13

(DEL PADRE).

Mi abuelo murió una semana después de que se fuera mi hermana. No sé si por la derrota que le había inflingido las hordas de mi padre o por la pena que le producía el saber que nunca habría de volver a ver a María.

Se lo encontraron tieso en la cama. Los ojos abiertos, una mano tras la cabeza, la otra colgando por el reborde, los dedos también abiertos, la lengua fuera, ladeada, y la mandíbula tan caída que tuvieron que desencajársela para poder prepararlo para su funeral.

Siempre creí que la muerte por vejez era menos patética que por decapitación. Me equivocaba.

El cuerpo de mi madre se veía en su muerte delicado y, a pesar de haber sido privado de su cabeza, todavía latente. Sangraba, sí, pero daban ganas de abrazarlo, de poner la mano sobre el límite de la herida y hablar hasta que dejara de emitir esos sonidos que eran como gorgoteos o estertores.

El cuerpo de mi abuelo daba ganas de cubrirlo con una sábana para luego cogerlo por las puntas y llevarlo así, directamente, hasta la tumba que se había hecho labrar para la ocasión.

Privado de todas las joyas y oropeles con las que solía vestirse, se veía como lo que en realidad era: un viejo que ha decidido dejar de vivir. Los huesos eran bultos deformes, como montañas. Las piernas ligeramente abiertas, tan delgadas. Y la boca, cual agujero, como las de los peces que sacan del agua y se ahogan.

Sus ojos vidriosos, que ya no son tan oscuros, sino que están grises y el iris también, bañado de venas rojas.

Está seco y rígido. Me recuerda a un trozo de carne que se ha cocinado demasiado. Incluso puedo percibir el olor a chamuscado que desprende.

Nadie se acerca para cerrarle los párpados. Los sentimos en nuestra imaginación, blandos, resbaladizos (escondemos las manos disimuladamente tras la espalda).

No hay lloros, nos amparamos en la excusa de que estamos demasiado afectados. «Ha sido demasiado imprevisto —decimos— como para reaccionar».

Al final alguien se acerca y hace lo que había que hacer: coge la sábana, lo cubre y se santigua. Ya vendrá quien sea a prepararlo para su funeral. Alguien también se acerca a la ventana y la abre, entra el aire y se lleva el olor a carne. Se ha muerto el rey; sin embargo, en el ambiente flota la impresión de que el que acaba de pasar a la otra vida no era más que un hombre corriente.

Una vez vi a un ahogado. Lo habían sacado del río empujándolo con un palo. Tenía la cara hinchada y también la tripa. Como mi abuelo. A pesar de su delgadez, la tripa de mi abuelo sobresalía como si en el último momento de vida, alguien le hubiera propinado un puñetazo en ese preciso lugar. Mi abuelo dormía desnudo. Me reí, entre dientes. Ni siquiera en ese momento sentí pena por él, no me engañaba. Estaba convencida de que hasta el última instante él me había detestado. Dejar de hacerlo no sólo hubiera sido absurdo para mí, sino que él tampoco lo hubiera querido. Coherencia ante todo.

Me dijeron que se había muerto de viejo. Niños, vuestro abuelo vivió una vida larga y fecunda, Dios lo ha llamado a su lado. Pero yo estoy segura de que se murió de un atracón, que por una vez había dejado su política ahorrativa y que se había despachado a gusto con las reservas que guardaba en su baúl porque al abrirlo no había el menor rastro y tan sólo un ligero tufillo a salchichón.

No bien habían dejado de doblar las campanas a difunto cuando coronaron a mi padre. A rey muerto, rey puesto. Si el entierro del abuelo fue casi un trámite (su piel cerúlea ya no imponía respeto a nadie: lo encerraron bajo la piedra y lo sellaron con ese olvido que yo, cuando todavía sentía por él algo cercano al odio, le deseé). La coronación se prolongó durante días. Sacaron arañas de todas partes. Desempolvaron alfombras, cortaron flores, cosieron y recosieron trajes siguiendo las nuevas modas.

Me vistieron como una muñeca, me llenaron de polvos, me hundieron horquillas en el cuero cabelludo y para terminar mi proceso particular, colgaron una cadena gruesa en mi cuello que al andar sonaba como un cencerro. Luego, cubrieron mi pelo, empolvaron mi escote, perfumaron mis manos. Hasta que dejé de ser yo.

«Pareces otra», me dijeron.

No, no parecía otra, me habían convertido en otra: en la que ellos querían porque era la que mi padre buscaba. Y su futuro, el de los nuevos súbditos, estaba en la felicidad de su monarca y con tanto brocado y tanto tejido y tanta puntilla era la que ellos buscaban, la muñeca del talle flexible con la cara de Inés.

Había vuelto del mismo modo que se fuera. Si creí que en algo cambiaría, esperé en vano.

«Inés», dijo él.

Durante su ascenso al trono, me miraba. Y eran iguales sus ojos. El tiempo había pasado, yo me había transformado y él no.

Aplasto la cabeza entre mis manos, reclinada miro el techo, las paredes, las vidrieras, el rosetón que está a mis espaldas donde quisiera perderme. «Ha vuelto —pienso—. Mi padre ha vuelto para estar conmigo».

Y rezo, mientras tanto, en voz alta porque están coronando a mi padre y Deo gratias, exultate, jubílate. La baba se desliza como procesionarias sobre mis manos. Y ya no sé si es saliva o son lágrimas. Y rezo.

Mientras el abuelo vivía, estaba a salvo. Lo odiaba, nunca me lo negué, pero prefería vivir con ese odio que salía de mí y acababa en él a continuar con esa sensación nueva que podía experimentar allí, agachada en esa iglesia que no por tener una altura elevada deja de ser sofocante. «Ya no soy inconsciente —me digo—, la inocencia se ha perdido (y pensé que era para siempre cuando, sin saberlo, la perdería una y otra vez, todavía muchas veces).» «Al menos con el abuelo —pienso— tenía la fortuna de encontrar una línea paralela que me confirmaba que mi odio y el suyo no eran estériles, sino perfectos en su dualidad. Al menos con el abuelo podía reconcentrarme en mi rencor y vaciarme de cualquier otro tipo de sentimiento». La inquina lo llenaba todo y con eso me bastaba. No buscábamos nada más. Convivíamos con nuestra aversión: él y yo, tan monótona como repetitiva. Pero ahora mi padre ha vuelto y soy consciente de que voy a caer una y otra vez en la búsqueda del no pensamiento, del estado de laxitud en el que no se quiere ni el conocimiento ni la comprensión. Mientras odiaba no sufría, pero ahora, lo sé, volverá el dolor, de nuevo. Y tardaré en aceptarlo. Tengo sed, me ahogo.

Murmullos a mi alrededor. La iglesia está llena. Se forman nubes de vaho por encima de las cabezas. Queman incienso. Y es olor a santidad que ensucia porque se mezcla con el sudor, con los perfumes, con el barro porque antes de entrar llovía y puede que siga haciéndolo.

Al lado de este palacio, me doy cuenta, no hay río al que huir. «La suciedad —pienso— tendrá que empezar a ser parte de mi vida. Acostúmbrate», me digo.

Porque fue durante la coronación cuando la certeza llegó, tan grande como terrible, y supe que daba lo mismo que yo olvidara a mi madre, que aquellos rasgos que en su momento fueran tan nítidos se hubieran diluido en mi memoria, que ya no pensara ni en su muerte ni en su vida, si todos aquellos que me miraban (sobre todo a través de los ojos de mi padre, el nuevo rey) veían en mí a la difunta, a la que nadie quería olvidar.

He de resucitarlos, a los dos. De nuevo mi padre y mi madre. Volver a traerlos, de golpe, al lugar que nunca han abandonado.

Me siento pequeña, rodeada de gente que no me ve. Las velas humean. Dicen que estarán encendidas hasta el día que Cristo muera. Los cirios tan grandes. Desde las columnatas, los demonios se retuercen. Tienen los ojos salidos, las lenguas partidas por la mitad. «Están hechos en piedra —me digo—, son de piedra». No sienten.

Y la comprensión de que una vez comienza el dolor, éste va tejiendo su red y ya es difícil librarse de él (y si lo hiciera, sería mutilada, un ser incompleto, un monstruo, formaba parte de mí).

Lo miro allí, sentado frente a nosotros, con esa capa que huele a polilla, a polvo, que parece manida a pesar de que se hayan pasado toda la mañana cepillándola.

Sus manos agarraban lo que parecía un cetro. No había visto cómo el obispo se lo entregaba, pero podía imaginar su cara de orgullo, de arrogancia, de falsa modestia. Sus manos grandes y el cetro, tan grande también, atrapado entre ellas. Encaramado al trono, en aquel sitial que lo eleva por encima de nosotros. Lo aferra con posesión, seguro de sí mismo. Es suyo, ya es suyo y nadie se lo va a quitar.

El coro comienza a cantar. Sus voces son como las de las cigarras, hirientes.

Y mi dama, que sigue a mi lado: «Niña, recta, guarda la postura, no llores, deja de ser tú, conviértete en lo que yo quiero, en lo que queremos, que eres hija de tu padre, el rey, y él ya tiene el cetro y todo es suyo y tu eres su hija y busca tu bien».

Y las mujeres suspiran como tontas y se rifan quién será la primera en llevárselo a la cama, porque ya no se acostarán con el hombre, sino con el cetro.

Dios, que lo ve todo. Pero ya no, porque está en el sagrario y lo han encerrado y su cuerpo me quema en la lengua y lo escupiría si no tuviera a mi dama al lado, que me mira con esos ojos saltones, que frunce los labios y que hace ese ruido como de sapo que le sale de la garganta, y que no dudaría en pegarme si me viera sacándomela.

Al otro lado, Fernando y Juan. También reclinados pero tan serios que parecen estatuas y tan formales que la gente que los ve mueve la cabeza y dice: «Idénticos a su padre» (porque nadie busca en ellos los rasgos de sus madres).

Y mi otro hermano llora en brazos de su ama, que lo aprieta contra sí y hunde su cabeza en su pecho, pero el infante, que no es Dionís, sino otro hermano nuevo, no se calla.

Ese niño representaba, aunque en ese momento no me diera cuenta, la confirmación de la derrota. El instinto de mi padre había vencido y por eso le coronaban rey y por eso yo, que era su hija, tendría que admitirlo en mi lecho.

Otro niño sin madre.

Me pregunté, sin embargo, el porqué de que mi padre mantuviera a mi otro hermano, Dionís, lejos de nosotros y que trajera a esa nueva criatura tenida Dios sabe con quién a vivir a palacio. «Éste es vuestro hermano», dijo. Un nuevo hermano nacido en la guerra paternofilial. Una madre sin hijo. «¿Qué habrá sido de ella?», pensé. «Quizá haya muerto», pensé. Tuvo suerte. Forjado, me dirían, en una noche de batalla. De ahí, supongo, el espíritu vengativo que guiaría después la vida de aquel niño, su necesidad de sangre, la necesidad de derrotar por el placer de hacerlo, de humillar. «Éste es vuestro hermano». Nadie se sorprende. Juan y Fernando detrás. Yo me acerco y pongo mi mano sobre su frente y él abre su boca y llora, la campanilla le tiembla.

Sería rey, algún día: ese niño que fue llamado Juan, como mi hermano, y al que colocaron el apellido de primero cuando accedió al trono. Juan primero, fundador de la dinastía de Avis. Lo apodaron también «el de la Buena Memoria» porque supo borrarnos a nosotros, los otros bastardos, de las de todos nuestros súbditos y quedarse, ya él solo, con todo el poder. El grande, el grandioso, el padre del pueblo. Fernando y luego él. Un rey tras otro. La historia continúa. Y mis hermanos y yo: Juan, Dionís y Beatriz, los hijos de mi madre, relegados del trono, abocados al olvido.

Y, sin embargo, puedo decir que fuimos los que más entendimos los resortes del poder, los que los vivimos hasta sus últimas consecuencias. Éramos, aunque no lo quisiéramos, los que llevábamos la sangre más pura de mi padre, los legítimos herederos de su estirpe, la que empezara con Alfonso I el Conquistador y que algún día terminaría con la muerte de mi hermano Fernando (que ha pasado a las crónicas, muy equivocadamente, como el Hermoso). Juan de Avis no tendría que haber heredado nunca, pero lo hizo. Y ya no seré yo quien discuta su proclamación. Puede que no lo aceptara como hermano, que por llegar el último y en circunstancias que mi padre nunca se avino a explicarme, no lo quisiera demasiado, pero nunca me opuse a él como rey.

Nuestro destino estaba escrito, pero no como hijos de Dios, sino como hijos de mi padre.

«Volverá», me dije. Ya lo había hecho. Mi padre había regresado.

«Dionís», pienso. Mi niño, lo último hermoso y bueno que hizo mi madre, y quizá, por primera y última vez, lo echo de menos. «Dionís podía servirme de escudo, ser la empalizada cuando mi padre no viera más allá de mi cuerpo», pensé. «Y fuera deseo y lujuria todo él». Otra vez, lo quería a mi lado pero sólo por la protección que podía otorgarme. Mi padre es rey ya y nadie, y mucho menos yo, podrá detenerle en sus deseos.

Mi Dionís, suplantado por ese otro niño que es rojo debajo de los encajes y que aún huele a sangre y a líquido amniótico. Ese niño es otro niño, no forma parte de nosotros.

En Fernando e incluso en María podía descubrirme a mí misma. Pero en ese amasijo de lloros y babas y vómitos y eructos que sólo sabe exigir (incluso cuando deja de llorar) no encuentro ni un hilo que nos una. Con él nunca se rompió la red porque nunca la hubo. Llegaría a rey pero sería sangre nueva que acabaría con la antigua, con la de sus mayores, con la de todos nosotros. El niño de la guerra comenzaría una nueva dinastía en la que, siempre según él, sólo había un horizonte de paz conseguido a través de la guerra, eso sí.

Salimos de la iglesia. Él primero, luego nosotros. Su capa arrastra, larga, y al llegar a la puerta se la recogen para que no se pringue en la porquería de la entrada. Nosotros la sentimos, insegura, debajo de nuestros pies. Nos cubre hasta la altura de los tobillos. Andamos sobre ella, siguiendo una fila recta que más parece un cortejo fúnebre. Vuelve a llover y el agua deshace peinados y moja trajes, puntillas, y las gotas de lluvia repican en las espadas de los caballeros que van detrás de nosotros. «¿Qué crees que va a suceder ahora?», me pregunta Juan. A su lado, Fernando, tan iguales los dos, me doy cuenta de pronto, que pienso que Inés tenía razón, que los tres (los cinco con María y con Dionís) podíamos haber sido hijos de la misma madre. «No lo sé, Juan. Supongo que continuar aquí, en palacio». Y quiero decirle: «Comportarnos como nos educaron siempre, como hijos de reyes, vivir con él. Aparentar a todas horas, vivir en esa apariencia que será nuestra vida de ahora en adelante. Y no te sientas bastardo —quiero decirle— porque los demás no nos ven así». Hemos sido aceptados. Quiero decirle: «Juan, a partir de ahora tendrás que aprender a ser más hombre, dejar de coser, amar la caza, ir a los prostíbulos. Y yo tendré que ser más mujer. Y Fernando, aprender a ser más rey». Sonrío: «No te preocupes, que ya verás como todo va a salir bien». Coge mi brazo y lo aprieta con el suyo contra su cuerpo.

Cae la noche. Me recuesto en la cama. El brasero a los pies, todavía. No me levanto para quitarlo. En la palangana se han quedado los afeites, los aromas, los trazos tras los que escondieron mi verdadero ser: mi edad. Cubro mis piernas con las sábanas —como si ellas fueran las más desprotegidas—. Me estiro como si quisiera rebasar los bordes o hacerme grande, saber que estoy sola en la cama, ser consciente de que no siento ausencia, que la soledad buscada no es soledad.

Pero esa noche no aparece, ni la siguiente. Duermo sin sueños, profundo, porque decía mi madre que si se duerme así, es como morir: matar la conciencia.

En mi familia siempre hemos sido exagerados. Nuestra estirpe era grande. Los cambios en nuestras actitudes no podían venir por hechos casuales, por el simple paso del tiempo. Nacíamos a lo grande y así debíamos morir. «La locura —decían— es algo perdonable: ¿cuántos santos, profetas, reyes, genios no serían en realidad locos?». La ordinariez era sinónimo de vulgaridad. Dramatizábamos en exceso. Y así amábamos u odiábamos. «El término medio —decía el abuelo— es para la plebe» (y resulta curioso que su muerte fuera de lo más vulgarcita, dormido, sin sufrimiento). Mejor perder la vida por unos ideales que vivir sin ellos. Y era todo una mezcla de egocentrismo, de rabia y de pasión que, aparte de diferenciarnos, de llevarnos a cometer los actos más altruistas, también nos forzaba a hacer los más bárbaros.

Un grande que no hace grandes cosas se convierte en polvo de la historia. «Y —añadían— si esas cosas son terribles, el paso a las crónicas se vuelve seguro». Por eso, tanto mi padre, como mi abuelo o como mi hermano no dudaron en sacrificar todo lo que tenían. Lo llamaron idealismo, cuando era, y yo lo sé mejor que nadie, puro egoísmo. A veces se me podían escapar las causas profundas, el porqué de sus actos, pero nunca el verdadero fin. Y si mi padre hizo desenterrar a mi madre y la mandó colocar a su lado, sólo fue para escapar de esa vulgaridad que su padre le había enseñado a temer.

No había hecho partícipe a nadie de sus propósitos. Si en secreto se habían casado, en secreto habría de coronarla reina. Se negaba a estar solo en el trono. «Gobernaré —dijo— con la mujer a la que amo». La sacó de su tumba y montó una parafernalia que, supongo, y tal como él quería, por más que pasen los siglos, se seguirá recordando.

Allí estaba ella, Inés, mi madre.

Recuerdo que, a pesar de que la piel se le había hundido, los cabellos ya no tenían color trigueño, sino que parecía que se los habían lavado con ceniza, que los ojos, aunque cerrados, parecían más oscuros que nunca; su cuello (unido con una gruesa cinta roja, como un regalo) seguía siendo igual. Mi madre, cuello de garza.

La mandó desenterrar y tras vestirla con un traje que era mío, la sentó a su lado.

El tiempo se mezcla en mi memoria y ya no sé cuántos días pasaron desde que él fuera coronado rey hasta que ordenó que rindieran pleitesía a ese cadáver en el que los rasgos de la muerte se mezclaban con los de mi madre. Poco, me imagino, porque los recuerdo, una vez más, seguidos en el tiempo, casi solapados.

Uno a uno, la nueva corte que antaño fuera de mi abuelo y ahora de mi padre se fue acercando al trono. Uno a uno, doblaban su rodilla ante la nueva reina, a la que habían tenido que atar a la silla para evitar que se venciera hacia delante. Y todos, aquellas damas, aquellos caballeros, acostumbrados ya a las excentricidades de sus monarcas y a pesar de que su educación tendría que habérselo impedido, no podían evitar poner cara de sorpresa e incluso de asco cuando tenían que coger la mano de la muerta, apenas huesos, y besarla. Uno a uno, todos fueron pasando.

El salón estaba profusamente decorado. Mi padre vestía las mejores galas. Mejores incluso que las de su coronación.

Recuerdo a Fernando, a quien sólo el rencor podía unirle a esa mujer (o lo que quedaba de ella), sus gestos, su cara porque serían el adelanto de los mismos que pondría yo. Lo veo plegar su rodilla y bajar su cabeza sobre esos dedos que nunca lo tocaron en vida. Lo veo, sus manos tiemblan. Gira la cabeza, la boca contraída, intentando esconderse en su cara. Sus rasgos coléricos y tristes al mismo tiempo, como si añorara algo que nunca tuvo, que acaso poseyera pero que perdió. Me imagino que su madre, a la que yo tampoco conocí. Le sonrío pensando que eso podría acercarme a él, pero su boca, que se había vuelto a abatir sobre el mentón, se abrió todavía más con un gesto de enfado y de asco que ya no iba dirigido a la muerta, sino a mí.

«Quizá —pensé— él también lo ha visto: ha comprobado lo mucho que me parezco a la difunta, a la que le robó a su padre y le forzó a vivir con el abuelo».

Y me hubiera gustado echar a correr hacia él, en ese mismo instante, y haberle obligado a que viera en mí lo que me diferenciaba de ella, lo que me hacía única. «¿Ves? —le hubiera dicho—, mi pelo es más corto, mi cara más afilada, mis dedos más largos. Somos diferentes, Fernando, ¡has de verlo!».

Y Juan, tan pálido como ella. También la besa; padre asiente y sonríe desde su pedestal.

Me apeno por él, mi hermano. La última vez que la vio era su protegido. Ahora nuestro padre se la había arrebatado y la mantenía allí, por encima de todos nosotros, sentada como un pelele con la mano caída sobre la unión de sus piernas para que resulte más fácil acercarnos y besársela.

«Beatriz —me dice—, es tu turno».

Las piernas me pesan. Los terciopelos del suelo son como un campo de ortigas en el que desearía poder hundirme en ese mismo momento. La lengua reseca, otra vez. Y el paladar que sabe amargo, como si hubiera regurgitado bilis sin darme cuenta.

Quiero recordar los momentos en los que éramos ella y yo todavía. En los que no había Juan ni Dionís. Pero no los encuentro: mi memoria, o está vacía o los ha borrado. Pienso entonces en la Quinta del Pombal, cuando todavía no era la Quinta de las Lágrimas. En las tardes corriendo por los jardines y las monjas mirando por las ventanas; la arena, que estaba húmeda, y que por ello resultaba reconfortante.

La garganta, tan seca, que duele. Y el latido a la altura de las orejas. El pecho que se hincha y se deshincha. Las piernas que, ajenas a todo, siguen avanzando.

Me miran todos en silencio. O quizá sea yo la que no puede oírlos.

Busco la salida con los ojos y pienso: «Escapa, vete lejos».

Pero delante están mis padres. Y me digo: «Beatriz, son tus padres, no puedes escapar de ellos». Y pienso: «¿De verdad resulta tan difícil encontrar una nueva vida?».

Ella, la muerta, todavía tan guapa. El traje parece hecho a su medida, a la medida de esos huesos que, a través de la tela, se dibujan nítidamente.

Huele extraño. Como si la muerte también le hubiera quitado eso. No es desagradable, sino, simplemente, diferente.

Y mi padre, que susurra algo así como: «Beatriz, besa a tu madre» (quizá no lo dijo y sea mi memoria la que trampea los recuerdos, la que los trastoca a su antojo según un criterio incomprensible).

Me acerco. Y la muerta: los ojos cerrados, el cuerpo abombado por las cintas que lo recorren, la cadera adelantada, el pecho tan liso como lo era el mío hacía apenas dos años («ella es la que yo fui —pienso— y yo soy ella ahora»). Y el traje, dorado y carmesí, que visto de cerca ya no es tan fino. Ni su piel llena de surcos, ni sus labios que son un hueco, como su nariz, que ya no es tan recta, sino que se hunde al final y muestra dos agujeros que quieren llegar hasta su mismo cerebro. Un monstruo. Pero es bella en su monstruosidad. Imposible negarlo. Espanta y atrae al mismo tiempo —contengo la respiración—. La muerte la transforma en belleza atemporal.

«Voy a besar a una estatua», me digo.

Entiendo de pronto a mi padre, por qué lo ha hecho.

Su cuerpo es rugoso, apelmazado. Se aplastan músculos y huesos. No da miedo —todos se equivocan—, tampoco asco. Está, de pronto me doy cuenta, muy por encima de todos nosotros. Aunque parezca una marioneta con tanta cinta y tanto hilo que la cruzan y la atan a la silla.

Muerta es tan indolente como lo era en vida.

Mi madre —la beso— estuvo muerta desde siempre.

Y mi padre: «Muy bien, Beatriz».

Y yo agradecida porque me llamó Beatriz y no Inés, porque al sacarla de su ataúd, me había dado una última oportunidad para diferenciarme de ella, le sonreí.

Volvió a mi lecho esa misma noche.

Como la última vez, cubrió mi cuerpo con el suyo, me tapó los ojos, me besó en el vientre. A pesar de que la barba y los cabellos le habían crecido, de que descubriera en él cicatrices que quizá fueran nuevas o quizá no, de que sus músculos estuvieran más duros pero también más viejos (nuevas arrugas, esta vez sí, rodeaban los huecos sin pelo de su cara), tampoco él había cambiado: mismo olor, idénticos ojos de reconocimiento.

Descubro que somos dos viejos conocidos, que el tú y el yo se han convertido en nosotros desde hace mucho tiempo. Uno dentro del otro.