22 EL ESPEJO TAN TEMIDO
(Página/12, 12 de enero de 1996)
Le gustaba que lo llamaran «actor cómico de la Nación» y en el momento en que la política empezó a morir, también él se murió. Explicar a Tato Bores sería tan arriesgado como tratar de interpretar en pocas líneas la segunda mitad del siglo argentino. Durante cuatro décadas ironizó sobre generales, caudillos, politiqueros y ministros fugaces. Podía ser tierno a veces pero sus supuestas llamadas al mandamás de turno eran temibles. Todos los dictadores —de Onganía a Videla— dijeron respetarlo y al rato nomás lo prohibían. El más reciente episodio ridiculizó por siempre jamás a la jueza María Romilda Servini de Cubría, que se presentó ante otro juez, también amigo de la casa, para impedir que Tato se burlara de ella. Desde ese día el cómico hizo de cada uno de sus monólogos una fiesta inolvidable.
En todo el mundo el humor ha sido siempre la más hiriente de las armas, pero floreció sobre todo en la Argentina, donde el ridículo y el grotesco de sus habitantes y políticos son motivo de pullas en todo el continente y de estudios académicos más o menos engolados en las universidades más prestigiosas de la tierra.
La gente solo se ríe cuando le duele. Tato lo sabía. Llevaba una peluca como Voltaire, el gran burlador de los franceses, y hablaba sin parar como Pepe Arias, el gran maestro del teatro Maipo, en la primera Década Infame. Siempre buscó a los guionistas más imaginativos, desde César Bruto a Santiago Varela, y exprimió las palabras como esponjas. Al final de su carrera, como se negaba a convertirse en un dinosaurio, puso el programa en manos de su hijo Sebastián y se adelantó a los módicos cambios de la estética criolla. En definitiva, el suyo fue el último, irrepetible programa serio de la televisión.
Por eso nunca sonó a viejo. Lo que envejeció y dejó de sorprender fue la politiquería, esto de que Menem se pelea con Cavallo; Gustavo Beliz convirtiendo al Frente en un gallinero; Saadi y Massaccesi escondidos en el Senado; el general Balza nadando en Mar del Plata contra Moisés Ikonicoff. Lástima que Tato ya no esté para seguir mostrando nuestro lado patético de ciudadanos pasivos, inertes, atribulados.
El humor mordaz tiene poco prestigio en los países inseguros. Es como un arte menor y prescindible. No siempre fue así porque en los tiempos de Rosas estaba vedado. El dictador tenía sus propios bufones. Después, El Mosquito, y las otras revistas satíricas acosaron a Mitre, Sarmiento y Roca, les provocaron disgustos y hemorragias renales. A veces un chiste suscitaba el escarnio público y volteaba a un ministro. Tato fue el espíritu de El Mosquito adaptado a la tele. Caras y Caretas y Tía Vicenta para un público masivo. Un tipo imprescindible del que esta sociedad se daba el triste lujo de prescindir cada vez que las cosas andaban mal.
Ahora que Tato ha muerto todos los necios nos parecerán más solemnes y la estupidez de poderosos y aspirantes quedará impune. Ojalá aparezcan nuevos espejos en los que mirarse al menos una vez por semana. Tato se lleva con él cuatro décadas de historia contada con mueca de payaso. Cuarenta años vistos con el asombro de un cronista acelerado, aturdido por el ruido y la furia de un país tan cómico, tan desesperado.