Álzaga

La primera conspiración organizada contra el colonialismo en estas tierras se descubrió en 1795 y Martín de Álzaga la reprimió con los mismos métodos que casi dos siglos más tarde utilizaron los militares del Proceso.

Aquel intento de salir de la opresión y la esclavitud estaba inspirado en los ecos de la Revolución Francesa: los panfletos que circularon en Buenos Aires exigían igualdad en el régimen feudal, la derogación de la esclavitud, y llamaban a los españoles «cuerdos» para que aplacasen la furia persecutoria de las autoridades coloniales. Martín de Álzaga, principal negrero del Virreinato, fue designado «juez pesquisidor» y el plan se llamó «complot de los franceses».

El mestizo correntino José Díaz y el italiano Santiago Antonini, de profesión relojero, fueron los primeros capturados por Álzaga, que todavía hoy tiene una calle que honra su nombre en el barrio porteño de Boedo. El día que lo detuvieron, Antonini llevaba panfletos iguales a los que habían circulado por Buenos Aires y otros que decían, nada más, «Viva la libertad». Díaz fue delatado por un esclavo que narró el plan de los sublevados: residentes franceses, mulatos, indios y negros iban a asaltar la capital el jueves o viernes santo por la Recoleta y la calle Residencia.

Los esclavos recibieron la consigna de los conspiradores antes de Semana Santa pero, como luego dijo Saavedra, «las brevas todavía no estaban maduras», un delator contó que José Díaz le había dado instrucciones para que, cuando oyeran la «bulla por una y otra parte», los esclavos tomaran a sus amos «maturrangos» (españoles) y se adueñaran de las casas. Otros negros interrogados por Álzaga manifestaron que el correntino Díaz «había dicho que para el viernes santo habíamos de ser todos franceses; que estos se habían de unir con los negros para conspirarse ofreciéndoles a todos la libertad».

Según Álzaga, seis mil hombres en Buenos Aires y otros tantos en Paraguay, Corrientes y Santa Fe iban a participar del alzamiento. Maximilien de Robespierre ya había sido guillotinado en París pero sus propagandistas asustaban todavía al mundo feudal Quince años más tarde Moreno, Castelli y Belgrano intentaron introducir en la Primera Junta los ideales de la Revolución de 1789 con los métodos de la Convención de 1792. Igual que los franceses, los flamantes argentinos lucharon diez años antes de ser derrotados.

Tal vez la propaganda colonial haya exagerado el peligro para atizar a Álzaga y a la Inquisición. Antonini fue torturado pero no habló y no se sabe quiénes lo salvaron del patíbulo alegando su condición de extranjero. En cambio, el correntino Díaz quedó a disposición de la «justicia». El 31 de marzo Álzaga ordenó al verdugo de Buenos Aires que le «triturase los huesos y le lacerase la carne» para que soltara la lengua.

El historiador Boleslao Lewin apunta que el procedimiento se aplicó hasta que «notando Su Merced que desfallecía el reo», hizo entrar a un cirujano. El médico advirtió que a Díaz «le faltaba ya la pulsación en las arterias radiales» además de tener dislocado un brazo.

Álzaga tuvo que suspender el procedimiento legal pero el 13 de abril ordenó que se aplicara nueva tortura al reo. Dice el acta: «En efecto se verificó, introduciéndole unas púas de acero entre carne y uña de un dedo de la mano derecha como el canto de dos pesos fuertes, y aunque en el entretanto se le hacían varias reconvenciones, no respondía otra cosa que clamar a Dios y sus santos y decir no saber más de lo que había confesado. Por lo que sucesivamente se fue haciendo la misma operación en los dedos de dicha mano por el espacio de veintiocho minutos, sin haber pasado a la izquierda por tenerla enferma y adormecida desde los tormentos pasados».

Lo que diferencia a Álzaga de Jorge Rafael Videla y sus cómplices es que el procedimiento de 1795 era público y el correntino Díaz tuvo derecho a un abogado defensor. El doctor Julián de Leiva, designado por el Virreinato, se excusó y en su lugar fue a los tribunales el doctor Mariano Pérez de Saravia que dejó algunas notas desgarradoras reproducidas por Lewin.

«Cualquiera que vea en la prisión al desgraciado José Díaz —escribe Pérez de Saravia—, un hombre sexagenario, mal cubiertas sus carnes, arropado en el suelo penetrado de humedad, solo sobre dos pieles delgadas y en la incómoda situación de estar pendiente de un cepo con pesados grillos, ha de ver impreso en su rostro de hombre aquellas palabras bien significativas con que el pueblo interesaba a su consideración el humano corazón del rey David, diciéndole: henos aquí, hueso tuyo, carne tuya somos».

El correntino José Díaz no sufrió en vano. Martín de Álzaga intentó derrocar al virrey Liniers en 1809 para fortalecer la dominación española amenazada por los separatistas americanos, pero su movimiento fracasó. La Revolución estaba al caer: en 1810 la Primera Junta ordenó a Castelli que fusilara a Liniers y en 1812 el Triunvirato abortó la conjura del torturador Álzaga y lo ejecutó en Buenos Aires.

Cuenta López y Planes (otros cronistas lo desmienten) que el italiano Antonini, viejo y arruinado, se acercó al patíbulo de Álzaga y estuvo un buen rato abrazado al cadáver, agradeciendo a la providencia por haberle permitido presenciar el fusilamiento de su torturador. Según el autor del Himno, el viejo relojero arrojaba monedas a todos los que se acercaban a ver los despojos del hombre tan temido.

Pasaron casi dos siglos antes de que Álzaga se tomara la revancha: los militares que desde 1976 emplearon iguales o peores métodos en interrogatorios clandestinos están en libertad y hasta escriben sus memorias. En la implacable historia circular que repiten los argentinos, los hombres de Mayo esperan todavía su turno para proclamar de nuevo la independencia y la libertad de estas tristes colonias.