APÉNDICE

Carta de Alejandro de Macedonia a su maestro Aristóteles acerca de su expedición y el país de la India

Siempre me he acordado de ti, incluso en los trances adversos 1 y en medio de los peligros de nuestras guerras, preceptor queridísimo y el primero en mi afecto después de mi madre y mis hermanas. Como bien conozco tu dedicación a la filosofía, he pensado que debía escribirte acerca de las regiones de la India, de su clima y de sus innumerables especies de serpientes, hombres y fieras, para que mediante la noticia de estas nuevas cosas pueda ganar algo el progreso de la investigación y el conocimiento. Aunque tu consumada sagacidad no 2 requiera ningún complemento, ni la racionalidad de la enseñanza que, a partir de tu persona, iluminará a tu época y a los siglos futuros, no obstante he pensado que, para que conozcas mis hazañas, que tienes en aprecio, y para que no te quede nada inexplorado, debía describirte lo que vi en la India a través de los más grandes esfuerzos y de los mayores riesgos de los macedonios.

Por lo demás, se trata de cosas singulares, dignas de recordarse y reunidas de muy diversos encuentros, que yo he presenciado con atención: no hubiera creído a nadie la existencia de tantos prodigios, de no haberlos inspeccionado todos antes con mis propios ojos. Es asombroso el número de cosas buenas 3 y malas que da a luz la tierra, vientre materno y nodriza universal de todas las formas; de frutos, metales y de animales. Si le fuera dado al hombre abarcar con su mirada todas esas cosas, yo creería que no bastarían los nombres mismos para tantas variedades de objetos. Pero yo hablaré de las que he conocido por primera vez y me esforzaré en no parecer capaz de 4 fabulosas invenciones ni de vergonzosas mentiras. Por lo demás, no ignoras la naturaleza de mi ánimo, ya que fuiste mi preceptor: sabes que suelo guardar el término de la precisión y referir con parquedad inferior a lo real los hechos. Y ahora confío que reconozcas que nada añado con el fin de atraer la atención y halagar la fama de nuestro ejército. ¡Ojalá la empresa hubiera sido menos penosa para nosotros y no hubieran sido necesarias tantas experiencias para conocer esas cosas!

5 Doy gracias al valor de los jóvenes de Macedonia y a nuestro invicto ejército, que con su firmeza perseveraron a fin de que yo siga aclamado como su rey. Si dudara de que tú te alegras de nuestros títulos de gloria, cometería una falta; y traicionaría nuestra mutua afección, si no te escribo como a mi madre Olimpíade y a mis hermanas acerca de todas las aventuras de mi reino, que pienso que son comunes para ti y para ellas; y si tú no lo tomas del mismo modo, me parece que nos estimas con un poco de simpleza.

6 En mis cartas anteriores ya te había dado noticias sobre el eclipse de sol y de luna, de la ordenación de los astros y de los fenómenos atmosféricos, que te expuse ordenadamente y no sin gran cuidado. Y ahora voy a añadir estas novedades y todo lo confiaré al papiro. Al releerlo, date cuenta de que tales cosas merecieron la atención de tu Alejandro.

7 En el mes de mayo estaba vencido el rey de los persas Darío junto al río Ganges y había caído en nuestro poder todo su país, de modo que establecimos en las provincias de Oriente gobernadores y jueces nuestros. Estábamos cargados de riquezas de nuestras conquistas, como en una carta anterior te notifiqué. Y ahora, para no ser repetitivo en la escritura, pasaré por alto los hechos anteriores ya conocidos.

8 A finales del mes de julio llegamos a Fasíace, en la India, donde con asombrosa rapidez dejamos derrotado al rey Poro, y apoderándonos del tesoro real nos vimos colmados de sus enormes riquezas. Pero para que conozcas lo que me pareció de más interés para recordar —pues vi algunas cosas memorables—, me parece lo más indicado escribirte sobre su innumerable ejército, en el que había, además de las tropas de infantería, dieciséis mil jinetes y ochocientas cuadrigas, todas provistas de guadañas. Con los cuatrocientos elefantes capturados, que transportaban sobre sus lomos torres con soldados armados de dardos, irrumpimos en la propia capital y en el palacio real de Poro en un ataque con todas las armas. En 9 éste encontramos unas cuatrocientas columnas de oro macizo de enorme grosor y altura, con sus áureos capiteles, y las paredes estaban recubiertas de láminas de oro de un dedo de grueso. Queriendo calcular su valor ordené desgajarlas en algunos sitios. También me quedé admirado ante una parra maciza de oro y plata que colgaba entre las columnas, en la que se alternaban hojas de oro y racimos de cristal y esmeraldas. Los dormitorios y lechos estaban adornados con perlas y 10 carbunclos en sus junturas, las puertas eran de marfil de una maravillosa blancura, e incrustaciones de ébano lucían en los artesonados de ciprés, en las cámaras reales y en las salas de baño. También eran de oro macizo las estatuas junto a las áureas vasijas e incalculables arcas de tesoros. En el exterior, junto al muro del palacio, revoloteaban innumerables especies de pájaros entre los dorados plátanos, con uñas y pico cubiertos de oro, con collares y brazaletes de oro, transportando perlas y gemas. Encontramos vasos de beber y otra vajilla de piedras preciosas de cristal y de ámbar, muchas joyas de oro y raros objetos de plata.

Después de haber pasado a mi poder todo esto, llegué con 11 todo mi ejército ante las Puertas Caspias, deseoso de contemplar el interior de la India. Allí pude admirar la esplendidez de aquellas fertilísimas regiones, y recorrí algunos lugares dignos de mi ilusión. Aunque los indígenas de esta región nos habían advertido para que no cayéramos al alcance de las serpientes y de las rabiosas especies de fieras que habitaban en gran número en aquellos valles, campos y selvas, ocultas en los repliegues de los bosques y las rocas, sin embargo yo, para alcanzar a Poro, fugitivo después de la batalla, antes de que se refugiara en las desiertas soledades del mundo, preferí elegir las sendas más cortas en lugar de los caminos seguros.

Así que, una vez escogidos ciento cincuenta guías que conocían 12 los atajos de las rutas, me puse en camino en el mes de agosto a través de las arenas ardientes bajo el sol y de las comarcas faltas de humedad, prometiendo recompensas a aquellos que nos conducían por las desconocidas comarcas de la India, si me llevaban con el ejército incólume hasta la Bactriana y hasta los remotos y apartados «pueblos de la seda», gente que recoge la pelambre de las hojas de unos árboles y 13 con esta lana silvestre tejen sus vestidos. Pero ellos actuaban tratando de favorecer más al enemigo que a mí, de modo que nos hacían caer, a nosotros que desconocíamos el país, en las guaridas de las serpientes y toparnos con las especies rabiosas de monstruos feroces. Lo que ellos planeaban se evidenciaba por aquellas experiencias. Luego yo reflexioné que esto había sucedido en parte por mi propia culpa, por haber despreciado los útiles consejos de mis amigos y, a la vez, los de aquellos hombres del Caspio, que me habían prevenido de que no me apresurara tanto a vencer, que la victoria me fuera arrebatada con alguna trampa.

13 a Di orden a todos los soldados de que continuaran la marcha en formación revestidos con su armamento, sin transportar consigo el enorme botín de oro y perlas procedente del saqueo, especialmente porque era de temer que los enemigos nos atacasen en emboscadas, deseosos de arrebatarles su carga a los vencedores. Desde luego entonces el soldado estaba tan enriquecido que apenas hubiera podido soportar el peso de su oro. Se añadía además la pesadez no pequeña de las armas, que yo había hecho forrar, todas, de láminas de oro. Así que la columna entera me seguía, brillante como con el fulgor de una estrella o un rayo, con los signos y pendones relucientes y esplendorosos de oro. Era un soberbio espectáculo la vista de tal ejército, que destacaba entre las demás gentes por su lujoso atuendo y su fortaleza al mismo tiempo. En verdad que yo, al contemplar mi fortuna por el insigne número de jóvenes compañeros, me llenaba de una inmensa alegría.

14 Pero como es frecuente que la fortuna interponga algo en el acontecer favorable, ocurrió que nos afligíamos con la sed. Cuando ya apenas podíamos soportarla, el soldado Zéfiro me ofreció en su casco el agua que había encontrado en una roca cóncava, aunque él mismo estaba sediento, porque se preocupaba de mi alma más que de su propia vida. Yo, ante el ejército convocado, la derramé a la vista de todos, para que no comenzara a sentir más sed la tropa al verme beber; y, al mismo tiempo que ensalzaba la benevolencia de Zéfiro para conmigo, le premié con abundantes monedas. Cuando este suceso hubo dado más ánimos al ejército, mandé proseguir la marcha.

No muy lejos apareció ante mi en aquellos desiertos terrenos 15 un río cuyas riberas revestía un cañaveral de sesenta pies de alto, con cañas que superaban en grosor los troncos de los pinos y abetos que los indios usan como material para construir sus edificios. Entonces, puesto que los animales y la tropa estaban tan sedientos, ordené yo que los jefes de la intendencia establecieran allí nuestro campamento. Mientras lo levantaban, deseoso de calmar mi sed, yo mismo probé el agua del río, más amarga que el eléboro, que no pudo beber ningún hombre ni servir para abrevar las bestias sin gran tormento. Me angustiaba más por los muchos animales que por nuestra necesidad, reconociendo que el hombre es más resistente que el ganado en todas las circunstancias.

El caso es que alrededor de mil eran los elefantes de enorme 16 tamaño que transportaban el oro, cuatrocientas las cuadrigas de caballos, todas armadas de guadañas, y unas mil doscientas las bigas, veinte mil los jinetes, doscientos cincuenta mil los soldados en armas, cerca de dos mil los mulos del ejército para transportar los bagajes de la tropa, dos mil los camellos, dromedarios y bueyes que transportaban grano, e ingente el número de animales que nos acompañaban para el uso de su carne cada día. Por lo demás, el lujo desmesurado de nuestras victorias nos había permitido usar incluso frenos de oro para los caballos, mulos y elefantes.

Pero entonces las bestias exasperadas por la sed apenas 17 podían retenerse. Incluso los soldados intentaban, lamiendo objetos de hierro, bebiendo aceite o por otros medios diferir o engañar su sed. Hasta vimos a algunos que, sin ningún pudor, bebieron su propia orina, abrumados por la extrema necesidad. Este hecho me apenó doblemente, ya que estuve más preocupado en aquel trance por el estado del ejército que por el de mi persona.

18 A pesar de todo ordené que siguieran armados en formación. Advertí que aplicaría el rigor de la ley contra el que fuera aprehendido sin vestir el uniforme obligado en la formación. De esto hasta ellos se extrañaban, de que por allí, donde no aparecía ningún enemigo, fuera necesario avanzar armado con tanta sed. Pero yo sabía que nuestro camino pasaba por lugares llenos de bestias y de serpientes, y quería que no fuéramos dañados por imprudentes ni heridos por un peligro inesperado.

19 Así que, siguiendo la orilla del río, a la hora octava llegamos ante una ciudad que estaba edificada en medio del río, en una isla, con aquellas cañas que poco antes hemos descrito, y divisamos unos pocos hombres semidesnudos, indios, que al vernos desaparecieron de inmediato bajo el techo de sus casas. Como yo deseaba su presencia, para que nos indicaran en nuestro desconocimiento algún agua dulce, ya que no aparecía ninguna, ordené disparar unas pocas flechas contra su ciudad, a fin de que si no querían asomar por su propia voluntad, salieran movidos por el temor de la guerra. Se ocultaron todos más a causa de este temor y, como durante mucho tiempo no se mostró nadie, envié a doscientos soldados macedonios 20 con armas ligeras que cruzaran el río a nado. Ya habían nadado una cuarta parte del río, cuando apareció a nuestra vista un horrible espectáculo. Unos hipopótamos de cuerpos mayores que los elefantes emergieron de pronto de los profundos escondrijos de las aguas y se tragaron a nuestros hombres, arrebatados en un remolino con cruel ferocidad ante nuestros lamentos. Encolerizado entonces con los guías que nos habían atraído a tales penalidades, ordené arrojar al río a cien de éstos. Como ellos avanzaran a nado, los invencibles hipopótamos acudieron de nuevo y les dieron su justo castigo; pero acudió una cantidad de fieras mucho más numerosa que antes. Porque con la esperanza de que al aparecer se les ofrecía comida, pululaban como hormigas. Y para que no tuviéramos que entablar batalla durante aquella noche contra los monstruos del agua, mandé que a la señal de la corneta la tropa se aprestara a la marcha. ¿Pues qué nos aprovechaba permanecer en aquel lugar muertos de sed?

De modo que mientras íbamos en marcha entre la hora décima 21 y la undécima, vimos a unos hombres que viajaban por el centro del río sobre unas barcas redondas hechas de cañas. Al interrogarles en su lengua dónde podría encontrarse agua dulce, nos dijeron que hallaríamos un enorme estanque de agua dulcísima, y ellos mismos nos conducirían, unos cincuenta guías. Y puesto que ya habíamos soportado tanto tiempo nuestras desgracias, durante toda la noche caminamos abrumados por la sed y el peso de nuestras armas. A estas angustias se añadían los demás infortunios, como que durante toda la noche nos defendíamos de los ataques de leones y osos, de leopardos y linces a la vez, pues esta clase de fieras nos asaltaban a barullo en los calveros. A pesar de todo, hacia la 22 hora octava del día siguiente, cuando ya casi caíamos desfallecidos de sed, llegamos al estanque que nos habían anunciado, que estaba rodeado de una muy añosa y abundante espesura, y se extendía unos mil pasos. Así que me repuse, después de beber agua dulce, rebosante de gozo, y del mismo modo vi revivir al ganado, a las bestias de carga, a las monturas de la tropa y a todo el ejército; mandé establecer allí el campamento de 22 estadios de largo y una anchura aproximada. Después de haber levantado las tiendas, ordeno que talen el bosque, para que el acceso al estanque resulte más fácil a los aguadores, ya que era el único en aquellas regiones. De modo que los bagajes estaban amontonados entre las tiendas de campaña, y los elefantes quedaban colocados en el espacio central del campamento, con el fin de que pudieran ser contenidos con más facilidad, si por casualidad surgía algún espanto nocturno o algún tumulto inesperado, mientras que en derredor se habían encendido mil quinientas hogueras, puesto que la selva proporcionaba toda la madera que deseáramos.

Más tarde, a la hora undécima, al toque de trompeta comencé 23 a cenar y di orden de que cenaran los soldados bajo la llama de las lámparas de oro, aproximadamente unas dos mil; cuando, de pronto, al aparecer los primeros resplandores de la luna, desde los matorrales acudieron innumerables escorpiones índicos con los aguijones de sus colas en erección, en tropel hacia su acostumbrado abrevadero. Resultaba dudoso si venían impulsados por nuestro tumulto o por su sed, pero 24 eran rapidísimos para dañarnos. A estos monstruos les siguió gran cantidad de serpientes, unas cornudas y otras víboras del arenal, distintas por sus diversos colores, pues había unas con escamas rojas, otras eran de colorido blanco y negro, y otras destacaban con una especie de resplandor dorado. Toda la región se llenaba de sus silbidos, y el miedo que nos causaban no era pequeño. Pero formamos ante el campamento un frente unido con nuestros escudos y teníamos en las manos nuestras largas lanzas, con cuyas aguzadísimas puntas traspasábamos aquellas malas bestias y otras veces matábamos a muchas con nuestros fuegos. Este asunto nos tuvo ocupados cerca de dos horas en continua acción. Después de beber el agua, las serpientes menores empezaron a retirarse y las mayores se 25 refugiaron en sus escondrijos con inmensa alegría nuestra. Ya a la hora tercera de la noche nos disponíamos a gozar de algún reposo, cuando procedentes de las cuevas cercanas de las montañas se presentaron a beber agua las crestadas serpientes de la India, con dos y tres cabezas, que reptaban el suelo con sus escamas y válvulas. Las cabezas llevaban erguidas, con sus lenguas trífidas en sus fauces abiertas; destilaban veneno de sus ojos brillantes y su hálito era pestífero. Luchamos contra ellas más de una hora y allí perdimos treinta esclavos y veinte soldados. Alentaba a los macedonios para que no cedieran ni desfallecieran ante tan adversas circunstancias. Aunque su resistencia sufría una dura prueba, todos 26 cumplían su deber. Tras las serpientes llegaron al campamento cangrejos en cantidad desmesurada, cubiertos de un caparazón como la piel de los cocodrilos. Estos monstruos, por la dureza de su caparazón, hacían rebotar el hierro de nuestras armas. Muchos fueron quemados con los fuegos y muchos se refugiaron en la laguna.

27 Al fin, a la hora quinta de la noche, agotados por las guardias en vela, nos llama la trompeta que daba el toque de reposo. Pero entonces se presentaron unos leones blanquecinos, de tamaño semejante al de los toros. Con ingente rugido, sacudiendo sus melenas y con las garras en alto, nos embistieron de manera fulminante y cayeron sobre nuestros venablos. Se desplegaba un repentino y enorme tumulto que la ciega noche acumulaba. Luego nos atacaron jabalíes de enorme tamaño, con unos colmillos espantosos, como palos de empalizada; mezclados con linces de piel moteada, con tigres y horrorosas panteras, trababan unos combates que eran de una ferocidad incomparable con ninguna otra calamidad. Pero además una inmensa cantidad de murciélagos de un tamaño como el de las palomas se precipitaban sobre nuestras bocas y rostros; estos bichos, que tenían dientes como los humanos, destrozaban a mordiscos las narices, orejas y dedos de los soldados. Luego apareció un monstruo de una nueva especie, 28 mayor que un elefante, armado en su frente con tres cuernos, al que los indios acostumbran a llamar «el odontotirano», que tiene una cabeza parecida a la de un caballo, de color negro. Éste, después de beber el agua, al apercibir nuestro campamento nos atacó en una repentina embestida y no se detuvo ante las espesas llamas de las fogatas. Cuando para detenerlo le opuse un batallón de macedonios, mató a treinta y seis, derribó a cincuenta y dos y a duras penas fue traspasado por nuestros venablos.

De madrugada luego, al clarear el cielo, surgieron unas alimañas 29 de color variable parecidas a las ranas. Junto con ellas acudieron al campamento las ratas de la India, parecidas a nuestros zorros, a cuya mordedura expiraban nuestros cuadrúpedos, y las mismas ratas herían también a los hombres, aunque no de muerte.

Al amanecer llegaron los cuervos nocturnos, unas aves semejantes 30 a los buitres, a los que superaban en el tamaño de sus cuerpos, de color amarillo, pero con pico y patas negros. Llenaron toda la ribera del estanque, sin causarnos ningún daño, sino que se dedicaron a consumir sus peces de costumbre. No nos atrevimos a poner en fuga ni a ahuyentar a tales aves. Sin embargo, cuando todas hubieron secado sus garras, desaparecieron de nuestra vista. Entonces yo mandé que los 31 guías de aquellos parajes que de continuo nos habían conducido a trampas, que se merecían lo peor, fueran castigados con el quebranto de sus piernas, para que, aún con vida y respiración, a la siguiente noche fueran aniquilados por las serpientes, del mismo modo como habían querido que pereciéramos aniquilados nosotros. Y también ordené que les quebrasen los brazos, para que tuvieran el suplicio merecido por sus actos.

32 Celebramos luego una asamblea y exhorté a los soldados a mantener el ánimo firme y a no desmayar como mujeres ante los reveses accidentales. Al clamor de las trompetas ordené de pronto marchar hacia el Sur, donde me había enterado que algunos de los bárbaros e indios se habían reunido y conspiraban nuevas guerras. Los ánimos de mis soldados eran magníficos, y los mantenía en pie el número y la felicidad de nuestras victorias. Dejamos atrás aquellos peligrosísimos lugares y de nuevo pisamos un camino civilizado y llegamos a los campos de Bactriana, opulentos en oro y otras riquezas. Fuimos acogidos amistosamente por sus habitantes, cuyas tierras lindaban con las fronteras de los persas, y allí levanté nuestro campamento durante veinte días, de descanso, mientras 33 preparábamos la guerra. En una marcha de apenas cuatro días llegamos al lugar donde se había asentado Poro con su ejército reunido, más dispuesto a confiar en la rendición que en la guerra. El caso es que nos dio permiso para aprovisionarnos abiertamente, no como enemigo, y, deseoso de conocerme, preguntaba a mis tropas que encontraba de provisión dónde estaba yo y qué hacía. Ellos le respondían con vaguedades. Cuando yo me enteré de sus preguntas —pues todas las cosas se me comunicaban a mí, como gran rey de los macedonios—, me puse un traje de soldado y me quité mis insignias y fui a su campamento como un comprador cualquiera de carne y de vino.

Por coincidencia me encontré con Poro y él me preguntó 34 qué hacía Alejandro y qué edad tenía. Burlándome de él le respondí con un mentira ocasional: «Como un anciano, nuestro jefe se calienta junto al fuego encendido en el interior de su tienda».

Exultando entonces de alegría, al pensar que iba a entablar combate con un decrépito viejo, siendo él un joven, dijo en un impulso de vanidad: «¿Por qué entonces no toma en consideración su edad?» A esto respondí simplemente que yo era un soldado raso de su ejército e ignoraba lo que hacía Alejandro. Me dio una misiva llena de amenazas para que se la transmitiera a Alejandro y me prometió una recompensa. Le aseguré bajo juramento que la carta llegaría a sus manos. De regreso a mi campamento, en seguida ya antes de leerla me había retorcido de risa, y mucho más después de leer la carta. Te he enviado un ejemplar de ésta, y también a mi madre y a mis hermanas, para que os pasméis ante la soberbia y la desmedida fanfarronería del bárbaro.

Poco después trabé una batalla con los indios, y una vez 35 vencidos según mis deseos, le devolví a Poro sus dominios que le había arrebatado con mi victoria por las armas. Él, al recibir este honor inesperado, me mostró sus tesoros, que yo ignoraba. Y con ellos nos obsequió a mí, a mis compañeros y al ejército entero, convertido en amigo de la tropa de los macedonios. Y nos condujo hasta los trofeos levantados en honor de Hércules y de Dioniso. Porque en los límites del extremo oriental de su reino había erigido las estatuas de oro de uno y otro dios. Como yo deseaba saber si eran macizas, ordené perforarlas en varios lugares y, tras constatar con mi presencia su solidez, las volví a reparar con el mismo metal y aplaqué a Baco y a Hércules con sacrificios propiciatorios.

Teníamos intención de proseguir más allá, por si explorábamos 36 algo memorable, pero nos dijeron que no había nada sino desiertos campos, bosques y montañas hasta el océano, y que en ellos pululaban elefantes y sierpes. No obstante yo persistía en llegar al mar, con el afán de, si podía, navegar el océano que rodea en su curso el orbe de las tierras. Los indígenas de aquellos lugares aseguraban que el mar era tenebroso y abismal; y, puesto que nadie debía intentar avanzar más allá que Hércules y Dioniso, preferí que aquéllos me consideraran aún más grande por no dejar atrás las marcas de los dioses como un desafío de los humanos. Después de recompensar y elogiar a estos indígenas, mandé explorar la parte occidental de la India, a fin de que no me quedara nada por visitar en lugares incógnitos. Y el rey Poro no se oponía, para no dar la impresión de que ocultaba algunos tesoros secretos en su reino.

Había por allí un pantano resecado y cubierto de cañaveral. 37 Cuando intentábamos cruzarlo, nos surgió de la espesura un monstruo de una especie desconocida, con dos cabezas, una semejante a la de una leona y la otra parecidísima a la de un cocodrilo, armado de agudos dientes. Esta cabeza mató a dos soldados en un repentino ataque. Al fin conseguimos aniquilar a la fiera con mazas de hierro, ya que con las lanzas no pudimos herirla. Durante largo tiempo quedamos admirados de su rareza.

38 Llegamos después a las selvas más remotas de la India. Allí habíamos establecido el campamento de unos cincuenta estadios de longitud y otros tantos de anchura junto al río Buemar, y nos disponíamos a cenar a la hora undécima del día, ya de anochecida, cuando de pronto todos los forrajeadores y leñadores acudieron atemorizados para anunciar que tomáramos las armas a toda prisa: que de las selvas venían enormes rebaños de elefantes a conquistar nuestro campamento. Con que mandé a los jinetes tesalios que subieran a sus monturas y tomaran consigo unos cerdos, cuyo gruñido ya sabía que amedrentaba a tales bestias, y les ordené enfrentarse al momento a los elefantes. Después mandé que les siguieran otros jinetes armados con lanzas y que todos los trompetas estuvieran en la vanguardia y que avanzaran a caballo, mientras que todos los soldados de a pie quedaran 39 en el campamento. Yo mismo, junto al rey Poro y la caballería, vi, al avanzar, la embestida de los tropeles de elefantes, que venían con las trompas en alto contra nosotros. Sus lomos eran negros, blancos y de color rojo, e incluso algunos de varios colores. Poro me afirmaba que éstos se capturaban y eran útiles para usos bélicos y que era fácil ponerlos en fuga si los jinetes no dejaban de azotar a los cerdos. Al momento los elefantes, temblando de miedo, dieron la vuelta; entonces empezaron a correr en carreras más precipitadas que las anteriores, aterrorizados por los trompeteos de los soldados y los gruñidos de los cerdos. Nosotros, a caballo, matamos novecientos ochenta, cortándoles los tendones de las patas, y yo regresé al campamento cargado con el reluciente botín de los colmillos arrancados. Luego ordené que con escudos y con armaduras se formara una empalizada firme, para que no nos causara daño de noche el ataque violento de los elefantes u otras fieras. La noche fue tranquila y hasta la luz del alba todos nos repusimos con el sueño.

Luego, al primer resplandor de la aurora, marchamos hacia 40 otras regiones de la India y, en un campo abierto, vimos a unas mujeres y hombres cubiertos de pelos en todo el cuerpo, al modo de las fieras. A éstos los llamaban los indios «comedores de peces» («Ictiófagos»).

Estaban acostumbrados a vivir en los ríos y en lagos más que en tierra firme, alimentados tan sólo de pescado crudo y de sorbos de agua. Cuando quisimos aproximarnos a ellos, se sumergieron en los torbellinos del río Ebímaris. Más allá encontramos los bosques poblados por los enormes Cabezas de Perro. («Cinocéfalos»), que trataban de atacarnos y huían ante los disparos de flechas. Cuando llegamos a las regiones desérticas los indios nos contaron que ya no quedaba nada digno de atención.

Por lo tanto di órdenes de dar la vuelta, para dirigirnos a 41 Fasíake, de donde habíamos venido; de modo que plantamos nuestro campamento a unas doce millas de aquel lugar, cerca de un lugar de aguada. Y estaban montadas todas las tiendas y encendidas las amplias fogatas, cuando de repente se levantó el viento del Este con tanta furia que bamboleó y derribó todas las tiendas y establecimientos nuestros de modo sorprendente, dejándonos estupefactos. Los soldados temían que me persiguiera la ira de los dioses, por haber intentado yo, un hombre, traspasar los límites dejados por Hércules y Dioniso. Entonces expliqué en arenga a los soldados que aquello sucedía en el tiempo de los equinoccios, no por la ira de los dioses, sino por las tempestades de octubre, del otoño. A duras penas, 42 recogidas por completo las tiendas y formadas de nuevo en un valle más abrigado como sede para acampar, después de puesto todo el equipo en orden, di orden de cenar. Pues ya había cedido el soplo del viento Este y un tremendo frío aumentaba con el atardecer. A modo de copos de lana empezaron a caer enormes copos de nieve. Por temor a que al aglomerarse sepultaran el campamento, mandé a los soldados que pisotearan la nieve, para que con el trasiego se derritiera antes y así crecieran un poco los fuegos, que con la nieve estaban casi extinguidos. Pero nos salvó entonces un suceso único, el que en un momento las nieves fueron deshechas por una larga lluvia que sobrevino. Inmediatamente le siguió una 43 nube negra y vimos nubarrones ardientes que caían del cielo como antorchas, de modo que todo el campo ardía incendiado por ellas. Sobre todo las bestias de carga sufrían mucho por la caída de chispas y tizones que caían sobre sus lomos y las quemaban. Así dispuse que los soldados las resguardaran de los fuegos con trozos de vestimenta. A continuación quedó una noche serena, acorde con nuestras oraciones. Entonces de nuevo encendimos las hogueras y tomamos la comida de nuestras provisiones. Durante tres días sin claro sol nos sucedió esto, bajo la amenaza del cielo encapotado de nubes. Yo, después de dar sepultura a unos quinientos soldados que perecieron bajo las nieves, mandé trasladar el campamento.

44 Luego vimos unos montes elevados hasta el cielo al borde del océano en Etiopía, y los montes de Nisa y la caverna de Dioniso, adonde enviamos a unos condenados, ya que se decía que al tercer día morían de fiebres quienes se habían adentrado en la cueva del dios. Y comprobamos que era un dato cierto, por la muerte de todos ellos, lo de que no se podía 45 penetrar en la caverna sin maleficio. Con empeñado fervor rogaba a los dioses que me dejaran llegar de regreso como rey de todo el orbe terrestre, en triunfo, con un botín de espléndidos trofeos, a Macedonia junto a mi madre Olimpíade. Que en vano lo suplicaba lo conocí del modo siguiente:

46 Como a mis inquisiciones de si aún podía ver algo más, digno de admiración o de recuerdo, me decían los indios que nada memorable podría encontrar en aquellos lugares más que lo que ya habíamos experimentado, mandé que los estandartes cambiaran el rumbo hacia Fasíake, en lugar de la marcha 47 anterior en sentido del viento del Sur. Entonces, en esta marcha, cuando yo iba al frente junto a los estandartes, nos salieron dos ancianos al encuentro.

Al preguntarles si acaso conocían algún espectáculo que valiera la pena en aquella comarca, me respondieron que sí, por un camino de no más de diez jornadas, aunque el acceso por esta senda era difícil por la falta de agua y por la enormidad de nuestra impedimenta, si es que quería llegar allí con todo el ejército. En cambio, si tomaba una provisión de cuarenta mil soldados con vistas a las angostas sendas y a los parajes infestados de fieras, podría llegar a presenciar cierto prodigio increíble. Entonces yo, lleno de alegría por tal respuesta, 48 les dije, intentando atraerlos con la expresión de simpatía: «Decidme vosotros, ancianos, ¿qué es eso tan maravilloso y magnífico que me proponéis como meta? Uno de ellos, confortado por la suavidad de mi tono, respondió: “Verás, rey, quienquiera que seas, dos árboles, del Sol y de la Luna, que hablan en griego y en indio. De ellos, el tronco masculino es el del Sol, y el otro, femenino, de la Luna, y por ellos podrás conocer los bienes y los males que te esperan”».

Ante cosa tan increíble pensé que los viejos bárbaros se 49 burlaban de mí, y di órdenes de que les aplicaran un castigo y con todo rigor, diciéndoles: «¿Es que mi Majestad ha venido de Occidente a Oriente de tal forma que parece que puede ser tomada a burla por unos viejos bárbaros y decrépitos?» Pero ellos persistían en jurar que no habían dicho nada falso y que yo podía comprobar si decían la verdad, y de pronto se vería que aquello no era una invención. Aunque mis amigos y camaradas me rogaron que no nos expusiéramos al engaño en un experimento de tal magnitud, tomé conmigo cuarenta mil hombres de la caballería y despaché hacia Fasíake a las demás tropas, todo el ejército al mando de unos prefectos, con los elefantes, el rey Poro y todos los bagajes. Apenas acabamos 50 de formar este cuerpo elegido de jóvenes, emprendimos el camino dispuestos a ver las admirables maravillas a que nos guiaban los dos ancianos indios. Como nos habían dicho, nos llevaron por unos parajes inhumanos y carentes de agua casi por completo y llenos de serpientes y de alimañas hasta las cercanías del oráculo. De estas fieras y serpientes, que eran incontables y denominadas con nombres en lengua india, he pensado que no era necesario escribirte.

Al acercarnos a la región a que nos dirigíamos vimos a 51 algunas mujeres y hombres cubiertos con pieles de panteras y tigres. Cuando les preguntamos de qué raza eran, contestaron en su lengua que eran indios. Allí había un bosquecillo amplio, donde abundaban el incienso y el bálsamo, que en profusión crecía adherido en las ramas de aquellos árboles. Los indígenas de aquellos lugares acostumbraban a consumirlo como alimento.

52 Al penetrar en el santuario que nos habían anunciado, tan desconocido de muchos, nos salió al paso el sacerdote del oráculo, de una estatura de más de diez pies, de color negro, con dientes de perro, con las orejas perforadas, de las que colgaban gruesas perlas, y que iba vestido de pieles. Después de saludarme con la ceremonia ritual, empezó a interrogarme sobre el motivo de mi visita. Dije que yo deseaba contemplar los árboles del Sol y de la Luna.

53 Entonces el bárbaro dijo: «Si estás limpio de contacto sexual con muchacho y mujer, acaso podrás entrar en el bosquecillo sagrado». A los trescientos amigos y compañeros que se habían apartado conmigo les ordenó depositar en tierra sus anillos, todas sus ropas y sus zapatos. Obedecí en todo al hombre, para cumplir los preceptos de su religión.

54 Hasta la hora undécima del día aguardaba el sacerdote la puesta del sol. Pues afirmaba que el árbol del Sol hablaba y daba respuestas sólo a la salida y a la puesta de este astro. De la misma manera contaba que el árbol de la Luna atendía los correspondientes momentos. Todo esto me parecía más próximo a la mentira que a la verdad.

55 Así, pues, me dediqué a reconocer todo el bosquecillo, que estaba rodeado de un tosco muro, y vi el bálsamo que derramaba en abundancia su excelente aroma por doquier y desde el ramaje de los árboles. Cautivado por su perfume yo arrancaba pequeñas bolitas de la corteza de los árboles y lo mismo hacían mis compañeros. En el centro del bosque se alzaban los árboles sagrados, parecidos a los cipreses por el tipo de su follaje. Estos árboles, que los indios llamaban «brebionas», 56 eran de unos cien pies de altura. Mientras yo los admiraba, y al decir que habrían crecido tanto por las frecuentes lluvias, el sacerdote me aseguraba que en aquellos lugares nunca acudía la lluvia, ni fiera, ni ave, ni serpiente ninguna. Aseguraba que desde muy antiguo aquel recinto estaba consagrado por los antepasados de los indios al sol y a la luna, y que en los eclipses de sol o de la luna aquellos árboles se agitaban con profusión de lágrimas, temerosos por el estado de sus númenes. Cuando decidí celebrar sacrificios e inmolar víctimas en su honor, me lo prohibió el sacerdote, quien decía que no era lícito quemar incienso con fuego en aquel santuario ni sacrificar a ningún animal. En cambio recomendó que nos postráramos ante ellos y diéramos besos sobre los troncos de los árboles y rezáramos al sol y a la luna para que nos dieran respuestas verdaderas. Como yo estaba dispuesto a hacerlo, le 57 pregunté al sacerdote si los árboles iban a responderme en griego o en indio. A esto me contestó:

«El árbol del Sol da sus vaticinios en ambas lenguas; el de la Luna, en lengua griega».

Con todo esto, vemos que las cimas de los árboles se iluminaban 58 rozadas por los rojizos rayos de Febo al ponerse por Occidente, y el sacerdote dijo:

«¡Mirad todos a lo alto y que cada uno medite sobre las cosas que ha venido a consultar, en silencio; que nadie las pronuncie en voz alta!»

En aquel momento yo, mis amigos y camaradas miramos con mucho interés si no había entre la espesura del bosque algún individuo que fuera a engañarnos con algún truco ejercitado desde su antigua invención. Como advertimos que no intervenía ningún engaño semejante, fijamos nuestra mirada en la cima y ramas de los árboles. Mientras permanecíamos de pie llegaron a nuestros oídos los oráculos divinos.

El caso es que yo pensaba si después de conquistar el mundo 59 podría regresar triunfante a mi patria junto a mi madre Olimpíade y a mis queridísimas hermanas, cuando me respondió de repente el árbol con voz muy baja en lengua india:

«Invicto en las guerras, Alejandro, como has preguntado en tu consulta, serás el único señor del orbe terrestre, pero no regresarás vivo a tu patria nunca, ya que así los hados lo han fijado sobre tu cabeza».

Como yo en aquel momento ignoraba el significado del 60 oráculo, obligué a los intérpretes indios, en parte con obsequios y en parte con amenazas, a que me tradujeran todo lo que habían indicado los árboles. Y al enterarme, me quedé sobrecogido en mi interior; me disgustó el haber traído conmigo a tantos compañeros junto a los árboles sagrados. A la vez mis amigos y compañeros, que me habían escoltado, se echaron a llorar amargamente y quedaron afligidos. Yo los consolé y les encarecí que no revelaran a nadie esta respuesta.

61 Con intención de oír el oráculo de la Luna, que afirmaba el sacerdote que podía emitirse a media noche, cuando fuera a aparecer la luna, acudí de nuevo acompañado sólo por tres amigos muy fieles: Perdicas, Ditóricas y Filotas, ya que no temía a nada ni debía temer a nadie en aquel lugar donde estaba prohibido matar. De nuevo entramos en el bosquecillo sagrado y nos detuvimos junto a los árboles sagrados y los adoramos con el ritual de costumbre. Consultaba yo en esta ocasión dónde iba a morir, cuando apenas salió la luna y el árbol recibió en su punta el resplandeciente reflejo, respondió en griego con estas palabras:

«¡Alejandro, has cumplido ya tu máxima edad; al año que viene, al noveno mes, morirás en Babilonia! Te matará quien tú menos esperas».

62 Entonces comencé a verter lágrimas y mis amigos lloraban a mi lado. No creía que de ellos pudiera provenir ninguna trampa ni crimen, sino que confiaba en que, antes, estaban dispuestos a morir por mí, y jamás habría consultado nada acerca de mis más fieles amigos a un oráculo a fin de que fuera a aconsejar a Alejandro precaverse contra ellos. Después de cumplido el regreso, aunque se nos había servido la cena, yo, con el ánimo abatido, me disponía a dormir. Pero me rogaron mis amigos que no me consumiera en la angustia y el ayuno, de modo que me esforcé por tomar un poco de comida contra el deseo de mi propio ánimo y luego me acosté en el santuario para encontrarme presto a la salida del sol.

63 Al día siguiente me levanté a la medialuz del alba y desperté a mis amigos de su sueño de duermevela. Todavía dormía el sacerdote envuelto en sus pieles ferinas, y delante de él, extendido sobre la mesa, se hallaba un buen montón de incienso, que le había sobrado de la cena de la noche anterior, 64 y un cuchillo de marfil. Pues aquella gente carece de bronce, de hierro, de plomo y de plata, si bien tienen abundancia de oro. De bálsamo e incienso se alimentan y beben agua pura de una cascada fluvial del vecino monte, y duermen y reposan sin ningún tipo de almohadas ni colchones, sólo con sus pieles de animales salvajes, que les sirven de vestidos. Y así viven cerca de trescientos años.

Después de despertar al sacerdote, penetré en el bosquecillo 65 para hacer mi consulta por tercera vez al árbol sagrado del sol. Quería preguntar qué mano asesina debía evitar y qué fin iban a tener mi madre y mis hermanas.

El árbol dijo en griego: «Si te revelara el nombre de tu asesino, lo eliminarías y cambiarías fácilmente los destinos que te aguardan. Se irritarían contra mí mis tres hermanas, por haber estropeado con mi verídico oráculo sus tejidos: Cloto, Láquesis y Átropos. Así, pues, dentro de un año y nueve meses 66 morirás en Babilonia, no por el hierro, como tú sospechas, ni por el oro, ni la plata ni cualquier otro metal, sino por el veneno. Tu madre, tras un final lamentable y de lo más horroroso, quedará sin sepultura y yacerá muerta en mitad de la calle, pasto de las aves y las fieras; y tus hermanas serán según su destino largo tiempo felices. En cuanto a ti, aunque te queda breve tiempo de vida, serás no obstante el señor de todo el orbe terrestre. Ahora, ¡cuidado!, no nos preguntes más. ¡Así que sal de los límites de nuestro bosque y vuélvete a Fasíake y al palacio de Poro!» También el sacerdote insistió en que nos fuéramos, diciendo que nuestro llanto y gemidos habían ofendido a los árboles sagrados.

A continuación convoqué a todos los soldados y les dije 67 que, de acuerdo con la respuesta del oráculo, nos dirigiríamos hacia Fasíake, al palacio de Poro, y que nuestro regreso sería fausto y feliz. Guardé silencio sobre la duración de mi vida, por temor de que los soldados se abandonaran a la desesperación y fuéramos aniquilados en tierras extrañas. Incluso los hombres que junto conmigo habían oído las respuestas del oráculo guardaban el secreto por su propia lealtad y consejo mío. Eran los denominados con los siguientes nombres: Serminición, Protesilao, Místono, Timoteo, Lacón, Trasileón, Dédito, Macón, Erocles, Silbro, Sunsiclo, Perdicas, Filotas, y el prefecto del pretorio Coracdas.

Aún después de alejarnos de aquellos árboles, todavía nuestras 68 narices aspiraban el perfume del incienso y del bálsamo. Los indios que junto al océano daban culto a sus dioses, decían que yo también era inmortal, ya que había logrado penetrar hasta allí. Yo les estaba agradecido y aceptaba lo que opinaban de nosotros. Llegamos después al valle del Jordán, 69 en el que habitaban unas serpientes que tienen en su cuello unas piedras preciosas llamadas esmeraldas. Éstas reflejan en sus ojos un profundo resplandor. Pueblan un valle en el que nadie puede penetrar. Pero sobre él se elevan unas pirámides de treinta y cinco pies de altura, construidas por los antiguos indios por esa razón. Pero estas serpientes, que poco antes hemos descrito, pelean entre sí cada año al comenzar la primavera y muchas mueren a causa de las mordeduras. De allí sacamos algunas esmeraldas de enorme tamaño.

70 Más allá, entre grandes peligros, topamos con unas bestias desconocidas del tipo siguiente: tenían cabezas de león, colas con dobles garras, con una amplitud de seis pies, con las cuales golpeaban a los hombres hasta dejarlos lisiados.

Entre estas fieras estaban mezclados grifos, que tenían picos de águila y el resto del cuerpo de forma peculiar. Éstos, con asombrosa velocidad, nos saltaban a la cara y a los ojos y con sus colas azotaban nuestros escudos y rodelas de un modo verdaderamente muy cruel. Caían alcanzados unas veces por nuestras flechas y en parte por nuestros venablos de guerra. En este encuentro perdí doscientos seis soldados por las mordeduras de las fieras de una y otra especie. Matamos unas dieciséis mil.

71 Desde allí llegamos al río Occlúadas, que sin ningún meandro lleva su curso recto hasta el océano, con una amplitud de más de veinte estadios de una orilla a otra. Había a lo largo de sus orillas unas cañas en grupo de unas trescientas, de las cuales una la podían llevar a duras penas treinta soldados. Sobrepasaban la altura de los árboles más altos. Entre estas cañas vimos un gran montón de espléndidos colmillos de marfil. Pues habitaban aquel mismo lugar incontables millares de elefantes, que no sé por qué razón no intentaban atacarnos. De otro modo hubiéramos sido aplastados de la manera más cruel. Sobre las balsas que hicimos con los troncos del cañaveral pasamos navegando el río, con los muchos colmillos que habíamos recogido.

72 En la otra orilla vivían indios vestidos con pieles de fieras salvajes. No eran inhospitalarios, que nos ofrecieron unas esponjas blancas y purpúreas junto con grandes conchas, que podían contener de dos a tres litros de líquido, y cobertores y suaves túnicas hechas con las pieles de jóvenes animales marinos. Y además nos ofrecieron caracoles de más de una libra de peso, de carne excelente, y gusanos extraídos del mismo río, más gruesos que el fémur de un hombre, que nos parecieron preferibles a cualquier clase de peces por su sabor. Y 73 nos ofrecieron unos hongos enormes, de tamaño extraordinario y de un color rojizo más vivo que el azafrán, y unas murenas que pesaban doscientas libras, afirmando que las había todavía mayores en el vecino océano, que estaba a 23 millas de distancia. Además de otros peces (scaros) de un peso de ciento cincuenta libras, que pescaban en las rompientes con redes de marfil, para que ellos no rompieran las cañas con sus mordiscos o para que las mujeres de largas melenas, que se alimentaban de peces, no se los quitaran sumergiéndose en el fondo del mar. Éstas, a los hombres que nadaban en el río 74 sin saber de ellas, los ahogaban atrapándolos en los remolinos del agua, o los atraían al cañaveral con su atractivo, ya que eran de una hermosura admirable, y ofreciéndoles sus brazos los trituraban o los dejaban exánimes bajo el efecto del placer sexual. De éstas nosotros capturamos sólo a dos, de una piel nívea, parecidas a las ninfas, con una cabellera suelta que les cubría la espalda.

También en el Ganges había portentos asombrosos. Sobre 75 los que, por no parecerte exagerado en fantasía, he pensado que no debía describírtelos, a no ser el hecho de que las aguas de este río y las del Eufrates son las únicas en fluir de Norte a Sur. En estos dos ríos desde una orilla no es visible la otra por la anchura de sus aguas.

Desde allí llegamos a una fortificación que mantienen los 76 indios, y después a los Seres (el pueblo de la seda, los chinos), que están considerados como el pueblo más justo entre todas las gentes. Se dice que allí no se conoce el homicidio ni el adulterio, ni el perjurio ni la embriaguez. Se nutren sólo de pan, de verduras y de agua. Nos recibieron con las mejores muestras de hospitalidad y nos guiaron hacia el camino directo que llevaba, a través de las Puertas Caspias, a Fasíake, a la corte del rey Poro.

Desde allí continuamos la marcha en la dirección del viento 77 del Este y nos encontramos unas extrañas fieras, de cuyas cabezas surgían unas osamentas a modo de espadas, pero con clientes de sierra en la punta, que a manera de toros embestían a los hombres que se les enfrentaban. Estos ferocísimos animales salvajes traspasaban con su cuerno los escudos de los soldados. Con que de éstos perecieron 9450, y al fin mi ejército llegó a la corte del rey Foro con gran esfuerzo, riesgo y temor por parte de los soldados.

78 Allí ordené al legado mío, que había colocado en el gobierno de Persia, llamado Alción, que erigiese en los países de los babilonios y los persas dos grandes columnas de oro macizo, de veinticinco pies, y que en ellas grabara por escrito todos mis hechos. Y en los confines de la India, más allá de las de los trofeos de Hércules y de Baco, que eran cien, yo mandé erigir otras cinco en mi honor, diez pies más altas, que han de ser motivo, y no pequeño, de admiración, queridísimo preceptor, para los siglos venideros. Hemos erigido un monumento nuevo y eterno con nuestras hazañas, que servirá de ejemplo, de modo que nuestra inmortalidad será perpetua, y nuestra fama, óptimo Aristóteles, y el testimonio de la audacia de nuestro corazón.