V. Datos normativos:
Jürgen Habernas
La más leída de las obras de Jürgen Habermas sigue siendo una de las primeras: Strukturwandel der Öffentlichkeit [Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública], publicada en 1962, cuando tenía poco más de treinta años. La duradera influencia internacional de este libro se debe al modo en que combinaba argumentos históricos, sociológicos y filosóficos en una sola narración convincente que hablaba al presente político. En su asombrosa forma interdisciplinaria, se mantenía más fiel a las intenciones originales de la teoría crítica, como Horkheimer las había propuesto a comienzos de la década de 1930, que cualquier libro de preguerra de la propia Escuela de Fráncfort. El tema del libro, sin embargo, ofrecía un análisis agudamente revisado de la Ilustración sobre la que Adorno y Horkheimer habían emitido su despiadado veredicto veinte años antes. Dialéctica de la Ilustración narra una historia de endurecimiento y conversión de la razón en mito desde su propio comienzo: para dominar la naturaleza hace falta dominar a los demás y al yo, algo ya indicado en los albores de la civilización por Homero, que presenta a Ulises atado al mástil mientras sus remeros avanzan con los oídos obturados para protegerse de la llamada de las sirenas. Bacon, Kant y Sade marcan otros tantos pasos en la instrumentación de la razón, en una lógica de regresión que sólo puede acabar en las barbaries modernas del antisemitismo y la industria de la cultura dentro del capitalismo avanzado, las cuales no son negaciones de la concepción kantiana de la Ilustración como madurez autodisciplinada de la humanidad, sino amargo cumplimiento de ella.
Strukturwandel der Öffentlichkeit [La transformación estructural de la vida pública] es antitética en método y argumento. No procede mediante una proyección discursiva dramática —y dramáticamente arbitraria—, sino mediante una cuidadosa reconstrucción histórica, basada en materiales empíricos verificables. Devuelve los orígenes de la Ilustración a un periodo y a una región determinados, finales del siglo XVII y principios del XVIII en Europa Occidental, en lugar de envolverlos en las nieblas arcaicas del Egeo. De la manera más decisiva, traslada el enfoque del estudio desde la razón instrumental hasta lo que Habermas posteriormente denominaría la razón comunicativa: es decir, no a la conquista de la naturaleza, sino al consenso entre personas, el cual se alcanza mediante un intercambio racional y crítico de opiniones dentro de una esfera pública emergente e independiente del poder del absolutismo. Habermas rastrea el ascenso de esta esfera a través de los sucesivos circuitos institucionales de la misma: la familia conyugal, el mundo de las letras, el café y el salón, el semanario y la novela, la biblioteca circulante y el periódico, culminando con la codificación del derecho civil que preludia al Estado constitucional burgués. Habermas proporciona una cálida y vívida fenomenología de todo este proceso, como un impresionante triunfo de la razón en su tiempo.
Una vez así constituida, sin embargo, la esfera pública de la Ilustración empezó a revelar tensiones internas. Hegel señaló los antagonismos particularistas dentro de la sociedad civil, que sólo podían resolverse en la universalidad del Estado. Marx demostró que el Estado no era en absoluto universal, ya que reflejaba una sociedad dividida en clases, sólo la democracia podía hacerlo universal. Mill y Tocqueville percibieron que la democracia podía inducir a las masas al conformismo, y que la opinión pública podía en sí convertirse en una tiranía. Estas tensiones y estos augurios del siglo XIX habían adoptado, a mediados del XX, una forma material sobrecogedora. Porque la esfera pública creada en el tiempo de la Ilustración estaba para entonces completamente alterada.
Mientras que el Estado y la sociedad habían estado en otro tiempo separados, entonces estaban interpenetrados, a medida que la economía estaba cada vez más reglamentada y los grupos de presión organizados invadían la Administración. Las sociedades anónimas borraban la distinción entre instituciones públicas y privadas. La familia perdía su función socializadora. La cultura dejaba de ser un ámbito de razonamiento crítico y se convertía en uno de mero consumo ideológico, a medida que la masificación de los medios de comunicación —edición, prensa y radio— tendía a destruir a los públicos verdaderamente independientes. Las decisiones políticas habían salido de los parlamentos, y ya no reflejaban el resultado de una discusión desinteresada en un consenso racional, sino las concesiones entre intereses especiales de diferente fuerza negociadora. Los representantes en las asambleas políticas se estaban convirtiendo en herramientas de las maquinarias de los partidos, y las elecciones se reducían cada vez más a la obtención de aclamaciones. Al final de esta senda se encontraría una decadencia —económica, social, familiar, cultural y política— prácticamente completa de todo el complejo de la esfera pública de la Ilustración, y una conversión en mera «publicidad» o «relaciones públicas», en sus significados contemporáneos corruptos.
Tales evoluciones parecerían que trazan la senda de destrucción de la razón comunicativa, cuyo punto final, paradójicamente, no se alejaría tanto del resultado más sombrío de la dialéctica de la razón instrumental presentado por Horkheimer y Adorno: la perdición de la Ilustración por otra ruta. Pero Habermas no creía que todo estuviese perdido. La esfera pública podía salvarse si el Estado constitucional liberal del siglo XIX evolucionaba hacia un Estado del bienestar social en el que se garantizase la participación efectiva de todos los ciudadanos mediante un constante escrutinio público de los partidos, de los medios de comunicación y de la Administración, poniendo a éstos bajo controles democráticos y, de ese modo, racionalizando el necesario ejercicio de autoridad social y política. ¿Mas acaso la idea que rodeaba dichos objetivos no era utópica, cuando las relaciones de poder desiguales se beneficiaban de la decadencia de la esfera pública finalmente obtenida? Habermas admitía que la llegada del Estado constitucional liberal no se había producido en sí por la fuerza del mejor argumento, en el que ganasen todos los que escuchasen la persuasión de una razón común. También había sido necesaria una voluntad divisiva: «La autoridad para legislar se había obtenido tan obviamente en una dura lucha con las antiguas fuerzas que no podía absolverse de tener ella misma el carácter de “fuerza coercitiva”».[244]
Pero la perspectiva de un Estado del bienestar social democratizado sólo podía contemplarse bajo el signo de la unión, no de la división. ¿Cómo podía alcanzarse el consenso para dicho Estado en una sociedad tan desigual? Habermas acababa sugiriendo que la posibilidad de un acuerdo armonioso radicaba en dos evoluciones. Por una parte, la aparición de la abundancia general hacía que no fuese «irrealista suponer que la continua y creciente pluralidad de intereses pueda perder el sesgo antagonista de las necesidades opuestas hasta el punto de que la posibilidad de satisfacción mutua sea alcanzable». Por otro, los peligros del aniquilamiento nuclear eran «tan totales que, en relación con ellos, los intereses divergentes pueden relativizarse sin dificultad».[245] El final de la escasez y los riesgos de la autodestrucción ofrecían la oportunidad de una humanidad unida, sin necesidad de las luchas divisivas del pasado.
Transcurridas dos décadas, Habermas había dejado de creer en la posibilidad de alcanzar una sociedad autogobernada como la que preveía en Strukturwandel der Öffentlichkeit. Pero había llegado a la conclusión de que esto no suponía una pérdida. Parsons era mejor guía para la modernidad que Marx: los sistemas impersonales del mercado y de la administración burocrática eran imperativos funcionales de una sociedad racional, inherentemente resistentes al control popular. Aunque eso no significaba una disminución de las perspectivas de libertad o razón; por el contrario, abría el camino a una base más sensata para las mismas. Theorie des kommunicakiven Handelns (1981) [Teoría de la acción comunicativa (1984)], en la que Habermas trataba directamente de la Dialéctica de la Ilustración de Horkheimer y Adorno, sostenía que la razón instrumental que necesariamente regía los ámbitos del dinero y del poder, el espacio adecuado de la teoría de sistemas, podía y debía mantenerse bajo control mediante una razón comunicativa derivada del mundo de la vida que había tras ellos, en el que la acción —en las familias, los colegios, las asociaciones voluntarias, las empresas culturales y demás— no se orientaba hacia el éxito material, sino hacia la comprensión mutua.
A medida que la modernización capitalista avanzaba aún más en las condiciones contemporáneas, existía el peligro de que los sistemas colonizasen el mundo de la vida: de que las presiones económicas o tecnocráticas invadiesen las formas naturales de intimidad o sociabilidad, y las retorcieran hasta distorsionarlas. Pero la resistencia a dicha extralimitación tendía a surgir espontáneamente dentro del propio mundo de la vida, porque los movimientos sociales y las iniciativas ciudadanas —pacifistas, feministas, ecologistas o de otro tipo— protestaban contra tales incursiones. El campo en el que se libraban estas batallas era la esfera pública, intermedia entre las dos zonas constitutivas de la sociedad moderna. El mundo de la vida no podía esperar someter los sistemas a su propia lógica: históricamente, cualquier intento —la idea de democracia de los productores o de cualquier otro tipo de democracia directa— conduciría a una regresión nefasta. Pero sus impulsos eran capaces de influir indirectamente en el mundo del capital y en el gobierno, en forma de opinión pública que llevada al límite podría sitiar las fortalezas del dinero y del poder, aunque nunca lograse capturarlas.
Diez años después, revisando Strukturwandel der Öffentlichkeit, Habermas explicaba que si dicha obra había sido demasiado optimista acerca de las posibilidades de la democracia de masas, también había sido demasiado pesimista respecto a los medios, cuya función era mucho más compleja de lo que él había admitido, y a menudo podía ser claramente positiva. El autor se mostraba más confiado respecto a la vitalidad contemporánea de la esfera pública y menos desafiante de lo que había sido.[246] Lo que quería decir con esto se comprende mejor en el libro publicado unos meses después, que sigue siendo la principal expresión de su filosofía política hasta la fecha. Faktizität und Geltung [Facticidad y validez] es un homenaje a la función del derecho como medio en el que la fuerza comunicativa se convierte en poder administrativo, liberando a los actores del mundo de la vida de las cargas de la integración social y transfiriéndolas a un sistema autodirigido. Las normas jurídicas, explica Habermas, poseen a un tiempo facticidad y validez. Basándose en la coerción y en la libertad, forman un conjunto de restricciones que debe obedecerse para evitar sanciones, pero cuya autoridad se basa en algo más que el temor a la retribución. Las fuentes del derecho radican en las solidaridades sociales del mundo de la vida, cuya comunicación no forzada confiere a sus normas una legitimidad mayor que la mera legalidad. Así potenciado, el derecho no sólo puede entonces reconstruir instituciones del propio mundo de la vida tales como la familia o la escuela, sino además —y esto es más importante— crear los decisivos sistemas de modernidad nuevos: mercados, empresas, burocracias.
¿Qué garantiza que dicha conversión de estos resortes del mundo de la vida en dictados de los sistemas sea de hecho legítima? La respuesta de Habermas es que esto se hace comprensible en cuanto entendemos correctamente la democracia como el flujo necesario de discurso libre hacia el consenso. Así concebido, hay una relación interna entre el imperio de la ley y la democracia: los derechos privados y las autonomías públicas —digamos, la libertad de expresión y el voto— son cooriginales, en lugar de estar ordenados por rango o secuenciados, como en otras teorías habituales. La validez, distinta de la facticidad, del derecho deriva de los procedimientos nacidos de esta conexión. No es posible ningún sujeto colectivo que autorice la legislación como Rousseau o Jefferson habían previsto en otro tiempo. Por el contrario, el proceso democrático que subyace al derecho moderno es un flujo de «comunicación sin sujetos» en una sociedad inevitablemente descentralizada. Pero como tal, está modelado de acuerdo con las reivindicaciones de verdad incluidas en las condiciones del propio discurso, que debe buscar un acuerdo ilimitado. Los ciudadanos que se comunican libremente alcanzarán un consenso capaz de generar leyes universalmente vinculantes.
Habermas es consciente de que dicha visión dista mucho de la tradición duradera y distinguida, desde Hobbes hasta Weber, Schmitt y otros, que, de manera realista, considera las leyes como codificación del poder, no como fraternidad, y que no encuentra su origen en la razón, sino en la voluntad, por usar los términos de Strukturwandel der Öffentlichkeit. Pero no se detiene más en la negación que ellos hacen de las suposiciones por él planteadas que en la teoría positivista del derecho producida por juristas tan grandes como Kelsen o Hart; y aún menos en el escepticismo de los estudios jurídicos críticos contemporáneos. Porque tales alternativas no captan que la legitimidad es inseparable de la verdadera legalidad, que no puede por lo tanto reducirse a las contingencias de una orden soberana o de una Grundnorm inapelable, o de las sentencias judiciales partidistas. En este aspecto, el Habermas de Faktizität und Geltung, como el Rawls de los últimos tiempos, habita un mundo mental en el que prácticamente los únicos interlocutores significativos son sus colegas o los alumnos suficientemente cercanos como para no trastornar ninguna de las premisas básicas del libro.
No mantiene la misma posición acerca de la democracia. A este respecto, a Habermas le interesa más contrastar su teoría con los dos rivales en la interpretación moderna de su estructura: el liberalismo, que considera las libertades negativas del individuo como el cimiento de cualquier orden democrático, y el republicanismo, que ve la participación activa en la vida pública del ciudadano como el criterio de cualquier democracia verdadera. Faktizität und Geltung se sitúa entre los dos. El análisis de la democracia desde el punto de vista de la teoría del discurso, explica Habermas, es más convincente que el modelo liberal de aquélla, dado que insiste en que las libertades positivas —el derecho a votar y sus concomitantes— no son elementos secundarios a las libertades negativas, sino que se mantienen en un plano equiprimordial con ellas. Pero es más débil que el modelo republicano de la democracia, porque no exige de sus ciudadanos la virtù clásica, y ha abandonado la idea de que la voluntad deliberada de éstos podría modelar la vida de la ciudad.
La soberanía popular ya no puede concebirse como autodeterminación colectiva: su contenido se agota por competencia entre las partes en un sistema parlamentario, y la autonomía de las esferas públicas. ¿Dónde quedan éstas, cuya decadencia Habermas lamentaba en otro tiempo? Conforme al carácter afirmativo de su nuevo modo de ver la democracia occidental, al menos formalmente en mejor disposición de ánimo. La imagen que se ofrece en Teoría de la acción comunicativa, de los ciudadanos desplegados en la esfera pública sitiando la fortaleza de la Administración —saludablemente— inexpugnable, explica ahora Habermas, era demasiado derrotista. La democracia moderna debería, por el contrario, contemplarse como un complejo fundamental de instituciones parlamentarias, judiciales y burocráticas, y una periferia de solidaridades sociales en el mundo de la vida, cuyos impulsos fluyen hacia el centro a través de las «esclusas» situadas en la entrada de la esfera pública, irrigándola con normas o propuestas innovadoras, capaces de reformar —en cierta medida, quizá incluso democratizar— a la propia Administración. Por lo tanto, concluye Habermas, es equivocado pensar que, dado que debe concebirse como «comunicación sin sujeto» y no como agencia autogobernada, la soberanía popular pierde todo su potencial radical. Pero si el triunfo de Occidente en la Guerra Fría ha echado por tierra los peligrosos espejismos de un sujeto colectivo, los vencedores se han mostrado por el momento temerosos de ampliar el alcance del «nivel más elevado de intersubjetividad» en el que está anclado el sistema jurídico de las democracias. Faktizität und Geltung muestra por qué podrían tener más coraje.
¿Cómo debería entenderse esta extensa construcción teórica? El primer rasgo, y más obvio, que separa la consideración más reciente que Habermas otorga al derecho de su estudio original de la esfera pública es que utiliza un método completamente ahistórico. Mientras que Strukturwandel der Öffentlichkeit sigue cuidadosamente la aparición de los distintos elementos constitutivos de su objeto a través del tiempo y, en cierta medida, también a través del espacio —tocando sus trayectorias específicas en Inglaterra, Francia y Alemania—, Faktizität und Geltung no sólo hace escasa referencia a la génesis real, y mucho menos a la variación, de los modernos sistemas jurídicos, sino que se construye sobre un postulado contradicho por cualquier mínima ojeada a la historia del derecho constitucional. En ningún país, fueron las libertades públicas y los derechos públicos cooriginales. Habermas es consciente de ello y, en cierto punto, señala brevemente el análisis que Marshall hace de la aparición sucesiva de los derechos civiles, políticos y sociales, tachándolo correctamente de excesivamente lineal, observando incluso que un Estado constitucional podía conceder los primeros y los terceros, y denegar los segundos.[247] Pero el reconocimiento es puramente parentético, sin incidencia en la estructura de su teoría, que avanza imperturbable para insistir en la indisolubilidad filosófica de lo que, indefectiblemente, la historia ha secuenciado y separado. Savigny o Dicey, Guizot o Bismarck, bien podrían no haber existido. «Desde el punto de vista normativo», se nos asegura de manera insulsa, «no existe un Estado constitucional sin democracia».[248] Y éstos son todos los datos sobre el tema. La idea de «cooriginalidad» no pertenece ni a las ciencias políticas ni a la jurisprudencia, sino a una familia antropológica: el mito de los orígenes.
Si de la arquitectura de Faktizität und Geltung se elimina la historia, no se puede decir exactamente lo mismo, al menos del mismo modo, de la sociología, porque Habermas nos indica que «el contenido idealista de las teorías normativas» sobre la democracia y el derecho «se ha evaporado bajo el sol de las ciencias sociales».[249] Esto, sin embargo, no es simple «resultado de la sobria evidencia», sino por el contrario del «folclore empírico» y de «estrategias conceptuales equivocadas». El objetivo de su intervención se dirige sobre todo contra «un falso realismo que subestima el impacto empírico de las presuposiciones normativas de las prácticas jurídicas existentes».[250] Así, aunque decidido a repeler lo que él denomina el «debilitamiento sociológico» de la autoridad normativa del derecho, también desea demostrar que la sociología de las democracias realmente existentes, propiamente entendida, ilustra más que contradice sus reivindicaciones de dicha autoridad.
Para hacerlo, debe poder demostrar que, a su manera, los códigos jurídicos existentes transmiten a las regulaciones del Estado moderno el flujo de comunicación no distorsionado entre iguales en el mundo de la vida: en otras palabras, que no reflejan bien la distribución de intereses desiguales en la sociedad en general. Para alcanzar este resultado, Habermas necesitaría un análisis de las democracias contemporáneas superior incluso a su capacidad de idealización. Lo soluciona sublimando el problema. No es la división social entre clases, sino la división técnica del trabajo en la producción y difusión de conocimientos, y la selectividad (necesaria) de los medios de comunicación, lo que inevitablemente provoca «asimetrías en la disponibilidad de la información, es decir, oportunidades desiguales para acceder a la generación, la validación, el modelado y la presentación de mensajes». Pero éstos son «momentos de inercia inevitables», porque «incluso bajo condiciones favorables, ninguna sociedad compleja podría jamás corresponderse con el modelo de relaciones puramente comunicativas».[251]
¿Cómo emerge entonces, de hecho, la legislación que prescribe las normas aplicadas por los tribunales? Tras exponer de nuevo la visión de los flujos de comunicación ilimitados, conducidos sólo por la corriente del mejor argumento, que atraviesan las esclusas de la esfera pública para informar el conocimiento de los legisladores, Habermas añade de pasada: «Con seguridad, la actividad normal de la política, al menos tal como se efectúa ordinariamente en las democracias occidentales, no puede satisfacer esas duras condiciones».[252] En la práctica, «las soluciones intermedias componen el grueso de los procedimientos de decisión política», y son el resultado de la negociación entre intereses opuestos, no del discurso intersubjetivo.[253] Habermas señala que dicha negociación «puede basarse en el poder y en las amenazas mutuas» —es decir, la antítesis de todo aquello en lo que descansa su teoría de la democracia—, pero no se deja amilanar. En situaciones «en las que las relaciones sociales de poder no pueden neutralizarse del modo que el discurso racional presupone», el principio del discurso puede, no obstante, «regular la negociación desde el punto de vista de la equidad», garantizando que exista «una distribución igual de la capacidad de negociación entre las partes».[254] En otras palabras, con independencia de lo desigual que pueda ser el equilibrio de poder entre —pongamos, por usar términos que casi nunca se encuentran en Faktizität und Geltung— capital y trabajo, el resultado jurídico de un proceso de negociación entre ellos será «justo», siempre que se les dé igual oportunidad de hablar entre sí. Con este movimiento de la varita mágica, la desigualdad se convierte después de todo en algo parecido a la igualdad.
Pero incluso con tal ejercicio de prestidigitación, ¿qué garantiza que las leyes surgidas de esas negociaciones particularistas tengan una influencia normativa general? Habermas ofrece dos respuestas, ambas igualmente contradictorias. Por una parte, son producto del dominio de la mayoría, que «retiene una relación interna con la verdad», porque las mayorías pueden cambiar, y sus decisiones son revocables mediante un nuevo debate racional, u otras coaliciones de interés.[255] Pero esto no resulta un obstáculo a la erosión que provocan en los principios de cualquier consenso representativo. «Las decisiones mayoritarias formalmente correctas», comenta Habermas en otra parte, «que meramente reflejan la situación de las ansiedades en cuanto al estatus y los reflejos de autoafirmación de una clase media amenazada por las perspectivas de decadencia social, debilitan la legitimidad de los procedimientos y de las instituciones del Estado democrático».[256]
El adverbio y el adjetivo del comienzo ponen inadvertidamente de manifiesto la vacuidad de una teoría del derecho puramente procedimental, como Habermas denomina a la suya. De hecho, en cierto momento, el autor se ve obligado a admitir, en Faktizität und Geltung, sin detenerse en ello, que «a menudo, la ley proporciona a un poder ilegítimo una mera apariencia de legitimidad».[257] ¿Qué distingue entonces a la ley legítima de la ilegítima? La respuesta cambia por completo de registro. «Un orden jurídico sólo puede ser legítimo —escribe— si no contradice los principios morales básicos».[258] ¿Cuáles son dichos principios? La respuesta de Habermas es radical. «Con las cuestiones morales, la humanidad o una presupuesta república mundial de ciudadanos constituye el sistema de referencia para justificar normativas que se basan en el interés igual de todos».[259] Pero bajo inspección, el criterio moral para la legitimidad de la ley demuestra ser tan vacuo como el procedimental. Porque, ¿qué legislación se basa «en el interés igual» de todos los habitantes de un planeta inimaginablemente desigual? Si esta vara de medir se aplicara para juzgar los libros de derecho del mundo occidental, no quedaría nada de ellos.
La relación interna que Faktizität und Geltung intenta establecer entre el imperio de la ley y la democracia extiende lógicamente las fragilidades de su teoría de aquél a su modelo de ésta. Las sociedades modernas, insiste Habermas, están compuestas por el sistema del dinero, el sistema del poder, ambos autodirigidos, y la solidaridad social del mundo de la vida. ¿Cómo debería concebirse la relación entre los tres? En «Further Reflections on the Public Sphere», Habermas había advertido de nuevo sobre los peligros de una colonización del mundo de la vida por los sistemas, y hablaba de la necesidad de establecer un nuevo equilibrio entre ellos en el que «la fuerza de la solidaridad pueda prevalecer sobre la fuerza de los otros dos recursos de control, es decir, el dinero y el poder administrativo, y con ello asegurar con éxito las exigencias prácticas del mundo de la vida».[260] Cuatro años después, esto se había convertido sencillamente en «un equilibrio aceptable entre el dinero, el poder y la solidaridad»; y, poco después, lo máximo que se podía concebir era que «la solidaridad social pueda adquirir suficiente fuerza como para defenderse de las otras dos fuerzas sociales: el dinero y el poder administrativo».[261] A pesar de la vaguedad de todas estas formulaciones, la declinación de «prevalecer» al «equilibrio aceptable» y a «defenderse» traza una curva.
Faktizität und Geltung ha dejado de hablar de la colonización del mundo de la vida, de cuyos recursos se dice ahora que se reabastecen espontáneamente.[262] Y no usa metáforas de equilibrio para representar las relaciones entre el poder comunicativo y el instrumental. Los órdenes impersonales del dinero y del poder siguen siendo sistemas autodirigidos, el ámbito del discurso se sitúa a distancia de ellos. Pero ahora las relaciones entre ellos se representan en otras figuras, a un tiempo espaciales y temporales. Los sistemas constituyen el complejo central de la modernidad, del que el mundo de la vida se convierte en periferia. Entre ambos se sitúan las esclusas y los canales de la esfera pública. La jerarquía de importancia implicada en esta topografía apenas necesita señalarse. Dentro de la propia esfera pública, el papel de una ciudadanía activa ha caído precipitadamente desde su nacimiento en los primeros capítulos del retrato que Habermas hace de la Ilustración. Hoy, comenta él, las asociaciones y los movimientos espontáneos que componen la sociedad civil
no representan el elemento más conspicuo de una esfera pública dominada por los medios de comunicación de masas y los grandes organismos, observados por la investigación del mercado y las encuestas de opinión, e inundados por el trabajo de las relaciones públicas, la propaganda política y la publicidad de partidos y grupos políticos.[263]
¿Qué impacto puede tener sobre el funcionamiento del gobierno, y mucho menos del mercado, una zona de comunicación no distorsionada? Habermas la define en términos temporales. En el centro, la actividad normal de la política (no analiza la de la empresa propiamente dicha) se desarrolla en gran medida sin verse afectada por los remolinos de la periferia. Pero «en ciertas circunstancias, la sociedad civil puede adquirir influencia en la esfera pública, tener un efecto en el complejo parlamentario (y en los tribunales) a través de sus propias opiniones públicas, y animar al sistema político a cambiar la circulación oficial del poder»;[264] es decir, lo que se supone que es una representación democrática de la voluntad de la ciudadanía. La cursiva indica lo inusuales y precarios que son dichos episodios. Lo que los desencadena son las emergencias excepcionales. «En una situación considerada de crisis, los actores de la sociedad civil hasta entonces olvidados en nuestro escenario pueden asumir una función sorprendentemente activa y trascendental».[265]
Dejando a un lado el grado de éxito empírico que los movimientos en torno a dichos asuntos han tenido en el cambio real de un orden de cosas dado, el argumento estructural está claro: los estallidos de solidaridad en el mundo de la vida son la excepción, no la norma. Son «un modo extraordinario de resolución de problemas» que, como los raptos espasmódicos de conciencia o temor de los que dependen, sólo puede ser esporádico y debe ceder si colisiona demasiado frontalmente con el sistema de toma de decisiones ordinario. «Cuando los conflictos se vuelven tan intensos, el legislador político tiene la última palabra», porque, confiesa Habermas, «los discursos no gobiernan».[266] En la práctica, por lo tanto, la función de la razón comunicativa que se sostiene que subraya e informa todo el orden político-jurídico de las democracias contemporáneas es periférica y excepcional en ellas. Involuntariamente, el propio Habermas ofrece la imagen apropiada de cómo funciona en realidad el sistema. Antes, había hablado, usando el lenguaje de la vigilancia electrónica y de las empresas de seguridad privadas, de los «sensores» necesarios para proteger el mundo de la vida de las incursiones del dinero y de la Administración. Faktizität und Geltung, al explicar cómo pueden en ocasiones los esfuerzos conjuntos de los ciudadanos afectar a los cálculos de quienes los gobiernan, se basa en otra metáfora. «Los actores que están en el escenario deben su influencia a la aprobación de los que están en las gradas».[267] Exactamente: estamos sentados en la política del espectáculo.
¿Cómo aprecia el propio Habermas la actuación? El propósito de su anterior modelo del asedio otorgado a la función de la razón comunicativa, ha explicado, era oponerse a la idea clásica de revolución: de que era posible conquistar el Estado, no bordearlo. Sólo es practicable y moral una senda de cambio gradual y reformista.[268] Pero el cambio es, de hecho, necesario: la intención de su teoría procedimental del derecho es «domar al sistema capitalista».[269] No cabe duda de la sinceridad de la afirmación de Habermas sobre la necesidad de poner las riendas al capitalismo, en cuanto ciudadano. Pero su filosofía no aporta prácticamente nada que le dé contenido. El resultado es la incoherencia. La conclusión de la teoría del discurso no es meramente formal, insiste él. Pero, al mismo tiempo, declara que «este paradigma del derecho, al contrario que los modelos liberal y del bienestar social, ya no favorece a un ideal de sociedad determinado, a una visión determinada de la buena vida, ni siquiera a una opción política determinada».[270] Por lo tanto, no se aportan propuestas específicas y ello no se hace, en parte, porque Faktizität und Geltung insinúa que los cambios necesarios ya están en marcha.[271] Lo que la teoría de Habermas ofrece es «proporcionar una cierta coherencia a los esfuerzos de reforma que ya se están debatiendo o ya están en camino», porque en la práctica «la realización controvertida de los principios constitucionales universalistas se ha convertido en un proceso permanente que ya está en camino en la legislación ordinaria».[272]
Sin embargo, esta visión afirmativa, que, a todos los efectos, parece suscribir que las disposiciones establecidas son en bloc inherentemente automejorables, nunca llega a ser estabilizada por la teoría del discurso de la democracia. Siempre está ensombrecida y perturbada por observaciones más críticas, sin que las dos lleguen nunca a confrontarse. Habermas también puede escribir, invocando aun los mismos principios en registro antitético, que «las crecientes desigualdades de poder económico, riqueza y condiciones de vida han ido destruyendo cada vez más las precondiciones de hecho para disponer de una oportunidad igual de hacer uso efectivo de poderes legales desigualmente distribuidos».[273] No es la reforma, sino la reacción la que establece el ritmo, anulando los derechos mismos en los que se basa la propia teoría procedimental del derecho. La incompatibilidad entre ambos polos de la retórica de Habermas se acentúa por la aguda divergencia en perspectivas de reforma tales como las que él cautelosamente menciona. Porque los sistemas autodirigidos no lo son en igual medida ante el mundo de la vida. Habermas puede concebir cierta racionalización de la Administración que la haría más democrática. Pero esto está excluido respecto al mercado. «El poder puede democratizarse; el dinero no».[274]
La sentencia dice mucho de sus referentes. Una de las anomalías más sorprendentes en la arquitectura de la teoría social de Habermas, establecida en Teoría de la acción comunicativa y transferida sin modificaciones a Faktizität und Geltung, es la eliminación tácita de las instituciones de representación política. En la tríada —poder: dinero: solidaridad—, el primero sólo denota a la Administración, es decir, la maquinaria burocrática del Estado. Tiene que hacerlo, porque describir a la maquinaria electiva del Estado como un sistema autodirigido destruiría las credenciales de la propia democracia que Habermas intenta defender e ilustrar. La soberanía popular, en la medida en que existe, se alberga primero y ante todo en estos mecanismos de representación. Pero un efecto paradójico de las abstracciones de Habermas es que las priva de poder, un término que él reserva para la autoridad impersonal de la Administración pública, ajena a cualquier ejercicio de la voluntad popular. Las concesiones ocasionales al efecto de que los organismos burocráticos pueden estar abiertos a cierta democratización «interna» podrían interpretarse como un signo de incomodidad con la lógica de su esquema; un sustituto para lo que dicho esquema omite. Las instituciones representativas del gobierno moderno son un objeto de reforma política mucho más obvio, pero dado que no encajan en la dicotomía entre los sistemas y el mundo de la vida, no se les concede ni siquiera esta módica posibilidad de alteración.
Más reveladora es aun, por supuesto, la inmunidad a la voluntad popular que el sistema de Habermas concede al mercado. El dinero no puede democratizarse. Para bien o para mal —principalmente para bien—, una economía capitalista autodirigida es una de las condiciones fundamentales de la modernidad, y no puede ser reclamada por las fuerzas de la solidaridad social ni siquiera en la medida en que pueda serlo la Administración pública. La democracia económica se descarta, de hecho, por considerarla una contradicción de términos. Pero, si el capital es estructuralmente intocable, ¿qué remedio hay para las crecientes desigualdades económicas que debilitan, en los momentos más lúcidos de Habermas, incluso el ejercicio de los derechos jurídicos? El objetivo de su teoría del derecho era domar al capitalismo, pero poco después, él mismo escribía que «la fórmula estereotipada y curalotodo que exige la “doma” social y ecológica del capitalismo la aceptan todos los bandos».[275] Si es así, ¿valía la pena dedicar quinientas páginas a una perogrullada incapaz de controlar su vuelta al salvajismo?
Habermas considera que su teoría de la democracia contemporánea es más empírica y crítica que la de Rawls.
Una evaluación escéptica de las actuales condiciones del mundo es el telón de fondo de mis reflexiones. Por eso, mi camino puede distinguirse de concepciones puramente normativas como la teoría de la justicia de John Rawls, admirable como ésta es en sí misma.[276]
En su opinión, Political liberalism no repara verdaderamente esta limitación, porque adolece de lo contrario. La idea de consenso superpuesto es una base demasiado débil y contingente para fundamentar la estructura normativa de la democracia constitucional, que descansa por el contrario en la lógica universal de la razón comunicativa inserta en el lenguaje. De igual modo, la excesiva atención de Rawls a la estabilización política de un orden constitucional olvida que «las ascuas de la democracia liberal» pueden reencenderse periódicamente para hacer avanzar como proyecto a dicho orden constitucional, en lugar de simplemente recibirlo como herencia.[277] El resultado es el de minimizar la autonomía pública a expensas de la privada dentro del complejo de libertades, de acuerdo con la prioridad dada a ésta sobre aquélla en el plan de principios de la justicia ofrecido por Rawls. En ese sentido, Habermas concluye que, en sus respectivas concepciones de la democracia, Rawls es un liberal, mientras que él es republicano, aunque kantiano.
Rawls, por el contrario, deja claro que considera la teoría de Habermas menos aguda que la suya. Jefferson se equivocaba al pensar que cada generación debería ser igualmente constituyente; una constitución justa no tenía necesidad de reinvención, sino simplemente de ejecución. Las libertades positivas y las negativas son de hecho interdependientes y de igual prestigio, pero es un espejismo pensar que por eso no puede haber conflicto entre ellas. La teoría procedimental del derecho planteada por Habermas es menos pura de lo que él la presentaba. Pero al tomar la legitimidad como su principio normativo, es sustancialmente más débil que la teoría de la justicia entendida como instrumento de crítica política, porque la legitimidad puede ser de todo tipo, tanto dinástica como democrática. En cualquier caso, no dice si un soberano gobierna bien, algo que sí puede hacer la justicia. Rawls recuerda «asuntos urgentes» en Estados Unidos tales como «el grave desequilibrio de las libertades políticas justas» causado por la financiación privada de las campañas electorales, las «amplias disparidades de renta y riqueza» que menoscaban la igualdad de oportunidades en educación y empleo, la falta de atención sanitaria universal, cuestiones que su teoría de la democracia puede, y de hecho consigue, tener en cuenta y la de Habermas no.[278]
Los reproches mutuos son suaves, y se mantienen dentro de los límites de una discusión familiar, como dice Habermas. El parentesco entre los trabajos recientes de ambos pensadores deriva de una equivocación común, más marcada e insistente en Faktizität und Geltung que en Political liberalism. ¿En qué categoría se encuentra la teoría del discurso de Habermas? Ofrece, dice él al principio, una reconstrucción del derecho y la democracia que puede «proporcionar un criterio crítico con el cual pudieran contrastarse las prácticas reales, la realidad opaca y desconcertante del Estado constitucional».[279] ¿Cómo lo consigue? Al tomar como premisa «la idea de que la autointerpretación contrafáctica de la democracia constitucional encuentra expresión en idealizaciones inevitables, pero eficaces de hecho que se presuponen por las prácticas pertinentes».[280] Se deduce que no hay
oposición entre lo ideal y lo real, porque el contenido normativo que inicialmente expongo con fines reconstructivos se inscribe parcialmente en la facticidad social de los procesos políticos observables. Una sociología reconstructiva de la democracia debe, por lo tanto, escoger sus conceptos básicos de tal modo que pueda identificar partículas y fragmentos de una «razón existente» ya incorporada a las prácticas políticas, por muy distorsionadas que éstas puedan estar.[281]
En tales declaraciones, radica la estrategia central de Faktizität und Geltung. Lo que analizan es el movimiento continuo de una pelota teórica, desde lo optativo a lo indicativo y vuelta al comienzo, que nunca cae a tierra en ninguno de los extremos. Si se acusa a la explicación de la ley y la democracia dada por Habermas de abstraerse fundamentalmente de las realidades empíricas de un orden político en el que la formación de una voluntad popular es en el mejor de los casos caprichosa o un vestigio, puede referirse a su vocación contrafáctica. Si se la acusa de no especificar en absoluto una alternativa deseable, puede referirse al valor de lo ya existente, en un lecho de comunicación que sólo necesita cumplirse. El resultado es una teoría que no responde ni a la responsabilidad de una descripción precisa del mundo real, ni a las propuestas críticas de uno mejor. Opera, por el contrario, en una tierra de nadie entre ambas, en una imitación involuntaria del título del libro en inglés: no el derecho como mediación, sino la filosofía como passe-passe entre hechos y normas. ¿Cuáles son las verdaderas críticas al asunto del orden social que ofrece desde el «criterio crítico»? ¿Dónde se debe buscar exactamente la «eficacia» de las idealizaciones que distingue en las prácticas existentes, y por qué son éstas «inevitables»? ¿Cuánto hay de «parcial» en la inscripción de las normas en conductas observables, y cuánto de «distorsionado»? ¿A qué proporción de realidad equivalen las «partículas y los fragmentos» de la razón? Tales cuestiones quedan fuera de la competencia de la teoría, que está diseñada para eludirlas. Su efecto es exculpatorio. Nuestras sociedades son mejores de lo que sabemos.
2004