CAPÍTULO XV

Ni bien salimos del vestuario empezaron los silbidos. Rocha levantó la cabeza ajeno al ruido y trotó hasta el ring. Pasó entre las cuerdas con un movimiento que hasta fue elegante y levantó perezosamente un brazo. Después vino al rincón. Yo subí por una escalerita de madera y miré alrededor. El espectáculo era más impresionante de lo que suponía. En mis presentaciones yo estaba acostumbrado a un público respetuoso y cálido.

El referí subió despaciosamente y se apoyó en las cuerdas, canchero. Un fotógrafo que debía ser del diario local hizo un par de tomas con flash y se quedó esperando que llegara Sepúlveda. El tipo de blanco que nos había traído las toallas y el jabón llegó con un micrófono. Los silbidos seguían, pero ya eran menos agresivos. De pronto, el público estalló en una ovación: «Se-púl-ve-da, Se-púl-ve-da» y se puso de pie. Alguien hizo sonar una bocina que debía escucharse a diez kilómetros a la redonda.

Cuando Sepúlveda llegó al ring, Rocha lo esperó en el centro, sin abrirle las cuerdas. El teniente primero se le acercó y le tendió la mano pero por todo saludo Rocha le dio un golpe en el antebrazo. Los aplausos fueron aflojando y la gente empezó a acomodarse en las sillas del ring-side y en las tablas de las tribunas. Entonces otro ruido fue creciendo en el aire. Levanté la cabeza y vi un helicóptero que volaba sobre el estadio a baja altura, haciendo guiñar sus luces rojas. El presentador anunció la pelea con un lenguaje florido que se esfumó entre el barullo del helicóptero y la gritería que arrancó el nombre del crédito local. El referí estuvo haciendo un discurso en voz baja a los dos boxeadores que no prestaban la más mínima atención y se movían como epilépticos. Rocha le negó el saludo a su rival por segunda vez y se vino al rincón. Le sostuve los guantes mientras metía los puños y luego los até con fuerza. Quise ponerle el protector bucal pero lo rechazó apartando la cara.

—Todavía no, viejo. Eso se pone con la campana.

Yo estaba nervioso y la pelea me había despertado una ansiedad que me hizo olvidar todo lo ocurrido hasta entonces. Sonó un timbre corto y agudo. Rocha mordió el protector y fue al centro del ring. Mientras bajaba por la escalerita de madera escuché la primera exclamación del público.

Cuando me di vuelta, Sepúlveda rebotaba con gracia en las cuerdas y miraba el pecho de Rocha con la guardia baja. El primer ataque había sido nuestro, y al ver a Rocha bien plantado, tranquilo, me sentí un poco mejor. La gente empezó a corear otra vez «Se-púlve-da» y el teniente tiró dos veces la zurda en directo para ver qué pasaba. Rocha se las apartó sin problema y sobre el final del round sacó una derecha corta que tocó a Sepúlveda en el hígado.

—Bueno el pibe —me dijo mientras yo le pasaba una toalla por la cara.

Estaba un poco agitado pero no supe si eso era normal al terminar el primer round.

Rocha ganó clarito el segundo. Sepúlveda estaba un poco desconcertado y aunque se desplazaba con agilidad ligó tres buenas manos en la cara que le cambiaron el aspecto reposado que tenía al principio. Rocha iba adelante muy descubierto pero cada vez que el otro parecía pensar dónde iba a pegarle, el grandote largaba una andanada furiosa que obligaba a Sepúlveda a cubrirse o a retroceder sin tiempo de replicar.

El público, después de algunas bravatas y bocinazos, se había quedado calladito. Para el tercero, Rocha no quiso el protector bucal y se fue a pelear respirando con la boca abierta. Entonces empezó a llover. Era una garúa finita y el público se desinteresó de la pelea por unos instantes mientras aparecían diarios y paraguas sobre las cabezas. Yo seguía con la vista fija en lo que pasaba en el ring. Solo levanté los ojos para ver cómo las luces rojas del helicóptero parpadeaban cada vez más bajas sobre nuestras cabezas. La hélice chasqueaba con un ruido que empezaba a ponerme los pelos de punta. Rocha encaró, atolondrado, y Sepúlveda le metió un zurdazo en plena cara sin que eso lo parara. El grandote lo abrazó y lo empujó con todo el cuerpo contra el rincón donde yo estaba. Sobre el hombro del teniente primero pude ver que Rocha sangraba de la nariz. Trabados, intentaban golpearse en la nuca y el referí los apartó a los tirones gritando algo que el motor del helicóptero no me dejaba escuchar. Al retroceder, Rocha la ligó de nuevo en el mentón pero tiró la cabeza hacia atrás y el golpe no llegó muy fuerte. La gente se entusiasmó y un tipo de traje a rayas, con pinta de gerente de banco, saltó de su asiento en la primera fila y se vino casi a mi lado a gritar y golpear la lona.

—¡Lo tenés! —gritaba—. ¡A la cocina! ¡Otra a la cocina!

Sepúlveda se había metido entre los brazos de Rocha y le estaba haciendo pasar un mal rato. El grandote no atinaba a agarrarlo en clinch y el teniente le metió un gancho corto que hubiera sido suficiente para tumbar a un caballo; enseguida, con un paso atrás, Sepúlveda tomó distancia y le aplastó la nariz con un derechazo. Las piernas de Rocha se aflojaron un poco, reculó y casi se sentó en la segunda cuerda. Sepúlveda no tenía apuro y empezaba a mostrar toda su inteligencia: sin arriesgar, manteniendo distancia, tiró dos golpes mientras Rocha se cubría sin elegancia. La izquierda le dio en una oreja y debe haberlo aturdido porque cuando sonó el timbre vino al rincón con paso no muy seguro.

—No vaya tan de frente —le dije—. Saque la izquierda para tenerlo a distancia. ¿Le duele la mano?

—Déjeme de joder —contestó y escupió en el balde. Tenía la nariz a la miseria y la cara se le había puesto roja. Se enjuagó la boca, levantó la cara y miró el helicóptero que se alejaba un poco.

—Qué tiempo de mierda —comentó mientras yo le metía un algodón en la nariz herida. Se dejó hacer y cuando fue hacia el centro del ring volvió a mirar al cielo. Bajé la escalera dispuesto a pedir algún medicamento que parara la hemorragia. Cuando llegué al suelo y me di vuelta me encontré con la cara de sorpresa de Sepúlveda. Estaba caído y un brazo le colgaba de la segunda cuerda. Trabajosamente empezó a ponerse de pie. Por un momento creí que el referí se acercaba a contarle, pero lo ayudó a levantarse. Había sido solo un resbalón y el árbitro me pidió la toalla para limpiarle los guantes. Después anduvo deslizando los pies sobre el ring mojado para comprobar si la lona estaba en condiciones. Ponía cara de preocupado para que se le viera desde lejos y fue a hablar con alguien en un costado. El tipo con cara de gerente de banco se había parado otra vez y hacía gestos para llamar la atención de Sepúlveda.

—Se cae solo —le decía—. Dale en la cocina.

—Dale, Marcial, sacalo que llueve —gritó alguien atrás mío.

Rocha parecía recuperado. La pausa y el agua lo ayudaban a refrescarse. Por fin, el referí los llamó al medio del ring, los hizo tocarse los puños y Sepúlveda dio un ligero paso atrás mientras chocaba un guante contra el otro. En ese momento, Dios sabe cómo, Rocha le calzó un derechazo en cross, rápido como un latigazo. Sepúlveda se cayó como un tronco en el mismo lugar donde había estado antes. Yo grité algo así como «Rocha, carajo» y el árbitro se llevó al grandote a los empujones hasta el otro rincón. Sepúlveda tenía los ojos opacos y extraviados, como un viejo que ha perdido los lentes. Con un brazo trataba de agarrarse de una cuerda para levantarse cuando el referí empezó a contar, demasiado lentamente para mi gusto, con una voz que luchaba por ser escuchada sobre el ruido monótono del helicóptero. Sepúlveda hizo un esfuerzo y se paró, pero no podía poner las rodillas en su lugar y se bamboleaba como un palo de bowling. El referí contó hasta ocho y le frotó los guantes contra el pantalón. Rocha ya estaba ahí: tiró varios golpes ciegos y Sepúlveda salió lanzado contra las cuerdas, indefenso. Entonces terminó el round.

—Ya está —me dijo Rocha respirando como una olla a presión—. Un toque más y se termina.

—Tranquilo. Mida los golpes, no se atolondre, mida los golpes.

Dos tipos habían subido al ring y secaban el agua con trapos de piso. La lona estaba hecha un chiquero. Enfrente, el petiso que asistía a Sepúlveda le estaba dando aire con la toalla mientras le hablaba y movía la cabeza, furioso.

—Tranquilo que la llevamos por puntos —dije a Rocha mientras se iba a buscar a Sepúlveda, que recién se ponía de pie en su rincón.

Bruscamente, el motor del helicóptero se volvió un bramido ensordecedor. Giró sobre el estadio, bajó a veinte metros de nuestras cabezas y el viento de la hélice arrancó paraguas y diarios de las manos, haciéndolos volar furiosamente entre la lluvia mientras la gente gritaba e intentaba escapar. En la tribuna que yo podía ver hubo dos avalanchas y el público del ring-side se olvidó de repente de la pelea para ponerse a salvo. Dos filas de sillas se dieron vuelta y la gente se pisoteó hasta que el helicóptero se elevó lo suficiente como para que todo el mundo se pusiera de pie a mirar al cielo. Rocha, Sepúlveda y el referí miraban de reojo cada vez que el clinch lo permitía. Tenían los pelos revueltos a causa de la ráfaga, pero no parecían darse cuenta de lo que había pasado. El aparato siguió tomando altura y alejándose hasta que desapareció y el silencio dejó lugar ahora a los apagados sonidos de los guantazos, los carraspeos y la nariz de Rocha, que se sonaba groseramente hacia cualquier parte. Los dos bailaban, ridículos, en el centro del ring y el pie derecho de Sepúlveda arrastraba una hoja de diario que el viento había llevado hasta el ring. Me di cuenta de que a Rocha le sería difícil rematarlo. Solo un golpe justo, afortunado como el anterior, terminaría la pelea. Me dije que si las cosas seguían así Rocha tendría que ganar por puntos aun cuando a los jueces no les gustara lo que tendrían que escribir en sus tarjetas.

Cuando la vuelta terminó, Rocha vino al rincón con la cabeza levantada hacia el cielo. Le puse el banquito y se dejó caer pesadamente.

—¿Qué carajo pasó? —dijo y se sonó la nariz medio adentro del embudo, medio sobre mi camisa.

—El helicóptero —contesté y me acordé de pasarme la mano sobre la cabeza para acomodarme el pelo.

Miró otra vez el cielo del que seguían cayendo unas gotitas finas.

—¿Se las tomó? —Escupió adelante suyo—; mejor, ya me tenía las pelotas rotas el ruido ese —se dio vuelta y me miró como disculpándose—: No me dejaba concentrarme, ¿se da cuenta?

Asentí.

—La vamos llevando por puntos. Téngalo a distancia, saque la zurda y no lo deje acercar.

Se dio vuelta otra vez, sonriendo. Le sequé la cara y la cabeza antes de repetirle las instrucciones sin estar seguro de que fueran las mismas que le había dado antes. El timbre sonó apagando el murmullo del público. Sepúlveda salió con todo. Era evidente que en el rincón lo habían apurado y estaba dispuesto a achicar distancias en el puntaje. Parecía recuperado pero nervioso. Rocha dio un paso atrás y le entró una derecha en directo sobre la nariz que lo apartó por un rato. El grandote estaba sorprendiéndome. Se lo veía tranquilo, dueño de la pelea. Dos veces buscó el clinch para evitar problemas y se sacó de encima a Sepúlveda con un empujón que lo hizo resbalar sobre la lona empapada. Por un momento pensé que Rocha calculaba todo: los puntos que llevaba de ventaja, la nerviosidad del rival, el ring mojado. Sobre el final Sepúlveda le puso una izquierda en el hígado que me dolió también a mí, pero Rocha lo abrazó, lo llevó a bailar un rato y cuando terminó el round se vino caminando con bastante soltura.

—Masajee un poco, pero sin hacer bandera —me dijo señalándose el costado derecho con los ojos.

Le froté la espalda y después, más fuerte, la parte dolorida hasta que chistó y me hizo señas de que era suficiente.

—Lo tenemos en el buche —dijo. Era la primera vez que me incluía en el asunto.

Fue una mala vuelta para Rocha; de entrada se resbaló, Sepúlveda lo tocó de zurda y lo mandó a la lona. El golpe no le llegó de lleno y se levantó de un salto, como queriendo ignorar el incidente. El árbitro le contó los ocho y le secó los guantes. Ahora estaba tan mugriento como Sepúlveda: tenía el pantalón y un brazo pegoteados de barro; el cordón desprendido del guante derecho le colgaba de la guardia como una hilacha vergonzosa. Se estuvo escapando todo el tiempo y yo le grité al referí que le atara el guante en un inútil intento de conseguirle un respiro ante la andanada que Sepúlveda tiraba en un-dos. Ya no estaba seguro de que estuviéramos ganando por puntos. Calculé que para los jurados locales menos de tres puntos de diferencia harían empate y todavía faltaban tres vueltas.

Agachado, Rocha intentaba abrazar la cintura del teniente primero y al fin consiguió darle un cabezazo en el estómago; Sepúlveda gritó una protesta al referí pero este le hizo señas de que se callara. Incómodo, Sepúlveda descargó un mazazo de derecha sobre la nuca del grandote y lo mandó al suelo de rodillas. Rocha seguía abrazándole las piernas y pegando como a la deriva sobre los muslos de Sepúlveda. Pensé que no se había dado cuenta de que estaba en el suelo, que ciegamente creía golpear la espalda en pleno clinch. Por fin dio un tirón y Sepúlveda se cayó de espaldas, como un piano desde un cuarto piso, salpicándonos de barro a todos los que estábamos a diez metros a la redonda. El referí corrió y ayudó a Rocha a levantarse. Sepúlveda, furioso, estaba ya de pie insultando al grandote, agitando sus largos brazos de los que chorreaban gotas viscosas. Rocha estaba completamente mareado y fue a apoyarse en las cuerdas. El referí pidió una toalla al rincón de Sepúlveda y empezó a limpiarlos a los dos como una madre prolija. El petiso que asistía a Sepúlveda se había subido al borde del ring y gritaba como un poseído; me di cuenta de que tenía que hacer lo mismo. Fui corriendo al lugar más cercano a la escena y trepé al ring.

—¡Le diste en la nuca, criminal! —grité y añadí algunos insultos no tan llamativos como los que escupía el petiso que tenía un repertorio más rico y abundante, acompañado de la tonada mendocina.

El referí se hacía el sordo. Cuando terminó de limpiarlos nos ordenó al petiso y a mí que bajáramos del ring y con gestos aparatosos invitó a los boxeadores a reiniciar el combate. Entonces sonó el timbre y Rocha encaró para el rincón.

Estaba grogui. Le tiré agua con la esponja y lo único que hizo fue pasarse la lengua por los labios. Lo tironeé del pantalón para que se sentara y cuando le vi la cara me di cuenta de que estaba terminado. Le estrujé la esponja sobre la cabeza y entonces me hizo una sonrisa bonachona.

—Está cocinado —dijo.

—¿Cómo se siente?

No me contestó. Le seguí tirando agua sobre la nuca. Alguien apuró la llamada y Rocha se fue a recibir una de las palizas más grandes que he visto en mi vida. Después del cuarto guantazo en la cara bajó la guardia y empezó, inconsciente, a bailar alrededor de Sepúlveda como si fuera el dueño del ring. El teniente primero calculaba la distancia y mandaba los golpes como cañonazos. A cada piña, Rochita salía despedido como un punchinbal. Patinaba y cada golpe lo cambiaba de posición, pero no se caía. Sepúlveda lo acomodaba con la izquierda y le pegaba con la derecha, como si estuviera entrenándose con una bolsa. El petiso chillaba, desaforado:

—¡A la cabeza, Marcial, a la cabeza! —Y Marcial le daba en la cabeza. «Hígado», pedía el enano y Rocha la recibía en el hígado. Miré el reloj. La campana estaba lejos todavía. Agarré la esponja, la apreté entre los dedos y me dispuse a tirarla. Me pareció, de repente, que era demasiado chica para detener la fría furia de Sepúlveda. El gerente de banco se había levantado de la primera fila y acompañaba los golpes del teniente con gestos espectaculares. Un gordo que tenía puesto el saco sobre la cabeza para protegerse de la lluvia vino y me gritó en la oreja:

—¡Qué esperás, asesino, pará la pelea!

Algo, una estúpida conmiseración me impedía tirar la esponja. Un cross de derecha hizo recular a Rocha contra las cuerdas. El grandote me buscó con la mirada. Su cara era una masa de carne morada y roja; abría la boca como si bostezara y el pecho se le hinchaba cinco veces por segundo. Las rodillas se le doblaban como si fueran de goma pero tenía las piernas suficientemente separadas como para mantenerse en equilibrio.

Me miró. Su cara estaba ahora amarillenta, pero quizá era a causa de la luz, y me pareció que sus ojos no me reconocían, que yo era para él otra figura opaca y amenazante. Movió la cabeza lentamente hacia los costados en el mismo momento en que yo iba a tirar la esponja (¿iba a tirarla?), mientras el árbitro levantaba un brazo y llevaba a Sepúlveda hasta su rincón. Volvió despacio hasta donde estaba Rocha que seguía haciendo fintas, desconcertado como un rinoceronte ciego, sorprendido de no recibir más golpes. El referí empezó a contarle y Rocha asentía, movía la cabeza en un sí a todo lo que pasaba a su alrededor. El referí llegó a los ocho y le preguntó a gritos si podía seguir. El grandote se irguió de golpe y se puso en guardia. La paliza duró veinte segundos más y encima Sepúlveda pegó dos veces después del sonido del timbre.

Rocha dudó un rato del camino a tomar y después vino al rincón apoyando un brazo sobre una cuerda para guiarse. Lo ayudé a sentarse y le volqué medio litro de agua en la cabeza.

—Terminamos acá —le dije—. Voy a parar.

Me miró a través de los párpados entrecerrados, levantó un brazo y me tocó el mentón con el puño.

—Déjeme solo —dijo—. Usted no entiende nada.

—Voy a parar.

Respiraba a duras penas, pero en su voz había un resto de bronca.

—Fue usted el que me pidió venir. Si ahora tiene miedo, váyase.

Se paró, se levantó los pantalones y esperó la campana de pie. Después fue al centro del ring sin vacilar. Sepúlveda le tiró la derecha pero Rocha la desvió y cuando vio venir la izquierda se agachó y la dejó pasar por arriba. Tiró dos golpes rápidos, ciegos, pero ya era tarde. Sepúlveda le metió un un-dos sobre la cara y después un zurdazo en el hígado. Rocha empezó a sentarse suavemente, dando la sensación de controlar y acomodar su cuerpo para la caída al estilo de un gran actor. Antes de que tocara el piso, Sepúlveda lo calzó con un gancho a la mandíbula que desparramó barro y sangre, como si el guante se hubiera reventado. El grandote se enderezó y cayó a la lona, rígido como una puerta. Miraba al cielo y el brazo derecho, abierto y flojo, parecía roto en pedazos. El referí contó despaciosamente hasta el out y me dio la impresión de que podría haber seguido hasta veinte mil sin que Rocha pudiera pararse. Sepúlveda levantaba los brazos y el petiso se le había colgado del cuello, loco de contento. El público subió al ring antes que yo. Empapé la esponja y fui a buscarlo. La gente pasaba sobre su cuerpo como si nunca hubiera existido. Todos querían tocar a Sepúlveda que había conseguido llegar a empujones hasta su rincón.

Exprimí la esponja sobre la cara de Rocha que movió los párpados y apenas el brazo derecho. Un pibe que hacía ademán de boxear con otro le pisó la mano izquierda, trastabilló y se quedó mirándonos, un poco avergonzado.

Lo senté, pero su cabeza cayó sobre mi brazo. Movió los labios y cerró los ojos hundidos entre la frente y los pómulos deformados. Lo sacudí y su boca se abrió descubriendo una lengua roja, sumergida en la baba. Pegué mi cara a la suya mientras intentaba, con todas mis fuerzas, ponerlo de pie. Un tipo que llevaba un impermeable de nailon transparente me empujó y el cuerpo de Rocha se me escapó de entre los brazos y cayó otra vez a la lona. Me arrodillé y apoyé una oreja en el medio de su pecho. El corazón le latía a golpes atropellados.

—No se asuste —me dijo en un hilo de voz. Seguía con los ojos cerrados y no parecía dispuesto a hacer un discurso. Alguien se arrodilló a mi lado y le tomó el pulso.

—Este muchacho no está bien —dijo.

Me paré y empecé a empujar a los tipos que todavía estaban sobre el ring. Sepúlveda y los suyos se iban por el pasillo. Tiré a un par de muchachones contra las cuerdas y empecé a gritar. Hasta que me di cuenta de que nadie hablaba, que la gente estaba quieta, mirándonos sin mover un músculo, como en un repentino velorio. Y seguía lloviendo.