VI

Saboreo esos instantes. Los últimos, tal vez. El placer es tan precario y el sexo tan raro...

A menudo he podido constatar que mis aventuras amorosas acaban en sodomías. Y eso me ha llevado a pensar que la cosa era ambigua, que había ahí algo de la dominación despectiva del macho que está por perder pie y del puro placer libertino. Tales fornicaciones vergonzosas reiteradas anuncian, de hecho, el fin de nuestras perspectivas; yo las enculaba para humillarlas, sin duda, como un ladrón en una ciudad en llamas procura saquear los últimos tesoros entre la ruina de los sentimientos.

Encular es una argucia de un tipo que se ahoga. Es la caída; adánico, edénico, mis recursos se agotaban en esa pesadilla.

Pasar por la puerta de atrás era confesar que, de acuerdo, no hay esperanzas para lo nuestro, es nuestra vida o la vida lo que se termina, es el tirano completamente loco que toca la lira ante el incendio de su querida ciudad, es el sentimiento mismo de la decadencia. Y aun así es la meta de los inocentes. La esperanza.

Beso tus cabellos. Mi boca cerca de tu oreja. Te hablaré de lo que quieres escuchar, pues si no lo hiciera sentiría de veras el miedo de perderte, y eso, por el momento, es intolerable, hasta doloroso, inscrito sin embargo en nuestra relación aunque yo lo repela, lo repela, lo repela. Por favor...

Susurrando, te narro esas burradas mientras me manoseo el arado turgente.

—Te invitan a una casa de campo. Los hombres están bien puestos, con medias máscaras de terciopelo que ocultan la bestialidad de sus rasgos idiotizados. Una joven se te acerca. Su sonrisa es cordial y en su mano derecha sostiene una correa rematada en un collar de cuero rojo que anuda, sin que te opongas, a tu cuello de cisne.

»Con la máxima lentitud, correa en mano, te conduce a una habitación.

»Te pide que te desnudes. Aceptas plenamente ese ritual.

»Ella te señala encima de una enorme cama una indumentaria de un erotismo forzado a juego con el resto, así que bien —concluyo.

Sigue sin embargo el placer libertino. El culo sin vagina. Te lamo la vagina. Me giro confundido. Rozas apenas tus senos.

Tus senos son moldes de tazas de té chinas. Traen consigo revelaciones. Ya sabes lo que se murmura de los místicos, que son en su desnudez la pura huella de Dios.

Es nuevo eso, que acaricies tu busto encantador. Requiere tiempo aprenderse el propio cuerpo; habremos recorrido esta parte del camino juntos. Sin lograr nada definitivo, pero ¿cómo? Al ver cómo te aplicas, me hago la siguiente consideración: que jamás me ocupé de tus pies. Eso, de repente, me incomoda: haber podido desdeñar un espacio de tu piel, una parte de un cuerpo que quiero por entero, globalmente. Me digo que la próxima vez estaría bien masajear tus pies y tus largas piernas blancas en la bañera.

La desaparición me asusta. No sé si sientes lo mal que estoy. No sé si siento tu triste dolor, tu vergüenza de spleen. ¿Y ahora qué hacemos?

—Te pones esos arreos de perra. Te quedan estupendos: ¡eres tan hermosa! Pequeño corpiño rojo y negro, sin bragas, para exacerbar el atractivo de tu conejo depilado, ligueros, medias negras, zapatitos de tacón, sin excesos.

No hacemos ningún mal. Tenemos sueños y tratamos de izarlos más alto, más alto, ¿hasta librarnos de ellos, quizá? Quizá. ¿Y luego la roca caerá por la pendiente y todo quedará de nuevo por hacer? Hemos llegado felices al zenit de piedra, y a eso nos consagramos en la cama esta noche, porque si no, ¿qué queda? Nada, la muerte, las cosas. A nuestra cruz, pues, regresamos contentos.

Tu piel bajo mis manos.

¡Qué tonto es estar enamorado! Y sin embargo, qué tentación ceder completamente. Para vosotras, las mujeres, era mucho más fácil. Os educaban para eso, para estar enamoradas, para buscar al príncipe azul y su espada de plata, su flecha ardiente, y vuestras faldas eran anchas y revoloteaban, para que nosotros pudiéramos hurgar por debajo con bastante torpeza.

Para nosotros, en cambio, pobres empichados, criados para las armas, la dominación, el gobierno, los abandonos son muy difíciles. Entonces, en cierto modo, me siento tentado a considerar lo que te meto en el culo del siguiente modo, ¿entiendes?: una especie de compensación por la debilidad que acabaría de confesarte; digo que te amo confiándome a ti, pasándome, metiéndome en ti, pero reencuentro la virilidad bombeándote el coño y el culo con palabras obscenas y sin demasiada imaginación.

Así que es casi imposible para un joven amar a una joven.

Continúo:

—Te conducen a un salón en cuyo centro hay una poltrona de terciopelo rojo en la que debes acomodarte, de espaldas. Te dicen con amabilidad y firmeza que no hables. Enseguida vienen otras mujeres, cuatro. Todas provistas de una pequeña pulsera escarlata al final de una cadena plateada. Tu guía les permite encadenar cada uno de tus miembros, muñeca derecha, muñeca izquierda, tobillo izquierdo, tobillo derecho. Y te dice: «Soy tu ama y tu sierva. Te prepararé, joven marioneta». Y diciendo eso, se abalanza sobre ti, te separa las piernas, y se aboca a tu coño. Nunca te lo ha chupado una mujer. Ardes de deseo y de vergüenza. Es experta, además, un contacto mágico, perfectamente dosificado. Te curvas para que tu compañera desarrolle su ciencia lingual.

¡Qué delicia!

Me deslizo sobre ti y penetro con dureza tu vagina. Siento cómo se pega a mí por dentro, me estrangula la polla, me hincha con sus gestos íntimos a modo de respiración, lo haces con mucha concentración, siguiendo lo que te he enseñado. Parece que la historia te gusta; a mí mismo, que la cuento, me la empina a lo loco, sobre todo gracias al masaje que me practicas, así que te doy más:

—Ella te lubrica el coño con sus besos húmedos. Tienes ganas de un dedo, pero no te atreves a pedirlo. Tienes ganas también de que todo se detenga, de estar besándote con ella toda la noche allí, en la habitación señorial, pues acabas de enamorarte de esa pelirroja recubierta de encajes y lacitos preciosos.

»Pero se aparta, pues los hombres entran en la sala. Detrás de ti, sientes como vuelve a coger la correa anudada alrededor de tu cuello.

Las cosas que te debo me dan miedo. Te ofrezco mujeres, hombres, erecciones míticas, caricias sáficas imposibles de conseguir. Para mí, que no soy tan bueno como mis personajes. Ni tan dotado, ni con una verga tan inmensa, ni tan tatuado, ni con los pectorales con ese desarrollo que se logra solo en las salas de un gimnasio.

Puedo, con un chasquido de la lengua, darte a entender que serás más feliz con dos pollas en el coño y un vibrador gigante en el culo. ¿Cómo hacerlo, entonces, para que mi fantaseo no se convierta en tu ambición? ¿Para dejar al fantasma en su justo lugar? No lo sé, debo seguir por mi sinuoso camino, encadenarte a mis palabras a riesgo de que me desposean. Soy plenamente consciente de que cuanto más evolucionamos hacia el fantasma, más profundo es el foso que abro entre nosotros. ¿Se habrá colmado de nuevo tras la noche, igual que los sueños saben dejarnos vivir nuestra cotidianeidad cuando regresa el día?

Todo tendría que ser más sencillo.

Basta.

—Los hombres ocupan su puesto. Como en una película porno afectada, visten de frac, de traje, pero a menudo, por la bragueta desabrochada, cuelga una verga blanda y enorme. Algunos llevan antifaz. Las asistentes, en corsé, dirigen tus miembros con las cadenitas: quieren que tengas la cabeza muy inclinada, las piernas en M, las manos a lo largo del cuerpo, agarradas firmemente al relieve de la poltrona. Todo con elegancia.

»Entra un tipo que no toma asiento, sino que se dirige derecho hacia ti, detrás de ti, empalmado como un asno, ¡y hunde directamente el rabo en tu boca! Te ahogas, mi novicia, te ahogas pero no por mucho tiempo. Has tomado lecciones. Transfieres el aliento de la boca a la nariz, abres mucho la garganta. La saca, apartado por la guía. Ella te babea la boca con una especie de miel, se retira, vuelve a colocar al hombre, lo empuja por las nalgas y en ese mismo instante sientes cómo alcanza tu campanilla. Te satura con su polla enorme.

En tu vagina, incapaz de luchar contra mis héroes itifálicos, apenas doy algún vaivén. Me separo. Te chupeteo el conejo, te doy la vuelta, me pego contra tu espalda, embisto de nuevo tu coño con un rabo chapucero: me cuesta contar y empalmarme al mismo tiempo, vaya. Pero consigo penetrarte al fin, no sin sentir la herida de tus pelos que debo forzar con el glande para entrar; van a dejar ahí más de un corte diminuto, seguro, y mañana me picará cuando mee, sin que tú sepas este detalle insignificante.

Nos conocemos tan poco, a fin de cuentas...

Soy infeliz.

Prosigo.

—Tu cuello, tu garganta... eres una funda de una perfecta horizontalidad. Con tu glotis, tras aliviarla, lanzas pequeñas señales al rabo que se hunde en ti. Es agotador, tienes los ojos cerrados, todo tu cuerpo se relaja para evitar las arcadas y mejorar tu apertura; ser capaz de tragarte esa polla es una primera prueba de sumisión, que aspiras a superar cueste lo que cueste, sobre todo porque, debajo de tus párpados cerrados, sabes que están todos ahí, a tu alrededor, para ver lo que te dejas meter como una buena esclava sexual. Defenderás tu papel con orgullo, te lo juras.

»Tu guía atempera el ímpetu, te deja respirar, descansar de una felación que ella acelera pero que limita a tu boca. Está bien. Tu postura se distiende.

»Vuelves a abrir los ojos.

»Ahora los ves.

»¡Hasta te sonrojas!

»Ni tiempo tienes de pensarlo pues uno de ellos se levanta, se arrodilla ante ti. Las dos amas de tus manos dirigen tus palmas hacia su rabo. Haces de marioneta y le masturbas. El se libera enseguida de todo ese montaje y te penetra de un solo golpe. Unos cuantos flap-flap. Sale. Tu guía te levanta las nalgas para colocar debajo un almohadón relleno que realce tus ancas. Así resultará más cómodo follarte. Y vuelta a empezar. Y sigues chupando el otro rabo.

»Te gusta eso. Sé que te gusta. Y también sé que aún quieres más. Todo el mundo te mira.

Te tomo la mano que juega sobre tu conejo. Te pregunto si te gusta el relato. Si quieres que vayamos más por ahí o más por allá. Entonces, cuando me lo pides, vuelvo a sitiar la plaza.

La excitación ocupa todos tus poros. Tu coño chorrea. Gusto de una pizca de desmesura.