Capítulo 8
Benjamin estaba a punto de dar por concluida la conversación cuando entró lord Roderigo acompañado de Alessandro que lo seguía con paso jactancioso. Éste no había perdido ni un ápice de su ostentación. Vestido con un justillo bien prieto, unas calzas todavía más ajustadas y varias dagas cogidas al vistoso cinto, parecía realmente un bravucón pendenciero de la calle. Roderigo, normalmente tan seguro de si mismo, mostraba ahora una gran preocupación; su rostro había palidecido y unas sombras oscuras rodeaban sus ojos. Tenía el pelo grasiento y las yemas de los dedos todavía negras del incendio de la noche anterior. A su lado Alessandro era la salud en persona, con la piel tersa y brillante y el cabello bien peinado. Me despreció con una mirada de arrogancia y acto seguido dio un sonoro mordisco a una manzana. Seguro que su querida hermana le había comentado algo acerca de la conversación que mantuvimos la noche anterior.
—¿Habéis dormido bien, inglés? —preguntó Roderigo.
—La cama no podía ser más cómoda —contestó Benjamin con amabilidad—, pero nuestra llegada a Florencia no ha podido ser peor. ¿Qué pasó con la habitación del pobre Preneste?
—Las llamas la devoraron —replicó Roderigo—. Tuvimos suerte de que el fuego no se extendiera. Si eso hubiera sucedido, podríamos haber perdido la villa entera.
—¿Y cuál fue la causa? —instigo Benjamín.
Roderigo desvió la mirada. Se inclinó, cogió una jarra llena de vino mezclado con agua y se sirvió una copa.
—Probablemente la culpa la tuvo algún criado despistado. Quizá los hombres que cogieron el cuerpo de Preneste dejaron alguna vela encendida cerca de las cortinas de la cama.
—¿Sabíais que alguien vigila vuestra villa? —preguntó Benjamín bruscamente.
Disfruté al ver que Alessandro se atragantó con la manzana.
—¿Qué? —preguntó lord Roderigo apartando la copa de sus labios—. ¿Qué queréis decir?
Benjamín describió lo que habíamos visto en el jardín después del fuego. Roderigo escuchó con interés y luego abrió las manos.
—El Maestre del Ocho tiene espías por todas partes —afirmó con amargura.
Se volvió hacia Alessandro y le dijo algunas palabras en italiano muy rápido. Éste palideció, contestó con evasivas y borró de su rostro toda señal de altivez.
—¿Qué ocurre? —preguntó Benjamín con brusquedad—. Lord Roderigo, no quisiera ser indiscreto pero somos vuestros huéspedes y también nosotros podríamos estar en peligro. ¿Por qué vigila la policía secreta esta villa?
—Porque —contestó Roderigo con calma— algunos miembros de esta familia no son de fiar. Han demostrado lo que yo llamaría un indebido interés por las nuevas enseñanzas de Alemania. La influencia de Lutero ha llegado hasta aquí. El Ocho y la Inquisición están muy ocupados dando caza a cualquiera que demuestre la más ligera inclinación en esa dirección.
La palidez del rostro de Alessandro me confirmó que Roderigo estaba hablando de él.
Pero podéis hacerle la misma pregunta a su Eminencia —declaró Roderigo sonriendo a Benjamín—. Ha llegado un mensajero del palacio de los Médicis; el cardenal desea recibiros allí al mediodía. Giovanni os llevará.
—¿Puedo ir con ellos? —preguntó una voz desde la puerta. Era María, cuya apariencia de muñeca se había acentuado aún más dentro de aquel vestido granate con adornos de lino blanco en el dobladillo y en los puños y con sus trenzas cayendo sobre sus hombros—. ¿Puedo? —repitió.
Sacó tres o cuatro naranjas y empezó a jugar con ellas mientras se acercaba a nosotros. Admiré la habilidad y la rapidez de sus manos. Dejó las naranjas en el suelo y a continuación hizo varias ruedas hasta que llegó a nuestro lado. Entreví un remolino de enaguas blancas, unos zapatitos negros con botones rosa y de repente la encontré frente a mí, con el rostro sonrojado y respirando por la nariz para mantener el porte.
—Buenos días, Ojo de Bitoque —saludó finalmente con una sonrisa.
—No estamos para tonterías —afirmó Alessandro con rudeza—, ni para ninguno de tus trucos, María. Preneste ha muerto —me lanzó una mirada oscura—. Diga lo que diga mi tío, el fuego que destrozó su habitación no deja de ser muy sospechoso.
—Preneste —replicó María— era un hombre estúpido, un pervertido que espiaba en las sombras y ha obtenido justo lo que merecía.
—¡María! —exclamó Roderigo.
Ella encogió sus pequeños hombros y se subió al banco, apretujando su cuerpecillo entre Benjamín y yo.
—¿Puedo ir a Florencia? Si nadie me necesita aquí —añadió mirando con lástima a Alessandro— quizás es mejor que me vaya.
—¡Enana! —la llamó Alessandro con malicia.
—¡Mejor eso que ser un hombre! —contestó ella.
Alessandro se inclinó sobre la mesa y levantó una mano para pegarle. Sin embargo yo me adelanté y le cogí la muñeca con fuerza.
(Sí, es verdad: soy un cobarde hecho y derecho. Siempre me cago en los calzones y cuando empieza una riña el viejo Shallot no tarda en ponerse de rodillas y gatear en busca de la puerta más cercana, mas no puedo soportar a los buscones).
—¡Soltadme la muñeca!
Alessandro me miró de un modo tan petulante que mi hizo soltar una carcajada. Antes de que Roderigo pudiera intervenir, levantó la otra mano y me cruzó la cara. Le sol té la muñeca de inmediato.
—¡Disculpaos, Alessandro, disculpaos! —exigió Roderigo—. ¡Disculpaos ahora!
Alessandro se mordió la yema del pulgar y me escupió.
(Más tarde me enteré de que éste era el mayor insulto que podía proferir un italiano. Se lo conté a William Shakespeare y lo utilizó en el principio de Romeo y Julieta. A continuación empieza un duelo entre los personajes y lo mismo sucedió en la villa de los Albrizzi).
Lord Roderigo me cogió del brazo.
—Signor Shallot, Alessandro se acalora enseguida. Además, vos sois sólo un sirviente. No tenéis por qué aceptar su desafío.
Benjamín murmuró por lo bajo que estaba de acuerdo.
—Está bien —contesté con una sonrisa falsa a Alessandro—. Signor Alessandro, por mí está olvidado.
Se mordió el labio. Estaba a punto de ponerme a comer un poco más de pastel cuando advertí la mirada de la pequeña María. No había desprecio, sino un dolor repentino, como si los insultos de Alessandro hubieran acabado con lo poco de humanidad que ella creía tener.
Tened cuidado —le advertí poniéndome en pie y estirándome—: mi querida madre solía decir que ante todo hay que ser un caballero. Si lo eres, decía, siempre podrás reconocer a otro. —Me incliné sobre la mesa y miré fijamente a Alessandro—. Y yo no reconozco a ninguno en vos. Ya veo que os gusta pegar a las mujeres. Decidme, ¿nacisteis ya tan desabrido o es una costumbre que os habéis esforzado en adquirir con el paso de los años?
Aparté la mano que mi señor me tendía en señal de advertencia. Estaba seguro de que Alessandro no había entendido la palabra desabrido. Sin embargo, se puso en pie, hecho una furia y echando chispas por los ojos.
—¡Salgamos al jardín! —gritó—. ¡Al jardín! —y salió de la estancia dando un portazo.
Roderigo me miró.
—No deberíais haber dicho eso, Shallot —me dijo con dulzura—. Alessandro es muy bueno con la espada. ¡Os matará!
En aquel momento mi primer pronto de ira empezó a enfriarse. Miré alrededor de la mesa. Enrico, sentado allí Ion la barbilla entre las manos, me miraba y me sonría dándome ánimos. María pestañeaba como una de esas mujeres sacada de una historia sensiblera que tanto les gusta recitar a los trovadores. Benjamín permanecía sentando, con la cabeza gacha. No sabía si estaba enfadado o se reía. Entró lady Beatrice. Lord Enrico se puso de pie y le ofreció una de las sillas de su lado, mientras le contaba por lo bajo lo sucedido. Beatrice sonrió maliciosamente y se frotó las manos.
—Alessandro será el ganador —afirmó—. Querido, ¿por qué estamos todavía aquí cuando mi hermano espera en el jardín?
Y bien, no tuve elección. Benjamín y yo salimos del refectorio y subimos a nuestra habitación. Me quité el justillo, me até el talabarte a la cintura, intentando ocultar el miedo, y me dirigí hacia la puerta. Mi señor me agarró por el brazo.
—¡Roger!
—¡Ahora no me sermoneéis, señor! ¡Es un bastardo arrogante! —Miré a los ojos de Benjamín y encontré una mirada de admiración.
—¡Oh, no!, pero si estoy plenamente satisfecho de ti, Roger. Sé que detestas la violencia. Me sentí muy orgulloso cuando defendiste a María. Si no lo hubieras hecho tú, lo habría hecho yo.
(¡Que Dios nos proteja, mi señor era tan inocente! ¡Que detesto la violencia, decía! ¡Cuánta razón tenía! ¡No soporto ver sangre, en especial la mía!).
De todos modos, hice bien el papel del valiente Héctor; tragué saliva y recé para que las manos no me sudaran demasiado al coger la espada. Benjamín me dio un suave golpecito en el talabarte.
—Probablemente utilizará un estoque. No olvides lo que el Portugués te ha enseñado.
Bajamos al jardín, donde se encontraba reunida toda la casa. Estudié sus caras: aparte de Enrico y Roderigo, los demás veían el inminente duelo como un espectáculo previsto para su diversión. Los criados, de pie a lo lejos, habían traído frutas y copas de vino para que pudieran contemplar cómo herían y seguramente mataban al inglés. María me miraba apenada, consciente de lo que había provocado. Con los labios ligeramente separados, cruzó el césped y me cogió por el brazo.
—No era necesario, Ojo de Bitoque —me susurró—. Siempre me ha pegado, aunque no muy fuerte.
Sacudí la cabeza.
¡Cómo me gustaría salir corriendo! —le siseé—; pero ¿adónde? —Le quité uno de los pequeños guantes de terciopelo que tenía cogidos a su cinturón y me lo puse dentro de la camiseta—. Lo llevaré como prenda de esta batalla.
La pequeña criatura se sonrojó y se mordió el labio inferior.
—Siento haberos llamado Ojo de Bitoque.
—¿Estáis preparado, inglés?
Paseé la mirada por el césped húmedo de rocío. Alessandro permanecía de pie con elegancia, sosteniendo un estoque y un estilete. Se los pasaba de un lado a otro, lanzándolos al aire y haciendo que el sol se reflejase en sus hojas, parecían así mucho más afiladas. Se me revolvió el estómago. Recé para no cerrar los ojos, algo que siempre hacía cuando me batía en duelo. No puedo deciros por qué; supongo que es una reacción infantil. Pero podía ser peor; en ocasiones incluso llegaba a vomitar o a desmayarme.
—¿Estás listo, Roger? —me preguntó mi señor.
—Nunca lo he estado tanto.
Desenfundé la espada y la daga y crucé el campo a grandes zancadas. Ojalá no lo hubiera hecho; la suela de mi bota minó, tropecé y me caí de rodillas, poniéndome rojo como un tomate ante el eco de risas provocado por mi accidente.
—¿Estáis nervioso, inglés? —me chilló Alessandro—. Bianca traed vuestras sales aromáticas.
Me puse de pie, clavé la espada y la daga en el suelo y me senté.
—¡Os vais a mojar los calzones! —gritó Alessandro.
No le hice ni caso. Me quité las botas y luego los calcetines de lino que llevaba debajo.
(Prestad atención, jovencitos que estáis leyendo esto; recordad el consejo del viejo Shallot: sobre una superficie resbaladiza, los pies desnudos son lo mejor. ¡Siempre y cuando no le quede a uno otro remedio, claro!).
Me puse de pie y seguí caminando armado con mi daga y mi espada, demostrando todo mi aplomo y esperando que mi estómago no me traicionara. Roderigo se puso en medio de los dos; Giovanni, el saturnino, estaba a su lado.
—Lord Alessandro —dijo con calma—. No tenéis por qué batiros en duelo con este hombre. No es de vuestra clase.
—Tenéis razón, tío: su lugar está en las alcantarillas, pero alguien tiene que enseñarle modales.
Roderigo me miró con lástima y se encogió de hombros.
—¡Entonces luchad hasta derramar la primera gota de sangre! —exclamó.
Mi corazón empezó a latir con entusiasmo, pero luego observé el rostro malicioso de Giovanni y tuve la certeza de que la primera gota de sangre manaría de una herida de mi corazón. Él y Roderigo dieron un paso atrás. El clamor de voces desapareció. Alessandro se colocó con desgana en su sitio, se puso ligeramente de lado y levantó la espada. Me dirigí nervioso hacia él, haciéndome el ignorante y copiando su postura. Nuestras espadas se encontraron. Entonces Alessandro dio un pequeño salto hacia atrás y luego hacia delante, arremetiéndome por abajo. Paré el golpe de su espada y retrocedí mientras seguía atacándome. Luego, ante el eco de voces que lo aclamaban, consiguió acercárseme todavía más. Luchamos espada contra espada, daga contra estilete. Me estaba poniendo a prueba, comprobando mi debilidad y yo me comportaba como un novato, aunque controlando la situación. No demostraría piedad si veía la menor oportunidad de acabar conmigo, buscaría una muerte rápida. Se abalanzó sobre mí con furia, cortando el aire con la espada, y pronto me di cuenta de que era mejor con la daga que con la espada. No era de su estoque de lo que me había de preocupar, sino de su estilete. En cualquier momento podría levantarlo y clavármelo en el cuerpo descubierto y, de hecho, en una ocasión casi me alcanza en la ingle. Aquello ya fue el colmo: un hombre sin pelotas es hombre sin futuro. Di un paso atrás enfurecido y me pasé es estoque a la mano izquierda, divirtiéndome ante su mirada de estupefacción. Entonces me puse manos a la obra, y no es una fanfarronada, pero lo que tuvo lugar después de ello no se puede considerar realmente un duelo. Alessandro no tenía experiencia a la hora de enfrentarse con un zurdo. El cambio lo desconcertó por completo; se comportó con torpeza y a duras penas logró esquivar mi daga; retrocedió con lentitud y le pinché en el hombro. La sangre brotó de su herida, manchando su camisa de lino y haciendo que pareciera mucho peor de lo que realmente era. Lady Bianca empezó a gritar.
—¡Parad! ¡Parad!
La cara de Alessandro se volvió tan blanca como lo había sido su camisa. Miró nervioso a su tío, que se encamino a nuestro encuentro.
—La cuenta está saldada. ¿Alessandro?
Se encogió de hombros.
—¿Señor Shallot?
—Lo que vos digáis.
Me di la vuelta y os juro que nunca más volví a cometer una tontería como ésa. Shallot, viejo estúpido, tan premunido como siempre.
—¡Roger! —me advirtió mi señor.
Me eché hacia la izquierda y la espada de Alessandro paso silbando sobre mi hombro. Acto seguido me abalancé sobre él, lo cogí por el cinturón y, a la vieja usanza inglesa, lo estrellé contra el suelo. Me levanté y di un paso atrás. Alessandro, con unos ojos como platos, me miraba nervioso. Se le había caído la espada; sólo podía agarrarse a su daga para protegerse. Miré detrás de mí; nadie se atrevió a intervenir. Según las leyes de un duelo, podía y debía haberlo matado allí mismo, pero retrocedí un par de pasos, enfundé mi espada y mi daga, me mordí el pulgar y le escupí el trozo de piel a la cara.
—Como ha dicho vuestro tío, se ha acabado.
Esperé a que Roderigo y Giovanni se acercaran a asistir a mi enemigo derrotado antes de dar media vuelta y regresar a la casa, tan ancho como un gorrión en un estercolero.
—Así se hace, Roger —me felicitó Benjamín, que venía detrás de mí.
—Gracias a vos, señor —repliqué—. Aquel cobarde bastardo podría haberme matado.
—Entonces yo lo habría matado a él.
Contemplé el rostro alargado y lúgubre de mi señor. Lo habría hecho. «Nunca juzguéis un libro por su cubierta» dice el refrán, y éste se podía aplicar perfectamente al señor Daunbey, uno de los mejores espadachines de Inglaterra. Como demostró la noche que nos encontrábamos en una fría playa luchando contra una mujer de corazón tan oscuro como el infierno, pero esa historia ya os la contaré otro día. En aquel momento, en la villa de los Albrizzi, me salvó la vida. María corrió detrás de nosotros haciéndome señas. Cuando me detuve, en vez de susurrarme algo en el oído, como yo pensaba que haría, me besó apasionadamente en la mejilla, se ruborizó y salió corriendo.
—Señor Shallot.
Lord Roderigo se acercó.
—Gracias —me susurró señalando con un gesto hacia el jardín—. Gracias —repitió; toda su altivez había desaparecido—. Podríais haber matado a mi sobrino en dos ocasiones; por haberle perdonado una segunda vez, sois para miembro más de la familia. Venid, permitidme que os recompense por ello.
—Bueno, ya conocéis al viejo Shallot. La palabra recompensa le sienta como una zanahoria a un burro hambriento. Sin embargo, interpreté el papel de héroe imperturbable y autosuficiente y me limité a seguirle hacia el refectorio. Se nos habían unido otros miembros de la familia. Beatrice nos seguía a lo lejos. Incluso ella parecía haber cambiado: me miraba, con la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo, sonriéndome con aquellos enormes ojos y humedeciendo despacio aquellos labios carnosos con la punta de su lengua sonrosada. Su pecho subía y bajaba con rapidez; era una de aquellas personas que se excitaban sexualmente con la sangre, siempre y cuando no fuera la suya. Lady Bianca no era muy distinta: mientras nos seguía me rozó suavemente el brazo y al pasar por mi lado dejó caer su mano a la altura de mi entrepierna y le dio un apretón.
(¡Qué familia, por Dios! ¡Peor que los Bolena!).
Enrico me cogió del brazo; sus ojos me escudriñaron.
—Sois un buen espadachín, señor Shallot, un hombre de irascibilidad poco corriente. Un buen toque, realmente bueno; especialmente el movimiento de muñeca. Lo recordaré.
Benjamin le miró con curiosidad, y lord Roderigo no tardó en llegar con una jarra de vino y una bandeja llena de copas. Las colocó sobre la mesa y, cogiendo una de oro con incrustaciones de joyas, la llenó por la mitad y la levantó.
—Señor Shallot, este vino es de Villa Mathilda, lo que los romanos llamaban un falerno —me sonrió—. El vino es vuestro y también la copa.
(Desgraciadamente no la conservo. ¡Tuvimos que salir de Florencia tan apresuradamente! Y aunque luego escribí al bastardo del Maestre del Ocho para que me la enviara, el muy canalla me respondió que la tenía en su estantería, esperando a que fuera a recogerla. ¡Será cretino!).
Le di las gracias a Roderigo, dediqué un brindis a los allí reunidos y luego probé el cálido y sabroso vino. Me quilo el mal sabor de boca, me aclaró la garganta y me encendió un fuego en el bajo vientre que habría sido un peligro para cualquiera de las mujeres allí presentes si no llega a ser por la más curiosa de las interrupciones. Roderigo estaba sirviendo lo que quedaba del vino, los demás parloteaban como de costumbre, dándose alguna que otra palmadita en la espalda yo me dedicaba a interpretar el papel de héroe modesto cuando, a pesar de la luz del sol, una pequeña lechuza procedente del jardín se coló por la ventana, revoloteó por la habitación y finalmente cayó muerta. Lady Bianca dejó caer su copa al suelo y soltó un chillido. Beatrice, medio desmayada, tuvo que ser atendida y sentada en una silla. Los rostros de los hombres palidecieron al contemplar el animal muerto.
Mi señor se acercó, se arrodilló y estudió el montón de plumas ambarinas que yacía en el suelo.
¿Qué significa esto? —preguntó.
—Las lechuzas son presagio de muerte —explicó Roderigo en voz baja—, de que ocurrirá algo… —Se volvió hacia Giovanni, que también estaba pálido—. ¡Quemadla!
El soldado se limitó a sacudir la cabeza, así que finalmente yo recogí el cuerpo todavía caliente y me dirigí al puerta. Todo el mundo se echó a un lado como si tuviera la peste. Salí al jardín y deposité el patético animalillo sobre un muladar. Cuando me di la vuelta vi a María contemplando el cuerpo del ave con el rostro cenizo y los ojos abiertos cormo platos.
—Es un presagio horrible —susurró. Levantó la vista; tenía los pequeños puños apretados contra el pecho—. Señor Shallot, los florentinos son la gente más supersticiosa que hay sobre la faz de la tierra. Si una lechuza entra volando en casa por la mañana significa mala suerte, pero si además muere quiere decir que la casa está a punto de derrumbarse.
Contemplé la villa.
—Pues a mí me parece muy segura —bromeé.
Me cogió los dedos con su manita cálida.
—Es una señal de que los Albrizzi perderán su poder. —Me tiró de un dedo—. Dejadme ir a Florencia con vos, Roger.
Bajé la mirada.
—¿Y qué ha pasado con lo de Ojo de Bitoque?
—Lo siento —musitó.
Introduje la mano en mi camiseta y saqué el guantecillo de terciopelo.
—¿Puedo quedármelo?
—Por supuesto —dijo—. Pero prometedme que cuando volváis a Inglaterra me llevaréis con vos.
Parecía tan sola, tan apenada, que accedí. Se volvió y se fue dando saltos como una niña por el camino mientras saludaba a mi señor, que se dirigía a mi encuentro.
—Parece que el sol se haya caído del cielo —comentó señalando con la cabeza hacia la villa.
—Señor, incluso en Inglaterra una lechuza es considerada pájaro de mal agüero.
—No creo en esas tonterías, Roger. Bueno, es posible que Preneste pudiera convocar a Satanás, pero yo creo que todas las criaturas son obra de Dios.
Benjamín se encaminó hacia el muladar, cogió el ave y la estudió con curiosidad. Se sacó los guantes de su cinturón, se los puso, abrió el pequeño pico amarillo del animal y lo olió.
—¿Y bien, señor?
Benjamín arrugó la nariz y dejó al pájaro en el suelo.
—Lo que me imaginaba, Roger: esta pequeña lechuza no era por sí sola mal presagio de nada, alguien hizo que lo fuera. —Se quitó los guantes—. El pobre animalito ha sido envenenado con una buena dosis de belladona. Pero ¿cómo consiguieron que se introdujera volando en la casa? —Benjamin se frotó un lado de la nariz—. Roger, ¿qué buscan las lechuzas?
—Ratones.
—¡Oh, no seas tonto!
—La oscuridad, los graneros.
—¿Y si soltaras a un pájaro, una lechuza joven envenenada, adónde crees que iría volando?
—Derecha a refugiarse.
Benjamín se dio la vuelta y señaló el gran ventanal.
—Exacto. La pobre bestia voló directamente hacia allá.
—Pero ¿quién la soltó? Todo el mundo estaba en la habitación con nosotros.
—¿Ah, sí? —preguntó Benjamín cáusticamente—. Quizá las dos mujeres. Pero a cualquiera le hubiera resultado muy fácil salir, soltar el pájaro y volver a entrar. —Alzó la vista hacia la villa—. Muy ingenioso —añadió. Señaló las ventanas cerradas ante la cegadora luz del sol—. Alguien preparó todo esto. ¿Te has dado cuenta de que aquélla es la única ventana abierta? Además, estoy seguro de que si la lechuza hubiera aparecido muerta en otro sitio habría tenido el mismo efecto. Algunos criados histéricos habrían hecho correr la noticia a gritos. —Benjamín se frotó la barbilla—. Pero me pregunto quién la debió de soltar.
—No debemos olvidar al Maestre del Ocho.
—Es cierto —dijo Benjamín—. Y no debemos olvidar nuestro encuentro en Florencia. Vamos, maestro de la espada, es hora de marcharse.
Cuando volvimos a la villa el dan de los Albrizzi ya se había dispersado. Habían llamado a un médico para que atendiera la herida de Alessandro. Las dos señoras de la casa se habían retirado a sus aposentos debido a un ataque de vapores. Giovanni se encontraba en el establo, con los caballos preparados. María, de pie, un tanto alejada de él, sostenía en sus manos las riendas de su burrito blanco. La mirada de su rostro demostraba que ya se había enfrentado a Giovanni en su empeño por acompañarnos a Florencia. Me lavé y me cambié la camiseta, sudada después del duelo. Mi señor me había aconsejado que me lavara con regularidad en un país de clima tan cálido.
Abre los poros —me explicó— y mantiene la piel fresca. Si no —me explicó sonriendo—, podrías acabar rascándote y frotándote la entrepierna como un loco.
(Mi señor era un hombre muy considerado. Cómo me gustaría que los demás, en particular la actual reina, compartieran sus normas de higiene. Para la reina Isabel la idea de tomar un baño es echarse agua de rosas por la cara y las manos y luego esconder la naturaleza bajo numerosos frascos de perfume. Os diré algo: la corte inglesa, a mediados de verano, huele como un auténtico estercolero. Una vez Intenté dar el consejo de mi señor a la reina, pero se quedó mirándome horrorizada.
—¡Bañarse en Semana Santa y Navidad! —exclamó—. No seas estúpido, Roger. El agua caliente debilita los humores envejece la piel.
Bueno, ¿y qué podía yo oponer a los consejos de algún médico chiflado?).
El sol estaba saliendo cuando salimos de la villa de los Albrizzi. Recordad que todavía era muy temprano. (Los italianos se levantan justo antes del amanecer y luego duermen la siesta durante las primeras horas de la tarde). Al principió Giovanni se mostró taciturno, todavía asustado por aquella maldita lechuza; pero mi señor tenía algunas preguntas que hacerle y fue muy insistente. Primero hablaron de tonterías: mi señor elogió el caballo de Giovanni y su habilidad al montarlo, le preguntó dónde había nacido y en qué guerras había luchado. Giovanni, como cualquier soldado, había estado en todas partes del mundo y mientras íbamos a paso lento por el camino polvoriento a través de las montañas cubiertas de cipreses y viñedos hacia Florencia, nos relató sus aventuras y desventuras como soldado. Escuché con atención, intentando no mirar a María, que montaba detrás Giovanni haciendo muecas e imitando todos sus gestos.
—Entonces, ¿siempre habéis luchado del lado de Florencia? —interrumpió mi señor en medio de una historia bastante aburrida.
—No, no. Durante un tiempo luché con los franceses. También pasé dos años en vuestra isla como jefe de artilleros.
—¿Manejáis bien los arcabuces? —preguntó Benjamin inocentemente.
—Como nadie en Europa —se jactó Giovanni.
Luego se dio cuenta de lo que acababa de decir y volvió a adoptar su semblante serio. Animó a su caballo a continuar y apenas nos dirigió la palabra hasta que llegamos a una vía pública abarrotada de gente que llevaba a la puerta norte de la ciudad.
—Ya estamos en la ciudad —dijo—. Yo ahora debo regresar.
Benjamín se volvió desde su caballo, contempló cómo se alejaba y me sonrió.
—Un mercenario florentino que ha trabajado para Enrique de Inglaterra y es habilidoso en el manejo de los arcabuces. Interesante, ¿no, Roger?
Yo os podría decir cuánto —intervino María con entusiasmo—. Giovanni es un bastardo traidor. Es uno de esos hombres que disfrutan matando. No es distinto a la familia que sirve. Lord Francesco podía ser un hombre malo, pero no tenía esa ansia por matar como los otros. —Bajó el tono de voz, ya que sus exclamaciones en inglés habían llamado la atención de otros viajeros—. Todos son muy violentos. Se habrían partido de risa si Alessandro os hubiera matado. Y Giovanni es un espía.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Benjamín acercando su caballo.
Que es un espía, no sé si de los Médicis o del Maestre del Ocho; quizá de ambos. Lo he visto escaparse de casa a medianoche cuando no está montando a lady Beatrice. —Tiró las riendas de su caballo—. Esa historia acabará en una tragedia. —Luego añadió misteriosamente—: Enrico no es tonto. Si los coge con las manos en la masa, uno de los dos morirá.
—¿Qué más sabéis? —pregunté.
María apartó la vista.
—Ya os he dicho lo que sé —se volvió para contemplar la ciudad, donde la cúpula de la catedral de Brunelleschi asomaba a través de la neblina—. Odio este lugar —musitó—. Mi padre murió aquí. Cuando tenga suficiente oro y plata me marcharé. —Levantó la vista y una sonrisa cruzó su rostro—. Y me iré a Inglaterra, ¿verdad, Roger?
Miré a mi señor, que se encogió de hombros.
—A Inglaterra, ¿verdad? —insistió.
—Sí, María, a Inglaterra.
Seguimos cabalgando por la ciudad y pasamos por debajo una puerta decorada a la que un gran número de cabezas colgadas servía de decoración. María iba al frente, mostrándonos el camino entre las calles sinuosas de Florencia. Pasamos frente a los puestos de los carniceros, colocados en alto y de los que colgaban corderos y terneras. Me di cuenta de algo muy curioso: en Londres uno nunca sabe qué carne está comprando. Como ya he comentado antes en mis memorias, soy toda una autoridad en este tipo de asuntos porque he comido tanto ratas como gatos y sé apreciar la diferencia. Otros, sin embargo, no la notan. Lo que creen que es una suculenta liebre luego resulta ser los restos de algún gato callejero. Sin embargo, en Florencia, según un decreto del ayuntamiento, la piel y la cabeza de todos los animales que se ponen a la venta deben figurar en el puesto de los carniceros. Puede que sea una costumbre saludable, pero que a uno lo miren los ojos cristalinos de una oveja, una vaca, un conejo o un cordero no deja de ser desconcertante.
Las calles estaban tan abarrotadas y concurridas como en Londres. Los oídos me iban a estallar con tanto ruido de ollas y cacerolas, de monedas que pasaban de mano en mano, de gritos de los propietarios de los puestos de ropa vieja y de los vendedores ambulantes de lana, teteras y sartenes. Las calles estaban colapsadas por las mulas y los carros. Cada dos por tres nos desviábamos por alguna callejuela que daba a alguna hermosa plaza de la ciudad, espaciosa y provista agradables fuentes en el centro. Al cruzar una piazza, me rezague contemplando lo que parecían ser fantasmas con sombrías vestimentas transportando un catafalco negro. Pasaron por nuestro lado con la cabeza descubierta e incluso los carreteros más brutos y obscenos se apresuraron a echar a un lado sus carros para dejarles libre el camino.
—Son los hermanos de la Misericordia —explicó María. Señaló al líder de aquellos oscuros fantasmas—. Un capo di guardia se encarga de dirigir a un grupo de diez. Se puede saber quién es por la bolsa de piel que lleva atada a la cintura. En ella lleva brandy, pastillas para la tos y la llave del cajón que hay debajo del catafalco, donde guardan un vaso, una estola, un crucifijo y algo de agua sagrada por si la persona muere de camino al hospital.
Contemplé las largas túnicas negras y las capuchas con agujeros para los ojos, la nariz y la boca.
—Parecen demonios —musité.
No, no —replicó María—. La Misericordia es la mayor la mayor gloria de Florencia. Visitan a los enfermos y los llevan al hospital, pero, según las normas de su comunidad, deben ir siempre disfrazados de manera que nadie pueda ver sus virtudes y trate de desviarlos de sus buenas obras.
Observé el catafalco mientras pasaba ante mí.
—Pero ¿la persona está muerta?
—Oh, no. La ocultan para evitar que se sienta incómoda. —María se tapó su pequeña boca con el dorso de la mano—. Los hospitales florentinos son una maravilla —sonrió con aspereza—. Y ya pueden serlo, porque hay más veneno y puñaladas en esta ciudad que en toda Italia, incluso más que en Roma.
—Se parecen a los del Ocho —observó Benjamin.
María instó a su caballo a continuar la marcha, mirando sobre su hombro a mi señor.
—Si alguna vez caéis en manos del Ocho —le advirtió— no esperéis de ellos misericordia precisamente.
De pronto se oyeron unas campanadas.
—¡Deprisa! —gritó María y, mientras nos alejábamos del camino, señaló al otro lado de la plaza un enorme edificio rectangular fortificado.
—La piazza de los Médicis. El cardenal os espera. —Tiró de las riendas de su caballo y se acercó—. Tenemos una frase en inglés que dice: «Cuando cenéis con el demonio…».
—«… llevaos una cuchara larga» —terminé yo.
—Aseguraos entonces —dijo María— de que la vuestra es muy larga.