LIBRO II

1. Alejandro, en su camino de regreso, cruzó por Platea, una ciudad poblada por atenienses, donde se rinde culto a Core (Perséfone). Y entró en el santuario de la diosa, mientras estaban tejiendo su manto sagrado. La sacedotisa le saludó:

—¡En buen momento entraste, rey magnífico; serás ilustre en todo el país y derramarás el esplendor de tu gloria!

Y Alejandro la agasajó con oro.

Pero unos días después penetra, en el santuario de la diosa, Estaságoras, el general de los plateenses, y la sacerdotisa le saluda así:

—¡Estaságoras, vas a ser eliminado!

Él se puso furioso y le dijo:

—¡Oh, indigna de tu sacerdocio, que cuando acudió Alejandro le adoraste y a mí me dices que seré eliminado!

Ella respondió:

—No te enfurezcas por eso. Pues los dioses lo indican todo por signos a los hombres, sobre todo respecto a los ilustres. Cuando Alejandro se presentó aquí, nos halló en el momento de cubrir de púrpura el vestido de la diosa. Por eso me expresé así con él. Pero tú has llegado cuando el vestido está concluido y se eliminaban los restos de la tela. Así que es evidente que tú serás eliminado como ella.

Entonces el general mandó que la sacerdotisa fuera privada de su sacerdocio con estas palabras:

—Tú te has emitido para ti misma la explicación al signo.

Apenas se enteró Alejandro, le depuso a él de su cargo de general y restableció a la sacerdotisa en su puesto.

Estaságoras se marcha, a escondidas de Alejandro, a Atenas —ya que había sido nombrado allí para su cargo de general— y les relata a los atenienses, con muchos sollozos, su deposición. Ellos se encolerizan no poco y llenan de injurias a Alejandro. Alejandro, que se enteró, les envió una carta que decía así:

«El rey Alejandro advierte a los atenienses. Desde que yo he recibido el reino después de la muerte de mi padre, he puesto en orden a las ciudades del Oeste y a muy amplias regiones con mis mandatos. A todos cuantos me han saludado como rey y consentido en ser mis aliados los he tratado bien, y destruí a los tebanos por portarse mal, arrasando su ciudad desde los cimientos. Ahora que voy a internarme en Asia os exhorto, atenienses, a que me despidáis lealmente, y yo os escribo el primero, porque estáis en rebelión, no un montón de palabras ni de letras, sino sólo lo fundamental. No toca mandar a los súbditos, sino a los dominadores. Con llana expresión: o os hacéis más fuertes o os sometéis a los más fuertes, y pagaréis un tributo anual de mil talentos».

2. Los atenienses leyeron su mensaje y le contestaron:

«La ciudad de los atenienses y los diez mejores oradores decimos a Alejandro: Nosotros ya en vida de tu padre nos vimos muy afligidos por él y nos alegramos mucho cuando murió, acordándonos del muy dañino Filipo. Lo mismo sentimos contra ti, hijo audacísimo de Filipo. Reclamas a los atenienses un tributo anual de mil talentos, es decir que tienes un pretexto audaz para tu deseo de guerra. Si lo decides, preséntate acá. Estamos preparados».

Les contestó por escrito el rey Alejandro:

«He enviado por delante a nuestro general León a toda prisa, para que os corte las lenguas y me las traiga, para que saque de entre vosotros a esos insensatos oradores, y luego voy a pegar fuego a Atenas si no cumplís lo ordenado. Entregadnos a los diez oradores que os dirigen, a fin de que, después de deliberar sobre nuestras disensiones, tenga piedad de vuestra patria».

Le replicaron por escrito:

«No lo haremos».

Y unos días después celebran una asamblea para decidir lo que han de hacer. En la deliberación se levanta el orador Esquines y dice:

—Atenienses, ¿a qué esta tardanza en la decisión? Si preferís enviarnos, marcharemos con ánimo valiente. Alejandro es hijo de Filipo. El padre se crió en el ambiente brutal de las guerras, pero Alejandro está educado por las enseñanzas de Aristóteles y nos había solicitado esa educación. Por lo tanto, se arrepentirá al ver a nuestros maestros y tendrá rubor en presencia de los que le educaron para la monarquía, y variará la decisión que alberga contra nosotros, optando por la benevolencia.

Mientras hablaba Esquines se levanta Démades, un orador valeroso, y le interrumpe con estas palabras:

—¿Hasta cuándo, Esquines, vas a proferir tus consejos afeminados y cobardes ante nosotros, para que no nos enfrentemos contra aquél en guerra? ¿Qué demonio te ha inspirado para pronunciarlos? Tú, que habías hecho tamañas arengas, que habías incitado a los atenienses a guerrear contra el rey de Persia…, ¿ahora exhortas a los atenienses a la cobardía y les haces temer a un tirano, que es sólo un muchacho osado, que hereda la audacia de su padre? ¿Por qué vamos a temer entablar combate con él? Los perseguidores de los persas, los que derrotamos a los lacedemonios, los que vencimos a los corintios y además expulsamos a los megarenses, batallamos contra los focenses y destruimos Zacinto, ¿vamos a temer guerrear contra Alejandro? Eso que dice Esquines: «Se acordará de nosotros sus maestros, y sentirá vergüenza ante nuestra presencia», es ridículo. A todos nosotros nos ha afrentado al deponer a Estaságoras de su cargo de general, en el que nosotros lo colocamos. Ya por su cuenta ultrajó la justicia en Platea. ¡Y dices tú que, al vernos, sentirá vergüenza ante nuestra presencia! Antes bien nos apresará desnudos y nos castigará. De modo que vamos a guerrear contra el necio de Alejandro y no hagamos caso de si tiene a su favor la juventud. Porque la juventud no es garantía. Pues tiene capacidad para pelear con valor, pero no para meditar con justicia. A los tirios, dice, ha arrasado. Porque eran impotentes. Asoló la ciudad de los tebanos, que no eran tan impotentes, pero que estaban fatigados por sus numerosas guerras. Hizo cautivos de guerra a los peloponesios… No fue él, sino la peste y el hambre lo que acabó con ellos. En otra ocasión Jerjes ocupó el mar con sus naves, sembró la tierra con sus ejércitos, cubrió el aire con sus venablos y llenó Persia de cautivos. Y, sin embargo, nosotros le pusimos en fuga, incendiamos sus naves, combatiendo con Cinegiro, Antifonte, Mnesócares y los demás caudillos. ¿Y ahora vamos a temer guerrear contra Alejandro, un muchacho atrevido, y contra los sátrapas y capitanes que le rodean, todavía más insensatos que él? ¿Es que queréis enviarnos, a los diez oradores que ha reclamado? Si os conviene, haced vuestros cálculos. No obstante, quiero advertiros esto previamente, atenienses, que muchas veces diez perros con sus valientes ladridos salvaron por sí solos el rebaño entero de las ovejas que se hallaban atemorizadas ante los lobos.

3. Después de la arenga de Démades, los atenienses animaban a Demóstenes a levantarse y aconsejarles acerca de la salvación común. Él tomó la palabra y dijo:

—¡Conciudadanos! Y no voy a decir atenienses. Lo haría si fuera extranjero. Pero ahora se trata de la salvación común de todos, cuando se trata de combatir o ceder ante Alejandro. El caso es que Esquines ha usado un discurso moderado frente a vosotros, sin incitaros a combatir, como hombre viejo y experimentado en hablar en muchas asambleas. Démades, en cambio, como joven que es, con la audacia propia de la edad, ha hablado así: «Pusimos en fuga a Jerjes, cuando Cinegiro y los demás nos acaudillaban». Sin embargo, Démades, devuélvenoslos aquí ahora, y lucharemos de nuevo. Confiaremos en ellos por la fuerza de su renombre. Pero si no los tenemos de nuevo, de ningún modo combatiremos, pues cada momento histórico tiene su propia capacidad y su exigencia.

Los oradores somos capaces de hablar en público, pero somos ineptos para tomar las armas. Aunque Jerjes era grande por su inmensa hueste, sin embargo era un bárbaro, y fue derrotado por la inteligencia superior de los griegos. Pero Alejandro es griego y ya ha trabado trece guerras sin ser vencido en ninguna, sino que la mayoría de las ciudades lo han acogido sin entablar batalla. Es que, dice, eran débiles los tirios. No obstante, los tirios se enfrentaron con Jerjes en combate naval y pegaron fuego a sus naves. ¿Cómo que los tebanos estaban debilitados? Ellos, que desde la fundación de su ciudad guerrearon y jamás fueron vencidos, ahora fueron esclavizados por Alejandro. Los peloponesios, dice, fueron derrotados no por él, sino por el hambre. Con todo, Alejandro les envió en esa ocasión trigo desde Macedonia. Su sátrapa Antígono le preguntó: «¿Envías trigo a los que vas a combatir?» Y contestó el macedonio: «Precisamente por eso, para así vencerlos yo en la batalla y que no sean destruidos por hambre».

Y ahora os irritáis porque él ha despedido a Estaságoras. Pero éste fue el primero en provocar la revuelta, al decir a la sacerdotisa: «Por ese oráculo, ya ves, yo te expulso de tu cargo sacerdotal». Y Alejandro, al comprender que procedía con insensatez, lo expulsó de su mando de general. ¿Es que no era motivo para indignarse contra el rey? Se enfrentó, dice, Estaságoras con el rey, y están en pie de igualdad un rey y un general. ¿Qué reprocháis a Alejandro, que depuso a Estaságoras? Es que Estaságoras, dice, era un general ateniense. Sin embargo, Alejandro os trató injustamente por hacer sólo esto: ¡devolver a nuestra sacerdotisa su cargo profético!

4. Este discurso de Demóstenes fue acogido por los atenienses con grandes elogios y con un tumulto contradictorio. Entonces Démades callaba, Esquines lo aprobaba, Lisias aducía testimonios, Platón lo meditaba y los anfictiones lo sometían a votación; pero a todo el pueblo le pareció bien lo que había dicho Demóstenes. Y éste añade:

—Aún diré en mi apoyo lo siguiente: Dice Démades que Jerjes formó un muro en el mar con sus naves, que sembró la tierra con sus tropas, que cubrió el aire con sus flechas y llenó Persia de cautivos de guerra. Y ahora los atenienses van a elogiar justamente a un bárbaro por haber hecho cautivos a los griegos, cuando Alejandro, que es griego y que tomó consigo a griegos, no hizo cautivos a sus adversarios, sino que hizo su campaña militar y permitió a los que fueron sus enemigos combatir como aliados suyos, diciendo así en público: «Seré el amo del mundo, beneficiando a mis amigos y haciendo amigos a mis enemigos».

Y ahora, atenienses, ya que sois amigos y maestros de Alejandro, no podéis llamaros enemigos suyos. Pues sería vergonzoso que vosotros, sus maestros, aparecierais como necios y que vuestro discípulo se mostrara más sensato que sus educadores.

Ninguno de los reyes griegos fue a Egipto a no ser Alejandro, que lo hizo no con intención de guerrear, sino para obtener un oráculo: dónde fundaría una ciudad de eterno recuerdo con su nombre. Lo recibió, plantó sus cimientos y la creó. Puesto que desde el principio toda esa construcción avanza con diligencia, está claro que pronto llegará a concluirse. Sucedió que Egipto estaba regido por los persas, y como los egipcios pensaron en combatir al lado de Alejandro contra ellos, les respondió el inteligente muchacho: «Es mejor para vosotros los egipcios que cuidéis de las crecidas del Nilo y trabajéis la tierra que el armaros de la furia de Ares». Y con su palabra sometió a Egipto.

Pues nada es un rey, si no tiene una tierra productiva. Así, pues, Alejandro fue el primero de los griegos que se adueñó de Egipto, y de este modo fue el primero en ser rey de griegos y bárbaros. ¿A cuántos ejércitos nutrirá aquella comarca? No sólo a los que se asientan cerca de ella, sino también a los que combaten en otra guerra. ¿Cuántas ciudades vacías abastecerá de hombres para su poblamiento? Del mismo modo que es fértil en trigo, tanto es abundante en hombres. Lo que le pida su rey, lo ofrecerá de buen grado… ¿Y vosotros, atenienses, queréis guerrear contra Alejandro, que tiene un dominio tan grande para cubrir todas las necesidades de su ejército? Tal vez sería muy de vuestro agrado y vuestra ilusión, pero la ocasión no lo reclama.

5. Cuando así hubo hablado Demóstenes, de común acuerdo todos decidieron enviar a Alejandro una corona de victoria de cincuenta libras de oro, junto con unos decretos de gratulación y con algunos ilustres embajadores. Pero no le enviaron a los diez oradores. Los embajadores se presentaron en Platea y entregaron los decretos al rey. Éste los leyó y, al enterarse de los discursos de Esquines y de Demóstenes a la asamblea y de la votación de los anfictiones, les escribió esta carta:

«¡Alejandro, el hijo de Filipo y de Olimpíade (no voy a llamarme aún rey, hasta que haya sometido todos los bárbaros a los griegos), os saluda! Yo os mandé a pedir que me enviarais a los diez oradores, no para castigarlos, sino para abrazarlos como a mis maestros. Pues no me decidí a llegarme ahí con mi ejército, para que no sospecharais de mí como un enemigo, sino que prefería ir con los diez oradores en lugar de con mi ejército, para apartaros de cualquier temor. Pero vosotros os habéis portado de modo diferente conmigo, probando de nuevo por vuestra propia irreflexión cómo os habéis conducido tantas veces con los macedonios, aprovechando la ocasión. Así, cuando mi padre Filipo guerreaba contra los zacintios, os hicisteis aliados de éstos; en cambio, cuando vosotros combatíais contra los corintios, los macedonios acudieron como aliados vuestros y derrotaron a los corintios. Es justo que hayamos recibido una compensación económica de vosotros, por lo que hicimos en vuestro favor. Por lo tanto, no guardéis temor por todos vuestros errores pasados, confiando en mi palabra de que no voy a vengarme de vosotros, ensoberbecido de mi regio poder. Aunque a duras penas hubiera desistido de hacerlo, de no ser también yo ateniense… ¿Cuándo favorecisteis en las deliberaciones a las personas de mejor fama entre nosotros? Desterrasteis a Demóstenes, al enviarlo de embajador vuestro a la corte de Ciro, de acuerdo con vuestra conveniencia. Ultrajasteis a Alcibíades, que fue un excelente general vuestro. Matasteis a Sócrates, el educador de Grecia. Fuisteis desagradecidos con Filipo, que en tres guerras os socorrió como aliado. Hacéis reproches a Alejandro por culpa de Estaságoras, un general que os ha injuriado a vosotros y a mí. Pues él depuso a la sacerdotisa de la diosa (Perséfone), que era una ateniense, y yo la devolví a su cargo de profetisa. Nos hemos enterado de la discusión pública de los oradores ante vosotros, de que Esquines os aconsejó razonablemente, que Démades os arengó valerosamente y que Demóstenes os ayudó a decidir lo conveniente. Con que seguid de nuevo, atenienses, sin temer sufrir ningún daño de mí. Porque me parece que sería absurdo que yo guerree contra los bárbaros por la libertad y que destruyera Atenas, el teatro de la libertad».

6. Después de enviar estos mensajes, Alejandro recoge su ejército y llega a Lacedemonia. Los lacedemonios, que querían demostrarle su gallardía y avergonzar a los atenienses por haberse atemorizado ante él, cerraron los portones de su ciudad y se apelotonaron en sus naves. Pues eran marinos de guerra más que combatientes de tierra. Cuando él se enteró de esta preparación, les envía esta carta:

«Alejandro escribe a los lacedemonios:

En primer lugar apruebo que conservéis el renombre que de vuestros antepasados habéis recibido… Ellos fueron guerreros invictos… Pero ved que ahora no seáis derribados de vuestra fama y que, por querer demostrar vuestro coraje ante los atenienses, no quedéis en ridículo ante ellos al ser derrotados por Alejandro. De modo que bajad de las naves por vuestra propia voluntad, para que el fuego no os reduzca a cenizas».

Aunque leyeron su carta, no se dejaron persuadir, sino que salieron a presentar batalla, de modo que unos cayeron con sus armas combatiendo sobre sus muros, y otros ardieron en sus naves.

Los supervivientes vinieron ante él como suplicantes y le imploraron que no los esclavizara. Contestó:

—Cuando yo vine para persuadiros, no me hicisteis caso. Ahora que la nave se transformó en carbón, venís a suplicarme. Pero no os lo reprocho. Por manteneros en vuestro prestigio, por haber rechazado a Jerjes, pensasteis hacer lo mismo con Alejandro, y no consentisteis en el avance de nuestras armas.

Después de darles esta respuesta y celebrar un sacrificio conjunto con sus generales, dejó a los lacedemonios su ciudad sin destruir y sin fijarles tributos de guerra[78a].

De modo que pronto levantó Alejandro su campamento y partió a través de Cilicia hacia las regiones de los bárbaros.

7. Darío había congregado a los jefes de los persas y deliberaban conjuntamente qué debían hacer. Decía Darío:

—Según veo, a medida que avanza la guerra, aumenta en proporción. Antes, incluso yo sospechaba que Alejandro planeaba como un bandido. Pero él actúa con proyectos regios. Y en la medida en que nosotros los persas nos consideramos grandes, resulta mayor Alejandro por su ambicioso designio. ¡Y nosotros le enviamos un látigo y una pelota, para que jugara y recibiera educación! Así que, apercibamos lo conveniente para corregir el rumbo de los acontecimientos; no sea que, por menospreciar a Alejandro como algo insignificante y enalteciéndonos del grandioso imperio de los persas, nos encontremos conquistados en toda nuestra tierra. Que temo que lo mayor se encuentre por debajo de lo más pequeño, en caso de que el azar y la providencia consientan una transferencia de la corona. Ahora es conveniente para nosotros, a fin de conservar nuestro mando sobre los bárbaros y no arriesgarnos a perder también Persia, que no intentemos rescatar Grecia.

Pero Oxidelcis, el hermano de Darío, le replica:

—¡Ahora enalteces a Alejandro y le permites la audacia de avanzar contra Persia, después de cederle la Grecia! Imítale, más bien, tú y así conservarás, con poder, tu reino. Pues él no ha confiado a generales ni a sátrapas la guerra, como hiciste tú, sino que es el primero en avanzar contra sus enemigos y combate en la vanguardia de sus tropas, y al combatir se despoja de su pompa real, y recobra, después de la victoria, su majestad.

Darío le dijo:

—¿En qué voy a imitarle?

Le contestó entonces otro general:

—En este carácter: Alejandro lo supera todo sin demorarse en nada, sino que lo hace todo con decisión, de acuerdo con su audacia natural. Hasta su propia figura resulta en todo como la de un león.

Darío le dijo:

—¿Cómo lo sabes tú?

Contestó aquél:

—Cuando me enviaste, rey, a la corte de Filipo, observé los temores que suscitaba Alejandro en Macedonia, su aspecto, su inteligencia y su carácter. De modo que ahora tú, rey, manda a buscar a tus sátrapas y a todas las gentes bajo tu poder, de los persas y los partos y los medos, los elimeos y los babilonios, que habitan en Mesopotamia y la región de Odinas, por no citar también los nombres de los de Bactria y de la India —pues quedan allí muchos pueblos a tu mando— y forma con ellos un ejército. Tal vez te sea posible atraer a los dioses a nuestra alianza y derrotar a los griegos; o, por lo menos, espantar a nuestros enemigos con el número de tales masas de guerreros.

Después de escucharlo, contestó Darío:

—Has dado un buen consejo, pero que no valdrá. Porque un solo ataque impetuoso de los griegos pone en fuga a los bárbaros, del mismo modo que un solo lobo tiene fuerza para acosar a un rebaño de ovejas.

Después de hablar así, Darío ordena que se congreguen sus multitudinarias huestes.

8. Alejandro, que hacía su camino a través de Cilicia, llegó al río denominado Océano[79]. Su agua era de curso torrencial, y, al verlo, Alejandro deseó bañarse en el río. Desvistióse luego y se zambulló en el agua, que estaba muy fría. Y le resultó dañino. Del enfriamiento que cogió le dolía la cabeza y todo el cuerpo y quedó postrado en muy mal estado.

Los macedonios, ante la postración de Alejandro y sus graves dolores, se debilitaron en sus ánimos, temiendo que Darío se enterara de la enfermedad de Alejandro y les atacara. Así el alma sola de Alejandro conmovía las tan numerosas almas de sus tropas.

Y entonces un médico, de nombre Filipo, se ofreció para dar a Alejandro un brebaje que le librara de la enfermedad. Alejandro se mostró dispuesto a aceptarlo. Filipo preparaba la medicina, cuando le entregaron a Alejandro una carta enviada por Parmenio, uno de sus generales, que decía:

«Darío comunicó a tu médico Filipo que, en cuanto tuviera oportunidad, te eliminara con un veneno, con la promesa de darle en matrimonio a su propia hermana y asociarlo a su monarquía. Y Filipo se comprometió a hacerlo. Guárdate, pues, rey, de Filipo».

Alejandro, después de recibir y leer la carta, no se alteró. Porque conocía cuál era la disposición de Filipo para con él. Puso entonces la carta junto a su cabecera. Acercóse el médico Filipo y dio al rey Alejandro a beber la copa de su medicina con estas palabras:

—¡Bebe, soberano rey, y te liberarás de tu enfermedad!

Alejandro la tomó y dijo:

—Bien, ya bebo.

Y se la bebió en seguida. Después de haber bebido, entonces le ofreció la carta. Tras leer Filipo para sí[80] la acusación escrita, dijo:

—Rey Alejandro, no me hallarás acorde con estos informes.

Cuando Alejandro se repuso de su enfermedad, abrazó a Filipo y le dijo:

—Ya viste qué idea tengo de ti, Filipo. Pues recibí la carta antes de tomar tu medicina, y luego bebí el fármaco confiándome a tu buen nombre. Sabía, pues, que Filipo no había tramado traición contra Alejandro.

Le respondió Filipo:

—Soberano rey, castiga al que te envió la carta, a Parmenio, de manera adecuada. Porque él muchas veces intentó persuadirme de que te matara con un veneno, en pago de lo cual yo recibiría a la hermana de Darío, Dadifarta, en matrimonio. ¡Y por haberme negado yo, mira a qué cruel muerte me expuso!

Tras haber comprobado esto y encontrado inocente a Filipo, Alejandro depone y traslada a Parmenio.

9. Desde allí, al mando de su ejército llegó Alejandro a la región de los medos[81]. Se aprestaba a conquistar la Gran Armenia. Después de esclavizarla marchó durante varios días por unos terrenos desérticos y entre desfiladeros, hasta que a través de Ariana se presenta ante el río Eufrates. Allí hizo construir un puente con ligera armazón y planchas de hierro y dio orden al ejército de cruzar por él. Como vio que sus soldados se atemorizaban, manda que las bestias de carga y los carros de la impedimenta y los víveres de todos crucen primero, y después las tropas. Los soldados estaban temerosos, al contemplar la corriente del río, de que se desligaran las planchas de hierro. Como no se atrevieran a pasar aún, tomó Alejandro consigo a los jefes de su guardia y fue el primero en cruzar. Luego ya toda la formación pasó al otro lado.

Luego, al punto, ordenó Alejandro que la construcción sobre el río Eufrates fuera destruida. Todo el ejército se indignaba por ello y muy amedrentados murmuraban los soldados:

—Rey Alejandro, si ocurriera que en la guerra tuviéramos que retirarnos ante los bárbaros, ¿cómo podemos entonces encontrar nuestra salvación de vadear el río?

Alejandro, al ver su temor y al percibir el tumulto que movían, reunió a todos sus batallones y les explicó ante ellos esto:

—¡Compañeros de guerra, buenas esperanzas de victoria me dais, meditando en retirarnos vencidos! Por eso precisamente he ordenado destrozar el puente, para que venzáis en el combate y no os retiréis vencidos. La guerra no consiste en huir, sino en perseguir. De cualquier modo emprenderemos nuestra marcha de regreso a Macedonia una vez que volvamos victoriosos. Porque el encuentro en la batalla es como un juego para nosotros.

Al expresarse así, Alejandro levantaba la admiración de sus soldados, que animosamente se preparaban al combate. Y luego montaron sus tiendas de campaña para acampar allí.

De igual modo, el ejército de Darío acampaba más arriba, junto al río Tigris. Encontráronse frente a frente y ambas formaciones combatían con valor unas contra otras. Sucedió que uno de los persas que se había puesto una armadura macedonia llegó hasta las espaldas de Alejandro como si fuera un aliado de los macedonios, y le hendió el casco de un golpe. Al instante fue capturado por la escolta y le llevaron ante Alejandro bien atado. Alejandro, que creyó que era un macedonio, le preguntó:

—Ah, valiente, ¿qué te indujo a hacer eso?

El otro contestó:

—Rey Alejandro, que no te despisten mis armas macedonias. Soy un persa, un sátrapa de Darío, que acudí a Darío y le dije: «Si te ofrezco la cabeza de Alejandro, ¿qué me darás en pago?» Él me prometió una región de su reino y su hija en matrimonio. Entonces yo, para llegar hasta ti, me puse este uniforme macedonio, y por no conseguir mi objetivo estoy ahora encadenado ante ti.

Después de oírle, Alejandro hizo desfilar a todo el ejército para que todos le vieran y luego le liberó. Dijo ante su ejército:

—¡Hombres de Macedonia, de tal audacia deberían ser los soldados en la batalla!

10. Al faltarles a los bárbaros los alimentos necesarios, se retiraron hacia la región de Bactria. Alejandro permaneció allí y estableció su dominio en todo aquel territorio.

Otro sátrapa de Darío se presentó a Alejandro y le dijo:

—Yo soy sátrapa de Darío. He dirigido grandes empresas suyas en la guerra y no he obtenido su agradecimiento por mis servicios. Dame, pues, diez mil soldados con armas y te entrego a mi rey Darío.

Le contestó Alejandro:

—¡Márchate y socorre a tu soberano Darío! Que no voy a confiarte extranjeros a ti, que traicionas a los propios.

Entonces los sátrapas de aquellos territorios le escribieron a Darío acerca de Alejandro de este modo:

«¡Salud a Darío, el Gran Rey! Ya antes a toda prisa te dimos noticia del avance de Alejandro, acometido contra nuestro pueblo. Ahora de nuevo te notificamos que él ya está cerca. Incluso asedia nuestra región y ha aniquilado a muchísimos persas de los nuestros. Incluso nosotros mismos corremos el riesgo de perecer. Apresúrate, pues, con grandes efectivos, para anticiparte a él y no le permitas que avance sobre ti. Porque el ejército macedonio es potente y muy numeroso y a nosotros nos puede. ¡Mantente firme!»

Darío recibió la carta y la leyó; luego envía a Alejandro otra misiva en estos términos:

«Invoco al gran Zeus como testigo de lo que tú has hecho contra mí. Considero que mi madre ha partido ya hacia los dioses, que ya no tengo esposa y que mis hijos no nacieron jamás. Yo no he de cesar en la venganza de las injurias que has cometido. Me han escrito que te comportaste de modo justo y piadoso con los míos. Si hubieras actuado justamente, habrías recibido un pago justo de mí. Pero ahora está en tu poder no perdonar a los míos. Aplícales duros tratos de castigo, ya que son la familia de tus enemigos. Pues que ni por tratarlos bien me vas a tener por amigo, ni por hacerles daño me volverás enemigo tuyo».

Al recibir y leer la carta, Alejandro sonrió y le contestó esto:

«¡Alejandro rey, a Darío, salud!

Tus vanas estupideces y tus cargantes y tontas chácharas han merecido hasta el colmo el odio de los dioses. ¿Y no te avergüenzas de tus torpes palabras y necias intenciones?

He honrado a los tuyos no por temor a ti, ni porque confiara en llegar a un arreglo contigo, a fin de que vinieras a darnos las gracias.

¡No acudas a nuestra presencia! Ya que no es digna nuestra corona de la corona tuya. Sin embargo, no vas a impedirme la piedad para con todos, sino que incluso voy a mostrar mi buena disposición más extrema hacia los tuyos esta vez. Es la última carta que te escribo[82]».

11. Después de escribir esto a Darío, Alejandro quedó preparado para la batalla. Y escribió a todos los sátrapas a sus órdenes del modo siguiente:

«¡El rey Alejandro saluda a todos los sátrapas a sus órdenes, de Frigia, Capadocia, Paflagonia, Arabia y todos los demás! Quiero que preparéis cotas de malla en gran cantidad y nos las enviéis a Antioquía, en Siria. Remitidnos los armamentos que habéis preparado. Pues están preparados tres mil camellos desde el río Eufrates hasta Antioquía de Siria[83] para el transporte, según habíamos ordenado, de modo que así obtengamos el servicio sin demoras. Luego incorporaos a nosotros con toda premura».

Escribieron también a Darío sus sátrapas de este modo:

«Tenemos reparos de escribirte cosas como éstas, pero nos vemos obligados por los acontecimientos. Has de conocer, rey, que el caudillo de los macedonios, Alejandro, ha dado muerte a dos de nosotros, los príncipes de tu reino, y que algunos de tus príncipes se han pasado a Alejandro con todo su harén».

Al leerlo, Darío escribe a los generales de su círculo próximo y a sus sátrapas que se dispongan y apresten en orden de combate. Escribió también a los reyes de las proximidades así:

«Darío, Rey de Reyes, os saluda. Como quienes van a enjugarse el sudor, vamos nosotros a establecer la lucha definitiva con el desgraciado pueblo de los macedonios».

Ordenó también al ejército persa estar preparado. Escribió luego a Poro, el rey de los indios, pidiéndole su auxilio[84].

12. Al recibir el rey Poro la carta de Darío y leer en ella las desgracias que le acaecían, se entristeció. Y le responde así por escrito:

«Poro, rey de los indios, a Darío, rey de los persas. Te saludo. Al leer lo que nos escribiste me he apenado mucho y estoy lleno de preocupación, queriendo acompañarte y deliberar contigo sobre lo conveniente, pero hallándome impedido por la enfermedad de mi cuerpo que me retiene. Pórtate, pues, con ánimo valeroso en la idea de que nosotros estamos a tu lado, y no podemos soportar esa insolente ofensiva. Sobre lo que desees, escríbenos. Tienes, pues, a tu disposición las fuerzas que están bajo mi mando, y aun las tribus más lejanas atenderán mis órdenes».

Al enterarse de los acontecimientos la madre de Darío, le envió un mensaje que había escrito en estos términos, en secreto:

«Saludo a mi hijo Darío. He oído que congregas gentes con la intención de entablar otra guerra contra Alejandro. No revoluciones el universo, hijo. Pues el futuro es incierto. Deja entonces tus esperanzas para mejor ocasión y no te arriesgues a perder la vida al forzar bruscamente la ambigua situación. Por lo que a nosotros respecta, estamos rodeados de la máxima honra en poder del rey Alejandro. Y no me apresó como madre de un enemigo, sino que me ha dado una amplia escolta personal. Por eso confío que podéis llegar a un buen pacto».

Al leer esta carta, Darío lloró, acordándose de su familia. Pero al tiempo que se hallaba angustiado, accedía a la guerra.

13. Alejandro, con un numeroso ejército, se presenta en país persa. Los muros altos de la ciudad[85] aparecieron a la vista de los macedonios. Traza entonces un plan sagaz Alejandro. Hizo apartar de sus praderas a los ganados que pastaban por allí, y mandó desgajar ramos de los árboles y atarlos a sus lomos, y que los rebaños marcharan detrás de sus tropas. Al arrastrarse sobre el suelo, los ramos levantaban el polvo que removían, y la nube de polvo amenazaba llegar al cielo, de modo que los persas sospecharon, al observar desde los muros, que se acercaba una inmensa muchedumbre de soldados. Y al hacerse de noche ordenó atar a los cuernos de los carneros del rebaño antorchas y velas y prender las llamas de éstas. Los terrenos por allí eran llanos. Y se podía contemplar toda la llanura como una hoguera encendida. Y los persas se atemorizaron.

Llegaron, pues, cerca de la ciudad de Persia, a una distancia como de cinco millas. Allí pensaba Alejandro mandar a alguno a presencia de Darío para preguntarle dónde harían el encuentro de la batalla.

Se echa a dormir Alejandro en aquella noche y ve en sueños a Amón que se le presenta en figura de Hermes, con el cetro de heraldo, la túnica corta, con el bastón y el sombrero de viaje macedonio en su cabeza, diciéndole:

—Hijo Alejandro, ya que es momento de socorrerte, acudo a tu lado. El caso es que si tú envías un mensajero a Darío, te traicionará. Hazte tú tu propio mensajero y ve con la vestimenta que me ves llevar.

Alejandro le dijo:

—Es muy peligroso que yo, que soy rey, me haga mi propio mensajero.

Contesta Amón:

—Pero como tienes a un Dios en tu socorro, nada malo te sobrevendrá.

Aceptó Alejandro este oráculo, se levanta alegre y lo comunica a sus sátrapas. Ellos le aconsejaban que no hiciera tal cosa.

14. Haciéndose acompañar por un sátrapa, Eumelo de nombre, y llevando consigo tres caballos, se puso en camino en seguida y llega hasta el río llamado Estranga[86]. Este río se hiela con los fríos, hasta el punto de solidificarse y hacerse tan pétreo que sobre él pueden cruzar incluso las bestias de carga y los carros. Luego, al cabo de días, se disuelve el hielo y se hace torrencial, de modo que arrastra y engulle a los que captura cruzando su corriente. Entonces encontró Alejandro helado el río. Revistiendo la indumentaria que en su sueño había visto llevar al dios Amón, montado sobre su caballo Bucéfalo, cruza solo. Aunque Eumelo solicitaba pasar con él al otro lado, por si era necesaria su ayuda en algún momento, Alejandro le dice:

—Quédate aquí con los dos caballos. Ya tengo, como auxiliador, al que me dio el aviso de tomar esta indumentaria y de ir solo.

El río tenía de anchura el largo de un estadio[87]. Después de alcanzar la otra orilla, Alejandro prosiguió su camino hasta llegar muy cerca de las puertas de Persia. Los centinelas de allá, al verle con semejante indumentaria, creyeron que era un dios. Le detuvieron y le preguntaron quién era. Les dijo Alejandro:

—Llevadme ante el rey Darío. A él ya le anunciaré quién soy.

En los alrededores, sobre una colina, estaba Darío. Allí hacía construir carreteras y ejercitaba a sus falanges como contra los macedonios. Con su extraño aspecto, Alejandro atrajo la atención de todos y por poco no se arrodilló ante él Darío, creyendo que era un dios bajado del Olimpo y vestido con ropajes bárbaros. Darío sentóse, llevando su diadema de piedras preciosas, un vestido de seda con tejido babilonio de hilos de oro, la púrpura real y un calzado áureo con incrustaciones de pedrería que le cubría hasta las pantorrillas. En una y otra mano sostenía cetros, y columnas de tropas innumerables le rodeaban.

Darío le preguntó quién era, al verle con aquella vestimenta que jamás había visto.

Alejandro le contestó:

—Soy un mensajero del rey Alejandro.

Entonces le dice el rey Darío:

—¿Y a qué te presentas ante nosotros?

Alejandro le contestó:

—Yo te pregunto, ya que Alejandro está aquí, ¿cuándo vas a entablar la batalla? Date cuenta, pues, rey Darío, que un rey que demora el combate, al punto queda en evidencia ante su rival como que tiene un alma débil para la pelea. Así que no des largas y anúnciame cuándo vas a entablar la batalla.

Darío contestó, enfurecido, a Alejandro:

—¿Entablo una batalla contigo o con Alejandro? ¡Tan ensoberbecido estás como el propio Alejandro y me respondes tan audazmente como si fueras mi igual! Pero ahora voy a mi comida habitual y comerás conmigo, ya que el propio Alejandro ofreció un banquete a los que envié con mis cartas.

Después de hablar así, Darío tomó de la mano a Alejandro y le introdujo en palacio. Este hecho túvolo Alejandro por buen presagio: era conducido de la mano por el rey. Y, entrando en su palacio, pronto se reclinó Alejandro en el primer puesto en el banquete de Darío.

15. Los persas observaban a Alejandro con asombro por la pequeñez de su cuerpo[88]; pero desconocían que en un pequeño recipiente se contenía la gloria de una celeste fortuna. Mientras ellos bebían repetidamente en sus copas, Alejandro tramó un plan notable. A cuantas copas echaba mano se las guardaba dentro de su vestido. Los otros que lo vieron, se lo dijeron a Darío. Éste se puso en pie y le dijo:

—¡Eh, amigo!, ¿por qué te embolsas esas copas durante tu asistencia al banquete?

Alejandro respondió, de acuerdo con su plan:

—Excelso rey, de tal modo, siempre que celebra un banquete a sus jefes y oficiales de la guardia, Alejandro les obsequia los vasos. Pensaba que tú eras tan generoso como él, y creía que podía hacer esto con toda confianza[89].

Los persas se quedaron boquiabiertos de admiración ante la explicación de Alejandro. Pues siempre cualquier cuento, si obtiene credibilidad, deja en éxtasis a los oyentes.

En el gran silencio que se produjo, fijó su mirada en Alejandro un tal Paragages, que era entonces general en Persia. Conocía realmente a Alejandro de vista, porque en un tiempo anterior había ido a Pela de Macedonia, enviado como embajador por el rey Darío a reclamar los tributos, y allí fue despedido por Alejandro, y allí lo conoció. Y después de mirar de arriba abajo a Alejandro detenidamente, se dijo a sí mismo: «Éste es el hijo de Filipo, aunque ha enmascarado sus rasgos. Pero muchos hombres se reconocen hasta por la voz, aunque permanezcan en la oscuridad».

En cuanto él estuvo convencido, con plena conciencia, de que aquél era Alejandro, acercándose a Darío le dijo:

—Darío, rey magnífico y soberano de todo el país, ese embajador es Alejandro en persona, el rey de los macedonios, el hijo del difunto Filipo, que sobresale en audacia.

Pero Darío y los demás comensales estaban muy embriagados. Apenas Alejandro oyó la advertencia hecha a Darío por Paragages en medio del banquete, comprendiendo que le había conocido, zafándose de todos, alzóse de un brinco llevándose en las bolsas de su vestido las copas de oro, y escapó a escondidas. Montó en su caballo para huir del peligro. Luego encontró junto al portón de la muralla un centinela persa con unas antorchas en las manos; se las arrebató, le mató y escapó de la ciudad de Persia.

En cuanto Darío comprendió la situación, envió persas con armas a capturar a Alejandro. Pero Alejandro azuzaba su caballo y enderezaba su camino. Pues la noche era profunda y la oscuridad descendía del cielo. Muchísimos le perseguían sin alcanzarle. Unos, pues, se topaban por los caminos; otros, en medio de la tiniebla caían a tropezones en las zanjas. En cambio Alejandro era como un astro que asciende solitario y brillante por el cielo, y en su huida atraía a los persas a su fracaso.

Darío, mientras tanto, se apesadumbraba echado sobre su canapé. Además de lo pasado, presenció un presagio. Ya que una imagen del rey Jerjes se desplomó desde el techo; imagen que el rey Darío apreciaba mucho porque era muy preciosa por su pintura[90]. Alejandro, que se había puesto a salvo en aquella noche, llegó huyendo al alba al río Estranga. Y al tiempo que lo cruzaba, apenas alcanzaba su caballo la otra orilla y ponía sus patas delanteras en tierra, el río se deshelaba bajo el influjo de los rayos del sol. Al caballo, arrebatado por la corriente, se lo llevó el agua, pero ya había soltado sobre tierra a Alejandro. Los persas que le perseguían llegaron al río cuando Alejandro ya lo había traspasado. Y como ellos no podían cruzarlo, se volvieron. Pues el río era infranqueable para todos los humanos. Los persas, al regresar junto al rey Darío, le contaron la buena fortuna de Alejandro. Darío quedó asombrado de semejante prodigio y se entristeció mucho. Alejandro, al marchar a pie desde la orilla del río, encontró a Eumelo que estaba descansando con los dos caballos que le había dejado, y le relató todos los sucesos.

16. Al llegar al campamento de sus tropas, al momento ordenó a las falanges de los griegos, llamando a cada grupo por su nombre, que se dispusieran con todas sus armas y que se aprestaran a enfrentarse a Darío. Él estaba en pie en medio de ellos dándoles ánimos. Y congregando todas sus huestes encontró que su número era de ciento veinte mil. Y desde un elevado cerro les exhorta con estas palabras:

—¡Compañeros del ejército! Aunque nuestro número es breve, sin embargo tenemos gran inteligencia y valor y fuerza por encima de nuestros enemigos persas. ¡Que ninguno de vosotros se crea más débil al ver la muchedumbre de los bárbaros! Pues cualquiera de vosotros al desnudar su espada aniquilará mil contrarios. Muchos son los miles de moscas que infestan el prado, y cuando las avispas zumban sobre ellas, las dispersan tan sólo con el ruido de sus alas. Del mismo modo nada representa la muchedumbre frente a la inteligencia. Como cuando se presentan las avispas, nada valen las moscas.

Con este discurso, Alejandro infundió coraje a sus tropas. Los soldados eran personas de valor y aclamaban a Alejandro.

En su marcha llega hasta las regiones del río Estranga, esto es, hasta la misma ribera del río. Darío toma también sus fuerzas y llega también él al Estranga. Al verlo estrecho y helado lo cruzó y encaminóse y movió sus efectivos a través de la zona desértica, con la intención de atacar el primero de improviso a los soldados de Alejandro, de modo que los encontrara desprevenidos y los pusiera en desbandada.

Los heraldos se colocaron en el centro del campamento y llamaron al combate a los valientes. Todo el ejército de Darío revistióse de coraza y de todas las armas. Darío iba sobre un elevado carro y sus sátrapas se apostaban en sus carros armados de guadañas. Otros conducían mortíferas máquinas de guerra y lanzadardos mecánicos. A las tropas macedonias las acaudillaba Alejandro, montado en su caballo Bucéfalo. Nadie era capaz de aproximarse a este fiero caballo.

En cuanto uno y otro bando dio con gritería el toque de ataque, lanzaban unos piedras, disparaban los otros flechas, como una lluvia que cayera del cielo; otros lanzaban jabalinas y otros hondeaban bolas de plomo, de tal modo que ocultaban la luz del día. Enorme era la confusión de los que herían y los que caían heridos. Muchos caían muertos traspasados por los proyectiles, otros quedaban moribundos. Oscuro estaba el aire y sangriento. Ante la gran mortandad de persas en el fragor mortífero, Darío se aterrorizó y volvió las riendas de su carro armado de guadañas. Y al rodar entre sus gentes segaba muchos batallones de persas, como con su hoz cortan los campesinos las espigas de su campo[91].

Al llegar Darío al río Estranga en su huida, él y los de su escolta, que encontraron helado el río, lo cruzaron. Pero las masas de persas y bárbaros que querían cruzar el río y huir, lo invadieron después en toda su muchedumbre. Entonces el río se desheló y los arrastró a todos los que encontró sobre él. El resto de los persas fue aniquilado por los macedonios.

Darío, convertido en fugitivo, llegó a su palacio y, arrojándose por el suelo, entre gritos de sollozo y lágrimas, se lamentaba a sí mismo fúnebremente, por haber perdido tan gran multitud de soldados y por haber dejado desierta toda Persia. Abrumado por tales desgracias, lloraba por sí mismo con estos lamentos:

—Yo, que fui el magnífico rey Darío, el que tenía a mis órdenes a tantos pueblos, el que había esclavizado a todas las ciudades, el que fuera compañero de trono de los dioses y el que compartía la elevación del sol, ahora me he convertido en un fugitivo solitario. ¡En verdad que nadie puede prever con seguridad el futuro! Pues la fortuna, si da un breve giro, ensalza a los humildes por encima de las nubes y hunde a los encumbrados hasta el fondo del Hades[92].

17. Así yacía Darío, el que fuera rey de tantos hombres, falto de sus gentes. Cuando se recobró un poco, se alzó y volvió en sí, escribió una carta para enviársela a Alejandro, que decía del siguiente modo:

«¡Darío a Alejandro, mi señor, te saludo! El que me engendró[93], en un acto de soberbia tuvo el gran deseo de hacer una expedición de conquista contra Grecia, insatisfecho del oro y la demás riqueza heredada de nuestros antepasados. De manera que encontró la muerte después de perder mucho oro, mucha plata y muchas tiendas de campaña, aunque había sido más rico que Creso. Y no escapó a la muerte que le aguardaba. Así, pues, Alejandro, medita tú ahora su fortuna y su castigo, y rechaza la soberbia. Compadécenos, si nos acogemos a ti, privados ya del resto de la gloria que nos dieron los persas. Y devuélveme a mi mujer, a mi madre y a mis hijos, por la memoria de tus padres. A cambio de ellos prometo entregarte los tesoros de la zona de Misia y los de Susa y los de Bactria, que nuestros antepasados guardaron enterrándolos. Te prometo también que serás señor en el país de los persas y los medos y en los territorios de los demás pueblos. Consérvate bien».

Después de leer el contenido de esta carta, Alejandro convocó a todo su ejército y a los principales jefes y mandó que les leyeran en alta voz el mensaje de Darío. Después de leída en alta voz la carta, dijo uno de sus generales, de nombre Parmenio:

—Yo, rey Alejandro, aceptaría las riquezas y el territorio que te ofrece, y le devolvería a Darío a su madre, sus hijas y su mujer, después de haberme acostado con ellas.

Sonriendo, Alejandro le replicó[94]:

—Yo, Parmenio, acepto todo lo suyo. Pero me he admirado de que Darío piense rescatar a los suyos con mis riquezas, y aún mucho más de que prometa entregarme un país que es ya mío. Pero Darío desconoce esto: que, a no ser que me venza en la batalla, todo eso es mío, junto con sus familiares. Sin embargo es vergonzoso y en extremo vergonzoso que un hombre que ha vencido valerosamente a hombres sea dominado lamentablemente por unas mujeres. Nosotros, pues, mantenemos el combate contra aquél por nuestras propiedades. Que yo no hubiera venido en absoluto a Asia, si no pensara que ésta me pertenecía. Si él la ha regido antes, que se contente con esa ganancia: de haber poseído durante tan largo tiempo un país lejano sin haber sufrido ningún daño.

Después de hablar así ante los embajadores de Darío, les dio orden de retirarse y de que se lo contaran a Darío, sin entregarles ningún escrito. Ordenó Alejandro curar con todo cuidado a los soldados heridos en la guerra y enterrar a los muertos honrosamente. Permaneció allí durante el invierno y luego mandó incendiar el palacio magnífico de Jerjes de aquella región. Pero al poco rato se arrepintió y dio orden de apagar el incendio.

18. Visitó también las tumbas de los reyes persas adornadas con montones de oro. Vio también la tumba de Nabonasaro, el que en lengua griega es denominado Nabucodonosor, y las ofrendas de los judíos allí depositadas, y las cráteras de oro, que por su aspecto parecían ser de semidioses[95]. Junto a ésta visitó la tumba de Ciro. Era una torre aislada de doce pisos, y él yacía en el piso más alto en un ataúd de oro, recubierto de cristal, de modo que podía verse su cabellera y toda su figura a través del cristal[96].

Allí, en la tumba de Jerjes, había algunos griegos, mutilados los unos de los pies, otros de la nariz y otros de los ojos, atados con cadenas y sujetos con clavos[97]. Eran atenienses. Dieron gritos a Alejandro para que los salvara. Alejandro al verlos lloró, pues el espectáculo que ofrecían era terrible. Se apesadumbró mucho por el caso, y mandó que los liberaran y que les dieran a cada uno mil monedas de dos dracmas y que los remitieran a sus patrias respectivas. Pero ellos, al recibir el dinero, pidieron a Alejandro que les diera un lote de tierra en aquellas mismas regiones y que no los enviaran a sus lugares de origen. Porque en aquel estado constituirían una afrenta para sus familiares. Entonces dio órdenes de asignarles un lote de tierra y de darles víveres y simientes y seis bueyes a cada uno, y ovejas y todos los útiles para la agricultura y otros bienes.

19. Darío disponíase a suscitar otra guerra contra Alejandro. Así que escribe al rey Poro de la India en estos términos:

«El rey Darío saluda a Poro, rey de los indios. Sobre la pasada catástrofe que alcanzó a mi familia en estos días, de nuevo te envío noticias, después de que el rey macedonio que nos ha atacado, con un corazón de fiera salvaje se niega a devolverme a mi madre, mi mujer y mis hijos. Aunque le he comunicado mi promesa de entregarle tesoros y otros muchos objetos como rescate, no accede. Por lo tanto, para aniquilarle en pago de lo que ha hecho, organizo otra guerra hasta que tome venganza contra él y su gente. Es justo que tú te hayas indignado por mis sufrimientos y que vengas en mi apoyo contra su injuria, recordando nuestros lazos de parentesco. Convoca, pues, en las Puertas Caspias el mayor número de gente y cuídate de abastecer a los soldados que se reúnan allí de mucho oro, víveres y forrajes. De todo el botín de guerra que yo tome a los enemigos te daré la mitad junto con el caballo Bucéfalo y los despojos reales y el harén de Alejandro. En cuanto recibas esta carta reúne a toda prisa tus tropas y envíanoslas. Consérvate bien».

Alejandro, al enterarse de este mensaje por uno de los desertores de Darío que se lo presentó, recogió todas sus fuerzas y acometió la marcha hacia Media. Había oído que Darío estaba en Bátana junto a las Puertas Caspias[98], de modo que hizo el recorrido rápido y muy confiado.

20. Se enteraron de que Alejandro se aproximaba los sátrapas de Darío, Besso y Ariobárzanes[99]. Y éstos, con traicionero desvío, en sus perversas intenciones concibieron el plan de eliminar a Darío. Se decían uno a otro, Besso y Ariobárzanes: «Si matamos a Darío, recibiremos de Alejandro muchas riquezas en pago de haber eliminado a su enemigo».

Así que con esta perversa decisión atacaron espada en mano a Darío. Cuando él los vio avanzar decididos con la espada en alto, les dijo:

—¡Ah, señores míos! Los que antes erais mis esclavos, ¿en qué os hice injusticia, para que me asesinéis con violencia bárbara? ¡No cometáis vosotros algo peor que los macedonios! Dejadme aquí, tirado en el suelo de mi palacio, llorar mi inestable fortuna. Porque si llegara ahora Alejandro, el rey de los macedonios, y me encuentra asesinado, vengará como rey la sangre de otro rey.

Pero ellos no se dejaron convencer por las súplicas de Darío ni desisten de su crimen. Darío se defendía con las dos manos: con la izquierda derribó a Besso y lo retenía sosteniendo su rodilla a la altura de su ingle y con su mano derecha sujetaba a Ariobárzanes de modo que no le alcanzara con la espada. Los golpes de los agresores caían desviados. Como los criminales no podían matarlo, porfiaban en su lucha con él, pues era hombre vigoroso.

Los macedonios entretanto habían encontrado helado el río Estranga y lo cruzaron. Penetró Alejandro en el palacio de Darío. Entonces los asesinos, al enterarse de la entrada de Alejandro, escaparon, dejando a Darío moribundo. Al llegar Alejandro ante el rey Darío y encontrarlo casi muerto, con su sangre derramada por las heridas de espada, rompió a gemir en un lamento fúnebre apropiado a su pena; al tiempo que derramaba lágrimas sobre él, con su clámide cubrió el cuerpo de Darío. Colocando sus manos sobre el pecho de Darío musitaba frases llenas de compasión hacia él[100]:

—¡Levántate, rey Darío, reina en tu país y sé el soberano de los tuyos! ¡Acepta tu corona y sigue rigiendo al pueblo de Persia, mantén la grandeza de tu monarquía! Te juro por la Providencia celeste que te hablo de verdad y sin fingimientos. ¿Quiénes son los que te hirieron? Denúnciamelos, para que ahora te satisfaga.

Mientras así hablaba Alejandro, Darío, gimiendo y extendiendo sus brazos, se los echó al cuello y, abrazado a él, le dijo:

—¡Rey Alejandro, nunca te ensoberbezcas con la gloria de la tiranía! Cuando hayas logrado una obra igual a la de los dioses y pretendas alcanzar con tus manos el cielo, atiende al futuro. Porque la Fortuna no distingue a un rey por grande que sea su dominio, sino que gira en todas direcciones como una peonza con inescrutable intención. Ya ves quién era y quién ahora soy. Cuando yo muera, Alejandro, dame sepultura con tus propias manos. Rendidme honras fúnebres, macedonios y persas. Que se haga una la familia de Alejandro y la de Darío. Te confío a mi madre como si fuera la tuya, y compadécete de mi esposa como si fuera de tu sangre. Te entrego a mi hija Roxana para mujer[101], para que dejéis hijos para nuestra memoria por tiempos eternos. Envanecéos de ellos como nosotros de nuestros hijos y mantened nuestra memoria, tú de Filipo y Roxana de Darío, mientras envejecéis juntos al paso de lo años.

Después de decir esto, abrazado al cuello de Alejandro, Darío expiró.

21. Alejandro dio grandes gritos de dolor y sollozó compasivamente por Darío, y luego ordenó que se le sepultara según la usanza persa. Dispone, pues, que en primer lugar desfilaran los persas y en retaguardia del cortejo todos los macedonios armados. Alejandro arrimó su hombro para sostener el ataúd de Darío al lado de los demás sátrapas. Todos lloraban y entonaban lamentos, no tanto en honor de Darío, como de Alejandro, a quien veían llevar a hombros el ataúd. Una vez celebrado el funeral según los ritos persas, despidió a la multitud.

En seguida se proclamó en el país un decreto que publicaba estas normas:

«Yo, el rey Alejandro, hijo del rey Filipo y de la reina Olimpíade, a los habitantes de las ciudades y las comarcas de Persia ordeno lo siguiente:

No quiero que tantos millares de personas perezcan de mal modo. La benevolencia divina me ha hecho vencedor sobre los persas. Doy, pues, gracias a la Providencia celeste.

Sabed, pues, que quiero establecer entre vosotros mis sátrapas, a los que debéis obedecer como en tiempos de Darío. Y no reconozcáis otro rey que Alejandro.

Conservad vuestras costumbres propias, las fiestas, sacrificios y ferias tradicionales, como en tiempos de Darío. Que cada uno siga viviendo en la misma ciudad. Y si alguno abandona su ciudad y su comarca, y se establece en otra, se le hará pasto de los perros[102].

Cada uno de vosotros conservará sus propiedades, excepto el oro y la plata. Pues dispongo que el oro y la plata sean confiscados en nuestras ciudades y campiñas. En cuanto a las monedas, permitimos que cada uno de vosotros se sirva de las suyas propias.

Ordeno que todas las armas sean depositadas en mis armerías. Los sátrapas deben permanecer en su puesto.

Ningún pueblo os invadirá, a no ser con motivo comercial. (Y en ese caso sólo en grupos de veinte hombres. Y yo recaudaré un tributo según vuestras leyes en uso en tiempos de Darío). Quiero que vuestras regiones se mantengan en paz y que los caminos de Persia se abran al comercio y al tráfico en completa paz, para que los griegos trafiquen con vosotros y vosotros con ellos.

Así que desde el Eufrates y del paso del río Tigris hasta Babilonia, crearé caminos y pondré indicaciones de hacia dónde conduce la ruta.

A Darío no lo maté yo. Quiénes fueron los que lo mataron lo desconozco. A éstos debo ofrecerles grandes honores y entregarles muy vastas tierras, por haber eliminado a nuestro enemigo».

Ante este comunicado de Alejandro los persas se llenaron de confusión, como si fuera a arrasar Persia. Al darse cuenta de los temores de la muchedumbre, Alejandro les dice:

—¿Por qué sospecháis, persas, que yo busco a los que dieron muerte a Darío? Si Darío hubiera vivido, habría levantado otra guerra contra mí. Pero ahora toda guerra ha cesado. Así que, tanto si es macedonio como si es persa el que lo mató, que se presente ante mí con toda confianza y recibirá de mí lo que me pida. Juro por la providencia de lo alto y por la salvación de mi madre Olimpíade que haré a tales personas famosas y muy destacadas ante todo el mundo.

Al prestar tal juramento Alejandro, la muchedumbre se echó a llorar. Y Besso y Ariobárzanes se presentaron ante Alejandro confiando en que recibirían grandes regalos de él, y le dijeron:

—Soberano, nosotros somos los que matamos a Darío.

Al momento Alejandro ordenó que los apresaran y los crucificaran sobre la tumba de Darío. Ante los gritos de protesta de ellos de: «¿No has jurado: “haré a los que mataron a Darío famosos y muy destacados?” ¿Cómo ahora das órdenes de crucificarnos, trasgrediendo tus juramentos?»

Les contestó Alejandro:

—No por vosotros, canallas, sino ante el auditorio de mis tropas, me defenderé con una explicación. No tenía otra posibilidad de encontraros y descubriros de un modo fácil, a no ser aprobando por breve tiempo la muerte de Darío. Pues mi deseo era que sus asesinos fueran entregados al mayor castigo. Porque los que mataron a su soberano, ¿cómo dejarían de ser una amenaza para mí? Para vosotros, canallas, no perjuré. Que he jurado haceros famosos y muy destacados ante todos, y será al crucificaros donde todos os vean.

Cuando hubo hablado así, todos manifestaron su aprobación y los perversos asesinos fueron crucificados sobre la tumba de Darío.

22. Alejandro, tras establecer la paz en todo el país, les pregunta a los persas:

—¿Quién queréis que sea sátrapa en vuestra ciudad?

Le contestaron:

—Lites, el hermano de Darío[103].

Dispuso entonces que así fuera.

Había dejado a la madre, a la mujer y a la hija de Darío en una ciudad a una distancia de dos días de viaje. Y les escribe de este modo:

«El rey Alejandro saluda a Estatira y a Rodó y a Roxana, mi prometida esposa[104].

En nuestro enfrentamiento a Darío no queríamos acabar con él, sino que por el contrario hubiéramos deseado tenerle con vida en nuestros dominios reales. Pero lo encontré en sus últimos momentos, y lleno de compasión hacia él lo envolví en mi clámide. Le pregunté quién le había herido. Pero, sin embargo, no me dijo más que esto: “Te confío a mi madre y a mi esposa, y especialmente a mi hija Roxana para compañera tuya”.

Sobre lo sucedido no tuvo tiempo de informarme. Sin embargo, he castigado a los autores de tal fechoría de forma conveniente. Nos pidió recibir honras fúnebres en la sepultura de sus antepasados, lo que ya se ha hecho. Creo que ya vosotras estaréis bien enteradas de esto. Dejad, pues, vuestra pena por él. Yo os repondré en vuestro palacio de nuevo. Por el momento quedaos en el lugar en que estáis hasta que arreglemos en buen orden lo de aquí. De acuerdo con el consejo de Darío, Roxana será mi esposa y compañera en el trono, si eso es de vuestro agrado. Desde ahora mismo quiero y ordeno que sea reverenciada como esposa de Alejandro. Conservaos bien».

Al recibir la carta de Alejandro le contestaron Rodó y Estatira con la siguiente:

«¡Al rey Alejandro, salud!

Rogamos a los dioses celestes, que han hecho declinar el nombre de Darío y la gloria de los persas, que te designen como perdurable rey del universo civilizado y te distingas por tu razón, tu prudencia y tu poder. Sabemos bien que en tus brazos viviremos dignamente, porque no abusaste de nosotras como prisioneras. Rogamos a la Providencia de lo alto que aún te procure felicísimos tiempos y que te dé el poder durante incontables años. Tus obras testimonian que has nacido de una estirpe superior. Ahora nosotras ya no viviremos como prisioneras de guerra y sabemos que en Alejandro tenemos un nuevo Darío. Nos postramos reverentemente ante Alejandro, que no nos someterá a ultrajes. Y hemos escrito a todas partes: “Pueblo de Persia, he aquí que, al morir, Darío encontró en Alejandro un rey magnífico. La Fortuna lleva a Roxana a desposarse con Alejandro, rey de todo el universo. Comportaos todos con Alejandro de manera adecuada a su benevolencia, porque la gloria de los persas ahora se ha ensalzado de nuevo. Regocijaos con nosotros aclamando a Alejandro como el más grande de los reyes”. Esto es lo que hemos expresado abiertamente a los persas. Consérvate bien».

Al recibir su carta, Alejandro les respondió con estas líneas:

«Aprecio vuestra intención. Quiero corresponder dignamente a vuestro afecto, ya que yo también soy sólo un hombre perecedero. Conservaos bien[105]».

En otra carta comunicó Alejandro a Roxana sus intenciones. Y despachó también una misiva a su madre Olimpíade con estas indicaciones:

«¡El rey Alejandro saluda a su dulcísima madre! Te escribo para que me envíes todas las joyas femeninas y el vestuario de la madre y de la esposa de Darío y todo el atuendo regio para Roxana, la hija de Darío y mi futura esposa[106]».

Al recibir su madre la carta, le envió toda su vestimenta regia y todas sus joyas de oro adornadas con piedras preciosas. En cuanto Alejandro las tuvo a su disposición, celebró su boda en el palacio de Darío. ¿Y quién sería capaz de describir la alegría que allí reinaba entonces?

23. Después de estas nuevas escribe Alejandro a su madre:

«El rey Alejandro, a mi muy añorada madre y a mi estimadísimo maestro Aristóteles. ¡Salud! He creído necesario escribiros acerca de la batalla que tuve contra Darío.

Una vez que me enteré de que estaba cerca del golfo de Isso con multitud de tropas y acompañado de otros reyes, mandé reunir muchísimas cabras y atarles antorchas en los cuernos y me puse en camino y avancé de noche. Ellos, al ver desde lejos las luces, creyeron que venía un ejército incontable, por lo que se retiraron llenos de terror y fueron derrotados. Así logré mi victoria sobre ellos. En aquel lugar mandé fundar una ciudad, a la que di el nombre de Aigas («Cabras»). Y he fundado otra más en el golfo de Isos, con el nombre de Alejandría.

Darío, abandonado, fue atrapado y acuchillado por sus sátrapas. Yo sentí gran pena por él. Después de vencerlo no deseaba matarlo, sino conservarlo bajo mi cetro. Pero lo encontré apenas con vida y, quitándome mi manto, lo envolví con él. Luego, al reflexionar en lo incierto de la fortuna y en el caso de Darío, lloré por él. Al rendirle honras fúnebres como rey, ordené que los centinelas de su tumba fueran mutilados de nariz y orejas, por seguir la tradición del país. A los asesinos de Darío ordené que los crucificaran sobre su tumba.

Desde allí me puse en marcha y sometí a Ariobarzan y el reino de Manazakes. Y he dejado bajo mis órdenes a Media, Armenia, Ebesia[107] y todo el país persa sobre el que reinaba Darío.

32. Desde aquí, tomando unos guías, quise adentrarme en las regiones más lejanas en el desierto en dirección de la Osa Polar, aunque me aconsejaban no avanzar hacia allí, por la multitud de fieras que habitaban en aquellos lugares[108]. Pero, no obstante, sin atender a sus palabras me puse en marcha. Llegamos, pues, a un cierto desfiladero, donde la senda era estrecha y encajonada, y por ella hicimos nuestro camino durante ocho días. Vimos en aquellos terrenos unos animales salvajes de extraña especie de que nunca habíamos sabido. Después de atravesar esta región llegamos a otro terreno más lamentable. Allí encontramos un enorme bosque de árboles de los llamados anafanda, que tienen un fruto exótico y muy peculiar. Pues eran como manzanas enormes de grandes, como espléndidos melones. Había también en el bosque aquel unos seres humanos llamados Fitos (“Vegetales”), que tienen veinticuatro codos de altura, con unos cuellos largos como de codo y medio, y de modo semejante también con pies enormes. Y sus antebrazos y manos eran muy parecidos a nuestras sierras. Al vernos avanzaron hacia nuestra tropa. Ante tal espectáculo me quedé asombrado y ordené capturar a uno de ellos. Al atacarlos nosotros con gritos y son de trompetas, huyeron. Matamos treinta y dos, y ellos nos mataron cien soldados. Nos detuvimos allí comiendo el fruto de aquellos árboles.

33. Y desde aquí partimos y llegamos a una región herbosa en la que existían unos hombres salvajes con figura de gigantes, esféricos, de rostro rojo y aspecto leonino. Después de éstos había otros, los llamados Oclitas, que no tenían un pelo en todo el cuerpo, con una altura de cuatro codos y un grosor como el de una lanza. En cuanto nos vieron corrieron hacia nosotros. Estaban revestidos con pieles de león, eran fortísimos y muy capaces para combatir sin armas. Nosotros les heríamos con nuestras armas y ellos a nosotros con palos, de modo que mataron a muchos de los nuestros. Yo, lleno de temor de que nos pusieran en fuga, di orden de prender fuego en el bosque. Y al ver el fuego, huyeron aquellos seres humanos tan bien plantados. Mataron de entre nosotros a ciento ochenta soldados.

Al día siguiente quise llegar hasta sus cavernas, y allí encontramos unas fieras atadas en sus puertas de tipo de leones. Pero tenían tres ojos. Vimos también allí unas pulgas que saltaban, del tamaño de nuestras ranas. Al apartarnos de allí, llegamos a un terreno del que brotaba una fuente riquísima. Y ordené establecer allí el campamento. Permanecimos allí dos meses.

Desde allí marchamos y avanzamos hasta el país de los Melófagos (los comedores de manzanas), y allí vimos a un hombre con todo el cuerpo cubierto de vello, de gran tamaño, y nos asustamos. Al punto mando apresarlo. Al ser hecho prisionero nos miraba con expresión salvaje. Entonces ordené que le acercaran una mujer desnuda. Y él la agarró y comenzó a devorarla. Cuando los soldados corrieron en tropel para arrebatársela, empezó a chillar horriblemente en su lengua. Al oírle, sus demás convecinos salieron del pantano contra nosotros como a millares. Nuestra tropa era de 40 000 hombres. Entonces ordeno pegar fuego al pantano. Y, al ver el fuego, aquéllos huyeron. En la persecución nos apoderamos de tres de ellos, que, al no tener alimento, al cabo de cuatro días se murieron. No tenían una inteligencia humana, sino que ladraban como perros[108a].

36. Al salir de allí llegamos a un río. Di orden de acampar y de que las tropas depositaran en tierra el armamento según la costumbre. En medio del río había unos árboles, que al ascender el sol crecían hasta la hora sexta, y desde la hora séptima menguaban hasta casi desaparecer. Destilaban lágrimas como la mirra persa y su aroma era dulcísimo y noble. Mandé luego que hicieran incisiones en los árboles y que con esponjas recogieran sus lágrimas. De inmediato los que las recogían se sintieron azotados por una divinidad invisible. Al tiempo que recibían los azotes, oíamos el chasquear de los látigos y veíamos los golpes marcarse sobre las espaldas. Pero no veíamos a los que golpeaban. Comenzó luego a oírse una voz que decía que no hiciéramos incisiones ni recolectáramos la resina perfumada. “Si no os detenéis, quedará mudo todo el ejército”. Así que yo, atemorizado, mandé que nadie talara ni recolectara nada de los árboles.

Había en el río unas piedras negras. Cuantos tocaban estas piedras, adquirían el mismo color de las piedras. Había también en el río muchas serpientes y muchas clases de peces, que no se cocían al fuego, sino en el agua fría de la fuente. Así un soldado, que había pescado y que después de lavar el pez lo echó en una vasija, se encontró con el pescado ya cocido. Había además en aquel río pájaros muy parecidos a los de nuestra tierra. Pero si uno los tocaba, despedían fuego.

37. Al día siguiente nos pusimos en camino con el rumbo extraviado. Me decían los guías: “No sabemos a dónde os conducimos, soberano Alejandro. Demos la vuelta, no caigamos en terrenos aún peores”. Pero yo no quise retroceder.

Nos salían al encuentro muchos animales salvajes de seis pies, de tres y de cinco ojos, con una longitud de diez codos y otras muchas especies de fieras. Algunas escapaban en fuga, otras nos saltaban encima. Llegamos a una zona arenosa, de donde surgieron unas fieras semejantes a asnos salvajes, con una longitud de veinte codos. No tenían dos ojos, sino seis, pero miraban sólo con dos. No eran feroces, sino mansas. También a otros muchos animales cazaron con flechas los soldados. Al marchar de allí llegamos a otro lugar, donde vivían unos hombres acéfalos (que no tenían cabeza ni siquiera cuello como nosotros, sino que tenían entre los hombros su cara, ojos, nariz, oídos y boca), que hablaban con voz humana en su lengua particular, velludos, recubiertos de pieles, comedores de pescado[109]. Capturaban peces marinos y nos los traían desde el mar vecino, y otros traían de su tierra setas de un peso de veinticinco libras. Vimos allá muchísimas y grandes focas que se arrastraban por la costa. Repetidamente me aconsejaban volver los compañeros, pero yo no quise, porque deseaba ver el fin de la tierra.

38. Desde allí reemprendimos la marcha y nos encaminamos a través del desierto hacia el mar, sin divisar ningún ser vivo, ni ave ni animal, sino tan sólo cielo y tierra. Habíamos dejado de ver el sol, sólo veíamos el aire oscuro durante diez días[110].

Al llegar a un terreno costero, allí dispusimos nuestras tiendas de campaña y montamos el campamento para permanecer muchos días. Había una isla en medio del mar aquel. Yo tenía curiosidad por investigar las cosas del interior de aquella isla. Y ordené construir numerosas barcas. Embarcaron en aquellas navecillas alrededor de mil hombres y navegamos hacia aquella isla que no distaba largo trecho de la costa. En el trayecto oímos unas voces humanas que en lengua griega decían:

Oh hijo de Filipo y de Egipto por tu simiente,

el nombre que te han impuesto indica

el destino futuro que realizarás con nobleza.

De tu madre recibiste el nombre de Alejandro.

Alejas a los enemigos cuando los persigues

y cuando ahuyentas a los reyes de sus palacios,

y lejos de los hombres del todo estarás pronto,

en cuanto se cumpla el segundo elemento

de tu nombre, el signo denominado “labda[111]”.

Oíamos estas palabras, aunque no veíamos a los hablantes. Algunos soldados con decisión audaz se echaron a nadar desde los barcos hasta alcanzar el suelo de la isla para estudiar el terreno. Y de pronto salieron unos cangrejos y los arrastraron al fondo del agua y los mataron. Entonces, llenos de temor, dimos media vuelta hacia la costa.

Desembarcamos de las barcas, y paseábamos por la ribera del mar cuando nos topamos un cangrejo que salía del mar hacia tierra firme. Su tamaño era el de una coraza, pero sus patas delanteras, las que llamamos pinzas, tenían cada una el largo de una braza[112].

Al verlo tomamos nuestras lanzas y lo matamos con grandes esfuerzos. Porque el hierro no penetraba en su caparazón y con sus patas delanteras cascaba nuestras lanzas. Después de matarlo, cuando lo abrimos, encontramos bajo su caparazón siete perlas preciosas de gran valor. Ningún hombre ha visto jamás perlas semejantes. Al verlas, yo sospeché que procedían del fondo de aquel mar inaccesible. Por lo tanto ideé hacer una gran jaula de hierro y dentro de ella introducir una enorme tinaja de cristal con un espesor de codo y medio. Y ordené hacer en el fondo de la tinaja un agujero, suficiente para que pasara la mano de un hombre, porque quería descender y averiguar lo que había en el fondo del mar aquel. Desde el interior podía tener cerrado el agujero de aquella escotilla en el fondo de la tina, y al bajar abrir rápidamente para sacar la mano a través de la escotilla y coger del fondo arenoso lo que encontrara en el suelo de aquel mar, y de nuevo retirar mi mano y al instante taponar el agujero. Así lo hice. Ordené hacer una cadena de trescientas ocho brazas y di instrucciones de que nadie me izara hasta que sintieran agitarse la cadena. “Pues en cuanto yo haya descendido hasta el fondo en seguida agitaré la tina y vosotros me izáis”.

Tras haber realizado todos los preparativos, me introdujeron en la tina de cristal con el deseo de intentar lo imposible. En cuanto estuve metido dentro, la entrada fue cerrada con una tapadera de plomo. Cuando me habían bajado ciento veinte codos, un pez que pasaba me golpeó con su cola mi jaula, y me izaron porque sintieron el zarandeo de la cadena. La segunda vez que bajé me sucedió lo mismo. A la tercera descendí alrededor de trescientos ocho codos y observaba a los peces de muy variadas especies pasar volteando en torno mío. Y mira que se me acerca un pez grandísimo que me cogió junto con mi jaula en su boca y me llevó hacia la tierra desde más de una milla de distancia. En nuestras barcazas estaban los hombres que me sostenían, unos trescientos sesenta, y a todos los remolcó juntos con las cuatro barcazas. Mientras nadaba velozmente quebró con sus dientes la jaula y luego me arrojó sobre la tierra firme. Yo arribe exánime y muerto de terror.

Allí me eché de rodillas y me postré en acción de gracias a la Providencia de lo alto que me había salvado con vida del terrible monstruo. Y me dije a mí mismo: “Desiste, Alejandro, de intentar imposibles, no sea que por rastrear el abismo te prives de la vida”. Y en seguida ordené al ejército partir de allí y seguir la marcha hacia delante.

39. Y de nuevo nos pusimos en camino y marchamos durante dos días por unos terrenos por donde no luce el sol. Allí está el llamado País de los Bienaventurados. Como yo quería investigar y ver aquellos lugares, intenté tomar mis esclavos propios y adentrarnos hacia ellos. Pero mi amigo Calístenes me aconsejó avanzar con cuarenta camaradas, cien esclavos y mil doscientos soldados, todos ellos de nacimiento legítimo. Dejé entonces el ejército de a pie junto con los ancianos y las mujeres allí, y yo tomé conmigo a todos los soldados jóvenes, escogidos, y me puse en marcha con ellos, después de dar la proclama de que no nos acompañara ningún viejo[113].

Pero había un viejo muy curioso que tenía dos hijos soldados, valientes y leales, y va y les dice entonces:

—¡Hijitos, oíd el consejo de vuestro padre y llevadme con vosotros! Que no seré una carga en esa marcha. Pues en un momento de peligro se requerirá buscar a un viejo por orden del rey Alejandro. Si entonces encuentran que estoy con vosotros, seréis recompensados espléndidamente.

Ellos le contestaron:

—Tememos, padre, el castigo del rey, en caso de que nos encuentre transgrediendo su decreto y nos veamos condenados a abandonar la expedición y aun la vida.

El anciano replica:

—Andando, afeitadme la barba, cambiadme el vestido, que viajaré con vosotros en el centro del ejército y os beneficiaré crecidamente cuando se presente la oportunidad.

Ellos hicieron lo que les pedía su padre.

Desde allí, tras una marcha de tres días, encontramos un lugar cubierto de nieblas. Como no podíamos progresar hacia adelante por lo inaccesible e intransitable del lugar, fijamos allí nuestras tiendas. Al día siguiente tomé mil hombres armados y avancé con ellos a explorar si allí estaba el fin de la tierra.

Nos adentramos entonces por los lugares más occidentales —porque aquella parte estaba más iluminada— y caminamos por terrenos rocosos y entre barrancos hasta el mediodía. Este detalle no lo supe por la posición del sol, sino por mis mediciones de las distancias recorridas, con las que calculé nuestra situación y la hora. Al llegar ahí nos entró temor y nos volvimos porque la ruta era imposible.

En una nueva salida quisimos penetrar por las regiones al Este. El terreno era muy llano, pero cubierto de bruma y tiniebla. Yo estaba en incertidumbre total, porque ninguno de los jóvenes me animó a adelantarme por aquel territorio, por temor de que, a causa de las tinieblas y durante el largo camino, se fueran despistando y dispersando los caballos y no pudiéramos regresar. Yo les dije:

—¡Oh, vosotros, todos tan valerosos en la guerra, ahora os habéis convencido de que sin consejo y sensatez no es posible nada excelente! Si hubiera venido algún viejo, nos aconsejaría acerca de cómo hay que penetrar en este brumoso lugar. Mas ¿quién de vosotros será tan valiente que vaya a traerme un veterano del campamento? Recibiría de mí diez libras de oro.

Ninguno se ofreció a realizar esto, por la lejanía del campamento y porque la atmósfera era opaca.

Entonces se me acercan los hijos del viejo y me dicen:

—Si nos escuchas sin enfadarte, soberano, te hablaremos.

Yo les contesto:

—Decidme lo que deseéis. Juro por la Providencia de lo alto que no os haré daño alguno.

Y ellos al momento me contaron lo de su padre y cómo le habían traído consigo; y a la carrera fueron a buscarlo y me lo presentaron. Yo, al verle, le abracé y le rogué que nos diera su opinión. El viejo entonces va y dice:

—Rey Alejandro, date cuenta de esto: que a no ser que avances con los caballos, no volverás a ver la luz. Escoge las yeguas que tengan potros. Y deja aquí a los potrillos, mientras vosotros os internáis con los caballos, que las yeguas por amor de sus crías os sacarán de ahí.

Buscando entre toda la tropa de jinetes sólo encontramos cien yeguas con potrillos. Tomamos éstas y otros cien caballos escogidos, además de otros que acarrearan la impedimenta necesaria, y según el consejo del veterano, avanzamos, dejando los potros allí afuera.

El viejo aconsejó a sus hijos que recogieran todo lo que encontraran por el suelo en aquella tierra y que lo guardaran en sus talegos. Avanzaron, pues, trescientos sesenta soldados, y de éstos ordené que fueran andando por delante los ciento sesenta sin caballo. Y así hicimos alrededor de quince esquenos[114] de camino. Y encontramos un lugar en el que había una fuente resplandeciente, cuya agua refulgía como el relámpago, y había otros muchos manantiales de agua. El aire de aquel lugar era bienoliente y no demasiado sombrío.

Estaba hambriento y quise tomar mi comida, así que llamé a mi cocinero que se llamaba Andreas y le dije:

—¡Prepárame un bocadillo!

Él tomó un pescado seco y fue a lavarlo, para servirlo de comida, en el agua resplandeciente del manantial. Y, apenas remojado en el agua, revivió el pez y escapóse de las manos del cocinero. Éste se espantó y con el susto no me contó lo sucedido. Pero él tomó agua de la fuente, bebió y se guardó algo en un recipiente de plata. Como todo el lugar rebosaba de múltiples manantiales, todos nosotros bebimos agua de otros. ¡Ah, qué desgracia la mía, que no me estaba destinado beber de aquella fuente de inmortalidad que hacía revivir a los muertos, la que había probado mi cocinero[115]!.

40. Después de tomar alimentos nos levantamos y marchamos como doscientos treinta esquenos aproximadamente. Al final marchábamos viendo un resplandor que no procedía del sol ni de la luna ni de las estrellas. También vimos dos aves con alas y que tenían de humano sólo los rostros, y que graznaban en lengua griega: “¿Por qué, Alejandro, pisas un suelo reservado a la divinidad? ¡Vuélvete, desgraciado, vuélvete! No podrás pisar las Islas de los Bienaventurados. ¡Retrocede, hombre, pisa la tierra que te fue dada y no te procures vanas fatigas!”[116].

Me estremecía por dentro, y obedecí al momento la advertencia que las aves me habían hecho. Una de las aves me gritó de nuevo en lengua griega: “Te reclama el Oriente y el reino de Poro será sometido a tu victoria”. Después de estas palabras, el ave remontó el vuelo. Yo oré después para aplacar a los dioses y para dominar mi ruta; y, soltando las yeguas por delante, en veintidós días logramos salir de allí gracias al reclamo de las crías de las yeguas.

Muchos de los soldados habían recogido lo que encontraban. Especialmente los hijos del viejo rellenaron sus talegos de acuerdo con la advertencia de su padre.

41. Apenas habíamos salido a la luz, se encontraron que habían recogido oro de la mejor calidad y piedras preciosas de gran valor. Ante tal maravilla se arrepintieron los que las habían recogido de no haber cogido más, y los que no habían recogido por no haberlo hecho. Todos ensalzamos entonces al viejo por habernos dado buen consejo.

Después de haber salido de las tinieblas nos refirió el cocinero lo que le pasó en la fuente. Yo, al escucharlo, me sentí abrumado por la pena y me enfurecí terriblemente contra él. Sin embargo me dijo: “¿Qué ganancias obtienes, Alejandro, en apenarte por un hecho pasado?”. No sabía entonces que había bebido él de aquel agua ni que se había guardado un poco. Porque esto no lo había reconocido, sino sólo que el pescado en conserva había recobrado vida.

Pero el cocinero se acercó a mi hija, la que se llamaba Hermosa, que había nacido de mi concubina Unna, y la sedujo con la promesa de darle agua de la fuente de inmortalidad. Y así lo hizo. Al enterarme yo —diré la verdad del motivo—, tuve envidia de la inmortalidad de ambos. Mandé llamar a mi hija y le dije: “¡Toma tus vestidos y aléjate de mi presencia! Mira que al hacerte inmortal te has convertido en un ser divino. Y serás llamada Neraída, porque del agua has recibido la inmortalidad”.

Ella, entre sollozos y gemidos, se alejó de mi presencia y se marchó a vivir con las divinidades en lugares solitarios.

En cuanto al cocinero, ordené que le ataran al cuello una piedra de molino y que lo arrojaran al mar. Después de arrojarlo se convirtió en un ser divino y marchóse a habitar en un lugar del mar, que por su nombre fue llamado Andreas.

Y esto es lo que hay respecto de mi hija y el cocinero[117].

Por todas esas cosas juzgué que por allí andaba el fin de la tierra. Y mandé edificar en aquel lugar un arco muy grande y grabar en él una inscripción con esta leyenda: “Los que quieran llegar al País de los Bienaventurados marchen por la región a mano derecha, para no perderse mortalmente”.

Luego de nuevo reflexioné, hablando conmigo mismo, si allí estaba verdaderamente el confín último de la tierra por donde se incurva el cielo[118], y quise investigar la verdad. Así que mandé capturar dos de las aves de aquel lugar. Eran unas aves blancas, grandísimas, muy poderosas y mansas, que al vernos huían. Algunos de los soldados se habían subido encima de ellas, agarrados a sus cuellos, y las aves habían echado a volar llevándolos sobre sus lomos. Se nutrían de animales muertos, de ahí que la mayor parte de ellas vinieran a nuestro encuentro por causa de los caballos muertos. Habíamos capturado dos de ellas y ordené no darles alimento en un plazo de tres días. Al tercer día dispuse que prepararan un madero con forma de yugo y que se lo ataran a sus cuellos. Luego hice preparar la piel de un buey en forma de cesto, y yo me metí en él. Llevaba en la mano una lanza como de siete codos de larga que tenía en la punta un hígado de caballo. En seguida echaron a volar las aves para devorar el hígado y yo ascendí con ellas por el aire, de tal modo que ya me parecía estar cerca del cielo[119]. Pero me estremecía por la extraordinaria frialdad del aire y por el viento producido por las alas de las aves.

Al rato me sale al encuentro un ser alado de figura humana y me dice: “¡Oh Alejandro!, ¿tú, que no comprendes las cosas de la tierra, intentas conocer las del cielo[120]?. ¡Vuélvete ya hacia la tierra a toda prisa, si no quieres convertirte en pasto de estas aves!”. Por segunda vez me habla: “¡Atiende, Alejandro, a la tierra, ahí abajo!”.

Yo, en medio del espanto, presté atención y miré: Veo una serpiente enorme enroscada y, en medio de la serpiente, un diminuto círculo. Y me dice el ser que había salido a mi encuentro: “Dirige de vuelta ahora tu lanza hacia ese redondel, que es el mundo. Porque la serpiente es el mar que envuelve la Tierra[121]”. Yo di la vuelta y, por designio de la Providencia, de lo alto descendí de regreso a la tierra, a siete días de distancia de mi campamento. Al final, estaba cadavérico y moribundo. Por allí encontré a un sátrapa, súbdito de mi reino, y tomando de él una escolta de trescientos jinetes llegué al campamento; y ya no me dediqué más a intentar imposibles. Conservaos bien».