XIII
Hasta que nos vuelve a dar, porque esta noche damos una vuelta enorme a la pista, una cierta síntesis. Por si acaso la necesitáramos más adelante, cada uno por su lado.
—¿Estás bien, gatita mía?
—Estoy muerta.
—¿Tienes fuerzas aún para acariciarte? ¿Qué te parece?
—Si quieres... Pero hazme... algo...
¿Algo? ¡Pero si te comería entera si pudiese! Eres bella como la Gui-Gui, esos caramelos en bastón de colores entremezclados que lamía durante horas en los tiempos de mi infancia, paseando, recorriendo la playa y sus pedregales, sus casetas de madera putrefacta, sus desechos industriales. Eres bella como la Gui-Gui, vaya. Y si eres más miel que azúcar, el placer solo es más goloso.
Mi verga se ha metamorfoseado prácticamente en una pequeña morcilla por encima de mis huevos, retraídos ellos mismos, la piel tensa, duros como si fueran de madera, de madera de balsa, con la que se hacían los planeadores. Así, otra vez, era antes, cuando éramos niños.
Soplo dulcemente en tu coño, con mis labios lo suficientemente abiertos para no crear una corriente demasiado cálida. No más que un hilo para una caricia discreta.
Te coloco a cuatro patas, cadera alta.
Mis manos no cesan de imantar tus piernas, tu espalda, tu vientrecito redondo, tu nuca.
Rodeando la cama, he cogido un pañuelo y lo he atado a tu muñeca derecha; con precaución, he tirado de tu brazo hacia atrás y he anudado el otro extremo del pañuelo al pie del mueble. He atado tu sujetador, que estaba por ahí, muy cerca, a tu muñeca izquierda, y luego a su vez lo he anudado también a una pata opuesta del mueble.
Es puro teatro: si echaras los brazos hacia atrás, te llevarías por delante mis trucos de marino. Pero nos entendemos. Estás atada, a la espera de lo que haré contigo. En fin, lo que todo esto significa es, más que nada, que puedo hacer contigo lo que quieras que haga contigo sin que me pidas hacerlo.
Atento a los detalles prácticos, encajo un edredón bajo tu vientre, para relajar un poco los músculos de tus gambas. Es cierto que, a pesar de todo, somos adictos a la comodidad. Y por qué no. Los actos sexuales atrancados por la impaciencia y el desorden son un fastidio. Lo evitaremos.
Si hubiera previsto la cosa, me habría procurado algunas cadenas, anillas, mosquetones. Habría fijado al techo ganchos, poleas, viejas roldanas de madera. En el suelo, gran variedad de enganches se ofrecerían a mis caprichos para hacer con tu cuerpo eso o lo otro. Tal vez serían de cuero, de acero, de látex, lazos de seda, según las estaciones.
No he previsto nada semejante.
Improvisaremos. No es muy difícil en el torbellino de esta noche.
Te lo explico.
—¿Estás preparada, corazón mío?
—Aún no. Acaríciame primero...
Imaginé que hablábamos de lo mismo.
Me pongo bien contra tu culo, mis manos contornean tus piernas por encima, para descender luego siguiendo la línea de tu vientre, en donde se posan y giran en circunvalaciones, hechicería erótica por mapas, planos e itinerarios, tensión, de hecho, ante la idea de volver a partir en ti, esa misma que confiere tu vientre a las palmas de mis manos.
Mi bajo vientre se frota contra el tuyo. Mis pelos con los tuyos, a tu matorral, a modo de prado de hierbas alocadas, o de espuma vegetal, a modo de barbecho, a modo de vida, vaya. Hay luces que bailan ante mis ojos. ¿Es el agotamiento o el sentimiento? ¿Cuál va a prevalecer?
Aspiro el aroma embriagador de tu piel, de tus omóplatos, de tus pezones color de caramelo, su dulce relieve. Vueltos como nos encontramos, resulta bastante inconcebible intentar lo que se me pasa por la cabeza, como chuparte la lengua. Sin embargo, en su contexto es excitante chuparse la lengua, el uno después de la otra. Aunque no todo el mundo piensa como yo. He tenido novias a las que jamás les ha gustado o jamás lo han comprendido, mientras que otras sorbían hasta los dientes.
Siento tu vientre bajo mis manos; es imposible cansarse de eso, jamás. ¿Cómo haré cuando ocurra?
Conviene imaginar lo que ahora te daría provecho. Acaricio tus piernas. Me hablas de la depilación del otro día. Yo pienso en los pelillos duros de los tallos verdes y plateados de las amapolas.
Con la punta de la lengua:
—¿Cuándo lo hiciste sola por última vez?
—Este fin de semana...
—¿Estabas en casa de tus padres?
—Sí...
—¿Por la noche, antes de acostarte, o por la mañana, antes del desayuno, en el porche que da al corazón del jardín?
—Las dos...
—¡Oh!
Manteniendo mi rostro muy cerca del tuyo, estiro el brazo y con la punta de los dedos te aplico dos o tres nueces de crema para facilitar las penetraciones. Las extiendo cortésmente desde el bajo de tu vientre hasta lo alto del culo mientras escucho y respondo a tus palabras.
—¿Así pues?
—Por la noche fue en mi cama... en la habitación pequeña del primer... hmmm...
Comienzas a reaccionar ante la doble sensación que te proporcionan el frescor del lubrificante y el calor de mis gestos acariciadores.
—¿Y por la mañana...?
—En... hmmm... bajo la ducha...
—¿Bajo la ducha? Pero entonces era una primicia.
—No... hhh... no del todo... un poco...
—¿Te tocaste entre las nalgas bajo la ducha? —interrogo uniendo una caricia incisiva y audaz a esas palabras. Tus caderas comienzan a oscilar, tu postura se afirma, asientas tu posición que comienza en tus muñecas sujetas, corre a lo largo de tus brazos, hombros, espinazo, culo, piernas, hasta las rodillas, bien caladas a su vez contra las sábanas revueltas.
—Solo lavándome... no me he atrevido a más...
—¿Tenías ganas?
—No lo sé... hhmm... ¡oh, sí!... ah... no lo sé... creo que no me gusta...
—No te gusta.
Mi dedo no se introduce sino que va y viene plano contra tu vulva, pausadamente.
—¿Y en qué pensabas bajo la ducha...?
—En casi nada... fue muy rápido... tenía ganas de hacerlo rápido... tocarme...
—¿Y por la noche?
—Por la... ¡aahh, sí...! Por la noche fue... hmmm... por la noche fue...
—¿Te gusta?
—Oh, sí... méteme un dedo por favor... ¡méteme un dedo!
—Aún no, aún no, dame un minuto. Dime cómo continuó. ¿Te tomaste tiempo por la noche?
—Sí... estuvo bien... se habían acostado todos temprano... hmmm... yo... ¡hmmm!
—Sigue. Mira, ahí lo tienes, mientras tanto te haré una visita ahí.
Mi dedo medio se pierde en tu vagina, en donde apenas juego un poco, y enseguida te meto dos dedos verticalmente.
—Vamos, sigue contando.
—Sí... pero no pares...
—Vamos.
—Me desnudé toda... me miré un poco en el espejo del armario... ¡ah!
—¿Te pajeaste delante de tu espejo?
—No... no... ¡oh, sí...!
—Dime.
—Después de mirarme, me fui a la cama, lo apagué todo y... hmmm... me tumbé sobre el vientre... hmmm... Y me... ¡ah...! Despacio, mi lobito... despacio... ¡ah...! Me tumbé primero sobre la almohada... sin to... ¡ah...! Sin tocarme... Solo apretando la almohada entre las piernas...
—¿Estuvo bien? ¿En qué pensabas? ¿En una polla gigante?
—No —sonríes—, no... ¡ah...! Pensaba en nosotros... oh, síiii... pensaba en la continuación, en cuando... en cuando me acariciase...
Mis dos dedos exprimen, arrastran consigo en cada penetración de tu coño un jugo denso y cálido que ahora impregna ya toda mi mano derecha. Tus ancas dibujan vivos círculos que alientan y dan el la.
—¿Y luego, mi gatita?
—Me... me puse... me puse de espaldas...
—Dime.
—Me acaricié en ese momento... tenía mucho calor...
—¿Y qué te contabas en tu cabeza de putita tierna y hermosa?
—¡ah...!
—¡Dime!
—Que tú... ¡oh, sigue, oh, así! ¡Ah, sí, me encanta, sigue!
—Dime.
—Me... me... imaginaba que tú...
—¿Qué?
—¡Me imaginaba que me enculabas! ¡ah...! Que me enculabas...
—Sigue hablando. ¿Eran recuerdos?
—De todo... hmmm... oh, sí... de todo... Cosas que hemos hecho... cos... ¡oh! Cosas que imaginaba yo...
—¿Que te enculaba?
—Sí... ¡oh..., sí...!
»Me follabas en un campo después de haberme besado el trasero y haberme metido un dedo entre las nalgas; ahí me enculabas a cuatro patas y muy duro, y cuando llegó gente, no muy lejos, se pusieron a mirarme y tú ya no podías parar, me follabas con intensidad y ellos no dejaban de observarme bajo tus asaltos... sí... pasa a menudo que... ah... que piense en eso... eso me excita...
—¿Te excita pensar que te están enculando?
—¡ah!
Doy la vuelta alrededor de ti.
He cogido el consolador cuyo extremo ovoide coloco en la base de tu vagina, que se abre. Le echo saliva, no por necesidad espiritual, no como una animada ceremonia, aunque podría haberte vaporizado a carrillos llenos un chorro de ron en el coño, y soplado en el culo las volutas de una bocanada de tabaco, ¿eh? En otra ocasión, quizá. Ahora no puedo hacerte esperar, pues te encuentras con creciente necesidad de polla, así que será solo ese hilillo de saliva, y te meto el falo hasta el fondo en unos cuantos golpes de muñeca bien dados que te arrancan gemidos de satisfacción. ¡Qué bueno, dice tu conejo burbujeante!
Me empalmo; mis huevos renuevan su firmeza, se hinchan.
Sin dejar de pajearte con el tallo de silicona, con la otra mano unto aún de lubricante en la zona más elevada.
—¿Sabes lo que estoy preparando?
—... sí...
—Quieres...
—... sí... un poco... ya te diré...
Un poco más de saliva; no puedo evitarlo, soy un tipo carnal, un fracaso de lo espiritual; me apropio de tus cuartos traseros con todas mis impotencias.
Eso sucede justo antes de que saque el consolador de tu conejo, y luego, siempre por materialismo, lo reemplace con mi propia polla que no hace sino hilvanar tres sacudidas; entonces salgo, te escupo un chorro en el ano y te meto en él la cabeza de plástico dorado.
Inmediatamente, el ojo de tu culo se ha cerrado. Parpadea de repente. Boquita de animalillo que reclama la pitanza. O lo que sea. Empujo, no fuerzo, presiono, aflojo, presiono, aflojo, mientras tú te acomodas a esa respiración entornando tu anillo anal, olvidando tus músculos, aspirando con el esfínter un potente deseo de penetración.
¡Y repentinamente tu culo absorbe sin una queja el miembro artificial!
Flexibilizo la paja.
Mi dardo tiembla bajo el generoso flujo sanguíneo que mis hormonas reclaman a modo de refuerzos para llenarte bien hondo. Distendida, mi fóvea se regocija en esa imagen de ti absolutamente soberbia, totalmente entregada a la avidez del cuerpo. Debo forzarme para no apuñalarte el trasero con frenesí. ¿Te imaginas?
El goce —y todo yo ligado a él como una sola consciencia— se pliega a las danzas que tus caderas inscriben en el espacio de la cama y de la penetración, un espacio que tus sedientos gemidos amplifican cada cinco segundos.
—Jamás había hecho esto antes. Con ninguna —finjo.
Te regalo esa mentira bien inocente y vuelvo a batirte un recto que se abre ahora como una flor golosa, como una flor en primavera, como no sé qué ni me importa, como cuando te estremeces bajo el deseo del glande.
No es fácil eyacular tres veces una misma noche. Requiere más que motivación: una renovación completa del deseo. Sin embargo, la pregunta ni siquiera se formula. Pero ¿se tratará acaso de la suerte del principiante o del estertor del moribundo? ¿Eh?
Para ti no es lo mismo y, con buena disposición, tus orgasmos pueden encadenarse. En nosotros permanece una especie de viejo mecanismo que recuerda al siglo XIX, la potencia del vapor, y también su lentitud. Esa especie de rueda no precisamente muy fluida y que requiere ponerla en tensión, un escape, volver a ponerla en tensión. No sabría decir si vosotras, las muchachas de senos tiernos, poseéis una versión cuántica del placer, pero tengo la sensación de que no copulamos según las mismas reglas. O quizá sí, pero nosotros no estamos aún lo suficientemente desinhibidos como para esbozar esa síntesis.
Mientras me regodeo en tu culo con el consolador, finges tirar de tus ataduras para poner a prueba las cuerdas. La dificultad aun a ese nivel nos excita. Está muy logrado, y tú te convulsionas para emocionarme.
—¡Méteme-un-dedo-por-compasión-méteme-un-dedo!
No.
No, tengo otra idea. Y además me urge llevarla a cabo antes de la «pequeña muerte».
—Espera.
Te escupo aquí y allá al tiempo que extraigo el objeto de tu trasero. Te desato la mano derecha rogándote que tengas la bondad de sacarle brillo al clítoris sin reservas, pues debo preparar el final.
En tu oído, a modo de aliento, pues nada es tan delicado como esas rupturas de ritmo y concentración, en tu oído describo imágenes pornográficas, penetraciones en serie, ¡encantadoras crudezas!
Luego te abandono para ir a lavar el embutidor.
Luego regreso lo más deprisa que puedo, y si mi polla ha perdido algo de su soberbia, veo que tú has sabido conservar una excitación propicia, la cual te agradezco. Me yergue de nuevo.
Todavía caricias, mimos. Mamo tus senos deslizándome en parte debajo de ti. Penden sin ceder nada en exceso a su atracción de cosas, de frutos intensos. Hasta mis pies se regocijan participando, delineando tus tobillos y tus pantorrillas. Hay que terminar.
Mis dos dedos van de saqueo, al culo y al coño.
—Mi zorra adorada, voy a hacerte explotar la guinda —susurro en tu nuca.
Aplasto mi rostro contra tu coño y te machaco el conejo con frenesí: ¡bang, bang, bang!
¡Me alientas con furia!
Tus humedades se derraman en mí, me salpican, me hechizan. ¡Gritas retazos de felicidad y te folio como una máquina, te pistoneo el higo, te ejecuto el címbalo, hasta ahogarme de agotamiento, hasta alcanzar el acuerdo con tus quejas gozosas!
—¡Voy a correrme en tu culo! ¡Ya no puedo esperar más!
—¡Oh, tómame, tómame, tómame!
Apenas salgo de ti y ya te meto el consolador en la vagina. Me escupo en la polla, enderezo tus caderas, posiciono el glande sobre tu ano, ¡y te enculo con un único y enorme empujón hasta lo más hondo!
—¡ahhhh!
Inmediatamente empiezo a limártelo, el glande hundiéndose en tu recto, revolviendo tu vientre, rebotando contra el objeto que está al mismo tiempo bien anclado en tu coño.
¡Excesos! ¡Excesos!
¡Te follo con furia, locamente anclado en tus posaderas, transportado por tus gritos!
¡TE ENCULO CON FRENESÍ!
Ahogado, aturdido, agotado, te sacudo sacudo sacudo, mis cojones se estampan contra la base del juguete dorado, ya no puedo parar de llenarte por ambos lados con el aparato y con mi dardo al borde del caos cuando... ¡ahhhhahaahahaaa!
¡ah! ¡ah! ¡ah! ¡aaaahhhm!
Exprimo mi último esperma en tus tripas inspiradas...
¡ahm!
Un golpe más por la inercia.
¡ahm!
El último: pierdo ya la erección.
Ahm...
Me alejo algunos milímetros, tu ano me estrecha.
Con dos dedos saco la imitación de tu garaje de pollas que se ahueca con uno de esos ruidos que aborreces cuando tu vagina se encuentra repentinamente llena de aire y se vacía con tan solo un poco de secreción que hace de ventosa y plop.
Saco entonces completamente mi propio yo de tu culo y me acurruco cerca de tu cuerpo mimoso. Cerca de ti. Que caes sobre el vientre y gimoteas dulcemente.
Chorreamos.
Te quiero.
Enculada.