CAPÍTULO XI
Estaba chupando el décimo mate mientras Mingo usaba la letrina que había armado al fondo del baldío, entre dos árboles. Era un pozo cubierto por una tabla y un cajón de fruta agujereados, que le permitían sentarse con cierta comodidad, aunque en invierno no debía ser divertido. Me puse otro pantalón de la valija que Mingo había escondido y colgué la ropa a secar al sol. A las nueve y media Rocha bajó de un taxi en la entrada de la estación y miró para todos lados. Dos pibes lo reconocieron y se pararon a hablarle. El grandote le pasó una mano por la cabeza al más chico y después amagó tirarle un gancho al más alto. Me puse los zapatos que no se habían secado del todo, me metí el saco que había dejado colgado en una rama y crucé la calle.
—¿Dónde estaba? —me preguntó.
—Enfrente, en casa de mi amigo.
Miró, pero como no vio más que el baldío creyó que era un chiste.
—Mingo —le dije.
—¿Quién es Mingo?
—El que estaba hoy conmigo.
Frunció la nariz. Estaba más cansado que yo y eso era decir demasiado.
—¿Qué hace con un ciruja? ¿Sabe el papelón que me hizo pasar?
Junto a nosotros pasó un chico con un atado de diarios. Rocha lo vio, lo dejó ir cinco metros y le chistó. El pibe se volvió y le vendió La Razón. Era la quinta del día anterior.
—Vamos a ese bar. Tengo que hablarle.
—¿Dónde están los matones? Se lo arreglo enseguida.
—Venga, tómese un café.
Era uno de esos boliches con mostrador y mesas de fórmica. Estaba desierto y el patrón nos preguntó qué íbamos a tomar sin moverse de atrás de la caja. Pedí dos cafés.
—¿Va a pelear, entonces? —Nos habíamos sentado cerca de la puerta.
—¿Otra vez va a empezar con eso?
Le conté lo que me había dicho Mingo.
—Y usted le cree a un ciruja —dijo decepcionado, mirando la espuma del café.
—Aunque no fuera así, tiene que aceptar que sin haber dormido y encima lastimado no tiene muchas posibilidades.
—A un tipo como Monzón no lo pelearía ni por teléfono —hizo una mueca que quiso ser sonrisa—, pero a este lo saco enseguida.
—¿Y si no?
Levantó los hombros, apoyó los codos en la mesa y me tiró encima sus ojos aguachentos, rodeados por grandes ojeras violetas.
—¿Me da un cigarrillo?
Se lo di y le grité al patrón que me trajera otro paquete.
—¿Y si no? —repetí.
Estuvo un rato callado, fumando despacio.
—Es la última oportunidad que tengo, ¿sabe?
—Usted no es viejo.
—Treinta y cuatro. Los últimos cartuchos.
Me tomé el vaso de agua y le miré la cara llena de marcas.
—La última. La tomo o la dejo.
—¿Y después?
Empezó a toser. Hacía un ruido lastimero, como los perros atragantados. Corrió la silla para atrás arrastrándola y sacó un pañuelo arrugado. El patrón lo miraba.
—No hay que fumar, los deportistas no tienen que fumar —gritó desde atrás del mostrador donde estaba preparando sándwiches. Rocha no lo oyó o lo ignoró. Cuando dejó de toser se sonó la nariz y quedó jadeando por un rato.
—Mire que usted es cargoso, eh —dijo por fin.
El patrón trajo los cigarrillos y nos miró con ganas de engancharse en la conversación, pero la mirada de Rocha lo desalentó y se fue enseguida.
—Bueno —dijo el grandote—, ¿quiénes son los que lo andan jodiendo?
Le conté lo que había pasado desde que él se tuvo que ir a lo de Ávila Gallo.
—¡Cómo me va a ir a buscar a un quilombo! ¿Por quién me toma?
—Lo podrían haber obligado, qué sé yo…
—¿No ve? Usted cree que a mí me pueden tomar de gil y resulta que después viene a pedirme la escupidera —movió la cabeza en un gesto paternal y agregó—: ¿Qué necesita?
—Lléveme con usted a todas partes. Al lado suyo no se van a animar a tocarme.
—Qué quiere, ¿que lo meta en el ring?
—Sí.
Se echó para atrás, perplejo.
—Me está cargando.
—Hablo en serio.
—¿Cómo, en el ring?
—De manager, de segundo, esos que le echan agua en la cara cuando termina el round.
—Ellos van a ponerme uno.
—Dígales que no, que yo soy su manager.
Le costó acostumbrarse a la idea de que le hablaba en serio. Lo estuvo pensando un rato mientras se tomaba el café.
—Usted me va a tirar la toalla —dijo.
—¿No ve? Ni usted mismo se tiene fe.
Negó con la cabeza, molesto.
—Se lo digo por decir. ¿Sabe cuántas peleas tengo?
—No.
Parecía que estaba cobrando desde la escuela primaria.
—Ciento ochenta y cuatro. Y ninguna toalla. Un día un tipo quiso tirar la esponja… ¿Sabe lo que hice?
Yo estaba verdaderamente interesado.
—Lo tiré abajo con balde, esponja y todo. Me descalificaron por inconducta, pero a mí nadie me dice lo que tengo que hacer.
—¿Tampoco Marta?
Me sostuvo la mirada hasta que tuve que encender un cigarrillo.
—Perdóneme —dije por fin—, no quise meterme en lo que no me importa.
—¿No le importa? —me resopló el humo en la cara—. ¡Si hasta viene a ver lo que hacemos en la cama!
—No lo hicimos adrede, ¿cómo iba a pensar que…?
—Porque los únicos que levantan minas son los artistas, ¿no?
—Yo no dije eso. Pero la flaca estaba regalada…
Enrojeció, tiró el pucho y empezó a levantarse.
—Repita eso.
Corrí la silla para atrás.
—Tranquilo, le digo en joda. Para hacerlo enojar…
Se sentó, aliviado.
—No juegue con eso. A Marta no me la toque.
Asentí. Estuvimos callados un rato. Por fin, esquivando mi mirada dijo:
—Después de la pelea le voy a hablar al doctor, no quiero ponerme nervioso antes.
—¿Va a formalizar?
Sentí un extraño placer en ponerlo incómodo.
—Y… La piba me gusta… y yo soy el primer tipo que ella… El primero, ¿me entiende?
—Entendido. Usted es un tipo rápido, viejo.
Puso cara de pícaro.
—¿Quiere ser padrino?
—¿Manager y padrino?
Dudó un poco, pero por fin se decidió:
—Hecho —levantó el pulgar de la mano izquierda. Seguía inflamada y en el lugar del golpe, sobre la vieja cicatriz, tenía una mancha violácea—. Pero tiene que prometerme una cosa.
—¿Qué?
—Que después de la pelea le da una serenata a Marta de mi parte. Un par de tanguitos en la ventana. Por ahí hacemos algo a dúo.
—Ya no se usan las serenatas.
Imaginé al doctor y a los muchachos de la guardia contemplando el espectáculo.
—Ya sé que no se usan, pero por eso mismo. No cualquiera puede llevar a Andrés Galván a cantar a la ventana de la novia.
—No es eso… Es que yo no acostumbro…
—¡No acostumbro! —se burló—. Mire en los líos que se mete por las cosas que no acostumbra. Acuérdese del autógrafo…
Sonreí, puse cara de resignado y cerré la discusión.
—De acuerdo.
Se puso contento y estuvo soñando con las horas que seguirían a la pelea.
—Mire —dije—, voy a tomar la primera medida como manager. Nos vamos a la pensión y dormimos hasta dos horas antes de la pelea; así los dos estamos en estado.
—Es que el doctor me invitó a comer.
—Lo llama desde la pensión y le dice que va a comer conmigo. No, mejor lo llamo yo, así sabe que voy a estar en su rincón.
—No me conviene distanciarme de él, no se olvide, no meta la gamba.
—No se preocupe. Para devolverle la gentileza usted los invita a comer a Marta y a él después de la pelea. Y cuando se van a acostar hacemos la serenata, ¿qué le parece?
—¡Esa es una idea bárbara! —Estaba cansado como un gallo de riña y yo le proporcionaba una buena excusa para meterse en la cama—. Si lo hubiera encontrado antes, por ahí ya era campeón.
Sonreía con toda la dentadura.
—Vamos —se paró—. Yo pago. En taxi, ¿eh?
La vieja de la pensión nos dio la misma pieza. Le pedí el teléfono, busqué el número de Ávila Gallo en la guía y rogué para que su aparato funcionara. Lo que le dije no le gustó nada y me lo hizo saber. Aproveché para recordarle que me debía la plata del contrato y la quería para la noche. Le dije también que Rocha y yo tomaríamos el tren del lunes. Después le transmití la invitación a cenar. Me pidió que le pasara con «el señor Rocha». Le dije que ya estaba durmiendo.
—Durmió toda la noche —dijo—. No puede pasarse la vida en la cama.
—Hace eso antes de cada pelea. Y dígale a Sepúlveda que tenga cuidado: antes de acostarse rompió el ropero con la derecha.
Dije a la vieja que no nos molestara para nada y que no estábamos para nadie. Le pedí que nos llamara a las siete de la tarde y tuviera la ducha lista. Antes de irme a la pieza le di una buena propina.
Cuando entré, Rocha roncaba en la misma posición en la que se había tendido en la cama. Me desvestí, agarré el diario y me acosté. Un pequeño recuadro en la página de deportes, fechado en Colonia Vela, anunciaba el combate, pero la cara que aparecía en la foto era la de Sepúlveda. «El invicto pesado local, Marcial Sepúlveda, enfrentará el domingo al veterano pegador Tony Rocha. El vencedor del combate de Colonia Vela se convertirá automáticamente en aspirante a la corona argentina por la que disputará un match decisivo en enero próximo en el Luna Park frente al cordobés Jorge Saldívar. De sus últimas cuatro peleas, Rocha ganó dos, perdió una y empató la restante, mientras que Sepúlveda (23 años) es invicto luego de 24 combates como profesional, habiendo ganado los siete últimos por nocaut».
Escondí el diario. Yo no era un experto en boxeo pero había visto muchas peleas de Gatica para acá. El problema era que nunca había visto a Rocha. Recordé la pregunta que me hizo el jefe de la estación cuando llegué. Lo que el grandote me había dicho a la mañana confirmaba la versión de que estaba terminado, o por lo menos cuesta abajo. Pensé que había solo dos cosas que podrían jugar como cartas de triunfo: Marta y el amor propio de Rocha. Era difícil que ella fuera a la pelea, de manera que tenía que conseguir que la viera antes. Estuve dándole vueltas a la idea; me levanté, me puse el pantalón y le pedí el teléfono a la vieja. La propina la había puesto amable. No supe cómo iba a explicarle a Ávila Gallo que quería hablar con su hija. Le pedí a la vieja que llamara ella y le hiciera pasar el teléfono de parte de un nombre cualquiera. Gruñó un poco, pero aceptó. Le avisé a Marta que a las ocho pasaríamos a buscar el bolso y que Rocha quería verla. Me dijo que bueno con un tono más bien seco, pero que dejaba entrever entusiasmo. Supuse que el doctor estaba a su lado.
Me fui a la pieza y tardé un rato en dormirme. Estuve pensando si esa mano que colgaba de la cama vecina sería capaz de golpear contra algo más sólido que una almohada.