Capítulo II
«Ada presentó una petición para recuperar el lugar de sus ancestros y solicitó la asistencia de Alejandro.»
Diodoro Sículo, Biblioteca Histórica,
Libro 16, capítulo 24
Orontobates se apoyó en su triclinio y aceptó agradecido los cumplidos de sus colegas.
—Anguilas con salsa de mora —comentó el gobernador persa con orgullo— es una de las exquisiteces que sirven mis cocineros. Debo daros la receta: vino tinto y blanco, orégano y salsa de pescado...
—Un plato excelente —intervino Memnón bruscamente.
Estaba sentado en el borde de su triclinio, con una copa de vino en la mano, mirando hacia los faroles de aceite que colgaban de los árboles. Habían cenado en la terraza privada del gobernador, un recinto con techo que daba al jardín con su elevada fuente en forma de delfín saltando. Al atardecer parecía como si el delfín estuviese tallado en plata pura. El cielo nocturno se había vuelto de un color violeta, rasgado con trazos de rojo dorado mientras el sol se acababa de poner.
—Es difícil imaginar la guerra —murmuró Orontobates.
Memnón observaba a las libélulas revolotear sobre la fuente. En algún lugar más allá del recinto unos músicos tocaban suavemente: Memnón reconoció la cadenciosa melodía, una canción de amor sobre un joven soldado lejos de casa. El aire era cálido y limpio. Las flores de las cestas amontonadas alrededor del recinto acababan de cortarse, y habían sido ligeramente apretadas para que su agradable olor no se perdiese. Las mesas delante de cada triclinio estaban apiladas con platos y bandejas de plata, los restos del festín de Orontobates. El gobernador había bebido mucho, y tenía una mirada de malicioso placer como si estuviese saboreando un secreto muy agradable.
—Mi señor Mitra ha vuelto a Persépolis —Orontobates se inclinó hacia delante y agarró la jarra de vino.
—¡Gracias al Señor de la Llama Oculta! —murmuró Efialtes.
Orontobates alzó su copa y brindó por el tebano.
—Es bueno verle venir y es bueno verle marchar —asintió—. Ha vuelto bien satisfecho por lo que ha visto y oído...
Orontobates se calló cuando una bailarina siria, desnuda si no fuera por un taparrabos plateado, apareció en la entrada. Se inclinó con maliciosa afectación, y los pequeños cascabeles plateados de sus brazaletes tintinearon ligeramente. Tenía un suave rostro infantil, ojos de azabache, nariz respingona y una bonita boca, encuadrado todo con una peluca untada de aceite sujeta con una cinta dorada. Se movía sinuosamente: Orontobates brindó por ella y luego movió los dedos. Por la cara de Memnón se podía decir que el rodiano no estaba de humor para bailar; lo que deseaba era hablar. Orontobates despidió a la muchacha.
—Estáis ensimismado, Memnón.
—¿Están preparados? —contestó éste con brusquedad.
—Salieron de la ciudad hace ya un tiempo —Orontobates sonrió. Alzó la vista hacia las estrellas que brillaban como diminutas joyas plateadas sobre cojines púrpura—. Estarán en posición y darán la bienvenida a mi visitante macedonio. ¿Cómo lo sabíais? —miró fijamente al rodiano—. ¿Cómo sabíais que Alejandro llegaría esta noche a la Villa de Cibeles?
Memnón se encogió de hombros. Rellenó su copa pero añadió tanta agua como vino.
—¿Vos qué creéis, Orontobates? Apuesto cinco daricos de oro a que Alejandro saldrá ileso.
Orontobates movió la cabeza de un lado a otro, calculando la apuesta.
—Acepto —respondió—. Mis hombres son expertos guerreros. Han luchado en los desiertos, en pasos de montaña...
—¿Es que Alejandro no irá bien protegido? —preguntó Efialtes.
—Irá bien protegido —asintió Memnón—. Pero también es impetuoso, como probablemente veamos mañana por la mañana. Cree que está protegido por los dioses. Se considera el nuevo Aquiles, aunque sin ningún talón vulnerable. Estará bien recordarle que es un mortal como los demás.
—¿Cómo lo sabíais? —Efialtes repitió la pregunta sin contestar de Orontobates.
Memnón hizo un gesto hacia el huerto más allá del pequeño pabellón.
—¿Oís a los ruiseñores, Efialtes? Cuando estaba en Rodas tenía un ruiseñor como mascota y siempre empezaba a cantar cuando caía la noche. Para responder a vuestra pregunta, me lo dijeron los pájaros —se rascó el sudor del cuello—. Es mejor que no diga nada más.
Efialtes apartó la mirada para esconder su fastidio. A primera hora de aquella tarde, Memnón les había hecho llamar a él y a Orontobates. Memnón, por una vez, estaba nervioso de entusiasmo, incapaz de contenerse. El señor Mitra se había marchado unos días antes, y Memnón se había dedicado exclusivamente a preparar las defensas de la ciudad. Iba a hacer una referencia ocasional a un espía, a una información valiosa, pero, cuando se reunieron, el rodiano estaba eufórico.
—Primero pensé que el tipo era un embaucador, un farsante —les había confesado. Luego contó a sus compañeros comandantes lo que le habían revelado: que Alejandro estaba a punto de llegar a la Villa de Cibeles protegido por sólo una reducida tropa de asalto. Orontobates se puso eufórico hasta que Memnón siguió con las noticias: el escriba Pamenes había sido asesinado. El espía de Memnón le había confiado que el cadáver del escriba yacía en un cobertizo de la villa y que en su sudario se encontraba su diario secreto. La sonrisa se desvaneció de la cara del gobernador persa. En su entusiasmo, Memnón no le prestó atención.
—Mi espía ha insistido en que tanto el cuerpo como el diario sean robados. Debemos enviar una fuerza de ataque experta.
—Sí, sí —Orontobates había aceptado rápidamente—. ¡El cuerpo y el diario! —el gobernador persa se había puesto nervioso, rascándose la mejilla, atusándose la barba. Al rato, Memnón le había preguntado por qué.
—Pamenes —había suspirado el gobernador persa— era el espía del señor Mitra en la corte de la reina Ada.
—¿Qué? —había gruñido Memnón.
—No sé quién es vuestra fuente, señor Memnón —había comentado Orontobates—, pero parece que sabe bastante. Como he dicho, tanto el cuerpo como el diario deben ser robados. ¡Me ocuparé de ello!
El buen humor habitual de Orontobates había vuelto. Efialtes sabía que los agentes del gobernador persa en la ciudad le habían traído buenas noticias. Orontobates se había decidido por una celebración y había preparado un pequeño banquete en el que sus cocineros se habían superado a sí mismos. Durante el festejo, Efialtes y Memnón estuvieron desconcertados por cómo Orontobates se vanagloriaba constantemente, moviendo los labios en silencio como si saborease una gracia. El gobernador persa volvió a llenar su copa, y agarró las dos asas de plata de ambos lados.
—Tengo un regalo para vos, Memnón —alzó la copa y dio un sorbo—. No sois el único con secretos.
—¿No será otra bailarina? —bramó Memnón—. Si no os lo he dicho mil veces, no os lo he dicho ninguna, Orontobates: ¡sólo hay una mujer en mi vida!
—Lo sé —intervino Orontobates—, la bella Barsina. No, no es una muchacha —golpeteó el lado de su copa con las uñas—. Ni un tesoro, ni una espada, se trata de un eunuco. De hecho, ¡del Eunuco!
Orontobates rió ante su sorpresa. Volvió a dejar la copa en el suelo, se acomodó y dio unas palmadas: su capitán de la guardia apareció en la puerta.
—¡Traed al prisionero!
El capitán se fue y volvió con uno de los individuos más curiosos que Memnón había visto en su vida. Al principio pensó que se debía a la poca luz.
—¡Acercadlo! —ordenó Orontobates.
El hombre, vestido con una bata de la cabeza a los pies, fue empujado hacia ellos en medio del ruido que producían las cadenas y grilletes que tenía alrededor de muñecas y tobillos. Era muy alto, de al menos un metro noventa, y delgado como una aguja. Su extraño rostro, la cabeza calva, y la manera en que le sobresalía el labio inferior le recordaron a Memnón a una carpa recién pescada. No miró a Orontobates sino justo delante de él. El capitán de la guardia le apretó el hombro y le obligó a arrodillarse. El eunuco miró por encima del hombro a su torturador, con la maldad brillando en sus ojos. Se quejó y gimió como si tuviese las rodillas magulladas y, sin que se lo dijeran, se volvió a apoyar sobre los pies. Alzó las manos y se tocó la cicatriz que cubría el lugar en el que debía estar su oreja derecha.
—No es muy buen regalo —murmuró Efialtes.
Memnón estudió sus rasgados ojos, la prominente nariz, aquel labio inferior sobresaliente, preparado para protestar. El prisionero aún rechazaba mirar al gobernador o a sus acompañantes: parecía fascinado por un tapiz que colgaba detrás de Orontobates.
—¿Vais a regodearos? —la voz del eunuco era áspera—. ¿Es para eso que me habéis traído hasta aquí? ¿O me haréis bailar? ¿Voy a ser crucificado? ¿O sólo perderé la cabeza?
—¡Caballeros, caballeros! —Orontobates extendió las manos—. Contemplen a esta criatura y maravíllense. Se hace llamar el Eunuco, un accidente de nacimiento, creo. Carece de lo que la mayoría de hombres tiene entre las piernas.
—¡Y la mayoría de hombres carece de lo que tengo entre las orejas! —replicó el Eunuco.
Memnón le observó más de cerca. El vestido del Eunuco estaba sucio, tenía unos pocos pelos antiestéticos en la barbilla y, cuando se movía, su agrio olor se esparcía entre los fragantes perfumes del pabellón del gobernador. Al lado izquierdo de su cara tenía una cicatriz donde su oreja había sido extirpada, pero eran sus manos lo que fascinaba a Memnón: sus dedos eran largos y finos, curvados ligeramente como las garras de alguna gran ave, con uñas limpias y bien cortadas.
—¿Debo presentarte a mi invitado? —murmuró Orontobates—. Estoy tan contento de haberte atrapado... No vas a ir al campo de ejecución, Eunuco. ¡Oh no!
El cambio en la expresión del hombre fue sorprendente: sus ojos parecían agrandarse, la boca ya no le sobresalía tanto, los labios se separaron descubriendo unos buenos dientes blancos. Se estaba tambaleando hacia delante, pero el capitán de la guardia, un mercenario griego, le agarró por la nuca y lo tiró hacia atrás.
—Como decía —prosiguió Orontobates—, no conocemos el nombre de este sujeto, que se hace llamar el Eunuco y no oculta su deformidad. Algunos afirman que es un amonita, otros que nació en Canaán, hijo de una bruja.
—¡Oh, nada de magia negra ni nigromancia! —exclamó Memnón.
El Eunuco se volvió con una desdeñosa mirada en su cara.
—No, nada de eso —respondió Orontobates—. Nuestro amigo el Eunuco ha recorrido la faz de la tierra. ¡Levanta las manos, Eunuco!
El prisionero obedeció.
—Fijaos en esas manos, esos dedos finos y delgados, señor Memnón. Mis músicos, especialmente mis arpistas, considerarían esas manos como un regalo de los dioses.
—¿Aunque sólo tenga una oreja? —preguntó Memnón.
—Oh, es el resultado de un cliente más bien insatisfecho de hace unos años. El Eunuco es el mejor de los escribas, sea con una tabla de cera, un trozo de papiro o un pergamino. Es un maestro falsificador; en su pequeña bolsa lleva algunas órdenes y cartas, pases y licencias, todas selladas por tal gobernador o tal otro. ¡Incluso ha falsificado el sello del Rey de Reyes! Cualquiera que quiera cruzar las fronteras, tener un contrato de venta falso o una licencia para comerciar, va en busca del Eunuco. Muy raramente les falla. Sólo una vez, ¿eh? —Orontobates se inclinó hacia delante—. ¿Fue un mercader de Damasco? El Eunuco cometió un error, uno muy simple. Redactó un documento en nombre de un oficial de la frontera pero un escriba con ojo de lince, que era miembro de la familia de aquel oficial, se dio cuenta de que la fecha era incorrecta...
—Sólo por unos pocos días —se quejó el Eunuco.
—En cualquier caso —suspiró Orontobates—, los bienes del mercader fueron incautados. Él y sus socios fueron en busca del Eunuco. Debo decir que tuvo mucha suerte de escapar con la única pérdida de su oreja. Nuestro Eunuco es un hombre adinerado al que le gusta jugar. También le gustan las mujeres jóvenes, ¿verdad? Quizás ellas no puedan hacer mucho por él, pero él seguro que puede hacer algo por ellas: ¡nuestro Eunuco es un hombre de secretos!
Memnón de repente se dio cuenta de adonde quería ir a parar Orontobates.
—¿El manuscrito pitio?
—¡Correcto! —sonrió Orontobates—. Eunuco, ¿has oído hablar del manuscrito pitio, el cifrado del arquitecto que construyó las murallas de la ciudad?
—Pensaba que era una leyenda.
—¿Entiendes los cifrados? —preguntó Memnón.
El Eunuco le miró fijamente, con sus negros ojos como la obsidiana, cuyas pupilas estaban tan dilatadas que el blanco apenas se veía.
—¿Eres un traidor? —preguntó Memnón.
—¿Puede nadar un pez? —se mofó Orontobates.
—Sí, creo que eres un traidor —Memnón estiró el brazo y sostuvo la barbilla del Eunuco—. Pero, ¿conoces los cifrados, la escritura secreta? ¿Podrías resolver el código pitio?
—¡Díselo! ¡Díselo! —Orontobates se frotaba las manos.
—Lo que su excelencia el gobernador ha dicho es cierto —confesó el Eunuco—. He recorrido la faz de la tierra, señor.
Memnón retiró la mano. El Eunuco, levantándose, se movió hacia delante sobre sus rodillas hasta que sólo les separó la mesa.
—He estudiado los manuscritos de los templos de Menfis en Egipto y también los de Babilonia. Incluso trabajé durante un tiempo en la ciudad de Delfos.
—Ah sí, el lugar de los oráculos —asintió Memnón—. La escritura secreta de los sacerdotes.
—Puedo dar fe de ello —intervino Orontobates—. Nuestro amigo incluso ha interceptado a mensajeros reales, se ha apropiado de las misivas que llevaban y las ha traducido para aquellos ojos que nunca deberían haberlas leído: por eso hemos estado buscándole por todas partes.
—¿Cómo lo habéis atrapado? —quiso saber Memnón.
—Con un cebo —respondió Orontobates—. Un príncipe mercader, conocido mío, empezó a correr la voz de que necesitaba ciertos pases y licencias. Ofrecía una gran recompensa y nuestro amigo no pudo resistirlo. Lo cogimos en el barrio de los curtidores. Intentó escapar fingiendo ser un mendigo. ¿Qué triunfo, eh?
—¿Traducirás el manuscrito pitio? —preguntó Memnón.
—Podría intentarlo.
—Seguro que lo harás —le amenazó Orontobates—. ¿Has visto ahí fuera el Palacio de la Calavera?
La sonrisa se desvaneció del rostro del Eunuco.
—¿Has visto las horcas? Allí crucificamos a los hombres. Algunos tardan días en morir, ¿verdad, capitán?
—En algún caso, semanas, Su Excelencia.
—Una horrible muerte, la crucifixión —continuó Orontobates, arrellanándose en el triclinio—. Te mantenemos vivo con agua para que el sol no te queme, pero al final, las piernas flaquean. Tú tienes unas piernas largas, Eunuco, y fuertes brazos. Te mantienes arriba hasta que pierdes el sentido una y otra vez, sientes el cuerpo decaer, el tórax se bloquea como una barra de acero alrededor del pecho. Empiezas a ahogarte, así que te empujas hacia arriba y la danza empieza de nuevo. Creo que tú podrías sobrevivir, eh... —entrecerró los ojos, frunciendo la boca—, cuatro, o incluso cinco días.
—¿Qué queréis? —preguntó el Eunuco.
—El manuscrito pitio traducido —ordenó Memnón.
—¿Y si lo consigo?
Memnón se rascó la barbilla.
—Un perdón total por todos los delitos y ofensas. Dos bolsas de daricos de oro, una licencia y un pase para viajar a cualquier lugar del imperio.
—¿Y el tesoro? —el Eunuco levantó la cabeza.
—Ah, ¿así que conoces la historia del manuscrito pitio? —¿El tesoro? —repitió el Eunuco—. Dicen que el arquitecto reveló dónde lo había escondido. Quiero la mitad.
Memnón ladeó la cabeza, estudiando al Eunuco atentamente.
—¿Sabes quién es Alejandro de Macedonia?
—En mis viajes he visto a su ejército.
Memnón metió su mano debajo del cojín. El Eunuco tragó saliva.
—¿Has estado en su campamento? —continuó Memnón.
Efialtes sacó las piernas del triclinio. Orontobates ya no sonreía.
—¿Dónde estuviste antes de llegar a Halicarnaso? —inquirió Memnón.
—Eh...
En algún lugar un arpista rasgueaba las cuerdas, suave y armonio, como una corriente de agua, una cadenciosa melodía. Memnón empujó la mesa a un lado, sacó la mano de debajo del cojín y puso el puntiagudo filo de su daga contra la oreja izquierda del Eunuco.
—Podrías ser crucificado —murmuró—, y, si lo eres, te aseguro que colgarás de esa cruz sin ninguna de tus dos orejas.
—¿Qué ocurre? —bramó Orontobates.
—Me estoy preguntado algo sobre nuestro amigo —respondió Memnón—. ¿Cuánto hace que estás en Halicarnaso?
El Eunuco se mordió los labios.
—Tres días.
Memnón no movió la daga, pero se inclinó hacia Orontobates.
—¿Cuánto hace que vuestro amigo mercader estuvo corriendo la voz de que necesitaba aquellos pases?
—Al menos siete días.
—¿Entonces, por qué no mordiste el anzuelo antes? —Memnón apretó la daga tanto que la cara del Eunuco se contrajo de dolor—. ¿Te digo dónde has estado? Eres un falsificador y un estafador —prosiguió—. Un hombre al que le gustan las diabluras como a un pájaro volar, y no hay un lugar mejor para llevarlas a cabo que en un ejército en marcha. ¿Has estado ocupado entre los macedonios, Eunuco? Falsificando cartas y licencias para acumular provisiones, ¿eh? Mi señor Gobernador, ¿no habéis mencionado una pequeña bolsa que llevaba esta criatura?
—No la hemos encontrado —respondió Orontobates—. El Eunuco visitó una vinería al final del barrio de los curtidores. Se volvió receloso y huyó: su bolsa podría estar en el fondo de algún pozo o escondido bajo un montón de basura.
—Habría sido interesante ver qué había en ella —sonrió Memnón—. Lo veo en tus ojos, Eunuco: te estás preguntando si decir la verdad o mentir. ¿Te gustan las apuestas, los juegos de azar? Apuesta ahora. Si pierdes, te quitaré la oreja y su Excelencia te quitará la vida.
—Es verdad.
El Eunuco estaba temblando. Había intentado mentir, pero los ojos de párpados caídos de aquel mercenario griego parecían leer sus pensamientos más íntimos.
—Cuando el ejército macedonio bajó de las montañas me uní al campamento. Como decís, buscaba posibilidades y allí había muchas. Cualquier extraño que aparezca en un pueblo o ciudad es tomado por amigo del Macedonio...
—Y tratado con respeto —interrumpió Memnón—. Estoy seguro de que llevabas cartas que te proclamaban amigo del rey de Macedonia. ¿Correcto? Por eso te deshiciste de tu bolsa. Por eso ahora estás tan nervioso. Pero, continúa, continúa.
—Me enteré de lo del manuscrito pitio —el Eunuco tragó saliva; su garganta estaba tan seca que sintió que tragaba polvo. Memnón le ofreció su copa de vino, y el prisionero bebió con avidez.
—Todo el mundo sabe que Alejandro marcha hacia Halicarnaso. En el campamento circulaban rumores. Se comentaba que los escribas de la reina Ada estaban intentando traducir el manuscrito pitio.
—¿Y?
—Fui y ofrecí mis servicios.
El Eunuco gimió cuando el cuchillo de Memnón le presionó un poco más, y un hilo de sangre bajó por su mejilla.
—Pero algo fue mal —gritó—. El títere de Alejandro, el brujo...
—¿Aristandro?
—El mismo.
—Supongo que empezó a hacer preguntas, ¿no?
—Sí, sí. Por eso huí. Llevaba cartas macedonias: por eso Aristandro y sus brutos estaban interesados en...
—¿Crees que puedes descifrar el código? —Memnón apartó la daga.
—Por la recompensa —el Eunuco se tocó la oreja izquierda—. Y por venganza. Señor, puedo resolver el enigma, ¡y más rápido que cualquiera de los escribas de Alejandro!
—¿Fue un accidente o un asesinato?
Alejandro de Macedonia se acomodó mejor en su triclinio, con sus ojos de extraño color rojos de cansancio: llevaba el cabello empapado de sudor y el agotamiento le arrugaba las mejillas. La copa de vino que sostenía contenía más agua que el jugo que bebió en Lesbos. Apenas había probado los platos de lamprea, marisco y pollo relleno de olivas, y sólo había comido unos cuantos pasteles de miel y sésamo.
Telamón echó un vistazo alrededor de la sala. Quería asegurarse de que nadie estaba escuchando. Hefestión, amigo del alma de Alejandro, se había quedado dormido sobre el triclinio a la derecha del rey, como el general Ptolomeo, que tras beber dos copas de vino había caído de inmediato en un sueño profundo, con un trozo de pastel aún agarrado entre sus dedos. El resto de invitados, incluyendo a Solán y a los escribas, estaban charlando entre ellos. El mageiros permanecía en la puerta mirando tristemente al rey. Alejandro se volvió y le vio.
—¿Qué le pasa a ese hombre? —susurró.
—Apenas has tocado la comida —murmuró Telamón—. Has herido sus sentimientos. Iba a preparar un plato de anguilas.
—Mi estómago bulle como un cazo sobre el fuego. Pero supongo que... —Alejandro alzó su copa de vino en dirección del mageiros—. ¡Una magnífica cena, señor! —gritó, ahogando toda conversación—. No le hecho el honor, pero es culpa mía, no vuestra. Podéis aceptar este brindis como muestra de reconocimiento.
El mageiros hizo una reverencia y se retiró. Un oficial del Escudo de Plata, una unidad de infantería de élite, cerró las puertas detrás del cocinero y volvió a su puesto de guardia entre las sombras. Él y sus oficiales rodeaban los triclinios de la cena, silenciosos como estatuas, con las manos en las empuñaduras de las espadas, y los ojos en su señor. Otros miembros de la unidad patrullaban las galerías y pasillos o permanecían afuera en el jardín bajo las acacias, los sicomoros y las palmeras. Los músicos ya se habían marchado, rendidos de desesperación. El rey apenas se había dado cuenta de su presencia: había susurrado a Sarpedón, quien estaba tumbado en un triclinio de enfrente, que deseaba paz y tranquilidad más que nada.
—¿Accidente o asesinato? —repitió Alejandro.
—Te lo diré luego —respondió Telamón.
El rey frunció el ceño, en señal de enfado acumulado. Telamón se prometió a sí mismo que sería cauteloso. Dio gracias a los dioses que Casandra no hubiese sido invitada. En ocasiones Alejandro encontraba sus sardónicos comentarios difíciles de soportar.
—Lo que yo quiero saber —insistió Telamón—, es ¿por qué tanta prisa? ¿Cuántos hombres has traído contigo?
—No muchos.
—Podías haber caído en una emboscada.
—Eso nunca ocurrirá.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Mi madre me dijo que seré el conquistador más grande del mundo —Alejandro sonrió—. Marcharé hasta el borde de la costa oriental mientras mi vida esté en manos de los dioses.
—¿Crees a Olimpia?
—Le temo —dio un sorbo de la copa.
—A ella no le agradará saber que has adoptado a otra madre.
Entonces Alejandro inclinó la cabeza hacia atrás y rió.
—¿Te refieres a la reina Ada? Un golpe maestro, ¿verdad? ¡Ahora soy su legítimo heredero! Las ciudades y pueblos leales a ella me han recibido con coronas de oro y guirnaldas de flores. Mi madre verá de qué soy capaz. Ella sabe que sólo hay una Olimpia —el rey bajó la voz—. ¡Demos gracias a los dioses!
—¿Y aún insistes en marcharte mañana temprano?
—Al alba —contestó Alejandro—. Quiero ver las defensas de Halicarnaso por mí mismo.
—Eso también es peligroso.
—¡La vida es peligrosa! —protestó Alejandro, señalando hacia los platos—. Podrían estar envenenados, o una espina se me podría haber quedado clavada en el gaznate.
—¿Y el resto del ejército?
—Están a medio día de camino —Alejandro cerró los ojos—. He dejado a Parmenio al frente; el viejo oso estará conduciendo a sus tropas con la mordacidad de su lengua.
Telamón apartó la vista. Podía imaginarse a Parmenio, con su cara quemada por el sol y el cabello gris, moviéndose a caballo entre las filas de hombres sudorosos, instándoles a que continuaran adelante. Nubes de polvo envolviendo a las diferentes unidades que vociferan canciones subidas de tono. Los oficiales gritando órdenes entre un estruendo de trompetas. El traqueteo de los carros y los estruendosos cascos de la caballería resonando mientras el ejército, como una plaga de langostas, acababa con los productos del campo y secaba sus arroyos y pozos.
—Memnón estará esperándote.
—Y yo le estaré esperando a él. Esta vez le atraparé.
—Él cree que te ha atrapado a ti.
—Es cierto —Alejandro cogió una oliva y la mordió con cuidado—. He visto los mapas. Mis torres de asalto aún están en el mar.
—¿Entonces, qué vas a hacer? ¿Saltar las murallas de Halicarnaso? ¿Ponerte alas como Ícaro y volar hacia el sol?
Alejandro se inclinó en el borde del triclinio, a pocos centímetros de Telamón: su aliento olía a vino, pero ni siquiera el polvo y el sudor podían tapar la extraña fragancia que emanaba su piel. Iba sin afeitar y su barba de tres días, roja y dorada, brillaba bajo la luz de las lámparas de aceite, y su cabello estaba echado hacia atrás descuidado y sin aceitar. Telamón señaló la copa de vino del rey.
—No vayas a beber demasiado.
—No vayas —imitó Alejandro—. Me preocupas, Telamón. Me preocupas en serio —añadió—. ¿No me crees, eh? Piensas que sólo estamos marchando hacia delante y hacia atrás. ¡Mira tus mapas! —susurró el rey—. Cuando caiga Halicarnaso, todos los puertos del Egeo serán míos. Los persas pueden flotar como polvo sobre un estanque mientras yo ataco el centro.
—¿Y por qué no lo haces ahora? —contestó Telamón.
El rey suspiró y se acomodó en el triclinio.
—Podrías evitar la ciudad —continuó Telamón—. ¿O es algo más, Alejandro? Has ganado tu gran batalla en el Gránico. ¿Estás intentando imitar a tu padre, Filipo, el gran asaltador de ciudades? ¿Quieres mostrar, al mundo que ningún lugar, por magníficas que sean sus fortificaciones, puede resistirse a Alejandro?
El rey escupió el hueso de la oliva en la palma de su mano y se la secó con un trapo.
—Pareces estar resuelto a discutir. Te hago preguntas, Telamón, y no respondes.
—Yo sólo quiero saber por qué —declaró el médico—, por qué te vas a plantar delante de Halicarnaso.
—Necesito el puerto.
—No, no es verdad. Aunque tomes la ciudad, Memnón puede retirarse a una de sus ciudadelas y la flota persa podría quedarse allí. Me pregunto...
Alejandro le fulminó con la mirada y guiñó un ojo.
—Halicarnaso... —dijo—. Oye, por cierto, ¿por qué Sarpedón lleva guantes?
Telamón se lo explicó.
—Igual que tu padre, ¿eh, médico? —se burló Alejandro—. Dejó el ejército de mi padre para convertirse en jardinero, en granjero.
—Se cansó de matar, del derramamiento de sangre.
—A muchos soldados les pasa —Alejandro alzó su copa de vino y brindó por Sarpedón, el cual se puso en pie y caminó hacia la puerta.
—¿Qué me estabas diciendo? —insistió Telamón.
—Halicarnaso es una gran ciudad. Más allá de sus murallas yace el magnífico mausoleo. Halicarnaso representa las mejores defensas de la parte occidental del imperio persa. Tienes razón. Si me hago con ella, en contra de todo pronóstico, será mejor que cualquier otra victoria en tierra o mar. Proclamaré al mundo que ninguna fortaleza puede resistírseme.
—¿Y tu padre?
—Filipo duerme en el Hades —masculló Alejandro—. Quiero que se quede allí, ¡que no acose mis sueños!
—¿Aún tienes pesadillas?
Alejandro asintió.
—Fuera del portalón, Telamón, Filipo se dirige al anfiteatro: todos los representantes de Grecia están esperando para saludarle. Pausanias el asesino se aproxima corriendo, daga en mano. Le veo lanzar la estocada. No sé si advertir a mi padre o animar al asesino.
—¿Hablas de esto con Hefestión?
—No —Alejandro parecía sumido en sus pensamientos—. Pero sí conmigo mismo. ¿Mate yo a mi padre? —se dio unos toques en la cabeza—. ¿Recuerdas cuando éramos muchachos en las arboledas de Mieza, recuerdas la academia de Aristóteles? Nuestro gran filósofo, cuando no se estaba pintando las uñas, nos hablaba del alma y de la voluntad. Sostenía que los seres humanos se mueven y actúan en diferentes niveles. Somos lo que pensamos que somos. Somos lo que queremos que los demás piensen de nosotros. Y, finalmente, somos lo que verdaderamente somos. ¿Quise en realidad la muerte de Filipo? ¿Aplaudí en secreto al asesino? ¿Fue Filipo mi padre? ¿O tiene razón Olimpia? ¿Fui concebido por un dios?
—Eres el hijo de Filipo, Alejandro. Eres inocente de su asesinato, aunque tu madre no. Filipo te engendró. Posees su genio.
Los ojos de Alejandro se entrecerraron.
—Puede que incluso seas más grande —continuó Telamón—. Pero más grande en qué, no estoy muy seguro.
Alejandro se puso a reír, y señaló adonde Gentius y Demerata se estaban besando.
—Tengo ganas de escucharle... pero no esta noche —añadió, cansado.
—¿Dónde están Aristandro y sus encantadores muchachos, el Coro?
—Ah, tengo noticias para ti —Alejandro empezó a reír—. Tuvimos que dejar atrás a Aristandro. No se encuentra bien.
—Algo sin importancia, espero...
—Aristandro quiere verte. Sufre un catarro. Sólo confía en ti y ha despedido a los otros médicos, Cleón, Perdicles y Nicias. ¡Dijo que no volvería a poner sus dedos en ningún lugar cerca de su nariz o de sus orejas! Bueno, Telamón, la muerte de Pamenes: ¿asesinato o accidente?
—Podría ser asesinato. Pamenes estaba en su habitación solo.
—¿En la llamada cámara del fantasma?
—Sí, las tablas del suelo crujen, como un barco anclado. Pamenes se levantó pronto esta mañana: bajó a las cocinas a comer un poco de pan, queso y uvas. Luego volvió a sus estudios. El resto del servicio siguió con sus obligaciones. El mageiros y sus pinches han estado muy ocupados en las cocinas. Sabían que ibas a venir, lo cual quiere decir que también lo sabía cualquier espía persa.
Alejandro agitó la mano, desechando la idea.
—Yo estaba en el jardín con Casandra...
—¿Cómo está?
—Tan afectuosa y adorable como siempre.
Alejandro sonrió.
—Sarpedón estaba ocupándose de las flores. Sólo volvió a la casa una vez, para beber algo de vino aguado. Luego se dirigió a la sala de los telares para hablar de los progresos. La discusión fue muy breve —añadió Telamón con sequedad—. Bueno, según Bessos, Pamenes aún estaba caminando de un lado a otro cuando salió de su habitación para asistir a la reunión.
—¿Pero dices que Pamenes llevaba muerto al menos una hora?
—Podría equivocarme —confesó Telamón—. Y que la muerte súbita provocara el enfriamiento.
—¿Y si ha sido un accidente? —preguntó Alejandro.
—Al parecer, a Pamenes le gustaban los animales y los pájaros. Tenía una cesta de alpiste en su habitación y se asomaba por la ventana para dar de comer a los diferentes pájaros, en particular a las palomas que se posaban en el alféizar. He estado en su habitación. He cogido un poco de alpiste y me he asomado a la ventana. Es bastante posible que Pamenes se haya inclinado hacia delante, haya perdido el equilibrio, y haya caído. Es un accidente bastante común. Cayó rozando la casa, pues la rodilla izquierda estaba ligeramente arañada —Telamón dio una palmada—. Su cabeza golpeó el pavimento, un caminó de ladrillo rojo construido alrededor de las paredes para evitar la humedad. La muerte debe de haber sido instantánea; tenía el cráneo aplastado.
—¿Una caída así mataría a un hombre?
—Sí. ¿Recuerdas las lecciones de Aristóteles sobre el movimiento? Es posible que durante unos pocos segundos Pamenes luchara para recobrar el equilibrio y puede que eso haya dado más peso y velocidad a su caída. Cayó dando una o dos vueltas, y la cabeza chocó contra el duro suelo.
—¿Pero no gritó? ¿Seguro que nadie le oyó?
—La habitación de Pamenes está separada de la de Bessos en el exterior por un pequeño contrafuerte de unos treinta centímetros de ancho. Puede que haya caído en silencio, o que el grito haya sido inaudible —Telamón señaló a Gentius y Demerata, que aún se miraban con adoración el uno al otro—. Nuestro maestro actor y su esposa estaban preparando su obra al sonido de los platillos, lo cual estaba distrayendo a todo el mundo.
—¿Ha podido entrar alguien en el dormitorio y haber tirado a Pamenes?
—Las puertas estaban cerradas, y no había señales de lucha. No hay ninguna otra marca o contusión en el cuerpo de Pamenes que no pueda explicarse por una caída repentina.
—¿Podría alguien entrar y cerrar la puerta, convencer a Pamenes para que se acercase a la ventana, empujarlo y escapar por el alféizar?
—Y yo he pensado lo mismo —asintió Telamón—. Pero a Pamenes le habría dado tiempo para forcejear, y no hay desorden en la habitación. He examinado el alféizar: está cubierto de polvo y excrementos de pájaro. Te aseguro que nadie ha caminado por ahí.
—¿Podrían haber escalado? —Alejandro estaba disfrutando con aquel interrogatorio.
—No, a menos que fuese un mono o una mosca. He hecho inspeccionar la villa. No hay escaleras para subir hasta esa altura.
Alejandro apoyó la cabeza en el brazo del triclinio. Telamón no sabía si iba a ponerse a dormir o a pensar.
—¿Pamenes tenía enemigos? Mira a tu alrededor, Telamón: ¿y ese sacerdote con la extraña máscara? Pamenes no le gustaba.
—Había resentimiento entre ellos —reconoció Telamón— por una dama de la corte de la reina Ada. Bessos era bastante amable con Pamenes: sentía una gran admiración por su destreza. Solán estaba celoso: al parecer, la reina Ada estaba prestando a Pamenes más atención de la que debería.
Ambos se quedaron mirando al escriba mayor, con su lacio cabello cayéndole por la cara. A pesar de su aspecto escuálido, cogía la comida con tanta avidez como un buitre la carroña.
—Si no recuerdo mal —dijo Alejandro, arrastrando las palabras—, Solán fue quien escogió la Villa de Cibeles. Bueno, él y Sarpedón, pero fue Solán quien tomó la decisión final. También contrató al mageiros. ¿Nuestro cocinero no trabajó una vez en las cocinas del gobernador de Halicarnaso hasta que se hizo una investigación sobre ciertos platos que faltaban? El tipo decidió inmediatamente unirse a la corte de la reina Ada.
—¿Estás diciendo que podrían ser asesinos, espías? —Telamón puso mala cara—. Es posible: Darío y Memnón, por no decir el señor Mitra, pagarían un tesoro por tener tu cabeza —hizo un gesto hacia los platos—. El propio Sarpedón ha probado tu comida.
—¿Y qué dices de él? —Alejandro se incorporó—. Ah, por cierto, ¿adonde ha ido?
—Sarpedón es un buen soldado —contestó Telamón—. Serio con sus obligaciones, aunque no muy culto. Por lo que tengo entendido le gustaba Pamenes. Él y Bessos a menudo compartían una copa de vino con él.
Telamón se quedó mirando las lámparas de aceite que ardían con luz parpadeante en sus cuencos.
—¿Recuerdas lo que decía Aristóteles? ¡Observa la evidencia! —murmuró—. Lo que es posible debe ser probable. Toda evidencia alrededor de la muerte de Pamenes señala hacia un desafortunado accidente.
—Te conozco, Telamón, quizá mejor que tú a mí —susurró el rey.
Telamón echó un vistazo a su alrededor. Los escribas, los demás invitados y los oficiales habían bebido mucho. Las copas y los platos producían un estruendo increíble. El tono de la conversación había subido. Algunos estaban pidiendo a gritos que volviesen a encender alguna lámpara. Ptolomeo roncaba con la cabeza colgando, Hefestión trataba de mantenerse despierto.
—Hay coincidencias y coincidencias. La muerte de Pamenes —explicó Telamón—, parece un desafortunado accidente.
- ¿O se hizo que pareciese un desafortunado accidente?
—Exacto. Él estaba trabajando en el manuscrito pitio.
—Aristandro también —Alejandro rió—. Menos cuando se está quejando de la nariz. Le ofreció ayuda un granuja llamado el Eunuco, que ha estado ocupado falsificando permisos y licencias. Sin embargo, antes de que los encantadores muchachos de Aristandro pudiesen ponerle sus delicadas manos encima, huyó del campamento. Ahora probablemente esté trabajando para Memnón en Halicarnaso.
—¿Es bueno? —preguntó Telamón.
—Cuanto más sé de él, más deseo que Arístandro no hubiese sido tan impetuoso. Es un hábil falsificador. Hace falta un hombre astuto para atrapar a un hombre astuto... es por eso que te necesito, Telamón —Alejandro hizo una pausa para beber un sorbo de su copa—. ¿Estaba Pamenes cerca de descifrar el código?
—Sarpedón sentía un gran respeto por él, como Bessos —respondió Telamón—. He estado examinando los manuscritos de Pamenes. Había algo extraño en aquella habitación —Telamón se mordió el labio—. Pero no sé qué es. Todo estaba en orden. En cualquier caso, encontré una tabla de cera en su caja de madera. He recordado una historia de Herodoto sobre cómo los espartanos fueron advertidos de la inminente invasión de Jerjes: el mensaje no estaba escrito en la cera, sino debajo, tallado en la caja de madera.
—¿Entonces has encontrado algo?
—Así es. «Epsilon» y «Pente».
—¡El nombre griego de la letra «E» y del número «5»! —exclamó Alejandro.
—Y algo más: un verso de la Antígona de Sófocles. «Imposible conocer...» —Telamón hizo una pausa—. Sí, eso es: «Imposible conocer el alma, los sentimientos y el pensamiento de ningún hombre».
—«Hasta que no se le haya visto en la aplicación de las leyes y en el ejercicio del poder» —Alejandro acabó la cita—. No podría pensar en unos versos mejores para describirme a mí mismo.
—He encontrado la cita en un pedazo de pergamino —explicó Telamón—. Pamenes ha marcado la letra «E» de cada palabra —se encogió de hombros—. No puedo decir más que eso. También he encontrado un bastón y unos cuantos pedazos de pergamino, pero nada más.
—¿He oído que citabas a Sófocles? —gritó Gentius.
Telamón levantó la vista. Gentius tenía un oído más fino de lo que pensaba. ¡Habría que tenerlo en cuenta! ¿O es que podía leer los labios? Telamón había conocido a actores que poseían aquella habilidad. ¿Había estado Gentius siguiendo su conversación?
Mientras tanto, Alejandro había cogido un racimo de uvas y las estaba lanzando en la boca abierta de Ptolomeo. Hubo un alboroto en la puerta, y Sarpedón se acercó a toda prisa.
—He alertado al capitán de la guardia —murmuró a Telamón.
—¿Qué ocurre? —Alejandro se dio la vuelta.
—Mi señor, será mejor que permanezcáis donde estáis —susurró Sarpedón—. Puede que me equivoque. No quiero que se rían de mí como de un niño que se queja de los ruidos de la noche.
Telamón se levantó del triclinio y siguió a Sarpedón fuera. El pasillo estaba frío; las puertas habían sido abiertas. Los soldados se estaban armando con sus corazas musculadas y escudos plateados. Se sujetaban las faldas grises de piel con la correa púrpura, la insignia de su unidad, y se ponían cascos beocios que les protegían las orejas y la nuca. Un oficial estaba comprobando espadas y cinturones.
La puerta que daba al patio exterior se abrió de golpe. Un fornido individuo entró con grandes zancadas, con la barba y el pelo muy cortos, la cabeza cuadrada y la cara como un membrillo retorcido. La gran cicatriz que le atravesaba la cara le había vaciado su ojo derecho, y se curvaba hasta debajo de la oreja. Iba vestido con una coraza de cuero, falda y botas de marcha en los pies. Su gruesa capa negra, forrada de piel de oso, le proclamaba como Cleito el Negro, guardaespaldas personal de Alejandro. El horrible rostro de Cleito estaba adormecido; en una mano sostenía una jarra de vino, en la otra una pierna de pollo medio roída. Echó un vistazo a su alrededor, y con su ojo bueno miró a Telamón con el ceño fruncido.
—¿Qué ocurre, médico? ¿Ha empezado el banquete?
—Ya ha acabado —replicó Telamón—. Llegaste, tiraste tus riendas a un mozo de cuadra y cogiste esa jarra y esa carne de la cocina. Al minuto siguiente estabas roncando en uno de los establos.
—¿Qué es todo este alboroto? —Cleito colocó la jarra y el hueso de pollo en una mesa. Sarpedón se acercó; Cleito le reconoció y le dio un apretón de manos—. ¿Queréis estaros quietos? —gritó a los soldados que aún se preparaban.
Los hombres se quedaron tan quietos como ratones ante un gato. Un paje entró corriendo con el cinturón de combate de Cleito y se lo abrochó. Sarpedón hizo un gesto tanto a Cleito como a Telamón para que le siguiesen hasta el patio bañado por la luz de la luna. Telamón miró a lo lejos. Las puertas del otro extremo estaban abiertas; más allá estaban los jardines, oscuros y silenciosos. Sarpedón se detuvo y se quedó mirando hacia la noche como si pudiese ver algo. Desde la casa se oyó el ruido de pasos corriendo, y gritos de órdenes.
—¿Qué ocurre? —exigió Cleito, tambaleándose peligrosamente de un lado a otro.
—No estoy muy seguro —contestó Sarpedón—. Pero creo que estamos siendo atacados.
—¿Qué? —rugió Cleito.
—No quiero que me tomen por un cobarde —alegó Sarpedón. Señaló hacia la puerta—. Estaba ahí con una sirvienta tomando el fresco de la noche. Estoy seguro de haber oído el chirrido del acero y un grito ahogado. Recordé que un criado y su moza se habían marchado un poco antes —suspiró—. ¡Hay alguien ahí fuera que no ha sido invitado al banquete del rey!