31 CORTÁZAR Y LA AGENDA DE ALFONSÍN

(Página/12, 20 de marzo de 1994)

Un curioso artículo aparecido en La Nación con la firma de Raúl Ivancovich revela por fin, a diez años de distancia de los acontecimientos, la causa por la que el electo presidente Raúl Alfonsín no recibió a Julio Cortázar a su paso por Buenos Aires en diciembre de 1983. En este aniversario de la muerte del escritor, el alfonsinismo hace un aporte novedoso a la historia de los desencuentros argentinos. Al parecer, la señora Margarita Ronco, secretaria del presidente, olvidó agendar un pedido del doctor Hipólito Solari Yrigoyen porque suponía que Cortázar se quedaría más tiempo en el país. Eso es todo. Algo así como: «¿Quién? ¿Cortázar el de Rayuela? Bueno, después te lo anoto que ahora estoy ocupada con Nosiglia que viene y Caputo que va».

Margarita Ronco se hace cargo de todo: a ella se le borró de la cabeza y el pobre Alfonsín ni siquiera se enteró. La nota, publicada en cabeza de página en el cuerpo central del diario, suena a intento de blanqueo más que a información. Hace como si solo el autor de la nota y Margarita Ronco hubieran sido testigos de aquellas dolorosas jornadas, supone que los amigos de Cortázar están tan menemizados como el propio Alfonsín. La lobotomía, sobre todo en política, induce a pensar que también los otros han sido descerebrados.

Pero no siempre es así; recuerdo haber estado, junto a otros, cerca de Cortázar y el actual senador Solari Yrigoyen en aquellos días y no puedo dejar pasar la descabellada versión de Ivancovich sin hacer algunas precisiones ahora que muchos se disputan honores y oropeles. Cortázar nunca solicitó una entrevista con Alfonsín, a quien apreciaba sin hacerse demasiadas ilusiones. Fuimos algunos de sus amigos, que teníamos también muchos amigos radicales, los que pensamos que un presidente electo con un discurso de democracia y derechos humanos, rodeado de intelectuales más o menos progresistas, tenía el deber de recibir a un escritor ejemplar que dentro de sus posibilidades había combatido a la dictadura militar sin eufemismos ni dobleces.

Solari Yrigoyen hizo todo lo que pudo por persuadir a Alfonsín. Hizo algo más que pedirle a Margarita Ronco que incluyera a Cortázar en una agenda o que lo guardara en su resbaladiza memoria. Yo mismo hablé con asesores y futuros funcionarios de Alfonsín, les di un número reservado de teléfono y les indiqué la hora a la que podían llamarlo. Esa gente visitaba a su jefe en el Hotel Panamericano y ninguno de ellos mencionó los ruidosos amontonamientos de jóvenes seguidores del grupo Menudo en el hotel de al lado; jarana que, sugiere el articulista, apabullaba a quienes estaban pensando los destinos de la Nación y los distraía de «cosas de poca importancia» como el regreso de Cortázar. En cambio, un amigo que puede dar testimonio, le escuchó decir a cierto allegado: «Si el señor Cortázar quiere hablar con Alfonsín, que pida una entrevista». Por suerte, eso el Cronopio nunca llegó a saberlo.

Después, radicales más confiables que Alfonsín y su secretaria me dijeron que el nuevo presidente y algún intelectual de los que se pegaban a él estimaban inconveniente el encuentro con un escritor «comprometido», que vivía en el exterior y acompañaba a los exiliados. En claro: un izquierdista amigo de François Mitterrand, de los sandinistas y de Cuba, que había abrazado y sostenido a Salvador Allende en los tiempos en que distintas formas de socialismo luchaban por el poder en América latina.

La verdad es que Raúl Alfonsín no recibió a Julio Cortázar por razones políticas. Es posible que, de saberlo enfermo, lo hubiera hecho para evitar las consecuencias de la negativa. La decisión del presidente se expresó con más egoísmo todavía a la muerte del escritor el 12 de febrero de 1984: el telegrama de condolencias, que yo mismo recibí en la puerta de su departamento de París, demoró casi veinticuatro horas en ser expedido y era de un miserabilismo moral muy anunciador de las cosas que Alfonsín haría después. Decía: «Exprésole hondo pesar ante pérdida exponente genuino de la cultura y de las letras argentinas». Nada más que eso. Varias horas antes, Mitterrand había enviado un admirable texto de varias páginas en el que rendía homenaje al escritor y al militante. Esa diferencia nos humilló un poco a los argentinos que fuimos a enterrarlo en el cementerio de Montparnasse.

En la nota de La Nación se califica de «leyenda» aquel desprecio. Cortázar aparece ahí en versión light, bien de ahora: sin pasado, sin historia, un tipo que se toma unas vacaciones en Buenos Aires y se va tan rápido que la secretaria del presidente ni se acuerda de que tiene que hablarle del asunto a su jefe. El artículo tampoco menciona la única aparición pública de Cortázar en Teatro Abierto, al que veía como símbolo mayor de la verdadera resistencia cultural a la dictadura. Una multitud de jóvenes y sobrevivientes lo ovacionó esa noche durante media hora.

Es notable cómo se reescribe la historia al amparo de alfonsinatos y menemismos. Más de diez años les ha llevado a los asesores de imagen del actual socio de Menem encontrar una excusa que, de tan idiota, mueve a risa. Tal vez la causa de la demora haya que buscarla en el impacto que está causando el asunto en el exterior, ahora que se realizan decenas de coloquios y exposiciones en memoria de Cortázar. El artículo de La Nación, muy parecido a ciertas gacetillas destinadas a las agencias extranjeras de noticias, lo explícita de entrada: «El dicho (Alfonsín se negó a recibir a Cortázar) también se proyectó con fuerza a otros países durante los actos de homenaje al gran escritor desaparecido hace diez años». De ahora en más, cada vez que le pregunten en las universidades europeas que suele visitar, Alfonsín podrá echarle la culpa a su incompetente secretaria.

Recuerdo bien la única noche en que Cortázar habló de su muerte en casa del poeta ecuatoriano Jorge Adoum. Dijo que le importaba un pito eso que llaman posteridad. El placer, el amor, están en este lado y después vaya a saber. La posteridad son esas fotos viejas, los cariños que permanecen, muchos papeles para consultar e interrogar. Justamente: la decisión de mantener los archivos del autor de Rayuela lejos de la Argentina no es ajena a aquel supremo gesto de desprecio: esos papeles han ido a parar a Barcelona, donde están al amparo de agendas descuidadas y cálculos mezquinos.

El autor de la nota dice haber llevado adelante una «investigación periodística» en la que la única entrevistada resulta ser Margarita Ronco. Cómo será de serio el trabajo que presenta a Hipólito Solari Yrigoyen como «entonces senador electo», cuando cualquier periodista más o menos informado sabe que recién fue elegido senador nacional por Chubut en las postrimerías del gobierno radical. Había regresado del exilio poco antes que Cortázar y tengo para mí que también él, que había sufrido en carne propia el terrorismo militar, fue víctima de la paranoia de Alfonsín. Mal podía interceder como senador electo si el cargo que iba a asumir era el de embajador itinerante. Fue él quien dos meses más tarde insistió ante el gobierno para arrancarle, al menos, un escueto telegrama de pésame.

Después de blanquear a Alfonsín, el autor de la nota invoca la enseñanza del propio Cortázar y dice rendir homenaje a alguien que «jugó siempre con la imaginación y la fantasía». Olvida, como la secretaria de Alfonsín, algo que el presidente radical tuvo siempre en cuenta: Cortázar era el escritor más popular del país, el que entregó las regalías de Libro de Manuel para ayudar a los presos políticos en época de Lanusse y las de Los autonautas en la cosmopista al sandinismo. El que puso su bolsillo y su corazón para concretar muchos proyectos contra la dictadura militar, acá llamada «campaña antiargentina». El que fue a unirse a las Madres de Plaza de Mayo no bien bajó del avión.

A ese Cortázar le escapaba Alfonsín aquel verano, mientras recitaba el preámbulo de la Constitución que acaba de entregarle en bandeja al menemismo.