PRÓLOGO

«Memnón ya había sido nombrado por Darío gobernador de Asia Menor y comandante de toda la flota.»

Arriano, Las campañas de Alejandro,

Libro 1, capítulo 20

El camino desde Mylasa hasta Halicarnaso había sido despejado para el paso del Más Grande, el emisario personal de Darío, Rey de Reyes. El señor Mitra, el Guardián de los Secretos del Rey, un hombre que trabajaba en la sombra, había sido enviado por Darío desde Persépolis por un asunto de gran importancia. Encapuchado y vestido de negro, con el rostro cubierto por una máscara dorada, se apresuraba a cumplir con las órdenes de su señor. Rodeado por los Encapuchados, su guardia personal, se dirigía ruidosamente hacia la Triple Puerta, la enorme y cavernosa entrada al vasto puerto de Halicarnaso. Los hombres de la avanzada habían partido antes: iban vestidos de negro, con fajines violetas alrededor de la cintura, y los rostros medio cubiertos por máscaras plateadas que protegían sus bocas del polvo y ocultaban sus identidades. Todos llevaban alrededor de la muñeca una correa de cuero con el blasón de Darío, su sello personal. Recorrían el camino como los Ángeles de la Muerte. No tenían siquiera que levantar la voz: su mera presencia les abría paso. Los viajeros, temerosos de aquellos siniestros guerreros sobre sus oscuros caballos con arreos negros y plateados, se hacían rápidamente a un lado. Algunos incluso se postraban, apretando sus frentes contra el suelo y permaneciendo en silencio. Nadie osaba protestar, no en aquella peligrosa época. El Lobo Macedonio, Alejandro, había destrozado al ejército del Gran Rey en la sangrienta batalla del Gránico, y se había dirigido hacia el suroeste, donde había capturado las grandes ciudades de Efeso y Mileto.

Los viajeros, naturalmente, hablaban entre ellos en las posadas, tabernas y hospedajes que había en los múltiples oasis a lo largo de la calzada real. Decían que el León Persa iba a desafiar al Lobo Macedonio, pero tales palabras eran más producto del vino que de la estrategia militar. Los ejércitos de Alejandro avanzaban, barriendo toda la costa del mar Egeo, capturando un puerto tras otro con la misma facilidad que una joven doncella arranca manzanas maduras en un huerto repleto. Todos sospechaban lo que haría después Alejandro: los mercaderes eran hombres de paz y de negocios, pero no les quitaban el ojo de encima a los hombres de guerra.

Según se rumoreaba, Alejandro permanecía en las montañas del noroeste: estaba siendo entretenido por Ada, una mujer rolliza y de piel blanca, con el cabello teñido con alheña, que había sido reina de Caria y gobernante de su ciudad principal, Halicarnaso. Sin embargo, había sido derrocada por sus propios parientes, Pixodaro y el sátrapa persa Orontobates, y obligada a exiliarse en un lugar montañoso y atestado de búhos, en una mera sombra de su pasada gloria. Alejandro, aquel lobo astuto, se había puesto a cortejarla, o eso afirmaban los mercaderes. Se había presentado ante la pequeña corte de la reina Ada, había besado sus enjoyados dedos y había prometido devolverla a su legítimo trono. Ada había pestañeado sus ojos pintados de antimonio, y le había lanzado una mirada coqueta a aquel conquistador de cabellos dorados que aún no había cumplido los veinticinco años y avanzaba como una fiera saeta hacia el corazón del imperio de Darío.

Oh sí, los mercaderes conocían bien la historia. Ada había farfullado y reído tontamente antes de hacer su más sorprendente anuncio: Alejandro era su hijo adoptivo, el que la vengaría y expulsaría a sus enemigos del antiguo reino de Caria. Alejandro, por supuesto, había aceptado su papel. La noticia se difundió con rapidez. Ada podía parecer rolliza e insulsa, pero su rechoncho y maquillado rostro era sólo la máscara de un ingenio tan afilado como el cuchillo de un carnicero. La reina y Alejandro comenzaron a intercambiar mensajes afectuosos en su nueva relación. Ella le enviaba carnes y exquisiteces a diario, incluso le ofrecía cocineros y panaderos, maestros en su oficio. Puede que Alejandro se estuviera riendo de ella, pero en tal caso sabía disimularlo muy bien. Rechazaba sus exquisiteces y en una ocasión le devolvió los cocineros, añadiendo educadamente en su carta que no los necesitaba, porque la mejor preparación para el desayuno era una noche de marcha y para el almuerzo un sencillo desayuno. La respuesta había deleitado a Ada. Alejandro fue fiel a su palabra y atacó inmediatamente al sur, apuntando como el rayo de Zeus hacia la gran fortaleza de Halicarnaso. No era de extrañar que Darío se preocupara y el señor Mitra y su cortejo marcharan a toda prisa bajo cielos resplandecientes hacia las imponentes murallas y las fortificadas almenas de la ciudad. Los mercaderes tomaron sus propias decisiones. Venderían sus productos y se irían tan rápido como pudiesen, antes de que el Macedonio llegase y cercase Halicarnaso con una banda de acero.

Mitra, al pasar junto a aquellos mercaderes, les miró malévolamente por las rendijas de la mascara. Su cabeza calva y sus mejillas estaban empapadas de sudor; los muslos y piernas le dolían como consecuencia del impetuoso viaje, pero, incluso en aquel precipitado periplo, había interpretado las señales. La gente estaba huyendo, abandonando sus granjas y aldeas, subiendo hacia las montañas a esperar hasta que los hombres de guerra hubiesen pasado a la historia. Los mercaderes estaban cargando sus carros, mascullando excusas y yendo tierra adentro. Hasta cierto punto, a Mitra le alegraba aquello; al parecer algunos desconfiaban del Macedonio y estaban esperando a ver cómo se desarrollaban las cosas antes de decidir a qué bando apoyar. Mitra alzó su matamoscas y lo agitó ligeramente a su alrededor, apartando la miríada de insectos que había plagado su viaje. El capitán de su escolta aminoró la marcha. Unos cuantos hombres de la avanzada galoparon de vuelta; todo estaba a salvo mientras el camino por delante estuviese despejado. Habían abrevado sus caballos hacía apenas una hora, y Mitra esperaba estar a la sombra de Halicarnaso antes de que todo el calor del sol de mediodía se hiciese sentir. Le habría encantado sacarse la capucha, quitarse la máscara y mojarse la cara, pero su sombrío disfraz valía más que un centenar de mercenarios escitas.

—Conducid a los hombres con amor —le había susurrado a su amo Darío—, si podéis, y si no, con terror. Es una desgracia, mi señor, que la mayoría de los hombres deban ser gobernados sembrando el terror.

Mitra sonrió irónicamente con su propio lema. El terror no derrotaría a Alejandro de Macedonia, ni a su falange con sus largas sarisas, disciplina de hierro y brillantes estratagemas militares. Por eso Darío y Mitra necesitaban a alguien más.

—Mi señor —el capitán de la guardia acercó su caballo, quitándose la máscara—. Los caballos están lo suficientemente fuertes. Halicarnaso sólo está a tres kilómetros.

Mitra levantó su matamoscas. El capitán gritó una orden, la escolta salió trotando y luego se puso a galopar frenéticamente. Los jinetes de negro se alejaron retumbando por el largo y blanco camino polvoriento. A los lados, el exuberante paisaje, con sus frondosos bosquecillos, campos y prados verdes de flores salvajes multicolores, daba paso a un terreno más duro y seco. Mitra se dio cuenta de ello, y sonrió complacido. Allí era donde Alejandro establecería su campamento, donde levantaría sus torres de asalto. ¿Y qué sombra encontraría? ¿Qué árboles, fuentes y pozos? Si acampaba allí, pensó Mitra, se quemaría bajo el sol abrasador. Oyó unos gritos a lo lejos y alzó la vista. Las murallas de Halicarnaso aparecieron: sus monumentales ciudadelas, sus estrechas ventanas, sus almenas y, dominándolas a todas ellas, la enorme torre fortificada que anunciaba la llegada a la Triple Puerta. Ésta estaba abierta, con sus guardias mercenarios griegos firmes delante de la muralla, alzando sus lanzas en señal de saludo. Mitra y su escolta entraron ruidosamente en el gran recinto fortificado más allá de las murallas, donde la guarnición tenía sus barracones y caballos de reserva. Allí se detuvieron los escoltas. Mitra se puso al frente: se abrió una puerta tachonada de hierro y pasaron a la ciudad propiamente dicha.

Los oficiales se les acercaron para escoltarles hasta el palacio del gobernador. Mitra miró a su alrededor. Memnón, el comandante en jefe de Darío, había estado ocupado. Ya se habían demolido algunas casas y recogido los escombros, mientras que las calles estaban repletas de carros cargados de municiones, catapultas y torres de asalto. Todo aquello se llevaría al campo de batalla y se montaría con rapidez. Los soldados estaban siendo entrenados, se estaban cavando nuevas letrinas, y abriendo nuevos manantiales. Mitra asintió en señal de aprobación. Memnón conocía su oficio, luchar y matar. Si Alejandro llegaba hasta allí, era muy probable que cayese en la trampa. La escolta de Mitra atrajo muchas miradas, pero todos habían sido advertidos de antemano y nadie les observaba. Bajaban sus cabezas o se daban la vuelta. El emisario del Rey de Reyes, su Guardián de los Secretos, no debía mirarse como a una feria ambulante o una compañía de actores.

Atravesaron los barrios de la ciudad, avanzando por anchas avenidas bordeadas de cipreses y plátanos y estrechos callejones entre casas pintadas de blanco. Pasaron por delante de pequeños templos con sus pórticos y columnatas, y cruzaron concurridos y ruidosos mercados. El ambiente era agridulce, una mezcla del olor de la fruta y la carne, perfumes y el aroma embriagador del aceite de oliva. Mitra estudió todo con detenimiento. Las plazas del mercado eran el alma de cualquier ciudad, y en Halicarnaso la actividad parecía la misma de siempre. No se sentía pánico ni histeria en el ambiente. ¿Aquello era bueno o malo? ¿Confiaban los ciudadanos de Halicarnaso en que, pasase lo que pasase, sobrevivirían? Desde que había llegado a Abydos, unos cinco meses antes, Alejandro no había saqueado ninguna ciudad. En lugar de ello, había reestablecido el gobierno griego, permitiendo a los demócratas hacerse con el poder. Mitra apretó los dientes. ¿Es que los vendedores de vino y los tenderos, los comerciantes de pieles y de perfumes de Halicarnaso se daban cuenta de aquello? ¿De que si Alejandro era derrotado, la vida seguiría igual, mientras que si ganaba, las cosas podrían incluso mejorar? Mitra tiró fuertemente de las riendas, y su caballo relinchó, echando la cabeza hacia atrás.

—La ciudad es próspera —susurró el capitán—. No escasea la comida ni el agua.

Mitra no le prestó atención. Ya estaban subiendo por una pequeña colina en dirección al palacio; la atención de Mitra se centró en el gran mausoleo, el monumento funeral de Mausolo, antiguo gobernante de aquella ciudad, hermano de la exiliada reina Ada. Mitra estaba fascinado por el impresionante esplendor de aquel magnífico homenaje. Se alzaba al menos unos cincuenta metros hacia el cielo, una delicia artesanal de mármol, oro y plata. Sobre la base había una estructura en forma de templo, nueve pilares en cada lado, un cuadrado perfecto, y encima, una pirámide de veinticuatro escalones coronada por una enorme talla de mármol de un carro y cuatro caballos.

—Una gran maravilla —susurró el capitán.

En esta ocasión Mitra asintió. Halicarnaso había sido en otro tiempo la capital del reino independiente de Caria y Mausolo fue su último gran gobernante. A Darío le habría encantado destruir aquel monumento como si se tratara de una afrenta a su propia majestad, pero Mitra y los otros magos le habían pedido cautela. El Guardián de los Secretos del Rey entrecerró los ojos. Quizá, si ocurría un milagro y Alejandro lograba irrumpir en la ciudad, podrían darse órdenes secretas para la destrucción del mausoleo. Pero ¿cómo quemar mármol y oro?

—Señor, ya casi hemos llegado.

La amplia avenida era ya más silenciosa. Ante ellos resplandecían las blancas murallas del palacio del gobernador, con las puertas abiertas. Una guardia de hoplitas, con armadura completa, se mezclaba con los espléndidos atavíos de los Inmortales persas, el núcleo del ejército de Darío. Juntos formaron una guardia de honor. Los persas apoyaron una rodilla en el suelo y los griegos se sacaron sus yelmos emplumados y permanecieron con las cabezas agachadas. Mitra, mirando hacia delante, entró en la verdosa y agradable frescura de los jardines del palacio, y subió por caminos empedrados hasta un pequeño patio. Los mozos de cuadra acudieron corriendo. Uno cayó de bruces detrás del caballo de Mitra. El Guardián de los Secretos del Rey lo utilizó para desmontar. Otros sirvientes llegaron con copas de vino enfriado con sorbetes, ramos de flores y cuencos de frutas. Mitra no hizo caso a las flores; se quitó la máscara, agarró la fría copa y se la puso en la mejilla. Vertió una pequeña libación en el suelo y se la ofreció a su capitán, que probó un poco del vino y se la devolvió. Sólo entonces Mitra bebió, despacio, humedeciéndose los labios, limpiándose la boca y la garganta. Miró hacia las sombras proyectadas por las columnas del pórtico: un hombre vestido con una túnica blanca y con los brazos colgando a los lados esperaba en la entrada. Mitra se abrió camino se quitó la capucha. Su anfitrión, calvo y de facciones marcadas, se le acercó con una mano extendida. Mitra la estrechó.

—Memnón de Rodas —susurró Mitra—. Nuestro amo, el Rey de Reyes, envía sus saludos y una muestra de reconocimiento.

La oscura y dura mirada del mercenario griego no reveló ninguna emoción.

—¿Cómo están mi esposa Barsina y mis hijos?

—Están cerca del corazón del gran rey. Los trata como a su propia familia.

Memnón se permitió una ligera sonrisa.

—Mi señor, los demás están esperando.

—¿Y el prisionero? —preguntó Mitra—. ¿El espía?

—Se está muriendo.

—Entonces debemos ir a verle primero.

Memnón se encogió de hombros y atravesó el pórtico. Mitra y dos de sus escoltas le siguieron. Cruzaron un patio empedrado hasta un cobertizo donde se almacenaba vino y aceite. El aire era limpio, aunque Mitra notó algo más: fuego, sangre y carne quemada. Memnón fue hasta el fondo de la estancia y golpeó la pesada puerta de roble, que se abrió de inmediato. Unos guardias con armadura de cuero flanqueaban el pasillo débilmente iluminado que atravesaba diferentes despensas. Se adentraron aún más en la oscuridad. El aire se volvió frío y viciado. Pasaron junto a celdas y calabozos: se cruzaron con miradas detrás de las pequeñas rejas en la parte alta de las puertas. Doblaron una esquina, y Mitra se cubrió la cara y la nariz debido al desagradable hedor. El pasadizo desembocaba en una pequeña sala circular con un techo abovedado de piedra. Las paredes estaban húmedas y mohosas; brillaban bajo la luz de las lámparas de aceite colocadas en nichos, y había un fuerte resplandor que provenía de un gran brasero ubicado en el centro. Se veían figuras, oscuras como sombras, moviéndose por todas partes, hombres vestidos con gorras de cuero y mandiles. A un lado había una mesa, en la que se encontraban los crueles instrumentos de tortura: tenazas y hierros de marcar en medio de charcos de sangre. Un hombre, encadenado, colgaba de un pequeño aparato, con su cuerpo desnudo inmóvil, cabizbajo; el pelo negro, enmarañado y con sudor y sangre, le tapaba la cara. Memnón, con la delicadeza de una madre con su hijo, se acercó y le levantó ligeramente la cabeza. El rostro del prisionero estaba manchado con sangre seca. Le faltaba un ojo, no quedaba más que una visible cuenca; el otro ojo estaba medio cerrado; tenía la nariz rota y hundida, no era más que carne ensangrentada. La sangre seca le surcaba el bigote y la barba.

—¡Trae una antorcha, Cerbero!

El carcelero principal cogió una antorcha de la pared y fue hacia él.

—¿Cerbero? —preguntó Mitra.

—El carcelero principal de Halicarnaso —explicó Memnón—. Experto en tortura.

—¿Cómo de experto? —exigió Mitra—. ¿Ha hablado el prisionero? —se quedó mirando al carcelero, un hombre rechoncho y bajo, con cara de feo mastín y calvo, aparte de unos mechones de pelo que tenía sobre cada oreja.

—Ya no podrá hablar más —respondió el carcelero, devolviéndole insolentemente la mirada.

A Mitra le habría gustado azotarle en esas mofletudas y sudorosas mejillas con el matamoscas, pero reprimió su ira.

—¿Se está muriendo?

Cerbero se resistía a dejarse intimidar.

—Tenía mis órdenes, señor: hacer que el hombre hablara, y eso ha hecho, durante un rato.

—¿Y qué ha dicho? —preguntó Mitra—. ¿Cómo se llama? ¿Qué ha dicho?

—No ha dicho ningún nombre, pero se ha identificado como el rapsoda de Efeso.

—¿Y qué ha cantado?

—Que no es un rapsoda de Efeso —contestó el carcelero descaradamente.

Mitra levantó su matamoscas y le dio unos ligeros toques junto al cuello. Los ojos de Cerbero, casi cubiertos por capas de grasa, se movieron hacia Memnón.

—He hecho mi trabajo, señor.

—Así es, así es —asintió Memnón—. El hombre no es un rapsoda de Efeso —continuó—, sino uno de los compañeros de Alejandro: un mensajero, un espía.

—¿Y qué nos ha dicho?

—Que Alejandro viene en camino.

—Eso ya lo sé.

—Que está trayendo sus torres de asalto por mar.

—Eso ya lo sé.

—Que necesita encontrar un puerto cerca de Halicarnaso —Memnón se mostró irritado.

—Eso también lo sé —Mitra aguanto la mirada del carcelero y le presionó el cuello con su matamoscas cada vez con más fuerza.

—¡Díselo! —ordenó Memnón—. ¡Dile lo que sabes!

Cerbero dio un paso atrás.

—El Macedonio tiene el manuscrito pitio.

Mitra bajó el matamoscas.

—¿Y qué más? —fulminó a Memnón con la mirada.

—¡El Macedonio tiene una legión de espías en la ciudad! —Memnón se calló mientras el prisionero gemía.

—¿Ha dado nombres? —inquirió Mitra.

—Unos cuantos —respondió Cerbero—. Demócratas, artesanos, mercaderes. Todos ellos han sido apresados, la mayoría.

—¿Serán ejecutados? —preguntó Mitra.

—Ya lo han sido —le aseguró Memnón.

Mitra sentía que le hervía la sangre.

—A éste le falta un ojo y ha perdido la lengua —se acercó un poco más. Tras tirar el matamoscas hacia el carcelero, Mitra sacó su daga de debajo de la capa, levantó la cabeza del rapsoda de Efeso, y le cortó el cuello de oreja a oreja. El prisionero dio un grito ahogado y su cuerpo se estremeció haciendo sonar sus cadenas. Mitra se apartó, secó la sangre en el mandil de Cerbero y volvió a envainar el cuchillo. Agarró de nuevo el matamoscas y, girando sobre sus talones, abandonó la sala.

Fuera, en el patio, Mitra comenzó a caminar de un lado a otro, golpeando el matamoscas contra su bota de montar. Memnón permanecía quieto, con los brazos cruzados.

—¡Así que lo tienen! —protestó Mitra. Miró a Memnón directamente a los ojos. El mercenario griego estudió la cara cadavérica y esquelética de aquel cortesano tan siniestro. Unos ojos de párpados caídos brillaban en un rostro estrecho y arrugado, de nariz alargada y con una mera rendija como boca. La cabeza y la cara de Mitra estaban completamente afeitadas y empapadas de sudor, y su furia era evidente por lo rojas que se habían puesto sus hundidas mejillas.

—Puede que lo tengan —le aseguró Memnón—, pero ¿pueden comprenderlo?

Mitra suspiró. Alzó la vista hacia una de las cornisas del edificio. El escultor había tallado el emblema de la corte persa, la insignia de su dios Ahura-Mazda, el Ojo que Todo lo Ve, colocado sobre las alas de una águila dorada. Darío se preguntaba si su dios estaba con ellos, o si había dejado de proteger a Persia. ¿Se había retirado a las alturas del cielo y había permitido que el Dios de la Oscuridad, el Acusador, el Asesino, Ahirman, merodeara por su imperio para hacer de las suyas? Mitra se mordió el labio. En realidad, él no creía en ningún dios, ya fuese el grupo de deidades griegas y sus proezas sexuales o el oculto esplendor de la Llama Divina que ardía ante el templo de Ahura-Mazda en Persépolis. Alejandro no sería derrotado por la intervención de los dioses, sino por una astucia implacable y una ferocidad sangrienta.

—¡Nuestro señor envía sus saludos, Memnón de Rodas!

El mercenario se inclinó imperceptiblemente. Mitra hurgó en su bolsillo y extrajo un pergamino. Se lo entregó a Memnón, quien lo cogió con destreza.

—Ahora sois gobernador de Asia Menor —murmuró Mitra—, y comandante en jefe de todas las fuerzas persas sobre mar y tierra.

Memnón desenrolló el pergamino y le echó un vistazo, con los ojos brillantes de orgullo.

—El Rey de Reyes confía plenamente en vos —continuó Mitra—. Si se hubiesen seguido vuestros consejos, la batalla del Gránico no se habría llevado a cabo. Alejandro no habría conseguido la victoria. El Rey de Reyes ha confirmado vuestra ejecución del sátrapa que condujo sus ejércitos a semejante desgraciada derrota. No debe repetirse...

—No se repetirá, pero Alejandro tiene el manuscrito pitio —Memnón enrolló el pergamino y se lo ató al cordel de su cintura—. Los demás están esperando —declaró—. Tenemos cosas de las que hablar.

—¿Y el otro asunto?

—En la segunda hora después del mediodía —respondió Memnón—, yo mismo me reuniré con él.

Entraron en el palacio y atravesaron silenciosos pasillos flanqueados de guardias, con suelos de cedro pulido y un aire fragante debido al fuerte perfume de las cestas de flores. Llegaron hasta el final del palacio, orientado al este. La escolta de Mitra, que custodiaba la entrada, abrió las puertas de cedro y les dio paso al andron, la sala de los hombres, una larga estancia de techo bajo con triclinios y mesas, cuyas paredes carecían de ornamentos a excepción de un friso en el que se representaba a Apolo en su carro.

Los dos hombres que había allí se levantaron cuando Memnón y Mitra hicieron su entrada. El primero era Orontobates, gobernador de Halicarnaso. Iba vestido con una túnica de gloria sobre una túnica blanca, metida en un pantalón violeta con ribetes dorados, y unas botas mullidas en los pies; su cabello, graso y ensortijado, le caía hasta los hombros. Se había sacado su gorro redondo y cilíndrico con borlas de rango, y lo había dejado sobre una pequeña mesa delante de él. Pequeño y fornido, con la piel aceitunada y los conmovedores ojos de un medo, Orontobates tenía un ligero parecido a su pariente lejano Darío, Rey de Reyes: una semejanza que realzaba al mesarse constantemente la barba empapada de un costoso perfume. Mitra le mostró el blasón de Darío; Orontobates se arrodilló y lo besó, murmurando una plegaria para que su amo fuese siempre protegido por la Llama Sagrada. Se puso en pie e hizo un gesto hacia su compañero, el rubio y rubicundo Efialtes de Tebas. De nuevo se hicieron las presentaciones. Mitra quedó fascinado con Efialtes, un hombre alto y desgarbado, con una mirada azul penetrante y un extraño rubor en su rostro de guerrero. Al principio, Mitra atribuyó aquel rubor al vino, pero a Efialtes no le flaqueaban las piernas, tenía la mirada despierta y un tono de voz cortado. Como todos los griegos, hizo una reverencia de lo más mecánica, pero Memnón tosió ruidosamente, así que se arrodilló y besó el sello real. Se intercambiaron cumplidos, y entonces Memnón guió a cada uno a un triclinio. Los criados trajeron el oscuro vino de Caria, cestas de frutas, pan recién hecho y queso. A Mitra le sirvieron agua perfumada para que se lavase la cara y las manos. Lanzó la toalla a un paje, se quitó su túnica negra y la tiró al suelo, y se acomodó en el triclinio. Memnón estaba susurrando algo a Efialtes. Se calló, alzó su copa y brindó por Mitra.

—Así que el Macedonio se acerca —Mitra bebió un buen trago—. ¿Cuándo llegará?

—Ha estado visitando a aquella perra gorda en su fortaleza de las montañas —respondió Memnón—. Vendrá por los desfiladeros y avanzará por la costa hasta Halicarnaso.

—¿Cuáles son vuestros preparativos?

Memnón señaló los mapas que había amontonados junto a su mesa.

—Para tomar esta ciudad, Alejandro necesitará torres de asalto. Tendrá que traerlas por mar.

—Pero no tiene puertos —añadió Orontobates.

—Exacto —sonrió Memnón—. Tiene la opción de luchar por Myndus, al oeste, o por este puerto. Ambos están protegidos por la flota persa, así que tendrán que desembarcar sus torres de asalto en alguna parte y transportarlas en carro. Eso llevará tiempo y será costoso.

Memnón sacó las piernas del triclinio. Despejó su mesa y, utilizando trozos de pan, improvisó un mapa.

—Halicarnaso es una ciudad y un puerto. En la parte sur está protegida por el Egeo, controlado por la armada persa. Alejandro ha perdido su flota; sólo le quedan unos cuantos escuadrones. El resto de la ciudad —Memnón se encogió de hombros—, está protegido por las altas fortificaciones y el terreno rocoso. A su vez, las murallas están defendidas por torres y pequeños castillos.

—¿Son inexpugnables? —preguntó Mitra.

—Son lo suficientemente gruesas como para soportar el ataque más violento.

—¿Y qué más? —inquirió Mitra, cuyas palabras cortaban el perfumado aire como el azote de un látigo.

—Nuestros ingenieros ya están cavando una gran zanja alrededor de las murallas, de unos seis metros de ancho y tres de profundidad.

—¡Bien! ¡Bien! —murmuró Mitra—. ¿Y qué más?

—Habéis visto el terreno alrededor de la ciudad —explicó Memnón—. Es seco y agreste. Con muy poca hierba, y casi sin sombra. No hay manantiales ni pozos. Y eso se extiende unos ocho kilómetros por cada lado. La primera línea de Alejandro estará a casi dos kilómetros de las murallas de la ciudad, y su campamento aún más lejos —Memnón se encogió de hombros—. Cuanto más lejos, por supuesto, más fértil y arable es la tierra. Hay unas cuantas granjas y caseríos hacia el este. Seguramente Alejandro establecerá alguno de ellos como su cuartel general.

—Ya —Mitra sorbió el vino—. El Macedonio vendrá. No puede atacar por mar. La zanja, por no decir el terreno, impedirá a sus ingenieros minar las murallas. Tendrá dificultades para montar sus torres de asalto. Si lo consigue, tendrá pocos suministros. Su campamento estará expuesto a los elementos y el sol se está volviendo abrasador. Sí, estáis bien preparados.

—Si Alejandro apareciese ahora —le aseguró Memnón— podríamos cerrar las puertas y dejarle morir de hambre.

—¡Ojalá ocurriese eso! —Efialtes se levantó de su triclinio, con sus azules ojos brillantes de entusiasmo.

—Si ocurriese eso —repitió Mitra—, general Efialtes, ¿creéis que os llevaríais la victoria?

—Sé que lo conseguiríamos —al tebano le resultaba difícil estarse quieto. Estaba sentado en el borde de su triclinio y se agachó hacia delante, apartándose un mechón de rubio cabello de la frente—. Decidle al Rey de Reyes que lucharemos a muerte.

—No tenéis elección —sonrió Mitra—. Sois de Tebas, general Efialtes. Alejandro quiere vuestra vida. Ha prometido que si caéis en sus manos, colgaréis de una cruz durante días.

—Y si lo atrapo yo —replicó Efialtes—, ¡le espera el mismo destino! Siento una profunda enemistad hacia Alejandro de Macedonia. Tebas fue destruida completamente —su tono de voz subió con la emoción—. Mi esposa, mi familia, mis parientes, todos fueron pasados a cuchillo —su mirada seguía fija—. No dudéis de mí, señor Mitra. He huido de mi país. He comido vuestro pan y vuestra sal y he aceptado vuestro oro. Voy vestido con vuestras sedas, llevo armaduras de vuestros pertrechos. Pero aunque me dejaseis afuera en taparrabos, ¡lucharía contra Alejandro de Macedonia!

—Puedo dar fe de ello —intervino Orontobates, con una voz sonora y refinada.

Mitra giró la cabeza. Orontobates no era lo que aparentaba. Hacía el papel de cortesano rechoncho y amante del lujo pero había visto su buen servicio contra los escitas; Orontobates era un general magnífico, un astuto estratega, y no rendiría su ciudad fácilmente. Mitra se volvió hacia Memnón y sonrió a medias.

—Estoy encantado —susurró—. Los tres son uno. El señor Darío estaba preocupado por esto.

—Somos uno —asintió Memnón; había permanecido recostado en su triclinio mirando pensativamente su copa de vino mientras los demás hablaban.

—Parecéis inquieto —Mitra insistió—. ¿Qué os preocupa?

Memnón alzó la vista hacia las oscuras vigas libanesas.

—He enviado a mi amada esposa y a mis hijos a la corte del Rey de Reyes. Como Efialtes, estoy en esto hasta la muerte. Soy Memnón de Rodas. Alejandro me llama renegado, traidor de la causa griega. Si caigo en sus manos, no pediré clemencia porque no habrá ninguna. Halicarnaso está bien fortificada. Tengo a los mejores mercenarios y a algunas de las brigadas de élite de Persia.

—¿Entonces? —añadió Mitra con irritación.

—Alejandro tiene un don. Parece haber sido tocado por la fortuna. Nada de lo que se propone fracasa.

—Ha tenido suerte —se burló Orontobates.

—¿Podéis pensar en una virtud mejor para un general? —replicó Memnón—. Vendrá hasta aquí sin hacer ruido con sus otros lobos para husmear nuestras debilidades.

—¿Qué debilidades? —preguntó Orontobates.

—¡Tiene el manuscrito pitio!

A Orontobates casi se le cae la copa; Efialtes parecía perplejo.

—Explicádselo —señaló Mitra a Memnón—. Explicad a Efialtes lo que es.

—Hace años —Memnón bebió un sorbo de la copa—, Halicarnaso era la ciudad principal del reino de Caria, gobernado por Mausolo, cuya tumba podéis ver ahí fuera. Una de las grandes maravillas del mundo —añadió sarcásticamente—. Mausolo murió y pasó a la gloria. Estalló una guerra civil. La reina Ada, hermana de Mausolo, fue expulsada de Halicarnaso y buscó refugio en Alinde, en su fortaleza de las montañas. Mausolo era un gran constructor. Él y su otro hermano, Pixodaro, fortificaron la ciudad como la veis ahora: fuertes murallas, puertas reforzadas, ciudadelas, almenas... El responsable de todo eso fue un arquitecto, Pitias. Pitias era un genio, un matemático brillante, pero también era un hombre amargado. Sostenía que Pixodaro le había engañado quitándole cierto tesoro. El rey, por supuesto, desestimó las acusaciones. Pitias era un avaro. Pixodaro se enfureció por las constantes acusaciones y amenazó con requisar la fortuna de Pitias, de manera que el arquitecto la escondió en alguna parte, probablemente en la ciudad, y luego huyó. Antes de hacerlo, escribió un cifrado secreto.

—¿El manuscrito pitio?

—El mismo —asintió Memnón—. Está escrito en un código que nadie entiende. Según la leyenda, en su cifrado, Pitias reveló dónde había escondido su tesoro —hizo un gesto hacia Orontobates—. ¿Conocéis la historia?

—Así es —afirmó el gobernador persa con pesar—. Hemos tenido una buena cantidad de buscadores de tesoros cavando por todas partes.

—Y aún más importante —continuó Memnón— es que Pitias reveló un gran secreto. Afirmaba que una sección de la muralla de la ciudad era más frágil que el resto. Un fallo intrínseco, una terrible debilidad que cualquier sitiador de Halicarnaso podría aprovechar.

—¿Qué clase de debilidad? —preguntó Efialtes—. ¿Seguro que puede detectarse?

—Cuando asumí el gobierno —intervino Orontobates—, me tomé la leyenda en serio. Contraté a los mejores ingenieros y no pudieron encontrar fallos. Sin embargo, en su informe, insinuaron cuál podría ser el punto débil —cogió dos barras de incienso de la mesa y las puso en paralelo—. Efialtes, sois un general. ¿Habéis sitiado ciudades y supervisado la construcción de murallas fortificadas?

El tebano asintió.

—Ahora pensad —prosiguió Orontobates—. Cuando se construye una muralla, primero hay que cavar hondo para poner los cimientos —juntó las dos barras de incienso—. Estos cimientos, con el suelo a cada lado, forman una estructura en la que puede construirse un muro, ¿verdad?

—¡Ah! —exclamó Efialtes—. ¿Y sospecháis que...?

—En una sección de las murallas —continuó Memnón—, podría ser que los cimientos fueran débiles, el terreno inestable y la estructura sobre la que se aguanta la piedra no tan segura como en el resto de la fortificación.

Mitra escuchaba atentamente. Los grandes escribas del rey habían estudiado aquel manuscrito con poco éxito. Darío lo había descartado calificándolo de tontería infantil; pero Mitra discrepaba. El manuscrito pitio era la razón de su visita a Halicarnaso.

—¡Continuad! —Mitra volvió a llenarse la copa.

—Pitias escribió su mensaje en un cifrado —Orontobates extendió las manos—. En un trozo de papel de vitela, de no más de treinta centímetros, y se lo envió a la reina Ada. Según se rumorea, Ada contrató a las mentes más agudas, a los mejores matemáticos, para ver si el código podía descifrarse; aunque resultó inútil —Orontobates se inclinó hacia delante y cogió su copa—. El manuscrito fue descartado, y nadie le prestó más atención. La reina Ada se escondió en su fortaleza de las montañas, entre amenazas y quejas. Los años pasaron. El manuscrito pitio no representaba ningún peligro hasta ahora. Alejandro de Macedonia se ha arrimado a la reina Ada, la llama «dulce madre», y ella le corresponde proclamándole su querido hijo adoptivo.

—¿Y le ha entregado el manuscrito pitio?

—Sí —respondió Memnón—. Ada, la rechoncha furcia, ha proclamado a Alejandro su hijo y heredero. Le ha entregado el manuscrito y el secreto que contiene.

—¿Entonces existe? —insistió Efialtes.

—Claro que existe —asintió Memnón—. ¡Orontobates, mostrádselo!

El persa se levantó y caminó hasta una mesa auxiliar. Abrió el cofre con incrustaciones de marfil que había encima, y sacó dos rollos de pergamino. Entregó uno a Efialtes y otro a Mitra. El Guardián de los Secretos del Rey lo desplegó.

—¿Es una buena copia? —preguntó.

—Pagamos oro y plata —respondió Orontobates—. Tenemos espías en la corte de la reina Ada así como ellos los tienen en Halicarnaso. La copia fue hecha hace dos meses y luego nos fue traída.

Mitra alzó la mano para pedir silencio; se quedó mirando el manuscrito, una copia del cual también se hallaba en los archivos de Persépolis. La escritura era clara y definida: todo lo que podía ver eran números que incluían la figura de un cuadrado. La primera línea era así:

45: 64: 54: 33: 34: 11: 53: 11: 52: 23: 33: 34: 54: M: 23: 54: 54: 44

—Mis escribas han estado muy ocupados —continuó Orontobates—. Han intentado una y otra vez descifrar el código. Les he ofrecido una recompensa más allá de su imaginación, pero no han podido interpretarlo.

Los escribas de Mitra en Persépolis habían tenido el mismo éxito; enrolló el pergamino y se lo puso en la escarcela del cinturón.

—Pero si no podemos descifrarlo —preguntó—, ¿por qué iba a hacerlo el Macedonio? Nuestros escribas son expertos. ¿Qué posee Alejandro que nosotros no tengamos?

—Suerte —bramó Memnón—. Buena fortuna.

—¡Tonterías!

Mitra acabó su copa y la dejó de golpe sobre la mesa. Se recostó en su triclinio. El vino empezaba a hacer su efecto: los músculos de las piernas ya no estaban agarrotados, se sentía adormilado, le pesaban los ojos. La mano de Mitra se posó en la daga de su cinturón, un gesto habitual cuando se sentía preocupado o inquieto.

—¿Y el rapsoda de Efeso? —susurró—. ¿Sabía algo del contenido del manuscrito pitio?

—No —respondió Memnón—. Sólo de su existencia y que está en poder de Alejandro.

—Ya —Mitra ordenó sus ideas—. Alejandro se dará cuenta de que las murallas son demasiado duras para poder derribarlas. Tiene el manuscrito pitio, lo cual podría darle alguna ventaja. ¿Qué más?

—Tiene simpatizantes en la ciudad.

—¿Y qué más?

—Sus torres de asalto son muy buenas.

Mitra se incorporó en el triclinio.

—De los espías en la ciudad podemos encargarnos. ¿Qué ventajas secretas tenéis?

—Poseemos una copia del manuscrito pitio —declaró Memnón—. Y una oferta de ayuda.

Se puso en pie y caminó hasta el reloj de agua del rincón. Bajó la mirada: el agua había caído por debajo de la mitad del vaso.

—¿Y vais a reuniros con ese traidor? —preguntó Mitra—. ¿Sabéis quién es?

—Mi señor —Memnón se puso a reír y negó con la cabeza—, fuera de este palacio hay hombres que conseguirían nuestras cabezas por un puñado de oro. En el campamento de Alejandro hay hombres que nos darían la suya incluso por menos. Nosotros tenemos espías y traidores, ellos tienen espías y traidores. Sólo es cuestión de quién golpea primero y más rápido.

—¿Y habéis tenido un primer contacto con él? —quiso saber Mitra.

—Oh sí, hemos intercambiado algunas palabras.

—¿Y por qué no arrestarle? ¿Traerle aquí? ¿Torturarle?

—¿Y ahuyentar a cualquier otro que ofrezca su ayuda? —Memnón sonrió—. Mi señor, esperaba algo más de vos.

—¿Dónde nos reuniremos con él?

Memnón miró por la ventana hacia las vides que había al otro lado de los fragantes parterres. A pesar del poderío de aquella ciudad, Memnón se sentía vulnerable, inquieto, no sólo por él mismo, sino por su querida esposa Barsina y sus hijos. En ocasiones, cuando yacía en el catre de su austera cámara, Memnón se preguntaba si había hecho la elección correcta. Los demonios le asaltaban, la tentación era casi tangible. ¿Debía quedarse al servicio de Persia? ¿Por qué no huir y ofrecer su espada a Alejandro de Macedonia? ¿Hacer las paces? ¿Era porque el señor Mitra estaba allí? ¿Empezaban sus dudas a delatarle ante los demás? ¿Era porque el Rey de Reyes había pedido, siempre de manera tan delicada y amable, que la esposa de Memnón y su familia fuesen enviados a la corte persa? ¿Y ese espía con el que iba a encontrarse en la vinería del barrio de los tenderos? ¿Era un auténtico espía? ¿O se trataba de un asesino?

—¡Mi señor!

El áspero tono de la voz de Mitra sacó a Memnón de su ensoñación. El rodiano volvió en sí.

—No nos reuniremos con él —anunció.

—¿Qué? —Mitra frunció el ceño.

—Que no nos reuniremos con él —repitió Memnón—. He dado mi palabra. Iré yo solo, armado únicamente con una espada —hizo un gesto hacia Orontobates—. Ninguno de vuestros Secretos, ni guardias, ni soldados.

—¿Cómo sabéis que no es un impostor? —Mitra estaba sentado en el borde del triclinio.

—Porque habló del manuscrito pitio, porque dijo que podía confiar en la palabra de Memnón de Rodas —Memnón caminó hacia la puerta—. Señores, no tardaré mucho, ¡y no deben seguirme!

Memnón salió de la sala y se dirigió a sus aposentos. Cogió su capa militar y se la puso sobre los hombros. Estaba en la puerta cuando advirtió que le faltaba algo, dio media vuelta, cogió la espada del colgador de la pared y se la ató a la cintura. También cogió una pequeña daga de un cofre y se la puso en un bolsillo dentro de la capa. Se quitó los anillos de los dedos y el brazalete de su muñeca izquierda, se puso la capucha y salió furtivamente de los terrenos del palacio. Atravesó las puertas, después de mostrar su pase y se detuvo por un momento, al final de una escalinata en ruinas que llevaba a un templo del dios del mar, Poseidón. Se volvió y vislumbró al mendigo que arrastraba los pies detrás de él. Iba cubierto por una sucia capa, con un robusto bastón de fresno en una mano y una pequeña bolsa de cuero en la otra. Memnón sonrió y continuó andando. No dejaría todo al azar: el mendigo era en realidad uno de sus lugartenientes, que, por si acaso, permanecería a una cierta distancia.

—En esta vida —susurró el rodiano para sí—, no se puede confiar en la palabra de nadie.

Una vez se alejó del palacio, Memnón apretó el paso, empujando y abriéndose camino entre la multitud. Después de la sutil intriga del andron, la luz del sol y el ruidoso tumulto del mercado eran reconfortantes. A los cocineros les iba bien en su negocio, el aire olía a carne de gacela y a pescado asado. El mendigo aún estaba a la vista. Su misión era proteger la espalda de Memnón y asegurarse de que su señor no era seguido. Memnón había ido demasiado deprisa, de manera que mató el tiempo fingiendo escuchar a un cuentacuentos que afirmaba haber visitado las altas nieves del norte: narraba cómo había sido capturado por una tribu de dorados cabellos y ojos tan verdes como esmeraldas que montaba caballos alados y cazaba grifos y enormes dragones. Memnón se quedó mirando la astuta cara del hombre y por un momento se preguntó si sería un espía, uno de los muchos que Alejandro debía de haber enviado a la ciudad para sembrar la discordia. El rodiano siguió caminando. No notó nada raro: ni compras desaforadas, ni histeria disimulada ni aquel horrible temor que se esparce por una ciudad que se prepara para ser asediada.

Se preguntaba si él y Alejandro no eran como actores sobre un escenario, y si a aquella gente en realidad no le importaba quién iba y venía. Se detuvo y alzó la vista hacia el gran mausoleo. Sonrió forzadamente. Lo que nadie sabía, ni siquiera Orontobates, es que en la comisión encabezada por el señor Mitra, Darío había decretado que si la ciudad caía y Memnón debía retirarse, se prendería fuego a todo. Una joven bailarina, con pequeños cascabeles cosidos en sus ropas, se le acercó, chasqueando sus castañuelas y moviéndose sinuosamente para captar su atención. Memnón la apartó y siguió caminando. Llegó al barrio de los tenderos y encontró la calle de la estaquilla, un estrechísimo callejón con tiendas viejas y casas a cada lado, con la basura apilada en montones. Entró en la lúgubre vinería.

—¿Está aquí el visitante de Corinto? —preguntó, dando la contraseña preestablecida.

—Así es, y espera arriba —respondió el rechoncho posadero.

Memnón atravesó la sala, subió por una escalera gastada y abrió la puerta. La habitación estaba oscura y olía a humedad, no había muebles, sólo una lámpara de aceite brillaba en medio del suelo. Un rayo de luz en el rincón opuesto permitía intuir que había una salida a una escalera exterior.

—Cerrad la puerta.

La voz resonó roncamente en la penumbra. Memnón entrecerró los ojos. Pudo distinguir una silueta apoyada en la pared de enfrente. Saltó al notar que algo duro se aplastaba contra el revoque a sus espaldas, y su mano fue directa al mango de la espada.

—¡No hagáis eso, Memnón de Rodas! No deseo haceros daño, pero debo tener cuidado. Vuestros ojos todavía no están acostumbrados a la oscuridad. Hablaremos y me iré. ¡Cerrad la puerta! ¡Sentaos!

Memnón lo hizo. Miró a través de la oscura habitación; la pequeña ventana estaba completamente tapada y la lámpara de aceite estaba colocada más para crear sombras que para iluminar.

—¿Estoy perdiendo el tiempo? —preguntó Memnón con severidad.

—Sabéis que no —la voz hablaba en voz alta. Memnón se preguntó si era una mujer—. Sabéis que no.

El tono cambió de nuevo: esta vez tenía un marcado acento griego, como si el hombre estuviese hablando en koiné, el dialecto comercial de los puertos, y luego, como si imitara a Memnón, se puso a hablar en ático.

—¿Está mi señor Mitra de buen humor? Le he visto llegar —el hablante no esperó una respuesta, y su voz se volvió culta—. «Las palabras son una medicina para el alma que sufre», Memnón.

—Mi alma no sufre —respondió Memnón rápidamente, reconociendo la cita de Esquilo—. Sin embargo, —ahora él citaba del mismo autor teatral, un verso de la obra Agamenón— «Zeus ha ordenado que la sabiduría venga a través del sufrimiento».

Su respuesta fue acogida con unas risotadas.

—¿Qué ocurre? —preguntó Memnón—. «¡Renuncio a tu amistad porque lo mismo soplas con la boca lo que está frío que lo que está caliente!»

—¡Ah, buena cita! —respondió la sombra—. De las Fábulas de Esopo, ¿verdad? ¿De «El hombre y el sátiro»? Bueno, os daré otra del mismo autor, de su maravillosa historia sobre Hércules y el boyero: «No invoques a los dioses si no hay esfuerzo de tu parte». ¿Habrá esfuerzo por vuestra parte, Memnón de Rodas? —de nuevo cambió la voz.

Memnón se preguntaba si no estaba tratando con un actor. Miró a través de la habitación: ahora podía distinguir más detalles. ¿No era una máscara de enano lo que llevaba puesto aquel misterioso visitante? ¿Una de aquellas utilizadas por las compañías ambulantes de actores?

—Sólo es una máscara —respondió la voz a sus pensamientos—. Cualquiera puede comprarlas.

—¿Qué me ofreces? —preguntó Memnón discretamente.

—El Macedonio se acerca —respondió—. Va a venir a Halicarnaso para asediarla. Tiene el manuscrito pitio.

—¿Y qué me ofreces?

—Confusión y caos. Atacaré una y otra vez contra Alejandro y su poderío.

—¿Intentarás matar al Macedonio?

—Si puedo, pero su vida es sagrada. Golpearé a aquellos que le hacen su maldito trabajo. Os proporcionaré información. Traduciré el manuscrito pitio.

De nuevo las risotadas siguieron a un hondo respiro de Memnón.

—Oh sí, Memnón de Rodas, puedo hacer todo eso y más.

—¿Cómo nos harás llegar los mensajes?

—Alzad la vista al cielo —respondió en tono susurrante—. Cuando el asedio comience, daré a conocer mi presencia —la sombra se movió; un bastón redondo, de un metro de largo, rodó por la habitación—. ¡Tomad esto, general! Leed a vuestro Herodoto, investigad la escitala.

—La conozco... ¿Y qué es lo que quieres?

—A cambio, señor Memnón, cuando haya cumplido con mi palabra, quiero medio talento de oro, la protección personal del gran rey...

—¿Y?

—Y el manuscrito pitio.

—¿Para qué? ¿Para descubrir los secretos de la ciudad?

—No, mi señor, por el tesoro que contiene. Dadme vuestra palabra.

Memnón se quedó callado.

—¡Dadme vuestro juramento! —ordenó bruscamente—. ¡Por las vidas de vuestra esposa Barsina y vuestros hijos!

—Te lo doy.

—¡Bien! —la sombra se movió hacia la puerta del fondo—. Volveremos a hablar. ¡Adiós!

La puerta se abrió por un instante: Memnón alcanzó a vislumbrar una silueta antes de que se cerrara de golpe y alguien pasara el cerrojo. Se quedó mirando la oscuridad. No dudaba de lo que le había dicho aquel visitante. Quienquiera que hubiese planeado aquella reunión con tanto cuidado, debía de ser alguien astuto y con mucha confianza en sí mismo. Se inclinó hacia delante y agarró el bastón. ¿Pero tendría éxito?