31
De Sablé dio un grito ahogado. Abrió mucho los ojos y la boca, y las manos fueron a la espada que le había atravesado, incluso mientras Altaïr la retiraba. Una mancha roja se extendió por su túnica, se tambaleó y cayó de rodillas. Dejó caer su espada y los brazos le colgaron.
Los ojos de Altaïr fueron directos a los hombres que formaban el círculo a su alrededor. Había medio esperado que le atacaran al ver morir al Gran Maestro Templario. Pero se quedaron quietos. Más allá, Altaïr vio al rey Ricardo, con la barbilla inclinada como si el giro de los acontecimientos no hubiera hecho más que picar su curiosidad.
Altaïr se agachó hacia De Sablé y le sujetó con un brazo para dejarlo en el suelo.
—Ya ha terminado, pues —le dijo—. Se ha puesto fin a tus planes, igual que a ti.
En respuesta, De Sablé se rio secamente.
—No sabes nada de mis planes —dijo—. No eres más que un títere. Te ha traicionado, chico. Igual que me ha traicionado a mí.
—Habla claro, Templario —dijo Altaïr entre dientes—, o no digas nada.
Les lanzó una mirada a los hombres del círculo, que permanecieron impasibles.
—Te enviaron a matar a nueve hombres, ¿no? —Dijo De Sablé—. Los nueve que guardaban el secreto del tesoro.
Siempre fueron nueve los que tenían esa misión, la responsabilidad transmitida a través de generaciones de Templarios. Hacía casi cien años, los Caballeros Templarios habían formado y convertido en su base el Monte del Templo. Se habían unido para proteger a los que iban en peregrinación al sanctasanctórum y vivían como monjes guerreros, o eso mantenían. Pero como sabían todos salvo los más crédulos, los Templarios tenían más cosas en la cabeza además de los indefensos peregrinos. De hecho, buscaban tesoros y reliquias sagradas dentro del Templo de Salomón. Siempre se le asignaba esa tarea a nueve y nueve lo habían hecho: De Sablé, Tamir, De Naplouse, Talal, De Montferrato, Majd Addin, Jubair, Sibrand y A bu’l Nuqoud. Los nueve que conocía. Las nueve víctimas.
—¿Y qué? —preguntó Altaïr con precaución. Pensativamente.
—No fueron nueve los que encontraron el tesoro, asesino. —De Sablé sonrió. La fuerza vital le abandonaba deprisa—. No fueron nueve sino diez.
—¿Hay un décimo? No debe sobrevivir ninguno que sepa el secreto. Dime su nombre.
—Oh, lo conoces bien. Y dudo mucho que le quites la vida de tan buen grado como me la has quitado a mí.
—¿Quién es? —preguntó Altaïr, pero ya lo sabía. A hora comprendía lo que le había estado molestando. El misterio que se le había escapado.
—Es tu maestro —respondió De Sablé—, Al Mualim.
—Pero no es un Templario —dijo Altaïr, que aún no quería creerlo.
Aunque sabía en su corazón que era verdad. Al Mualim, que le había criado casi como su propio hijo. Que le había entrenado y dado clases. También le había traicionado.
—¿Nunca te preguntaste por qué sabía tanto? —Insistió De Sablé, mientras Altaïr sentía que su mundo desaparecía—. ¿Dónde encontrarnos, cuántos éramos, qué aspirábamos a conseguir?
—Es el Maestro de los asesinos… —protestó Altaïr, que aún no quería creerlo.
Sin embargo… Era como si el misterio por fin se hubiera resuelto. Era cierto. Casi se rio. Todo lo que conocía era una ilusión.
—Oui. El maestro de las mentiras —logró decir De Sablé—. Tú y yo no somos más que dos títeres en el gran juego. Y ahora…, con mi muerte, tan solo quedas tú. ¿Crees que te dejará vivir, sabiendo lo que sabes?
—No me interesa el tesoro —replicó Altaïr.
—A h…, pero a él sí. La única diferencia entre tu maestro y yo es que él no lo quería compartir.
—No…
—Qué irónico, ¿eh? Que yo, tu mayor enemigo, te ayude a no salir perjudicado. Pero ahora me has quitado la vida y, en el proceso, también terminará la tuya.
Altaïr respiró hondo, todavía intentando comprender lo que había pasado. Sintió un torrente de emociones: ira, pena y soledad.
Entonces extendió la mano y rozó los párpados de Robert de Sablé para cerrarlos.
—No siempre encontramos lo que buscamos —recitó y se levantó, preparado para encontrarse con la muerte si así lo deseaban los cruzados. Tal vez incluso esperando que así fuera.
—Buena lucha, asesino —oyó gritar a su derecha y se dio la vuelta para ver a Ricardo acercándose al círculo con grandes zancadas. Los soldados le dejaron pasar—. Al parecer, Dios ha favorecido hoy tu causa.
—Dios no tiene nada que ver. Fue el mejor luchador.
—A h. Puede que no creas en él, pero por lo visto él sí cree en ti. A antes de que te marches, tengo una pregunta.
—Preguntad, pues —dijo Altaïr.
De repente, se sintió muy cansado. Anhelaba tumbarse a la sombra de una palmera, dormir, desaparecer. Morir, incluso.
—¿Por qué? ¿Por qué has recorrido todo este camino, arriesgado tu vida mil veces, tan solo para matar a un hombre?
—Amenazaba a mis hermanos y lo que representamos.
—A h. ¿Venganza, entonces?
Altaïr bajó la vista al cadáver de Robert de Sablé y se dio cuenta de que, no, no era venganza lo que tenía en mente cuando le había matado. Había hecho lo que había hecho por la Orden. Le dio voz a sus pensamientos.
—No. No es venganza, sino justicia. Para que haya paz.
—¿Por eso lucháis? —Preguntó Ricardo con las cejas levantadas—. ¿Por la paz? ¿Ves la contradicción?
Pasó un brazo por la zona, un gesto que captó la batalla que aún rugía a sus pies, con los cuerpos esparcidos por el claro y, al final, el cadáver aún caliente de Robert de Sablé.
—Con algunos hombres no se puede razonar.
—Como aquel loco de Saladino —suspiró Ricardo.
Altaïr le miró y vio a un rey justo.
—Creo que a él le gustaría ver finalizada esta guerra igual que a vos.
—Eso he oído, pero no lo he visto.
—Aunque no lo dijera, sí es lo que la gente quiere —le dijo Altaïr—. Tanto los sarracenos como los cruzados.
—La gente no sabe lo que quiere. Por eso se convierten en hombres como nosotros.
—Entonces les corresponde a hombres como vosotros hacer lo correcto.
Ricardo resopló.
—Tonterías. Llegamos al mundo dando patadas y gritando. Violentos e inestables. A sí es como somos. No podemos evitarlo.
—No. Somos lo que elegimos ser.
Ricardo sonrió con arrepentimiento.
—Los vuestros… Siempre jugáis con las palabras.
—Digo la verdad —dijo Altaïr—. No hay ningún truco aquí.
—Lo sabremos pronto. Pero temo que no obtengas lo que deseas hoy. Incluso ahora ese pagano de Saladino se abre camino entre mis hombres y debo ocuparme de ellos. Pero tal vez, al ver lo vulnerable que es, reconsiderará sus acciones. Sí. Lo que buscas puede que sea posible a su tiempo.
—No estabais más seguro que él —dijo Altaïr—. No lo olvidéis. Los hombres que dejasteis para gobernar en vuestro lugar no pretendían serviros por más tiempo del que lo hicieron.
—Sí. Sí. Lo sé muy bien.
—Entonces, me despido —dijo Altaïr—. Mi señor y yo tenemos mucho de que hablar. Por lo visto, ni él está libre de culpa.
Ricardo asintió.
—Es humano. Como todos nosotros. Tú también.
—Que la seguridad y la paz sean con vos —dijo Altaïr y se marchó, con los pensamientos puestos en Masyaf.
Su belleza parecía mancillada por lo que sabía de Al Mualim. Necesitaba llegar a casa. Necesitaba arreglar las cosas.