Trema
Rodrigo Garnica
Rodrigo Garnica Portillo nació en la ciudad de México. Médico y narrador, estudió en la Facultad de Medicina de la UNAM y en la Secretaría de Salud la especialidad de psiquiatría. Ha tenido una amplia trayectoria en el sector salud, que lo llevó a radicar en Estados Unidos. Ha participado activamente en talleres literarios entre los que destaca el de la escritora Elena Poniatowska. Es autor de Para aclarar los sucesos (cuento, 1979), El botánico del manicomio (ensayo, 1997), y las novelas Mujer de fin de semana (1981), Crónica de una noche interminable (1982) y El íncubo y la doncella (2002). Con su novela La pregunta, obtuvo el prestigiado Premio Nacional de Novela José Rubén Romero 2003; en 2007 publicó la novela El cerco de tu piel. En prensa, la novela Los ácratas.
Trema
Yo, un poco descompuesto, estoy en la calle. Automóviles al lado, ida y vuelta. ¿Es el mismo? Un solo auto que viaja a la velocidad de la luz y está en todas partes a la vez; es la definición del Espíritu Santo. Lo maneja Heráclito: nunca serás atropellado dos veces por el mismo auto. ¿Son Ellos? No los distingo en la calle. La banqueta me propone elevar un pie y el otro.
Entro al edificio. Ese hoyo en la pared. Un hoyo negro. No es el elevador, es el elevador ausente. Es el hueco en donde debía estar el elevador. Quisiera asomarme para salir de dudas. Me da miedo. ¿Y si Ellos me empujan mientras inclino el cuerpo para ver? ¿Y si cae sobre de mí la caja de acero? Acero inoxidable. Muerte segura. Toda muerte es segura, qué tontería. Otros como yo, sé que los hay. También descubren que los demás gesticulan en clave. Grandes secretos. Otros pueden notarlo. Es algo extraño, dirán, algo extraño. Como el amigo de un amigo, que comenzó de la misma manera. Lo metieron en un manicomio. Perdió su fuerza. Es feliz ahora. ¿Podría ser feliz yo si pasara un tiempo en cualquiera de esos hospitales? No lo sé. Sudo frío de pensarlo.
Recorro la biblioteca que la colonia gringa ha montado en México. Biblioteca Benjamín Franklin. ¡Benjamín Franklin! Ese puritano que pasó a la historia por inventar los lentes bifocales. ¿Cómo pude llegar hasta aquí? Vengo a menudo, pero ¿hoy? Quiero aprender.
Pretendo consultar algunos libros. No sé cuáles. Temeroso pregunto a la encargada sobre el tema de psicología. La psicología podría explicarme cosas. La mente humana, eso es, estudia la mente humana. Dudo aún. Hoy, por ejemplo: ¿Cuál rama?, pregunta la mujer. ¡Yo qué sé! Respondo: no lo sé. Aclara: Hay Psicología Industrial, Psicología Clínica, Psicología Social. Me disculpo y prometo volver. Me agazapo en un rincón de la biblioteca para pensar. ¿Cuál es mi problema? Vivimos en sociedad, la sociedad produce mis problemas, la Psicología Social debería explicar lo que me sucede. Dudo. ¿Y si me estuviera trastornando industrialmente? Los industriales podrían ser Ellos. Psicología Industrial debe ser la solución. No, poco probable, no suena a nada. Consulto el Diccionario de la Lengua Castellana: Clínica quiere decir cama. No entiendo. Psicología de la cama. ¡Eso es, de sexo! Freud, debería leer a Freud. Edipo no resuelto. Deseos de acostarme con mi madre. Homosexualidad latente. Pudiera ser. Tengo ante mí otro libro: Teoría de las neurosis. Libido. Pulsiones del ello. Censura del súper-yo introyectado. Señales del súper-tú ¿Qué quiere decir? Desespero. Represión. Eso sí lo entiendo; represión sexual. Como me contaron que hacía Gandhi: contenía el orgasmo y la energía se le iba directamente al cerebro. ¿Es eso la represión? Sigo leyendo. Al parecer me equivoqué de nuevo, dejo de comprender.
Creo que voy a llorar. Todo es tan triste. Dejo el libro en la mesa. Vuelvo a enfrentar a la encargada. Le insinúo lo que busco. No puedo decirle abiertamente lo que me preocupa; no puedo hablarle de Ellos hasta estar seguro de lo que quieren. Responde: libros de Psiquiatría, cuarto pasillo, los tres estantes de arriba. Me alegro porque no hace subdivisiones. Intuyo que todos esos textos deben ser iguales, homogéneos. Allí encontraré una explicación sin tantos rodeos. Estoy feliz. Bajo un tomo grueso: Psiquiatría Clínica, de Noyes y Kolb. Me mosqueo un poco: otra vez lo de la clínica. Sin embargo, persevero. ¿Comenzaré por este capítulo de clasificación? Una lista interminable de enfermedades. Sé que mi caso debe estar allí, pero ¿dónde? Tendría que revisar el libro entero. Hojeo al azar: neurosis obsesivo-compulsiva, histeria. Demasiado fácil, no me explica nada, sólo enuncia. Continúo. Veo fotografías de autores diversos, muertos todos. Desorientado, reviso la sección de Historia de la Psiquiatría: Charentón, La Salpetrière, Hospital Sainte Anne. Una pintura de la Culvers Pictures con La Lección Clínica de Charcot: la mujer a punto de desmayarse, el grupo de alumnos que la contempla. ¿Qué miran los estudiantes? ¿Sus hombros desnudos y provocativos? No, eso es lo que veo yo. Como cuando púber: miraba los libros de Antropología, las negras de pechos desnudos, esferas puntiagudas que me producían el vértigo y la angustia del placer. Leo a donde caiga. Algo me sorprende, estaba distraído, ciertas palabras llaman mi atención: “...un trastorno de las relaciones, de la afectividad y del comportamiento”. Vuelvo las hojas con rapidez. Demencia precoz, leo en el encabezado. Ignoro el sentido de las palabras pero las manos y los pies se me enfrían súbitamente. El cuello me duele por las palpitaciones. Continúo la lectura, volcado ahora sobre el texto. Alucinaciones auditivas. Varios ejemplos: Escuchan la voz de Dios, de mensajeros de otros mundos. Dudo haber escuchado voces estando solo; si habrían sido las voces de Ellos. Llego a dudar de la existencia de sus voces. No debí escribir a los Rosacruces. Vuelvo a pensar en Benjamín Franklin, que era Rosacruz. Ahora me parece un viejo chocho. Luego yo no tengo nada que ver con Ellos ni con los Rosacruces ni con las voces. ¿Y si quisieran vengarse? ¿Será por eso que les percibo, que les adivino? A pesar de mis dudas estoy más tranquilo. ¡No! ¡Casi brinco de mi asiento!: Las alucinaciones auditivas no son un síntoma obligado de la enfermedad y es frecuente que falten del todo. Luego, es posible. Apuro las páginas, leo atropelladamente pero el párrafo anterior me queda impreso. No quiero confesarlo, me da miedo sólo pensar en ello, pero allí está ese bolo en la garganta. Sé que tengo miedo de lo que voy a decirme a mí mismo. Reconozco que estoy aterrado. En cuanto lo pienso experimento más miedo. Ahora tengo miedo del miedo que estoy sintiendo y que me lo ha provocado reconocer mi propia emoción por la lectura reciente. Dejo el libro abierto sobre la mesa y entro al baño.
Me encierro en un privado. Estoy a punto de llorar nuevamente. ¿Cómo saldré de esto? Recuerdo algo: otro amigo me contó que un conocido de él escuchaba voces estando solo. El hombre había nacido en Hungría y pasó su infancia en ese país, pero desde hacía muchos años vivía en México. El español era su idioma natural ahora. Sin embargo, ¡escuchaba las voces en húngaro! Mi amigo dijo que el hombre no lo creía cuando narraba el hecho: ¡Es absurdo, decía, es absurdo! Yo tampoco lo creo. Nunca he escuchado voces en soledad. Voces saliendo de las paredes. ¡Nunca he escuchado voces en húngaro! Podría ser cómico. He soltado unas sonoras carcajadas. Vacío la caja del inodoro para que no me escuchen desde fuera. ¡En húngaro! Salgo del privado diciéndome todavía.
Me tiemblan un poco las manos aún cuando vuelvo a tomar el libro. Pero no es indispensable el síntoma para establecer el diagnóstico, vuelvo a recordar. Se corta mi risa, silenciosa ya. Quisiera buscar a alguien, decir lo que me pasa, pero ¿Qué me pasa? Sé que es tiempo perdido visitarlo. Lo he intentado otras veces. Pienso que voy a decirle: Tengo miedo de oír voces yo solo. Lo tendré frente mí una vez, reuniré todas mis fuerzas, la frase estará a punto de salir, como una lápida: ¿Tienes un cigarrillo?, soltaré. Habré fallado. Marco un número telefónico, contesta otro conocido, estoy decidido a explicarlo todo: creo que Ellos quieren algo de mí. ¿Fuiste al concierto el domingo?, comentaré. Volvía a fallar. Sigo leyendo: “La cicatriz mental... es el aplanamiento afectivo que el paciente muestra ante las emociones habituales, nada lo perturba. En ocasiones experimenta la sensación de estar muerto”. No, no estoy muerto. Lo juro. Encuentro un alfiler entre mis ropas. Me viene como anillo al dedo, más bien como alfiler al dedo. Lo clavo en la yema del índice izquierdo. Hay dolor. Tengo esperanzas. Los muertos no sienten. El dolor asciende. ¿En dónde lo percibo? ¿En el dedo? ¿En la cabeza? Se vuelve insoportable por momentos. Si tuviera una navaja. Si cortara por arriba del sitio dolorido, arrancaría la sensación de cuajo. Mentira. El dolor recomenzaría en el sitio de la nueva herida. Volvería a cortar, toda la mano ahora. Nuevamente lo he extirpado. El dolor reaparece, ahora en la muñeca. Puedo seguir con el brazo, con la mitad del cuerpo; el malestar continuará persiguiéndome. El dolor como única presencia.
Se ha formado una gota de sangre en la pulpa de mi dedo. Crece insolente, roja; ahora está gorda, turgente, se rebasa a sí misma, se rompe en sus bordes. ¡Estoy vivo! La sangre sigue su propio destino. Finalmente, corre desaforada hasta la palma de la mano. Estoy sangrando. Esperaré. La sangre se detendrá sola. Una muchacha frente a mí me mira. Sostiene un tiempo la mirada. Baja los ojos hacia mi dedo herido. Vuelve a su lectura. ¿Qué piensa? ¿Sigue leyendo o disimula? Vuelve a levantar la vista por un tiempo más breve aún. Intuyo un gesto de asco en sus labios.
Hubo un tiempo en que las mujeres me miraban. Ahora ya no. Ahora me rehuyen. Pienso que las asusto. Juro que no quiero hacerles daño pero ellas no lo saben. Si pudiera tomar una entre mis brazos; me da lo mismo la que sea. Si me acariciara. Si al menos una de ellas dijera palabras dulces en mi oído. Yo tendría que permanecer silencioso porque si hablara, ¿qué podría decirle? Repetiría lo mismo, hablaría de Ellos, de las voces, más bien, del temor de escuchar las voces arrancando desde las paredes, del techo o provenientes del aire mismo. Terminaría por asustarla. Mostrarle mi sangre como prueba irrefutable de que tengo sangre en mis venas. ¡Ah!, si esa mujer soñada pudiera comprender el dolor físico que me produjo el pinchazo, volvería a ser como antes, cuando no me angustiaban las cuestiones de ahora. Sería un renacimiento.
El dolor cede. Eso produce placer. Otra demostración de que estoy vivo. Ellos desearían que estuviera muerto. ¡Mentira!, me necesitan vivo. Es mi vida lo que buscan. Me quieren vivo aunque sólo sea para matarme.
Sigo leyendo con dificultad. Depresión. Pero ¿Cómo depresión? Esa es una enfermedad de ejecutivos, de industriales. Ah, por eso la Psicología Industrial. ¿Debo recurrir a la Psicología Industrial? ¿Y qué hacer mientras con mis pensamientos? Dormir, ¿soñar acaso? Dormido no podría evitar la tentación de soñar. Una frivolidad: soñar mujeres desnudas. No pensar más en esto. Pero ¿qué pasará si quiero pensar en otra cosa? Volveré al mismo tema. Si pudiera anestesiarme al menos. Ellos se tranquilizarían al fin. ¿Y yo? Yo no. Yo seguiré en lo mismo. Peor aún, seguiré igual. Sin saber nada. ¿Qué quieren Ellos? ¿Qué quieren de mí? Me horroriza la idea de callar. Comienzo de nuevo.