Capítulo 11

Salimos fuera y nos adentramos en la noche. María me agarró del dedo, dando saltitos como una jovencita esperando para bailar mayos. Era noche de carnaval, y la multitud circulaba en masa. Afortunadamente, las calles de Florencia por la noche son seguras. María nos condujo de vuelta a aquel lugar a través de callejuelas donde el único ruido era el maullido ocasional de un gato o el quejido de algún mendigo. Me detuve ante una ventana y miré adentro. Una joven estaba tocando la viola con suavidad y gran habilidad; su voz era dulce y entonaba unas palabras que no pude entender. Sin embargo, el compás de aquella música se quedó suspendido en mi cabeza y entonces maldije a los príncipes poderosos y cardenales corruptos que me apartaban de tales placeres y me obligaban a adentrarme en el lodo inmundo de bus juegos siniestros.

Por fin llegamos a la entrada de la casa de Borelli. La puerta principal estaba cerrada con llave. Benjamin la aporreó con la empuñadura de su daga hasta que un anciano de ojos reumáticos al que se le caía la baba la abrió. María habló con él; luego nos miró.

—No sabe si el señor Borelli está, pero sí está su amigo.

Benjamin sacó una moneda de su bolsa y se la puso al anciano delante de las narices.

—María, decidle que describa al señor Borelli.

El hombre, con los ojos mucho más vivos ante la presencia de la moneda, balbuceó una respuesta. María nos miró con aspecto apenado y sacudió la cabeza.

—Señor Daunbey, algo no encaja. Según el abuelo, Borelli tiene el cabello castaño rojizo.

—Bueno, entonces ¿quién era el hombre que conocimos? —pregunté yo.

Benjamín sacó otra moneda de la bolsa. La depositó en la mano sucia de aquel hombre y se coló en la casa. María y yo lo seguimos. El anciano no protestó; más bien daba saltitos de alegría contemplando con emoción las monedas que había ganado con tanta facilidad. La puerta del estudio de Borelli estaba cerrada. Mi señor la forzó con su daga hasta que se abrió y pudimos entrar. No había luz en el cuarto. Escudriñando en la oscuridad pude ver que el lienzo sobre el cual el artista había estado trabajando estaba tirado en el suelo.

Al principio no hacíamos más que tropezamos y soltar toda clase de injurias. Por fin María encontró unas velas, que yo encendí. Sin embargo, todavía seguía caminando con cuidado, el miedo me erizó los pelillos de la nuca y el estómago empezó a hacerme ruido. Aquella habitación olía a muerte. Entonces vi una mano sobresaliendo entre unas tablillas de madera amontonadas en una esquina de la habitación.

—¡Señor! —grité mientras retiraba las tablillas.

Detrás, reclinado contra la húmeda y agrietada pared se encontraba el hombre que habíamos conocido unas horas antes. Su garganta era un tajo rojo brillante que iba de oreja a oreja, su charro jubón estaba empapado de sangre seca. El rostro le brillaba pálido bajo la luz parpadeante de las velas.

—Bueno, ya hemos encontrado a uno de los artistas. —Benjamín suspiró—. Ahora falta descubrir dónde está el otro.

No andaba muy lejos. En una pequeña sala adjunta, una diminuta guardilla que servía como dormitorio, el pintor de cabello castaño rojizo yacía sobre la cama, con la cabeza colgando y los ojos todavía abiertos. También le habían abierto la garganta. Benjamín y yo salimos de allí enseguida, Mi señor se sentó en un taburete.

Borelli —dijo pensativo— pinta para el rey de Inglaterra un retrato encargado por lord Francesco Albrizzi o por es cardenal Giulio de Médicis. El cuadro es entregado en Inglaterra. Luego nos envían a Florencia para que invitemos al pintor a nuestra corte. El hombre que está detrás de esas tablillas de madera mata al artista y finge ser Borelli ante nuestra presencia; sin embargo, ahora él también está muerto. Por lo que a alguien le debía de preocupar que habláramos con el verdadero Borelli o, quizá, que lo invitáramos a la corte inglesa.

—Así que debemos preguntarnos, señor, quién sabía que íbamos a venir aquí. El bastardo del rey y vuestro querido tío, aunque Florencia está muy lejos para que puedan haber intervenido en esto. Los Albrizzi lo sabían, igual que el cardenal Giulio de Médicis y el canalla del Maestre del Ocho.

—Yo descartaría a ese último —dijo Benjamín—. Ya has visto cuál es su estilo, Roger. Hubiera arrestado a Borelli en alguna mazmorra y luego lo habría interrogado. Con lo que nos quedan los Albrizzi y el cardenal. ¿Cuál de ellos será?

Se puso en pie.

—Registremos este lugar.

—¿Qué estamos buscando, señor?

—Cualquier artista que se precie siempre hace bocetos a carboncillo antes de pintar la obra en el lienzo. Busquémoslos. Quizá también encontremos la hoja de pedido.

Registramos aquellas habitaciones de arriba abajo. Incluso María se escurrió por todas partes como una ardilla, hablando por los codos. Pero no había ni rastro del pedido. El viejo portero subió a preguntarnos qué pasaba, pero se marchó sonriendo cuando Benjamín le depositó en la mano otra moneda. Al final dejamos de buscar, sudando y respirando con dificultad en medio de la habitación, contemplando el caos que habíamos formado a nuestro alrededor.

—¡Nada! —exclamó Benjamín—. Quienquiera que fuera la persona que le hizo el encargo debe de haber insistido en que todos los bocetos fueran destruidos. —Se dio una palmada en el muslo—. Y el original está en Inglaterra.

—He encontrado algo. —María estaba de pie en la puerta entreabierta del dormitorio—. Esto es Florencia, y aquí cada artista tiene su propia libreta. —Me entregó el libro de cubiertas desgastadas—. Hacia la mitad —me dijo.

Nos arrodillamos en el suelo y, bajo la luz de la vela, estudiamos con cuidado el esbozo hecho a carboncillo que, en mi opinión, era una de las claves del misterio. Aparecía el rey Enrique arrodillado ante la tumba de su padre, con las manos juntas y la más beata de las expresiones en su mofletudo pero terso rostro. También pudimos ver las banderas, la estatua de san Jorge, las vasijas de flores y unos extraños garabatos en un margen.

—¿Te dice algo, Roger? —me susurró Benjamín.

Estudié el dibujo en busca de alguna pista. Estaba seguro de que Borelli, aparentemente un artista con mucho talento, había sido brutalmente asesinado simplemente porque sabía demasiado.

Benjamín cerró la libreta de un golpe.

—No es el cuadro, pero al menos me refrescará la memoria. ¡Vamos! Volvamos a la villa. Los Albrizzi estarán esperándonos, y también el asesino.

Lo miré con la boca medio abierta.

—Señor, ¿sabéis quién es?

Si y no, querido Roger. ¿Habéis oído alguna vez hablar de les luttes de la nuit, «los combates nocturnos»? Se trata de violentos duelos que están muy de moda ahora en París. Tres o cuatro espadachines, a veces más, se encuentran en una habitación vacía prácticamente a oscuras. Se cierran las puertas y el duelo empieza. Pues bien, este caso es muy parecido. Hemos atrapado a otros asesinos antes, Roger, pero esta vez es algo diferente.

—¿Queréis decir que hay más de un asesino?

—Sí, el asesino y los que lo ayudan a mover los hilos.

—Decidme quién es —suplicó María—. Por favor, decídmelo.

Benjamín la miró y sonrió.

—No puedo. Pero cuando volvamos a la villa de los Albrizzi debemos hacerle ver al asesino que sabemos un poco más que él. —Sonrió de oreja a oreja—. ¡O que ella!

Salimos de aquella casa y caminamos de nuevo por las calles. Benjamín contrató los servicios de dos mozos para que nos iluminaran el camino con un farol hasta que llegamos a la taberna en la que habíamos trabado los caballos. Las puertas de la ciudad estaban cerradas, pero un guardia de aspecto huraño nos dejó pasar por una puerta con postigos. Seguimos el camino que se metía en la campiña. Hacía una noche espléndida, no había ni una sola nube en el cielo y las estrellas parecían diamantes que colgaban encima de nuestras cabezas. Una brisa suave y cálida procedente de las colinas traía consigo un agradable olor a pinos y viñedos.

María no dejó de darnos la lata, rogándole una y otra vez a Benjamín que le dijera lo que sabía. Al final se dio por vencida y, recuperando de nuevo su buen humor, nos adelantó con su pequeño borrico. Me incliné y le pregunté a mi señor el nombre del asesino. Benjamín me contestó con un susurro. Lo miré perplejo.

(Perdonadme, ya está importunándome de nuevo mi capellanucho; no puede estarse quieto ni un momento, y ahora ha lanzado la pluma sobre la mesa: dice que él también quiere saberlo inmediatamente). Un buen golpe los nudillos vuelve a ponerlo de nuevo en su sitio. Si no lo he dicho mil veces, no se lo he dicho ninguna: mientras le dicto mis memorias, no me gusta adelantar acontecimientos. No pienso revelar lo que va a suceder a continuación. Me hizo lo mismo cuando lo llevé a ver Ricardo III de William Shakespeare hace aproximadamente un año. Entre acto y acto no hacía más que preguntar: «¿Qué va a pasar ahora, señor? ¿Qué va a pasar?», interrumpiendo cada dos por tres la conversación filosófica que mantenía con una joven que me acompañaba aquel día. ¡Realmente puede llegar a ser un estorbo! Pero me vengué. Al final de la obra, cuando el público se dedicaba a lanzar fruta podrida al pobre Burbage, que hacía de malo, yo le lancé a él todo que llevaba).

Mi señor me estaba insinuando las razones por las que había llegado a aquella conclusión, pero tuvo que callar de inmediato, pues María, intrigada por nuestro cuchicheo, tiró de las riendas y se unió a nuestro paso.

La villa de los Albrizzi estaba bañada de luz y de música cuando llegamos. Como os dije, era carnaval y toda la familia se encontraba celebrándolo. Sentados de nuevo en aquel hermoso jardín, estaban cenando cordero frito con especias y se habían propasado con el vino. Alessandro estaba allí, con su herida y su cara de malas pulgas. Sin embargo, me encantó ver esa mirada de adoración a un héroe en los ojos de las damas, que aumentó cuando María describió el duelo de la taberna. Benjamín le había ordenado que no hiciera ninguna referencia a la visita al cardenal, al estudio de Borelli o al Maestre del Ocho. Y yo, por supuesto, pronto olvide el dolor de cabeza y del brazo y me hice el héroe. Lord Roderigo se mostró de lo más amable conmigo.

—¡Venid, venid con nosotros!

Yo, sobrio como un juez, ya que el vino que había bebido en la taberna me había bajado ya a la punta de los pies, actué como un Héctor que vuelve de la guerra. Me retiré disculpándome por mi sucia vestimenta; mientras Benjamín y María se lavaban las manos y la cara en unos barreños de agua de rosas, yo fui al establo a echar una ojeada a los caballos antes de subir a la guardilla a cambiarme. Mientras me desnudaba maldije a todos los príncipes, ya que desde que había empezado esta aventura había destrozado más trajes buenos de los que había tenido durante todo el año pasado. Estaba completamente desnudo como el día en que vine al nudo cuando alguien llamó a la puerta.

—¡Adelante! —grité.

De repente me acordé de que andaba suelto un asesino, así que corrí a resguardarme detrás de mi alforja y me use una toalla alrededor de las partes más preciadas de mi anatomía. Cuando me di la vuelta, lady Bianca se encontraba frente a mí, con los ojos brillantes, humedeciéndose os labios como si fuera una novilla y yo un toro premiado en Smithfield.

—¡Oh! —exclamó con tono de lamentación—. Señor Shallot, estáis malherido.

Se acercó haciendo eses a causa de las copas que se había tomado, y acto seguido me acorraló con su vestido de tafetán, su hermoso rostro levantado, mirándome con los ojos entornados y los labios medio abiertos.

—¿Queréis que os cure las heridas? —me preguntó con un ronroneo de voz. Luego soltó una carcajada—. Cuando volvisteis pudimos oleros antes de que aparecierais ante nuestros ojos. Pero vos sois todo un hombre, señor Shallot, —bajó la mano y me tocó la entrepierna—. ¡Desde luego que lo sois!

(Perdonadme otra vez, los hombros de mi pequeño capellán se han puesto rígidos y no está escribiendo como debería. ¡Ah!, sé lo que está pensando, el muy canalla: «Ya está de nuevo el viejo Shallot revolcándose con cualquiera que lleve enaguas». Pues se equivoca: no pasó nada. «¡Vaya!», dice con un suspiro de decepción).

Lady Bianca empezó a excitarse y yo también, aunque estaba petrificado. Dos duelos en un solo día era tentar demasiado a la suerte. No quería a ningún Roderigo enfurecido y con sed de venganza. Finalmente mi virtud se vio a salvo cuando alguien más llamó a la puerta. Lady Bianca se separó mi lado. Me tapé de nuevo con la toalla y entró Beatrice.

—Madre, ¿puedo ayudaros?

Si no me hubiera sentido tan aterrorizado me habría puesto a reír a carcajada limpia. Bianca adoptó entonces el aire de una duquesa alarmada.

—El señor Shallot ha sido herido, podría necesitar nuestra ayuda.

Beatrice bajó la vista y miró el bulto debajo de la toalla.

—Sí —contestó con sequedad—. Ya lo veo, pero lord Roderigo os está esperando.

Abrió la puerta y su madre salió por ella. Beatrice la cerró tras de sí y me sonrió.

—Quizá mañana por la noche, señor Shallot. Los criados irán al carnaval. Quizás entonces pueda curaros esa herida.

Yo me limité a asentir. Me volvió a sonreír y salió dando un portazo. ¡Pobre Beatrice! ¡Pobre Bianca! ¡Pobres Albrizzi! Años más tarde mi señor me confesó que cometió un terrible error aquella noche y me veo obligado a estar de acuerdo con él. Regresé, una vez vestido y aseado, al banquete. Benjamin ya se había sentado y estaba inventándose toda clase de historias sobre nuestra visita a Florencia. ¡Oh!, la velada fue maravillosa; era más de medianoche, la hora bruja en la que se cometen asesinatos. Benjamín me esperaba mientras seguía hablando, comparando Florencia con Londres.

—¿Cómo encontrasteis al cardenal? —interrumpió Enrico.

—Oh, fue muy amable con nosotros.

—¿Y Borelli? —preguntó lord Roderigo.

—Me ha prometido que considerará nuestra oferta —mintió Benjamin—. Es muy probable que nos acompañe de vuelta Inglaterra.

Escondí la cara en el fondo de la copa de vino, incomodado por la forma en la que Bianca y Beatrice me estaban mirando.

—Entonces —empezó a decir Alessandro con calma—, ¿pensáis volver a Inglaterra sin desenmascarar al asesino e mi padre?

—¿He dicho yo eso? —preguntó Benjamín. Paseé rápidamente la mirada por la mesa. Las mentiras que Benjamín había estado contando hasta el momento no habían provocado más que algún parpadeo de asombro o perplejidad, pero el comentario que acaba de hacer fue como una corriente de aire frío atravesando la brisa cálida y perfumada de aquel jardín. Beatrice no hacía más que mirarlo inclinándose sobre la mesa. Se tocó la muñeca.

—¿Qué queréis decir?

Benjamín dijo deliberadamente:

—Creo que sé quién es el asesino.

—¡Decídnoslo! —ordenó Giovanni derribando de un manotazo una copa que había sobre la mesa—. ¿A qué esperáis?

—No puedo —se excusó Benjamín—. Todavía no tengo pruebas suficientes. —Cogió su copa de vino—. Y ya os he dicho demasiado. Nadie de esta mesa tiene por qué sentirse amenazado.

¡Oh, Dios mío, la locura de la juventud! ¡Y nosotros que pensamos que era un buen plan! Pero, en realidad, ¿quién puede llegar a entender la mente de un asesino, seguir los siniestros caminos de su corazón? ¿Quién puede percibir con claridad la oscuridad de su alma? Benjamín ya había utilizado la misma técnica con anterioridad para poner nervioso al asesino. Pero este caso era diferente. Estábamos jugando al ajedrez con vidas humanas y el asesino movía más rápidamente que nosotros. Dios sabe que todavía me arrepiento. Sin embargo, el terrible y sangriento desenlace del asunto de los Albrizzi estaba predestinado y podía haber sucedido de todos modos.

A partir de ese momento, la cena dejó de tener ningún interés para nosotros. Benjamín y yo nos retiramos; estaba muerto de cansancio y empezaba a sentir los efectos del vino. Echamos el pestillo de la puerta y, a pesar de la cálida noche, nos aseguramos de cerrar bien las ventanas. Luego comprobamos que no hubiera nada en nuestras camas. Dormí como un tronco hasta la mañana siguiente. Benjamín y yo pasamos el resto de aquel día encerrados en nuestra habitación (incluso nos deshicimos de María), intentando recordar todo lo que había pasado y descubrir la verdad entre tanta porquería. No podíamos demostrar nada, no teníamos ninguna prueba material, sino sólo una solución que parecía lógica ante el enigma que se nos presentaba.

Por la tarde se dispensó a los criados de la villa de su servicio para que acudieran al carnaval de la ciudad. Sólo se quedaron el viejo cocinero y su mujer. El silencio reinaba en la villa de los Albrizzi. Oímos a Enrico gritar en el patio que se marchaba a la ciudad y que no volvería hasta el día siguiente. También oímos otros ruidos, pero parecía que todo funcionaba con normalidad en la casa. Varias personas bajaron al refectorio a comer los platos fríos y la fruta que los criados habían dejado preparados antes de marcharse.

Benjamín fue abajo y regresó con María.

—Los Albrizzi —dijo— frecuentan el establecimiento de una boticaria, una anciana que vive en una aldea de por aquí. Quizá podría ayudarnos.

María casi bailaba de emoción, haciendo palmas con los ojos brillantes.

—¡Nos iremos! ¡Nos iremos pronto! ¡Sé que sí! —exclamó—. ¡Por fin podré salir de este nido de víboras y volver a Inglaterra! ¿Podré quedarme con vos? Tengo dinero ahorrado en el banco.

Miré a Benjamín, que sonrió y asintió.

—Por supuesto que en mi feudo hay sitio para alguien tan alegre como vos, María, pero primero debemos terminar con este asunto. —Me dirigió una mirada de advertencia—. Ve al pueblo con María. Luego hablaremos con lord Roderigo.

Cogí mi capa y mi talabarte y bajé a los establos, donde nos encontramos con Giovanni, que, sentado en un banco, jugaba solo a los dados. Nos observó sin levantar la cabeza; sus cabellos negros le caían por la cara, casi ni ocultándosela. No nos dijo ni una palabra ni yo tampoco le dije nada. Ensillé el burro de María, que aceptó gustoso un trozo de pan blando. Salimos de la villa y nos dirigimos, a la aldea. Ya entrada la tarde el sol hacía resplandecer las paredes de las pequeñas casas pintadas de blanco. Cerdos, gallinas y perros se nos cruzaron en medio del camino de guijarros. Mujeres vestidas sólo con una bata nos observaban desde la puerta de sus casas. María iba al frente y al llegar a la sombra que proyectaba una iglesia del pueblo, se detuvo y llamó a la puerta de una casa. La viejecita que la abrió, menuda pero muy enérgica, no era mucho más alta que María, a quien reconoció y saludó con amabilidad. Finalmente nos invitó a entrar. Era la curandera de la localidad, según me explicó María, y se llamaba Richolda. La casa era muy austera, el suelo estaba muy desgastado y las paredes cubiertas con cal. Una mesa larga y algunos taburetes constituían todo el mobiliario. De las vigas del techo colgaban trozos de carne y algunas verduras y en la chimenea las cenizas se acumulaban en un montoncito. La única diferencia que había entre esta casa y la choza de cualquier otro campesino era la fragancia dulce y agradable que desprendían unos pequeños botes, dispuestos sobre las estanterías, que contenían una mezcla de hierbas y especias. Richolda se sentó y le hice algunas preguntas sobre plantas y flores, que María se encargaba de traducir. La anciana, emocionada por las monedas que coloqué sobre la mesa, respondió con efusión, asintiendo la mayoría de las veces con la cabeza en señal de acuerdo con lo que yo estaba diciendo. María me miraba perpleja y finalmente preguntó qué sentido tenían todas aquellas preguntas.

—Ya lo veréis —le contesté—. Al final, ya lo veréis.

Quizás estuvimos un rato más de lo que en un principió habíamos pensado. Richolda preparó una bebida de hierbas con jugo de naranja y de limón, muy refrescante. Luego, cuando empezó a oscurecer, recogimos nuestros caballos y nos encaminamos de vuelta a la villa de los Albrizzi. María hablaba por los codos, diciendo lo mucho que me podía ayudar en Inglaterra y prometiendo que no sería para nosotros ningún estorbo.

(¡Oh, Dios mío! Tengo que hacer un alto. Las lágrimas acuden a mis ojos. Incluso ahora, setenta años más tarde todavía puedo recordar aquella pesadilla. Una desgracia tras otra, tal y como dijo Will Shakespeare).

Pero debo continuar. Volvamos a aquel polvoriento camino sobre el que iba cayendo la noche. Recuerdo la hermosa oscuridad azulada de la Toscana, las estrellas sobre nuestras cabezas iluminando el cielo, la dulce fragancia de los viñedos, el suave movimiento de los cipreses en aquella cálida brisa nocturna, el sonido de los cascos de nuestros caballos, la charla de María mientras llegábamos a la villa de los Albrizzi y entrábamos en lo que fue una pesadilla infernal.

Mientras desmontábamos en el patio de guijarros de los establos los pelos de la nuca se me erizaron, un escalofrío recorrió mi espalda y se me hizo un nudo en el estómago, señales inequívocas de que el peligro acechaba y de que debía estar en guardia. Aquel silencio sepulcral no auguraba nada bueno y era oprimente, como si el mismo Satanás estuviera esperándonos en las sombras. Dejé caer las riendas y aflojé la espada y la daga de mi talabarte.

María dejó de hablar y también empezó a sentirse intranquila. Le susurré que se estuviera quieta y luego entré en la casa por la ventana de la cocina. (He aprendido que nunca se debe entrar en ninguna casa por la puerta principal cuando acecha el peligro, sino que es mejor colarse por algún sitio estrecho, por donde menos lo esperen a uno). El viejo cocinero y su mujer yacían en el suelo. A ella le habían abierto la garganta y estaba apoyada contra la mesa con los ojos abiertos. Su marido yacía en una esquina, la flecha que le había hecho caer de bruces contra la pared todavía permanecía clavada entre sus hombros. Sus muertes debieron de ser rápidas, repentinas y silenciosas. Las velas todavía ofrecían su luz sobre las mesas, incluso el gato seguía acurrucado frente al fuego de la chimenea.

Saqué mi daga y atravesé galerías y pasillos. Encontré a Alessandro sentado en una silla, con el manuscrito que estaba leyendo sobre sus rodillas. Él también había muerto de forma repentina. Alguien lo había cogido por detrás y le había cortado la garganta de oreja a oreja. Ahora el pobre desgraciado estaba sentado, medio inclinado, como si en el momento de su muerte se hubiera sorprendido al ver que su camisa se teñía de sangre y se la hubiera intentado limpiar. Encontré a Beatrice en las escaleras; su boca todavía parecía estar articulando un gemido de agonía y dolor, tenía entreabiertos aquellos ojos tan preciosos y una mano ligeramente inclinada sobre la daga que le habían clavado en di pecho. Le toqué la mejilla y le acaricié la cara: todavía estaba caliente. Calculé que hacía más o menos una hora que había sido atacada.

Me detuve en las escaleras, escudriñando en la oscuridad. Creedme, me hubiera gustado salir corriendo; me asustaba lo que me iba a encontrar, me aterrorizaba pensar en lo que le podía haber pasado a Benjamín. Me quité las botas y las lancé por la barandilla; cayeron al suelo de forma estrepitosa, que era lo que pretendía para despistar al asesino. Seguí caminando y encontré a lord Roderigo desnudo sobre la cama, con una flecha clavada en la garganta. Bianca, también desnuda, daba la impresión de haber intentado huir; estaba bocabajo y ante un enorme charco de sangre oscura que brotaba de una herida en la nuca.

Aceleré el paso e irrumpí en la habitación de mi señor. Casi me pongo a reír del alivio que sentí al verlo profundamente dormido sobre su cama. Vi una copa de vino en el suelo y una gran mancha sobre la estera. Una mano le colgaba por un lado de la cama. Guardé mi daga y me acerqué corriendo, alarmado por la palidez de su rostro y la posición de su cabeza. Lo habían drogado, envenenado. Cogí la copa y la olí. Sé un poco de hierbas y pociones, pero no noté ningún rastro ni ninguna marca sospechosa en la copa. Sacudí a Benjamín, que se movió y abrió ligeramente los parpados. Le limpie la saliva que le caía de la boca, cogí uno de los cojines y lo despedacé. Las plumas de ganso volaron por todas partes. Cogí dos o tres, las uní, eché hacia tras la cabeza de mi señor y se las introduje en la garganta. Dio una arcada. Agarré una jarra y le tiré el agua por la cara. Empezó a protestar. Cogí de nuevo las plumas y repetí la operación. Eructó y se dio la vuelta para vomitar un poco de vino. Esta vez dejé las plumas a un lado e introduje directamente mi dedo en su garganta hasta que volvió a eructar con tanta fuerza que recuperó la conciencia. Le hice beber, obligándolo a tragar agua, mientras le golpeaba las mejillas y gritaba su nombre. Por fin abrió los ojos y me miró extrañado.

—Valeriana —murmuró—. El vino tenía valeriana.

—¿Quién ha sido? —grité.

—Giovanni.

Lo zarandeé por los hombros.

—¡Giovanni! —exclamé—. ¡Giovanni! ¡Nos equivocamos, señor!

Recordé la mirada maligna del mercenario mientras María y yo salíamos del establo. Giovanni debía de ser el asesino. No había visto su cuerpo. Seguramente se deslizó hasta la habitación de mi señor, le dio el vino envenenado y, mientras el resto de los Albrizzi dormía la siesta, llevó a cabo aquella sangrienta matanza. Pero ¿por qué?

Mi señor empezaba a recuperarse; estaba mareado y medio inconsciente, pero fuera de peligro. Lo puse cómodo y recordé entonces que María todavía me esperaba en los establos.

Bajé corriendo y, tras tropezar con mis zapatos, entré tic nuevo en aquella cocina llena de sangre y por fin salí al palio.

—¡María! —grité—. ¡María!

Escudriñé a través de la oscuridad. Nuestros caballos seguían allí, atados a un poste. Parecían nerviosos y asustados. Me agaché para calmar el pánico que sentía y entonces vi algo blanco cerca de la puerta del establo. Me acerqué a gatas descalzo y me paré en seco.

—¡Oh, no! —grité—. ¡Oh, por el amor de Dios!

María yacía apoyada contra la puerta como una muñequita, con los brazos colgando y sus zapatitos de botones rosa sobresaliendo por debajo de su vestido. Tenía la cabeza vuelta hacia atrás, pero aun así pude ver un hilo de sangre que le salía por la boca. Los blancos encajes de su vestido se habían teñido de escarlata. Me pareció que movía la mano, así que me acerqué más. Acaricié aquel rostro pálido y lo ladeé hacia mí. Dios es mi testigo: aquellos ojos, que una vez habían sido tan traviesos y maliciosos, se entreabrieron. Forzó una sonrisa.

—Roger, Roger. Debería haber entrado contigo. Vino y… —tosió; la sangre salía a borbotones de sus labios—, y me aplastó la cabeza contra la pared. —Volvió a toser—. Tengo tanto frío, tanto frío…, sólo quiero dormir. —Echó a un lado la cabeza: había muerto.

Me quedé allí arrodillado durante un rato; las lágrima rodaban por mis mejillas.

—¡Dios, juro que os voy a matar! —grité—. ¡Giovanni, bastardo!

Me di cuenta de que la pequeña mano de María, extendida sobre los guijarros, señalaba hacia algún lugar. Seguí su dirección y entreví un encaje blanco, la manga de un justillo de piel y varios anillos de bisutería en los dedos del cadáver. El cuerpo de Giovanni yacía en el suelo de uno de los establos. Escuché un ruido detrás de mí. Mordiéndome la lengua, intenté controlar la rabia que me consumía por dentro. Me levanté de inmediato y saqué la daga y la espada. Miré hada la figura encapuchada que tenía ante mí. Los pliegues de su capa se arremolinaron y, bajo la tenue luz que salía de la cocina, pude ver el destello del acero.

—¡Acercaos! —le grité.

El hombre caminó a mi encuentro y se echó hacia atrás capucha: era Enrico, que, con su terso rostro al descubierto unos ojos que ya no parpadeaban ante la luz, parecía el ángel de la Muerte.

—¿Cómo habéis podido hacer algo tan terrible? —exclamé consternado.

Se acercó, levantó las cejas sorprendido.

—Señor Shallot, ¿qué estáis diciendo?

—¿Habéis estado en la villa? —le grité.

Asintió.

—Sí. Están todos muertos, Shallot. Giovanni los mató.

—¡Giovanni! —exclamé.

—Sí —me dijo ladeando la cabeza—. Cuando volví de Florencia de imprevisto ya había terminado su sangrienta matanza. Vi lo que le pasó al cocinero, al pobre Alessandro, a Beatrice en las escaleras… Vine hasta aquí y maté a Giovanni, luchamos espada contra espada, daga contra daga.

Lo miré incrédulo.

—¿Habéis subido arriba?

Sacudió la cabeza.

—No, después de ver Beatrice oí un ruido en el jardín. Salí afuera y vi a Giovanni. —Miraba a su alrededor en medio de la oscuridad—. Lo maté aquí mismo. Regresé porque pensé que podría tener algún cómplice rondando todavía por aquí. Os oí llegar con María, pero no me atreví a salir a vuestro encuentro.

—¡Sois un mentiroso, Enrico! —repliqué—. ¡Sois un mentiroso! —retrocedí—. ¡Estáis loco! ¡Sois perverso! ¡Sois un asesino!

El muy bastardo se limitó a mirarme con solemnidad.

—Pero ésa es la versión que daréis de la historia, ¿verdad? —le pregunté—. Diréis que súbitamente cambiasteis de opinión y anulasteis vuestro viaje; que cuando volvisteis os encontrasteis con Giovanni, que, en un ataque de locura, por venganza, o porque alguien le debió de pagar, había matado a toda la familia, drogado a mi señor y se habría escapado si no llega a ser por vuestro fortuito regreso.

Enrico sonrió.

—No digáis tonterías, señor Shallot. ¿Por qué iba yo a matar a mi familia? ¿Por qué asesinarlos? —Vi la sombra di la locura en su mirada—. ¿Por qué iba a matar a mi hermosísima esposa?

—Por venganza —contesté—. Por lo mismo que mataste a lord Francesco, al administrador Matteo y al mago Preneste. —Volví a dar un paso atrás—. Un plan muy ingenioso. ¿Quién iba a pensar lo contrario? Después de todo, Giovanni era un condottiero, un mercenario, un asesino a sueldo. ¿Quién iba a sospechar de lord Enrico, perdidamente enamorado de Beatrice Albrizzi, el leal ahijado, el pacífico príncipe mercader? ¿Quizá mi señor? —le sonreí—. Fuisteis muy listo, Enrico. Un plan muy sutil y macabro. ¿Qué pasó? ¿Regresasteis a casa, trabasteis vuestro caballo, fuisteis a la cocina, pusisteis una infusión de valeriana en una copa de vino y luego le dijisteis a Giovanni que se la subiera a mi señor como muestra de vuestra estima? Después de todo, el cardenal Wolsey de Inglaterra habría montado en cólera si su sobrino llega a morir y, de este modo, Benjamín no sólo permanecía con vida, sino que además se convertía en vuestro principal testigo. Recordaría que Giovanni fue quien le sirvió el vino y por lo tanto corroboraría vuestra versión. Quedaríais libre, como único heredero de la fortuna de los Albrizzi y responsable de una truculenta venganza. Pero ¿qué vais a hacer ahora conmigo?

—¿Con vos, señor Shallot?

Pude entrever una sonrisa en su rostro.

—Vais a matarme, ¿no es cierto? ¿Cómo?

Enrico sacudió la cabeza.

—Estáis mal de la cabeza, inglés. No tenéis ninguna prueba de lo que estáis diciendo.

Me interpuse entonces entre él y la pobre María.

—Tengo un testigo —añadí con calma—. La enana. No estaba muerta, sólo inconsciente. Me dijo incluso cómo escondisteis el cuerpo de Giovanni en uno de los establos.

Enrico se estremeció como si la noche se hubiera vuelto más fría.

—¿Tenemos que hablar de todo esto aquí? —me preguntó moviéndose hacia la casa.

—Podemos hablar aquí —le contesté— o en el palacio del cardenal Giulio de Médicis, o en las salas de aquel bastardo sediento de sangre, el Maestre del Ocho.

Enrico miró detrás de sí, mordiéndose el labio, como si tuviera que enfrentarse a un problema engorroso.

—Podría haber otra solución. ¿Qué pasaría si os acuso a vos de los asesinatos?

—María es testigo de vuestras mentiras.

En aquel momento estaba aterrorizado. ¿Qué podía hacer? Si lo seguía a la casa y dejaba a María en el suelo del patio, sabría que estaba mintiendo. Si me quedaba, me mataría allí mismo. Si me daba la vuelta y hacia ver que María estaba sólo inconsciente, podría descubrirme. Por mi cabeza pasaron toda clase de planes y sutiles estrategias.

—Vayamos a la casa —dije finalmente.

—Está bien, inglés.

—Con una condición. Yo iré primero. Bajad vuestra espada, señor Enrico, y dejad vuestra daga en el suelo. Dejad también vuestra honda o el arma que sin duda escondéis.

Sonrió.

—¿Cómo lo sabíais?

Me encogí de hombros.

—Tenemos un refrán en Inglaterra que dice: «Nunca juzguéis un libro por su cubierta». Depende de vos. O bien hablamos en la casa o luchamos a muerte aquí fuera.

Enrico retrocedió y dejó caer la espada y la daga al suelo. De debajo de su capa sacó un tirador con forma de horquilla que parecía extremadamente peligroso. Lo dejó al lado de la espada y de la daga.

—¿Algo más? —pregunté.

Enrico levantó las manos y sacudió la cabeza.

—Tenéis mi palabra de honor, inglés.