5

(DEL PADRE).

Si en un principio fueron dos, al final una imagen se superpuso a la otra. Parece como si los recuerdos que vinieron después se encargaran de suplantar a los primeros, distorsionarlos o enterrarlos de un modo tan profundo que incluso ahora resulta difícil, y también doloroso, limpiarlos de la tierra que durante tanto tiempo han acumulado y sacarlos a una luz que descubre todas sus aristas. Las primeras imágenes de mi padre son borrosas, incompletas. Y sin embargo su presencia se afianza con el tiempo hasta llenarlo todo. Desgraciadamente.

Si el recuerdo de mi madre resulta distorsionado, la culpa sólo se me puede achacar a mí —y a una muy prematura desaparición—. Sin embargo, el de él, ay, qué poco tiene que ver. Mi padre se encargó de pisotear cualquier resquicio anterior a la muerte de mi madre. Su imagen siempre será parcial por más que yo, en un esfuerzo de benevolencia absoluta, consiga ceñirme sólo al pasado más lejano. Pero el concepto que nos formamos de las personas cambia con el tiempo y la imagen primigenia que pude tener de él se convirtió en la otra, en la oscura. Y puestos a buscar culpables, sólo él puede ser acusado.

Me gustaría poder hablar de Pedro como lo hacen las crónicas: privarlo de cualquier valoración, desvestirlo de cualquier adjetivo para referirme a él con la mayor inocencia posible. No existen narradores capaces de no decantarse —no aspiro a tanto, es un sinsentido—. Al hablar de un suceso, por más casual que éste sea, comenzamos a valorarlo. Es importante, y lo sé, mantenerse incólume, intentar ser lo más distante posible; sobre todo si lo que pretendemos contar se ha convertido en el eje de nuestra vida.

Ése es mi caso.

No, no pretendo juzgarlo, que sea otro el que lo haga. Al fin y al cabo, ¿de qué serviría? No creo que ese juicio pudiera hacer de él una persona más desgraciada de lo que fue y lo que es seguro es que no va a hacer de mí una persona más feliz. Si lo cuento es para, en última instancia, apartarlo de mí. Si hubiera querido perdón o comprensión, hubiera acudido al párroco y hace mucho que prescindí de él. Ya no busco redimirlo u odiarlo, ya no quiero encontrar el porqué, ni siquiera aspiro a olvidarlo. Es imposible porque forma parte de mi vida. Sería como pretender arrancarme un brazo, una mano o algo igual de necesario. Mis recuerdos son mi yo pasado, los cimientos. Pero he de dejar de vivir en él y sólo vaciándome por completo podré volver a llenarme de algo que sea más parecido a un futuro.

Alguien me dijo una vez que las cosas importantes lo son por sí mismas, que es inútil redundar en ellas, cargarlas de descripciones que no aportarían más que una distorsión que lleva siempre a la falsedad, al ocultamiento y a la impostura. Y bastante he vivido en ella durante todos estos años. No, he de hablar de él descarnadamente, y en el fondo, aunque no sea el fin buscado, conseguiré vengarme. Curioso: la venganza a través de la verdad.

Entonces, el primer peldaño pasa por reconocer la importancia que tuvo mi padre, ni más ni menos. El segundo, hablar de él, y conocerme a mí. Porque negárselo sería ridículo, él vio en mí algo que ni siquiera intuía: el recuerdo de mi madre.

Y sin embargo, el primer recuerdo que me viene a la mente al pensar en él es su mano, grande, los dedos ásperos, las uñas mordidas, los nudillos desollados. Y el bofetón que me pegó.

Mi madre jamás nos había tocado. Y nuestras ayas, como mucho, cuando éramos pequeños y siempre en el culo. No es que fuéramos unos niños ejemplares, que más bien no, pero estábamos sometidos a una vigilancia tan continua que eran pocas las ocasiones que teníamos para organizar alguna trastada. Y cuando las hacíamos, nos cuidábamos mucho de escapar de las acusaciones, de eludir la culpa. Cuestión de sangre, supongo, no dejábamos de ser descendientes de reyes. Y pase lo que pase, nos habían enseñado, siempre habrá alguien por debajo de vosotros para cargar —con placer incluso—, decían, los fardos que no queráis. La labor de los grandes no consiste en pedir perdón. Tienen la obligación de ser consecuentes. Y si os equivocáis, habéis de rectificar, nunca diréis que fue un error, sino que era parte del plan. Lo que no se sabe no se tiene por qué perdonar. Nadie verá que habéis caído si no os ven levantaros. La debilidad es imperdonable. No lo mezcléis, niños, con la humanidad. Sed los más piadosos cuando tengáis que serlo, conceder indultos con ligereza. Esos signos no os quitarán respeto y sí os aportarán el cariño de vuestros vasallos. Pero manteneos firmes en vuestras decisiones. Un hidalgo dubitativo es como un árbol endeble, termina aplastado. Sólo aquellos que tienen fortaleza merecen gobernar. Y pedir perdón resulta un signo de debilidad. Os habéis equivocado y no sólo reconocéis que no sois infalibles, sino que admitís el poneros en un plano inferior al de vuestros súbditos: haciéndoles partícipes de vuestros errores, les dais herramientas para que puedan juzgaros. Mentid si hace falta, hasta el final. Si no rectificáis, siempre habrá duda de que lo que digáis o hagáis es cierto. Y la gente quiere ser engañada, sobre todo por sus dirigentes. La verdad no juega a favor de nadie, y mucho menos de vosotros mismos. La mentira es más cómoda y más segura para ellos. Y sobre todo es necesaria para vosotros.

Quizá no nos lo dijeran así, sino con otras palabras. Quizá ese discurso que tuve que aprender cuando fui a vivir a la corte del abuelo fuera en realidad implícito y no hubiera nadie que se atreviera a expresar lo que por todos era conocido. Todos mentían con una apabullante facilidad. No se inmutaban al hacerlo. Era parte de sus vidas. Me sorprendí incluso yo, que había vivido toda mi vida en un mundo de ficción construido en torno a una gran mentira, la de mi madre, la gran mentirosa —aunque lo hiciera por nuestro bien—. La verdad es que en esa corte llena de cazadores y de pedigüeños de manos largas, de hombres barbudos y sarnosos ocultos tras armaduras que pretendían decir algo de su estirpe, de mujeres embadurnadas en aceites que preconizaban un amor elevado y luego se acostaban con el caballerizo o porquero de turno, los maestros no abundaban —y mucho menos los de tan elevadas enseñanzas morales—. Pero la mentira era algo habitual. Ni siquiera se consideraba pecado.

Una frase que lo refleja muy bien es precisamente la que me dijo mi padre cuando sus recuerdos ya no son tan difusos, cuando su presencia se hace constante y lo siento como una amenaza y me gustaría poder olvidarlo, escapar de él, pero no puedo.

«Que no vea tu mano derecha lo que hace tu izquierda», dijo. Y mientras introducía una de ellas —no recuerdo muy bien cuál de las dos— por dentro de mi escote.

El bofetón llegó de improviso. No me lo esperaba (quizá si lo hubiera hecho, no lo recordaría ahora con tanta precisión). Fue en la cara, en la mejilla izquierda, con toda su palma abierta. El dolor se extendió desde el cuello hasta la oreja, pasando por el labio. Era un dolor cálido, lleno de rabia. Me quedé paralizada.

Y él, mirándome, como si el más sorprendido, aquel a quien el golpe y el dolor lo hubieran cogido más de improvisto, fuera él. Sus ojos azules se aclararon y se abrieron, como su boca. No sé lo que le había dicho, qué tipo de contestación le habría dado o qué respuesta airada y fuera de lugar por mi parte le había hecho perder los papeles. Posiblemente me lo merecía. Pero hasta ese momento yo no había sido nada para él, su concepto de nosotros se ceñía al que le debía mi madre, como un informe breve, antes de ponerse a hablar de problemas que sólo les atañían a ellos dos. También hay que reconocer que era una época delicada, como pude saber más adelante, que estaba peleando con su padre, mi abuelo, y andaba conspirando en la sombra para conseguir derrocarlo y arrebatarle la corona. Incluso que algunos de sus más íntimos amigos habían muerto en no sé qué batalla, que el matrimonio con mi madre cada día se veía peor y que mi abuela y el cortejo de brujas —en las que incluyo a sus consejeros— que la rodeaban andaban todo el día candidata arriba, candidata abajo, para buscarle una nueva esposa.

Yo no sabía nada de todos estos detalles. Y aunque lo hubiera sabido, ¿habría servido de algo? Ya había caído. No es que su presencia tuviera demasiada importancia en mi vida, no voy a engañarme. Nunca estaba en casa y cuando lo hacía, apenas nos prestaba atención, tan centrado siempre en su padre y sus problemas. Era como el tío que, después de un viaje, pasa para narrar sus hazañas y trae un pequeño presente que, para un niño, siempre supone una alegría momentánea en un primer instante, pero luego es sólo un objeto que acumulará polvo en un rincón.

No, en esos primeros recuerdos, no contábamos para él.

No se había metido nunca en nuestra educación. Le daba igual cómo fuéramos vestidos. Si nos preguntaba: «¿Qué tal andáis?», lo hacía por pura cortesía para con mi madre, porque ella no dejaba de invertir cientos de horas en nosotros y así conseguía darle una importancia ficticia a un trabajo que ni valoraba ni lo iba a hacer nunca. Una manera, como otra cualquiera, de ganarse su cariño. Le hacíamos gracia, no lo niego. Eramos como la planta que se riega todos los días. Te sientas, la miras y frunces el ceño si ves que está mustia y te deleitas —con orgullo del que piensa que es mérito propio, que es gracias a él que salga adelante— si le sale alguna flor. Una planta que no molesta. «Hala, a la cama», decía, sin distinguir quién era su hijo y quién su hija. Nos veía en su conjunto, en la especie genérica de hijos.

Nos contaba sus historias a la luz de la lumbre para poder recrearse en su propia voz. Por eso a veces eran inconexas y se saltaba trozos y avanzaba y retrocedía sin un orden prefijado. Por eso a veces retomaba la historia del día anterior y cambiaba escenarios y personajes a voluntad. Por eso, otras veces, las repetía punto por punto.

Nunca nos reñía, pero tampoco nos alababa ni se inquietaba si llorábamos. Convivíamos, cuando teníamos que hacerlo, con la cordialidad y la frialdad suficiente como para que ninguno se inmiscuyera en el espacio del otro: él respetaba cuando nuestra madre nos vestía y nos llevaba a misa o nos tomaba las oraciones sin acercarse. Y nosotros hacíamos lo propio cuando se encerraban en su habitación y comenzaban las risitas y los chilliditos.

Con el tiempo incluso intentó mantener alguna que otra conversación con nosotros. «Bonito tiempo, ha escampado». «Sí, la comida estaba muy buena». En fin, diálogos en los que, como mucho, todo se calificaba como bueno o malo: «La familia, bien»; «la salud, bien». Finalizado todo con un gentil «gracias», que para algo uno es noble.

Luego, los consejos: «Podrías intentar tal, o quizá fuera mejor cual». Y Juan y yo: «Gracias, gracias, padre, tiene razón». Y él se estiraba, tan magnánimo, sonriente: «Ya he cumplido por hoy», debía de pensar.

Con ese primer bofetón entré a formar parte de su vida. La sorpresa se sobrepuso al dolor. El extraño se había atrevido a cruzarme la cara. Me llevé la mano hasta ella. Y mi mano pequeña intentó cubrir todo el espacio que atravesara la de mi padre, más grande. Supongo que en mi cara había entonces un gesto simétrico al de él. Alargó sus brazos, los dos estirados, intentando tocarme, pero yo ya había dado un paso hacia atrás. Recuerdo, es curioso, que el sol se reflejaba en su nariz y brillaba. Había perdido elegancia, de pronto, no quedaba nada de ella. Tu padre será rey algún día, me había dicho mi aya. Y el extraño, que nos visitara con despego pero con cordialidad, se revistió de un poderío que hasta entonces no tuviera. Tonta de mí, que aún desconocía la realidad: ignoraba que los reyes no van a todas partes montados en corceles blancos, que las coronas no son tan brillantes como en los cuentos y que pueden dejar de ser esos hombres galantes y apuestos para transformarse en unos viejos a los que se les ven los agujeros de la dentadura al sonreír, que protestan por las articulaciones y que se tiran pedos al levantarse del trono. Cuando me enteré de que mi padre sería rey algún día, me alegré por él como si fuera un conocido que de pronto consiguiera lo que se propuso. Era alegría, no lo voy a negar, pero no orgullo. Es ilustrativo, porque mientras veía natural que él poseyera semejante título, nunca pensé en qué lugar quedaba yo, si era princesa, infanta o qué: él era, ya lo he dicho, un elemento decorativo en mi vida del que poder presumir, pero que, sin embargo, es fácilmente reemplazable.

La alegría por él duró poco: hasta que comprendí que, por su causa, por ser precisamente rey, todo lo que me hiciera, incluso lo más antinatural, le sería siempre perdonado.

—Hija —dijo.

Y fue la primera vez que oí esa palabra en su boca. «Madre, Juan —pensé—, ¿dónde estáis?». Tenía ganas de echar a correr, encontrarlos, y a la vez deseaba quedarme allí, mirando a ese extraño que de pronto, y al llamarme hija, se consideraba mi padre. Esa palabra se convirtió en una imposición. «Vengo a recuperar mi sitio», parecía decir. «Tú eres mi hija, yo soy tu padre». Y si él reconocía lo inevitable, ¿cuánto tiempo podría yo seguir siendo sólo parte del mundo de mi madre? Nunca había querido ser mi referente, ejercer como tal. Su presencia, el lazo sanguíneo incluso, era sólo una circunstancia que apenas había hecho mella en nuestras vidas, que los dos habíamos aceptado como inevitable pero insustancial: él tenía su vida y yo, la mía.

Me sentía desconcertada, ¿por qué querría de pronto cambiar su sitio? No, no tenía espacio para él. No lo aceptaba. «Lo siento —hubiera querido decirle—, el trato no me interesa». Pero no era una transacción comercial, no una justa. Parecía un usurero que se aprovecha de su posición predominante. «¿Quieres a tu madre? —parecía decir—, bueno, pues ahora tendrás que aceptarme a mí también». Había inclinado los hombros hacia adelante, todavía intentando tocarme. El vello de los brazos le llegaba justo al final del antebrazo. Y fue por causa de esos pelos negros que retrocedí un poco más. En un mundo en el que sólo conocía la desnudez femenina —y siempre incompleta— y la andrógina de mi hermano pequeño, la certeza de que existían otras formas desconocidas y no sólo eso, sino incluso repugnantes —aunque sólo fueran esos pelos tras los que no podía intuir nada más—, hizo que me sintiera de pronto confusa y asqueada. Era otra especie, muy diferente a lo que yo conocía. Una carne cubierta de pelos negros, unos dedos ásperos, gruesos como garras, y unos ojos que te rastrean por dentro y por fuera en los cuales es difícil adivinar qué hay detrás. O acaso lo sabía tan bien que por eso retrocedí todavía un poco más.

Él me había reconocido, «hija», había dicho. Y a pesar de que no había utilizado ningún posesivo, un «mía» que incluso habría podido quitar rotundidad al «hija», había esculpido, así, de pronto, la marca del cantero en mi cara. Pedro lo hizo, parecía decir el sonido del guantazo que aún resonaba en mi oreja izquierda. De pronto formaba parte de sus propiedades. Y con su mano extendida, sólo parecía estar deseando asir aquello que le pertenecía.

Es difícil imaginar qué hubiera pasado si en ese momento yo llego a hacerle frente. Negar que tenía poder sobre mí, humillarlo en vez de quedarme mirándolo atraída como atraen siempre las cosas repugnantes. Puede que sólo hubiera conseguido prolongar un poco más mi libertad y que de todos modos hubiera terminado imponiéndose, al fin y al cabo, él era dueño y señor y podía disponer a su antojo. Pero no quiero evitar pensar que quizá todo hubiera sido diferente y negando su papel en mi vida, impidiéndole la entrada o expulsándolo de un modo tan brusco como el que él había utilizado para hacerse un hueco en mi rutina, hubiera conseguido cambiar un futuro en el que ese primer «hija» pronunciado con una cierta culpabilidad sería sustituido por otras palabras que aún me duele recordar y en las que la culpabilidad no aparece ni remotamente.

—Beatriz —dijo.

El pelo le caía por los hombros, salvaje. Y toda su postura, tan quieta, parecía en tensión.

«Hija, Beatriz». Sus palabras. Con la primera demostraba que ya era suya, que le pertenecía. La otra me confería una entidad propia. Ya, por más que quisiera, nunca sería parte del colectivo niños: «Por favor —habría dicho—, llevaos los niños a acostar». Y nuestras ayas, sumisas, nos habrían cogido en bloque y en bloque nos habrían desnudado. No, Juan se había convertido en hombre y yo, en mujer porque con su sola mirada y con dos simples palabras mi padre me había definido. «Y Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente». Si Dios se valió de su aliento, mi padre, llamando con un nombre que en realidad me había pertenecido toda la vida, me otorgó una nueva entidad. De nada me serviría intentar ampararme en mi hermano, buscar confundirnos de nuevo carne y huesos, ser uno otra vez para que nadie pudiera distinguir dónde comenzaba yo y dónde acababa él. Ni siquiera, y lo sabía, podría refugiarme en mi madre. «Hija», había dicho para unirme a él. Y «Beatriz».

Como quien dice: «Lázaro, levántate y anda, no mires atrás porque nadie te va a acompañar, ya no tienes a nadie que te indique el camino».

Lo veía con los ojos del descubridor. Y sólo él estaba nítido, con la mancha del sol brillando en su nariz, con esos pelos negros que, como cuerdas, ascendían por su brazo hasta perderse en la manga, con esos hombros tan anchos, echados hacia delante con la decisión del que quiere algo y sabe que lo puede obtener. El resto del paisaje se desdibuja en mi memoria: podría haberme pegado en el jardín, en el convento, en las lindes del río. Podría haber sido la mañana o el atardecer. Todo lo que no fuera él, su figura, sus actitudes o mis pensamientos, aparece confuso en mi memoria (acaso pertenecen a aquellos recuerdos que quise borrar y conseguí hacerlo).

A pesar de todo, recuerdo tan claro como si lo viera ahora que una gota de sudor se deslizó por su frente hasta su mejilla donde el comienzo de la barba comenzaba a despuntar, dejando tras de sí un rastro viscoso. Las mejillas, tan prominentes, rodeando esa nariz aquilina que parecía que te apuntara siempre, acusadora. Y la gota, centro total de mi atención, una especie de refugio porque me permitía evadirme de esos ojos que no dejaban de mirarme, con fijación. Esos ojos que de pronto descubrí que eran almendrados igual que los de mi hermano y que, sin embargo, miraban de un modo tan diferente (y tan atrevido).

Replegó la mano que hasta entonces me tendiera y se la quitó de la mejilla con un movimiento brusco (la humedad se extendió hasta el comienzo del cabello). Y entonces, lo curioso es que ya no deseé echar a correr, sino quedarme clavada allí mismo, hundir mis piernas en la tierra. Y comencé a llorar. Su mano ya no se detuvo. Avanzó los tres pasos que lo separaban de mí y recogió una de mis lágrimas entre sus dedos.

—Hija —volvió a decir.

Fue, creo recordar, la única vez que lloré hasta que sobrevino la muerte de mi madre (en la que las lágrimas vencieron; fue superior a mis fuerzas, y aún me lo reprocho). Aquella gota de agua que cogiera entre sus dedos y que luego, si la memoria no me falla, se llevara a la boca; y sin yo quererlo, nos habían unido y sólo manteniéndome firme podría alejarme de él. Sólo así podría volver a estar más cerca de mi madre. No había medias tintas. A mis padres era imposible quererlos por igual. No lo permitían. Un cariño excluía al otro. Eran demasiado posesivos, vivían demasiado dentro de su realidad individual, como para poder compartir nuestra filiación en partes alícuotas. Y a pesar del amor que se tuvieran —que no pienso cuestionar—, les resultaba imposible concebir que nosotros, criaturas ajenas a ellos dos, pudiéramos quererlos de igual modo, en justa proporción. O eras de uno o lo eras del otro. Es lógico imaginar que su cariño entonces era paralelo: ellos querían a uno u a otro, por entero, por más que Juan y yo intentáramos cambiarlo. Mi madre a Juan, mi padre a mí. Un círculo tan vicioso como absurdo porque al final todo caía en saco roto.

Y esta reflexión, que tan dura puede parecer («Honrarás a tu padre y a tu madre», lo sé), no sólo me la hice yo, sino el propio Juan, quien, por más que lo intentara, no conseguía que nuestro padre posara su vista en él más de unos instantes. «Padre —le decía—, mira lo que he hecho». Y el otro: «Sí, sí, claro, claro, lo que tú digas».

Fue desde el bofetón cuando mi madre se alejó definitivamente de mí. Y no es que cambiara su actitud. Siempre tan rotunda, tan correcta. Seguía rezando conmigo como había hecho hasta entonces, y enseñándome modales. Incluso cuando me tropezaba o buscaba consuelo por cualquier rabieta, me acogía entre sus brazos y me decía, como hasta siempre había hecho, «no ocurre nada, ya pasó». Pero eran sus caricias mucho más breves y más mecánicas. Era la inflexión de su voz, tan monocorde aun cuando buscara consolarme, era cómo se echaba ligeramente hacia atrás cuando la rozaba, lo que me hizo saber que mientras mi padre había ignorado mi presencia, había tenido todo su cariño, pero que una vez que él había decidido entregarse por completo, ya se suponía que tenía mi carencia emocional completa y ella podía dedicarse a Juan. Su cariño hacia mí, sin dejar de ser aparente, se había acabado. Sin posibilidad de modificación. Un niño se da cuenta.

Todo esto sólo ahora puedo plasmarlo, entenderlo. En su momento era algo que me desconcertaba por completo. A pesar de que viviéramos solos, alejados de cualquier tipo de familia que podría clasificarse como convencional, algo en mí me decía que no era normal, que en nuestras relaciones, las de los cuatro, había algo raro.

De la noche a la mañana mi madre me rechazaba, educadamente, como hacía con cada uno de sus protegidos cuando veía que sus penas se alargaban demasiado y ella tenía otros menesteres de los que ocuparse. Era inútil el haber protestado, haber reclamado mi inocencia: el mal ya estaba hecho. No entendía las causas, el porqué de todo ese maremágnum de sentimientos encontrados: yo corriendo detrás de mi madre y mi padre pisándome la sombra. Juan detrás de él y mi madre: «Juan, Juanito, ven conmigo». Era más bien, se me ocurre ahora, una carrera en la que sálvese quien pueda y en la que no hay direcciones marcadas y sólo cuando chocas con otro de los participantes, te das cuenta de su presencia, de que no corres solo. (Aunque la única dirección posible fuera el precipicio al que todos nos encaminábamos).

Sólo mucho tiempo después he comprendido que no existen familias perfectas como no existen amores perfectos. Somos egoístas y mi núcleo familiar representaba ese egoísmo en su máxima esencia. Sólo nos preocupábamos de nosotros mismos y sólo fijábamos la vista en el otro (mi padre en mí, yo en mi madre, mi madre en mi hermano, mi hermano en mi padre) cuando éste podía suplir nuestras ausencias.

Seguíamos un código perfectamente definido. En esa búsqueda de la complicidad, sabíamos interpretar cualquier gesto.

Y a pesar de mi corta edad, entendía que lo último que debía hacer en el mundo si quería mantener alejado a mi padre era llorar.

Llorar era un gesto de complicidad que no quería volver a tener con él. No iba a volver a ser débil en su presencia, palabra. «Aguanta», me decía. Y aunque no estuviera en casa, porque se encontrara cazando o gestionando esos asuntos que tan importantes eran siempre, si me sentía al borde del llanto, me lo prohibía tajantemente. «No has de llorar, Beatriz». «¿Cómo si no —pensaba— podría fortalecerme lo suficiente como para no hacerlo cuando él se encuentre aquí?». «Quien cae una vez vuelve a repetirlo», pensaba.

Así que si por ejemplo él me veía tropezar mientras jugaba con mi hermano, se apresuraba hasta donde estaba y me preguntaba: «¿Te has hecho daño?». Yo contraía los labios y me levantaba. «No, padre, no se preocupe». Y él, decepcionado, volvía donde mi madre cosía (en ese pórtico que tanto recuerdo, sedente, reclinada sobre su costura y allí, su figura tan guapa, tan inaccesible). Ella levantaba la cabeza y sus ojos vagaban desde donde yo estaba, con indiferencia, hasta los de él. Y ya el gesto no era diferente, o por lo menos así me lo parecía: una mezcla de reproche y de comprensión.

Desde que mi padre reparó en mi existencia, el proceso de acercamiento había sido cada vez más constante y sin duda más insidioso. «¿Estás bien?», solía preguntar. «¿Quieres algo?». Y yo: «No, no, gracias —reverencia, reverencia—, todo bien, padre».

Y su sonrisa dibujada tras una barba en la que escondía la cara de mi madre cuando creían que no los veíamos y la cogía por su cuello y buscaba sus labios (luego, mi madre, con la barbilla roja y una sonrisa tonta). Y mi madre: «Qué bueno tu padre, siempre tan preocupado por ti» (y en su tono no encuentro ninguna acusación velada, es una voz neutra, porque yo ya no pertenezco a su círculo, nuestra relación, la de mi padre y la mía, nos pertenece únicamente a nosotros). Y Juan tuerce la boca porque, que yo sepa, Pedro nunca le ha preguntado si estaba bien o si quería algo.

Un año antes de la muerte de Inés, nació Dionís. De cuatro, pasamos a ser cinco. Y el círculo familiar y sus relaciones se hicieron todavía más complejas. El equilibrio inestable en el que nos habíamos mantenido hasta entonces, el limitado círculo en el que corríamos sin mayor problema —porque incluso a las pequeñas rozaduras e incomodidades se terminó acostumbrando el cuerpo— saltó por los aires cuando apareció la palanca que era mi nuevo hermano pequeño. No fue un cambio radical —aunque, a la larga y visto con la perspectiva del tiempo, sí que pudiera parecerlo—, sino paulatino, un proceso en el que cada uno definió claramente su postura y, como en un acuerdo tácito, fueron menos permitidas las injerencias en las relaciones de los otros: Juan era de mi madre, yo, de mi padre y Dionís, el fardo que pasaba de brazo en brazo hasta que alguien decidiera en qué lugar habría de situarse (alguien que pronunciara su nombre y dijera: «Hijo», reclamando su propiedad).

Los nueves meses anteriores mi madre se los había pasado postrada en cama. «¿Qué te sucede?», le preguntaba Juan. Y ella: «Un regalo de Dios». «Pues menudo Dios —pensaba yo—, que te hace vomitar, te impide dormir por las noches, te ha hecho estar hinchada como un odre». «Mira, Juan —decía—, pon tu mano aquí». Y él: «Se mueve, se mueve».

A mí nunca me invitó. Nunca me dijo: «Ven, Beatriz, pon la mano sobre mi vientre, es tu hermano».

Sin embargo, mi padre me cogía en brazos, me aupaba en sus hombros y me llevaba al río, me enseñaba las pieles de los animales que cazaba, adiestrar a los alanos, cómo orientarse en el monte. Me mostraba incluso cómo se utilizaba un arma. «Agárrala con firmeza», decía. «Mantente recta en la montura». «Golpea con decisión el estafermo». «Es un animal, Beatriz, están hechos para morir, no han de darte pena».

Abandoné la costura. «Tengo que hilar el ajuar», decía a mi padre. Y él me miraba con el desprecio del soberbio: no es que menospreciara este tipo de deberes femeninos como otros de sus amigos o incluso su propio padre, sino que lo que en realidad le dolía era no saber hacer algo. Cambiante y caprichoso: todo tenía que probarlo y todo tenía que salirle bien a la primera. Si no era así, montaba en cólera consigo mismo y lo pagaba con los demás. Si he de ser justa, la inteligencia de mi padre era mayúscula. Podía hacer lo que se propusiera. Un ser brillante para cualquier tipo de deducción o estrategia. Eso sí, a la hora de comprender al hermano, se encontraba con un escollo insalvable: consigo mismo. Juzgaba los comportamientos ajenos a través del suyo propio. Sólo consideraba aceptables los fallos que él mismo pudiera cometer. Despreciaba al inútil, al que malgastara sus talentos, al inconsecuente, al cobarde, al que, pudiéndose medir con él, prefería no hacerlo. Del mismo modo que sólo entendía que se pudiera dedicar el tiempo a las actividades que él creía imprescindibles. Todo lo demás resultaba una pérdida de tiempo. Su inteligencia sólo era comprable a su testarudez. Ahora bien, que los asuntos en los que la empleara no fueran del todo aceptables, que los propósitos que se hiciera —y que por regla general siempre conseguía— fueran oscuros e hicieran daño a los que lo rodearan, eso ya es otro cantar.

—No te preocupes, Beatriz, que el día que lo necesites, tendrás el mejor de todos.

Sin una madre de verdad, sin un referente femenino más allá de los hoscos comentarios de mi aya —que a pesar de su buena intención y de todo el cariño que le pudiera tener, no era precisamente el mejor ejemplo para una niña que se supone que habrá de llegar a ser alguien en su país—, me transformé en lo que en realidad tendría que haber sido mi hermano.

Yo era casi como un mozo de cuadras, un paje como otro cualquiera. Pero él (y esto supongo que tampoco se lo perdonará nunca), tras ocupar el vacío que había dejado su hermana, aprendió a leer y a escribir e incluso a tejer y a rezar en voz alta con la voz atiplada que cualquier señorita debiera poseer. Sus gestos adoptaron la languidez y la cadencia que a mí me faltaban. Incluso sus facciones se suavizaron y sus manos eran largas y finas mientras que las mías, llenas de costras y de raspones, parecían más bien las de un cocinero.

Juan, el niño que aprendió a ser mujer en todos los sentidos.

El día que mi madre se puso de parto, sorprendentemente, quiso que los dos estuviéramos con ella. Mi padre, a pesar de que la costumbre aconsejaba que esperara fuera, decidió quedarse y no había nadie allí con la autoridad suficiente como para rebatirlo y obligarlo a salir de la habitación. Hacía un calor sofocante. La chimenea ardiendo (mi padre apoyado contra una de ellas, el codo izquierdo en la repisa, la cabeza inclinada hacia atrás, los ojos entornados que vagaban de un lugar a otro de la habitación). No recuerdo cuántas personas habría allí atendiéndola, serían cinco o seis, a lo sumo, entre el sacerdote, las damas y la partera. Pero, llegado un momento, a mí me pareció que sólo estábamos nosotros cuatro. Tanto es así que, si puedo reproducir nuestras actitudes, sería incapaz de describir cómo fue el parto en sí, quién hizo qué, cuáles fueron los consejos de la comadrona, qué oraciones nos hicieron rezar. No recuerdo la sangre o los paños mojados. No recuerdo el olor a brea de las lámparas, el incienso. Ni siquiera recuerdo cuál fue la cara de mi hermano al nacer.

Veo, por ejemplo, como mi hermano la miraba horrorizado mientras la mano de ella retorcía la carne de su brazo. Veo la boca de ella gritando, las piernas separadas, el cuello tan largo, estirado como el de un caballo que intenta llegar a la rama de un árbol. Veo la cara de mi padre, sin inquietud o ansiedad, mirando a mi madre y luego a mí con ojos circunspectos, la sonrisa de satisfacción del que se ha salido con la suya. Me recuerdo a mí, paralizada en mitad de la sala, dudando si acercarme a la silla de partos o a mi padre o quedarme allí, mirando cómo mi madre se retorcía. Y ella lloraba. Sí, las lágrimas que le faltaron el día de su muerte le rodaban cara abajo. Sufría. Y resulta paradójico que padeciera más en el momento de traer a la vida a un nuevo ser que viendo cómo le cortaban su cabeza con tanta facilidad. Así es la muerte, supongo, siempre más rápida que la vida.

Y de pronto, el niño que ya había nacido comenzó a llorar.

Y nosotros, que hasta entonces pareciéramos estatuas, salimos de nuestro letargo.

—Es un varón —dijo la comadrona.

Y todos: «ah», con indiferencia, porque en una familia donde los papeles estaban invertidos, ¿podía importar realmente?

Dionís no tuvo tiempo de trastocar nada. Sólo conocería a mi madre por lo que le contaron de ella. Y mi padre tampoco quiso ocuparse del pequeño. Al día siguiente de la muerte de mi madre, lo mandó a vivir con su ama de cría. Después, cuando ya no tenía edad para estar con ella, encargó su educación a los mejores maestros —eso sí—, y lo olvidó. Nunca dijo: «Dionís, hijo». Y Dionís fue siempre el niño huérfano de padre y de madre, sin comprenderlo ni poder evitarlo porque nunca supo de las reglas del juego. Posiblemente él se buscó otros modelos (no creo que nos reconociese incluso como sus familiares: se cambió incluso el apellido, borró su estirpe paterna y renegó de la materna). Y he de decir, aunque no me enorgullece, que yo tampoco le hice demasiado caso. Ni siquiera cuando vivía con nosotros. Era, ya lo he dicho antes, el elemento que ayudó a definir más nuestros papeles dentro del juego familiar (aunque al hacerlo su figura se desdibujara hasta perder cualquier sentido).

La sala de parto era, por fin me daba cuenta, un lugar desordenado, de atmósfera agobiante. ¿Cuántas horas habíamos estado allí encerrados? Olor a sudor, a sangre, a leche rancia —aunque esto último no sé si es sólo una asociación de ideas al recordar los pechos hinchados de mi madre—. Y todos: «Felicidades, felicidades». Y el cura: «Deo gratias» y bla, bla, bla. Y mi padre: «Sí, un placer». Todo tan impostado, tan ficticio.

Seguía allí y mis ojos buscaban un horizonte más allá de la ventana. Quería salir de la estancia y a pesar de que fuera llovía, alejarme, esconderme al otro lado de la pared, lejos de la jofaina en la que la sangre se mezclaba con agua y con ese líquido blanco que nació después de mi hermano (como las primeras gotas de leche sucia al ordeñar una vaca). Me sentía apresada. Y la chimenea escupía humo y, apoyado en ella, mi padre sonreía con falsa placidez a quienes se le acercaban para darle la enhorabuena. Había tenido un hermano y eso me hacía sentirme menos hija todavía. Me desconcertaba esa cosa rosa de la que todos decían: «Qué guapo», «qué bonito, es como el sol» (¿cómo puede ser esa carne roja como el sol?).

Mi madre, todavía sentada en la silla de partos, había echado la cabeza para atrás enseñando su nuez, el comienzo de sus camisas, todas manchadas. Tenía los ojos cerrados y su respiración era tranquila. Las piernas abiertas todavía, las manos entre ellas, flácidas. Y Juan a su lado. Atento a cualquier gesto, acaricia el lugar en el que ella se había aferrado hasta entonces. Y su cara es de dolor.

Nadie ha preguntado por el niño. A nadie le importaba. De hecho, creo que incluso se lo llevaron para bañarlo y nadie se dio ni cuenta.