CAPÍTULO XIV
La orquesta arrancó con un bis de la Primavera. Ávila Gallo, el capitán y dos hombres más salieron al hall. La gente cuchicheaba, se hablaba al oído, se pasaba señas. Cuando Marta corrió hacia el pasillo donde yo estaba parado, todas las miradas la siguieron. Rocha había sellado su muerte civil, había destrozado su sueño de puntillas y encajes. En la semioscuridad junto a la cortina del fondo, me moví ligeramente y le cerré el paso. Ella se paró, sorprendida. Apretaba un pañuelito empapado y su cara me dio lástima. En otro tiempo, en otras circunstancias, Rocha y ella hubieran hecho una pareja como cualquier otra.
—¿Por qué? —me preguntó con una voz que apenas se sostenía—. ¿Por qué?
Empezó a llorar otra vez. Le tomé una mano y la atraje contra mi hombro. Por el cuello me corrieron sus lágrimas frías. Estuvimos un rato así, con fondo de Vivaldi, hasta que empezó a calmarse.
—Él… Él era el primer… —Dejó de sollozar y dijo para sí misma—: Era tan dulce… Nunca… ¿Por qué hizo eso?
Pensé un rato pero no se me ocurrió nada adecuado.
—Se sintió estafado —dije.
Lloró un poco más, se pasó el pañuelo por los ojos y murmuró:
—¿Qué van a hacerle?
La puerta del hall se abrió y apareció el capitán Suárez seguido del doctor y los dos hombres. Cuando pasaron a nuestro lado alcancé a escuchar que Ávila Gallo decía «Igual, ya está reventado». Dio dos pasos más, se volvió y nos miró. Luego se acercó lentamente, haciendo esfuerzos por distinguirnos en la oscuridad. Cuando reconoció a Marta la tomó de un brazo y le dijo en voz baja, amenazante:
—Volvé a sentarte.
Ella le apartó la mano.
—No, me voy a casa. Tomo un taxi y me voy a casa.
—¿No te alcanza con el papelón que me hiciste pasar? —Arrastraba la furia desde lo más hondo. Una furia sucia—. Andá a arreglarte la cara y volvé a tu asiento.
Era una orden.
—Papá, yo no quise…
—Ya vamos a hablar en casa.
Marta vaciló unos instantes pero le hizo caso.
—Fue culpa de él —dije.
El doctor levantó la cabeza pero la oscuridad me impedía verle la cara.
—¿Culpa de él? ¿Usted se cree que no sabemos quién le llenó la cabeza? Ese infeliz no es capaz de atarse los zapatos por su cuenta.
—¿Qué quiere decir?
—Que fue usted quien lo empujó a venir aquí, usted que trata de impedir la pelea contándole pavadas.
—Bueno, ya está. Preso Rocha, no hay pelea.
Se quedó callado un rato. Cuando habló parecía divertido.
—¿Preso? ¿Por qué lo habríamos metido preso?
—Injuria a las fuerzas armadas. Pueden fusilarlo por eso.
Se rio con cuidado, respetuoso de la orquesta.
—Usted nos toma por tontos, Galván —sacó un pañuelo y se lo pasó por la cara—. Mucha gente nos tomó por tontos y así les fue.
—¿Y qué van a hacer conmigo?
—Con usted. Hay muchachos que quisieran darle una paliza, eso es todo. No se crea tan importante, usted está tan muerto como el otro. Gatica, Gardel, de esos ya no hay más, compañero.
Se fue por el pasillo a retomar su puesto en la primera fila. Balanceaba su cuerpo petiso y regordete forrado de negro.
Tomé el bolso y salí a la calle. Los jeeps del ejército estaban allí, cargados de soldados. Crucé a la plaza. Bajo un aromo, recortada por la luz de un farol más lejano, vi la sombra de Rocha que estaba sentado en un banco de madera, cabizbajo e inmóvil. Me paré a mirarlo. Recordé de pronto una película en la que el héroe, golpeado y humillado, sacaba fuerzas de su amor por una muchacha y destrozaba a sus rivales en un último gesto de dignidad. Encendí un cigarrillo y me acerqué. Rocha no se movió, ni siquiera para mirarme.
—¿Ya es la hora? —preguntó.
Le dije que sí.
—¿Trajo el bolso?
Lo puse sobre el banco, a su lado. Un trueno repentino me hizo estremecer. Después nos iluminó un relámpago, Rocha abrió el bolso y sacó un par de guantes gastados. Los estuvo mirando un rato.
—Los compré cuando tenía dieciocho años. Los primeros guantes son sagrados.
—Se hace tarde.
Levantó la cabeza.
—¿Me tiene fe?
—¿Se va a poner esos guantes?
—Si me dejaran…
—Lo van a dejar.
No quiso ir en taxi. Pregunté dónde quedaba el club Unión y Progreso y atravesamos la plaza para tomar por una calle empedrada. Un grupo de muchachos iba por la vereda de enfrente, seguramente a ver la pelea. Hicimos dos cuadras en silencio hasta que Rocha me preguntó:
—¿Ella estaba ahí?
—Sí.
—¿Usted la vio?
—Hablé con ella.
—¿Habló con ella? —Se paró en el medio de la vereda.
—Un par de minutos, hasta que llegó el doctor.
—¿Estaba enojada conmigo?
—¿Por qué iba a estar enojada?
—No sé… Me pianté… El soldadito ese me hizo engranar.
—Teniente primero —le recordé.
—Bueno, teniente. ¿Qué dijo Marta?
—Que le hubiera gustado ir a la pelea y estar cerca suyo.
Me pareció que se ponía colorado. Sonrió y sacudió la cabeza.
—¿Así dijo?
—Ajá. Estaba contenta de que usted no se haya dejado basurear.
—¡Qué mina, eh! —dijo y se encerró en una sonrisa.
Cuando llegamos a la esquina levantó los brazos, aparatoso, y me dio con la zurda en un brazo. Me puse en guardia y estuvimos haciendo fintas un rato. La gente nos miraba como a dos locos pero estaba demasiado oscuro para que nos reconocieran. No pude tocarlo más allá de los brazos y él me cacheteó las orejas un par de veces mientras giraba a mi alrededor amagando y riendo.
Cuando se me acabó el aire bajé la guardia y me apoyé en una pared, resoplando.
—¿Qué le parece? —dijo Rocha.
En la otra cuadra se veían las luces del estadio.
—Bien —asentí—, pero trate de no ir tan de frente —armé la guardia y avancé cubriéndome con el hombro—. Así, ¿ve?
Me miró un rato, curioso. Después se rio con ganas.
—¡Qué desastre! Como entrenador se hubiera muerto de hambre.
—Y sobre todo, confianza —le recomendé—. Téngase confianza. Como si…
Me di cuenta de que estaba exagerando y empecé a caminar.
—Como si qué —me gritó desde atrás.
—Como si Marta estuviera en el ring-side.
No me contestó y seguimos hasta el estadio sin cambiar una palabra.
Había una larga cola frente a la puerta. Algunos reconocieron a Rocha, lo silbaron y un gordo de traje gritó «Te van a dejar la jeta como para chupar naranjas». Entramos abriéndonos paso entre la multitud y Rocha se quejó de que no hubiera una puerta especial para los boxeadores.
El ring había sido armado en medio de una cancha de básquetbol, al aire libre. También habían construido cuatro tribunas precarias, como esas que se usan para mirar los desfiles. Me pareció que había más gente allí de la que cabía en todo el pueblo.
Nuestro vestuario era un cuarto de tres metros por tres. Una de las paredes estaba cubierta de fotos de jugadores de River y de Boca. Sobre otra había un póster de Susana Giménez saliendo del mar y un armario de metal sin llave. Rocha tiró el bolso sobre la mesa de masajes en la que podría extenderse un peso mediano, pero nunca él. Un tipo bajito, vestido de blanco hasta las zapatillas, nos trajo toallas y un jabón.
—Deme los guantes y empiece a cambiarse —le dije a Rocha. Buscó en el bolso y me los alcanzó. Pesaban una barbaridad—. ¿Está seguro de que quiere usarlos? No va a poder levantar los brazos con lo que pesan.
—Están invictos —dijo mientras se sacaba el pantalón y lo tiraba sobre una silla.
Yo estaba saliendo cuando me chistó. Me di vuelta.
—Téngame la guita y el reloj. Y sáquese el saco. ¿Dónde vio un manager en traje?
Por un momento creí que era una broma. Estaba parado junto a la mesa, en calzoncillos, con aire de campeón caprichoso y me fulminaba con la mirada. Me quité el saco y lo acomodé en el respaldo de otra silla cuidando de que no rozara el piso mugriento.
—La corbata también —señaló.
Me la saqué.
—Y ya que está se arremanga un poco la camisa, como para hacer ver que trabaja. Si quiere ser mi segundo no me haga pasar calor.
Me tiró una toalla.
—Y no fume en el vestuario —agregó.
Me eché la toalla al hombro y salí al pasillo. Pregunté por el vestuario del referí y le golpeé la puerta. Era un tipo de mediana estatura, morocho entrado en canas, con un bigotito recortado a la moda de los años cincuenta.
—Soy el segundo de Rocha —dije—. Galván, encantado —le tendí la mano.
Sonrió y me la estrechó.
—El gusto es mío. Creo que ya nos vimos en alguna parte, ¿no? ¿Cómo anda el veterano?
—Un poco caprichoso. Quiere usar los guantes con que debutó —se los tendí—. ¿Hay problema?
Los revisó un rato, los pesó uno en cada mano y me los devolvió.
—Está loco.
—Dele el gusto. Es su última pelea.
—¿La última? —Parecía sorprendido—. Si gana va por el título en el Luna.
—Si gana.
Me miró, serio, y le dio cuerda al reloj.
—Nunca se sabe —dijo.
—¿Entonces?
—Se le van a hacer bolsa y se los voy a tener que cambiar en el segundo round. Además hace falta el acuerdo de Sepúlveda.
—¿Y si él no tiene problemas?
Hizo un gesto de indiferencia. Le di las gracias y me fui al final del pasillo donde parecía estar el vestuario del local. Golpeé pero había demasiado ruido adentro para que me oyeran. Entreabrí la puerta y enseguida un tipo me dijo «no se puede». Le dije quién era, consultó con alguien y me hizo pasar.
El teniente primero Marcial Sepúlveda estaba tirado en una larga mesa acolchada, relajado, con los ojos cerrados que apenas entreabrió para enterarse de quién era el visitante. Mi cara no debe haberle dicho demasiado porque volvió a cerrarlos. Un petiso de nariz achatada, que tenía puesta una remera con el nombre de su pupilo, le estaba masajeando una pierna. Un colimba me preguntó si yo era Galván y me sonrió, afectuoso. Me acerqué a Sepúlveda y le tendí los guantes.
—¿Rocha puede ponerse estos?
Abrió los ojos pesadamente, como un gato, y pareció no entender. Después agarró los guantes, se sentó en la camilla y simuló sorpresa.
—¿Esto se quiere poner? Che, mendocino, mirá lo que quiere ponerse Rocha.
Le tiró los guantes. El petiso agarró uno y el otro se fue al suelo. El colimba me lo alcanzó.
—Pobre chico. Acá hay de los buenos —dijo el mendocino.
—No es por eso. Quiere usar estos. Cábala nomás.
—Bueno, cosa de él.
Me lo devolvió tomándolo por una punta del cordón, haciéndolo colgar cerca de mi nariz.
—¿Está muy jodido? —preguntó Sepúlveda.
—¿Jodido?
—El viejo. Se cae solo, ¿no?
—No se crea.
—Oiga, no joda. No lo haga amasijar de gusto —estaba sinceramente preocupado—, cuando lo vea mal largue, ¿eh?
—Ocúpese de usted, no se vaya a llevar una sorpresa.
—No estoy fanfarroneando. Cuídelo.
Saludé y antes de salir agarré una botella con ungüento para masajes. El petiso me miró pero no dijo nada. En el pasillo se cruzaron dos chicos que hacían las preliminares y se saludaron cambiando caricias en la nuca. El que iba estaba bien peinado y de vez en cuando hacía una flexión de rodillas. El que volvía tenía las cejas inflamadas y el labio de abajo abierto. Lo habían mojado o había sudado demasiado. Alcancé a escuchar que decía «por puntos», pero su cara no tenía expresión.
Cuando abrí el cuarto de Rocha lo encontré moviéndose y tirando golpes al aire. Era una réplica, más vieja, tamaño gigante, de los que acababa de cruzar en el pasillo.
—¿Se había ido al cine? —gruñó.
—Estaba averiguando por los guantes. Puede usarlos.
—¿En serio?
Se los alcancé.
—¡Carajo que habría sido bravo como manager! Cómo quiere que lo llame, ¿maestro?, ¿profe?
Alguien golpeó la puerta y la abrió.
—Prepararse, muchachos —dijo y cerró de un portazo.
—Métame las vendas —dijo Rocha—. ¿Sabe?
Me las arreglé como pude. Las vendas habían sido blancas alguna vez y aún conservaban dos líneas azules cerca de los bordes. La mano izquierda estaba todavía un poco hinchada pero a esa altura solo era un detalle más. La puerta se abrió otra vez y el mismo tipo asomó la cabeza.
—Hay que ir, muchachos.
—Ya va —contestó Rocha de mala manera.
—Métale que hubo nocaut en el semifondo. La gente está calentita… —Sacudió los dedos de una mano y les sacó el ruido de un latigazo. Esta vez dejó la puerta abierta. Rocha se puso la toalla más grande sobre la espalda. Yo iba a salir cuando el grandote me agarró de un brazo.
—Oiga, quiero decirle algo —me pasó los guantes que había atado por los cordones—. Usted no sabe mucho del oficio y por ahí se impresiona con cualquier cosa. Escúcheme bien: si yo no se lo pido, no tire basura al ring. ¿Okey?
Lo miré haciéndome el tonto.
—Toalla, esponja o esas cosas, ¿okey?
—Okey.
Me guiñó un ojo y salió delante mío.