Epílogo

«Memnón... reunió a sus generales... celebró una reunión y decidió abandonar la ciudad.»

Diodoro Sículo, Biblioteca Histórica,

Libro 16, capítulo 27

La masacre en la Villa de Cibeles empezó justo después del alba. Los cocineros y sus ayudantes fueron los primeros en morir. Una muchacha que estaba en el pozo, subiendo el cubo de cuero, oyó un ruido y se quedó mirando aterrorizada: una figura enmascarada, vestida con un manto, con la capucha puesta, estaba en el pórtico con una cruel flecha puntiaguda cargada en su arco. Ella dejó la cuerda y se giró para ponerse a correr, pero la flecha le atravesó la garganta. Cayó contra los adoquines, con las manos temblorosas, luego se quedó quieta, y su sangre se mezcló con el polvo. A los cocineros y sus ayudantes en las cocinas, cuatro en total, les pesaban los párpados de sueño, bostezando y estirándose mientras intentaban encender los carbones y empezaban el trabajo diario. Les alegraba que la villa estuviese desierta, con menos bocas que alimentar. El asesino atacó tan rápido como un cernícalo zambulléndose. Un minuto la entrada estaba abierta, dejando entrar la gris penumbra del amanecer; al siguiente estaba tapada por el arquero, que disparó dos flechas; cada una alcanzó su blanco antes de que los demás se diesen cuenta de qué horrores les venían encima. El panadero murió estirándose para coger un cuchillo de carnicero que había sobre una mesa. El muchacho encargado del asador intentó abrir la puerta trasera, pero quedó clavado en ella por la fuerza de la flecha. El asesino miró a su alrededor, con sus ojos brillando detrás de la máscara. Inspeccionó a todos los cadáveres antes de contar las flechas que le quedaban en la repleta aljaba. Cruzó la habitación, cogió una jarra de vino, bebió un sorbo y vertió el resto sobre el carbón ardiente.

Cherolos estaba en su dormitorio, arrodillado sobre un cojín, con las manos extendidas, y la mirada fija en su diosa serpiente. Se le hacía difícil orar. Deseaba con todas sus fuerzas volver a la corte de la reina Ada. ¿Qué tenía que ver él con manuscritos que contenían secretos que no podía comprender? ¿Y con aquellos escribas que eran tan reservados, cuyas conversaciones eran tan difíciles de escuchar a escondidas? El cometido de Cherolos era espiarles, y tenía que admitir, a su pesar, que había fracasado. Había sido un torpe. El astuto médico, con su bruja de pelo rojo que le seguía a todas partes, en seguida había descubierto que él había entrado en la habitación de Pamenes y se había llevado aquellas alforjas. Por lo menos, suspiraba Cherolos, el médico se había ido con los guerreros. Quizá nunca regresaría. Quizá nadie lo hiciera, y Cherolos podría volver en secreto a Alinde y recuperar su tremendamente aburrida pero cómoda vida en sus lúgubres vestíbulos y galerías.

Oyó un ruido fuera en el pasillo, y se preguntó quien estaría levantado tan temprano. Uno de los pinches de cocina había sido enviado al campamento macedonio la mañana anterior. Había rumores de la gran victoria macedonia; de que los defensores de Halicarnaso habían intentado salir a atacar en masa, pero habían sido repelidos. Al regresar el pinche lo había confirmado. Los escribas habían quedado muy acongojados con la noticia. Habían fracasado en la traducción del manuscrito pitio, y ahora parecía que sus labores ya no eran necesarias. Solán, de hecho, se había puesto furioso: sospechaba que el médico se había enterado de los secretos de Pamenes y que ya había ganado la carrera por descifrar los misterios del cifrado pitio. Bessos también se había mostrado decepcionado, triste y con mala cara. Sarpedón se había reído. El mercenario estaba ansioso por dejar la villa y disfrutar de las riquezas que podría conseguir cuando los macedonios entrasen en la ciudad.

Se oyó de nuevo el crujido en el pasillo. Cherolos se levantó de mala manera y abrió la puerta. La flecha se le clavó en el pecho y le hizo caer de espaldas. Su asesino entró con él rápidamente, cerrando la puerta de golpe con el talón. Se agachó. Cherolos se le quedó mirando, luchando por respirar, intentando comprender los horribles dolores en el pecho y el cuello. El ataque fue repentino, la sangre le borboteaba en la garganta, y aquellos ojos le observaban con curiosidad como si quisiesen cazar el último suspiro de vida en él. Cherolos tembló y se quedó inmóvil.

El asesino continuó su labor, bajó las escaleras hasta el andron donde dos guardias macedonios, que habían bebido demasiado de las jarras de vino que les habían dado la noche anterior, aún yacían despatarrados en el suelo, perdidos en sus borrachos sueños. El asesino sacó su daga y les cortó el cuello con rapidez. Fue un tajo mortal, como el de quien corta el pescuezo a un cordero: el cuchillo hundiéndose en la piel, la tráquea y las arterias, la sangre saliendo a borbotones. Los hombres daban sacudidas en su agonía. El asesino observó y esperó hasta que dejaron de moverse.

—¿Hay alguien aquí?

Sonrió bajo su máscara al oír la desagradable voz de Solán.

—¿Hay alguien aquí? ¡Guardias! ¿Por qué está la casa tan silenciosa?

El asesino salió del andron. Solán estaba al final del pasillo, dándole la espalda. El arco estaba tenso, la flecha cargada. El asesino se preparó. Solán oyó algo y se volvió, pero era demasiado tarde. La flecha le alcanzó en el pecho, enviándole contra la pared. El asesino atravesó el pasadizo, observó la cara del anciano, la mirada de sorpresa paralizada. Dio una patada al cuerpo y lo giró hacia la puerta. La luz del día era más intensa. Había hecho lo que había podido.

***

El sol ya había salido del todo para cuando Telamón llegó a la Villa de Cibeles. Él y Casandra habían logrado dormir unas cuantas horas antes de que los despertara el capitán de los prodomoi, la caballería ligera que hacía de avanzadilla y se encargaba de las escaramuzas del ejército de Alejandro.

—Nos tenemos que ir ahora, señor —insistió el oficial, mirando con admiración a Casandra, que también hacía esfuerzos por despertarse.

Telamón le dijo que esperase fuera mientras ellos se vestían deprisa y comían el pan duro y la fruta más bien marchita de sus cestas de ración del cuartel. El capitán de los exploradores estaba eufórico por lo que había pasado durante la noche: estaba impaciente por llevar a Telamón a la villa y volver para unirse al resto del ejército. Alejandro había entrado en la ciudad de Halicarnaso, y estaba intentando salvar lo máximo que pudiese de los incendios que Memnón y Orontobates habían causado.

Cuando Telamón y Casandra salieron de sus dependencias se encontraron la mayor parte del campamento desierto. Muchas tiendas y pabellones habían sido desmontados, incluso los del recinto real. El altar había sido desmantelado, y la empalizada que separaba la tienda del rey del resto del campamento había sido aplanada.

—Oh sí, señor, ahora todos están en la ciudad —comentó el capitán—. No podíamos creerlo. Las almenas estaban defendidas, pero al poco rato estábamos golpeando a las puertas con nuestros arietes y nadie oponía resistencia —tosió cuando una ráfaga de humo les pasó por delante.

—¿Y el fuego? —preguntó Casandra.

—Ardiendo alegremente —respondió el capitán—. Han quemado el palacio del gobernador y todos los edificios que se encontraron.

—¿Y Memnón?

—Él y el gobernador persa se han retirado a una fortaleza en la bahía. Hay rumores de que se les permitirá quedarse allí hasta que se pudran.

Telamón se abrochó la capa y asintió. Casandra volvió a su tienda, y empaquetó su bolsa para proteger, como ella decía, sus preciosas posesiones de los ladrones macedonios.

—No estarán en la ciudadela mucho tiempo —siguió comentando el capitán—. Ahora que tenemos la ciudad, los persas se verán obligados a abandonar el puerto.

—¿Y los ciudadanos? —preguntó Telamón.

—Oh, la ciudad ha sido tomada con tranquilidad. El rey ha ordenado que no haya saqueos ni ataques contra nadie. Los únicos contra los que se ha luchado han sido los que se alzaron en armas contra nosotros, pero ya no queda ninguno. Bueno, debemos irnos, señor, el sol está saliendo. Ah, señor, el rey me ha dejado esto para vos.

Telamón desenrolló el pergamino. El mensaje era escueto.

—«Alejandro, Rey, a Telamón el Médico, saludos. Volved a la Villa de Cibeles y haced lo que debáis. Emprended cualquier acción que sea necesaria pero traedme la cabeza del traidor.»El final del pergamino estaba sellado con el blasón real violeta con la insignia personal de Alejandro.

El capitán le ofreció su odre de vino.

—¿Queréis beber, señor? ¿O vuestra mujer?

—¡No soy su mujer! —replicó Casandra, saliendo de la tienda—. ¿Qué haremos con nuestras alforjas?

El capitán suspiró, entró, y volvió con ellas a cuestas. Telamón se ofreció a ayudarle.

—No, señor. El rey me ha pedido que cuide de vos.

Abandonaron el estropeado recinto. Un escuadrón de exploradores les estaba esperando; habían tenido un papel principal en la invasión de la ciudad, y sus rostros y brazos aún estaban ennegrecidos por el fuego y el humo. Algunos llevaban valiosas joyas alrededor de sus cuellos y muñecas: Telamón dudaba de que hubieran cumplido la orden del rey de no saquear más que lo permitido. Silbidos y chiflidos recibieron la aparición de Casandra. El capitán desenvainó su espada y ordenó silencio. Los hombres se giraron tímidamente, como si estuviesen interesados en el arnés de sus caballos. Trajeron una mula y la cargaron con el equipaje. Él caballo de Telamón de la noche anterior estaba preparado.

—Tienes mejor aspecto que yo —le susurró Telamón.

A Casandra le dieron un pequeño poni, uno de raza peluda y de pie firme. Diferentes exploradores se ofrecieron a guiarlo cogiéndolo por las riendas, pero Casandra se las arrebató y se quedó mirándolos con el ceño fruncido. Dejaron el campamento y fueron a buen ritmo. Telamón repantigado en su montura, Casandra trotando detrás. El capitán charlaba sin parar sobre las glorias de Halicarnaso, de lo encantado que estaba el rey de que se hubiese salvado el mausoleo. Aún seguía hablando cuando entraron en el patio de la villa y vieron un cadáver tirado al lado del pozo.

El capitán se calló y frenó. Unos cuantos exploradores formaron inmediatamente un anillo defensivo alrededor de Telamón, mientras que otros entraron corriendo en la casa y empezaron a inspeccionarla. Telamón oyó gritos. Uno de los soldados salió:

—¡No hay peligro, señor! —gritó—. ¡Sería mejor que vinierais!

Dentro, los truculentos hallazgos estaban por todas partes: cuerpos desplomados en las cocinas, el fuego apagado, los dos guardias degollados. Cherolos retorcido en su habitación. Solán, con sus manos agarrando la flecha que le había atravesado el pecho. Telamón palpó los cadáveres: estaban fríos, con la sangre congelándose, atrayendo ya moscas y hormigas. Casandra, pálida, se sentó al pie de las escaleras.

—Muerte y sangre —masculló.

—¿Qué ha pasado, señor? —preguntó el capitán.

—No lo sé.

—¿Persas?

Telamón negó con la cabeza.

—Lo dudo. Creo que... —se calló al oír gritos en el piso de arriba. El soldado volvió, empujando a Gentius delante de él. El actor estaba desmelenado, sucio y sin afeitar, y con cara de sueño. Telamón pudo oler el vino en su aliento, y notó unas manchas en su túnica gris. Gentius le echó un vistazo al cadáver de Solán, al enorme charco de sangre, y se hincó de rodillas.

—Hay otro más, señor —señaló el soldado.

Sarpedón bajó las escaleras, con toda la cara ensangrentada. Se estaba tocando las muñecas, y se llevó una mano a la cabellera: su corto pelo, justo debajo de la oreja izquierda, estaba tieso con sangre seca. Tenía un corte en la cara y un golpe al lado de la boca.

—¡Llevadlos a la sala de telares! —ordenó Telamón.

Una vez allí, ordenó que trajesen vino, y cualquier cosa de comer que encontrasen en la cocina. Sarpedón y Gentius se sentaron de golpe en la mesa. Cuando sirvieron la comida y el vino, Gentius comió ávidamente. Sarpedón, como si estuviese aturdido, dio un sorbo a su copa y mordisqueó un trozo de pan.

—Están todos muertos —empezó Telamón. Se detuvo cuando Casandra entró en la habitación, seguida por el capitán de la guardia, que se fue al otro extremo de la mesa y se sentó entre Sarpedón y Gentius.

—Mis hombres están fuera, señor. Me parece que falta uno de los escribas.

—Bessos —Sarpedón alzó la vista con cara de sueño—. Bessos ha huido, ¿verdad?

—Los únicos que quedan, señor —el capitán señaló a ambos lados—, son éstos dos. Los demás están todos muertos, asesinados con una flecha o degollados.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Telamón.

—Lo de siempre —respondió Sarpedón—. Sabíamos que habías dejado un guardia con él —hizo un gesto hacia Gentius—. Solán sintió curiosidad por lo que estaba pasando en la ciudad. Oímos rumores y envío a uno de los muchachos de la cocina. Volvió con la noticia de que una gran batalla había tenido lugar y que la ciudad había caído, así que decidimos celebrarlo. Todos, incluso Gentius, bebimos y comimos —Sarpedón se encogió de hombros, llevándose la mano al golpe de la cabeza—. Y nos fuimos a la cama.

—¿Qué hora era?

—Ah, debió de ser sobre la tercera guardia. Tengo el sueño ligero. Bebí tanto como todos los demás. Me levanté a orinar. Unos instantes más tarde alguien me golpeó en la parte de atrás de la cabeza. Me giré —Sarpedón señaló el moratón al lado de la boca—, y me volvió a golpear. Recuerdo que caí. Cuando recobré el sentido, estaba en un rincón de mi habitación, atado de pies y manos. Volví a quedarme inconsciente. Oí gritos. Cuando se me despejó la mente, los exploradores estaban cortándome las cuerdas e intentando ponerme en pie.

—¿Y tú, Gentius?

—¿Están todos muertos? —el actor bajó la mirada abrumado hacia la mesa—. ¿Han muerto todos, como Demerata?

—¡Han sido asesinados! —dijo Telamón con brusquedad—. Me pregunto por qué no te habrán matado a ti.

—Tenía miedo —respondió Gentius arrastrando las palabras—. Solán dijo que no me preocupase de ti ni de tus órdenes, que podía unirme a las celebraciones, pero estoy preocupado, veo cosas. Me asusta que Pamenes y Demerata me visiten —se llevó los dedos a los labios, y alzó la vista al techo.

—Se está volviendo loco —susurró Casandra.

—Pero ¿por qué no te mataron?

—Eché el cerrojo de mi puerta. Eché el cerrojo —repitió— y me quedé dormido. Me desperté esta mañana. Salí a la galería, pero tenía tanto frío que regresé a la cama.

—Ahí es donde le hemos encontrado, roncando como un cerdo —declaró el capitán—. Ah, por cierto, señor, se han llevado un caballo de los establos.

—¡Bessos! —gruñó Sarpedón—. Como la ciudad había caído debió de huir para reunirse con sus superiores.

—¿Podría Bessos haberlos matado a todos? —preguntó Casandra.

—¿Por qué no? —Sarpedón cogió su copa de vino e hizo un gesto de dolor cuando se disponía a beber.

Telamón le hizo señas al capitán de los exploradores. Salieron de la sala de telares. Una vez en el patio, Telamón agarró al hombre del brazo.

—Capitán, ¿os habéis encontrado a Gentius dormido en la cama?

—¿El chiflado? Oh sí, como he dicho, roncando como un cerdo.

—¿Y al otro?

—Atado de pies y manos, con la puerta medio abierta, y cuerdas alrededor de sus muñecas y tobillos.

Telamón miró al cadáver de la muchacha de la cocina, que aún yacía sobre un charco de sangre. Cerró los ojos e inspiró profundamente. No se esperaba todo aquello. Esperaba encontrar la villa como la había dejado, sin los bellacos. Pero ¿aquello? Se giró hacia el capitán.

—Que recojan los cuerpos. Encontraréis madera. El día pronto será caluroso, así que deben incinerarse. Ah —le hizo señas para que se acercara—, sois un capitán de exploradores, ¿verdad?

—El mejor del ejército, señor.

—¿Tenéis hombres que puedan seguir huellas? El hombre que huyó, Bessos, no habrá utilizado los caminos, sino que habrá cabalgado atravesando las praderas. ¿Podrían vuestros hombres encontrar sus huellas, seguirle?

—¿Puede un pájaro volar? —sonrió el capitán—. Dos de mis muchachos os dirían si un caracol se ha marchado de aquí, no digamos un caballo y un jinete.

—Decidles —ordenó Telamón— que si descubren algo importante ¿me entendéis? Cualquier cosa importante..., tendrán una moneda de plata cada uno.

—Entonces será mejor que vaya con ellos, señor.

—En tal caso, serán tres monedas de plata —respondió Telamón.

Volvió a la sala de telares. Gentius había cruzado los brazos, y estaba cabizbajo, hablando para sí. Sarpedón seguía comiendo. De tanto en tanto sacudía la cabeza, como si intentara liberarse del dolor.

—Podéis descansar aquí un rato —anunció Telamón—. Se os traerá más comida cuando las cocinas estén preparadas. Si tenéis que orinar, los guardias de ahí fuera os acompañarán —le hizo señas a Casandra para que le siguiese.

—¿Qué ha pasado? —preguntó ella, una vez salieron de la sala.

—No lo sé —se sacó el anillo de su dedo y estudió la insignia de Asclepios. Le hizo un guiño a Casandra—. Ya has visto los síntomas. ¡Encontremos la causa!

Telamón empezó a buscar por la villa, revisó la galería, las habitaciones, las bodegas, las despensas y los jardines de fuera. Pasó la mañana. Los exploradores reunieron los cadáveres, y un poco de madera, astillas y aceite. Telamón observó cómo hombres y mujeres con los que había convivido eran consumidos por las llamas.

—¡Este lugar apesta a muerte! —declaró Casandra—. ¡No voy a volver a entrar en esa casa!

Telamón se reunió con ella en el pequeño y floreado cenador. De tanto en tanto los exploradores se acercaban para ver si todo estaba bien, o para compartir la comida y el vino que habían encontrado. El día transcurría. El sol se hizo demasiado abrasador, así que se fueron a sentar a la sombra de un sicómoro: estaban descansando allí cuando el capitán de los exploradores volvió. Se agachó ante Telamón y le contó lo que había encontrado.

—Muy extraño, ¿verdad, señor?

—Volved a salir —Telamón abrió su bolsa y dejó caer tres monedas de plata en la callosa mano del soldado—. E intentad encontrarle. Habrá tres más de éstas para compartir.

Una vez el capitán se hubo marchado, Casandra empezó a interrogarle. Telamón negó con la cabeza, con el dedo en los labios.

—Tengamos paciencia —murmuró, tumbándose sobre la hierba—. No hay prisa, y estoy muy cansado.

Se obligó a relajarse, agitando brazos y piernas, y dejó volar su mente. Las ideas iban y venían. La espantosa batalla frente a las murallas de Halicarnaso; la sangre y el horror en aquella masacre; los silenciosos cadáveres; Gentius haciéndose el loco; Sarpedón tocándose las heridas. Fue despertado de repente por el capitán de la guardia.

—Le hemos encontrado, señor.

—¿El resto lo sabe? —preguntó Telamón, incorporándose—. ¿Seguro que nadie más lo sabe?

—Sólo yo, vos, y dos de mis muchachos.

—¡Bien! —suspiró Telamón—. Capitán, cuando todo esto acabe, os contaré toda la historia, pero ahora voy a decirle la verdad a alguien más.

Sarpedón y Gentius estaban tomando el sol en el patio. Telamón les ordenó que volviesen a la sala de telares. Ambos parecían más fuertes, más despiertos. Telamón esperó hasta que tomaron asiento. El capitán de los exploradores se sentó entre ellos mientras algunos de sus hombres, siguiendo las órdenes de Telamón, se distribuyeron por la sala, curiosos por lo que estaba a punto de pasar: habían hablado entre ellos sobre aquella misteriosa villa y sus cadáveres, y de aquel médico tan interesado en el jinete que había huido.

—¿Por qué estamos aquí? —preguntó Sarpedón. Casandra notó que estaba más alerta, más nervioso.

—Os voy a contar una historia —respondió Telamón— sobre la ciudad de Halicarnaso. Su antiguo gobernador, Pixodaro, expulsó a su hermana, la reina Ada, que se refugió en la fortaleza de Alinde en lo alto de las montañas. Se convirtió en una exiliada. A nadie le importaba realmente. No le pasó nada interesante excepto que el famoso arquitecto, el responsable de las fortificaciones de Halicarnaso, le dio un extraño documento que luego se conoció como el manuscrito pitio. Pitias era malicioso, y todo tipo de historias maravillosas empezaron a difundirse en torno a su manuscrito: que contenía un informe detallado sobre una seria debilidad en las fortificaciones que había construido, así como los datos del lugar en el que había enterrado su preciado tesoro. En realidad, el manuscrito pitio era simplemente una copia de una carta enviada a Filipo de Macedonia.

Sarpedón se movió para mirar a Telamón de frente, jugando con su muñequera de cuero.

—Todo el mundo se interesó en el manuscrito pitio, especialmente los gobernantes de Persia cuando se dieron cuenta de que Macedonia estaba a punto de invadir sus provincias occidentales. Halicarnaso es el mayor puerto del Egeo...

—¿Así que obtuvieron copias del manuscrito pitio? —Sarpedón acabó la frase—. ¿Y qué tiene que ver eso conmigo?

—Después de la batalla del Gránico —Telamón aguantó la mirada de Sarpedón—, la reina Ada decidió que era el momento de traducir el manuscrito. Reunió a su alrededor a un número de aventureros, trotamundos, hombres como tú, Sarpedón, mercenarios que habían ofrecido sus habilidades o sus espadas. Lo que la reina Ada no sabía es que uno de aquellos escribas contratados, Pamenes, era en realidad un espía persa de alto rango, un mago, un sacerdote, que probablemente trabajaba para el propio señor Mitra: un escriba de gran habilidad, versado en traducir códigos secretos y cifrados. Pamenes empezó su trabajo con Solán y Bessos, y su guardián fuiste tú, Sarpedón, el mercenario espartano. La reina Ada puede que tuviese sus sospechas, pero decidió vigilar de cerca a aquel selecto grupo colocando a su propio espía, el sacerdote Cherolos.

—Eso ya lo sé —se sonrió Sarpedón—. Cherolos era un fisgón.

—Sí, y uno no muy bueno —replicó Telamón—. De lo que la reina Ada no se dio cuenta fue que tú, Sarpedón, habías persuadido al resto para tramar tu propia conspiración secreta. A ti no te interesaban realmente las defensas de Halicarnaso. ¿Qué os importaba a ti, a Solán, o a Bessos quién gobernara la ciudad?

—¿A mí? —Sarpedón le interrumpió—. ¿Me estás acusando a mí?

—No, lo estoy demostrando —replicó Telamón—. Tu verdadera preocupación era el tesoro de Pitias: para ser más precisos, su casa, la Villa de Cibeles en la que Pitias había vivido. Solán sabía que la villa había sido suya, y que luego la había vendido, y habrás deducido que si Pitias enterró su tesoro en alguna parte, sería aquí, no en la ciudad de Halicarnaso —se encogió de hombros—. Solán debió de remover cielo y tierra para asegurarse de que esta villa se convirtiese en el cuartel general en el que él y sus escribas pudiesen trabajar. Todos vosotros convencisteis a la reina Ada de que era esencial para vosotros seguir al ejército macedonio. Ella, por supuesto, aceptó de buen grado, así como nuestro rey. Después de todo, la reina Ada iba a recuperar su ciudad, y vosotros seríais vigilados por los macedonios, por no mencionar su propio espía Cherolos. Tengo razón, ¿no?

Sarpedón, sin que le afectara ni un ápice, asintió lentamente.

—Podría enviar mensajeros a la reina Ada —continuó Telamón—. Estoy seguro de que tendrá copias de los documentos que autorizaban a Solán a tomar esta casa —se detuvo.

Gentius también estaba escuchando atentamente. De vez en cuando levantaba la cabeza o miraba al techo, como si aquellas duras palabras estuviesen despejando la niebla de dolor que nublaba su alma.

—En cualquier caso, todos vosotros llegasteis a la Villa de Cibeles —continuó Telamón—. Una pequeña y feliz compañía, pero había un problema. ¡Pamenes! Nunca decía nada, pero Solán, Bessos y tú, Sarpedón, os disteis cuenta de que él estaba haciendo grandes progresos. También sospecho que, para entonces, os disteis cuenta de quién era Pamenes en realidad, un espía persa. También descubristeis cómo se comunicaba con sus superiores en Halicarnaso y en otras partes, con el método de la escitala.

—¿La qué? —preguntó Sarpedón.

—Oh, venga, por favor —sonrió Telamón—. El método de la escitala, usado por los comandantes espartanos para enviarse mensajes entre ellos. Coges un palo de aproximadamente un metro, envuelves un pergamino a su alrededor, escribes tu mensaje sobre él y luego lo desenrollas. A menos que sepas de qué se trata y tengas un palo idéntico, lo único que verás es un pergamino con unas extrañas marcas.

La mano de Sarpedón se fue hasta una bandeja en la que había un cuchillo, pero el capitán de los exploradores se inclinó hacia delante y se lo arrebató. Sarpedón sonrió para sí.

—Debisteis vigilar a Pamenes —prosiguió Telamón—, como un gato a una ratonera. Tarde o temprano traduciría el manuscrito pitio y huiría. No podíais dejar que eso pasase. Teníais que continuar vuestra búsqueda del tesoro del arquitecto. Además, Pamenes podría haber encontrado algo interesante que os ayudase en vuestras pesquisas. Ahora bien, en la noche antes de que le matasen, sé, por él —Telamón señaló a Gentius—, que Pamenes estaba a punto de marcharse. Y lo que es más importante, vosotros también lo sabíais. A primera hora de aquel día, mientras supuestamente estabais trabajando en el jardín, Solán y Bessos visitaron a Pamenes en su habitación. Le atrajeron hasta la ventana, o quizá ya estaba allí con su alpiste, buscando a sus amigas las palomas. Pamenes era arrogante. Tenía calados a Solán y a Bessos. No tenía nada que temer. Había encontrado la clave del manuscrito pitio, y se marcharía antes de que Alejandro y el ejército macedonio llegasen. Así que está en aquella ventana. Tú, Sarpedón, estabas en el jardín de abajo vigilando; Solán y Bessos, que silenciosamente pasaron el cerrojo a la puerta detrás de ellos, le empujaron. Después dijeron que no oyeron ruidos, ni gritos ni quejidos. Por supuesto Gentius, que ensayaba sus versos con el sonido de los platillos, proporcionaba una buena protección. Entonces te acercaste corriendo para asegurarte de que estaba muerto y diste a tus compañeros la señal de que todo iba bien. Mientras tanto, saquearon el dormitorio de Pamenes y se llevaron todos los documentos interesantes...

—¡Pero la habitación estaba cerrada! —interrumpió Gentius—. ¡Lo recuerdo, la habitación estaba cerrada!

—No, se quedó abierta —respondió Telamón—. Bessos después inventaría la historia de que oyó a alguien moviéndose dentro: fue para levantar sospechas. También sabía que Cherolos había intentado reunirse con Pamenes, por eso mencionó los pasos, para convertir sus sospechas en hechos.

—Y era verdad —intervino Casandra—. Cherolos sí fue a buscar a Pamenes, pero en las dos ocasiones que visitó aquella habitación, el escriba ya estaba muerto, despatarrado debajo de la ventana.

—A Cherolos no le interesaba menos Pamenes que a vosotros —continuó Telamón—. Estaba intentando recoger información para su real señora. Cogió las alforjas empaquetadas y se las llevó, prometiéndose a sí mismo devolverlas en el momento adecuado. Por supuesto —extendió las manos—, cuando el cuerpo de Pamenes fue descubierto, Cherolos decidió esconder las bolsas fuera en el jardín: había encontrado muy poco en ellas. Solán y Bessos se habían llevado lo importante.

Sarpedón dio un gran suspiro e hizo el gesto de levantarse, pero el capitán de los exploradores rápidamente desenvainó la espada y presionó la cara de la hoja contra el cuello del espartano. Los demás soldados se movieron, poniendo las manos en los mangos de sus espadas.

—Si yo fuera tú, me estaría quieto —murmuró Telamón—. Sarpedón, no vas a ir a ninguna parte excepto a aquella fatídica mañana. Ya tenías el diario secreto de Pamenes, el cual, sospecho, te lanzó Solán desde la ventana. Lo escondiste en el jardín, y así fue como te cortaste las manos. Lo envolviste en un trapo y lo enterraste debajo de un espinoso rosal. Entonces fuiste corriendo hacia donde estábamos Casandra y yo para que te curásemos esos cortes. Sin duda recordaríamos que cuando mataron a Pamenes, estabas o trabajando en el jardín o te estábamos vendando las manos, un pequeño precio que pagar por lo que habías conseguido.

—¡No tienes pruebas! —el rostro de Sarpedón se volvió horrible. Y como si quisiera recordar a Telamón su herida, se tocó un lado de la cabeza.

—Ahora sé que Pamenes se marchaba —Telamón usó los dedos para enfatizar cada punto—. Por eso llevaba sus sandalias; normalmente caminaba descalzo por su habitación. Y por eso sus alforjas estaban empaquetadas. Además, la noche anterior había tenido una cita amorosa con Demerata, y ella notó que se iba.

La mención de su esposa provocó en Gentius otro ataque de llanto.

—Solán y Bessos seguramente inspeccionaron los manuscritos de Pamenes con rapidez, e hicieron una copia. O puede que la hicieses tú mismo, Sarpedón. No eres tan ignorante como finges ser. Sabes poesía. Sabes que tu tocayo fue el hijo de Zeus y que luchó en Troya. Pero ahora llegamos a la parte interesante...

Telamón se levantó y fue hasta una mesa auxiliar: llenó una copa de agua para él y otra para Casandra y regresó con ellas.

—Si Pamenes trabajaba para los persas, tú, Sarpedón, trabajabas para Memnón, el renegado rodiano, comandante en jefe de Halicarnaso. ¿Te encontraste con él? Sospecho que sí —Telamón no esperó una respuesta—. Le habías ofrecido ser su espía.

—¡Pero según lo que dices —gritó Sarpedón—, los persas ya tenían uno, Pamenes!

—Conozco a los griegos y a los persas —respondió Telamón—. Pamenes debía de trabajar para el señor Mitra. Puede que Orontobates lo supiera, pero Memnón no resistiría la oportunidad de tener su propio espía: alguien que fuese capaz de entregarle al rey Alejandro en sus manos. A ti en realidad no te importaba Memnón ni Halicarnaso. Querías oro y plata, y Memnón pagaría. Bien —deslizó él dedo por el borde de la copa—, gracias a ti y a Pamenes, la Villa de Cibeles estaba bien vigilada. De hecho, todo lo sabíamos, incluso cómo enviaba Pamenes sus mensajes a la ciudad: en un pergamino que escondía debajo de tal árbol, piedra o arbusto. Tú seguiste el mismo método. A primera hora Pamenes murió, informaste a tus nuevos superiores de la noticia y de que sus manuscritos se encontrarían en su cuerpo, así como de que Alejandro estaba llegando a la Villa de Cibeles protegido por sólo una pequeña guarnición.

—¿Por qué debería haber hecho eso? —preguntó Sarpedón con sorna.

—Oh, tuviste que hacerlo: Solán y Bessos estarían de acuerdo —Telamón dio un sorbo a la copa—. Tenías que asegurar a tus amos de Halicarnaso que, a pesar de la muerte de Pamenes, su buen trabajo continuaría.

—Pero —Gentius se rascó la cabeza—, ¿no estarían furiosos al saber que su espía había sido asesinado? ¿Un mago sagrado, un sacerdote?

—Desde luego. Sarpedón conoce a los persas: si era posible, recuperarían el cadáver de Pamenes. Por eso escondió el manuscrito en el cuerpo después de que lo cubrieran con un sudario y lo dejaran en el cobertizo. No sé cómo describió Sarpedón la muerte de Pamenes, posiblemente como un accidente, o un asesinato de los agentes de Alejandro. Eso podía incluir a Cherolos, a mí, o incluso a ti, Gentius. Una treta muy inteligente y sutil. Solán, Bessos y Sarpedón se habían desecho de un rival y le habían robado sus conocimientos. Al mismo tiempo, al desaparecer Pamenes, tú, Sarpedón, tendrías toda la atención de sus amos en Halicarnaso. Solán y Bessos se concentraron en traducir el manuscrito pitio mientras tú, fingiendo ser jardinero, hurgabas en los terrenos de la villa buscando el tesoro de Pitias. Los demás al final se te unieron. Me di cuenta de cómo, al pasar los días, Solán y Bessos continuaban sus estudios no tanto en sus habitaciones como en el exterior. ¿Por qué, Sarpedón? ¿Es que Solán ya había registrado la casa de arriba abajo y no había encontrado nada? ¿Es por eso que contrató a las criadas y les dio órdenes estrictas de no merodear por el piso de arriba? No quería que alguna moza de cocina espabilada y con buena vista se diese cuenta de lo que estaba pasando.

—Pero ¿no has dicho que Cherolos les estaba vigilando? —preguntó Gentius.

—Supongo, como yo —Telamón le sonrió—. Pero Cherolos no era muy buen espía. Puedes caminar por la casa fingiendo admirarla, estar perdido, o buscar algo. Nuestros conspiradores pronto llegaron a una conclusión. Si Pitias había escondido su tesoro, seguramente no estaba en la villa propiamente dicha, sino en alguna parte del subsuelo.

—¡No has respondido a la pregunta de Gentius! —comentó Sarpedón con nerviosismo—. Cuando intentamos entrar en la habitación de Pamenes, la puerta estaba cerrada, y no había escalera... —se mordió la lengua.

—¿Qué ibas a añadir? —preguntó Telamón—, ¿Qué no había escalera para trepar por ella y cerrar la puerta y así aumentar el misterio? No —apartó una mano—. Después de que Solán y Bessos se marchasen, Cherolos fue a la habitación. Bessos le oyó, y luego lo mencionó para dirigir las sospechas hacia el sacerdote. Después de que te vendásemos las manos, Sarpedón, llevabas guantes. Cogiste uno de esos postes de las viñas; son lo bastante largos como para poder llegar a la habitación de Pamenes. Eres un soldado hábil, un luchador de recursos. Trepaste por ese poste con la destreza de un mono, entraste en el dormitorio de Pamenes, comprobaste que todo estuviese en orden, cerraste la puerta con cerrojo y volviste a bajar.

—Podrían haberme visto —contestó Sarpedón.

—Lo dudo. Recuerdo que Bessos salió al jardín para hacernos entrar a la reunión. Entonces iría y montaría guardia mientras tú subías y bajabas —Telamón se encogió de hombros—. Tardaste el menor tiempo posible y luego tiraste el poste a los zarzales. Bessos entró en la casa, y tú te reuniste con nosotros, haciéndote el inocente. Después de aquella reunión, tú y tus conspiradores os pusisteis a trabajar en el manuscrito de Pamenes para ver qué podíais descubrir. Utilizando el método de la escitala, enviasteis las noticias con un mensajero, algún campesino o algún hojalatero ambulante. La muerte de Pamenes se había hecho parecer un posible accidente. Tenías lo que buscabas, suficiente como para mantener a tus señores de Halicarnaso felices. Les contaste lo de la inminente llegada del rey, y lo de la escasa tropa que le acompañaba. Memnón probablemente ya lo sabía por sus propios espías. Lo que realmente querías era que atacase la villa y recogiese la información que habías escondido en el cuerpo —dio unos golpes en la mesa—. Supongo que dejarían su recompensa en alguna parte.

—¿Qué recompensa? —bramó Sarpedón.

—Oro, colocado en el sitio acordado, para que compartieses con el resto. Todo estaba pactado. Por supuesto no querías que el ataque tuviese demasiado éxito. Tú, o uno de tus conspiradores, encendiste una luz y la colocaste en la ventana para guiar la entrada de los persas. Para demostrar lo inocente que eras, decidiste tomar el aire nocturno con aquella muchacha de la cocina. De nuevo estabas defendiendo tu posición. Si estabas fuera, entonces no podías ser tú quien estuviese aguantando una linterna en la ventana. Procuraste que la muchacha también lo viese. También te hiciste el héroe, siendo el primero en dar la alarma. Querías asegurarte de que los persas tuviesen éxito, pero no demasiado: un ataque nocturno que se pudiera defender gracias a que tú te mostraras como el guardia siempre fiel. Los persas vinieron. Sabían dónde encontrar el cuerpo de Pamenes. Se lo llevaron a él y los documentos que llevaba escondidos. También dejaron el pago acordado. ¿Y la muchacha de la cocina? No era tan tonta como pensabas. ¿Empezó a sospechar y te preguntó por qué la habías sacado afuera en aquella noche en particular? ¿Vio realmente la luz, o tuviste que señalársela?

El rostro de Sarpedón había perdido su aire de hosco desafío: su valentía empezó a disminuir, y apareció su nerviosismo. Gentius se levantó de repente.

—No me encuentro bien —se tocó el estómago—. Yo no participé en eso.

Telamón hizo una señal a uno de los exploradores, el cual agarró al actor por el brazo y le empujó fuera de la sala.

—¡Monta guardia a su lado! —gritó Telamón. Miró a los demás soldados. La mayoría de ellos eran macedonios, intrigados por aquella guerra dialéctica. El capitán le había empezado a coger manía a Sarpedón, mientras el resto de sus hombres comprendían que estaban tratando con un hombre que había intentado traicionar, e incluso matar a su rey.

—Matasteis a aquella pobre muchacha —comentó Telamón—. Puede que tú no entrases en la cocina, pero Bessos o Solán pudieron haber cambiado un trozo de queso en buen estado por uno envenenado. Le dijiste a ella que te lo trajera al jardín. Sabías que le gustaba el queso, y que le sería imposible resistir la tentación. De nuevo desviaste las sospechas: no estuviste en la cocina, y además el veneno era supuestamente para ti. Ella tenía que morir para que dejase de hacer preguntas, y su padre sufrió un destino similar, por si acaso ella se lo había contado todo. Trabajabas en el jardín. Pudiste atrapar unas cuantas serpientes en un saco y ponerlas en una jarra de anguilas —se detuvo—. O en mi habitación.

Sarpedón apretó los puños: tenía una mirada atormentada. Desvió los ojos hacia la puerta.

—Yo tenía que morir, ¿verdad? —insistió Telamón—. ¿De quién fue la idea? ¿De Solán, de Bessos, tuya? ¿Tenías miedo de que atase los cabos sueltos que había dejado la muerte de Pamenes? —sorbió la copa—. Lo volviste a intentar en el huerto, tú o uno de tus compañeros de conspiración, pero lo frustró todo la misteriosa muerte de Demerata. Esperabas que Cherolos fuese culpado: adoraba a la diosa Meretseger y tenía práctica con las serpientes. Mataste a aquel gato inofensivo para que pensásemos que era parte de algún macabro sacrificio de Cherolos hacia su diosa egipcia. Tenías que continuar con tu escogido papel de guardia fiel...

—¡Ayudé al rey al aconsejarle la playa de Hera! —gritó Sarpedón.

—Sospecho que Alejandro ya sabía qué hacer con sus barcos. Tu interés era ayudarle. Querías que el sitio a la ciudad continuase hasta que hubieses acabado con tu búsqueda aquí. Hiciste un favor similar a tu propio señor Memnón y a los persas en Halicarnaso. Atrajiste a aquel arquero cretense hasta el monte. ¿Lo hiciste con comida y vino, o simplemente le estabas esperando? Le diste un golpe seco en la nuca, le desnudaste y cogiste su arco y su aljaba. Aquella noche, utilizando el método de la escitala, enrollaste un trozo de pergamino a una de esas largas flechas. Eres un arquero, Sarpedón. Avanzaste hasta las murallas y lanzaste tu mensaje contando a Memnón lo de las cabañas de techo plano que Alejandro iba a utilizar para llenar el foso —Telamón se encogió de hombros—. Memnón agradecería aquella noticia. Después volviste conmigo a la villa. Intentaste matarme, fallaste, pero debiste alegrarte cuando me fui con Hefestión. Entonces fue cuando encontraste el tesoro. Enviaste al mozo de cocina al campamento y te enteraste de que Halicarnaso estaba a punto de caer. Tú y tus compañeros teníais vuestro botín, así que era hora de celebrarlo y marcharse. Pero tú lo habías planeado de otra manera —se puso de pie y caminó por la habitación—. He conocido a hombres como tú, Sarpedón, valientes como panteras, despiadados, fuertes y duros, resistentes como el sol del desierto. Disfrutas con el peligro y te encanta la excitación de la batalla. No ibas a compartir el botín de tu victoria, así que los mataste a todos.

—Tenía un golpe en la cabeza. Estaba atado. Tu capitán lo ha dicho.

Telamón se inclinó hacia él, hasta unos pocos centímetros de su cara.

—Un golpe autoinfligido, al igual que los cortes y los moratones. Para un hombre tan duro como tú, Sarpedón, ¡qué precio tan pequeño por un tesoro escondido! Te ataste los tobillos tú mismo, y liaste las cuerdas alrededor de tus muñecas. Cualquiera podría pensar que estaban bien atadas, especialmente cuando fueron contadas en una habitación a oscuras. Me gustaría examinar esas cuerdas, aunque estoy seguro de que te habrás deshecho de ellas. No encontraríamos ni una pista de un nudo.

—¿Y si hay otro asesino? —intervino el capitán—. ¿Por qué no os mató como al resto?

—Buena pregunta —respondió Telamón—. Bessos tenía que parecer el asesino. Sarpedón podría encontrar una explicación convincente. ¿Quizá Bessos sintió pánico? ¿Quizá le tenía aprecio a Sarpedón, así como a Gentius? Por eso el actor también seguía vivo, para desviar las sospechas. Gentius, desde luego, estaba durmiendo la borrachera.

Sarpedón intentó ponerse en pie de un salto, pero fue frenado por el capitán de los exploradores.

—¿Y dónde está Bessos? —gritó.

—Oh, encontramos su cadáver.

—No es posible... —Sarpedón cerró los ojos.

—Sí que lo es —intervino el capitán—. Mis hombres y yo podemos seguir la pista de los caracoles. Podemos decir qué pájaros han picoteado el suelo. Encontramos huellas de caballo recientes cerca de una puerta trasera. Nos pareció extraño, porque las huellas no eran tan profundas como deberían si un jinete hubiese ido montado. Encontramos al caballo pastando a unos kilómetros de aquí. También descubrimos el rastro de los pasos de un hombre, que debía de ir cargado con un peso considerable. Donde terminaban las huellas desenterramos a Bessos: tenía el cuello rajado de oreja a oreja, y la boca y los ojos llenos de tierra.

—Así que ya ves —Telamón se sentó en el banco que había ocupado antes Gentius—. ¿Quién más queda, Sarpedón? ¡El actor no! ¿Está tan trastocado y lleno de vino rancio que le sería muy difícil subir las escaleras, y ya no digamos tensar un arco. Eso nos deja a Sarpedón el espartano, el traidor, espía y asesino. El listo que esperaba el momento adecuado para escabullirse.

La cara de Sarpedón permaneció inmóvil. Sólo un parpadeo y una gota de sudor que le bajaba por la mejilla delataron su nerviosismo.

—El rey te crucificará —murmuró Telamón—. Podrías tardar días, incluso semanas, en morir.

—¿No habrá clemencia? —preguntó con voz ronca.

—Sólo un poco respondió Telamón, armándose de valor ante el asesino que había matado una y otra vez sin pensárselo dos veces—. Ya no necesitarás el tesoro de Pitias. ¿Dónde está?

Sarpedón se tapó los ojos con las manos.

—Lo encontramos en el pozo apartó las manos—. Encontraréis puntos de apoyo en un lado, peldaños de hierro. Justo por encima del nivel del agua hay un saliente. Contiene un cofre grabado en bronce lleno de daricos de oro de Persia, y plata recién acuñada de Macedonia.

—¿Y mis acusaciones? —preguntó Telamón.

—La muerte de Pamenes fue como la has descrito. Pensamos que sería tomada como un accidente. Yo sabía que era un espía. Entré en Halicarnaso y ofrecí mis servicios a Memnón. Me dijo que pagaría una vez hubiese demostrado mi buena fe. Pero ahora ¿qué más da? —suspiró Sarpedón, arrugando los ojos con divertimento—. Es un juego de azar, ¿verdad, médico? Todo es como dices. Jugué y perdí. No cumplí la primera regla. Me volví avaro. ¿Me garantizas una muerte rápida?

Telamón hizo una señal al capitán de los exploradores.

—¡Traed el tesoro!

El capitán ordenó a dos de sus hombres que fuesen al pozo. Telamón volvió a su asiento junto a Casandra. Fuera en el pasillo Gentius lloraba con voz queda. Al poco rato, los soldados volvieron y colocaron el sucio cofre sobre la mesa. Telamón levantó la tapa. Casandra dio un grito ahogado al ver el oro y la plata brillando bajo la luz. Telamón asintió al capitán.

—¡Que sea rápido!

Se gritaron órdenes. Sarpedón no opuso resistencia, y lo sacaron de la habitación atado. Telamón oyó que tiraban un trozo de madera a los adoquines del patio. Un hombre gritó. Sarpedón respondió, y luego hubo un silencio que fue roto por un ruido sordo. Telamón cerró los ojos. El capitán de los exploradores regresó pavoneándose a la sala, con la punta de la espada manchada de sangre.

—¡Coged el cuerpo! —ordenó Telamón—. Que lo quemen con el resto. Poned la cabeza en una cesta y enviádsela al rey. Casandra, tráeme algo de cera para lacrar y trozos de cordel fuerte —dio unos toques al cofre—. El rey estará encantado.

Telamón se quedó solo en la sala de telares. Apoyó los brazos sobre la mesa y se quedó mirando la habitación, ahora tan silenciosa y calmada. ¿Acudirían en masa los fantasmas a aquel lugar desde las puertas del infierno? ¿Seguirían al ejército? ¿La marcha de Alejandro sería flanqueada por una creciente horda de aquellos que habían muerto, asesinados, atrapados en el sangriento caos de sus conquistas?