35

La noche caía sobre el puerto de Acre, su piedra gris estaba bañada de naranja y los últimos rayos de sol pintaban el mar de rojo sangre al fundirse con el horizonte. El agua chapaleaba en los macarrones y espigones, y las gaviotas graznaban desde sus posiciones, pero, por lo demás, el puerto estaba extrañamente vacío.

O… al menos este. Mientras lo contemplaba y se sorprendía por la ausencia de soldados Templarios —a diferencia de la última vez que había estado allí, cuando los hombres de Sibrand se encontraban por todas partes, como pulgas en un perro—, algo le dijo a Altaïr que cualquier industria se hallaría al otro lado de los muelles y su preocupación aumentó. Había tardado demasiado en tomar su decisión.

¿Estaba a punto de pagar por ello?

Pero el puerto no estaba vacío del todo. Altaïr oyó unas pisadas acercándose y una conversación en voz baja. Levantó una mano y, detrás de él, su equipo se detuvo y quedó inmóvil como sombras en la oscuridad. A avanzó lentamente por el espolón hasta que pudo verlos, contento de comprobar que se habían separado. El primero ahora estaba casi directamente debajo de él, sujetaba su antorcha y miraba detenidamente en los oscuros rincones y ranuras del húmedo espolón. Altaïr se preguntó si estaría pensando en su casa, en Inglaterra o en Francia, y en la familia que allí tenía, y lamentó que el hombre tuviera que morir. Mientras saltaba en silencio del muro, caía sobre él y le clavaba la hoja, deseó que hubiera otro modo de hacerlo.

—Mon Dieu —susurró el guardia mientras moría y Altaïr se puso en pie.

Delante, el segundo soldado caminaba por la piedra mojada del muelle, con la antorcha goteando brea y brillando a su alrededor para intentar alejar las sombras, un hombre que se encogía con cada sonido. Estaba empezando a temblar de miedo. El correteo de una rata le sobresaltó y se dio la vuelta enseguida, con la antorcha en alto, para no ver nada.

Siguió avanzando, mirando en la penumbra, volviéndose hacia su compañero… Oh, Dios, ¿dónde estaba? Hacía un momento estaba ahí. Los dos habían ido juntos al muelle. A hora no había ni rastro de él, no se le oía. El guardia comenzó a temblar de miedo. Oyó un gimoteo y se dio cuenta de que lo había emitido él mismo. Entonces se oyó un ruido detrás y se dio la vuelta rápidamente, justo a tiempo de ver la muerte en sus talones…

Durante un momento, Altaïr permaneció arrodillado a horcajadas sobre el guardia muerto mientras escuchaba si llegaban refuerzos.

Pero no acudió nadie y, ahora que se ponía de pie, se le unieron más asesinos, que habían saltado el muro y entraban en el puerto, como él, vestidos con túnicas blancas, y miraban bajo sus capuchas con los ojos en sombra. Sin apenas hacer ruido, se desplegaron. Altaïr les dio unas órdenes en voz baja y les indicó que se movieran en silencio y deprisa por el puerto. Llegaron unos guardias Templarios corriendo y se encargaron de ellos. Altaïr se movió entre ellos y dejó que su equipo luchara mientras él llegaba a un muro. La preocupación le reconcomía las tripas: había calculado mal el ataque, los Templarios ya estaban en marcha. Un centinela trató de detenerlo, pero cayó con el corte de la hoja de Altaïr y la sangre salió a chorros de su cuello abierto. El asesino utilizó su cuerpo como trampolín, subió con dificultad al espolón y allí, agachado, miró al muelle adyacente y luego al mar.

Sus miedos se confirmaron. Había esperado demasiado. Delante de él, en un mar Mediterráneo dorado por la agonizante luz del sol, había una pequeña flota de barcos Templarios. Altaïr lanzó una maldición y se movió rápidamente por el puerto hacia el corazón de los muelles. Detrás de él aún podía oír los sonidos de la batalla mientras sus hombres se topaban con los refuerzos. La evacuación de los Templarios continuó, pero se le ocurrió que la clave de su partida podría estar en el interior de la misma fortaleza. Con cuidado, rápido y en silencio, caminó hacia el bastión, que se levantaba imponente sobre los muelles, liquidando sin piedad a los pocos guardias con los que se cruzaba, con el fin de trastocar la huida del enemigo tanto como intentar averiguar sus intenciones.

Dentro, la piedra gris absorbía el sonido de sus pisadas. Los Templarios brillaban allí por su ausencia. El lugar parecía estar ya vacío y abandonado. Subió unas escaleras de piedra hasta llegar a un balcón y allí oyó unas voces: tres personas en medio de una conversación acalorada. Había una voz en particular que reconoció mientras se colocaba detrás de un pilar para escuchar a escondidas. Se había preguntado si volvería a oírla alguna vez. Esperaba poder hacerlo.

Era la mujer del cementerio de Jerusalén; la valiente leona que había actuado como sustituta de Robert de Sablé. Estaba con otros dos Templarios y, por su tono, estaba disgustada.

—¿Dónde están mis barcos, soldado? —preguntó bruscamente—. Me dijeron que habría otra flota de ocho.

Altaïr echó un vistazo. Se veía la silueta de los barcos Templarios en el horizonte.

—Lo siento, María, pero esto es lo mejor que hemos conseguido —respondió uno de los soldados.

«María». Altaïr saboreó su nombre incluso mientras admiraba la tensión en su mandíbula y los ojos que brillaban de vida y fuego.

Volvió a notar aquella cualidad de ella, como si retuviera la mayor parte de su verdadero carácter.

—¿Cómo sugieres que el resto de nosotros llegue a Chipre? —estaba diciendo.

¿Por qué los Templarios se estarían trasladando a Chipre?

—Perdona, pero puede que sea mejor que te quedes en acre —dijo el soldado.

De repente, se puso en alerta.

—¿Qué es eso? ¿Una amenaza? —preguntó.

—Es una advertencia justa —respondió el caballero—. Armand Bouchart es ahora el Gran Maestro y no tiene muy buena opinión de ti.

«Armand Bouchart», apuntó Altaïr. A sí que era él el que había pasado a ocupar el puesto de Robert de Sablé.

En medio del balcón, María estaba torciendo el gesto.

—¡Vaya, insolente…! —Se interrumpió—. Muy bien. Ya encontraré un modo de llegar a Limassol.

—Sí, milady —dijo el soldado e hizo una reverencia.

Se marcharon y dejaron sola a María en el balcón donde, a Altaïr le hizo gracia oír, empezó a hablar consigo misma.

—Maldita sea… Estaba a un paso de ser armada caballero. A hora soy poco menos que una mercenaria.

Se acercó a ella. Fuera lo que fuese lo que sintiera por ella —y sentía algo, de eso estaba seguro—, necesitaba hablar con ella. Al oír que Se acercó a ella. Fuera lo que fuese lo que sintiera por ella —y sentía algo, de eso estaba seguro—, necesitaba hablar con ella. Al oír que se aproximaba, se dio la vuelta y le reconoció al instante.

—Bueno —dijo—, es el hombre que me perdonó el cuello, pero me robó la vida.

Altaïr no tenía tiempo para preguntarse a qué se refería porque con un destello del acero, tan rápido como un rayo, la mujer había desenvainado la espada y se dirigía a él para atacarle, con una velocidad, una destreza y un valor que lo impresionaron de nuevo. Se cambió la espada de mano, giró para atacarle por su lado débil, y tuvo que moverse con rapidez para defenderse. Era buena, mejor que algunos de los hombres a sus órdenes, y durante unos instantes intercambiaron estocadas al tiempo que el balcón retumbaba por el repiqueteo del choque del acero, salpicado de sus gritos de esfuerzo.

Altaïr miró hacia atrás para asegurarse de que no llegaban refuerzos. Pero, por supuesto, no hubo ninguno. Su gente la había dejado atrás. Sin duda, su proximidad a De Sablé no le había supuesto ninguna ventaja con su sustituto.

Siguieron luchando. Por un instante le tuvo de espaldas a la balaustrada, con el oscuro mar en su hombro, y durante ese mismo instante él se preguntó si podría vencerle y lo irónico que sería. Pero su desesperación por ganar la hizo descuidada y Altaïr pudo empujar y caminar hacia delante para al final darse la vuelta y derribarla por los pies, saltar por encima de ella y ponerle la hoja en la garganta.

—¿Has vuelto para rematarme? —dijo, desafiante, pero él vio el miedo en sus ojos.

—Aún no —respondió, aunque la hoja se quedó donde estaba—. Quiero información. ¿Por qué los Templarios se dirigen a Chipre?

Ella sonrió abiertamente.

—Ha sido una guerra larga y sucia, asesino. Todo el mundo se merece un respiro.

Altaïr forzó una sonrisa.

—Cuanto más me cuentes, más vivirás. A sí que te vuelvo a preguntar: ¿por qué la retirada a Chipre?

—¿Qué retirada? El rey Ricardo planea una tregua con Salah Al’din, y tu Orden no tiene líder, ¿no? En cuanto recuperemos el Fragmento del Edén, vosotros seréis los que saldréis corriendo.

Altaïr asintió al comprender. También había muchas cosas sobre la Orden que los Templarios suponían, pero en realidad no sabían. Lo primero, que los asesinos tenían un líder; lo segundo, que no solían huir de los Templarios. Se levantó y tiró de ella para ponerla de pie.

Le fulminó con la mirada y se agachó.

—La Manzana está bien escondida —le dijo mientras pensaba que la realidad era muy distinta. Estaba en sus dependencias.

—Altaïr, considera bien tus opciones. Los Templarios pagarían un buen precio por la reliquia.

—Ya lo han hecho, ¿no? —dijo Altaïr, llevándosela con él.

Un rato más tarde, se reunió con sus asesinos. Ya había terminado la batalla y el puerto de acre era suyo. Entre ellos estaba Jabal, que alzó las cejas al ver a María y les hizo unas señas a dos asesinos para que se la llevaran antes de acercarse a Altaïr.

—¿Qué está ocurriendo en Chipre que les interese a los Templarios? —se preguntó Altaïr mientras caminaban.

Ya había decidido su próximo destino y no había tiempo que perder.

—¿Unos conflictos civiles, tal vez? —dijo Jabal con las palmas abiertas—. Su emperador Isaac Comnenus provocó al rey Ricardo hace muchos meses y ahora se pudre en una mazmorra templaria.

Altaïr reflexionó.

—Una pena. A Isaac se le corrompía con facilidad, se le podía sobornar.

Se detuvieron en los escalones del puerto y María caminó delante de ellos con la barbilla en alto.

—Esa época ya ha pasado —decía Jabal—. A hora los Templarios son dueños de la isla, la compró el rey por una mísera suma.

—No es el tipo de gobierno que queremos fomentar. ¿Tenemos allí algún contacto? —preguntó Altaïr.

—Uno en Limassol. Un hombre llamado Alexander.

—Envíale un mensaje —dijo Altaïr—. Dile que me espere dentro de una semana.