó algo más tarde, agarró a Claudia por el hombro y

la empujó a través de la cavernosa garita hasta la soleada arena. Claudia se sentía

como si hubiera entrado en un campo de batalla. El campo de instrucción estaba

flanqueado a cada lado por un pórtico sombreado. En el extremo opuesto, había una

sala que debía utilizarse para el adiestramiento con malas condiciones climáticas.

Sobre unos bancos, en el exterior, algunos hombres descansaban bebiendo y

comiendo y sin perder de vista el área de entrenamiento. El aire era denso, cargado

de sudor, sangre y aceite.

Los gladiadores, siguiendo las instrucciones de los «doctores», especialistas en las

distintas modalidades de lucha, embestían y atacaban a sus oponentes con falsas

armas de imitación, o se agrupaban en círculos, practicando golpes y cortes según las

ásperas órdenes de sus instructores. Claudia observaba con fascinación. Los jóvenes,

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Asesinato imperial

de varias nacionalidades, eran como bailarines, ondulando sus cuerpos delgados,

compactos y aceitados: se movían rítmicamente, como danzando al son de alguna

música inaudible.

—¡Atacad!

Los hombres avanzaban con escudos, espadas de madera, o redes.

—¡Defended!

Los hombres retrocedían; un movimiento espasmódico, extendiendo los brazos y

bajando la cabeza. El ritmo era contagioso: las fuertes pisadas, las órdenes

imperiosas, la respiración entrecortada, los movimientos de lado a lado, la mirada fija

de los gladiadores. Claudia había bebido y comido con ese tipo de hombres. Todos

decían lo mismo: «Jamás apartes la vista de tu enemigo, aunque tenga cubierta la

cara. Siempre sabrás qué movimiento está planeando. Olvida las armas, la red, el

tridente, el escudo, la espada. Observa la cara. Vigila el pecho. ¿Está cansado tu

oponente? ¿Comienza a flaquear? ¿Respira con dificultad?».

Los gladiadores vivían a la sombra de la muerte. Un día podían resultar

victoriosos, cubrirse de flores, regalos, monedas, abrazos de bellas mujeres. Al

siguiente día, podían encontrarse postrados en la arena del circo, con los brazos

alzados, suplicando a la muchedumbre para escuchar en respuesta: ¡Hoc habet! ¡Hoc

habet! «¡Que acabe con él! ¡Que acabe con él!».

Algunos conseguían luchar durante años: solo unos pocos conseguían amasar una

fortuna. La mayoría morían desangrados sobre la arena de algún anfiteatro. Otros,

como Océano, reconocía a tiempo las señales: la mengua de reflejos, la confusión. Tal

como le había dicho una vez el mismo Océano: «Acabas cansado de tanta muerte,

Claudia. El anfiteatro no es lugar para los cansados o asustados».

Claudia observó a los gladiadores. Los samnitas, con sus pesadas armaduras. Los

reciarios, con sus extraños cascos, redes y tridentes. Los simples espadachines, con

pequeños escudos circulares, que confiaban más en su agilidad que en la fuerza, o en

la armadura. Comprobó que todos los gladiadores adoptaban una posición

ligeramente encorvada. De hecho, Océano adoptaba constantemente esa postura.

Algunos se habían rapado la cabeza. Otros llevaban el cabello recogido sobre la

espalda. Algunos llevaban alhajas, un zarcillo sobre el lóbulo izquierdo, o una

medalla sobre el cuello; posiblemente, un recuerdo de algún admirador.

—Te comerían viva, pequeña.

Claudia se sobresaltó. El hombre que descubrió a sus espaldas era alto y muy

esbelto, y lucía pelo corto de tonos rojizos. Tenía el rostro cuadrado y estaba bien

afeitado. Sus ojos, de un color azul claro, eran despiertos, como los de un niño. Vestía

una simple túnica sin mangas. Sus piernas, suaves y musculosas, estaban aún

empapadas de sudor; sus sandalias de cuero estaban cubiertas de polvo.

—¿Eres tú Murano?

—¿Y tú?

El hombre se agachó y sonrió, limpiándose el sudor del rostro con el dorso de la

mano.

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Paul Doherty

Asesinato imperial

—Soy Claudia.

—¿Y conocías a Fortunata?

—No —dijo con una sonrisa—. He contado una mentira.

—Me alegro de que me hayas dicho la verdad, pequeña. Fortunata jamás

mencionó a ninguna Claudia. Bueno, ¿para qué has venido?

—Conocí a Fortunata, vagamente —tartamudeó—. Me quedé horrorizada ante su

asesinato.

Murano la cogió del brazo y la sacó del campo de instrucción, conduciéndola hasta

la sombra de la columnata. La dejó sentada sobre un banco y rellenó dos vasos de

barro con el agua de una gran vasija. Volvió con ella, le entregó uno y levantó el

suyo.

—¡Los que van a morir te saludan! —desvió la mirada hacia la arena con ojos

tristes—. Los juegos tendrán lugar dentro de pocos días —murmuró—. El emperador

quiere organizar una gran celebración. Todos los maestros de gladiadores están

preparando a sus hombres. No va a haber combates pactados, ni amañados. Todos

serán a vida o muerte —dijo, mirándola fijamente—. Es extraño, ¿no es cierto?

Algunos de esos tipos son mis mejores amigos. Comemos, bebemos y dormimos

juntos; compartimos las mismas prostitutas, pero, dentro de unos días, trataré de

matar a alguno de ellos y él tratará de matarme a mí —tomó un sorbo de agua—. Me

gustaría atrapar al asesino de Fortunata. Me gustaría hacerle lo mismo a él. Era una

buena chica.

—¿La conocías bien? —preguntó Claudia.

Murano soltó una carcajada y dejó el vaso en el suelo.

—Parece que bastante mejor que tú. Era mi hermanastra: el mismo padre, madres

diferentes. Fortunata era de una ciudad de la Galia. Nacimos como ciudadanos libres.

Nuestro padre era soldado; se compró una pequeña granja. Y, desde luego, odiaba

cada centímetro de ella. Todo lo que producía en ella se lo bebía. Fortunata entró a

trabajar en el servicio. Yo pensé en unirme al ejército, pero vino a mí el recuerdo de

mi padre, así que decidí hacerme gladiador.

—¿Te habló Fortunata sobre su vida?

—Yo no pregunté y ella no me contó nada. Es cierto, tenía mis sospechas. Parecía

tener más plata de la que parecía razonable, pero se lo tomaba a broma. Era bastante

generosa con los hombres. ¿La recuerdas?

Claudia recordó el cuerpo cubierto de sangre, colgando de aquel garfio en el

matadero.

—Era atractiva. Consiguió atraer la atención del actor Paris.

—Nos hemos encontrado en algunas ocasiones —murmuró Murano—. Si no fuese

un hombre, sería una buena mujer. A Paris le gustan los hombres y las mujeres. A

veces se acerca hasta aquí para vernos luchar. ¿Por qué estás interesada en

Fortunata?

—Coincidencia —replicó Claudia—. Tenemos mucho más en común de lo que

piensas, Murano: te traigo cariñosos saludos de Januaria.

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Paul Doherty

Asesinato imperial

Murano se quedó boquiabierto, y la miró atentamente.

—¡Claro que sí, Claudia! Eres la sobrina de Polibio —la agarró por los hombros y

la besó en la frente—. ¿Por qué no me lo has dicho? Conozco a Polibio, Popea y

Océano. He oído hablar de ti —dijo, esbozando una sonrisa—. ¿Es por eso por lo que

realmente estás aquí? ¿Para espiarme? ¿Para averiguar quién era en realidad

Fortunata?

—En cierta forma, sí —replicó Claudia con labia—, pero es extraño que nos

conozcamos a través de otra gente. Tenía curiosidad por ti y por Fortunata.

—Y, desde luego, yo la tenía por ti. A veces, me pregunto —continuó,

inclinándose hacia ella— qué hacen en realidad las chicas como Fortunata y como tú.

Mi hermana no era una prostituta, y tú tampoco lo eres. Tus ojos me lo dicen. No

tienes esa malicia en la mirada —le agarró la muñeca y apretó—. Al igual que ella, te

escurres de aquí para allá, haciendo preguntas.

—Mera coincidencia —repitió Claudia.

—¡Memeces! —replicó—. Nada de coincidencias. Observa —se giró hacia un

lado—. ¡Crixus! —gritó a un gladiador que descansaba bajo la columnata, a pocos

metros de ellos—. ¿Qué opinas de Las Burras?

—Es una buena taberna —respondió a gritos el compañero—. Pero debes andarte

con ojo con Océano. ¡Si te emborrachas, te arrancará el pellejo!

Murano le dio las gracias y se volvió de nuevo hacia ella.

—¿Ves, Claudia? Puede que Roma sea el centro del imperio, una gran ciudad en

expansión, pero la gente como nosotros nos conocemos bien: los guardianes de

tabernas, sus chicas, los tipos como Paris. Somos una pina, excepto Fortunata y tú.

Vosotras os mantenéis apartadas del resto del rebaño —dijo, y se froto suavemente

un corte que tenía en el labio—. Una vez le pregunté si era una espía, una

informadora. Simplemente, se echó a reír. Me temo que si te hiciera a ti la misma

pregunta, recibiría la misma respuesta, ¿me equivoco?

Claudia sonrió.

Y ahora llegamos a la muerte de Fortunata —continuó—. ¿Quién mataría a una

pobre chica del servicio como ella? ¿Quién le cortaría el cuello y la colgaría de un

garfio de la carne? Es lo que me dijo el chambelán del palacio, aunque los

embalsamadores hicieron un trabajo aceptable antes de entregarnos el cuerpo.

Claudia se puso tensa. Murano era un tipo muy agudo.

—Si a alguien se le ocurriese asesinar a una persona como tú, o como Fortunata —

declaró—, os cortaría el cuello y tiraría vuestro cuerpo al Tíber, o al fondo de algún

colector. Sin embargo, el cuerpo de Fortunata quedó como advertencia para alguien,

¿no crees? —dijo, dándole unos golpecitos en la rodilla—. Ya veo que no vas a

contarme la verdad. De todas formas, no pretendo causarte ningún problema. Así

que, dime qué quieres saber. No te andes con rodeos, debo volver a mi trabajo.

—¿Te dijo Fortunata algo que te resultara extraño? —preguntó Claudia.

—Casi no nos veíamos.

—Pero te la llevaste a la taberna El Caballo de Troya, junto a los muelles.

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Paul Doherty

Asesinato imperial

El rostro de Murano adoptó un gesto defensivo.

—Ella vino a verme —replicó—. Me pidió que la acompañara allí. Aquello me

inquietó un poco. Ya había estado allí antes, pero se escuchan muchas historias,

habladurías.

—¿Qué historias?

—¿Cómo puedo explicártelo? —dijo, y paseó la mirada alrededor del campo de

instrucción—. Si necesitas una poción, o un filtro, o si has encontrado una joya en la

calle que necesitas vender. O si quieres sacar a alguien de Roma sin que se enteren

los guardias. Es un sitio muy popular entre maleantes y asaltantes de caminos, pero

no les gustan los extraños. Si entrara allí ahora, no me mirarían dos veces, ¿pero

Fortunata, o tú? Las caras extrañas llaman la atención. Le dije todo esto a ella, pero

insistió.

—¿Por qué?

—Dijo que quería sentarse y observar. Yo sería el gladiador y ella mi novia,

tomando unos vinos en la noche. Fue tan insistente que terminé por acceder. Fuimos

hasta allí, unos dos o tres días antes de su desaparición. Reservamos una mesa en el

comedor: Fortunata y yo simulamos estar borrachos.

—¿Y hubo algún problema?

—Ninguno, en absoluto. Tras dos horas, me aburrí y dije que debía irme, así que

nos fuimos.

—¿Mencionó Fortunata en alguna ocasión al Sicario?

Murano la miró nerviosamente por encima del hombro.

—Ya he escuchado ese nombre antes, pero ella jamás se refirió a él. Y eso es todo

lo que puedo contarte —dijo, extendiendo las manos. Seguidamente, propinó unos

golpecitos a los bastones de madera de fresno de Claudia—. Deberías comprarte algo

más sólido —le indicó, con una sonrisa—. Deberías marcharte ahora, pero deja uno

de estos aquí.

Claudia, desconcertada, obedeció. Se puso en pie, le dio la mano a Murano y

atravesó las puertas que conducían hacia el exterior. Caminó con determinación,

alejándose de la multitud y se detuvo para abrocharse el lazo de su sandalia.

—¡Claudia! —gritó Murano, que corría hacia ella—. ¡Olvidas esto! —la alcanzó y le

devolvió el bastón. Le sujetó cariñosamente el mentón con un dedo y la besó

intensamente en los labios—. No le cuentes esto a Januaria.

Claudia, representando su papel, le sonrió.

—Dile que la veré pronto, ¡y que debe asistir a los juegos! Y quiero que recuerdes

algo —los ojos de Murano dejaron de sonreír—. Te lo diré aquí, donde nadie puede

escucharme. Has mencionado a cierto asesino. Creo que Fortunata iba tras él.

Cuando entramos en la taberna, no vi a nadie que conociera, pero cuando dejé a

Fortunata junto a las puertas del palacio, me dijo que había visto algo interesante. Le

pregunté que de qué se trataba. Ella simplemente se rió y dijo que deberíamos tener

otra cita. Aquella fue la última vez que la vi con vida —levantó una mano y la miró a

los ojos—. Cuídate mucho, Claudia.

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Paul Doherty

Asesinato imperial

La joven permaneció inmóvil mientras observaba como Murano se perdía entre la

multitud, deteniéndose para besar a una mujer, o levantando una mano, en señal de

saludo, hacia alguien que gritaba su nombre. Finalmente, golpeó el suelo con el

bastón. Si su hermano era inteligente, Fortunata lo había sido aún más. De alguna u

otra forma, se había percatado de que el Sicario estaba involucrado en el asesinato de

las cortesanas. ¿Habría descubierto Fortunata de quién se trataba? ¿Sería esa la

persona a la que vio en la taberna El Caballo de Troya?

—Has estado muy atareada, Claudia —dijo la emperatriz.

Claudia permanecía sentada en una pequeña silla y miraba al siempre sonriente

Anastasio. Había regresado al palacio del Palatino para realizar sus labores

habituales, y la habían enviado, portando una jarra de agua, a la Cámara de los

Delfines, una pequeña sala de juntas en las dependencias imperiales. El suelo era de

mármol azul y gris, en donde unos delfines de plata saltaban sobre olas de tonos

rojizos y dorados. Unos motivos similares decoraban las paredes, mientras que el

techo, pintado de azul oscuro, mostraba en su centro un gran sol dorado. Era una

habitación circular, sin ventanas exteriores; contaba con una única puerta, protegida

por un pasillo estrecho: el lugar ideal para que los príncipes se sentaran a conspirar.

La Augusta se sentó en el extremo de un sillón púrpura, de brazos cubiertos de oro y

tallados con la forma de leones al acecho. En el otro extremo descansaba Rufino, con

el codo apoyado sobre el apoyabrazos y la boca escondida tras los dedos,

observándola atentamente. Claudia no respondió a la emperatriz al instante. Debía

ser cautelosa. Todo lo que había descubierto provenía de confesiones de gente como

Murano o Paris. No debía hacer referencia alguna a su visita a las catacumbas, sus

confidencias con Silvestre, o a esa persecución criminal entre las tinieblas.

—¿Has estado atareada? —los dedos de Anastasio se movieron ostentosamente en

el aire, dibujando el signo de interrogación para enfatizar la pregunta.

—¡No respondas de la misma forma! —dijo Elena—. De veras me pregunto de qué

habláis entre vosotros. ¿Qué has descubierto, Claudia?

Claudia lanzó una rápida mirada a Anastasio, que asintió con la cabeza,

advirtiéndola con un gesto de que debía ser honesta.

—No he estado tan atareada —replicó—, pero sí lo estuvo Fortunata.

Enseguida le ofreció un rápido resumen de todo lo que había descubierto de

Livonia, a la que describió como una conocida, y de Paris y Murano. Insinuó que lo

poco que había averiguado sobre el Sicario venía de ellos. Mientras hablaba, la

expresión de sus interlocutores se tornó más sombría. Anastasio se puso

especialmente nervioso.

—Mi opinión —concluyó Claudia— es que Fortunata no se concentró en las

víctimas, sino en el Sicario.

—No me lo creo —murmuró Rufino—. Lo encuentro bastante difícil de aceptar.

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Paul Doherty

Asesinato imperial

—Entonces, deberías decirle por qué —replicó Elena.

Rufino se incorporó ligeramente y unió las manos.

—¿Cuánto sabes en realidad del Sicario?

—Muy poco, a excepción de lo que me contó Paris acerca de El Caballo de Troya,

de los chismes provenientes de la taberna de mi tío y de las insinuaciones de algunas

personas.

—El Sicario es un asesino profesional —dijo Rufino—. No trabaja para nadie.

Siempre se mantiene muy bien oculto.

—¿Y por qué no, entonces —respondió Claudia—, envías tropas a El Caballo de

Troya, arrestas a Locusta y la interrogas?

—¿Quieres decir que la torture? —se burló Rufino—. ¿Con qué pruebas?

Mandamos tropas a los suburbios, registramos una taberna, arrestamos a la dueña,

que con toda seguridad no nos dirá nada, y jamás le pondremos la mano encima al

Sicario.

—Esa no es toda la verdad, ¿no es cierto? —preguntó Claudia.

—¡Muy lista, ratón cita! —intervino Elena—. ¿Cuál crees que es la verdad?

—¡Que lo habéis usado!

Elena unió sus manos con fuerza, pero asintió.

—Sabemos del Sicario desde hace meses. Cuando mi hijo, el divino emperador,

planeaba su marcha sobre Roma, usamos sus servicios para quitar de en medio, de

manera rápida, a cierto oponente.

—¿Te refieres a Severio? —preguntó Claudia—. ¿El consejero personal de

Majencio?

—Me refiero a Severio —respondió Elena.

—Pero a él lo mató una mujer.

Elena la miró, desconcertada.

—¿Y cómo sabes eso?

Claudia pensó que debía haberse pellizcado muy fuerte, antes de hablar.

—Rumores, habladurías.

—Sí, claro, rumores y habladurías. Pero, mi pequeña ratoncita, ese es precisamente

el problema: en aquel momento, no sabíamos si el Sicario era hombre o mujer.

—¿Y quién, en nombre de Constantino —preguntó Claudia—, envió el mensaje de

que Severio debía ser asesinado?

—Yo lo hice —respondió Elena—. Una simple carta con mi sello personal y, desde

luego, acompañada del dinero necesario, almacenado en dos bolsas de cuero. Uno de

nuestros espías, un mercader, dejó el pequeño paquete en El Caballo de Troya.

Apenas había salido de la taberna cuando le detuvieron. Los soldados de Majencio le

crucificaron. ¡Pobre hombre! —suspiró—. Dicen que tardó dos días en morir.

—Entonces, ¿este Sicario solo actúa —preguntó Claudia— si tiene pruebas

fehacientes de la persona que contrata sus servicios? ¿No es eso peligroso?

—Es posible, pero no puede hacernos chantaje, ¿no es cierto? —apostilló Elena—.

Matar a Severio era parte del juego.

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Paul Doherty

Asesinato imperial

—¿Pero asesinar a esas cortesanas? —replicó Claudia—. Quienquiera que las haya

matado se burla del cristianismo y amenaza al emperador. La misma persona está

colocando carteles y pancartas por toda la ciudad: eso es, desde luego, un acto de

traición.

—Ya sé lo que es —dijo Rufino, agitándose en su sillón—, pero no tenemos

pruebas que involucren al Sicario. Lo mismo podría decirse de cualquier otro traidor

de la ciudad que acepte dinero de los enemigos del emperador para causar

desconcierto y desasosiego —Rufino dio un taconazo en el suelo con su sandalia

bordada en plata—. ¡La misión de Fortunata no era perseguir asesinos!

—¡Silencio! —gritó la emperadora, mostrando la palma de la mano.

Claudia miró fijamente al patricio. Su rostro enjuto estaba desencajado por el

enfado; de pronto, se recompuso, le sonrió y levantó la mano.

—No pretendo insultarte.

Claudia aceptó su disculpa. Incluso para un patricio, tal ofrecimiento de disculpas

era una señal clara de que se arrepentía de lo que acababa de decir.

—Digamos —dijo Claudia— que este enemigo del emperador está conspirando y

que, para conseguir su objetivo, ha contratado los servicios de un asesino profesional.

El asesino debe de conocer la identidad de este enemigo. Si seguimos la lógica de

Fortunata, si le atrapamos, atraparemos también al hombre que le contrató.

La emperatriz inclinó la cabeza y cubrió su risa con la mano. Anastasio sonrió,

pero Rufino parecía furioso.

—¡Augusta! —dijo bruscamente el banquero—. ¿Qué te parece tan divertido?

Elena levantó la cabeza.

—Ahí está mi ratoncita, escurriéndose por los pasillos. Apuesto a que sé lo que

estás pensando, Rufino: por qué no me habían contado todo esto antes, ¿me

equívoco?

—Excelencia, tal pensamiento ha pasado por mi cabeza.

Elena se volvió hacia Anastasio.

—¡Trae a Burrus!

Pasados unos instantes, hizo su entrada el guardaespaldas personal de la

emperatriz. Un mercenario germano de cabellos dorados. Mostraba un aspecto

colosal, con su casco de gladiador, su cinto y su falda de cuero; la espada que llevaba

envainada era enorme. No tenía ojos para nadie, excepto para su señora: se habría

postrado ante ella, pero Elena chasqueó los dedos. El rostro de Burrus mantenía un

gesto de pura adoración.

—No seas tonto, Burrus: quédate a mi lado.

El germano obedeció, y Elena le acarició su mano velluda, sonriendo aún a

Claudia.

—Yo pagué —explicó— para que ejecutaran a Severio. Envié un pergamino al

Sicario con su nombre y mi sello. El agente que lo llevó fue crucificado, pero

asesinaron a Severio. Más tarde, me enfadé. Me preguntaba si el Sicario no había

hecho un doble juego llevando a cabo mi encargo, pero asegurándose de que el

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Asesinato imperial

emisario era capturado. Así que —dijo con un suspiro—, el pasado octubre, cuando

las legiones de mi hijo entraron en Roma, ofrecí un soborno para entrevistarme con el

Sicario; una invitación simple, para discutir algunos temas.

¿Y lo mataste? —interrumpió Rufino.

—Lo maté, o mejor dicho, lo hizo Burrus. Le siguió cuando abandonó el palacio,

recuperó el oro que le había entregado, le cortó el cuello y arrojó su cuerpo al gran

colector. No podía permitir —dijo, endureciendo el gesto— que merodease por Roma

un hombre que pensaba que había embaucado a la madre del emperador. La persona

responsable de dirigir a los Agentes in Rebus.

—¿Y cómo era ese hombre? —preguntó atónito Rufino.

—Un hombre joven, no tan brillante como cabría pensar. Decía venir de Dalmacia.

—¿Pero estás segura de que se trataba de él?

Elena hizo una mueca.

—Es cierto, el Sicario podría tratarse, en realidad, de dos personas, pero lo dudo.

Sabía mucho de Severio, y podía aportar muchos detalles sobre la muerte de ese

bastardo. Le gustaba su vino, era un poco fanfarrón. Ahora, su lengua se ha

silenciado. Su boca se ha sellado para siempre, ¿no es cierto? Luego, entonces,

ratoncita, has estado desperdiciando mi tiempo.

Claudia ocultó su furia. La Augusta podía haberle hablado de esto antes: desvió la

mirada hacia Anastasio; no se había portado mucho mejor.

—Pero, ¿por qué mataron a Fortunata? —demandó Claudia.

—No lo sé —respondió la emperatriz—. Eres tú la que debe averiguarlo. Quizá

metió las narices en asuntos en los que no debía —Elena elevó la mirada hacia su

mercenario germano—. Recuerdas cuando mataste a Severio, ¿verdad?

El mercenario asintió con la cabeza. Claudia se preguntó cuanta gente habría

despachado este guardaespaldas personal de la emperatriz.

—¡Muy bien, buen chico! Ahora, ¡retírate y monta la guardia en la puerta!

Elena aguardó hasta que la puerta se cerró tras él.

—Sigo opinando que esas cortesanas fueron asesinadas por alguien que persigue

el descrédito de mi hijo. Quiero que paren esos asesinatos. Quiero que atrapen a ese

villano —se puso en pie frente a Claudia—. Creo que estás perdiendo el tiempo aquí.

Mañana —continuó, mirando a Rufino— comenzarán los juegos. Domatilla y sus

chicas estarán aquí. Rufino, puedes introducir a nuestra pequeña Claudia. Di que es

un nuevo miembro de su hacienda.

—¿Pondrá alguna objeción? —preguntó Rufino.

—¿Tu crees que objetará, Claudia? —sonrió Elena.

—No, excelencia.

—¿Por qué no?

—Porque, excelencia, Domatilla también está en tu nómina.

Elena acarició el rostro de Claudia.

—Muy lista, ratoncita.

Y, girando sobre sus talones, Elena abandonó la habitación, seguida de cerca por

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Asesinato imperial

Rufino.

Anastasio no hizo ningún movimiento. Se quedó inmóvil y se arregló la túnica con

cuidado. Cuando estuvo seguro de que los habían dejado solos, se levantó y empujó

la silla hacia ella, de manera que sus rodillas casi rozaban las de Claudia. Le acarició

la mejilla con delicadeza, observándola con sus ojos oscuros. Claudia sintió un

pellizco en el corazón. Siempre ocurría lo mismo. Siempre que se encontraba cara a

cara con este enigmático sacerdote pensaba en Félix, que solía sentarse frente a ella

para contemplarla durante horas. Pero Anastasio no era Félix. Su cara era la máscara

de su astuto cerebro y aguzado ingenio. Claudia se preguntaba si Anastasio sabría

algo de su relación con Silvestre. Pero, ¿no estaba comenzando a dividirse la facción

cristiana? Surgían sectas extrañas, tales como el gnosticismo y el arrianismo. Estaban,

por un lado, los de Oriente y, por el otro, los de Occidente. Algunos, como Anastasio,

creían que la iglesia y el imperio tenían mucho en común. Otros veían a Roma como

a otra Babilonia. Unos pocos tomaban el camino entre ambos: Silvestre y Miliciades,

el obispo de Roma, que pensaban que podía encontrarse un término medio.

¿Sería capaz Silvestre de traicionarla? La conexión entre ellos era su padre, y si

Silvestre le había contado la verdad, el sacerdote le debía la vida. Claudia se decidió

a hablar primero.

—Pareces triste y preocupado, Anastasio.

El clérigo permaneció en silencio, sin apartar sus ojos de ella.

—¿Estoy en peligro? —preguntó.

Anastasio asintió con la cabeza y respondió, haciendo señales con las manos.

Claudia sacudió la cabeza.

—Te mueves demasiado deprisa.

Claudia no podía entenderle, así que repitió los signos.

—Estás en peligro, ratoncita. Pareces saber más de lo que debieras sobre el Sicario,

y has hecho pocos progresos.

Claudia contrajo los labios en señal de desagrado. La habían convocado a esta

reunión por sorpresa. Aunque, por otra parte, así era su vida: siempre debía estar

preparada para lo inesperado.

—Lo que he descubierto procede de Livonia, Paris y Murano. Además, Fortunata

sí que estuvo en El Caballo de Troya.

Anastasio sacudió la cabeza.

—Te han estado siguiendo —replicó, usando los dedos de una mano.

—Siempre hay alguien siguiéndome —dijo sonriendo.

—¿Trabajas para alguien más?

Claudia paseó los ojos alrededor de la habitación. Se encontraban bastante lejos de

la puerta, pero nunca podía estar suficientemente segura. Trató de ocultar su alivio.

La emperatriz Elena controlaba a los Agentes in Rebus. Ella personalmente, asesorada

por su sacerdote, las elegía a dedo. Esto molestaba a otras personas, desde luego. A

hombres como Bessus y Crisis. Estos, por su parte, contaban con su propia legión de

informadores. A veces intentaban sobornar a los que trabajaban para la emperatriz;

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Asesinato imperial

era eso, precisamente, lo que sospechaba Anastasio.

—No trabajo para nadie más —replicó cansinamente.

—Ten mucho cuidado —advirtió Anastasio.

—¿Crees que el Sicario está muerto? —susurró Claudia. Habló despacio, sin hacer

señales, pues Anastasio tenía bastante habilidad para leer en los labios.

La réplica llegó enseguida.

—Si la emperatriz dice que ha muerto, entonces, el Sicario está muerto.

El clérigo agitó un dedo admonitorio ante ella, se levantó y abandonó la

habitación.

Claudia cogió la jarra que había traído a la habitación y le siguió. Regresó a la

cocina y se sentó en un banco, observando a uno de los chicos de la cocina, que

trataba de encender un fogón. Se preguntó qué estaría ocurriendo en Las Burras, y

sonrió ante la idea de trabajar en uno de los prostíbulos más selectos de Roma.

¿Habría ido allí Fortunata? Si el Sicario estaba muerto, ¿para qué habría ido la chica a

El Caballo de Troya? ¿Qué habría visto que provocó su propia muerte violenta? Si

Elena estaba en lo cierto, el Sicario había dejado de operar. ¿O había más de uno?

¿Habría dejado un sucesor?

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CAPÍTULO 7

«Recuerda mantener la cabeza bien alta en tiempos difíciles».

Horacio, Odas, II.3

CLAUDIA SE OCUPÓ DE SUS TAREAS. Al final de la tarde, justo cuando se

encendían las lámparas y se hacía el cambio de guardia, se vio sorprendida con una

nueva llamada de Anastasio, que la citaba está vez en las dependencias privadas de

la emperatriz. Claudia esperaba verse rodeada de opulencia, pero solo encontró una

cámara casi tan austera como la tienda de cualquier soldado. Las paredes y los

pilares eran de mármol negro. La única concesión al lujo la daban unos elegantes

muebles de madera de fresno, y algunas mesas, taburetes y sillas; las paredes no

mostraban decoración alguna. Claudia observó unos cofres y arcones cerrados. Dos

de ellos estaban abiertos: uno estaba repleto de pequeñas bolsas de piel, y el otro, de

rollos de papel de vitela y pergamino. Las ventanas que miraban a los jardines

imperiales se encontraban completamente abiertas; la cámara estaba fuertemente

perfumada con una esencia que provenía de unas jarras de alabastro y unos

pequeños braseros situados en cada esquina. Elena permanecía sentada en una silla

con aspecto de trono, tras un enorme escritorio, dándose suaves golpecitos en la

mejilla con un trozo de pergamino. Estaba vestida completamente de blanco, aunque

su manto y su túnica estaban adornados con una delgada cinta dorada. Llevaba el

cabello recogido, aunque sin adornar. A la luz de las lámparas de aceite, Claudia

comprobó que aún conservaba parte de la gran belleza que, en su día, cautivó al

padre del emperador. También tenía una expresión en el rostro que Claudia no

recordaba haber visto antes: miedo, preocupación.

—Me alegra que hayas venido, Claudia —susurró Elena con suavidad, como si su

visitante fuera alguna gran mujer de la nobleza.

Anastasio trajo taburetes para él y para ella.

—Siéntate, siéntate —Elena se rascaba la parte posterior del cuello—. Antes te he

tratado con demasiada dureza, ratoncita. ¿Qué piensas realmente de este asunto?

—Encuentro bastante difícil de creer que el Sicario haya muerto.

—¿Y qué más?

—Las señales en los rostros de los cadáveres. Es cierto, el asesino se burla del

emperador, pero también lo hace de la iglesia católica.

Elena intercambió una mirada con Anastasio.

—Continúa, ratoncita.

—Las muertes. Son cortesanas, damas de clase alta. Las asesinaron en parques y

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Asesinato imperial

lugares tranquilos de Roma. Pero una fue asesinada en este mismo palacio.

Posiblemente, ese asesinato sería bastante fácil de investigar.

Elena asintió con la cabeza.

—Ya lo han investigado. Nadie puede entrar en las dependencias privadas del

emperador sin un pase. Los guardias recuerdan que hubo gente entrando y saliendo.

Han reconocido a algunos, a otros no. Recuerdan perfectamente cuando entró Sabina

en su litera. Y, escucha esto, otra mujer, muy bella y cubierta con un velo, exhalando

una embriagadora fragancia. Los guardias recuerdan su entrada, pero no recuerdan

haberla visto salir.

—Ella es la asesina —replicó Claudia.

—Pero, si es una mujer —declaró Elena—, la única salida posible es por la

ventana, atravesando los jardines, y están constantemente vigilados por la guardia —

la Augusta se encogió de hombros—. No se dio alarma alguna aquella noche, y ahora

nos encontramos con esto —dijo, y le entregó el rollo de papel. La escritura era

extensa, y la caligrafía bien formada.

—¿Son citas? —preguntó Claudia.

—Léelo, ratoncita.

—La primera es de Salustio: «Solo alterar la paz parece una buena recompensa en

sí misma».

—¿Y la segunda?

—Del mismo autor, de su libro sobre Yugurta: «Todas las guerras son fáciles de

comenzar, pero difíciles de acabar. Su comienzo y final no se someten al control de la

misma persona» —Claudia movió el trozo de pergamino para tratar de descifrarlo

bajo la luz de la lámpara de aceite—. Los otros dos que quedan son de las sátiras de

Juvenal.

—Ya sé lo que dicen —Elena se reclinó en su sillón—. El primero es «Todo en

Roma tiene un precio»; el segundo dice: Quis custodiet ipsos custodes «¿Quién

guardará a la guardia?». Cada una de estas citas podría interpretarse como una

advertencia dirigida a mí.

—Se ajustaría a la mente del asesino —dijo Claudia—. Esas citas de Salustio acerca

de crear el desconcierto por puro placer, y afirmar que aquellos que comienzan las

guerras no son necesariamente los que las terminan.

—¿Y los epigramas de Juvenal? —preguntó Elena.

—Son más amenazadores. El escritor sostiene que puede comprarse cualquier cosa

en Roma. El último hace referencia a tus guardias.

—Se acerca mucho a la verdad —dijo Elena, recuperando los pergaminos—. Nos

entregaron estos rollos a última hora de la tarde. El Sicario no está muerto. Y, si lo

está, alguien ha ocupado su lugar. La última cita: «¿Quién guardará a la guardia?», es

la misma frase que cité al hombre que pensé que era el Sicario. Estaba sentado

delante de mí, y se rió y me ofreció sus servicios —Elena agitó una mano—. Desde

luego, yo simulé estar de acuerdo. Antes de despedirle, le volví a plantear la misma

pregunta: ¿Cómo podía confiar en él? ¿Quién guardará a la guardia? —tras una

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Asesinato imperial

pausa, volvió a mirar a Claudia a los ojos—. ¿Qué opinas, ratoncita?

—Creo que el Sicario no fue asesinado. Él, o ella, envió a alguien en su lugar, como

un reclamo, para observar qué ocurriría en realidad. Sería fácil sobornar a alguien

para salir de las sombras y suplantar al Sicario, dándole seguridad de que no correría

peligro alguno. Prometiéndole la protección y el favor de los nuevos gobernantes de

Roma. En realidad, excelencia, si no lo hubieras matado, el Sicario lo habría hecho.

—¿Se sirvió de él como su instrumento? —preguntó Elena.

—Más bien como su máscara, excelencia. El Sicario es un asesino consumado,

ladino y sagaz. Por una parte, estaría deseoso de entrevistarse contigo, pero por la

otra, se mantendría receloso ante el nuevo poder de Roma —Claudia agachó la

mirada—. La gente que ostenta el poder necesita a personas como el Sicario.

—Pero ese zorro astuto no confió en mí —dijo Elena, sonriendo—, y envió a otra

persona en su lugar. Ahora, ha vuelto para vengarse. ¿Pero por qué no me ataca a mí

directamente? ¿Por qué selecciona a sus víctimas de la casa de Domatilla?

—Más importante aún, excelencia —se apresuró a intervenir Claudia, ignorando

las señales de Anastasio que le aconsejaban cautela—, ¿cómo se las arregló este

Sicario para obtener los pases imperiales? Necesitaría uno para entrar en las

dependencias privadas del emperador y matar a Sabina.

—Tan solo los escribas, sacerdotes y oficiales de alto rango consiguen esos

salvoconductos —dijo bruscamente Elena—. Debe de haber traidores entre nosotros.

Hombres dispuestos a entregar sus salvoconductos a cambio de una buena suma.

Anastasio golpeó suavemente a Claudia en el hombro para que le mirara. Movió

sus manos con rapidez. Claudia sabía por qué: Anastasio podía escuchar muy bien, y

con frecuencia, se comunicaba con su señora por medio de la escritura. Sin embargo,

Elena era muy astuta; a lo largo de los años, había aprendido el lenguaje de los

signos. De vez en cuando, Claudia pedía a Anastasio que repitiese algunos gestos.

—¿Cuál es la emergencia, ratoncita? —demandó Elena—. Tu cuidador parece más

agitado que yo.

—Dice que no deberías haber intentado eliminar al Sicario, que ahora te ha

declarado la guerra y que te hará todo el daño que pueda. Anastasio cree que el

Sicario está actuando al servicio de alguien cercano al emperador.

—Ya me lo había dicho antes.

—Sí, excelencia: pregunta si no es posible que el mismo emperador lo esté

utilizando.

—¡Tonterías! —interrumpió Elena—. Constantino está tan preocupado por esos

crímenes como yo. Es obra del Sicario —enfatizó—. Nos sentamos y estuvimos

hablando largo y tendido. Le hablé de mi gran sueño: ganar el favor de la iglesia

católica, ir hacia el este y encontrar la auténtica cruz en la que murió Jesús. Según mis

espías, está enterrada en las afueras de Jerusalén —la emperatriz se inclinó hacia

delante, con un extraño brillo en la mirada—. ¿No lo imaginas, Claudia? ¡Vaya

trofeo! ¡Qué gran golpe maestro, como muestra de gratitud por la visión de mi hijo

antes de su victoria en el Puente Milviano!

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Paul Doherty

Asesinato imperial

Claudia se quedó atónita. Pudo interpretar en los ojos de Anastasio que ya sabía

algo de este sueño, y se preguntó lo mismo de Silvestre.

—Eso explica las cruces en los rostros de las cortesanas —declaró Claudia—.

Excelencia, creo que debías haberme hablado de esto.

—Y hay más aún. Me reuní con el Sicario en la casa de Domatilla, poco antes de

que las tropas de mi hijo entrasen en Roma.

—¿Tomó parte Domatilla en la supuesta muerte del Sicario?

—No, de hecho, fue él quien eligió la villa.

—Pero eso podría explicar los ataques a las chicas de Domatilla.

Claudia estudió cuidadosamente a la emperatriz. La Augusta, Anastasio y ella

misma se habían reunido siempre en lugares parecidos: cámaras oscuras, o tiendas

de campaña manchadas por la humedad, durante los tumultuosos días en los que

Constantino marchó hacia el sur para enfundarse la toga púrpura. Se preguntó si

Constantino conocería todos los secretos de su madre. ¿O confiaría tanto en ella para

dejarlo todo en sus manos? ¿Habría cambiado ahora de opinión? ¿Estaría Anastasio

en lo cierto? ¿Sería ese el medio por el cual obtuvo el Sicario su pase imperial para

entrar en el palacio? Después de todo, la historia de Roma estaba salpicada de casos

en los que la madre del emperador había recibido mucho poder, para perderlo poco

después. Nerón y Agripina, incluso el antiguo emperador Diocleciano, ahora en el

exilio, amén de muchos otros. En ocasiones, la relación entre el emperador y su

madre se mantenía hasta la muerte. En otras, se rompía en una sangrienta reyerta de

palacio.

—¿Cómo era este impostor?

Elena hizo una mueca.

—Joven, de pelo moreno y rostro enjuto: uno de esos bravucones de los suburbios

a medio educar. Lo sabía todo de la muerte de Severio, dijo haber pagado a una

prostituta para que lo matara: más tarde, la estranguló. Descubrí muy poco de mi

misterioso invitado.

—Un medio para descubrir la verdad —sugirió Claudia— sería mandar a la tropa

a El Caballo de Troya. Arrestar a Locusta y traerla hasta aquí para interrogarla.

Elena rió con suavidad.

—Ya hemos considerado esa posibilidad —la Augusta miró a su sacerdote—. Creo

que es el momento de hacer entrar a nuestro visitante.

Anastasio se puso en pie y caminó hacia la puerta, sigiloso como una sombra.

Volvió pasados unos instantes, seguido por una figura oscura. El sacerdote se echó a

un lado. Claudia distinguió que su acompañante era una mujer; alta, de rostro severo

y nariz afilada. Llevaba el pelo ceniciento cubierto por un pañuelo, que se quitó con

rapidez. Se postró sobre una rodilla, con la mano en alto, en señal de saludo.

—Siéntate, Locusta —murmuró Elena—. Estás entre amigos.

Los ojos de Locusta se desplazaron hasta Claudia. A Claudia le recordaba a uno de

esos mosaicos de Milán que representaba a arpías de nariz aguileña y mirada cruel.

Claudia la catalogó como una mujer despiadada e implacable, alguien con la que no

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Paul Doherty

Asesinato imperial

convenía cruzar la mirada.

—¿Por qué estoy aquí, excelencia?

Tenía la voz gangosa. Tomó asiento, ligeramente inclinada hacia delante y con las

manos apoyadas en las rodillas. Al principio, Claudia había pensado que llevaba un

vestido muy gastado, pero cuando lo observó más de cerca, se percató de que era de

pura lana negra. De su muñeca colgaba una cadena de plata, y en los anillos de sus

dedos brillaban multitud de piedras preciosas.

—¿Qué sabes del Sicario? —demandó Elena.

—No conozco a tal persona.

—Vamos, Locusta. Podría preparar una orden de arresto y desaparecerías para

siempre.

—Entonces, excelencia, desapareceré —dijo burlonamente Locusta—. Pero tengo

amigos, senadores y abogados, que demandarán por qué una mujer inocente ha sido

detenida y confinada sin juicio previo. Soy una ciudadana romana.

—¿Sabes quién es el Sicario? —preguntó Elena.

—He oído hablar de él: un asesino que lleva a cabo asesinatos sigilosos para los

notables.

—¿Y suele frecuentar El Caballo de Troya?

—Si lo hace, excelencia, no tengo constancia de ello.

—Puedo ser tu amiga —murmuró Elena—. Si cuentas con mi amistad, Locusta, no

necesitarás senadores ni abogados.

—El Sicario está muerto —declaró Locusta con desgana—. Sí, solía frecuentar mi

taberna. Pagaba bien. Nos reuníamos cuando él lo precisaba, en una de las casas

anexas. La eligió deliberadamente. Tiene una puerta lateral y ventanas, un lugar

difícil para atrapar a un hombre. Está en un cruce de callejones.

—¿Y os encontrabais allí?

—Solía venir gente, siluetas oscuras entre las sombras. Dejaban una bolsa y un

trozo de pergamino con el nombre de la víctima. Yo me encargaba de entregárselo.

—¡Estás mintiendo! —interrumpió Claudia.

Locusta la miró con ojos de asombro.

—¿Y tú quién eres, niña?

—Una sirviente del emperador.

—¿No me digas? —farfulló Locusta entre dientes—. ¿Por qué no vienes a El

Caballo de Troya y me llamas mentirosa allí?

—Creo que el Sicario trabajaba para un solo hombre —interrumpió Claudia—. El

usurpador Majencio; o para él, o para su consejero personal, Severio.

Locusta soltó una risilla burlona.

—Tienes razón. Severio lo llamaba con distintos nombres: el Sicario trabajaba solo

para él —dijo, sonriendo a la emperatriz—. Excepto en los últimos días, Augusta.

Alguien vino a El Caballo de Troya. Traía una carta con tu sello personal: esta vez, el

nombre de Severio aparecía en ella.

Un músculo vibró ligeramente en la mejilla de Elena, una señal evidente de que

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Asesinato imperial

trataba de controlar su famoso temperamento ante la imprudencia de esta mujer.

Pero el resto es verdad. Me reunía con el Sicario en la casa auxiliar, le entregaba la

talega y el nombre. El me pagaba mi parte y se marchaba.

—¿Y jamás averiguaste de quién se trataba?

—Si lo hubiera hecho, o si, incluso, hubiera simulado saberlo, dudo mucho que

pudiera haber seguido con vida hasta ahora.

—¿Era hombre o mujer?

—No lo sé.

—¿Y qué ocurrió —preguntó Elena— en los últimos y tumultuosos días de

Majencio?

—Todo era como dices, excelencia, tumultuoso. Oímos hablar de la muerte de

Siverio —dijo Locusta, arqueando una ceja—. Las tropas desfilaron, tu hijo entró en

Roma. Desde entonces, no he visto ni recibido señal alguna del Sicario.

—¿Ha desaparecido?

—Tal como dices, excelencia, ha desaparecido.

Claudia estudió a esta malvada mujer. Permanecía allí sentada, irradiando aplomo

y desenvoltura, pero Claudia sospechaba que seguía contando mentiras.

—Entonces, ¿por qué debía morir Fortunata? —preguntó Claudia.

—¿Fortunata? ¿Quién es Fortunata?

—Visitó tu taberna con su hermanastro, el gladiador Murano.

—Conozco a Murano —dijo Locusta, haciendo una mueca—. Pero no guardo un

registro de quien entra y sale de El Caballo de Troya. Todo el mundo es bienvenido

—dijo, sonriendo—, hasta tú.

Claudia se volvió hacia Elena. Podía sentir la exasperación de la emperatriz.

Locusta se mantenía firme en su relato: había ayudado al Sicario en los días previos a

la toma de poder de Constantino, pero a partir de entonces, nada. Elena deslizó la

mano por debajo de la mesa. Cuando la levantó, sostenía una pequeña bolsa de piel

repleta de monedas, que lanzó hacia Locusta, y que está atrapó con habilidad.

—Divina excelencia —dijo Locusta, haciendo una reverencia—, es para mí un gran

honor. Soy, y seré por siempre, tu más leal servidora.

—Claro, desde luego —Elena forzó una sonrisa—. Y una servidora leal debe ser

recompensada. Te lo agradezco, Locusta.

La tabernera se levantó, hizo una nueva reverencia y se retiró. Elena se recostó en

su sillón, y desvió la mirada hacia Claudia.

—¿Qué conclusiones sacas de todo esto, pequeña?

—Ninguna, excelencia, excepto que Locusta miente más que habla.

Elena, furiosa, hizo una señal con la mano.

—¡Puedes retirarte!

Claudia abandonó la habitación y recorrió el pasillo de mármol. A cada lado de las

paredes, unas imágenes representaban escenas de las vidas de los emperadores:

Trajano cruzando el Danubio, Diocleciano en oriente, luchando contra la caballería

persa. Los murales, confeccionados en piedra, eran un elegante testimonio de las

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conquistas y victorias de los emperadores. Claudia siguió avanzando. Pensó en todo

lo que había descubierto, pero no sabía como desenmarañar el enredo de mentiras.

¿Estaba el Sicario vivo o muerto? Sospechaba que, de alguna manera, el ataque

criminal de Elena sobre el asesino profesional había agitado el avispero. Pero cómo, o

por qué, seguía siendo un enigma. Tampoco se había conseguido descifrar la

identidad del asesino: ¿sería hombre o mujer? ¿Noble o llano? ¿Cómo había

conseguido el Sicario introducirse en palacio? ¿O habría enviado este esquivo asesino

a alguien en su lugar?

Claudia entró en las dependencias de los sirvientes: las paredes estaban gastadas,

las estrechas ventanas permanecían cerradas. Se disponía a cruzar el patio cuando

escuchó su nombre. Paris aguardaba en la columnata, con un brazo apoyado en un

pilar. Estaba elegantemente vestido, con una túnica y una bata que parecía una toga:

Claudia se preguntó si tendría permiso para llevar una. Caminó hacia él. Paris

llevaba el cabello perfectamente aceitado y recogido, y estaba escrupulosamente

afeitado. Parecía un actor a punto de recitar su papel. Sus altas botas marrones

contrastaban con su elegante atuendo, como si quisiera agradar igualmente a todos

los hombres. Era un romano refinado, muy susceptible a los deseos y lujurias de

aquellos que se apilaban en la orquesta para verle actuar.

—¿Qué discurso preparas? —preguntó Claudia—. Te pareces a Hermes,

preparado para revelar un mensaje de los dioses, una invitación a unirnos a ellos en

el Olimpo.

Paris relajó la pose.

—Vengo a pedirte que me acompañes a tomar una copa. Vamos a una taberna, a

una con cocina. La tarde es joven aún —los bellos y lustrosos ojos de Paris se

abrieron completamente, pestañeando con picardía—. ¿Un poco de pescado, o de

ave? ¿Pan blanco, un vaso de vino?

—¿Cómo has entrado aquí? —Claudia se arrepintió inmediatamente de su

pregunta apresurada: cualquiera tenía acceso libre a las dependencias de la

servidumbre.

—Le dije a los guardas que me moriría si no te veía.

—¿A que viene esta familiaridad? —preguntó Claudia con recelo.

Paris dio una palmada y levantó la mano en gesto triunfal.

—Tu tío me dijo que dirías eso.

—¿Polibio?

—He ido a verle —dijo Paris, avanzando hacia ella—. Roma es un lugar peligroso,

Claudia. Debía asegurarme de que eras quien decías ser —suspiró y bajó las manos—

. ¿Podrás perdonarme?

Claudia reflexionó que no podía culparle, pues había hecho lo más lógico. Ella se

había presentado en su teatro sin avisar, inundándolo de preguntas. Había accedido

a responder, así que era natural que buscase confirmar su identidad. Se percató de

una llave, engarzada en un cordón de plata, que colgaba de su cuello.

—¿Qué es eso?

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Asesinato imperial

—Mi corazón —dijo Paris, sonriendo—. Pero —continuó, alzando una mano—,

traigo mensajes de tu tío —su gesto se volvió serio y Claudia sintió un pellizco en el

corazón.

—¿De qué se trata? —tartamudeó—. ¿Algo va mal?

—Aquí no —murmuró, cubriéndole las manos con las suyas—. Permíteme que te

muestre la grandeza de Roma, Claudia.

—No estoy preparada. Necesito cambiarme de ropa.

Paris guiñó un ojo.

—Estás lo suficientemente bella para mí. Pero, debes creerme —caminaron

cruzando la columnata que bordeaba los jardines del palacio imperial—, tenía que

asegurarme de quién eras en realidad, y el tío Polibio es un hombre muy parlanchín.

Aparenta estar muy preocupado. El prefecto de policía ha vuelto, profiriendo

amenazas...

—¿Y? —preguntó Claudia.

—Tu tío podría afrontar un cierre de un mes... ¿Tiene algo que ver con el asesinato

de un comerciante, quizá?

—Ario —explicó Claudia.

Mientras caminaban, la joven se relajó y le contó a este actor presumido todo lo

que había sucedido en la taberna de Las Burras. Cuando concluyó, habían recorrido

ya casi todo el Palatino.

—Ya entiendo el problema —dijo Paris—. Ario era un comerciante bastante

poderoso. Le mataron y le robaron su plata. La policía está siguiendo la pista al

asesino.

—¿Por qué te ha contado todo esto mi tío?

—Me armé de valor, fui a la taberna y me presenté. Algunos de los presentes me

conocían, y yo les conocía a ellos. Ya había visto antes a Januaria, y ese tronco de

roble, Océano, también me es familiar... —Paris cogió su mano y la acarició—. Dije

algunas mentiras, pero tu padre me tomó por lo que soy —dijo, sonriendo—, un tipo

honesto.

Claudia se echó a reír. Se sentía a gusto con este actor que se parodiaba a sí mismo.

Por un lado, era honesto; por el otro, como muchos de su especie, meticuloso y

cauteloso.

—Conocí a Granio y a Faustina, e incluso a Simón el estoico —Paris hizo una

pausa—. Un gran mal —dijo, apartando el brazo y lanzando una mirada triste a

Claudia— se cierne sigilosamente sobre nosotros. La vista y el oído no darán la voz

de alerta. El mal toma varias apariencias: espada y fuego, pesadas cadenas, o bestias

salvajes, dispuestas a devorar tus entrañas —Claudia desvió la vista hacia el cielo—.

Imagínalo en tu mente —dijo, imitando perfectamente el tono del estoico—, la

prisión, la cruz, la tortura, el garfio y la estaca. Albergan horrores capaces de

destrozar la vida de un hombre...

Claudia soltó una carcajada. La imitación de Paris era tan exacta, y el tono de voz

tan certero, que si hubiera cerrado los ojos, habría asegurado que el filósofo se

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Asesinato imperial

encontraba frente a ella. Paris batió las palmas.

—Un tipo miserable, ¿no es cierto? ¡Ese viejo salido! Todo el tiempo

persiguiéndome con la mirada, como si quisiera meter las manos bajo mi túnica —su

gesto volvió a endurecerse y, de nuevo, unió sus manos con las de Claudia—. Pero tu

tío está preocupado. Debe entregar al asesino, o afrontar el cierre y una fuerte multa.

Popea, tu tía, se pasa casi todo el tiempo en el jardín, aullando lastimosamente a la

luna. Aunque es todo bastante simple.

—¿A qué te refieres? —preguntó Claudia.

—Es una cuestión de lógica.

Paris la guió hasta la entrada de un callejón. Claudia se preguntaba adonde

pensaba llevarla, pero encontró interesante al actor y, más importante aún, era

portador de noticias.

—He escuchado el mar de problemas de tu tío. Me disculpo de antemano,

Claudia, pero parlotea como una ardilla. La solución es bastante simple. Ario fue

asesinado en una habitación que tenía un solo acceso: la ventana estaba atrancada, así

que el asesino debió de entrar por la puerta.

—Sí, pero estaba igualmente cerrada y atrancada.

—Lo sé. Ese es el problema —Paris hizo una pausa y tomó su mano—. Piensa en

todo ello como en una representación teatral, Claudia, una escena de algún drama.

Sabemos que la ventana estaba atrancada y cerrada. Sabemos que no hay entradas

secretas, ¿de acuerdo?

Claudia asintió.

—Pero ¿sabemos, a ciencia cierta, que la puerta estaba atrancada y cerrada?

—Mi tío tuvo que echarla abajo.

Paris se rascó la coronilla.

—Sí, ¿pero estaba realmente atrancada y cerrada? —dijo, agitando un dedo—.

Piensa en ello.

Siguieron caminando tranquilamente por el callejón: olía a desperdicios, a

vegetales podridos, orina y a otros olores fétidos provenientes de las casas de los

alrededores. Pasaron junto a una taberna con la puerta y las ventanas abiertas de par

en par. Claudia se asomó a su interior: había un grupo de hombres sentados

alrededor de una mesa, en la que se amontonaban bandejas, platos, jarras de vino y

copas.

—Gladiadores —exclamó Paris—. Los juegos comienzan mañana, así que, para

algunos de ellos, esta será su última cena —levantó un brazo, imitando el gesto de los

luchadores—. ¡Los que van a morir, te saludan! ¡Pero lo hacemos —añadió, con un

susurro— borrachos como cerdos y con el estómago repleto!

—¿Te gustan los juegos? —preguntó Claudia.

—Fui una vez a verlos —replicó Paris—. Juré no volver jamás. Tenían a un

prisionero atado a una cuerda, unida a un carro. Le empujaron hacia un oso

hambriento. La bestia le abrió el estómago de un golpe de su enorme zarpa y sus