Revolución y contrato social
Entre el primer proyecto de Constitución, escrito en 1811, y el votado en 1853 sobre las Bases… de Alberdi, se advierten con claridad los sueños perdidos de la Revolución de Mayo. Ahogado el fervor de la utopía, la Carta de 1853 consagra el famoso artículo 22: «El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución. Toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de este, comete delito de sedición».
¿Cómo era el sistema que querían Moreno, Belgrano, Castelli y los revolucionarios de 1810? El primer texto fue gestado en la Sociedad Patriótica pero nunca llegó a ser debatido porque Belgrano perdió la batalla contra los realistas del Paraguay y Castelli la suya contra los del Perú. Entonces Saavedra, jefe del ejército, interrumpió la voltereta histórica incorporando a la Junta a los temerosos diputados del interior. Moreno tuvo que renunciar y partió hacia una muerte sospechosa.
«El Estado es una persona moral compuesta de muchos pueblos cuya vida consiste en la unión de sus miembros», anuncia el primer documento constitucional de Mayo, y sigue: «Su más importante cuidado es el de su propia conservación y para ello necesita de una fuerza compulsiva que disponga cada parte del mejor modo que convenga al todo (…) El poder soberano, legislativo, reside en los pueblos. Este por naturaleza es incomunicable, y así no puede ser representado por otro sino por los mismos pueblos. Es del mismo modo inalienable e imprescindible por lo que no puede ser cedido ni usurpado por nadie».
Entre la representación delegada en 1853 y aquella propuesta de Mayo, hay abismos; dice la de 1811: «Queda pues extinguido el moderno e impropio nombre de Representantes de los Pueblos con el que, por ambiciosas miras, se condecoran vanamente los diputados y solo se llamarán Comisarios que dependen forzosa y enteramente de la voluntad de sus pueblos y están sujetos como los demás ciudadanos al Superior, Gobierno».
Nada hay de original en aquella Carta abortada: es una paráfrasis del Contrato de Rousseau, que Moreno había hecho traducir y editar incompleto para no molestar a la Iglesia; en el prólogo de la publicación, Moreno dice que suprimió el último capítulo porque «el autor tuvo la desgracia de delirar en materia religiosa». Para el secretario de la Primera Junta: «La religión es la base de las costumbres públicas, el consuelo de los infelices y (…) la cadena de oro que suspende la tierra al trono de la divinidad».
La tesis de Moreno parece similar a la de Robespierre; que rinde culto al Ser supremo como instrumento político. La obra de Rousseau es la base intelectual de la Revolución Francesa y la Convención llevó los restos del filósofo de Ginebra al Panteón de los Héroes poco antes de la caída de los jacobinos.
La estrategia de Moreno y Belgrano, plasmada en el Plan de Operaciones y firmada en secreto por todos los miembros de la Junta, va a ser retomada por el joven Bernardo Monteagudo. El tucumano llega a Buenos Aires en 1811 pavoneándose de haber asistido con deleite a las ejecuciones que Castelli ordenó en Potosí y se convierte en la más implacable pluma de La Gaceta, el periódico oficial que tiene poco de oficialista.
Esa primera Constitución debe de haber pasado por la pluma de Monteagudo aun si otros —¿Vieytes, French, Rodríguez Peña?— hubieran aportado sus interpretaciones del Contrato Social. El texto quiere ser el más audaz del mundo y reúne los sueños de toda una generación de iluministas; algunos pasajes llevan la idea de democracia a niveles que ni Saint Just en la Revolución Francesa habría imaginado: «Los tribunos no tendrán algún poder ejecutivo, ni mucho menos legislativo. Su obligación será únicamente proteger la libertad, seguridad y sagrados derechos de los pueblos contra la usurpación del gobierno de alguna corporación o individuo particular, pero dando y haciéndoselos ver en sus comicios y juntas para cuyo efecto —con la previa licencia del gobierno— podrán convocar al pueblo. Pero como el gobierno puede negar esta licencia, porque ninguno quiere que sus usurpaciones sean conocidas y contradichas por los pueblos, se establece que de tres en tres meses se junte el pueblo en el primer día del mes que corresponda, para deliberar por sufragios lo que a él pertenezca según la Constitución y entonces podrán exponer los tribunos lo que juzgaren necesario y conveniente en razón de su oficio a no ser que la cosa sea tan urgente que precise antes de dicho tiempo la convocación del pueblo, y no conseguida, podrán hacerlo». El tribunado, según Rousseau, «es el conservador de las leyes y del poder legislativo».
En cuanto a las elecciones, el proyecto de Constitución de 1811 establece un sistema insólito: el azar del sorteo como método para combatir el fraude: «Los vocales del Gobierno Superior Ejecutivo y Secretarios se mudarán de tres en tres años y lo mismo se hará con los vocales de las juntas provinciales; para efectuarse esto, cada provincia, a pluralidad de votos, elegirá uno o dos sujetos que tengan todas las sublimes cualidades que se requieren para Vocal del Superior Gobierno, y Buenos Aires nombrará dos o cuatro del mismo modo. Estos, al fin de tres años, o cuando hubiere de mudarse el gobierno, se echarán en cántaro y por suerte se hará la elección pública a la vista de todo el pueblo (…) Con este sabio arbitrio de la suerte se evitará en gran parte la compra de votos y se pondrá algún freno a la ambición y codicia que suele intervenir en la elección e inmediatos sufragios».
El tembladeral de 1811 (exilio y muerte de Moreno; juicios a Belgrano y Castelli; deportación de French, Pueyrredón, Rodríguez Peña y demás revolucionarios; llegada de Monteagudo a Buenos Aires; ascenso y caída de Saavedra; irrupción de Rivadavia en el Triunvirato) impide el tratamiento del proyecto. En las provincias cunde la alarma: al conocer el proyecto, el Cabildo de Catamarca denuncia ante Saavedra la osadía de dar «instrucción e ilustración a los representantes que fuesen a la capital». En Corrientes se dispone la quema de ejemplares del Contrato Social «por mano del verdugo y en presencia del comisario del Santo Oficio de la Inquisición».
El padre Francisco de Castañeda, que milita contra las ideas de la Revolución Francesa, difunde largos versos que atacan a Rousseau y a sus panegiristas:
El siglo diecinueve se presenta
a todos los Estados ominoso.
Y ese pacto social e irreligioso
es de truenos y rayos la tormenta.
Los enemigos del Contrato son muchos y poderosos; la ira contra los «igualitarios» viene sobre todo de la Iglesia, maltratada por Castelli y el ejército del Alto Perú que levantan la consigna «Libertad, igualdad, independencia». Por fortuna para ellos, Saavedra aparta a Moreno y Goyeneche derrota a Castelli en Huaquí.
El segundo proyecto constitucional, ese sí debatido por la Asamblea del Año XIII, antes de la declaración formal de Independencia, conserva algunos principios del Contrato Social, pero ha eliminado toda idea de consulta permanente: «El hombre en sociedad tiene derecho a la libertad civil, a la igualdad legal, a la seguridad individual (…) La ley es la voluntad general expresada por la mayor parte de los ciudadanos o de sus representantes. (…) Nadie puede prohibir lo que la ley no prohíbe, ni está obligado a lo que la ley no obliga».
Por fin, en la Constitución unitaria de 1826, aprobada por iniciativa de Rivadavia, se marcan los límites de la prudencia traspasados por los hombres de Mayo: «Leed la sección octava de la Constitución y allí hallaréis (los derechos) todos consagrados: la seguridad personal, la igualdad legal, la inviolabilidad de las propiedades, la libertad de opinión, el reposo doméstico, el derecho de petición y el pleno goce de aquellas facultades que la ley no prohíba. En este orden ya no es posible apetecer ni conseguir más. Una sola línea separa la virtud del vicio y una vez traspasada, la libertad degenera en licencia».