03 DICTADOR

(Página/12, 23 de abril de 1995)

Juan Carlos Onganía, el patriarca en su largo invierno, dice que «volvería a hacerlo». Volvería a desalojar a Arturo Illia y a comprender a los genocidas del Proceso. A la espera de los últimos sacramentos, el general se presenta como candidato legal de los decepcionados por Aldo Rico, otro ilustre de las armas criollas. Y de los amigos de Seineldín. Creo que fue él quien sacó de Malvinas una bandera argentina escondida en el calzoncillo. ¿En qué museo estarán ahora, la bandera y el calzoncillo?

Un taxista cincuentón me dice el otro día: «Se jodieron los políticos, vuelve Onganía». Y miraba por el espejito buscando aprobación. El viejo general que en 1969 ofrendó el país a la Virgen lo tenía fascinado: bajo su mando no habrá, me decía, más drogas, ni corrupción. No existirá el sida y por fin dejaremos de ver a esos chicos con aros y el pelo pintado.

Al inaugurarse la Revolución Argentina con Onganía como caudillo, el joven Mariano Grondona explicaba así lo que les esperaba a los argentinos: «En lugar de elegir el pueblo tendrá ahora el derecho a consentir y de participar en las decisiones políticas. La participación se dará a través de consejos donde actuarán las diversas entidades económicas, sociales y culturales».

Parco y temible en sus años de oro, el general es ahora una antigüedad, un desatino de la historia, una caricatura amarillenta y canosa. Pero qué miedo daban… La primera vez que lo vi en persona fue en Tandil, años antes de que iniciara su carrera de dictador. La última ocurrió en el invierno de 1970, ya caído, refugiado en casa de un nazi de la provincia de Córdoba. No bien lo tumbaron, la revista Panorama nos mandó, a un fotógrafo y a mí, a que lo buscáramos por cielo y tierra para sonsacarle una entrevista. Solo teníamos una pista que conducía a las sierras de Córdoba y allí fuimos, con suficiente plata para montar campamento y buscar entre valles y quebrados al hombre que nos había dado la Noche de los Bastones Largos, esa grande cacería de científicos, intelectuales y estudiantes. En una sola jornada Onganía acabo con el futuro de la Argentina y preparó el clima que una década después llevaría al terrorismo de Estado. Pero mientras lo buscábamos para arrancarle un reportaje eso estaba demasiado fresco y llevábamos el sabor amargo de otra tragedia: Pedro Eugenio Aramburu, candidato a reemplazar a Onganía en la inútil lucha contra el refugiado de Puerta de Hierro, había sido secuestrado y asesinado por el primer comando montonero. El país estaba en llamas y las fuerzas armadas, manejadas por el general Alejandro Lanusse, decidieron expulsar al chupacirios franquista y reemplazarlo por otro más ignoto, de nombre Roberto Marcelo Levingston, tan bruto como el anterior pero con diplomas norteamericanos. Creo que todavía anda por ahí, tomando sol en las plazas.

Lo cierto es que Onganía arruinó cuatro años de mi juventud. Lo recuerdo, amenazante, por televisión: un labio mellado cubierto por el bigote torvo. Casi tan ridículo y siniestro como Videla, aunque de mejor postura. Todo lo humano escandalizaba al general: el pelo largo de los jóvenes lo sacaba de quicio y entonces mandaba a que la policía se lo cortara. Los albergues transitorios, que en ese entonces se llamaban hoteles alojamientos, eran tomados por asalto y los amantes furtivos presentados en trapos menores a esposas y maridos cornudos. Sabiendo lo que vino después, aquello parecía un chiste. A nosotros, los muchachos del Cine Club de Tandil, nos clausuró por exhibir a Bergman y a Godard. Todavía veo al general Tomás Sánchez de Bustamante apostrofándonos en un comando de no sé qué brigada, frente a la Plaza Independencia. Y los obispos qué contentos parecían con tanto castigo a la inmoralidad y malas costumbres. Con un amigo caímos presos por una borrachera con bochinche y a la mañana siguiente salimos de la comisaría con un solo zapato, como se hacía en tiempos de Uriburu y Justo, allá por los años treinta. Las chicas con pantalones o pollerita breve eran, para el caudillo, una tentación del diablo. Entonces, mientras lo buscábamos por las sierras de Córdoba, el fotógrafo me dijo que si no practicábamos unas lecciones de nacionalismo clerical, nunca lo encontraríamos. Se trataba de hacerse pasar por admiradores del general, gente dispuesta a levantar el brazo cara al sol si él lo mandaba. Íbamos de pueblo en pueblo, preguntábamos por el prócer, hacíamos gestos de anticomunismo barato para que nos detectaran, pero a veces al fotógrafo se le iba la mano. No había confitería elegante donde no gritara su desdén contra los «apátridas» que habían depuesto a su ídolo. Pero lo único que contaba en esos días era que se acercaba la pelea entre Oscar Bonavena y Cassius Clay en el Madison Square Garden. Eran pocos los que recibían televisión allá en las sierras y no queríamos perdernos la gran patriada del grandote de Parque Patricios. Así, en busca de un general y un televisor, pasábamos los días fingiendo mientras gozábamos los atardeceres de invierno. No nos importaba quién era ni qué haría Levingston; se trataba de un milico efímero y a mí me hacía feliz que Onganía por fin hubiera bajado de cartelera.

Un día entramos en relación con un nazi joven, elegante, engominado, sumamente cortés. Enseguida notó que el fotógrafo exageraba en sus diatribas antimarxistas y le explicó que en ese momento los enemigos primeros del general eran los liberales de espíritu y hasta Álvaro Alsogaray que, decía, le había sido impuesto por el gran capital.

Naturalmente, no sabía que éramos periodistas y quedamos en volver a vernos, tal vez él nos aconsejara sobre los pasos a seguir. Para ser breve: desconfió siempre, pero sin duda habló con su jefe y le contó de dos nacionalistas desolados que buscaban un buen televisor. Y al fin el milagro se produjo: en un rincón apartado, como una aguja en un pajar, encontramos a Onganía.

Que susto me pegué… Todavía me aparece con nitidez el momento en que atravesamos un jardín, la noche de la pelea de Bonavena y en la puerta apareció mi perseguidor. Ahí estaba, duro y serio como una calabaza, el hombre que había amenazado con veinte, treinta años de dictadura para enderezar al país de los barquinazos provocados por un silencioso demócrata. No sé si Illia era capaz o no, pero fue el abuelo más tierno que tuvo el país. Solo un canalla podía festejar su abrupta partida y ya entonces esto estaba lleno de canallas. Onganía fue el presidente de la mediocridad y la ramplonería. Lo extraordinario es que tan pocos demócratas hayan repudiado su participación en las próximas elecciones.

Si Onganía hubiese sido capaz de instalar una dictadura, todavía lo tendríamos al frente del Estado, como los portugueses tuvieron a Salazar y los españoles a Franco, que gobernó hasta en estado de coma. Pero no fue capaz, no le dio la cabeza, solo provocaba un oscurantismo confuso y vergonzante y muchísimos intelectuales y científicos se fueron del país porque se negaban a aceptar que la Universidad fuera una cárcel. En ese pozo de bosta se formaron muchos «comunicadores» que hoy nos señalan el camino a seguir. Pero aquella noche, mientras Bonavena le hacía frente a Clay, el general daba las últimas órdenes: dónde sentarse, qué tomar, qué ubicación correspondía frente al televisor. No se dirigía directamente a los camareros. «¿Qué beberá el general?», preguntaba el mozo al nazi dueño de casa. Y él: «¿Qué desea beber, general?» (me acuerdo que decían beber y no tomar). Onganía: «Un whisky con hielo». Nazi dueño de casa: «Whisky con hielo para el general». Y los camareros salían en puntas de pie.

Perdió Bonavena pero estuvo de pie hasta el final y de pronto Onganía se levantó, nos fulminó con la mirada para que hiciéramos como él, y empezó a aplaudir. El fotógrafo en un rapto de ironía profirió un breve «¡Viva la Patria!», que Onganía asintió. Todos éramos una caricatura de la época. ¿Qué caricaturiza hoy el viejo dictador presentado a presidente? ¿Por qué otro candidato votarán sus electores si hubiera segunda vuelta? ¿Cuántos son por pocos que sean?

Mientras le pagaba el viaje, el taxista, ofendido por mis objeciones, me dijo: «Lo que pasa es que en este país la gente nunca se acuerda de nada». Y agregó una circunstancia brutal.