I. La derecha intransigente:
Michael Oakeshott, Leo Strauss,
Carl Schmitt, Friedrich Von Hayek
Pocos meses después de la caída de Margaret Thatcher, fallecía el pensador más original del conservadurismo de posguerra. Quizá en parte debido a la conmoción causada por el cambio de liderazgo nacional, el óbito de Michael Oakeshott no atrajo mucha atención pública. Hasta The Spectator, de quien podría esperarse que realzase el acontecimiento con una amplio análisis del autor, lo pasó por alto durante casi medio año, antes de publicar un artículo curiosamente distraído de su director, en el que hablaba de extrañas pérdidas entre los documentos del filósofo, sin mencionar siquiera sus ideas políticas.[7] La lejanía de los orígenes intelectuales de Oakeshott respecto al paisaje contemporáneo tal vez fuera otra de las razones de la reacción silenciosa. El idealismo angloescocés de los primeros años del siglo XX, extinguidas hace tiempo sus otras luces, se ha convertido en uno de los episodios menos recordados del pasado autóctono. Oakeshott siempre resultó difícil de clasificar. Aunque era un ejemplar patriota de las instituciones británicas, una mirada superficial podría hacernos creer que últimamente estaba más considerado en Estados Unidos que en su propio país. Su último libro, The Voice of Liberal Learning, lo publicaron en Colorado. La primera recopilación póstuma, una versión ampliada de Rationalism in Politics, se publica ahora en Indianapolis.[8] El único estudio extenso sobre su obra es una admirativa monografía publicada en Chicago.[9] Pero su perfil, en ambas orillas del Atlántico, sigue siendo esquivo.
Oakeshott se ha considerado con frecuencia la voz obstinada del conservadurismo arquetípico inglés: empírico, previsible, tradicional, adversario de cualquier política sistemática, de reacción no menos que de reforma; un pensador que prefería escribir sobre el Derby de caballos a explicar la Constitución, y a quien hasta Burke le parecía demasiado doctrinario. La imagen amablemente descuidada y cómoda es engañosa. Para situar a Oakeshott en su verdadero contexto, hace falta un ángulo de visión comparativo. Porque él fue, de hecho, uno de los cuatro destacados teóricos europeos de la derecha intransigente cuyas ideas modelan ahora —independientemente de lo mucho o lo poco conscientes que los principales políticos sean de ello— gran parte del mundo mental de la política occidental de finales de siglo. Lo más apropiado es considerar a Michael Oakeshott junto a Carl Schmitt, Leo Strauss y Friedrich von Hayek. Las relaciones entre estas cuatro figuras esperan la documentación de futuros biógrafos. Pero sean cuales fuesen los contactos o los conflictos circunstanciales —algunos más visibles que otros—, el entramado de las relaciones intelectuales entre ellos forma un patrón impresionante. Por generación, tres eran contemporáneos prácticamente exactos: Strauss (1899-1973), Hayek (1899-1991), Oakeshott (1901-1990). Una década mayor, Schmitt (1888-1985) se superpuso a ellos, superando como Hayek los noventa años, una longevidad a la que también se aproximó Oakeshott. Proceden de disciplinas distintas —economía (Hayek), derecho (Schmitt), filosofía (Strauss) e historia (Oakeshott)—, pero la política atrajo los intereses de todos ellos a un terreno común. Allí, estuvieron divididos por marcados contrastes de carácter y perspectiva, y por las respectivas situaciones a las que se enfrentaron. El entrelazamiento de temas y resultados, por encima de tales diferencias, es aún más sorprendente.
La experiencia formativa de todos estos pensadores fue la crisis de la sociedad europea en los años de entreguerras, cuando la dislocación económica, la revuelta obrera y el retroceso de la clase media sometían al orden establecido a una presión creciente, y éste empezaba a combarse en sus puntos más débiles. En la República de Weimar, el westfaliano Schmitt empezó su carrera siendo el más original adversario católico del socialismo y del liberalismo. En polémicas de intensidad eléctrica, cuya carga se dirigía cada vez más contra el precario parlamentarismo de la Alemania posterior a Versalles, él trataba las ideas como teologías diluidas, destinadas a resultar más débiles que la fuerza del mito nacional.[10] Su propia doctrina positiva se convirtió en una teoría neohobbesiana de la política. El giro crucial de ésta era el de proyectar el estado de naturaleza descrito en el Leviatán, la guerra de todos contra todos en la que los agentes individuales se lanzan unos contra otros, en el plano de los conflictos colectivos contemporáneos: transformando así la propia sociedad civil en un segundo estado de naturaleza. Para Schmitt, el acto del poder soberano no se convierte tanto en la institución de la paz mutua como en la decisión de fijar la naturaleza y la frontera de una comunidad dada, separando amigos de enemigos: la oposición que define la naturaleza de la política en cuanto tal.[11] Esta dura visión «decisionista» surgió de un entorno regional en el que las opciones le parecían, a Schmitt como a otros muchos, la revolución o la contrarrevolución. «En Europa Central vivimos sous l’oeil des Russes», escribió.[12] Su propia opción por el segundo término —era admirador de De Maistre y de Donoso Cortés— nunca se puso en duda.
En Inglaterra, donde el incandescente primer manifiesto de Schmitt en pro de la Iglesia católica se editó en una colección católica de textos titulada Essays in Order,[13] las polaridades no eran tan agudas. El Cambridge de la década de 1920 era un lugar protegido, y los intereses de Oakeshott no eran inicialmente tan políticos. De formación anglicana en lugar de católica, su primera publicación fue un tratado sobre la religión y la vida moral que tenía por tema la necesaria consumación de la decisión ética mediante el conocimiento religioso y, por lo tanto, la unidad sustancial entre la civilización y el cristianismo.[14] La devoción personal de Oakeshott parece haber disminuido con los años, pero los acentos contrarios de tradición religiosa y opción radical se mantuvieron: una combinación que recuerda al primer Schmitt, con la diferencia de que el decisionismo de Oakeshott siempre fue de registro más moral que político. Pero había estudiado teología en Marburgo y Tubinga, y conocía Teología política, la famosa aplicación que Schmitt hizo de las categorías religiosas a las doctrinas laicas.[15] Cuando empezó a centrarse en la política, la lealtad intelectual de Oakeshott demostró ser la misma. Se dispuso a construir una teoría del Estado partiendo de Hobbes. Para ambos hombres, Leviatán —«la mayor, y quizá la única, obra maestra de filosofía política escrita en inglés», como la calificó Oakeshott[16]— se constituiría en la piedra de toque permanente para cualquier estudio contemporáneo sobre la autoridad civil.
Y no fue el único paralelo en sus puntos de vista. En aquellos años, cuando aventuraba opiniones políticas, el desprecio de Oakeshott hacia el liberalismo político y la democracia apenas era menos incendiario que el de Schmitt. Al dar su veredicto sobre el otro filósofo inglés normalmente considerado clásico, hablaba con la voz auténtica de la derecha radical.
Locke fue el apóstol de un liberalismo más conservador que el propio conservadurismo, el liberalismo no caracterizado por la insensibilidad, sino por una sensibilidad siniestra y destructiva al influjo de lo nuevo, el liberalismo que está seguro de sus límites, al que horrorizan los extremos, que posa su paralizadora mano de respetabilidad sobre todo lo peligroso y revolucionario […] Era humilde, y hasta hace poco heredó la tierra.[17]
Por fortuna, ese legado estaba pasando entonces a otras manos. «La democracia, el gobierno parlamentario, el progreso, el debate y “la ética verosímil de la productividad” son nociones —todas ellas inseparables del liberalismo lockiano— que ahora ni siquiera suscitan oposición», se burlaba Oakeshott; «no son meramente absurdas y explotadas: carecen de interés».[18] Estas líneas se escribieron en el otoño de 1932, en vísperas de la victoria nazi en Alemania. Unos meses después, Schmitt —que había sido asesor de Brüning y después de Schleicher— se pasó al bando de Hitler. Observando el nuevo régimen desde Inglaterra, Oakeshott había decidido al final de la década que, en comparación con las alternativas disponibles, la democracia representativa, por incoherente que fuese como doctrina, tenía algo a su favor después de todo. El catolicismo, sin embargo, era el depositario de otra tradición de profunda importancia, autoritaria sin capricho, «una herencia que hemos descuidado»: «En lo que a este país respecta —continuaba— me aventuro a sugerir que muchos de los principios que pertenecen a la doctrina histórica del conservadurismo deben buscarse en esta doctrina católica»,[19] que había recibido forma constitucional en la Austria de Dolffuss y en el Portugal de Salazar. En abril de 1940, el mes que cayó Francia, Oakeshott todavía rechazaba «esas majaderías sobre el gobierno por consentimiento».[20]
Por su parte, Leo Strauss, nacido en Hessen y de formación ortodoxa, había debutado en el movimiento sionista con textos sobre la religión y la política judías —su primer artículo significativo fue Das Heilige[21]— antes de dedicarse a estudiar la crítica bíblica de Spinoza, y más adelante a investigar sobre Hobbes. Esto lo puso en contacto con Schmitt, con quien mantuvo relaciones amigables en Berlín. Antes de salir de Alemania en 1932, dedicó su última publicación —por los mismos meses que Oakeshott pronunciaba su sentencia sobre Locke— a la obra más fascinante de Schmitt, El concepto de lo político. En una crítica a un tiempo admirativa y admonitoria, Strauss sostenía que, en su loable rechazo del liberalismo, Schmitt había confundido las relaciones filosóficas del mismo, y ello porque la teoría de Hobbes sobre el Estado no era un antídoto contra el liberalismo contemporáneo, sino su propio cimiento. Al radicalizar la perspectiva realista de Hobbes sobre las pasiones humanas y su resolución en la sociedad civil, convirtiéndola en una exaltación tácita de la enemistad como sello necesario de toda vida política, Schmitt no había hecho más que ofrecer un «liberalismo con un signo negativo».[22] Lo que se necesitaba era «un horizonte más allá del liberalismo», del que no obstante podían hallarse indicios en el texto de Schmitt, cuando hablaba de que el «orden de las cosas humanas» sólo puede encontrarse en el retorno a una naturaleza pura. Era este orden natural, comentaba Strauss, el que la concepción liberal de la cultura había olvidado.[23] Schmitt tomó estas objeciones con calma, haciendo unos cuantos ajustes discretos a las posteriores ediciones de su obra para acentuar los indicios de trasfondo religioso que Strauss había señalado.[24] También ayudó a Strauss a llegar a Francia antes de que Hitler subiera al poder. Seis meses después de la instauración del Tercer Reich —el día que Goering elevó a Schmitt al Consejo de Estado prusiano— Strauss le escribía desde París, pidiéndole que lo recomendase a Maurras. En 1934, Strauss se trasladó a Londres, donde se quejaba de que la publicación más reciente de Schmitt, su primer desarrollo de teoría jurídica bajo el nuevo orden, había incorporado las propuestas de Strauss para superar el decisionismo, sin mencionarlo.[25]
En Inglaterra, Strauss se dispuso a demostrar que Hobbes era de hecho la fuente teórica de un individualismo nivelador moderno. Publicado en 1936, The Political Philosophy of Hobbes sostenía que la revolución provocada por Hobbes había sustituido la visión clásica de que el orden político se basaba en la razón filosófica y estaba modelado por el honor aristocrático, por la doctrina de que el poder soberano está motivado por el temor y fabricado a partir de la voluntad: una construcción efectuada sobre los cenagales de «la negación [por parte de Hobbes] de gradación alguna en la humanidad», porque no concebía «ningún orden; es decir, ninguna gradación en la naturaleza».[26] Recomendado al lector en inglés por el impecablemente liberal Ernest Barker (que poco después prestó el mismo servicio al análisis de las doctrinas políticas contemporáneas efectuado por Oakeshott, formando un incongruente trait d’union entre los dos), el libro de Strauss fue en conjunto bien recibido por Oakeshott, que lo consideró el estudio más original sobre Hobbes publicado desde hacía muchos años. Pero mientras que, para Strauss, el remedio para el naturalismo adulterado de Hobbes permanecía intacto en la filosofía antigua de Platón, para Oakeshott, la incoherencia de la doctrina naturalista de la voluntad planteada por Hobbes sólo podía superarse con la moderna reunión de la razón y la volición en Hegel y Bosanquet, a pesar de que la síntesis de éstos aún no se había completado.[27] Oakeshott tampoco estaba muy dispuesto, como dejó claro posteriormente, a aceptar que Hobbes hubiera renunciado a los valores heroicos del orgullo como ingrediente de la paz civil: meramente los había limitado, en su realismo, a unos pocos elegidos, «debido a la escasez de personajes nobles».[28]
En 1938, Strauss se trasladó a Estados Unidos, donde después de la guerra ocupó una cátedra en Chicago en el mismo periodo en que Oakeshott se encontraba en la London School of Economics. Allí produjo una serie de obras notables, a modo de retrospectiva oracular de la historia de la filosofía desde Sócrates a Nietzsche, una doctrina política sistemática de hecho, que desde entonces ha alimentado a la escuela más característica y resuelta del conservadurismo estadounidense. En esta obra había dos temas principales. Un orden político justo debe basarse en las exigencias inmutables del derecho natural. La naturaleza, sin embargo, es inherentemente desigual. La capacidad para descubrir la verdad se limita a unos pocos, y la capacidad para soportarla la presentan muy pocos más. El mejor régimen reflejará, por lo tanto, las diferencias en la excelencia humana, y estará dirigido por una elite apropiada. Pero aunque la mayor virtud es la contemplación filosófica de la verdad, esto no significa —al contrario de lo que supone una interpretación superficial de la República— que la ciudad justa esté regida por filósofos, porque la filosofía no sólo contempla sin vacilar las condiciones necesarias del orden político, por desconcertantes que éstas puedan ser para el prejuicio demótico, sino también las realidades más terribles del desorden cósmico: la ausencia de autoridad divina, la falsa ilusión de cualquier moralidad común, la transitoriedad de la tierra y de sus especies: todos los conocimientos que la religión debe negar y a los que la sociedad no puede sobrevivir. Desplegadas en general, estas verdades destruirían la atmósfera protectora de cualquier civilización y, con ella, todas las condiciones estables para la misma práctica de la filosofía. El conocimiento esotérico y la opinión exotérica deben, por lo tanto, mantenerse separados, so pena de destrucción mutua. Los caballeros ociosos que han sido instruidos en la norma —pero no elevados a la verdad— por los filósofos deberían sostener un orden racional de estabilidad política frente a las tentaciones niveladoras. En este régimen, el conocimiento teórico podría encontrar refugio institucional, sin peligrosos efectos secundarios sobre la práctica cívica. De conformidad con su enseñanza, que ahora imponía al filósofo dicha prudencia, Strauss hizo durante la Guerra Fría la concesión —antes impensable— de describir estas opiniones como una contribución al liberalismo, si bien «en el sentido original» entendido por los antiguos de «liberalidad» que era otro nombre dado a la «excelencia».[29] En la emergencia universitaria de 1968, llegó a respaldar públicamente a Richard Nixon. En general, sin embargo, Strauss evadía la trivialidad oficial o el pronunciamiento partidista; éste no constituía la función del profesor, sino del enseñado.
La velada estrella polar del viaje que Strauss hizo por el pasado fue Nietzsche, el único pensador contemporáneo que —creía él— había captado en toda su profundidad la crisis de la modernidad, después de que la filosofía abandonase con Hobbes la corrección, dedicándose a aliviar el estado del hombre en lugar de buscar la verdad eterna, y de que las formas sociales se apartasen del orden natural.[30] La autoridad equivalente para Oakeshott era Burckhardt. Característicamente, le gustaba compararlos entre sí, dando ventaja al adivino suizo, el amigo que compartía el odio de Nietzsche hacia la sociedad de masas y el desprecio hacia la democracia, pero desplegaba más una fría ecuanimidad que una «sensibilidad errática y patológica» hacia ellos, y desdeñaba ofrecer cura para esos tiempos.[31] Éstas eran, de hecho, virtudes en gran parte imaginarias: el venenoso antisemitismo de Burckhardt y su cháchara política a menudo absurda no tienen parangón en Nietzsche.[32] Y el propio historial de Oakeshott en estos años tampoco estuvo a la altura del contraste que intentaba efectuar. La guerra lo convirtió en un nacionalista, y las elecciones de posguerra en un alarmista. Olvidando apotegmas anteriores, anunció que «no hay nada en común entre el conservadurismo británico y cualquiera de las categorías de la política continental. Este tipo de conversaciones a la ligera sobre la política británica sólo libera una niebla de irrealidad».[33] El Partido Laborista era otro asunto. La reciente experiencia alemana era una empresa demasiado fatalmente similar, a pesar de que «la ausencia de golpe de Estado» en su acceso al poder hubiera confundido en un principio a los observadores. Pero «la tiranía establecida sólo puede ocultar eternamente su carácter a los esclavos voluntarios», y para entonces (1947) estaba claro que «el Partido Laborista tiene un incentivo para volverse despótico, los medios para volverse despótico, y la intención de volverse despótico». De hecho, Oakeshott ya detectaba «una trama sencilla para establecer, no por la fuerza sino mediante subterfugios, un sistema de partido único y la esclavitud de la que éste es inseparable».[34] Probablemente, a Strauss dichas diatribas provincianas le habrían parecido recargadas.
Pero el punto de vista burckhardtiano no dejaba de producir una postura cercana al nietzscheano, aunque con su propio matiz. Mientras que para Strauss, la democracia política moderna se basaba en negar la desigualdad del hombre, entendida como gradación permanente dentro de la naturaleza; para Oakeshott, esta desigualdad era el resultado de una diferenciación histórica. Como Burckhardt había mostrado, al final de la Edad Media aparecía en escena un nuevo personaje, el uomo singulare: un individuo moral autónomo, liberado de las cadenas de la comunidad y capaz de escoger su propio modo de vida. La expansión de este tipo de individualidad, el acontecimiento más destacado de la historia europea, dio gradualmente lugar a instituciones que expresaban su libertad. Dichas instituciones alcanzaron su punto culminante con el gobierno parlamentario surgido en Inglaterra a finales del siglo XVIII y principios del XIX. Pero la saludable disolución de las comunidades tradicionales también había liberado a una peligrosa multitud de tendencia opuesta. A quienes integraban ésta, Oakeshott los denomina individuos manqués, todos aquéllos a los que las nuevas condiciones dejaron atrás, porque no estaban dispuestos a aceptar la responsabilidad de la independencia personal, un enjambre de fracasos morales y sociales, consumidos por «la envidia, los celos y el resentimiento».[35] A finales del siglo XIX, esta masa inferior había presionado a favor de un cambio espantoso: la transformación gradual del «gobierno parlamentario» en «gobierno popular», cuya «primera gran empresa fue el establecimiento del sufragio universal de los adultos». Porque, continuaba Oakeshott, «el poder del “hombre masa” radica en su número, y este poder podía imponerse al gobierno por medio del “voto”»; es decir, un régimen basado en «la autoridad de los meros números».[36] En este sentido, la democracia contemporánea no ponía en entredicho la jerarquía de los dones naturales, como desde el punto de vista de Strauss, sino la de las opciones existenciales. Porque lo antiindividual que hay tras el sufragio universal, explicaba Oakeshott, «está especificado por una incompetencia moral, no intelectual».[37]
Este matiz se reproduce en sus respectivas concepciones sobre la vocación de la filosofía. Para ambos hombres, ésta era la empresa suprema del entendimiento humano, y tan intransigentemente radical que nunca podría confraternizar directamente con la política, que exigía una estabilidad habitual que la búsqueda implacable de la verdad por parte de la filosofía debe subvertir. Porque la filosofía, en la fórmula de Oakeshott, era «experiencia sin presuposición, reserva, freno ni modificación»;[38] una frase que hubiera hecho estremecer a Burke. La práctica de la política, sin embargo, implicaba necesariamente las cuatro condiciones que la filosofía como teoría excluía. «La filosofía es el intento de disolver el elemento en el que la sociedad respira, y por ello pone en peligro a la sociedad», escribió Strauss.[39] Oakeshott era, si cabe, más franco:
La filosofía no es el realce de la vida, es la negación de la vida […] hay algo quizá decadente, depravado incluso, en el intento de alcanzar un mundo de experiencia completamente coherente; porque tal intento nos exige renunciar en el presente a todo lo que puede llamarse bueno o malo, a todo lo que puede ser preciado o rechazado por carecer de valor.[40]
La tensión entre los dos polos comunes al patetismo de cada uno —una metafísica del escándalo y un pragmatismo de la convención— encontraba una solución distinta, sin embargo. Para Strauss, el conocimiento filosófico no podía revelarse al vulgo, pero sí podría tal vez modelar desde la distancia las formas de la vida cívica, siempre que se mantuvieran impuestas las barreras entre la verdad esotérica y la exotérica. Para Oakeshott, sin embargo, la filosofía y la política estaban categóricamente separadas. La política era una actividad de segunda clase que implicaba inherentemente «vulgaridad mental, lealtades irreales, objetivos ilusorios, significados falsos»;[41] pero, por otra parte, era impermeable a la mejora por parte de la filosofía, que no conseguía arrojar luz sobre el valor de proyectos particulares.[42] La creencia en su capacidad para hacerlo, sin embargo, podía conducir al peor de los espejismos prácticos: la idea de que las formas institucionales eran susceptibles de un diseño inteligente, y no el resultado del crecimiento tradicional. Ésa era la idiocia característica del «racionalismo en política».[43]
Aquí las trayectorias se bifurcaron inevitablemente. El ideal de Strauss siguió siendo aquello de lo que Oakeshott abjuraba: la previsión deliberada de una ciudad bien gobernada que había sido el objetivo de la línea de Sócrates a Cicerón, que él describía y admiraba como «racionalismo político clásico», y que reprochaba a Burke —independientemente de sus otros méritos— haber abandonado.[44] Tras las prescripciones opuestas radicaban puntos de partida intelectuales opuestos: orígenes normativos situados alternativamente en el mundo bajomedieval y en el mundo antiguo. Ésta era una división profunda. Oakeshott podía rechazar la polis por considerarla carente de importancia para el gobierno moderno; Strauss, tomar el pogromo como un epítome de la Edad Media.[45] Pero más allá de esa básica diferencia de horizonte histórico, existía una razón contemporánea para la divergencia de énfasis en esta bifurcación. La peculiar vehemencia del rechazo de Oakeshott a cualquier idea de «ingeniería política», por fragmentaria que fuese, como sueño maligno que sólo podía resultar coercitivo y abortivo, procedía de la dura experiencia del gobierno laborista y (de las conversaciones sobre) la planificación laborista. Estas preocupaciones eran menos urgentes en Chicago que en Londres.
Las trasladaría allí, sin embargo, el pensador que había precedido a Oakeshott en la condena de la planificación económica en particular y del «constructivismo» social en general. Hayek había llegado a la LSE en 1931. Su formación intelectual en Austria era bastante distinta a la de Strauss, Oakeshott o Schmitt: profundamente laica, claramente liberal, exenta de cualquier tentación suprasensible (Mach fue su primer entusiasmo filosófico). Su mentor político fue Ludwig von Mises, famoso por oponerse a la mera posibilidad de una economía socialista y por una defensa a ultranza del modelo puro de capitalismo de libre mercado. No hubo defensor más sincero del liberalismo clásico en el mundo de habla germana durante la década de 1920. Pero la escena política austriaca dejaba poco espacio para esta perspectiva, dominada como estaba por el conflicto entre la izquierda socialdemócrata y la derecha clerical. A este respecto, Mises no tenía dudas. En la lucha contra el movimiento obrero, tal vez hiciera falta un gobierno autoritario. Buscando al otro lado de la frontera, veía las virtudes de Mussolini: los camisas negras habían conservado de momento a la civilización europea para el principio de la propiedad privada: «El mérito que el fascismo ha obtenido por esta razón perdurará eternamente en la historia».[46] Asesor de monseñor Seipel, el prelado que dirigió el país a finales de la década de 1920, Mises aprobó el aplastamiento del movimiento obrero austriaco por parte de Dollfuss en la década de 1930, culpando de la represión que instauró en el poder su dictadura clerical en 1934 a la locura cometida por los socialdemócratas al protestar por la alianza con Italia.[47]
Hayek mantuvo un estrecho contacto con Mises durante ese periodo, cuando dedicaba sus propias energías a organizar los argumentos contra el cálculo económico socialista, y a defender contra Keyness su variante de la teoría austriaca sobre el ciclo económico. No hay datos sobre la opinión que le merecía el régimen de Dollfuss —ciertamente no los hay de que hubiera protestado de algún modo contra el fascismo austriaco—, pero parece probable que compartiera la actitud de Mises hacia él. En cualquier caso, se produciría una asombrosa coincidencia en las posteriores intervenciones políticas de ambos, tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Evacuado a Cambridge, Hayek lanzó en 1944 el apasionado grito de alarma contra la lógica totalitaria del planeamiento colectivo —The Road to Serfdom— que lo hizo famoso. Entre los temas principales del libro se encontraban la continuidad fundamental entre el socialismo y el nazismo, ambos productos malignos de origen específicamente alemán (independientemente de su posterior capacidad de contagio general).[48] Éste era precisamente el argumento, desarrollado en una escala más extensa, del Omnipotent government de Mises, completado en Estados Unidos un mes más tarde, pero basado en un manuscrito redactado en Suiza inmediatamente después del Anschluss [anexión], cuatro años antes. En él, el motivo de la incriminación total contra Alemania es muy visible, sirviendo demasiado a las claras como exculpación de Austria, tierra del «único pueblo del continente europeo que» —en los días de la Heimwehr— «se resistió verdaderamente a Hitler».[49]
Tras una década en Gran Bretaña, ésta no es una afirmación que Hayek, quien en The Road to Serfdom evita toda referencia a su país natal, hubiera hecho. Su polémica estaba destinada a los términos del debate político inglés. Allí encontró una resonancia dispuesta en el Partido Conservador, y quizá suscitara en Churchill la predicción de que, en caso de que el Partido Laborista ganara las siguientes elecciones, se establecería una Gestapo británica. Pero la vehemencia del libro dejó a Hayek un tanto aislado en el clima de opinión posbélico, cuando el gobierno de Attlee no cumplió con sus expectativas. Aun así, por impopular que fuese en el consenso laborista, tal vez sería de esperar que su intervención recibiera más honores de aquéllos dispuestos a resistirse a dicho consenso. Oakeshott, sin embargo, no se encontraba entre ellos, tachando The Road to Serfdom de otro ejemplo más de racionalismo doctrinario, poco más que un plan para oponerse al planeamiento.[50] Desanimado por este ambiente, Hayek se trasladó a Estados Unidos en 1950, cuando Oakeshott empezaba a dar clases en la LSE.
En Chicago, Hayek dejó a un lado su trabajo económico más técnico para desarrollar una teoría social y política que se convirtió con el tiempo en la síntesis más ambiciosa y completa que emergió de las filas de la derecha de posguerra. Entre sus temas —la abrumadora importancia del imperio de la ley, la necesidad de la desigualdad social, la función de la tradición irreflexiva, el valor de la clase privilegiada—, había muchos de los cultivados en la universidad por Strauss. Ninguno de ambos pensadores, sin embargo, hizo jamás referencia al otro. ¿Estuvo el silencio dictado por el antagonismo temperamental o por la indiferencia intelectual? De cualquier modo, las tensiones latentes en las perspectivas de ambos acabarían encontrando expresión en el debido momento. Schmitt, por otra parte, nunca estaba lejos de la mente de Hayek: sobresaliendo como principal ejemplo de jurista hábil cuya sofistería ayudó a destruir el imperio de la ley en Alemania, pero también como teórico político cuya dura definición de la naturaleza de la soberanía y la lógica del partido debía, en cualquier caso, aceptarse.[51]
Pero lo más importante para entender a cada uno es la relación de Hayek con Oakeshott. En The Constitution of Liberty (1960), publicado inmediatamente antes de Rationalism in Politics (1962), Hayek distinguía entre dos líneas de pensamiento intelectual acerca de la libertad, ambas de conclusión radicalmente opuesta. La primera era una tradición empirista esencialmente británica, descendiente de Hume, Smith y Ferguson, secundados por Burke y Tucker, que entendía la evolución política como proceso involuntario de gradual mejora institucional, comparable con el funcionamiento de una economía de mercado o con la evolución del derecho consuetudinario [common law]. La segunda era un linaje racionalista, típicamente francés y que descendía desde Descartes hasta Comte, pasando por Condorcet, con una horda de sucesores contemporáneos, que consideraban las instituciones sociales susceptibles de construcción premeditada, en el espíritu de una ingeniería politécnica. Sólo la primera línea conducía a la verdadera libertad; la segunda la destruía inevitablemente. Por el momento, la distinción parece casi idéntica a la de Oakeshott. Pero en la explicación dada por Hayek, Locke se convierte en elemento fundamental para la auténtica tradición de libertad, mientras que Hobbes se considera el racionalista político por excelencia, una mente alejada del carácter nacional, progenitora de lo que más tarde serían las falacias letales del positivismo jurídico.[52]
El constructivismo social no era la única amenaza para el verdadero liberalismo, que se enfrentaba también a los potenciales peligros de otra índole: el ascenso de la democracia contemporánea. Podría parecer, continuaba Hayek, que la igualdad ante la ley conduce de manera natural hacia la igualdad en la confección de la ley. Pero ambos eran en realidad principios completamente distintos, y el segundo podía destruir al primero, ya que la idea de soberanía popular contenía la premisa de que el derecho público declarativo —lo que las mayorías legislativas podían decretar a voluntad— podía anular los conocimientos heredados del derecho consuetudinario privado, transgrediendo los límites insuperables que el orden liberal sitúa en torno a la propiedad individual y la persona física. En este sentido, destacaba Hayek, un régimen autoritario que reprimiese el sufragio popular, pero respetase el imperio de la ley podría ser mejor guardián de la libertad que un régimen democrático susceptible a las tentaciones de la intervención económica o de la redistribución social. Aun así, ésa era una hipótesis extrema. Hasta el momento, en todo caso, la democracia podía justificarse como la forma de cambio más pacífica y el mejor medio para educar a las masas, aportándoles más madurez.[53] Pero ésas eran ventajas técnicas y provisionales que no convertían a la democracia en un valor en sí mismo.
Una década después, Hayek se mostraba más pesimista. En Law, Legislation and Liberty comenzaba reconociendo que sus ideales políticos no habían recibido el apoyo que merecían, y que no había conseguido hacer entender que «el modelo predominante en las instituciones democráticas liberales» del mundo occidental «conduce sin remedio hacia una transformación gradual del orden espontáneo de una sociedad libre en un sistema totalitario».[54] Para evitar esta propensión fatal, que Hayek resalta que Schmitt había comprendido en su tiempo —pero también fomentado— más que cualquier otro observador, era necesario entender con urgencia tres verdades. La primera, la diferencia fundamental entre un orden espontáneo y una organización con un fin, o lo que Hayek denominaba entonces un cosmos y un taxis: el primero, una red de relaciones espontánea pero coherente dentro de la cual los agentes individuales perseguían sus propios fines, regulados sólo por normas de procedimiento comunes; el segundo, una empresa voluntaria que intentaba hacer realidad sustanciales metas colectivas comunes. El imperio de la ley sólo podía mantenerse, mientras la estructura de gobierno reflejase una separación de principios entre ambas, concediendo una prioridad absoluta al mantenimiento del primero como condición para una economía de mercado en una sociedad libre, y limitando el segundo a funciones estrictamente delimitadas y subordinadas al interés público. Todas las democracias del momento confundían estos requisitos, permitiendo una descuidada invasión del terreno del cosmos propiamente dicho por parte del taxis, con la intrusión de la dirección macroeconómica y la erección de un Estado del bienestar en nombre de una imaginaria «justicia social», una idea carente de significado, porque el orden espontáneo del mercado no sólo imposibilita la igualdad, sino que necesariamente pasa por alto algo fundamental: el éxito en él a menudo no es más que pura casualidad.[55] Por lo tanto, la jerarquía social que genera no se basa, al contrario que la de Strauss, en una gradación cultural basada en la naturaleza. Hayek confesaba que ésta era tal vez una verdad demasiado incómoda para proclamarla ampliamente, y —en un movimiento que sí recuerda a Strauss— concluía que después de todo la religión tal vez fuera un juguete necesario para garantizar la cohesión social frente a los peligros causados por los decepcionados en el transcurso de la casualidad.
Pero con independencia de que necesitemos dichos consuelos individuales, el cosmos del mercado tenía una razón general. Era el producto evolutivo de una competencia histórica entre prácticas económicas rivales, que había demostrado su valor al proporcionar un mayor crecimiento total de la producción y de población.[56] A este respecto, la teoría de Hayek adoptaba un último giro utilitario. La vara para medir el orden deseable no era la verdad filosófica, sino el bienestar práctico. En sus propios términos, ésta era una conclusión perfectamente coherente. Pero esta teoría aún se enfrentaba a una dificultad extraña en el aparente resultado institucional de los mecanismos sociales espontáneos que celebraba, ya que ¿no era la continua erosión de la división entre taxis y cosmos, con el crecimiento aparentemente inexorable del Estado del bienestar, un proceso en sí eminentemente evolutivo? Para hacerlo retroceder hacía falta —de acuerdo con las nuevas prescripciones de Hayek— un rediseño drástico de la estructura del Estado. De hecho, lo que Hayek proponía entonces era nada menos que desmantelar todas las asambleas legislativas conocidas y transformarlas en dos organismos nuevos, con competencias distintas y electorados dispares, que se correspondieran con los dos tipos de orden ontológicos: la cámara más poderosa, guardiana del imperio de la ley, eliminaba del censo de votantes a todos los menores de cuarenta y cinco años.[57] Esto, como ni siquiera los simpatizantes podían dejar de percibir, era un ataque violento al propio constructivismo que su teoría se había dispuesto a purgar. Hayek no se conmovió. Era el precio por preservar el nomos, o la ley de la libertad, frente a la lógica de la soberanía popular. Había que privar a las asambleas de su capacidad de injerencia general, para garantizar el gobierno limitado —basado en el rigor de la ley, no en la licencia del consentimiento—, que era la única garantía de la libertad. La fórmula correcta, explicaba Hayek, era la demarquía sin democracia.[58]
Dos años después de que se publicase el primer volumen de Law, Legislation and Liberty, Oakeshott publicó su propia obra culminante, On Human Conduct. El tema principal del libro era la distinción fundamental que se debía hacer entre la idea de «asociación civil», articulada por normas de procedimiento, y una «asociación empresarial», dedicada al logro de objetivos sustanciales. El gobierno concebido como compromiso en consonancia con la primera era una «nomocracia» y, en el intento de alcanzar la segunda, una «teleocracia». La correspondencia entre esta dicotomía y la de Hayek era claramente cercana. Hayek conocía el dúo de Oakeshott (desarrollado en conferencias, y quizá empleado por primera vez de modo impreso en el elogio a Geoffrey Howe de 1967) y, en general, lo había reconocido.[59] La cortesía no le fue devuelta. Los obituarios han resaltado el buen carácter de Oakeshott, pero sus virtudes no incluían una generosidad destacada en asuntos intelectuales. Además, sin embargo, su interpretación se distinguía de la de Hayek por dos diferencias fundamentales. Oakeshott no atribuía la superioridad de la asociación civil sobre la asociación empresarial como concepción del gobierno a una base evolutiva, como la forma política necesaria para el progreso económico espontáneo. Por el contrario, esbozó de nuevo una historia particular, presentando la aparición del Estado europeo moderno como algo tendente desde el comienzo hacia los ideales opuestos de —en terminología medieval— societas y universitas: dominio concebido en términos jurídicos o de gestión.
Cada una de estas disposiciones derivaba de una miscelánea de contingencias sin más lógica. Pero aunque habían coexistido desde el principio, eran estructuralmente irreconciliables. El Estado podía adoptar forma de asociación civil o de empresa de gestión, pero no podía darse una combinación legítima de ambas.[60] En otras palabras, aunque la dicotomía de Oakeshott tiene una génesis aparentemente más casual, en el mero acaso fortuito del pasado europeo, adquiere de hecho una fuerza más absoluta —incluso fanática— que la de Hayek. Mientras que Law, Legislation and Liberty admite un necesario, aunque rígidamente circunscrito, ejercicio de taxis por parte del Estado liberal, la antítesis entre societas y universitas en On Human Conduct es implacable. Tras la idea de que el gobierno efectúa tareas calculables, escribía Oakeshott, había una «canaille recientemente emancipada del idioma del servilismo e incapaz de permitirse sentir rechazo por el olor de otro», entre cuyos peores aromas se encontraba en ese momento «la vil expresión, “elección social”».[61] El gobierno considerado como asociación civil basada en el orgullo de la libre individualidad excluía categóricamente el propósito colectivo.
Pero siendo así, ¿qué podía motivar la cohesión compacta de la asociación civil en sí misma? La respuesta de Hayek había sido anticipada y rechazada desde el principio por considerarla nada más que «la ética verosímil de la “productividad”»: en opinión de Oakeshott, cualquier justificación de la societas en función de la satisfacción de las necesidades materiales debía lamentarse como el «más triste de los malentendidos».[62] Éste era, de hecho, el tipo de preocupación que había movido por lo general a los proyectistas teleocráticos, desde el ominoso sueño de Bacon de forzar a la naturaleza a rendir sus secretos. Aunque nunca lo expresara con tanta elocuencia, Oakeshott compartía con Strauss la hostilidad al señorío tecnológico sobre el mundo natural.[63] Era la línea divisoria básica que los separaba de Hayek, que hasta el final se resistió incluso a los argumentos ecológicos moderados. Pero el argumento alternativo en pro del mejor régimen presentado por Strauss, como el escudo de los filósofos, tampoco era aceptable para Oakeshott. Lo dejaba, en su propia expresión, con un agudo problema de justificación, ya que si la asociación entre ellos carecía de propósito, ¿por qué iban los agentes individuales a aceptar ninguna autoridad pública? En la interpretación de Oakeshott, el gobierno sin objetivo produce algo muy parecido a un état gratuit. Su famosa imagen de la política —un navío que surca infinitamente los mares, sin puerto ni destino[64]— es muy apropiada. ¿Por qué entonces iba ningún pasajero a subir a bordo del barco, para empezar?
Oakeshott intentó responder a la pregunta con otra analogía, formalmente más desarrollada pero de hecho más extravagante, en On Human Conduct. La suscripción a la asociación civil era completamente no instrumental. Pero una práctica no instrumental —actos efectuados por sí mismos, no como instrumentos para otros fines— era la definición de la conducta moral.[65] Podría parecer que Oakeshott, habiendo rechazado cualquier alegación prudente a favor de la condición civil, fuera a dar a su Estado involuntario una base ética. Pero esto sería una falsa ilusión. Porque lo que Oakeshott procede a identificar como moralidad es un «idioma coloquial» de conducta, hablado con diversos grados de destreza y estilo verbal por diferentes hablantes. La asociación civil, en otras palabras, se basa de hecho en el lenguaje, no está dictada por la virtud.
Este paso tenía su lógica. Fue Carl Menger, fundador de la ciencia económica austriaca, el primero en plantear una alegación teórica general a favor de los beneficios prestados por las instituciones sociales producto de un crecimiento espontáneo y no producto de un diseño intencionado.[66] Para ilustrar los méritos del mercado, lo comparaba con otras dos invenciones humanas igualmente no planeadas, el derecho y el lenguaje, cuyo lento crecimiento había sido el tema de las grandes figuras eruditas del Romanticismo alemán, Savigny y Grimm. Lo que Hayek y Oakeshott hicieron, cada uno a su manera, fue ampliar el mismo razonamiento al Estado, un paso que también Menger había previsto. Pero mientras que Hayek tomaba el mercado y el derecho consuetudinario como paradigmas de una constitución política, Oakeshott escogió el lenguaje como metáfora habilitadora. Las dos opciones presentan una lógica muy distinta. Las transacciones económicas satisfacen las necesidades humanas: el mercado existe sólo como centro de intercambio de servicios; también las normas legislativas reflejan exigencias sociales y, por lo regular, se alteran para obtener otros fines prácticos. A partir de estas analogías de fondo, podía interpretarse que la concepción verosímil del «orden político de un pueblo libre», a modo de Estado hayekiano, respondía a los mismos objetivos. El lenguaje, sin embargo, no es en general susceptible de un cambio deliberado, y está claro que su función no es meramente instrumental. Ofrece una metáfora mucho más radical de un Estado despojado de soberanía activa.
Por otro lado, desde luego, tampoco proporciona un emblema de moral adecuado. La segunda mitad del siglo XX ha contemplado muchos intentos de usar el lenguaje como clave multiuso para entender los asuntos humanos: el «giro lingüístico» conserva aún, incluso en fecha tan tardía, un atractivo desordenado para quienes viven predominantemente de las palabras. La versión de Oakeshott en este sentido no es más, ni menos, simple que las de Heidegger, Lévi-Strauss, Wittgenstein, Lacan, Habermas, Derrida u otros. Pero tiene su propio silogismo específico. La asociación civil es no instrumental; la práctica que es no instrumental es moral; la moral es un lenguaje de la conducta; por lo tanto, el orden político puede concebirse como una lengua vernácula de la relación civil. En esta cadena de analogías forzadas, la elisión significativa es la segunda. Porque hay un tipo de práctica efectuada por sí misma mucho más familiar y precisa que la moral; es ésta la que de hecho proporciona el soporte callado de toda la construcción. La verdadera esencia de On Human Conduct es una concepción de la política tomada de la estética. Esto se hace visible siempre que Oakeshott intenta ilustrar su afirmación de que la conducta moral o la asociación civil son un lenguaje: «Un instrumento que puede ser tocado con diferentes grados de sensibilidad» por múltiples «flautistas», todos, no obstante, «ocupados en la misma destreza»; una lengua vernácula que puede «hablarse de manera pedante o sencilla, servil o magistral», que «los mal preparados hablan de manera vulgar, los puristas, de modo inflexible», dejando «a los conocedores del estilo moral» el «placer en la pequeña perfección de esos destellos de felicidad que redimen la torpeza de la expresión moral vulgar».[67] El imaginario rector es el del gusto literario o el de la destreza musical.
Este modo de contemplar la política, como ocasión para la representación estética, tiene una considerable historia. Por una hermosa ironía, la crítica más aguda sobre el mismo la escribió Carl Schmitt, cuyo Political Romanticism (1919) ya había captado esta veta en el punto de vista del autor de Rationalism in Politics (1962); Schmitt llegó de hecho a señalar para la demolición la expresión que se convirtió en el lema más famoso de dicha perspectiva, la idea de que la política era una «conversación infinita».[68] El de Oakeshott, sin embargo, era un romanticismo de tipo paradójico. Porque seguía encajado en una lealtad formal a Hobbes. Sería difícil encontrar una autoridad más incongruente para cualquier interpretación «no instrumental», y mucho menos semiestética, del Estado. El pacto de asociación civil entre individuos del que se habla en Leviatán es ante todo un instrumento para garantizar fines comunes: los objetivos de seguridad y prosperidad, «paz mutua» y «vida cómoda». A partir de ahí, el poder soberano que instituye puede sacrificar cualquier reivindicación privada, excepto la propia vida, al interés de la colectividad. El «dios mortal» no carece de prerrogativas de gestión para cuidar a la comunidad. De hecho, Hobbes declara tajantemente, en una fórmula que pondría los pelos de punta a los monetaristas, que el gasto del Estado, en principio, no debe tener límite: «La República no puede soportar dietas».[69] A los estudiosos de Cambridge les gusta quejarse del uso caprichoso que Strauss hace de los textos clásicos, pero en comparación con Oakeshott, de quien poco dicen, era la lealtad filológica en persona.
La cuestión que se plantea, por supuesto, es por qué a Oakeshott se le ocurrió, de todos los mecenas insólitos, escoger a Hobbes para su teoría de la societas. La respuesta radica en lo que Hobbes excluye. En su esquema de cosas, no hay lugar para los derechos. Una vez constituido el soberano, los súbditos no tienen más que obligaciones. A este respecto, no hay, de hecho, una inclinación al consentimiento, sólo una lúcida declaración del deber: la obediencia a la autoridad civil. Era esto lo que atraía a Oakeshott. Burlándose del «mecanismo absurdo de una Declaración de Derechos» y de «la estupidez acerca de algo llamado “sociedad”», rechazaba —como en una ocasión dijo ante un público estadounidense—:
La doctrina fantasiosa de la Declaración de Independencia, en la que se dice que los gobiernos existen meramente para garantizar derechos que en sí no tienen autoridad para prescribir, y en la que el “consentimiento” de los súbditos no puede legitimar nada más que el aparato de poder necesario para proporcionar esa seguridad.[70]
El mérito del Estado hobbesiano era que no dejaba espacio para las reivindicaciones típicas de la democracia contemporánea.
Quedaba aún una dificultad. El sometimiento debido a las condiciones de la asociación civil, insistía Oakeshott, no dependía de ninguna aprobación de las mismas (que, en dicho caso, podría ser retirada): era una obligación incondicional. Pero si la obediencia a la autoridad civil era, como había determinado Hobbes, la norma de la conducta justa, ¿significaba eso que cualquier ley que dicha autoridad decretara era por lo tanto justicia? A este respecto, el formalismo de la explicación que Oakeshott da de la societas, asociación sin objetivo ni aprobación, corría el riesgo de llegar a una conclusión inaceptable que podría sancionar los caprichos del racionalismo. Para evitarlo, tenía que haber otro principio que le diera una sustancia aparentemente correcta. En esto, su conocimiento del idealismo inglés, por lo demás recesivo en su obra posterior a la guerra, acudió en su ayuda. Oakeshott halló el complemento que necesitaba en un débil eco de Hegel: la ley no debía entrar en conflicto con «la sensibilidad moral educada» de la época.[71] Donde antes había deseado una teoría de la voluntad racional como correctivo necesario a Hobbes, ahora volvía a caer en una Sittlichkeit meramente consensuada: convencionalismo libre de razón. Como un visitante incómodo y medio olvidado del pasado, Hegel sigue siendo recibido en On Human Conduct, pero está fuera de lugar. El esfuerzo de Oakeshott por convertir al teórico supremo del Estado entendido como comunidad sustantiva y dirigida a un fin —universitas ascendida al poder más elevado— en un humilde empleado de la asociación civil es un capricho, incluso desde el punto de vista de su Hobbes. Para Hegel, la vida ética realizada por el Estado moderno era un patrón racional de formas sociales que reflejaba el desarrollo inmanente de la historia universal. En la versión de Oakeshott, la cáscara del orden político no alberga más que una pulpa de costumbre aleatoria, porque cada lenguaje moral es tan contingente como el pasado de las personas que lo hablan, y el mundo está dividido en lenguas vernáculas sin relación entre sí.[72] Por supuesto, incluso en estos términos, el relleno se desintegra, porque ninguna comunidad moderna ha contenido una sola «sensibilidad educada». La colisión de códigos morales dentro del mismo Estado es la materia de la vida política que el sueño de la asociación civil reprime.
Casi todos los que han escrito necrológicas sobre Oakeshott se han referido a su falta de orgullo materialista, tipificada por la indiferencia a los honores oficiales que por sus logros podría haber esperado merecer. No hay razón para dudar de que éste no fuera un rasgo atractivo del hombre, pero también dice algo de él como pensador. Aunque Oakeshott se formó como historiador, y en un compartimiento de su mente siempre sabía más sobre el detalle real del pasado europeo que Hayek, Strauss o Schmitt, su teoría normativa del Estado abandona sus realidades como estructura histórica más de lo que lo hacen cualquiera de estos tres autores. Porque, como demuestra la más mínima observación del historial del Estado europeo, desde el principio su abrumadora raison d’être fue la guerra, la más «directiva» e «instrumental» de todas las actividades colectivas. Oakeshott nunca pudo permitirse registrar la lógica de la competición militar para la construcción del Estado: su visión de la autoridad pública es puramente interna. La guerra era sencillamente un periodo de excepción, cuando la verdadera función del Estado como vigilante de la paz civil se «suspende» temporalmente.[73] Tan decidido estaba Oakeshott, de hecho, a excluir de la idea de gobierno cualquier vestigio de empresa común que incluso se vio llevado a negar la existencia del Estado-nación. Políticamente, su propia perspectiva era profundamente nacionalista. ¿Quién podía dudar de la superioridad de las instituciones inglesas sobre «las cinco fútiles “repúblicas” de Francia», la falsa unificación de Italia, la anarquía de España y el bandidaje de Grecia: de hecho, sobre el «conspicuo fracaso de la mayoría de los Estados europeos (y todos los Estados de imitación en el resto del mundo)»?[74] Pero filosóficamente, la conjunción de la nación con el Estado dejaba entreabierta la inaceptable sugerencia de la agencia colectiva, y había que cerrarla.
Oakeshott lamentaba que el Estado europeo hubiese acabado por adoptar la forma predominante de asociación empresarial, pero su teoría no le permitía dar una explicación histórica de por qué había ocurrido esta aberración. Todo lo que podía ofrecer era un diagnóstico físico. Dentro del individuo había dos inclinaciones contrarias, una hacia un robusto «autoempleo» espiritual en una vida de aventura, la otra hacia una «alianza» servil para obtener beneficios, y tales eran las fuentes de los dos tipos de gobierno, imposibles de reconciliar.[75] Toda la imponente erudición de Oakeshott acaba en la sensiblería de esta pequeña parábola del alma dividida del hombre económico. Las leyes del dominio —las realidades sociales de la acumulación de poder y de propiedades en la historia de Occidente— quedaron tan olvidadas en medio del imperio de la ley —el hábitat ideal del hombre autoempleado— que Oakeshott pudo escribir con entusiasmo infantil que los romanos y los normandos eran los dos grandes transmisores de la asociación civil a Europa.[76] Que sus Estados se encontraran entre las «asociaciones empresariales» más implacablemente decididas y con más éxito de todos los tiempos, máquinas de conquista y colonización sin igual, podía olvidarse.
Fue el teórico de la decisión política, no de la conversación, quien entendió lo que esos ejemplos significaban para cualquier jurisprudencia realista. En su última hazaña, publicada en la República Federal, Der Nomos der Erde («La ley de la Tierra»), Schmitt demostraba que el propio término fetichizado por Oakeshott y Hayek para revelar la trascendencia de las normas de procedimiento abstractas, exentas de todas las directivas sociales específicas, significaba de hecho lo contrario en sus orígenes: y nada menos que Thomas Hobbes había sido el primero en dejarlo claro.
Ver, por lo tanto, que la Introducción de la Propiedad es una consecuencia de la República […] y pertenece exclusivamente al Soberano; y consiste en las Leyes, que nadie que no tenga el Poder Soberano puede hacer. Y esto lo sabían muy bien desde antiguo, quienes llamaron Nomos (es decir, Distribución) a lo que nosotros llamamos Ley; y definieron la Justicia, diciendo que ésta consistía en distribuir a cada hombre lo suyo. En esa Distribución, la Primera Ley es la de la División de la Tierra en sí.[77]
Para Schmitt, esa distribución original presuponía una apropiación fundadora, lo que él denominaba una Landnahme:[78] la ocupación de territorio que necesariamente precedía a cualquier división de éste, y que el suelo inglés había conocido tan memorablemente como cualquiera, bajo el saqueo romano y el estribo normando. El «título radical» (término utilizado por Locke) subyacente a cualquier ley estaba en esa toma y asignación, como sugería la relación etimológica de nomos con nemein (tomar). A este respecto, conceptual e históricamente, las oposiciones entre dominio y objetivo, derecho y legislación, lo civil y lo directivo, se disuelven. El nomos y el telos son uno.
La exploración de Schmitt sobre la lógica espacial que hay tras cualquier normativa jurídica no condujo a una metafísica de los orígenes. Schmitt se basó en Weber, a quien había conocido y a quien, en muchos aspectos, se parecía en cuanto a mentalidad y capacidad para captar la variación social e histórica. No tenía dificultad para ver qué tipo de distinción quería Oakeshott. Hacia el final del periodo de Weimar, había comentado la diferencia entre los ideales de un Regierungsstaat y un Gesetzgebungsstaat —un Estado que gobierna frente a un Estado que legisla—, y la mayor aproximación en el siglo XIX del Estado inglés al primero y del continental al segundo, aunque resaltando que ninguno de los dos había existido jamás como tipo puro. En el siglo XX, sin embargo, con el enorme aumento de la reglamentación económica, la provisión de seguridad social, la supervisión cultural por parte de las autoridades públicas —señalaba que, en 1928, más de la mitad de la renta nacional estaba controlada por el gobierno de Weimar— se había producido un «cambio estructural». El Gesetzgebungsstaat no sólo predominaba en todas partes, sino que, en ese momento, avanzaba hacia una nueva configuración, en la que el Estado se convertía cada vez más en algo parecido a «la autoorganización de la sociedad».[79] Si preguntamos cuál era la ansiedad común que prestaba energía imaginativa a la obra de todos estos pensadores, ésta es una expresión que sugiere su centro neurálgico.
Tras el desastre de la Primera Guerra Mundial y la victoria del bolchevismo en Rusia, el antiguo mundo político de gobernantes terratenientes y electorados limitados, presupuestos modestos y divisas estables se había desmoronado. Un nuevo tipo de liberación y expectativa se había apoderado de Europa, la llegada de una democracia capaz de acabar, en busca de la seguridad y la igualdad, con los obstáculos tradicionales entre las tareas de gobierno y los asuntos de empresa: un Estado semioligárquico y una sociedad civil todavía jerárquica. ¿Adónde conduciría la soberanía popular sin responsabilidad social? El comunismo era, por supuesto, el primer y mayor peligro. El fascismo, que a algunos les parecía un posible antídoto, no resultó mucho mejor; de hecho, al menos en el formato alemán, prácticamente idéntico. Pero, aunque éstos desapareciesen, estaba también el Estado del bienestar, una versión repulsiva de la misma enfermedad. En el transcurso de seis décadas, los juicios políticos sobre este cambio de escena variaron. Strauss y Oakeshott, que antes de que Hitler subiera al poder se burlaban del liberalismo, se mostraron más circunspectos después de la guerra; Hayek, que se calificaba a sí mismo de liberal clásico durante la guerra, repudió el término por considerarlo comprometido más allá de toda recuperación cuando llegó a Estados Unidos; Schmitt, que nunca había tenido relación con el liberalismo, avanzó desde el autoritarismo católico hacia el nacionalsocialismo, antes de acabar como decano del constitucionalismo de posguerra más respetable. Pero, aparte de sus discrepantes simpatías locales, estas carreras —con su extensión de identidades temporales: conservadora, sionista, nazi, viejo liberal [Whig]— reflejaban una llamada teórica común.
Fue Schmitt quien encontró el símbolo para ella. Su obra posterior está perseguida por una imagen teológica. Una y otra vez, aludía a uno de los textos más enigmáticos entre todos los textos apocalípticos, la Segunda Epístola a los Tesalonicenses, sin siquiera citarla. ¿Qué dice Pablo en ella? «Porque el misterio de la impiedad ya está actuando; tan sólo con que sea quitado de en medio el que ahora lo retiene; entonces, se manifestará el Impío, a quien el Señor destruirá con el soplo de su boca, y aniquilará con la manifestación de su venida». Lo que importaba era la segunda frase. ¿Quién era el que lo retiene, el katechon que aparta de la tierra al mal que la merodea, hasta la llegada del Redentor? La crítica erudita ha debatido sobre la identidad críptica del katechon (sólo aparece esta vez en las Escrituras) desde tiempos de Tertuliano. En los propios escritos de Schmitt, la oscura figura asume varios aspectos históricos —típicamente oblicuos— como Aufhalter político o jurídico en las diferentes épocas.[80] Pero la capa estigia encaja en el esfuerzo colectivo de este grupo de pensadores. Porque éstas eran de hecho elaboraciones diseñadas para contener el avance de algo. Lo que todos buscaban atemperar eran los riesgos de la democracia, vista y temida a través del prisma de sus teorías de la ley como el abismo de la ausencia de ley: to misterion tes anomias, el misterio de la anarquía.
Cada uno puso sus propias barreras contra el peligro. Las dicotomías que constituyen la característica de su obra —lo esotérico y lo exotérico, lo civil y lo directivo, el amigo y el enemigo, lo legítimo y lo legislativo— son sendos cordones. Su función es la de mantener a raya a la soberanía popular. Los diferentes dones desplegados con este fin, independientemente de la visión de él que se adopte, fueron notables. A pesar de su tendencia posterior a la exhibición en los textos, la amplitud y la sutileza de Strauss como maestro del canon de la filosofía política no tuvo igual en su generación. La inestabilidad moral de Schmitt nunca deterioró su capacidad extraordinaria para fundir intuición conceptual e imaginación metafórica en relampagueantes destellos de iluminación en torno al Estado. Hayek podía parecer tácticamente ingenuo, pero de su epistemología y su economía surgió una síntesis teórica cuyo alcance y fuerza aún no han sido suplantados.
Oakeshott fue el artista literario de esta galería. Sus escritos varían considerablemente en cuanto a calidad, y pueden ser caprichosamente arcaicos en un momento y curiosamente crudos en otro, desconcertantemente cercanos a Polichinela o al diputado independiente. Pero en sus mejores momentos, cuando pasa a un registro elevado, puede alcanzar una belleza lírica. Oakeshott era ajeno al debate, que de cualquier modo no aceptaba: sus exposiciones no tienen nada de eso. Y tampoco, a pesar de las recomendaciones que él hacía, tienen el mínimo carácter de conversación: las declamaciones de Oakeshott no guardan relación con el ritmo vacilante de un estilo conversacional, como el que se encuentra en Hume. Son retórica: un ejercicio sostenido en el arte de la seducción, no de la interlocución. Hay en esta prosa un toque de exuberancia eduardiana. Pero para entender su hechizo, sólo hace falta consultar —el ejemplo más oportuno— el excurso sobre la religión en On Human Conduct.[81] Las continuas reivindicaciones de ese modo de escribir no sorprenden.
Si comparamos la fortuna general de estos pensadores radicales de la derecha con la de las eminencias más convencionales del centro, hallaremos un fuerte contraste. La obra de un solo teórico, John Rawls, quizá haya acumulado más comentario especializado que la de estos cuatro juntos. Pero esta verdadera industria académica prácticamente no ha influido en el mundo de la política occidental. La reticencia de su sujeto, que nunca ha arriesgado su reputación con compromisos expresos, es sin duda parte de la razón. Pero también está relacionada con la distancia entre un discurso sobre la justicia, por muy olímpico que sea, y las realidades de una sociedad regida por el poder y el beneficio. El cuarteto aquí considerado tuvo el valor político de sus convicciones. Pero éstas también estaban, más en general, en consonancia con el orden social. Por lo tanto, aunque a menudo pudieran parecer a sus colegas figuras marginales, incluso excéntricas, su voz se oía en las cancillerías. Schmitt asesoraba a Papen y recibía a Kissinger; los straussianos llenaron el Consejo Nacional de Seguridad durante el gobierno de Reagan, y rodean a Quayle; Hayek recibió tributo formal de Thatcher en la Cámara de los Comunes; y Oakeshott, bajo el anestésico Major, ha entrado en el breviario oficial. Hasta la enseñanza arcana puede alcanzar a los caballeros. Ellos son los herederos.
1992