III
Nuestros ojos se agrandan y, ya fatigados a mi parecer, se redondean.
En nuestra mente, todo lo redondo son agujeros, y los agujeros, culos por follar. ¡Quisiéramos encularnos por los ojos! El desagüe de la bañera es un agujero. La ventanilla del baño es un agujero, el hueco de ventilación es un agujero. ¡Todo forma agujeros! ¡Qué trajín! ¡Qué obsesión!
Nos secamos a breves lengüetazos.
Tú cepillas mis cabellos, yo cepillo los tuyos; no dejamos de tocarnos durante todo este rato, en nuestras periferias, solamente. Ni mis ojos ni mis manos ni mi boca lograrán jamás tomar tu medida, que es mi goce.
—Me apetece hacerlo al estilo cuchara —dices tú. Entonces vamos cogidos de la mano hasta tu habitación, nos deslizamos bajo el plumón, me chupas durante unos instantes y luego te das la vuelta pegándote toda a mí, y yo deslizo mi rabo en la funda sedosa de tu conejo sin el menor obstáculo.
—¿Has enculado a muchas? ¿Cómo lo hacíais? Cuéntame...
—A todas o casi. A menudo llegué demasiado tarde para conquistar un coño sangrante; entonces me arrojé sobre su culo.
—¿A ellas les gustaba?
—A todas os gusta, claro. Una sola chilló de vergüenza ante la idea. Ni siquiera lo intenté.
—¿Cuál?
—Aline, ya te he hablado de ella.
—¿La de Viena?
—Eso es.
—¿No le gustaba?
—Le parecía repugnante. No nos entendimos en nada.
Mientras hablamos, me contento con permanecer dentro de ti, mástil en el coño, sin moverme. Acaricio tu piel sentimentalmente y tú te masturbas no sin vigor, cada vez más, sin dejar de hacer preguntas que la ponen dura o humedecen. Curiosidades salaces.
—¿Tienes buenos recuerdos? ¡Cuéntamelo todo!
—Tenía una amiga a la que lo que más le gustaba era que le lamieran el culo. Lo pedía sin cesar. La polla era demasiado para ella, pero lo que es la lengua, la reclamaba a menudo. Ya te he hablado de ella, Marine.
—¡Qué cerda, esa chica! ¿Y luego quién más?
—Pauline. ¿Sabes? Quería que yo la azotara mientras...
—¡Yo no lo toleraría! Jamás me des una bofetada! ¡Te dejaría en el acto!
—No era mi pasión al principio, luego no me disgustó. Era todo muy tierno, ¿sabes?
—Espera.
Te acuestas sobre la espalda extrayéndome de ti para darte gusto con mayor comodidad; con la otra mano me atraes hacia tu oído, ese nácar sonrosado, para que me acerque y libere nuevos horrores: «Sigue contándome. Cosas que no hayamos hecho».
—Había una, la pequeña Ludivine, que gritaba indecencias.
—¿De verdad?
—Sí. Sobre todo cosas del estilo: «Perfórame el culo, hazme daño, ¡destrípame!», pero no habría soportado la menor rudeza, ¿eh? Era un poco como tú, la excitaban las palabras.
—¿La querías?
—No, no lo sé, era muy rara. Un poco agobiante.
—¿Qué hacía?
—Además le gustaba que le meara encima.
—¡oh!
—Una noche que había bebido le dije que sí, pero me tambaleaba de tal modo que no lo conseguí.
—Eres un desastre...
—Eh...
—No me habría gustado nada que hubieras orinado sobre una chica. ¡Puaj!
—No pasó nada...
—Te lo pasabas bien con ella.
—No lo sé, no, creo que no, ya te lo he dicho.
—Mientes.
—Al contrario, soy sincero.
—¿Y qué más hacía?
—Se masturbaba el ano debajo de la ducha, decía. Nunca supe si era verdad o no.
Te giras hacia mí, repentinamente fascinada, horrorizada o solo ingenua. Me preguntas si digo la verdad. Sí, digo la verdad. No sé nada. Ella me lo contó. Tenía el fondo sensible. Yo era el primero al que acogía por ahí después de una desastrosa experiencia de juventud que, al parecer, casi estuvo al límite de una relación forzosa.
Ese relato te perturba.
Eres frágil a tu manera.
Cambio de tema.
—¿Te he hablado ya de mi Ondine?
—Ya no lo sé, ¿quién era?
—La de Estrasburgo.
—Esa me suena, ¿y...?
—Hacía una cosa muy loca con su culo: follábamos de formas muy corrientes, pero cuando teníamos que separarnos (cada uno estudiaba en un sitio), por la mañana, antes de irse, me pedía que la enculara muy deprisa, el tiempo justo de que el petardo se corriera y, hop, se iba. ¡Daba para dos o tres sacudidas, nada más!
—Bah, ¿y cómo hacía luego para...? Ay, a mí no me gustaría...
—Me importa un bledo; ahora lo que tengo es ganas de metértela otra vez...
Hemos hablado tanto, ella se ha acariciado tanto, que ya no puedo más; ella lo presiente y se da la vuelta ofreciendo su trasero adorable a mi concupiscencia y su ojo marchito a mi glande. Es una anfitriona delicada.
La ensarto de un golpe. ¡Está blanda como una miga golosa!
—¡Oh, es tan bueno! Así es delicioso...
—Adoro tu culo, mi pequeña.
—Soy anormal... Me gusta demasiado...
Me atrapa un sentimiento fugitivo. Estoy ahí, en tu pequeño orificio, tú a cuatro patas sobre la cama; una luz tenue no oculta a mi vista nada de nuestras pequeñas locuras repugnantes, y ahí, hundido en ti, me siento el rey del mundo, el dueño absoluto, el piloto de un avión gigante: tu espalda es mi carlinga; quiero decir, el tablero de mandos, con sus pantallas y toda la pesca. ¡Y sobrevuelo la esfera terrestre enculándote profundamente! Es genial. Tus senos danzan en círculos debajo de tu torso, al ritmo de los bang-bang que te endilgo por detrás. Regularmente, escupo sobre mi rabo cuando sale para que se deslice bien por tu esfínter; pero creo que es casi inútil: ¡las ganas de que te follen por ahí hacen tu canal de caca más mullido que una boca untada en miel!
Arremeto con una salva violenta que te hace gritar de placer sobre el almohadón que retuerces.
Pausa.
—Alto... tengo que parar un momento... Si no, te voy a remojar por dentro en tres segundos...
—¿No quieres correrte?
—Todavía no...
—Entonces mírame...
Te acuestas de nuevo sobre tu espalda, despacio. Te colocas entre las almohadas. Sonríes. Te abres. Y te pajeas así, bien dispuesta. No es que con eso te corras del todo, pero te visitas de vez en cuando porque sabes que empalmo viendo ese espectáculo.
—Puedes hacer fotos. Pero no de mi cara.
Es de locos lo que te gustan tus placeres solitarios. Es una monada, es cariñoso, es amable; un punto compulsivo también, pero todo eso me habla bien de ti.
Tomo tu máquina fotográfica y me coloco entre tus piernas. Lo haremos en bruto, simple, crudo. Crudo. Es eso exactamente. Lo real con tintes entre el marfil y el carmín.
Tu conejo tampoco es tan peludo, sin contar que te haces depilar los bordes del pubis. Tu coño está maravillosamente coloreado: el blanco de tu piel, los rojos y los rosas de tu interior, los castaños de tus contornos. Bajo el anular que manipula tu clítoris, tus labios menores marcan dos paréntesis de color carne; debajo está la entrada de tu vagina, espumada de un jugo blanco —¡hela ahí, la gentil baba!— y después, un sendero derecho con ligeros matices que puede recordar a esas castañas frescas de otoño que sacábamos de sus erizos para improvisar partidos de fútbol. Tenían esos frutos un suave degradado entre su cuerpo sombrío y su iris blanco que creo reencontrar en este último camino que conduce hasta tu ano en reposo sobre la sábana, invisible, ay, pero tal vez vislumbrado.
—Cuéntame más...
Por supuesto; los dos que follan en el probador, para mantener los flujos de tu conejo. Tengo que retomar esa historia loca del gran almacén.
—Ella te mira con los ojos nublados; una sonrisa embaucadora le turba los labios. Debe ver que tu hombro derecho se desplaza hacia el centro de tu cuerpo, lo que indica bastante qué va a seguir: tu brazo contra el pecho, el antebrazo cortando el estómago y, al final, la mano hundida en tus bragas transparentes, la irradiación de tu clítoris palpitante.
—Sigue...
—Te pegas al panel de separación para sentir los golpes de rabo de su chico recorriendo como ondas eróticas todo su cuerpo, agitando sus grandes senos. La fornica cada vez con más fuerza; temes que os vayan a descubrir a todos.
Tengo la cámara digital.
Mi boca descansa.
Flash.
Te retuerces.
Flash.
—Prométemelo. La cara no.
—Shhhh... Tócate, las verás todas...
—Hum...
No sé qué decir, tan bella eres. No en las fotografías, que mienten con sus violentos contrastes aunque aun así lograría reencontrarte dentro de ellas, y si no en tus gemidos, en tus ojos entrecerrados, en el placer que gobiernas, en la burbuja egoísta que ha convertido tu anular en el punto focal de tu noche. ¡Qué maravilla!
Está claro que te ofreces generosamente cuando has decidido empezar.
Las mujeres se masturban esencialmente con las piernas cerradas, otras también sobre el vientre, y no dejan ver tanto al obseso visual que soy yo. Pero tú eres la felicidad misma, eres la gran apertura de piernas. El espectáculo vivo. Para complacerme, puedes meterte de vez en cuando uno o dos dedos en la vagina, no tanto por tu placer como para volverme loco, para hacerme participar a tu modo.
—Métete un dedo —ruego.
Lo haces levantando la cadera a fin de que pueda aprovecharlo bien, a fin de iluminar todos los diodos de mi cerebro tintineante y embrutecido de deseo.
Flash.
—Sigue.
Flash.
Me acuerdo de la época en que teníamos cámaras de película y teníamos que revelar los rollos con imágenes de compañeras más o menos desnudas en alguna tienda. En los laboratorios, los clichés desfilaban bajo millones de ojos; no era precisamente digno de recordarse exhibir esos momentos de placeres privados ante las narices de todo ese atajo de cerdos.
A modo de desquite, elegíamos cuidadosamente la sensibilidad de la película; para los desnudos, yo prefería las que tenían mucho grano en blanco y negro, por ejemplo. Eso hacía justicia a todas las golfillas desvestidas y sobreexpuestas.
Ahora hay que arreglárselas con la digital para crear una palidez o un naranja industriales. Es toda una adaptación. Me gustaría tomarme tiempo, pero a ti no te apasionan esas cosas, así que da igual si hago una chapuza.
¡Y sin embargo, cuánto me gustaría fijarte en mi memoria!
Te tocas un pecho. No el pezón, sino justo por debajo de la aréola, el placer de la curva con la mano en copa. Es curioso lo rara que eres como chica. Un día, más bien pronto, te grabaré con una videocámara. Me digo: con todo este material, algún cabello robado de tu cabeza y unas pocas líneas escritas de tu puño y letra, dentro de mil años podrías volver a la Tierra gracias a las clonaciones o qué sé yo, y deslumbrar al mundo, Venus o sus hermanas, con tu belleza juvenil.
Reacciono al pensar en eso.
Flash.
Dejo la máquina y me acerco a tu sexo. Sobre tus dedos agitados extiendo una espesa saliva, tu mano izquierda se posa apenas sobre tus senos, muy suavemente, el roce de un tocado de plumas. Te lamo la parte baja del coño, separando tus labios con mi lengua, con su punta extendida que visita la entrada de tu vagina y dejándote el campo libre por arriba, para ese frotamiento que en este momento solo te pertenece a ti.
Soy un intermedio entre espectador y participante.
No quieres mucho más de mí.
Hay clitorianas todavía más intransigentes.
Yo me la pelo menos, entregado a la ambigüedad de mi posición. Más tarde volveré, no me preocupa demasiado, todavía te cosquilleo el dintel babeante que está en reposo.
Giras sobre un lado, con la mano aprisionada entre las piernas, señal de umbral, señal de ritmo que hay que retomar. Y yo avanzo remontando tu cuerpo, una mano en la parte superior de tu vientre, entrecerrada, protectora, y el otro brazo a modo de almohada, mi vientre emparejado a tu espalda. Estás bien. Estoy bien. Aún no nos hemos saciado. Damos por hecho, ya lo sé, que tenemos un festival del culo en marcha. Y como tu conejo se ha quedado completamente agotado, quizá hasta un poco irritado, dejamos casi que se vuelva a dormir y mi glande, desvelado del todo, se afila ya contra tu pequeño agujero anal. Y ahí me planto de un solo golpe de broca, tan impaciente estás otra vez, y dócil y encantadora, y tan decidido y rotundo mi rabo.
—¡Ahm!
Mi boca llega a tu oreja, te mordisquean mis dientes; mi mentón calado en tus hombros, esos mismos que te encanta que acaricie, bese, manosee, besuquee. Porque me encanta tu piel. En las fotografías —pues las revisaremos juntos dentro de un rato, ¿verdad?—, dos lunares a los que tengo por un precioso descubrimiento. Uno adorna tu labio mayor izquierdo, el otro se oculta justo entre tu vello, más arriba, sobre tu hermoso pubis. Es un momento de reposo, de ambiente, de complementariedad cuyo enlace atómico último es mi polla en tu culo.
Eres buena, ¿sabes?
Sí que lo sabes.
Dejamos que por un instante planee este vacío sobre nuestros cuerpos. Y salgo de tus posaderas.
—¿Me la chupas?
Te das la vuelta lentamente.
—Ven, así.
Te guío en un impecable sesenta y nueve, tu boca encallada tragando mi rabo y yo sumergiéndome con toda la cara en tu coño. Aún otra visión esplendente para mis ojos. Qué fascinante resulta tu sexo de muchacha. ¿De verdad meas con eso varias veces al día? Apenas puedo creerlo. Para mí es un decorado, una civilización, la entrada a un mundo. ¿O un altar? Más bien eso, sí. Un altar desde donde entrever la libertad. Sobre mi espalda, a lengua alzada, doy gracias.