4
(DEL HIJO).
Jamás creí demasiado en el diablo. Y sin embargo es él, y no otro, el culpable de esta historia. Prefiero pensarlo así.
Son demasiadas personas, demasiadas vidas truncadas para que haya una causa que no sea un profundo desprecio a la bondad, la maldad más absoluta. Y si la gente murió, me resulta más fácil creer que no hay verdaderos culpables, que no fueron aquellos que me rodeaban.
Nunca hasta entonces había utilizado nada que me cubriera la cabeza —excepto el luctuoso día de mi boda—. Las causas eran varias y comprensibles. Supongo que en primer lugar estaba mi rebeldía innata hacia mi condición de casada. Luego, el que me recordara demasiado a las monjas de mi infancia. Y en tercer lugar, que, por más que pese al que tenga que hacerlo, yo seguía siendo una mujer guapa. No en vano mi madre había sido la beldad de su época. Aún las crónicas enardecen su cuello de cisne, su tez dorada, su pelo (y su dudosa castidad).
A pesar de que por culpa del niño apenas reconociera mi cuerpo, mi cara seguía siendo la misma. Incluso mi marido tuvo que admitirlo. Aunque luego, siempre tan encantador, añadió para estropearlo que nunca una faz había podido engañar tanto y ocultar peor carácter. Mi pelo era como el de mi madre, el orgullo de mi aya (mi padre, incluso cuando ya era mayor, me hacía sentarme en sus rodillas y me lo acariciaba poniendo los ojos en blanco). Todos los días lo cepillaba dos veces al menos y solía llevarlo trenzado hasta la mitad. Además me lo lavaba una vez a la semana con ortigas, que, aunque piquen en la piel y haya que tener cuidado, consiguen un brillo como ningún otro tipo de hierba.
Pero un día, sin embargo, comencé a perderlo. Y no eran pelos sueltos de los que se quedan agarrados en el peine, sino mechones completos. Se puso de color ceniciento y apenas tenía que cogerlo entre mis dedos para que se quebrara por la mitad.
—Tanto bañarse —mascullaba mi aya— y frotarlo. Tanta ortiga, que no es sino comida de burros y caballos. Ya decía yo.
Y yo asentía, sin fuerza para rebatirla. Blanca me trajo todo tipo de mejunjes. Intentó cientos de modos de ocultar lo inocultable: puso flores que no sé de dónde sacó en pleno invierno, trenzó lazos, cubrió los agujeros con tanta maña que parecía que había dedicado toda su vida a este tipo de tarea. E incluso el día que decidí que no podía seguir así, que ya se comentaba demasiado en la ciudad y que aceptaba cubrirme con el velo, ella misma bordó, en el terciopelo más fino que halló a su alcance y con hilo dorado, un motivo de arabescos que nada tenía que envidiar a los de la mismísima reina.
—Te han ojado —decía mi aya—, es puritísimo mal de ojo.
Luego cambiaría de opinión. Y el supuesto hechizo lo transformaría en una conspiración con asesinatos, envenenamientos y demás. Pero a esas alturas ya mi cabello me importaría una higa y sobre todo el tener que cubrirlo. Me pasaba el día tumbada en la cama mirando un techo que terminé por aprenderme de memoria.
Aunque de todos modos hubiera dado igual. Porque lo que yo creía era que el único culpable era el niño.
—Quieres verme muerta, ¿verdad? Pues eres tan inteligente como tu padre, porque si muero yo, también lo harás tú. Que lo sepas —le decía.
La enfermedad.
De pronto un día te encuentras más cansada de lo habitual. Los paseos se hacen más cortos. Bebes más agua. Decides que ese día no vas a salir, que prefieres acostarte, dormir. Viene tu aya o cualquier persona preocupada mínimamente por tu salud. Frunce los labios —éste es un requisito necesario, si no frunce los labios, es que no estás tan grave—, menea la cabeza y comienza a murmurar en voz baja.
—Estás toda empapada.
Te cambia de camisón, te da a oler agua de rosas. Y cuando aparecen las rosas, ya tienes la confirmación: estás enferma.
Y si además te traen, como hicieron conmigo, un crucifijo para que lo reces, es que lo estás de gravedad.
Bueno, y si encima sacan un pañuelo y se ponen a sollozar a tu lado, como si esperaran que seas tú la que los consueles, es que puedes despedirte: te estás muriendo.
Apenas podía moverme de la cama, sino para dar alguna que otra vuelta por los jardines o pasarme horas recostada junto a la ventana. Incluso leer se me hacía pesado y necesitaba a alguien que lo hiciera por mí.
Las noches todavía eran peores. No podía dormir y daba vueltas y vueltas en la cama. Además siempre tenía frío, por más que me echaran encima alamares y edredones, que encendieran braseros y que la chimenea siempre estuviera llena de pilas de leña y rescoldos.
Blanca tardó poco en meterse conmigo dentro del lecho para abrazarme (lo hacía, claro, después de venir de la cama de mi marido y su olor, que antaño me hubiera repugnado, se me hacía casi necesario). Sólo a través del contacto de sus pies calientes podía darme cuenta de lo helados que estaban los míos.
Me levantaba gritando.
—N o estoy sola, hay alguien.
Y ella me acariciaba y me abrazaba más fuerte.
—No, no te preocupes, que no hay nadie.
Sí, hay alguien, pensaba. Esa sombra que me roba las fuerzas, día a día. Es ese espíritu, ese demonio o lo que sea.
Pero me callaba, no me creía. Nunca lo había hecho y ¡estaba tan a gusto abrazada a ella! Y Blanca:
—Shhh, tranquila, duerme.
(Me recuerda a la manta a la que me abrazaba cuando era pequeña y que mi madre cogió un día y deshizo a golpe de tijera).
Y el niño, en medio de nosotras.
Mi empeoramiento fue perceptible para todos. Me traían comida varias veces al día. Y por más que me obligaba a tragármelo todo, seguía adelgazando a ojos vistas. A pesar de que nunca fui de constitución gruesa, comprobar cómo, cada mañana, los huesos se me iban marcando más y más, cómo las mejillas se me hundían, cómo la nariz y las orejas y los ojos cada vez me parecían más grandes, no dejaba de sorprenderme.
Blanca se había encargado de organizar los almuerzos. Y no había día en el que no tuviera una tarta o un bizcocho o un flan, que comía más pensando en ella y en mi aya que en mí misma. En realidad, todo lo que tragaba me sabía igual: a una mezcla de saliva y de vómito.
—¡Con lo que comes —me recriminaban las dos—, que te estés quedando tan delgada!
—Bueno —exclamaba—, ¡como si yo tuviera la culpa!
Por esa época de mi convalecencia, cuando aún tenía fuerzas para protestar, experimenté un estado de indolencia general. Si me hubiera muerto, me hubiera ido sin hacer grandes aspavientos. Sólo el niño conseguía obligarme a respirar (el aire me raspaba en la boca y siempre me sabía mal, como si pasara el día masticando hiel). Era incapaz de lavarme por las mañanas, incluso lo más necesario para una supuesta dama como yo: cabeza, manos y brazos. Me dispensaron incluso de ir a la catedral los domingos y, como cada día, escuchaba directamente la misa desde el cuarto del cordón.
Todas las mañanas venía el Quiste. Llamaba a la puerta y no esperaba a que le permitiera la entrada. Jamás se quitaba las espuelas y sus andares, su sonido, conseguían enervarme y, por ende, empeorar mi estado. Al desplazarse, su ropa apenas conseguía controlar el movimiento fluctuante de sus carnes. Se plantaba al lado de mi cama y me miraba con sus ojillos porcinos. Cada día levantaba uno de sus dedos con forma de morcilla y me preguntaba:
—¿Cómo os encontráis?
—Bien —contestaba yo todos los días, su mano sobre mi vientre, que palpa…
Entonces se daba media vuelta y salía de nuevo. Mis damas se apresuraban a abrir las ventanas, poco tiempo, el suficiente como para alejar su olor a urraca mezclada con tocino.
—¿Cómo se puede distinguir en él las partes del cuerpo? —me preguntó un día Blanca—. Es imposible saber dónde acaba una pierna y dónde comienza la tripa. Es la cosa más redonda que he visto nunca.
—Pero es de una redondez imperfecta —apostillé yo—, está llena de pliegues, de dobleces.
Y nos echamos a reír las dos a la vez al imaginárnoslo desnudo, con esa tripa flácida que debía de cubrirlo todo, todo.
Y casi lograba olvidar lo mal que estaba, que me iba a morir.
Con los dobleces no me refería sólo a su anatomía. El Quiste era un ser oscuro, impredecible. Se decía que era capaz de cortar una cabeza de un tajo y pelear, después, durante horas. Me recordaba a las cucarachas a las que, cuando éramos pequeños, mi hermano arrancaba la cabeza. Después de tenerlas durante tres días en una caja, las soltaba en la cama de la dama que se terciara. Y la pobre cucaracha, viva todavía, empezaba a correr hacia los cojines, en donde solía quedarse (hasta que la dama desconsiderada en cuestión la aplastara de un manotazo).
El Quiste, a pesar de su tamaño, era tremendamente ágil. Y tremendamente retorcido. Sólo se le conocían dos debilidades: las mujeres y la bebida. Y por obtener cualquiera de las dos no hubiera duda en vender a su madre.
Había sido amigo de mi marido durante toda su vida. Y su fidelidad hacia él, hay que reconocerlo, siempre fue incuestionable. Pero es que, ya se sabe, a buen árbol todo el mundo se arrima. Y otra cosa no, pero mi amado Sancho entendía como el que más de buenos caldos y mejores lupanares. Y tenía que ser una compañía agradabilísima para alguien como el Quiste.
Mis damas no tuvieron ningún miedo cuando llevaron sus c a mas a mi misma habitación. Les dijeron que lo hacían para que estuvieran conmigo, la pobre enferma. Y lo vieron como lo más natural. Obviamente, serían la sangre más pura de Castilla y también guapas, listas y limpias, pero su percepción dejaba bastante que desear. El fantasma seguía apareciéndose estuvieran ellas o no.
Sin embargo, la antigua servidumbre, la que estaba allí antes de que nosotras llegáramos, entraba en la habitación persignándose. No sé por qué, pero alguien hubo de hablar con mi marido y, un día, entró seguido de un cura que se dedicó a echar agua bendita por toda la habitación.
—¿Está bien el niño? —le preguntó a mi aya.
—Sí, mi señor.
—Pues que siga estándolo.
Se fue, y el cura tras él. Y yo, como una tonta, me eché a llorar.
Pero el agua no sé si estaría mal bendecida o qué: el espíritu siguió apareciéndose, como entre jirones de humo, tal y como lo venía haciendo desde la primera noche.
He de reconocer que mi pobre aya también lo pasó mal —aunque por motivos diferentes a los míos—. Ya en mi nacimiento había asistido a mi madre y, a pesar de que siempre me pareció que había estado igual, en los últimos meses, me di cuenta, asombrada, de que había envejecido muchísimo.
Por las noches se acercaba y me besaba en la frente, como hacía Inés en las horas larguísimas en las que Blanca todavía no estaba conmigo porque tenía que cumplir con mi marido. Meneaba la cabeza compungida y se sentaba a mi lado, esperando que me durmiera. En el fondo, como me daba pena, cerraba los o jos y comenzaba a respirar acompasadamente, simulando un sueño que tardaría en llegar. Sólo así ella conseguía quedarse tranquila como para dejarse embargar por la somnolencia.
Y las sombras, siempre moviéndose. A pesar de que echara las mantas por encima de la cabeza, seguía viéndolas. Siempre. Su muerte vino a despertarme de mi estado de semiinconsciencia. Necesité tenerla entre mis brazos, fría y reseca, la carne como una correa, para comprender el peligro del que ella había intentado una y otra vez avisarme y que yo me había negado a ver.
En cierto modo, comencé a notar más su ausencia que su presencia.
Cuando todavía vivía, era el ser que te tapa por las noches, que te recoge los finales de los trajes para que no te los pises, que cambia el agua de los jarrones. Pero, de pronto, el agua apesta y nadie se da cuenta de dónde viene el mal olor.
Se la había llevado la muerte; nuestro pasado volvía a nosotros. En forma de fantasma o de recuerdo. En el fondo daba igual. Pero no estábamos a salvo de él.
—N o me fío de ella —me había dicho refiriéndose a Blanca justo antes de que todo sucediera, de que los acontecimientos se precipitaran y ya no hubiera vuelta de hoja.
Y yo me reí.
—¿Por qué? ¿Porque se acuesta con Sancho? Vamos, Cata…
—Pero, mírate, ¿no ves qué te está haciendo?
—No, ¿qué me está haciendo?
Entonces ella bajó el tono, como si quisiera contarme un secreto, me dijo en portugués:
—Te está matando. Y al niño. Quiere quedarse ella sola.
Reí más fuerte.
—Bueno, mientras mate sólo al niño, estará bien.
Me miraba espantada (ya cadáver, en cambio, no tiene expresión).
—¿Y qué ganaría matándome? ¿No ves que es más cómodo así? ¿Que su posición es la ideal? ¿Que ella nunca podrá casarse con mi marido?
—Parece mentira —sus ojos marrones me miraban directamente, sus cejas, una línea apenas— que vos digáis eso —y dijo así, digáis, en vez de tutearme— siendo hija de quien sois y estando en la posición en la que estáis.
En otras circunstancias este comentario me hubiera dolido, que lo de ser hija bastarda, por más que me empeñara, seguía siendo como una sanguijuela que chupaba demasiada sangre. Pero me dio igual. Sin entenderlo muy bien, tenía confianza ciega en Blanca.
—Tenéis razón. Es mala. Mala malísima —le dije para que dejara el tema, para que me dejara dormir. O por lo menos intentarlo.
—Algún día veréis que no es tan blanca la paloma como parece. Y lo malo es que ya será demasiado tarde.
La enterraron bajo una capa de nieve.
La verdad es que mi cuarto parecía una posta más que el lugar donde un enfermo intenta recuperarse. Entre las visitas del Quiste, de mis damas, de la aya, de mi marido y de Rodrigo de Verdolaza, no había quien cerrara los ojos durante más de media hora seguida.
Yo era la enferma. Pero debía de ser una enferma de las que producen ternura y no asco, porque la gente no me rehuía —como hubiera preferido—, sino que generaba una especie de expectación en la que cada nuevo síntoma era acogido con ovaciones. Si me salía por fin una pústula, todos: ¡oh! Si la boca se me llenaba de calenturas, todos: ¡oh! Si las manos me temblaban al coger un vaso y derramaba el agua por encima de mí, todos: ¡oh!
«Tienes que recuperar fuerzas», se empeñaban en decirme. Y estoy segura de que se creían, por su comentario, no sólo extremadamente originales, sino incluso protectores.
Pero en vez de irse y dejarme hacerlo en paz, se quedaban allí, dándome conversación o simplemente mirándome o respirándome en la oreja como si fuera un animal disecado o una pieza interesante de una cubertería con sus «oh» y sus «ah» cada vez que había un cambio en mi estado.
Me entraban ganas de decir: cuando muera, cortad y esparcid mis restos, como los de una santa. Así me podréis contemplar siempre que queráis.
Había incluso algunos, como el Quiste, que se tomaban más confianzas y ponían su mano sobre mi vientre. En realidad, cada uno tenía sus costumbres. Y resultaba entretenido, a falta de otra diversión, analizarlos a través de éstas.
Mi aya, cuando todavía vivía, entraba nerviosa, sacudía el aire con sus manos (su bigote, siempre chorreando sudor). «Uf, uf», decía. Me cogía la cabeza entre sus manos. Me miraba directamente a las pupilas. Soltaba la cara y me tapaba con la colcha, hasta la nariz. Luego remetía los pliegues por debajo del plumazo para que quedara atrapada cual mosca en una tela de araña. A la vez me hablaba del envenenamiento, de lo mala malísima que era Blanca porque la habían visto hacer tal o cual cosa. Y yo: sí, sí. O me limitaba a encoger los hombros con ese movimiento que no quiere decir nada pero que todo el mundo interpreta como un sí tajante. A veces me recordaba a un hurón, tan delgada, con esa nariz cortante que lo huele todo. Y esos ojos pequeños y agudos moviéndose de aquí para allá.
Sancho, el día que ya no podía prorrogar más su labor de buen marido, se decidía a visitarme también. No llamaba nunca a la puerta. Tachín, tachín. Casi necesitaba un cortejo de trompetas. Redoble de tambores. Abre de un golpe. Se acerca al lecho. Se queda al lado. No intenta tocarme. Me mira, con sus ojos oscuros, de arriba abajo. Los brazos cruzados detrás de su espalda. Firmes.
—¿Todo bien?
—Sí —contesto.
Y pienso: «Mi señor».
Y él: «Bien, bien». Se da media vuelta. Choca una mano contra la otra tras su espalda. Un, dos, tres, marchen.
Y luego don Rodrigo, tan gentil. Llamaba al portón, tres golpes. Y no entraba hasta que le decía: «Sí, claro, pasad». Apenas sonaban sus pasos. Se acercaba y no tenía miedo a los espacios: invadía mi territorio con la seguridad del que sabe que no va a ser expulsado. Se acercaba, me cogía la mano, me la acariciaba y todo sin dejar de mirarme a los ojos. «¿Os encontráis bien? ¿Necesitáis algo?». Y después se sentaba y comenzaba a contarme anécdotas graciosas de sus viajes, de su vida en la corte con el rey Enrique, el hermano de mi marido. De cómo cogía la carne con sólo dos dedos, de cómo mandaba que le cambiaran las sábanas todos los días y de cómo besaba a los perros. Así, por el hocico. Y me daba un beso cálido, totalmente inocente, en la mejilla. O así lo creía yo.
Don Rodrigo me recordaba a los gatos. Tan suaves, tan inteligentes. Se juntaba a mí y podía sentir la piel de su palma, que me recorría la mano y el comienzo del brazo. Y su voz era susurrante. Y los ojos verdes, Rodrigo tenía los ojos más verdes que había visto nunca.
Blanca, al contrario, se me acercaba con naturalidad y confianza. En el camino entre la puerta y el lecho hablaba, todo el rato, sin parar y no me analizaba con los ojos, ni se empeñaba en buscarme cambios ni nada de nada, porque sabía exactamente cómo habría de encontrarme. Simplemente, separaba el embozo (con más fuerza si lo había remetido mi aya), se descalzaba y, de un salto, se metía junto a mí, me apartaba el pelo de la cara, me cubría con sus brazos y se quedaba callada. Por fin alguien dejaba de hablarme, de preguntarme cómo estaba. Y en su silencio podía por fin dormirme.
Y de pronto un día Blanca, sin saber yo por qué —que no quiso explicármelo y yo ni me atreví a preguntárselo—, dejó de ir a la cama de mi marido. Ya no tenía que aguardar su presencia. Y su olor era sólo el de ella. Se quedaba abrazada a mí, más fuerte que nunca, día y noche. Pero se dormía pronto y entonces era yo la que me quedaba sola, despierta, los ojos abiertos. Y veía al fantasma, viejo conocido, que día a día se iba haciendo más corpóreo.
La leyenda se hacía realidad y su presencia, tan cierta como las muertes que acontecerían, porque la vi, por entero, y no como la primera noche: un espectro que, a pesar de todo, bien pude haberme imaginado. Era real. Tanto como podía serlo yo.
Fue entonces cuando supe que ese castillo ocultaba un secreto que, si no averiguaba pronto, terminaría con todos nosotros. Y que, quisiera o no, tenía que escucharlo.
Fue un día normal. Blanca me había subido la comida y me la había dado, cucharada a cucharada, hasta que no quedó nada en el plato. El Quiste había entrado sorprendentemente temprano en la alcoba y, mirando a Blanca con una lascivia muy poco controlada (yo, para él, ya no era ni mujer) y tras cuatro palabras de rigor, se había vuelto a ir.
—¿Todo bien? —preguntó.
Blanca ni se molestó en contestarle.
El amor se palpaba en el ambiente.
—Largaos —dije yo desde mi cama. Que bastante es estar enferma y ver fantasmas como para tener que aguantar la compañía de los infectos caballeros de mi marido. Él, impulsado por la costumbre, se acercó y puso la mano sobre mi vientre. Como si fuera un amuleto. Quiero decirle: «Lo siento, no soy el maestro Mateo, por más que me sobéis la tripa, os vais a ir al infierno». Blanca se había despegado de mí. Y yo también lo hubiera hecho en su lugar. El olor que desprendía esa cosa porcina que sudaba por todos sus poros era nauseabundo.
—Largaos, ¿no me habéis oído?
Entonces se dio cuenta de que estaba allí y apartó por fin los ojos de mi amiga.
—¿Qué tal está el niño?
—Como vos, exactamente —contesté.
Mosquitos chupadores de sangre.
—Cuidaos —y añade—: Blanca.
—Qué hombre más acosador —murmura ella cuando por fin desaparece la última onza de grasa tras la puerta. Y respiramos.
Pasó la mañana y cayó la tarde.
Brillaban las antorchas y a mis pies alguien había tenido la feliz ocurrencia de extender una piel de oveja a la que ni la cabeza se habían molestado en quitarle. Así que lo primero que veía nada más despertarme, y lo último también al dormirme, eran los ojos de ese bicho —o el agujero donde estuvieron hasta que alguien decidió hacer una manta con él.
Luego, al anochecer, y como todos los días, lo más parecido a no hacer nada, que en mi estado eso era lo que buscaba: la anulación absoluta. Y que me dejaran tranquila. Jugamos a adivinar el pensamiento, a las damas, a las tablas, a los reyes.
Miré por la ventana y la tormenta nocturna se había calmado. El paisaje estaba níveo. Demasiado. Angustiaba pensar que nada pudiera mancillarlo. Incluso se oía algún que otro pájaro nocturno. Además, mi marido se había ido fuera del alcázar. Creo que de cacería o alguna actividad igual de trascendente, así que ni se oían sus gritos ni los de los pajes, que, ante la falta del señor, habían decidido tomarse un día de asueto y habían escapado del castillo en busca, me imagino, de lugares más cálidos, y nos habían dejado a las mujeres y al servicio solos, completamente.
Esa misma mañana, justo después de la visita del Quiste, habían partido montados en sus caballos. No pude más que alegrarme y no precisamente por verme libre de la presencia masculina, que tampoco soy tan egoísta, sino que con el mal tiempo que había hecho los días precedentes, las pobres bestias —y no me refiero a los hombres— apenas habían tenido la oportunidad de salir de sus cuadras y como siguieran así, no sólo tendríamos fantasmas de humanos, sino también de caballos. Y eso era lo que nos faltaba.
—Ya se van —me dijo Blanca sentada en el alféizar. Aunque yo hubiera podido suponerlo, que estaba enferma pero no sorda y la algarabía que formaban no era pequeña precisamente.
Así que pasamos un día de absoluta tranquilidad. Me leyeron y me quedé dormida. El niño, que últimamente había estado muy nervioso, también decidió darme unas horas de reposo ante lo que me esperaba. Como si lo supiera, como si desde mi mismo estómago hubiera sido capaz de prever el horror que me aguardaba.
Cayó la tarde y prendieron las antorchas. Jugamos, y cuando nos cansamos, Blanca se tumbó junto a mí y me sonrió.
—¿Está s triste? —quise preguntarle—. ¿Qué te pasa últimamente? Pero se dio media vuelta y suspiró.
—Está bien, no voy a estar rogándote, si no quieres contármelo, allá tú.
En realidad lo sabía, sabía que tenía que ver con mi marido y por eso prefería mantenerme en mi ignorancia. «Total —me dije—, pronto me iba a ir al otro mundo, ¿qué más daba?».
Y pasó el tiempo. La sangre débilmente me golpeaba en las muñecas. Blanca respiraba con la misma parsimonia con la que Eva lo hubo de hacer el primer día de la creación (aunque por dentro, y aunque yo no lo imaginara, el secreto la abrasara y ya supiera que la traición estaba cerca y que no había de temblarle el pulso cuando la cometiera).
Y de pronto, las arcadas. De nuevo, tras tres jornadas de descanso, que las llevaba contadas.
—Ya estamos. Otra vez.
La rutina de quitarle las mantas, de apartar el cuerpo de Blanca, saltar sobre él, y sobre todos los de aquellas que duermen en el suelo. Ir de puntillas porque hace frío y ni siquiera me he echado algo por los hombros. El aire tan denso que se atraganta. O es mi propia lengua, que intenta hacer de muro. No hay guardias, ni perros. El castillo está desierto.
—Piensa en algo alegre —me digo.
Y me viene a la mente la imagen de un órgano.
Porque tengo miedo y soy consciente, aunque intente negármelo.
—Venga, Beatriz, que lo puedes hacer mejor, ¿un órgano? Piensa en las fresas, en las nubes, en el agua con hierbabuena y limón.
Pero la imagen del órgano persiste. Y quizá, me doy cuenta, sea por asociación de ideas porque hay viento, en esa sala que cruzo ahora mismo, se ha levantado el aire y me agita los bajos del camisón.
Cuánto lirismo. Así se deberían aparecer todos los muertos. Entre el frío que hacía, el aire que soplaba y las arcadas que me recorrían el cuerpo. Y ella no encontró otro momento mejor para mostrarse.
Estaba sentada en una silla. Vestía de negro (claro, ¿de qué otro color habría de vestir una muerta?). Y me miraba con unos ojos tan vivos como los míos.
—Ven —dijo. Y su voz era dulce, extrañamente. Y clara.
Yo obedecí, aunque estuviera muerta, y lo único que me pidiera el cuerpo fuera ir corriendo a mi cama y esconder la cabeza debajo del cabezal.
Es curioso, tantos años temiendo eso mismo: que hubiera alguien debajo de mi colchón, que dentro de los baúles pudiera ocultarse una presencia no deseada, que en la noche surgiera algún diablo de las sombras, y cuando finalmente sucede, me quedo quieta y no sólo eso, sino que obedezco sus órdenes. «Ven», dijo. Y yo, obediente cual borrego, fui a ponerme a su lado (hasta que pude distinguir sus olores y tocar sus ropajes, que eran tan reales como los míos).
—¿Sí? —pregunté. Y ya no quedaban ni rastros de las arcadas.
—Hola, Beatriz.
Sí, me dijo «hola». A la manera de los viejos amigos y con su voz en un tono tan bajo que apenas la oía. «Es mi muerta», pienso. Y ¿qué iba a decir yo?
—Hola.
La miro a la cara esperando encontrarle cuernos, o agujeros en la nariz como los de las serpientes, orejas picudas, o unas cuencas vacías como las de la piel de la oveja que tengo encima de mi cama. Pero es perfectamente normal: una mujer que, de no estar muerta, no hubiera resaltado ni lo más mínimo. Bueno, exagero: era guapa. Morena, de pelo rizado y boca pequeña. Los ojos, negros, lloraban (oh, sorpresa, nunca imaginé que los muertos pudieran llorar).
Señalo una de las lágrimas.
—¿Por qué lloras? —pregunto.
—Porque estoy triste —no ha sido hiriente ni su voz cortante, simplemente natural.
«Muy inteligente por mi parte, me merecía una contestación así», pienso. Ella continúa:
—Porque estoy muerta.
¡Ajá! ¿Quién está siendo obvia ahora?
—Ay, pobre. Lo siento.
Es lo único que se me ocurre decir.
Y ella asiente.
—Pero no te creas que se está tan mal; de muerta, quiero decir.
Me siento a su lado, en el suelo. Me da igual si está helado.
No todos los días se tiene la posibilidad de hablar con un difunto. Y ella era casi una conocida, habiéndose aparecido todas las noches.
—¿No?
—No, una vez que te acostumbras, se hace llevadero. A estas alturas de la conversación, mi mente comenzó a trabajar: empecé a preguntarle lo que todo el mundo haría si de pronto un día se encontrase con alguien así.
—Pero ¿no tendrías que ir al cielo? —pregunté.
—Sí, claro. Pero con esto del albedrío que nos dio el Señor, pues me preguntaron: «¿Quieres ir?». Y yo preferí quedarme.
—¿Y eso?
No sé por qué. Fue todo así de simple. Como la misma muerte. Al poco ya me parecía que toda esa situación era normal y que, si no dos amigas, éramos por lo menos dos conocidas que se encuentran en el mercado y comienzan a charlar: qué tal la familia, el niño, su esposo. Bien, bien. Ay, no sabes…
—Ya ves, tenía todavía algún asuntillo pendiente.
—¿Ah, sí?
—Sí, descubrir cómo morí, por ejemplo.
—Claro, eso es importante. ¿Y qué tal lo llevas? —pregunté, cuando en realidad quería saber: «¿Qué tiene que ver todo eso conmigo?».
—Bueno, no va mal. Aún me quedan piezas por colocar, pero ya comienza todo a cobrar sentido. Me lo debía, ¿sabes? Por mí y por el niño —y señala mi vientre con su dedo de muerta.
—¿Por el niño? —lo cubro con mis manos.
—No, no ése, no tu hijo —se ríe y su risa es indescriptible, como un sonajero, casi—. ¡El mío! ¡El que cayó conmigo!
—Ah —asiento como si supiera de lo que me está hablando.
—Bueno, aunque siendo franca, ahora también por el tuyo, Beatriz.
—¿Por el mío?
—Sí, por el tuyo. Y por ti. Te están matando, Beatriz, por mi culpa.
—¿Quién? —pregunto—. ¿Quién me está matando?
Y sonríe, con toda su boca de muerta.
—¡Ah! ¿Tú te crees que si yo he tenido que morir para averiguarlo, te lo voy a decir así como así? No, yo ya no tengo nada que perder. Aún me quedan muchos años de vagar por este palacio y créeme que es francamente aburrido. Sólo te aviso, porque me caes bien y porque me recuerdas mucho a mí, con un orgullo tan ciego que no te permite ver qué sucede a tu alrededor. Espero, por tu bien, que no sea demasiado tarde, porque si no acabarás dando vueltas conmigo por estos pasillos. Aunque la verdad es que no me importaría, me caes bien.
Y se levantó y, echando a correr, se lanzó por la ventana (por la misma de la que cayera para morir).
Yo no tardé en seguirla, pero en dirección opuesta.
Resulta imposible describir el alivio que sentí cuando de un salto me metí en la cama. Con el embozo de las sábanas me cubrí hasta la cabeza y me abracé con fuerza a las rodillas. Temblaba. Aún recuerdo el sabor del labio cuando la sangre comenzó a gotear de tan fuerte como lo mordía. Blanca gimió levemente.
Busqué su mano, pero, reptando, se alejó de mí.
—Está bien —me decía—, está bien.
Y la noche, oscura, entrando por la habitación.
Porque ahora sabía que esa muerta y mi aya y yo misma no éramos sino partes del mismo círculo. Y que esa muerta era tan inocente como yo. Y que había alguien en ese alcázar que no buscaba sino el olvido.
Había temido estar con ella y ahora temía no volver a verla. Y esto fue precisamente lo que sucedió: nunca más vino a visitarme. Sólo yo podría sacarme las castañas del fuego y cuando esto sucediera, cuando sus palabras se volvieran hechos y el peligro, inminente, no habría nadie a mi lado.