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El arquero cogió su arma, pero con dos grandes zancadas Altaïr le alcanzó, describió un gran arco con su espada y le abrió el cuello, partiendo el arma por la mitad y cortándole su tocado de un solo golpe. Se oyó un suave repiqueteo cuando el arco del forajido cayó al suelo, seguido por el fuerte golpe del cuerpo al acompañarlo.

Altaïr —que no había combatido desde hacía dos décadas— se quedó allí, con los hombros subiendo y bajando, observando cómo cambiaban las expresiones de Bayhas y el del pelo largo, de burla a cautela. A sus pies el arquero se retorcía y gorjeaba mientras la sangre manchaba la arena. Sin apartar los ojos de Bayhas y el del pelo largo, Altaïr se apoyó sobre una rodilla y le clavó la hoja para silenciarlo. El miedo ahora era la mejor arma, lo sabía. A aquellos hombres tenían la juventud y la velocidad de su parte. Eran violentos y despiadados, estaban acostumbrados a la muerte. Altaïr tenía experiencia y esperaba que con eso le bastara.

El del pelo largo y Bayhas intercambiaron una mirada. Ya no sonreían. Por un instante, el único sonido en el abrevadero fue el suave crujido de la cuerda en la rama de la higuera, mientras Mukhlis observaba todo boca abajo. Tenía los brazos desatados y se preguntó si podría intentar liberarse, pero creyó que sería mejor no atraer la atención.

Los dos matones se separaron con la intención de flanquear a Altaïr, que observaba el espacio que se había abierto entre ellos y revelaba al comerciante colgando del revés. El del pelo largo pasó su cimitarra de una mano a otra con un suave chasquido. Bayhas se mordió el interior de la mejilla.

El del pelo largo dio un paso adelante para atacar con la cimitarra. El aire pareció vibrar con el sonido retumbante del acero cuando Altaïr le detuvo con su espada, barriendo con un brazo la cimitarra, al tiempo que notaba quejarse sus músculos. Si los ladrones hacían ataques cortos, no estaba seguro de cuánto podría aguantar. Los ancianos se encargaban de los jardines o pasaban las tardes reflexionando sobre sus estudios, leyendo y pensando en los que habían amado y perdido: no se metían en duelos de espadas. Y menos aun cuando les ganaban en número unos oponentes más jóvenes. Dio unas estocadas hacia Bayhas para que el líder no le flanqueara, y funcionó. Pero Bayhas se acercó enseguida lo suficiente con el puñal para cortar a Altaïr en el pecho, abrirle una herida y hacerle sangrar por primera vez.

Altaïr le atacó cuando llegó su turno y chocaron sus espadas, intercambiaron golpes, pero le dio una oportunidad al del pelo largo para que le atacara, antes de que Altaïr pudiera protegerse. El del pelo largo arremetió como un loco con la espada y le hizo un gran corte a Altaïr en la pierna.

Grande. Profundo. Salía la sangre a borbotones y Altaïr casi tropezó. Cojeó a un lado, tratando de pegarse al pozo en vez de defenderse solo por delante. Llegó hasta allí, se pegó al lateral del abrevadero, con el comerciante colgando a su espalda.

—Sé fuerte —oyó que le decía en voz baja el mercader— y, pase lo que pase, tienes mi agradecimiento y mi amor, ya sea en esta vida o en la siguiente.

Altaïr asintió pero no se dio la vuelta, sino que se quedó observando a los dos matones que tenía delante. Al ver sangrar a Altaïr, se habían alegrado y, animados, avanzaron dando más estocadas y pinchazos. Altaïr rechazó tres ofensivas, en las que recibió más heridas, que sangraban profusamente, mientras cojeaba, sin aliento. El miedo ya no era su arma. Había perdido aquella ventaja. Lo único que le quedaba eran unas habilidades e instintos hacía tiempo aletargados y recordó algunas de sus más grandes batallas: cuando venció a los hombres de Talal, al ganar a Moloch o derrotar a los caballeros Templarios en el cementerio de Jerusalén. El guerrero que había participado en aquellas batallas habría eliminado a aquellos dos en cuestión de segundos.

Pero aquel guerrero pertenecía al pasado. Había envejecido. El dolor y el aislamiento le habían debilitado. Había pasado veinte años llorando la muerte de María, obsesionado con la Manzana. Sus habilidades de combate, tan magníficas como eran, se habían marchitado, por lo visto, hasta morir.

Notó la sangre en sus botas. Las manos le resbalaban. Daba estocadas a lo loco con la espada, no tanto defendiendo como tratando de quitarse de encima a sus atacantes. Pensó en su fardo, que contenía la Manzana, a salvo en la higuera. Si la cogiera, saldría victorioso, pero estaba demasiado lejos y, de todas maneras, había prometido no volver a utilizarla nunca más; la había dejado en el árbol por esa misma razón, para mantener fuera de su alcance la tentación. Pero la verdad era que si hubiera podido cogerla, la habría usado en aquel momento, en vez de morir así y entregarles al mercader, pues seguro que lo condenaban a una muerte mucho más dolorosa y atormentada por las acciones de Altaïr.

Sí, habría utilizado la Manzana porque estaba perdido. Y se dio cuenta de que les había permitido darle la vuelta. El del pelo largo se acercó a él por la periferia de su visión y gritó por el esfuerzo de esquivarlo. El del pelo largo se enfrentó a sus ataques —un, dos, tres— y encontró un lugar bajo la guardia de Altaïr, donde le abrió otra herida en el costado, un corte profundo que sangró copiosamente enseguida. Altaïr se tambaleó, jadeando por el dolor. Era mejor morir así, supuso, que rendirse dócilmente. Era mejor morir luchando.

El del pelo largo avanzó y las espadas volvieron a chocar. Altaïr resultó herido de nuevo, esta vez en la pierna buena. Cayó de rodillas, con los brazos colgando y su inútil hoja sin tocar nada salvo la arena.

El del pelo largo caminó hacia delante, pero Bayhas le detuvo.

—Déjamelo a mí —ordenó.

Con debilidad, Altaïr se encontró pensando en otra época, hacía mil vidas, cuando su oponente había dicho lo mismo, y cómo en esa ocasión había hecho pagar al caballero por su arrogancia. A aquella satisfacción se le denegaría esta vez porque Bayhas iba hacia Altaïr, que se arrodilló, balanceándose, derrotado, en la arena, con la cabeza colgando. Intentó ordenar a sus piernas que se levantaran, pero no obedecían. Intentó alzar la hoja de la mano, pero no pudo. Vio el puñal acercarse a él y pudo levantar la cabeza lo suficiente para ver los dientes de Bayhas, el pendiente de oro que brillaba a la luz del sol matutino…

El comerciante se estaba rebelando, se había balanceado y, boca a bajo, abrazaba a Bayhas por detrás, lo que detuvo su avance momentáneamente. Con un fuerte grito, una última explosión de esfuerzo, Altaïr reunió energía de no sabía dónde, se echó hacia delante, con la espada hacia arriba y se la clavó a Bayhas en el estómago, abriendo un tajo en vertical que terminó casi en su garganta. Al mismo tiempo, Mukhlis agarró el puñal antes de que se deslizara de los dedos de Bayhas, tiró hacia arriba y cortó la cuerda que lo sujetaba. Cayó, tiempo, Mukhlis agarró el puñal antes de que se deslizara de los dedos de Bayhas, tiró hacia arriba y cortó la cuerda que lo sujetaba. Cayó, se dio un buen golpe en el costado contra la pared del pozo, pero se puso de pie apresuradamente para colocarse al lado de su salvador.

Altaïr estaba casi doblado por la mitad y moría a sus pies. Pero alzó la espada y se quedó mirando con los ojos entrecerrados al del pelo largo, quien, de repente, se veía superado en número y se puso nervioso. En vez de atacar, retrocedió hasta que llegó a un caballo. Sin apartar los ojos de Altaïr y Mukhlis, se montó en él. Se los quedó mirando fijamente y ellos hicieron lo mismo. Entonces se pasó un dedo por la garganta adrede y se marchó cabalgando.

—Gracias —le dijo Mukhlis a Altaïr, jadeando, pero el asesino no respondió. Se había doblado, inconsciente, hacia la arena.