Capítulo 4

Puedo afirmar con total honestidad que la mayoría de chambelanes son unos mequetrefes arrogantes. Pero mis ojos nunca se alegraron tanto de ver a uno cuando abrí la puerta y me lo encontré con una jarra de vino y dos copas en la mano, un regalo del cardenal Wolsey a su querido sobrino. Le arrebaté la jarra, llené una copa hasta arriba y me la bebí de un trago. Volví a servirme otra copa y me acurruqué en una esquina de la habitación, desde donde miré a mi señor.

—¡Serán bastardos! —exclamé—. Todavía no hemos salido hacia Florencia y ya ha intentado matarnos un canalla envuelto en tafetán. ¡Primero nos disparan y ahora esa daga en el colchón!

Benjamín no prestaba atención a mis protestas. Había extraído la daga del colchón y ahora examinaba con cuidado el resto de la habitación. Yo no hacía otra cosa que maldecir nuestra suerte y beber vino. No podía hacer nada más. Estaba aterrorizado. Benjamín, al final, intentó tranquilizarme.

—Piénsalo, Roger —me dijo arrodillándose a mi lado—. Piénsalo bien: si el asesino hubiera querido matarnos, lo habría hecho. Me parece que sólo intenta amedrentarnos, pero no hay nada que pueda intimidar a Shallot, ¿verdad?

Yo no pensaba lo mismo. Alguien había querido matar a Benjamin cerca de aquel arroyo y pensaba que, en ese caso, yo habría regresado a mi habitación, turbado por lo sucedido o quizá borracho como una cuba, y me habría dejado caer sin más sobre la cama. De una cosa estaba seguro: algún miembro de los Albrizzi nos quería ver muertos. Continué refunfuñando, pero al final la lógica de las palabras de Benjamín consiguió tranquilizarme. Me desnudé de mala gana me lavé, me afeité y me puse mi mejor traje (el chambelán nos había informado de que el cardenal había insistido en ello). Oímos los toques de trompeta procedentes del jardín principal, la señal de que el sol se estaba poniendo y el banquete estaba a punto de comenzar. Benjamín y yo nos unimos a la multitud que salía al jardín real situado al otro lado del vestíbulo central.

Una vez más Enrique el Homicida, el Gordo bastardo puso de manifiesto su pasión por los bailes y mascaradas. El príncipe de estómago sin fondo había ordenado que el jardín, que se extendía hasta el lago, fuera rodeado de antorchas. En lo alto de una pequeña montaña se alzaba una casa de verano tan grande como cualquier casa solariega Las paredes de fuera habían quedado cubiertas por la espesura de enredaderas entrelazadas, ramas y racimos de avellanas blancas. En el interior, las paredes habían sido forradas con telas, el techo se había decorado con hojas de hiedra y el suelo estaba cubierto por verdes y frondosas esteras sobre las que se había esparcido toda clase de hierbas. La maravillosa sala estaba iluminada por antorchas e hileras interminables de velas de cera de abeja sobre las mesas dispuestas en forma de herradura. Los chambelanes con sus varas blancas estudiaban detenidamente sus pergaminos y comprobaban el orden de los sitios. Por supuesto, a Benjamín y a mí nos colocaron en la punta, mientras que los cortesanos y oficiales se sentaron más al fondo. La mesa reservada para la propia Bestia, su satánica eminencia el cardenal Wolsey y sus invitados florentinos se hallaba sobre un estrado forrado con alfombras de oro. Detrás, oculta tras una enorme bandera roja, azul y dorada que representaba los colores del ejército real de Inglaterra, había una pequeña puerta por la que entraban y salían los cocineros, camareros y criados para servir los diversos manjares a los comensales. En las sombras hacían guardia soldados con las espadas desenfundadas.

Después de mucho tejemaneje, empujones y apretones por todas partes, por fin conseguimos sentarnos. Tuve que entornar los ojos ante el resplandor de los blancos manteles satinados. A nosotros nos habían puesto copas de peltre, pero en las mesas situadas más al fondo los recipientes eran todavía más lujosos. Me cegó la vista el destello causado por la luz de las velas que se reflejaba en las copas, aguamaniles y tazas de oro con incrustaciones de piedras preciosas de la mesa real. De detrás de la enorme casa de verano (¡sabe Dios la fortuna que les había costado construirla!) se escuchó el toque estrepitoso de las trompetas. El rey Enrique hizo acto de presencia en el pabellón, con una toca enjoyada sobre sus bucles de oro y su mofletudo rostro enrojecido, tal vez por la reciente cacería o quizá tras haber dado caza a alguna dama en los departamentos reales. Se atusó la rubia barba; los ojos casi no se le veían, ocultos bajo los pliegues de grasa. Detrás de él, como Belcebú detrás de Satanás, apareció Wolsey, vestido con un traje malva de seda y un casquete del mismo tono sobre sus cabellos canosos.

—¡Damas y caballeros! —El rey extendió la palma de sus sebosas manos repletas de anillos—, ¡esta noche sois mis honorables invitados!

A continuación subió al estrado. Un criado le retiró la silla en forma de trono. El rey se sentó e inmediatamente después lo hizo el cardenal. Sonó otro toque de trompeta y por fin todos nos sentamos.

Dirigí la mirada hacia la mesa real, El rey vestía de un modo extraño: llevaba solo una túnica marrón. Si no fuera por la toca enjoyada sobre su cabeza y la sonrosa diabólica que brillaba en aquel mofletudo rostro enrojecido habría parecido tan sólo un monje de aspecto campechano. Los florentinos, en cambio, eran la quintaesencia del decoro Contemplé sus bellos rostros y me pregunté quién sería el asesino. Naturalmente, el condottiero Giovanni no estaba presente, ni tampoco pude ver a María. En el fondo le di gracias a Dios, porque no había nada que le gustara más a Enrique el Gordo que divertirse a costa de los menos afortunados. La reina, la pobre Catalina de Aragón, estaba completamente ausente. ¡Hasta yo había escuchado los rumores! La reina, gorda como una foca y estéril había dejado de interesarle al rey, quien no desaprovechaba la oportunidad para llevarse a la cama a la primera moza de la que se encaprichaba.

Pero bueno, el destino de la reina todavía estaba por ver. Aquella noche en especial me excedí con la bebida. Poco más podía hacer, excepto atracarme de carne de venado, cisne, ganso, liebre en estofado, chorlito frito, pasteles membrillos y gelatinas, que sirvieron con una rapidez desconcertante. Ni una sola vez nos dirigieron la mirada el rey o Wolsey, aunque constantemente me encontraba con la de Enrico, que nos estudiaba desde su mesa. Benjamin como es habitual en él, se mostraba taciturno y observaba de cerca al rey y a sus invitados florentinos. Luego se volvió hacia el lado de la mesa donde yo me sentaba, sin apenas poder moverse, ya que allí no cabía ni un alfiler.

—Roger, ¿te has dado cuenta?

—¿Qué? —le pregunté delante del resto de invitados con la boca llena. Me importaba un bledo. Hacía mucho tiempo que me había dejado de remilgos ante las situaciones formales. Enrique el Gordo no me tragaba y Wolsey creía que estaba como una cabra. Qué curioso, ¿no? ¡Las vueltas que da la vida! El rey Enrique murió envenenado, cogiéndome la mano y diciéndome que yo había sido su único amigo. Wolsey, en su lecho de muerte, cuando ya no gozaba del favor del rey, me hizo sostener un crucifijo para poder ver a Cristo Nuestro Señor, al que tan poco había servido durante su existencia.

—Deberíais haber sido sacerdote —farfulló el miserable cardenal moribundo.

—Sí, como vos —contesté yo.

Fue la última broma que Wolsey escuchó a este lado del cielo. Pero, en fin, eso sucedió mucho tiempo después. Aquella noche de primavera Benjamín tuvo que zarandearme y repetirme la pregunta.

—Roger, ¿te has dado cuenta? —insistió, sacudiéndome de nuevo y chasqueando la lengua con desesperación—. El rey y sus cortesanos no visten con la pompa habitual, sino con vestidos de sarga.

Miré a mí alrededor con la vista nublada. Benjamín tenía razón y pronto descubrí el porqué. Al final de la cena la Gran Bestia se puso en pie.

—Bueno —anunció—, es hora de entretener a nuestros invitados con un antiguo juego inglés.

Se escucharon aplausos de aprobación entre sus serviles cortesanos.

—Es hora de jugar a la caza en el barro.

—¡Sí! ¡Sí! —entonó la cohorte de cretinos.

El rey bajó de su estrado y se dirigió a la entrada de la casa de verano. Sólo entonces percibí que me dirigió una mirada rápida y furtiva con aquellos ojos azules escalofriantes. Desató el cordón de su capa y se la lanzó a uno de los sirvientes. Debajo sólo llevaba unas calzas de color malva oscuro metidas por dentro de unas botas de piel y una camisa de batista abierta a la altura del cuello.

—¡Necesito a ocho voluntarios! —gritó—. ¡Norris, Brandon, Bolena! —Hizo una pausa pensativo y luego señaló a otros tres cortesanos. Luego volvió a callarse y se llevó los dedos a los labios—. ¿Quién podría ser el octavo? —Me sonrió.

El corazón me dio un vuelco.

—¡Shallot! —añadió a continuación— vos sois un vasallo corpulento.

Yo desvié la mirada.

—¡Shallot! —el tono de voz del rey se había vuelto más amenazador.

—Levántate —me susurró mi señor.

Me puse en pie. Miré el rostro diabólico y mofletudo del rey y le hice una reverencia en señal de obediencia. Acto seguido el rey Enrique dio una palmada. El resto de los cortesanos elegidos empezó a quitarse la ropa. Todos iban vestidos igual que el rey. Incluso bebido como estaba me di cuenta de que había sido engañado vilmente. Mis competidores llevaban calzas, camiseta y botas de caza; en cambio, yo iba con mi mejor traje y los coturnos de piel más suaves que tenía. Iba a ser el bufón del grupo. Dirigidos por el rey, los invitados lo siguieron colina abajo hasta llegar a un pequeño estanque. La caza en el barro era un juego bien simple que agradaba sobremanera a los rudos campesinos o a los que tenían tan poco cerebro como el rey Enrique. Consistía fundamentalmente en tirar al agua un tronco tras el que se lanzaban los ocho jugadores. Quien conseguía sacarlo y llevarlo a tierra se proclamaba ganador. Evidentemente, el resto de participantes hacía todo lo posible para que eso no sucediera. Era un juego violento y salvaje en el que a veces algún hombre se había dejado la vida. Me dispuse a sacarme el justillo.

¡No, no! —gritó el rey—. ¡Tal como vais, Shallot! ¡Tal como vais!

Detrás de él, pude ver a Wolsey. Tengo que decir para ser justo con su satánica eminencia, que capté una mirada de lástima en sus hundidos ojos oscuros. A los florentinos les pareció divertido, aunque Enrico, tan miope como siempre, me sonrió cándidamente. El resto era como una jauría de perros de caza que ladraba las órdenes del rey de que no me quitase la ropa. No sólo querían entretenerse con un juego, sino deleitarse la vista con una de las escenas más ansiadas por el corazón humano, la de alguien haciendo el ridículo, convertido en un hazmerreir.

¡Por el amor de Dios, ve! —me susurró Benjamín—. ¡No te niegues Roger!

Contemplé perplejo, un tanto atolondrado, el estanque de aguas lodosas y turbias.

—Majestad, señores, caballeros —el chambelán me sonrió con malicia—, el resto de participantes. ¡Ocupad vuestras posiciones!

Rojo como un tomate, incomodado por la situación, me coloqué en línea. Debí de parecer patético, vestido con mi mejor traje, un poco borracho y en el extremo de una fila de hombres preparados para jugar.

—¡Lanzad el tronco! —ordenó el rey.

Un escudero lanzó al aire el trozo de madera, que cayó al lago formando un estruendo y salpicándonos. De este modo recibí la primera bendición de aquella agua lodosa.

—¡Ya! —gritó el rey.

Él y sus compañeros salieron disparados, empujándose y dándose codazos. Yo me mostré menos dispuesto a seguir su ejemplo, lo que causó todavía más risas. Y bien, ¿qué puedo decir? En cuestión de segundos me vi cubierto de cieno ni gro de pies a cabeza.

Me golpearon, me dieron patadas y chapuzones ante los espectadores, que se desternillaban de risa. Por supuesto, en este tipo de juegos Enrique el Gordo, el Tonelete Real de Manteca de Cerdo, siempre tenía que ganar. Y, como ya se sabía de antemano, fue el primero en conseguir sacar el pesado tronco a la orilla.

De nuevo nos colocamos en línea y volvieron a lanzar el tronco. Empecé a correr hacia el estanque, pero el rey, que estaba a mi lado, me zancadilleó y caí de bruces en el barro. Eso fue el colmo: puede que el viejo Shallot sea un cobarde, pero tiene su orgullo. Me levanté y me lancé de cabeza al agua. Parecía que estuviera poseído. Después de todo, yo era Shallot, luchador nato de la calle, escudero de los callejones, señor de los arroyuelos. Conocía todos y cada uno de los trucos sucios que había que emplear en situaciones como ésta y, creedme, los puse en práctica. Mi codo fue a parar a la noble oreja de Charles Brandon, duque de Suffolk, mi bota, a la entrepierna de sir Henry Norris. Luego me hice con el tronco y lo alcé como si fuera un héroe. Corrí hacia la orilla y finalmente lo deposité triunfante en el suelo. Bueno, ya conocéis cómo son las masas: las masas son las masas, independientemente de si llevan seda tornasolada o pieles de rata, siempre aclaman al ganador. Los cortesanos del rey me vitorearon bajo un cielo cada vez más oscuro. Miré victorioso a Benjamín, que sacudió la cabeza en señal de advertencia.

Sin embargo, al viejo Shallot le importó un comino.

Volvimos a colocarnos en línea y nos tiramos de nuevo al agua. Mis dedos se colaron esta vez en los diferentes orificios de mis contrincantes. Di patadas, mordiscos y pellizcos por todas partes y volví a traer el tronco hasta la orilla. El rey Enrique era digno de ver. Miró a sus cortesanos rojo de furia. El clamor de voces desapareció. Habían olvidado la primera regla: el rey Enrique nunca pierde. Y en la siguiente rinda cuando parte de mi furia ya había desaparecido, no tuve elección. Norris y Brandon me sostuvieron debajo del agua y Enrique el Gordo, con las anchas nalgas mojadas y temblonas como las de un marrano, corrió hacia la orilla y se puso a dar saltos ante los aplausos de la muchedumbre. Me recordó a un niño regordete de rostro sonrosado y demasiado grande para su edad.

Nos colocamos en posición por quinta vez. Quien se hiciera ahora con el tronco se convertiría en el ganador. No soy tonto y sabía que no era prudente ganar esa ronda. Sin embargo, decidí divertirme. La lucha fue bastante dura; mis contrincantes empezaron a correr, dando empujones y codazos con el cuerpo empapado en sudor echado hacia delante y soltando toda clase de blasfemias. Por fin se presentó mi oportunidad. El rey Enrique estaba delante de mí, con las piernas separadas. Me agaché tras él, llevé la mano a su entrepierna y le di un buen pellizco en las pelotas. Corrí como un galgo antes de que a la Bestia le diera tiempo de darse la vuelta. Soltó un alarido como el de un perro apaleado, pero, con todo, consiguió hacerse con el maldito tronco y lo llevó a la orilla, proclamándose vencedor del juego. La claque de cortesanos le aplaudió. Yo me limité a sonreír tímidamente de oreja a oreja, interpretando el papel del valiente derrotado. Lancé una mirada furtiva al rey Enrique y el corazón me latió de satisfacción. Todavía tenía el rostro enrojecido y desencajado por el dolor que intentaba mitigar tocándose disimuladamente la entrepierna.

Después de aquello el banquete se dio por terminado. Benjamin me condujo de vuelta a nuestra habitación. Me desnudé, abrí la ventana y arrojé por ella mi mejor traje ahora echado a perder por el barro.

—¡Esos bastardos ya pueden quedárselo! —exclamé.

Me lavé, me terminé el vino, me eché en la cama y, en cuestión de segundos, me quedé profundamente dormido. Me desperté a la mañana siguiente fresco como uní rosa, levanté a Benjamin y juntos bajamos a la despensa para romper nuestro ayuno.

—Y ahora, ¿qué? —pregunté con la boca llena de pan y de queso, a la vez que le hacía una mueca obscena al cocinero, que se había negado a darme un poco del cerdo cubierto de mostaza y especies que se estaba haciendo lentamente sobre el fuego y olía deliciosamente.

—Esperaremos a ver qué quiere mi querido tío —contestó Benjamin.

Su querido tío no tardó en requerir nuestra presencia. Un chambelán irrumpió en la sala, gritó nuestros nombres y sin más nos condujo a través de los departamentos reales hasta la cámara privada de Wolsey.

El cardenal y el rey estaban delante del fuego, acomodados en unas sillas forradas, hablando por lo bajo con las cabezas juntas. Parecía que Wolsey estaba examinando algunos documentos. El chambelán nos anunció y se retiró. Aquella pareja tan encantadora no nos hizo ni caso. Nosotros, por supuesto, permanecimos arrodillados tal como indica el protocolo, pero los dos bastardos seguían hablando entre sí. Miré a Benjamin pero sacudió la cabeza, aconsejándome con los ojos que tuviera paciencia. A decir verdad, yo todavía me sentía indignado por la aventura de la noche anterior. Sentía un cariño especial por mi chaqueta malva con sus ribetes de plata y botones de oro y, además, no me gusta que me humillen. Así que hice lo único que puede hacer un hombre sin ser culpado. El estómago empezó a hacerme ruido y entonces me tiré un pedo tan sonoro como el de un caballo de carga. Benjamin bajó la cabeza intentando reprimir una carcajada. El rey Enrique volvió medio cuerpo y me clavó uno de sus ojos azules, centelleante como un trozo de hielo. Wolsey me miró tan horrorizado que hizo que me preguntara si los cardenales también se tiran pedos o si existe alguna diferencia entre sus estómagos y los del resto de los mortales.

¡Pero qué…! —exclamó el rey.

Bueno, ya conocéis al viejo Shallot: preso por mil, preso por mil quinientos. Me tiré otro pedo, tan ruidoso y estridente como el toque de un trompeta.

¡Tú, chico! —bramó el rey poniéndose en pie. Me miraba fijamente y echaba chispas por los ojos.

Me recordó a un maestro horrible que tuve una vez. Wolsey tenía la vista fija en el fuego. Años más tarde me confesó que si hubiera tenido que levantarse en aquel momento se habría partido de risa. Puse los ojos en blanco y levante la cabeza.

—Majestad —me excusé con tono lisonjero—, se me hace un nudo en el estómago del miedo que siento cada vez que me encuentro ante vuestra excelentísima presencia.

(Siempre he tenido la lengua afilada como un cuchillo).

—Majestad —continué—, vos podéis mandar sobre mi cabeza y mi corazón, pero mis intestinos son otro asunto.

—¡Pues me parece que quedarían muy bien colgando una horca! —rugió el rey.

Se levantó, cruzó la opulenta cámara y se volvió a sentar repantigándose sobre una enorme silla parecida a un trono. Wolsey, envuelto en seda color púrpura y un perfume embriagador, se sentó a su lado.

El cardenal cogió una campanita de plata y la hizo sonar mientras sonreía amablemente a su sobrino. Una puerta oculta en uno de los paneles de la pared se abrió, lo que me hizo dar un respingo. Agrippa entró en la sala, despacio y silencioso como la sombra de la muerte. Hizo una reverencia al rey, que decidió no prestarle atención, ya que todavía seguía sin quitarme los ojos de encima. Agrippa tomó asiento al lado de su señor.

—¡Querido sobrino! —Wolsey se inclinó hacia delante; las joyas se apelotonaban y se ensortijaban en los dedos de su mano—. Querido sobrino —repitió—, cuánto me alegro de volver a veros.

Echó su silla hacia atrás y se levantó. Luego pasó cerca del escritorio, hizo un gesto a Benjamín para que se levantara y lo besó con afecto en ambas mejillas. Finalmente bajo la mirada hacia mí, pestañeó maliciosamente y se dirigió de nuevo al escritorio.

—¡Por el amor de Dios, sentaos de una vez! —el rey chasqueó los dedos y señaló dos taburetes que había delante de la mesa del escritorio.

Benjamín, agradecido, se sentó en uno. Yo, escurriéndome como una hoja sobre el agua, me senté a su lado; me preguntaba si para acabar de rematar la situación debería tirarme otro pedo. Sentí una enorme satisfacción al ver la cara del rey transformarse con un gesto de dolor cuando se arrellanó en su asiento; eso significaba que todavía conservaba el pequeño regalo que le había hecho la noche anterior. Yo creo que el rey Enrique sabía que había sido yo, pues sus ojos azules de marrano me escudriñaban mientras apretaba sus labios carnosos y pulposos como una chiquilla arrogante. Pero bueno, así era el rey Enrique: dispuesto a ser uno más, siempre y cuando ganara; además, odiaba quejarse en público. ¡Era un hombre lleno de arrogancia! Una vez condenó a muerte al hijo de un noble y la víspera de la ejecución se cruzó con el padre en la corte y le preguntó:

—¿Por qué no pedís clemencia por la vida de vuestro hijo?

—Me siento avergonzado —contestó el pobre hombre.

Pues entonces, si vos os sentís avergonzado para pedir clemencia —rugió la Bestia—, nosotros también para concederla.

¿Podéis creerlo? Enviar a un hombre joven a la horca, rechazar su perdón tan sólo porque su anciano padre tuvo demasiado miedo para suplicar piedad. Conservo una copia del retrato que Holbein le hizo al rey. Lo guardo en mi cámara secreta y a menudo, cuando estoy de mal humor, lo utilizo para practicar mi puntería con el cuchillo, un arte me enseñó un miembro del harén de Soleimán.

Pero en aquel entonces, en aquella cámara de Eltham, otro cuadro me llamó la atención. Colgaba de la pared a la derecha del rey. Debajo de él, sobre una mesa de madera de cedro, un candelabro de plata de ocho brazos ardía como una ofrenda votiva ante un altar. Mientras el rey y Wolsey intercambiaban las habituales frases de cortesía con mi señor, yo me quedé mirándolo: era un cuadro enorme, por lo menos de dos yardas de altura y de unos cuatro pies de ancho. Me llamó la atención porque tenía unos colores muy chillones y unas pinceladas muy vivas. (Tenéis que tener en cuenta, jovencitos, que en 1523 Inglaterra todavía no había sido testigo de la época dorada de los grandes artistas italianos). En fin, lo que os decía: el cuadro era un retrato del rey Enrique VIII, mucho más joven, más delgado y más guapo. Estaba arrodillado ante un reclinatorio con una flor en la mano, ante la tumba de su padre en la abadía de Westminster. Sobre la tumba había otro cuadro en el que aparecía un santo vestido con armadura: san Jorge, según me pareció. Un mono pequeño, mirando en dirección contraria, se agarraba al pie del monarca. En la otra mano, el rey Enrique sostenía un libro que, aguzando la vista, reconocí como una Biblia abierta justo por el Deuteronomio. Al lado de la tumba podía verse un altar sencillo con un crucifijo de plata y un florero a cada lado. Detrás del altar había un pequeño tríptico que representaba la muerte del viejo rey, su entierro y la coronación de Enrique VIII. En las escaleras del altar, hacia la derecha, donde estaba el joven rey arrodillado, había lo que parecía ser una vasija con un hisopo para rociar el agua bendita, rodeada de más flores. Wolsey se dio cuenta de mi mirada de estupefacción.

—Shallot, ¿os gusta el cuadro?

—Sí, eminencia; tiene mucho colorido y mucha vida —me incliné hacia la Bestia—. Y os otorga, majestad, gran respetabilidad.

El rey hizo un mohín.

—Es un regalo —contestó— del fallecido lord Francesco Albrizzi. Me regaló ese cuadro y esto.

El rey sacó de debajo de su camisa de batista una cadena de oro con la esmeralda más brillante que jamás he visto. Tallada en forma de corazón y colocada en un broche del oro más puro, la joya resplandecía como el fuego a la luz de las velas.

—Son presentes de la familia Albrizzi y de la ciudad de Florencia —intervino Wolsey. Sonrió con afectación—. Aunque no es más de lo que vuestra majestad se merece. Florencia necesita nuestra alianza, nuestra lana y nuestro apoyo. —Hizo una pausa mientras el rey Enrique se acercaba al escritorio y se servía una copa de vino—. Pero vayamos al grano —continuó Wolsey—. ¿Os ha informado ya nuestro buen amigo el doctor Agrippa del terrible asesinato de lord Francesco?

Benjamín asintió.

—¿Y podréis ayudarnos, queridísimo sobrino?

Benjamín abrió las manos.

—Querido tío, es todo un misterio, un auténtico quebradero de cabeza. ¿Cómo puede un hombre disparar en medio del gentío sin ser visto? ¿Y cómo pudo llevar una arma tan aparatosa que primero tuvo que cargar y preparar?

Wolsey movió una de sus manos enguantadas.

—Me doy cuenta de la dificultad, querido sobrino —volvió a mostrar aquella sonrisa—, pero tengo plena confianza n vuestra capacidad y habilidad para resolver asuntos de este tipo.

—¿Quién podía querer asesinar a lord Francesco? —preguntó Benjamín bruscamente.

Wolsey se encogió de hombros.

—Un hombre poderoso siempre tiene enemigos.

—Pero ¿en Inglaterra, querido tío?

—Quizá no. De todos modos —continuó Wolsey—, no tengo ninguna duda de que el asesino es alguien de la familia Albrizzi, aunque cómo y por qué fue asesinado es algo que vos, sobrino, tendréis que resolver. —Wolsey se pasó la lengua por sus rojos y carnosos labios—. No podemos ser acusados de descuidar la protección de nuestros invitados y respetables enviados. Y qué mejor solución que delegar en mi propio sobrino la captura de ese homicida.

Miró con cariño a Benjamín y yo cerré los ojos y me puse a maldecir. El buen cardenal sería incapaz de descubrir verdad aunque ésta saltara y mordiera su fofa nariz. Y yo sabía que, como el vicario decía al referirse al pecho de una mujer, «hay más de lo que parece».

—Pero, mi querido tío, ¿hemos de acompañarlos hasta Florencia? —preguntó Benjamín.

—Bueno. —Wolsey levantó un dedo y sonrió por encima del hombro al doctor Agrippa, que permanecía allí de pie, sosteniendo su sombrero de ala ancha, con el rostro inescrutable de una estatua—. Tenemos otras misiones para vos.

—¿Cómo cuáles, tío?

Wolsey hizo caso omiso del tono sarcástico que empleó Benjamin.

—En primer lugar, a su majestad le gustaría que el artista florentino que realizó esa obra viniera a Inglaterra. Queremos que pinte obras similares de la familia real y de la corte. —Wolsey se mordió el labio—. Los otros asuntos son más…, ¿cómo os lo diría?, más delicados.

(«¡Oh, Dios mío! —dije para mí—, ya empezamos otra vez: el pobre Shallot a punto de entrar en una jaula de leones o, como es habitual, de cabeza al retrete más hondo»).

—Querido sobrino, ¿conocéis algo sobre la política di Florencia?

Benjamín sacudió la cabeza.

—Es una gran ciudad —explicó Wolsey—, construida a la orilla del río Arno sobre unas tierras que cruzan toda Italia. Tiene un sistema bancario propio, la envidia de Europa, que le proporciona riquezas e influencias más allá de su ubicación y tamaño actuales. Ahora bien, Florencia debe su grandeza a la familia de los Médicis, sobre todo a Lorenzo el Magnífico, que murió hace treinta años. Lorenzo convirtió Florencia en la joya de la corona europea. —Wolsey sonrió—. Tuvo sus dificultades, pero consiguió superarlas.

(El viejo Wolsey era el rey de los mentirosos. ¡Dificultades, dice! Lorenzo fue objeto de múltiples conspiraciones. La más peligrosa fue el complot de los Pazzi, que consiguió acabar con la vida del hermano de Lorenzo, Giuliano, cuando se encontraba en la catedral de Florencia. Pero Lorenzo consiguió machacar a los conspiradores. Colgó al arzobispo Salviati, uno de los principales instigadores, en la ventana de su palacio con las piernas cubiertas con unas calzas color malva y balanceándose debajo de su sotana como el badajo de una campana. Otros fueron asesinados brutalmente a las afueras del gran palazzo. Parecía la parada de un carnicero, con los cuerpos de los conspiradores colgando de ventanas y balcones. El principal de ellos, Jacopo Pazzi, fue torturado y finalmente colgado. Su cuerpo fue desenterrado por los niños de Florencia, que lo arrastraron por las calles de la ciudad y, deteniéndose de vez en cuando en las casas, ataban el cuerpo a la jamba de la puerta y chillaban: «¡Abrid a Jacopo Pazzi!»).

—En fin —continuó Wolsey con calma—, Lorenzo tuvo tres hijos de los que dijo lo siguiente: «El primero es bueno, el segundo es listo y el tercero, un insensato». Piero, el insensato, consiguió perder el poder sobre Florencia y esto provocó la expulsión de los Médicis. El más listo se convirtió en papa León X. —Sonrió a Benjamín—. ¿Debo recordaros, querido sobrino, la actitud del papa León con la Santa Madre Iglesia y su elevado oficio? Tan pronto como fue coronado papa escribió una carta en la que decía: «Dios nos ha concedido el papado, por tanto, disfrutemos de él». —Wolsey suspiró de manera exagerada—. Ahora bien, el papa León X ya no está y el colegio de cardenales eligió a Adriano de Utrecht, que trata de reformar la Santa Madre Iglesia y limpiar el albañal en que se ha convertido Roma.

(Ya sé que os lo he dicho antes pero, creedme, Roma necesitaba una buena limpieza. Había más hechiceras, prostitutas, magos y brujos en Roma en la época en la que nombraron papa a Adriano de Utrecht que en toda Francia e Inglaterra juntas. Hombres como Rodrigo Borgia, más conoció como Alejandro VI, habían dejado el papado por los suelos. Él y su querido sobrino César convirtieron Roma en fuente de toda maldad. Cuando Alejandro empezó a tener dolores antes de su muerte, comenzaron a correr toda clase de rumores acerca de fenómenos extraños. Algunos críados juraron que habían oído al moribundo papa hablar con una presencia invisible durante un buen rato y, entonces, empezaron a recordar historias en las que Alejandro vendía su alma al diablo, que le había prometido un pontificado de Exactamente siete años y una semana. Dijeron que habían visto al demonio dando brincos por la habitación bajo la apariencia de un mono. Uno de los criados cogió al mono, pero Alejandro gritó de inmediato: «¡Dejadlo marchar!, ¡es el demonio!». Aquella misma noche murió. Cuatro horas después de su muerte, de su boca hervía agua y salía humo de cada orificio de su cuerpo. Nadie se atrevió a acercarse al cadáver. El rostro de Alejandro se había vuelto de color malva y estaba cubierto de granos endrinos. Tenía la nariz hinchada, la boca de medio lado y la lengua doblada. Sus labios estaban tan inflados que parecían ser lo único que había en aquel rostro envilecido. Al final, tras un registro a fondo de los departamentos papales, un grupo de sirvientes decidió meter el cadáver en un ataúd, enrollar el cuerpo en una alfombra y golpearlo dentro del cofre con palos. ¡Oh, si! Roma necesitaba una reforma y el nuevo papa Adriano tenía una tarea hercúlea en sus manos. Vaya, mi pequeño capellán no se está quieto. «¡Cuánta maldad! —exclama—. ¡Cuánta maldad! ¿Por qué seguís perteneciendo a la Iglesia romana?», me pregunta. Golpeo al diminuto hombrecillo en las muñecas con mi vara. Muy sencillo, una iglesia que se mantiene en pie después de tipos como Alejandro debe de estar inspirada por algún ser divino. Sin embargo, tiene razón: me estoy yendo de nuevo por las ramas).

En aquella cámara aterciopelada hace ya muchos años, Wolsey tendía una trampa que consiguió destituir a un papa, nombrar a un sucesor y destruir Roma, lo que provocó tal conmoción que logró hacer añicos la Europa que otrora conocimos. Pude ver que su endiablada eminencia estaba yendo al grano cuando se bajó las mangas de la túnica malva de seda y se inclinó hacia delante. Lo miré fijamente. No me atrevía a dirigir la vista a Enrique el Gordo, que estaba apoltronado en su silla, bebiendo vino y lanzándome miradas asesinas.

Wolsey bajó el tono de voz.

Los Mediéis han vuelto a Florencia, que ahora está gobernada por el cardenal Giulio de Médicis. El cardenal cree que el papa Adriano tiene una salud muy frágil y que no vivirá demasiado. —Wolsey contempló el enorme anillo que llevaba en un dedo, un rubí escarlata en el que decían que tenía atrapada a una poderosa fuerza maléfica—. El cardenal Giulio desea saber qué pasaría si el papa Adriano muriera y el colegio de cardenales se volviera a reunir en cónclave.

—¿Queréis decir, mi querido tío —intervino Benjamin— que el cardenal Giulio de Médicis desea vuestro apoyo si ocurriera tal hecho?

Wolsey se reclinó en su asiento.

—Tan agudo como siempre, querido sobrino.

—¿Y qué respuesta debemos darle? —preguntó Benjamín.

Wolsey se encogió de hombros, apoyó los codos en los brazos de la silla y juntó la yema de los dedos de ambas manos.

—Debemos escribir algunas cartas al cardenal Giulio, pero seréis vos quien le dé la verdadera respuesta. Le comunicaréis lo siguiente: Inglaterra dirá que sí si cuando Inglaterra necesite a Roma, ésta responde también que sí. —Sonrió ante la perplejidad de nuestros rostros—. ¿Sabéis lo que significa, querido sobrino?

Benjamín sacudió la cabeza.

—Bien —afirmó Wolsey—. No tenéis por qué saberlo. Pero cuando mi hermano de fe os lo pregunte, y creedme que lo hará, ésa es la respuesta que vos le debéis dar. Bueno —añadió mientras continuaba hojeando algunos trozos de pergamino que había sobre el escritorio—, el tiempo vuela. Mañana los Albrizzi parten hacia Florencia y vos los acompañaréis. Os entregaremos todas las cartas y monedas que necesitéis para vuestro viaje. Os dirigiréis a Florencia, ayudareis a lord Roderigo en la medida que os sea posible a encontrar al asesino de su hermano. Buscaréis luego al pintor de este magnífico retrato —Wolsey señaló el cuadro que colgaba sobre la pared que tenía a sus espaldas— y, finalmente, le entregaréis nuestro mensaje al buen cardenal y regresaréis con su respuesta.

—¿Qué misión es la más importante, querido tío? —preguntó Benjamín—. ¿Y qué pasa si el asesinato de lord Francesco se queda sin resolver?

Wolsey levantó un hombro con elegancia.

—No os lo sabría decir, pero lord Roderigo no se dará por vencido hasta sentirse satisfecho. Florencia debe ver que el brazo de la justicia inglesa es largo y a la vez implacable. El crimen fue cometido en territorio inglés contra un enviado a nuestra corte. Sobre este punto, su majestad es muy inflexible.

El rey Enrique dejó de un golpe su copa sobre la mesa. Me hizo señas para que me acercara. Me puse en pie.

—¡Acercaos más!

Obedecí, el rey me agarró por el justillo y emitió un sonoro eructo cargado de vino delante de mis narices sin quitarme de encima sus ojos de marrano.

—No os atreváis a regresar a casa —siseó la Bestia— sin haber cumplido vuestra misión.