La Hiena, Dios y un niño muerto **

Alfredo Espinosa

Alfredo Espinosa (Delicias, Chihuahua, 1954) es médico especialista en psiquiatría y psicoanalista. En 1987 obtuvo el Premio nacional de Poesía Ramón López Velarde por el libro Desfiladero. Recibió el Premio Chihuahua de Literatura por la novela Infierno Grande. En 1994 recibió el Premio nacional de Poesía Gilberto Owen por Tatuar el Humo. Fue finalista del Premio Internacional Planeta por la novela Obra Negra (1994). Recibió el Premio Tomás Valles Vivar en Letras, por trayectoria literaria (2002). Fue finalista del Premio Nacional Testimonio por el libro Tierras Bárbaras: navegaciones sobre la identidad chihuahuense (2004), y recibió el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta por la obra El aire de las cosas. Ha publicado además Reveses (aforismos, Ediciones del Azar, 1994), Desvelos (poesía, CONACULTA), Amor Apache (ensayo, Universidad Autónoma de Chihuahua, 1997), Desasosiegos (poesía, colección Ala de Tigre, UNAM, 1999), El Reino en Ruinas (novela, Universidad Autónoma de Chihuahua, 2002), y los volúmenes de poesía visual En el corazón del sinsentido (2007), y Nueva York y una taza de café (2009). Actualmente participa como analista político y cultural en diversos periódicos y revistas de la Ciudad de México y el Estado de Chihuahua.

**Fragmentos de la novela Territorios impunes de Alfredo Espinosa, de próxima aparición.

La Hiena, Dios y un niño muerto

1

De pronto La Hiena entró a la oficina. Esperaba a una mujer gorda y descuidada. Me sorprendí al descubrir a una mujer de esbelta silueta bajo el precario uniforme. Sonrió al mirarme y refrescó el lugar. Los custodios le designaron una silla y ya sentada la liberaron de las esposas. Me entregaron el expediente y se retiraron. La Hiena resultó ser una mujer de treinta y dos años, casi hermosa. Levanté la mirada del expediente y la pillé mirándome con curiosidad.

Había elegido este caso por la gran resonancia social que había provocado. Recoger esta historia tenía el propósito de presentarla ante el grupo interdisciplinario para el estudio de la violencia.

Miré con cierta incredulidad a La Hiena. ¿Sería ésta la misma persona, acusada por homicidio, que había aterrado y conmovido a la sociedad de las buenas conciencias hace apenas dos años? ¿Esta mujer distinguida es la malvada protagonista de la dramática escena que todavía pervivía en la memoria colectiva?

El luido uniforme verdoso insinuaba un cuerpo de formas definidas y resaltaba el brillo de sus ojos de un almendrado color café. Su frente amplia mostraba una línea poco profunda entre las cejas delgadas. Detenía su cabello teñido atravesado por rayos rubios con una diadema sencilla y lo obligaba a caer por la parte posterior del cuello alargado hasta reposar en sus hombros redondeados.

—Soy el doctor Alfonso Mitre —me presenté luego de examinar algunos aspectos del expediente y quise entrar de inmediato en materia. —¿Qué hace usted aquí?

—Estoy presa, ya ve usted.

—Sí, ya lo veo. —Sonreí y agregué. —Me gustaría que me informara sobre las razones por las cuales está usted presa.

—Ay, doctor, ¿otra vez?

—Se lo pido por favor.

—Me apena mucho contarle todo esto. ¿Es necesario?

—Es necesario, pero tiene usted el derecho de rehusarse.

—Es que fue tan tonto...

¿Por qué decidió contarme su historia, pensé, en lugar de negarse a hacerlo? ¿Qué la enganchaba?

—¿Tonto?

—¡Sí, doctor! ¿Cómo va una a soñar con tener un encuentro personal con Dios? —aceptó La Hiena, avergonzada, e intentó corregirse de inmediato —pero aquella locura ya pasó. Ahora tengo otras —me dijo mostrándome sus dientes blancos y parejos y los dedos manchados de tinta.

Estaba decidido a conocer los engranajes que movían los pensamientos y los actos de La Hiena y no quise distraerme con sus otras locuras.

—¿Dios no fue a su encuentro? —pregunté con malicia. En estos tiempos está de moda relacionarse con Dios de tú a tú, sin los intermediarios burocráticos (sacerdotes, imágenes, vírgenes, santos, medallitas) que proporcionaba la iglesia católica. Como quiera que sea, la experiencia me había enseñado que los delirios místicos son los más furibundos y aciagos. Muchas de las guerras han tenido a Dios, en sus múltiples versiones, como bandera rijosa y colérica de todas las cruzadas.

—Desde niña había escuchado la voz de Dios y quise encaminarme por esos rumbos. — Tomé nota de que la mujer no precisaba si la voz de Dios era una alucinación, una metáfora, un milagro... —Los caminos de Dios, usted sabe, están plagados de tentaciones y el adversario conoce más que una misma sus propias flaquezas —me explicó La Hiena, metiéndose a un tema escabroso, y hablando con palabras que remitían a los profetas callejeros súbitamente iluminados. En su manejo verbal advertía un importante acopio de información religiosa.

La Hiena desbordaba sensualidad. En cualquier gesto o ademán le florecía la vida. El uniforme carcelario y la estrecha crujía en donde la entrevistaba parecían desvanecerse en un pasado adormecido con cloroformo y, en su lugar, aparecía una atmósfera sedante. El viejo y sucio almanaque, fulminado por las cagarrutas de las moscas, mostraba un paisaje con mar y yo sentía su brisa. ¿Sería La Hiena una mujer maldita, de instintos tan siniestros que sólo enjaulada podría controlarse?

La mujer continuó ajena a mis fabulaciones:

—Cuando le comenté mi deseo al ministro, éste me reconvino diciéndome que no pecara de soberbia, que fuera más humilde. ¿Quieres una cita de amor con Dios? ¿Deseas desposarte con Él? —Me regañaba y se burlaba con saña— ¿Por qué no aspiras, en todo caso, a ser la concubina, o la sierva de los ministros de Dios?

Su anatomía mejoraba si se le miraba desde sus pechos generosos y firmes, pero parecía desvanecerse cuando empezaba a caminar. A los primeros pasos aparecía una leve aunque inocultable claudicación de su pierna izquierda. Sus caderas soportaban una deformación que, aunque no muy evidente, desarreglaban la armonía del torso. Sin embargo, acaso por detener en las caderas el peso del cuerpo que no lograba sustentarse con suficiencia con los pies, los glúteos se ejercitaban provocando un enérgico relincho que las mantenía, pese a su casi imperceptible falta de simetría, con redondeces categóricas y apetecibles.

—La pureza, doctor, la que yo defendía en mi cuerpo y mi espíritu fue mancillado por uno de los jefes supremos de mi antiguo ejército; a decir verdad, por el supremo ministro que me convenció de cultivar mi humildad hasta someterme. Le serví en su casa así como en la congregación. Pero como toda sirvienta, tenía un día de asueto por semana. En ese día libre, entre los dos hacíamos la fiesta. Una fiesta extraña, entre religiosa y pagana, ¡ay, todavía la recuerdo! Me apena contarle esto.

En efecto, La Hiena se sonrojaba, embelleciendo su rostro y dotándolo de una súbita dulzura que me hizo olvidar que se trataba de una reclusa que se pudriría todos los años de su vida en su celda.

—No se vaya a reír con lo que le diga, doctor —me advirtió con un gesto de juguetona severidad. —Él jugaba a ser Dios y yo su sierva. ¡Imagínese nuestras nupcias celestiales! —Ruborizada, extraviaba sus ojos y negaba con la cabeza. Por alguna razón yo no me podía ubicar en el escenario para entender mejor lo que me comunicaba —Al principio el miedo a la profanación nos impedía disfrutar. Más que un juego inicuo o un teatro pagano, ¿cómo decirle?, era una representación muy real...

El movimiento inquieto de sus manos hechizaba. Cuando se sentaba cruzaba las piernas manteniéndolas en una posición que impedía percatarse de cualquier deformación corporal y lejos de ocultarlas parecía exponerlas a las miradas de los demás, desafiándolas a un escrutinio en el que muy pocos se atrevían a demorarse. Sus dedos delgados estaban manchados de tintas que se resistía a las acciones de los detergentes y los lavados rápidos.

—Era una especie de milagro. De lo que me acuerdo es haber logrado hablar en lenguas, llamando al Señor y mirarlo aparecer. Me rendía a sus pies.

Se levantó y caminó por la oficina. Un rayo de luz cruzó su vestido. Me pareció que debajo del vestido no usaba más ropa.

—¿Le han avergonzado alguna vez sus pensamientos, doctor? —me preguntó a mansalva.

—Sí, sí —contesté en automático, sorprendido in fraganti mirando de soslayo el nacimiento de sus pechos. Aun cuando ella desvió su rostro continué asintiendo en silencio y sin decirlo acepté ante mí mismo ser una de sus más asiduas víctimas de los pensamientos.

—Elegí a Dios porque Él no es como yo, ¿comprende?, voluble y lleno de pensamientos revueltos.

No advertí el instante en que La Hiena había comenzado a llorar. Me recriminé por descuidar el encuadre clínico, hechizado por... no, no por su belleza, sino por ese algo especial que no estaba en ella (¿o lo estaba?), sino en mi mente, en mis deseos, todavía confusos.

La Hiena limpiaba con la manga de su uniforme las lágrimas y el súbito catarro. Era un llanto que revelaba una profunda conmoción. Quien la mirara como yo en este momento sabría que habían errado en el apodo. Le ofrecí mi pañuelo y lo aceptó.

—No se preocupe, —la consolé— a veces el llanto nos descansa y reconforta...

—Él me alzaba hasta sus brazos y me consolaba —continuó su relato mientras limpiaba sus lágrimas.

—¿Él? —pregunté bobaliconamente, extraviado en el sujeto del relato. ¿Dios o el ministro?

—Solíamos llorar juntos en esos momentos. Enjugaba mis lágrimas y me besaba el rostro. Me estrechaba con fuerza contra su cuerpo hasta hacerme sentir un ardoroso sofocamiento que me obligaba a arrebatar el aire con la boca abierta. Es la experiencia amorosa más plena que he tenido. Sentía en su cuerpo, el cuerpo de Dios. ¿Ha tenido usted, doctor, esa experiencia?

Mi cara de tahúr me protegió. Ella estaba tan entusiasmada con el recuento de su propia vida que no esperó tampoco mi respuesta.

—No supe cuando comencé a enredarme con Dios a través de los brazos del ministro. —Se sonó la nariz enrojecida. Se volvió a mirarme y pude corroborar que ya se había recuperado: su ánimo volvía a ponerle chispas en los ojos. Tomó aliento y dijo de improviso: —Pero ya no me importa. Pasó como una pesadilla. El ministro, mortal y pagano, ignoraba que había sido un simple instrumento de los designios divinos. ¡Ay, doctor, discúlpeme! Me oigo hablar así y me desconozco.

—El tiempo pasa y las personan cambian — dije y al decirlo me sentí idiota.

—Yo era otra en aquel tiempo. ¡Una tonta! El ministro me echó de la congregación cuando supo que estaba embarazada. También fui expulsada de la casa. ¿Se imagina cómo me sentía? Pero yo estaba convencida de poseer una misión trascendente. Me creía algo así como... No se vaya a reír, doctor, como una virgen, y sentía lo que había ocurrido en mi cuerpo apenas eran las primeras señales de los sacrificios que habría de padecer. Pertenecía a su reino, doctor, estaba convencida de ser elegida por Él. ¿No lo comprende, verdad? Yo misma estoy confundida ahora.

La Hiena se paseaba por la buhardilla, yendo de un lado a otro, como enjaulada. Yo la contemplaba con la fascinación de un niño en el zoológico que mira a una pantera desplazándose en su jaula. Una pantera triste.

—Pese a que todas esas devociones llenaban mi corazón —continuó La Hiena —yo seguía desempeñando mis tareas de profesora de grupo, soportando el escarnio de mis compañeros y de mi familia. La santona, decían, es el testimonio vivo de un milagro: el espíritu santo la ha preñado. El hijo era la prueba de mi caída. Las mujeres, doctor, cuando se lo proponen, alcanzan una crueldad que usted no se imagina. El modo en que las mujeres acaban con una es terrible.

Estrujó sus manos y apretó los labios reprimiendo los recuerdos que empujaban desde adentro para salir por el desfiladero de su discurso, o por el precipicio de su llanto. Tardó unos minutos para lograr que las batallas se apaciguaran en su mente. Se levantó de nuevo, caminando de un lado a otro.

—Desde niña me ha dado por hablar a solas. Siempre creí que hablaba conmigo misma cuando en realidad hablaba con otras voces. —Por fin pudo sonreír; más una mueca que una sonrisa. —Me confundía y no distinguía si las voces provenían de Dios o del enemigo. Al adversario ya le conocía sus engañifas, sabía que podía hacerse pasar por el Todopoderoso y perturbar mis sentidos.

De súbito, la mujer tapaba con sus manos sus oídos y jalaba su cabello y se estremecía. ¿Estaba alucinando de nuevo, o el recuerdo de aquel infierno la perturbaba todavía?

—Si usted quiere —le dije con cortesía— podemos interrumpir esta visita. Podré regresar en otra ocasión...

—No sé qué pasó ese día —continuó La Hiena; supuse que no me escuchaba o no podía detenerse. —Empecé a mirar los cuchillos mientras me asediaban las imágenes del cuerpo indefenso de mi hijo. Ahora sé que son alucinaciones, doctor, pero antes estaba convencida de que era parte de la realidad...

—¿Qué ocurría en esas alucinaciones?

—Era horrible. Hería a mi hijo con los cuchillos, los hundía en su carne blanda e indefensa. ¿Cómo pudieron traicionarme los nervios de esa manera?

No respondí, pero tampoco ella esperó mi contestación.

—Sin embargo, cuando me pasaba la crisis me convencía que esas cosas abominables no podrían ocurrir en realidad, que el adversario manipulaba mi mente confundiendo sus deseos criminales con mis instintos.

No era la primera vez que me sucedía. Muchas veces fui atacada por la depresión. Tuve varias ideas para matarme: pastillas, navajas, sogas, pistolas, saltos al vacío... repasaba todas las formas posibles de la muerte... Pero no me suicidaba por eso, sino por mi hijo. Lo odiaba, ¡lo odiaba tanto! —La mujer lloraba y se estremecía de dolor. —No podía desaparecer porque él existía, no podía abandonarlo, yo era responsable de su crianza, quería su felicidad.

La Hiena se convierte en estos momentos en una cierva herida extraviada en el monte. Sus contradicciones y su orfandad me conmueven.

Le pido que me permita conversar con ella otro día. Todavía llorando, asiente.

2

Las mejores sesiones son las que sirven al psiquiatra. El relato de P. H. parecía confabularse con los sucesos que me inquietaban.

El amor fou, Nadja. ¿Por qué me desvelaban esos temas juveniles? ¿Había encontrado P.H., en Trudi, su propia liberación? ¿Un amor así, loco y tormentoso, libre, es al que aspiraba? ¿Pero por qué fantaseaba con otra si A. estaba resuelta a concederme cualquier extravagancia? Yo mismo atisbaba la respuesta: A. estaba dispuesta a hacer locuras; La Hiena, en cambio, estaba loca, y yo había caído en la tentación de vivir la experiencia de la insensatez.

Ciertamente, la Nadja libertaria e irracional, salvaje y convulsiva que forjaron mis fiebres de los años verdes no contemplaba el homicidio, ¿por qué entonces reaparecía esta noche La Hiena, envuelta en una niebla enervante, encarnando la ensoñación de Nadja, y desacomodando mis pensamientos y mis sentidos? Nadja, Nadja, me escuchaba decir en la noche insomne y ella, demente y embriagada de pasiones transgresoras, me daba a beber de una pócima, tomaba mi mano y me conducía al extravío de vivir el liviano y arbitrario amor, el alucinado, el loco amor.

¿Por qué me seducían mujeres como ellas? Deseaba romper la jaula que llevaba puesta. La Hiena, esa noche, se había transubstanciado en un instrumento de mi propia búsqueda; en el nombre mágico que al decirlo conjuraba el sortilegio de mudarme en otro más salvaje y feliz. Encarnaba las fraguas de mi erotismo, la suponía una mujer capaz de extraviarse entre el cuerpo y el alma, quitarle las bridas de la realidad al deseo y montar a pelo al potro del instinto y galopar hacia los confines de la libertad.

A la mañana siguiente la resaca por el escrutinio de los propios deseos que la vigilia nocturna me exigió, y en la que descubrí que no es una actividad inocente ni sencilla, para echarme a andar tomé más café del habitual, y más cargado. Tenía una agenda que no permitía retrasos.

Pero yo ya había extraviado mi camino.

Iba con rumbo a la oficina de Ábrego, con los expedientes de quienes habían sido aprehendidos como “los asesinos de las mujeres de Juárez”, bajo el brazo, dispuesto a buscar entre sus declaraciones algo que alumbrara las oscuridades del mal, cuando de manera repentina desvié mi derrotero y me dirigí hacia el pabellón de las mujeres, a la madriguera en donde se guarecía La Hiena.

En ese momento compartía su crujía con otras dos mujeres. Escuchaban música. Las saludé afablemente. Me invitaron a pasar, pero al desconocer el reducido lugar no podía moverme con destreza. La celda carecía de espacios libres. Las camas de cemento estaban pegadas a las paredes y servían al mismo tiempo de asientos. En un rincón tenían una mesa maltrecha cubierta por un mantel precario y descolorido, manchado de grasa, sobre el cual se asentaba una parrilla eléctrica y unos viejos trastos.

Era un episodio insólito en mi vida. Sabía que había extraviado el camino e intuí las razones, y sin embargo no hice nada para corregir el rumbo. Al moverme dentro de la cueva provoqué algunas colisiones con las mujeres. En un instante estuve muy cerca de La Hiena. Involuntariamente, deseando que ella pasara y yo no le significara un estorbo nos movimos con la misma sintonía. Casi la tomé entre mis brazos, su cuerpo se frotó con el mío.

—¿Bailamos, doctor? —me dijo bromeando, —¿o nos esperamos a que pongan las calmaditas?

Sentí que un relámpago recorrió mi columna. Tocaban en la radio una melodía grupera. Las líneas de los barrotes, luces y sombras, marcaban su rostro como al de un tigre. Mi estremecimiento fue como el fuego de los tatuajes. Nadja, pensé y pude leer ese nombre en sus ojos profundos.

Atiné a sentarme y en cuanto lo hice las otras dos mujeres inventaron algún pretexto para despedirse. Cuando lo abandonaron, el lugar resultó más respirable.

Me disculpé ante la convicta y adelanté el motivo de mi inopinada visita. Deseaba proseguir, atiné a decirle, con la historia cuya turbulencia la había desembocado en la cárcel.

—Es simple, —me dijo con brutalidad— Fui instrumento de Dios. Hizo contra mí la guerra. Y me venció.

Se sentó frente a mí y metió el vestido entre sus piernas, con un gesto resignado.

—Ahora sólo hago el amor. —Nadja, es decir, La Hiena sonrió. Yo volví a sentir un escalofrío. —Declaro la guerra contra la guerra, haga quien la haga y cualesquiera que sean sus propósitos.

El pronunciamiento solemne de La Hiena intentaba zanjar el tema de su reclusión.

—¿De qué modo hizo Dios contra usted la guerra?

Decidí obstaculizar la salida y poco a poco fui saliendo de mi confusión y ganando aplomo. Subió las manos resbalándolas entre sus piernas.

—Las guerras comienzan con la intriga. Dios me instigó con las voces. Y con la envidia.

—¿Con la envidia?

—Dios quería arrebatarme lo que yo más amaba, y yo no quería obedecerlo. —No esperaba obtener tanta disposición a proseguir con el relato de sus infortunios. Me acomodé sobre un cojín y me recargué en la pared. —Pero entre más me empecinaba en mi rebeldía, mayor era su ira. Posiblemente usted haya leído en la Biblia las maneras que Dios tiene para imponerse sobre los hombres. Jonás, Job, Abraham, Jesús. ¿Ha oído del diluvio, de la destrucción de Sodoma, de Jericó, del Armagedón? ¿Qué podría esperarse, entonces, con una mujer como yo?

Los ejemplos de La Hiena eran indiscutibles. No jugaba a ser la mártir; aportaba la contundencia de las intervenciones divinas contra los mortales.

—¿Qué batallas podría librar contra Él antes de que me derrotara? ¿Por qué Dios no se detiene en luchas tan desiguales? Dios es despiadado. Me obligó a que acabara con mi hijo. Eso es todo, doctor.

—¿Con su hijo? —Me estremecí. ¡Una filicida! ¿Cómo pudo desvelarme y apoderarse de mis anhelos eróticos una mujer con instintos criminales dirigidos contra su hijo? Quizá pueda aceptar todas las demás transgresiones pero nunca la muerte.

Rechacé de inmediato a la Medea que había reencarnado en La Hiena, y a ésta que había sido el combustible para mis fraguas eróticas confundiéndose con mi Nadja.

O creí hacerlo.

Aceptaba las tragedias griegas cuando solían atenuarse porque quienes las perpetraban obedecían designios ineluctables. (¿Y no fue justamente eso lo que sucedió con La Hiena?) Las tragedias, ya castradas de su violencia, se transformaron en símbolos y ecuaciones psicoanalíticas que Freud adoptaría, y adaptaría, como su mitología personal para escenificar las luchas entre la realidad y el deseo.

Aunque comprendía el estado psicológico alterado que la había empujado a atentar contra su hijo, su historia violentaba mi espíritu. Su alma me resultaba un océano tenebroso a cuyas orillas temía acercarme.

Pero la carne parecía no obedecer a una racionalidad que la repelía. Su recuerdo perseveraba y mantenía a mi espíritu picado de una curiosidad que yo mismo advertía más allá de los intereses científicos. Instigaba en mí un debate interior: ¿tendría razón La Hiena cuando afirmaba que el adversario tomaba las formas de nuestras necesidades?

La Hiena, nerviosa, temblando, tomó la cafetera y quiso servirse pero estaba vacía.

—Fue una guerra entre los espíritus, doctor Mitre. Yo fui el instrumento que utilizaron para guerrear, y mi hijo el territorio de sus violencias. —La Hiena me sorprendía con un léxico más propio de un psicólogo que de una simple maestra de grupo; quizá adquirido en la lectura constante de La Biblia o por haber pulido su propia historia al contarla en innumerables ocasiones—. Usted sabe, doctor, los vaticinios de Dios, el diablo los perpetra. Por lo menos ése era el dicho que tenía el ministro y no perdía oportunidad para decírnoslo. Pero todo esto terminó.

La Hiena hablaba con cierta frialdad; daba la impresión de que ya había lamido y curado sus heridas.

—Ya no queda nada de dioses o demonios. Ya me hicieron mucho daño; ahora soy otra. Mire —y extendió los brazos para mostrarme la palma de sus manos manchadas de tintas de colores negros, verdes y fiuchas. —Ahora tatúo alebrijes. He dejado de atormentarme. Al contrario, he reconocido las fuerzas que me llevaron a dañar a mi hijo y lejos de traumatizarme, las utilizo para mi felicidad.

En efecto, Oralia hablaba con cierta frialdad de un hecho espeluznante. Yo deseaba enterarme de los móviles, del proceso psicológico que se apodero de ella para atentar contra su hijo.

—¿Cómo ocurrió? ¿En que circunstancia?

Oralia suspiró, fatigada de volver a un tema que turbaba sus emociones y que habría contado en múltiples ocasiones.

—Será la última vez que se la cuento a alguien, ¿eh doctor?

Acepté la advertencia.

—Será la última vez que le pido que me la cuente.

La mujer se levantó de la cama de cemento cubierta por una colcha.

—Los sueños a veces nos hacen creer que las cosas son ciertas, ¿no le ha ocurrido a usted?

—Sí —admití, y pensé en todas las utopías que se han soñado y han querido construirse a través de la ya longeva historia del mundo.

—Ya en una noche anterior, el enemigo se había metido a mis sueños de modo tan real que no supe reconocer si habría sucedido. Aquella pesadilla me perseguía. —Continuó contando La Hiena cada vez más penosamente. —Y esa noche también se había presentado: yo estaba hincada, convencida de que había accedido, pero no recordaba cómo. La imagen reaparecía: mi hijo de catorce años, en quien el enemigo se encarnaba, me penetraba con fuerza y avidez, como el mismo adversario. Yo, confundida, me resistía, ¡pero no tenía fuerzas para forcejear o rechazarlo! —Pude advertir que Oralia todavía se estremecía. Sus palabras se remitían a las de los místicos ante la presencia de espíritus poderosos. —No lo podía creer pero por mis muslos resbalaban gotas de su simiente. ¡Las alucinaciones eran tan reales, doctor! Recuerdo cuando me levanté del suelo, adolorida de las rodillas, y le dije, ¿o creí haberle dicho? “Jamás, ¿lo oyes?, jamás volverá a suceder.” Mi hijo, aun lo recuerdo, mirándome como un perro con las orejas gachas, apaleado, asentía mientras levantaba los pantalones del piso. Pero luego me recuperaba de aquellas pesadillas, sudando, con las sensaciones todavía tan pegadas a la piel que me costaba trabajo entender que todo había sido un mal sueño. ¿O en realidad había sucedido? ¡No lo sé, doctor, no lo sé! El caso es que al despertarme observaba el orden en el que permanecía mi casa y a mi hijo que, ajeno a mi pesadilla, continuaba durmiendo en su propia cama. Esto me confundía, pero en el sueño o en la realidad había sucedido sin remedio.

Oralia había empezado a caminar ocultando sus lágrimas.

—Él no me detuvo el brazo, doctor. Permitió que lo hiciera. ¿Cómo podía saber yo, en ese momento, que ya alguien había roto los hilos que me unían a Él? ¿Deseaba Dios regar la sangre de mi hijo?

La Hiena se arrepentía de su crimen, le dolía más que a nadie. Además, estaba convencida de que su crimen no había sido su crimen: Dios había guiado su mano. Tampoco compartía la idea de que en la cárcel pudieran expiarse esas culpas. Era evidente que ella se sabía perdonada. Su peor castigo había consistido en asesinar a su propio hijo. ¿Por qué insistía yo, entonces, en mantener vivo en mí el castigo que las leyes, por otro lado, ya le estaban aplicando? ¿Abjuraría de ella, como lo hizo la sociedad entera o finalmente perdonaría su filicidio? ¿La muerte al interior de la familia es lo que la hace inadmisible a mis razones? Y si entendiera su crimen como el resultado de las fuerzas inextricables de la ideología, la religión, la locura, ¿habría algún crimen que no fuera perdonable?

(¿Juegas a ser su abogado o son tuyas sus causas, Mitre? Ya estás otra vez, Mitre, yendo de un lado a otro. ¿En los zapatos de quién estás: de la víctima o del verdugo?)

—¿Cómo fue obligada a acabar con su hijo? —Volví a preguntar pero de inmediato me arrepentí por el morbo y la precipitación que contenía. Me urgía entender algunas cosas: ¿Matan las hienas a sus críos? ¿Cuál es la historia, y cuáles los designios a los que no pudo sustraerse esta Medea encarcelada?

La mujer me miró, apretó las mandíbulas, pasó la mano por la barbilla y la resbaló por el cuello y la detuvo en el pecho. Lo frotó un poco como si le doliera, pero al mismo tiempo con la convicción de quien se determina a finalizar de una vez por todas con esa historia.

—Las voces me decían que mi hijo no era mi hijo sino el adversario. Yo me resistía a creerlo, pero por las dudas le dije a mi hijo que se fuera a jugar, que saliera de casa y se largara hasta donde yo no pudiera mirarlo, o alcanzarlo con la furia que Dios azuzaba en mí. Y mi hijo salió de casa. Pero la ira de Dios no se apaciguaba. —La Hiena comenzó a pasearse por el cuarto reducido. Dos o tres pasos y luego se devolvía. —Ármate, ármate, me ordenaba, y sal a buscarlo, llámalo, cumple con el mandato y combate al adversario que se ha alojado en el alma de tu hijo. Tomé el hacha, pero me deshice de ella arrojándola lejos de mí. Yo estaba confundida. Me golpeaba la cabeza contra las paredes para no mirar las imágenes que Dios me enviaba, visiones macabras en donde mi hijo, grotesco y endiablado, se conducía con burla y descaro. Yo sabía que alucinaba, que mi hijo no tenía esos alcances. Con la mente revuelta y el corazón hecho nudo, estaba en el patio cuando escuché que mi hijo, en mala hora, volvía a entrar. Vengo a ponerme los tenis, gritó y oí que se dirigía apresurado a su cuarto. Lo alcancé cuando estaba abrochándose las cintas.

Oralia, de pie, escondió su cabeza entre los brazos como si todavía estuviera instigada por las voces implacables y buscara defenderse de ellas mientras con las manos jalaba su propio cabello. Se lastimaba. La abracé y apoyé su cabeza en mi pecho y acaricié su cabellera.

—Conversaremos luego, —le dije intentando detener el relato de sus infortunios, pero ella se zafó bruscamente de mi abrazo y, resuelta, prosiguió contando su desventura.

—Mientras mi hijo me decía que guardaría los zapatos en el clóset, tomé el martillo que estaba sobre el buró. ¿Lo pondría Dios ahí, al alcance de mi mano, doctor?, y lo golpeé en la cabeza uno, dos, muchos, muchos golpes en la cabeza, ¡ay Dios mío, Dios mío!

Imaginé a La Hiena: era una mujer empujada por una tempestad. Oralia se quedó paralizada como reviviendo la escena, con los ojos anegados en lágrimas, perdidos.

—Yo no vi la sangre, no escuché los gritos de mi hijo, estaba ciega, obedeciendo a las voces. Me pude detener cuando lo vi tirado en el suelo. Me miraba todavía, sin comprender. Lo tomé entre mis brazos, sobre mis rodillas, curándole las heridas de los golpes, con una gran ternura. Dios así lo quiso, le dije, y levanté mis ojos al cielo para preguntar: ¿estás conforme, Dios mío? ¿Ha sido, por fin, satisfecha tu cólera contra mí? Él dijo que no era contra mí sino contra el demonio cuya encarnación tenía entre los brazos y que debía arrojarlo al suelo para rematarlo. Así que volví a tomar el martillo y sellé sus ojos con golpes certeros.

Con mis gritos, ¿o los de mi hijo?, acudieron los demás niños a la puerta de mi casa. Salí con manchas de sangre en mis manos y en mi vestido y les dije: mi hijo no saldrá a jugar. Está castigado por Dios. Más tarde llegaría la policía.

3

Salí de la celda de La Hiena, confundido y consternado. (“Ya estarás contento, Mitre, ya estarás contento”, escuché la voz siempre inoportuna. Llegaba hasta mí como un alacrán que salía de su escondite amenazándome con su cola enroscada. “Ya estarás contento. Ya tienes un buen caso para presentarlo ante el grupo interdisciplinario. Un caso a la altura de los grandes dramaturgos: una Medea contemporánea.”)

Me dirigí a las oficinas de los juzgados buscando a Ábrego. Necesitaba un asidero, un confidente, pero Ábrego atendía a unas personas y mientras se desocupaba salí a pasear por los campos deportivos del penal.

Ábrego dice que todo homicida tiene sus razones. ¿Cuáles serán las de la Hiena? No desconozco que cuando una persona mata a otra, siempre se trata de un complot. La mano es empujada por murmullos, fantasmas, impulsos desconocidos, agravios, razones, con la convicción de que el otro es un demonio al que simplemente nos le adelantamos para no terminar siendo su víctima. Pero ¿por qué mató Oralia a su hijo? ¿Por qué no desobedeció a las voces y dirigió hacia ella misma los martillazos?

Sostengo que el homicida ha sido derrotado por el amor. Desde niño ha crecido en ausencia de la justicia afectiva. Sólo migajas le dejaron del pastel de los afectos. En los huecos de la infancia se generan las chispas de la violencia: todo lo demás es incendio.

Reconozco en mí cierta indulgencia y una sospechosa simpatía por ciertos homicidas, por aquellos héroes trágicos que son simples marionetas de un sino criminal. Quizá, como sostiene Ábrego, quien comienza por comprender a un asesino empieza a perdonarlo. La comprensión es el inicio de una secreta complicidad que terminará disculpando los actos que la ley condena. Los medirá con otra vara, los juzgará con otra justicia.

—Algo suyo andará buscando quien interroga y quien pretende develar enigmas. —Me había dicho en una ocasión Ábrego. —Los otros, criminales, delincuentes, locos, pervertidos, son la mejor coartada para que las propias ruindades parezcan nimias y perdonables. Recuerde, Mitre, que la naturaleza profunda habla por aquellos que han errado.

Me dolía la cabeza. Demasiada tensión. ¿Cuál es el enigma que pretendo resolver? ¿Qué tanto desasosiego me provoca? (Toda pregunta es un nudo más, Mitre. Un nudo ciego. Nada bueno esperes de aquellos que preguntan: suelen encontrar verdades, es decir, dolores. No preguntes sobre ti, Mitre.)

4

Al llegar esa noche al despacho de Ábrego me percaté de un acomodo diferente de los muebles, un esmerado orden de sus papeles y libros. Había desechado las viejas y crujientes sillas, y en su lugar relucían dos cómodos sillones nuevos. El cancel que separaba su cuarto de descanso estaba totalmente corrido y descubría una cama mucho más amplia de lo que la imaginaba. El cuadro en donde debería sonreír el gobernador, exhibía un majestuoso cañón de la sierra tarahumara. El escritorio, desalojado de los cerros de expedientes y libros, estaba ocupado por un gran plato botanero que ofrecía sushi, manitas de cangrejo, jamones serranos, gruyer y panela, aceitunas rellenas, un paté, rebanadas de tomate, tiras de zanahoria y apio, nueces, almendras y cacahuates salados, un pastel y una botella de champaña.

—No me dijo que tenía fiesta.

La oficina se convertía en un sitio acogedor. Ignoraba que dentro de La Penitenciaria pudieran llevarse a cabo algunas fiestas, pero de ningún modo era un tema que me inquietara.

—Era una sorpresa. Cumple años mi concubina. —Me informó un Ábrego recién bañado, feliz y encorbatado.

—Ah, la preferida del Sultán. Me hubiera avisado para corresponder a la invitación con algún obsequio.

—Su presencia y su compañía es nuestro mejor presente.

Este diálogo que yo supuse protocolario habría de poseer significados literales. Yo sería el mejor presente. De entrada, Ábrego me lo hizo saber:

—Usted será el obsequio. Se lo prometí.

—¿Prometió qué, Ábrego?

—Usted tiene los ojos limpios.

—¿Cómo dice? —las enigmáticas palabras de Ábrego me preocupaban. —¿Qué es eso de los ojos limpios, Ábrego? —pregunté ensartando al paso una aceituna con un picadientes.

—No podía planteárselo con antelación. Cuando lo invité usted estaba ocupado y no podía explicárselo por teléfono. Tómese una copa, doctor. ¡Salud!

Ábrego chocó su vaso contra el mío.

—¡Salud! —respondí en automático aunque con menos convicción.

—Se me ocurrió que si usted se emborrachaba podría suceder de manera natural, espontánea.

—Estoy intrigado.

—Una mujer me lo pidió.

—¿Qué le pidió?

—¡A usted! Me pidió que se lo consiguiera. Usted es un hombre limpio en todos los sentidos. Ella rechaza a los reos y a los policías, incluso a los abogados.

—¿Bromea usted, Ábrego?

—No, doctor Mitre, hablo en serio —dijo aflojándose el nudo de la corbata.

—¿Pero cómo pudo hacerlo sin mi consentimiento? ¡Cómo se le ocurre!

—Ella desea un hombre refinado e inteligente, alguien como usted.

—Pero, ¿quien es ella?

—Mi favorita, Mitre. —Ábrego se acercó y hablándome casi al oído me dijo: —Le voy a confesar algo. Ella es mucho más que una amante. Soy el hombre que la ama.

—¿La ama usted? —Mi sorpresa era doble. ¡Ábrego amando a una mujer, y rogándome para que la tomara sexualmente! —Y me pide que...

—¿No tiene nombre pedirle que le haga el amor a mi amada y que se lo haga junto conmigo?

—¿Junto con usted? ¡Por favor Ábrego! ¿Habla usted en serio?

—¿Quiere otro trago?

—¡Doble, por favor!

—Mire, doctor Mitre, reconozco que es un favor inusual—, me decía como si adoctrinara a un niño mientras me servía otro trago. Me hablaba dándome la espalda —pero en desagravio puedo hacer lo que usted quiera, cumplir cualquier capricho. Incluso, si me lo permite, —se acercó a mí y me mostró sus dientes grandes y opacos —y con todo respeto, si yo puedo añadir algún tipo de placer que usted desee experimentar...

—¿Qué le pasa, Ábrego? ¿Se ha vuelto loco?

—Estoy ebrio, doctor, y muy necesitado de su ayuda.

—¿Está bromeando, Ábrego?

Pero no, Ábrego no bromeaba.

—¿Ha transitado usted por el sendero de los efebos, doctor Mitre?

La indiscreción de Ábrego era inaudita, por suerte el guardia tocó la puerta anunciando la presencia del reo de la crujía 1139. Desde el umbral de la puerta, Ábrego ordenó que lo desposara. Luego despidió al custodio alargándole algunos billetes arrugados.

—¿Cómo estás, querida? Luces linda. —La saludó con un beso mientras yo, todavía aturdido por las palabras de Ábrego, y con ganas de huir, escuchaba las voces frescas y venturosas afuera de la oficina.

—Feliz, feliz, hace cuatro años nadie, ni yo misma, celebraba mi cumpleaños.

La voz me pareció conocida, pero el desconcierto aun me dominaba. ¿Éste Ábrego era el mismo o ahora se me presentaba de manera distinta? Estaba confundido. ¿Ábrego ama a una mujer, a esa mujer que está a punto de entrar, todavía envuelta por las sombras, y quiere que yo, junto con él, le hagamos el amor?

La mujer entró a la oficina y se dirigió a mí con cierta familiaridad.

—Buenas noches, doctor.

Paulatinamente la luz la iba rescatando de la oscuridad. Estaba ansioso. Cuando la luz la descubrió, de inmediato la reconocí. Reculé en automático. Mis pasos hacia atrás los detuvo un sillón. ¡Era la Nadja de mis lúbricas ensoñaciones, La Hiena!

—Estoy muy agradecida que haya aceptado venir a acompañarnos y a compartir con nosotros esta fiestecita —dijo estirando hacia mí su mano.

Me sentía estúpido. Debía estar temblando. ¡Era La Hiena en persona! ¡La amada de Ábrego! ¡Nadja! ¡En persona, el caso clínico, la Medea que había preparado para presentar ante el grupo interdisciplinario!

Traté de recuperarme y deseando encubrir una sensación de estúpido que me embargaba le respondí:

—No podía negarme, Oralia. Aunque le confieso que... en fin, le deseo muchas felicidades. —Y apreté la mano con un gesto apresurado y ridículo.

—¿Así, doctor Mitre? ¿Sin abrazo? —preguntó con sarcasmo Ábrego.

Confundido, la abracé con timidez, pero ella se acercó con fuerza a mi cuerpo y ahí se demoró por varios segundos. Sentí la firmeza de sus pechos y el aroma de una fragancia silvestre y montaraz.

Al separarse de mí se volvió para abrazar a Ábrego. Su alegría era evidente, casi infantil. En mi aturdimiento, escuché que ella le decía casi en secreto, regocijada:

—¡Lo trajiste, lo trajiste!

Ábrego me miró sobre el hombro de su concubina y me sonrió complacido. Luego detuvo el rostro de la rea entre sus manos y mirándola fijamente le dijo murmurando:

—No traes pantaletas.

—¿Cómo lo supiste?, ¿cómo lo supiste?

—Lo leí en tus ojos.

—Dime, dime, ¿cómo lo supiste?

—Por mi sexo sentido.

—¡Era una sorpresa!

El júbilo de la mujer era extraordinario. Hacía mucho tiempo no miraba a alguien expresarlo con tanto alborozo.

Mientras La Hiena, la rea de la crujía 139, se retiraba a prepararse un trago. Seguí sus movimientos con la vista hasta que, ya con el vaso en la mano, salió de la oficina diciéndole a Ábrego que saldría un momento, que le traería un regalito. ¿Cómo habría podido salir de su madriguera y andar con libertad por la Penitenciaría? Ábrego la despidió con una sonrisa complaciente, luego, echándome su brazo por los hombros, se acercó para decirme:

—Mírela bien, doctor, es la Bienamada. No es fea, ¿verdad? Su pelo aun está húmedo; su fragancia es exquisita. ¿Sintió sus pechos? ¡Son formidables!

—¿Por qué me lo pide a mí?

—Porque usted le apetece. Después de las entrevistas que ha tenido con usted, ella dijo: “Cuando una ha vagado por las cloacas, cuesta regresar a la superficie y casi te da pena cruzar con un hombre lindo de ojos transparentes.” Usted es de esos tipos. De los pocos hombres a los que ella no ha tenido acceso.

—¡No es posible, Ábrego! ¿No siente celos?

—Hoy es su cumpleaños, doctor. Quiero regalarle felicidad. ¿Se acuerda lo que le conté de mi ex mujer?

—Sí, lo recuerdo bien. Usted todavía no se recupera de su deslealtad y ya anda promoviendo otra. Por cierto, ¿qué ha sido de ella?

—Tuvo un hijo, pero vive con una mujer.

—¿Le duele?

—Me duele mucho, doctor Mitre. ¿Sabe por qué la perdí?

—...

—Porque le negué la felicidad. Ella aspiraba a soltarse de la verga. Debí entenderlo y acompañarla en su viaje, dotarla de todo lo que fuera requiriendo.

Ábrego apuró su trago hasta el fondo. Su figura perdió levemente su rectitud, aflojó los hombros y se encorvó un poco. Aunque deseaba esconder los ojos, los vi invadidos por una nube negra de cuyo abismo resbalaba una gota de fulgor acuoso.

Ya más repuesto, Ábrego prosiguió con su tarea de persuadirme:

—La felicidad para los reos, doctor Mitre, está en las sensaciones. Para ellos el futuro está perdido. La cosa es sencilla de entender: sentir es existir. La vida aquí es una penitencia...

Escuchaba a Ábrego como a un telegrafista enviando concisas frases desconcertantes cuya contundencia alcanzaba a comprender, pero ninguna de ellas me empujaba a colaborar.

—Le estoy implorando un poco de felicidad, doctor. Si usted está negado para los disfrutes poco convencionales, hágalo como un acto de altruismo. Se ama a los perros, a los enfermos desvalidos, a los niños cuando duermen, doctor, ¿por qué no hacerlo por una convicta que cumple una condena de por vida, que se va a pudrir en una celda? ¿No podría usted realizar ese acto caritativo? ¡Está usted en la Penitenciaría, doctor! Lo que cuentan son las sensaciones. ¿No tiene algunas que le sobren?

La socarronería de Ábrego contrastaba con una mirada firme y dura, pero en el fondo suplicante. Apreté los dientes y él reaccionó dándome unas palmaditas en la espalda.

—Ándele, ándele, Mitre, nada de sentimientos —agregó —sé que usted les teme. Simples sensaciones, doctor.

Aunque nunca me reprochó nada, recordé las facilidades que me había estado otorgando para realizar la investigación y sentí que algo le debía y que suponía que se lo pagara con estos favores. (¡Oh, Alfonso, qué estupideces dices para justificarte!).

De pronto, Oralia, sí, Oralia se llamaba, entró a la oficina. Abrió con familiaridad uno de los cajones del escritorio de Ábrego y salió sin decir palabra. Miré a Ábrego como preguntando sobre de la conducta errática de Oralia.

—Ella pierde la cabeza, doctor. Es maravillosa. Las demás han fingido como las actrices de video porno. Ella, en verdad, doc, pierde la cabeza.

—Y usted también la pierde por ella.

—Su conciencia desaparece por completo y vive para su placer, un placer del que tampoco está en total advertencia. ¡La locura, doctor! ¿No se le ha antojado vivirla aunque sólo sea una vez en la vida? —(¿Se te ha antojado, Alfonso? ¡Admítelo! Es lo que siempre habías estado buscando). —Es una entrega plena, irracional. Una experiencia novedosa que ni en las mejores borracheras lo había conseguido. —Ábrego, y la voz me ablandaban. No ignoraba mi vulnerabilidad ante los ofrecimientos sensuales. —Como usted, yo siempre estaba al tanto de lo que sentía. Ella, en cambio, se desconecta de todo, vive el éxtasis, un espectáculo maravilloso. Ella me ha curado, doctor.

—¿De qué estaba enfermo, Ábrego?

—Era un simple gato. Ahora sé que puedo ser un león.

Sonreí. Me paseé un poco y miré las luces encendidas de la Penitenciaría. Algunos guardias fumaban y conversaban, apoyados en sus rifles.

Más recuperado de las sorpresas de la noche, traté de urdir un plan para tomar distancia de la propuesta de Ábrego y deslindarme lo más pronto posible.

(¿Así es que Ábrego se ha transformado de un burócrata gris en el rey de la selva? ¿No es a lo que habías aspirado toda tu vida, Mitre? ¿No quieres pedirle la receta?)

La maquinaria mental trabajaba febrilmente. ¿Sería el efecto de los tragos apurados, de la propuesta escandalosa de Ábrego, o por el temor de perder el control y los límites? El pensamiento discurría por varios rumbos. La conversación con Ábrego continuaba pero al mismo tiempo un vértigo de palabras luchaba por imponerse en mi cabeza. Todo aquello que había subrayado en los libros y defendido en algunas conferencias respecto a la libertad volvía y exigía su lugar en la escena que proponía Ábrego. Bataille, Fourier, Foucault, intervenían azuzándome con la voz de Ábrego. ¿Temía porque estaba convencido de que tras del principio del placer sonreía la muerte?

Recordé que alguna vez Ábrego había discurrido sobre el tema y yo había alcanzado a anotar algunas palabras en la bitácora de la violencia intrafamiliar. “No tema doctor Mitre. El deseo no es ciego como el amor; al contrario, es lúcido. El amor lo obliga a seguirle las huellas a tientas, tropezando, con accidentes a veces fatales, lo lleva a oscuras por el mundo y puede presentarle visiones inquietantes. El deseo, en cambio, es una droga natural y embriagante: perdiéndose en su laberinto se irá encontrando. El deseo lo encamina a lo que busca, sin filosofías ni interrogaciones, poniéndolo de frente a lo que a usted le place, es decir, a lo que usted es. El enigma que cada hombre es, se resuelve con el puñado de verdades a las que el cuerpo, con su instinto, nos conduce.”

Todo me daba vueltas: recordé la más reciente sesión con P. H. y el desenlace que tuvo su relación con Trudi. Temí que se repitiera con Oralia. Algo maligno sentía en el aire. Me armé de valor y me dirigí al abogado entigrecido:

—Ya lo creo, Ábrego, ella pierde la cabeza tanto que en uno de esos estados asesinó a su hijo.

—Es cierto, doctor, —aceptó sin inmutarse —pero lo asesinó porque lo amaba. Esos sentimientos no tienen cabida aquí.

La respuesta de Ábrego me pareció descabellada.

—Sospecho, Ábrego, que también usted pierde la cabeza.

—Ella posee una naturaleza peculiar que necesita esas libertades para expresarse. ¿A cuáles libertades puede acceder un encarcelado?

Me resultaba extraño mirar a un profesional cuyas tareas consistían en defender las leyes y las normas, siendo víctima propiciatoria de la disolución del self. Lejos de preocuparse por ese estado, parecía cultivarlo.

—No importa el sentimiento, —insistía Ábrego por enésima vez —sino la sensación. Los sentimientos destrozan el corazón y duelen. Las sensaciones, en cambio, nos llevan al mundo del que fuimos arrancados. Quien ama no puede disfrutar sus sensaciones.

—Pero usted acaba de aceptar que la ama.

—Estoy borracho, Mitre, miento, me contradigo, pero le voy a recordar la única certeza que ahora me acompaña: no somos más que un poco de polvo en el viento. Yo vengo del amor, de una catástrofe que no deseo que vuelva a suceder. —Me pasó el brazo por los hombros, sentí el peso de su borrachera, de su tristeza, de su honestidad, de su compasión. Casi entre susurros me dijo —¿Ha visto los pies de Oralia? ¡Son inigualables! Conozco su lenguaje y jamás los confundiría con los de otra persona.

Recordé los pies desiguales de Oralia. Un ataque poco severo de poliomielitis los había obligado a que se modelaran por separado. También se me vino a la mente lo que Ábrego me había confiado respecto a la infidelidad de su mujer. Él había visto, por las rendijas de unas cortinas y sobre una alfombra azul, los pies de su mujer y de otra mujer, hablándose de amor.

Ábrego miraba por la única ventana, pensativo.

—Hasta ahora comprendo su resistencia para amar a su Lolita, doctor Mitre.

La referencia a A. me sorprendió. La sentí fuera de lugar. Todavía de espaldas me dijo:

—Usted no quiere perder el control; como psiquiatra es dueño de las situaciones, pero en cuanto se despoja de su profesión, queda desarmado. —Ábrego se volvió para mirarme y dijo con un tono sarcástico: —¿Todavía se lleva el diván al motel, doctor Mitre?

Sonreí sin engancharme con sus provocaciones. Estaba seguro que sus forcejeos no irían tan lejos: temía perder el obsequio para su concubina.

—No, Ábrego, ahora hago en amor en el diván.

—¡Bravo, doc! —Ábrego aplaudió. —Estoy orgulloso de usted, aunque... —acercándose de nuevo a mí y con un tono de consejero persuasivo añadió: —...el motel es más cómodo.

Nada de lo que dijo me hizo gracia.

Ábrego se metió al privado, puso algo de música y lo perdí de vista. Oí que orinaba y desde el baño elevó la voz para continuar su labor de zapa.

—El asunto aquí es que el amor que tolera el escrutinio se desvanece. Para vivir el amor no hay nada mejor que lo oscurito —dijo arreglándose la bragueta y bajando la intensidad de la luz. La penumbra me resultaba más relajante que amenazadora. Además no estaba dispuesto a abandonar las luces de la inteligencia con las que Ábrego me iluminaba, ni a dejarme envolver por las sombras que intentaba echar encima.

—¿Sabe usted que a su Oralia le llaman La Hiena? —Al terminar de hacer la pregunta supe que una bala se me había disparado de mi inconsciente, y de inmediato miré a Ábrego para saber en dónde le había dado. Lo único que yo buscaba era desquitarme de sus intrusiones en el campo de lo sagrado, es decir, entre A. y yo; deseaba pagarle con la misma moneda.

Ábrego tomó un largo trago y engulló algunos cacahuates. Los masticó con cuidado antes de responder:

—El amor es una legión de fieras que se sueltan contra uno.

No miré sangre por ningún lado. Me animé a proseguir.

—Estoy de acuerdo, Ábrego, pero me parece que usted mismo las desenjaula.

—No sólo eso, Mitre. Ya estando sueltas les ofrezco el corazón. Uno no aprende, sigue haciendo tonterías toda su vida.

—¿A qué tipo de fieras se refiere? —le pregunté.

—A todas, cualquiera. Las reales, las prehistóricas, las fantásticas, las mitológicas. Pero a las más feroces de todas.

Coincidí con Ábrego y mientras lo celebraba, Oralia entraba intempestivamente y con júbilo le anunciaba:

—Mira lo que te conseguí, —interrumpió la preferida del sultán Ábrego. Agitaba en el aire una pequeña bolsita de plástico en la que bailaban una jungla de papeles doblados que me recordaban los ejercicios de origami. En mi fantasía supuse que en cualquier momento y por medio de un movimiento eficaz se jalaría la punta del papel y aparecería un barquito, una rana, un alebrije.

—¡Unas tachuelas! —gritó entusiasmado Ábrego —Será una fiesta estupenda.

—Las cambié por el brandy y la canilla de mota que guardabas en el cajón del escritorio. ¿Te la preparo?

—¡Por favor!

No pude precisar a qué hacía referencia el intercambio de palabras entre Ábrego y Oralia. Ábrego se dirigió a ella con ternura por haberle conseguido lo que necesitaba, la tomó de la barbilla y besó su mejilla. Ese gesto espontáneo contradecía la actitud de una fría navaja con la que solía diseccionar las relaciones humanas.

Ábrego se alzó la manga de la camisa haciendo aparecer un mundo fantástico de tatuajes: escorpiones, arañas, moscos hundiendo en las venas sus largos picos. Los insectos convivían serenamente. Sus posiciones expresaban más que peligro, un sentido estético inmejorable. Parecían estampas de un libro de entomología o un grabado de Toledo.

—Soy el lienzo preferido de Oralia —dijo Ábrego con orgullo.

Me acerqué al brazo de Ábrego y observé los detalles de los dibujos tatuados. Miré los insectos dibujados con destreza. Me recordaron los ideogramas que suelo pintar sobre el dibujo del cuerpo desnudo de A. y me sorprendió la coincidencia: yo sólo me había atrevido a tatuar la piel de A. en las hojas blancas. ¿Entre imaginar y hacer realidad lo que se imagina reside la verdadera osadía?

Ahora me explico las manchas de tinta que Oralia exhibía en sus dedos y quién le servía de lienzo.

Mis cavilaciones fueron interrumpidas. Con el hule que sacó de uno de los cajones, Ábrego se impuso con eficiencia un torniquete y golpeó las venas del pliegue del brazo derecho. Su concubina realizó maniobras rápidas para disolver una sustancia turbia en una cuchara y activando el encendedor se dispuso a calentar la porción para luego absorberla con la jeringa.

Antes de aplicarla en sus venas ansiosas, Ábrego me preguntó:

—¿Desea unas vacaciones en el paraíso, doctor?

Negué con la cabeza. Las venas del pliegue del brazo de Ábrego se ocultaban bajo una mancha negruzca seguida por un sendero de piquetes, algunos de los cuales revelaban las huellas recientes del hundimiento de las agujas coronándose por una pequeñísima costra hemática. Oralia, introdujo con habilidad la aguja. La sangre pintó de inmediato al contenido líquido de la jeringa y comenzó a introducirlo lentamente.

Ábrego fue cerrando los ojos recargando su cabeza sobre el sillón.

—Doctor Mitre —alcanzó a decirme con una voz débil —sólo se ama aquello que uno no puede controlar.

Unos segundos después Ábrego se abandonó sobre el sillón, borrando de su rostro las huellas que le había dejado el día. Su rostro lucía sereno como si el espíritu santo se hubiera posado sobre él.

—Se recuperará pronto, doctor, no se preocupe. Así le gusta disfrutar del fogonazo —me informó Oralia, habituada ya a esas escenas.

—¿Heroína? —pregunté.

—De todo un poco. Allá adentro nada conserva su pureza —dio unos pasos, miró al bulto que era en ese momento Ábrego, le pasó la mano por el rostro, demorándose en los labios y, mirándome de repente me preguntó a quemarropa. —A propósito, doctor, ¿qué es la pureza?

El vértigo. Una sorpresa tras otra y ésta mujer condenada a cuarenta años por filicidio obligándome a filosofar. Como no atiné a contestarle de inmediato, ella prosiguió:

—Se lo pregunto porque alguna vez yo aspiré a la pureza.

—No se puede aspirar a la pureza cuando nos mueven los instintos...

—Más bien fue Él quien me mostró esos senderos... —Oralia no atendió a mis lucubraciones —. Pero las voces, como siempre, estaban en desacuerdo con él.....

—Dile que te quedó el hábito... —la interrumpió Ábrego, sin abrir los ojos, desde una estación lejana de su viaje.

—¿Hábito de monja? —pregunté con candor y Ábrego logró hacer el rictus de una carcajada casi muda.

—¡Ay, no, no! ¡Cállate, cállate! —Ella fue hasta el sillón en donde Ábrego estaba tumbado e intentaba taparle la boca con las manos.

—¿De qué hablan? Pónganme al tanto.

—Del hábito de la Hermana Oralia —dijo Ábrego a través de la rendija de los dedos de Oralia.

Su concubina logró taponar con fuerza la boca impidiéndole continuar. La escena posee un ingrediente de juego infantil que me relaja. Supongo que se trata de un secreto nimio cuya revelación provocaría una celebración gozosa y una vergüenza transitoria por parte de la víctima que, según podría preverse, sería Oralia.

La misma Oralia se acerca a mi oído para develármelo.

—El hábito consistía en meterse velas... Usted sabe... Ahí, usted me entiende. —Ella se despega de mi rostro y levanta las cejas y sonríe agregando —A ese hábito se refiere el licenciado, un hábito juguetón que proponía casi siempre el ministro del culto...

Cuando escucho esto me percato que el juego de la verdad va en serio. La botella ha empezado a girar.

La verdad, el vino, el azar, los deseos, dan vueltas en mi cabeza. La botella gira. Me borro a mí mismo. Otro en mí que desconocía comienza a apropiarse de mi cuerpo.

Me gusta.

¿Seré capaz de desnudarme? ¿Por qué debo encontrar la felicidad en los territorios impunes que propicia el deseo? ¿Se trata de una trasgresión este juego sencillo, este acuerdo libre y lúdico?

Voy a unirme a lo que venga; ya tengo lista mi coartada: a los cuarenta son inexistentes los sueños, vulnerables las creencias e implacables las pasiones. La música poderosa de Carl Orff sube y baja, se mete de la taberna a esta oficina penitenciaria para recordarnos que nuestra existencia es mudable y evanescente. ¿Quién asegura que éste no sea nuestro último instante?

Ábrego escucha un fragmento y todavía narcotizado e idiota se lleva el índice al oído para conminarme a poner atención a la música y con alguna dificultad expresiva logra recitar estos versos que parece dedicármelos:

“Ahora que se amamanta la primavera De los pechos del verano, Quien bajo el reinado de la vida No disfrute de ella, ni la goce, Es un alma miserable”.

Ábrego se recupera paulatinamente y aunque él está en otra parte logra retomar su papel de anfitrión. Observa que no tengo nada entre las manos y me ofrece otra copa:

—No finja, doctor Mitre —dice arrastrando la lengua, —la alegría que no esté fundada en el alcohol y las drogas es espuria y artificiosa.

Brindo con ellos, canto, me emborracho. Otro trago. La música nos ayuda a sacudirnos. La sensualidad de Oralia me recuerda a la de A. cuando baila. La botella gira y mi vida con ella. ¡Es un vértigo esta fiesta!

La mujer baila, libre de traumas. Ya no importa la disimetría de sus piernas: ella vuela. Se acerca a mí con movimientos sensuales. Su trasero logra ponerme a tono. Intento resistir los deseos de replegarla a mi cuerpo pero ella se ofrece con generosidad, sin embargo, me evita si busco abrazarla. Por un momento la retengo en mis brazos pero se me resbala. Es una trucha entre mis brazos.

Ábrego nos mira y disfruta desde su estado letárgico. La música se detiene y Oralia también y un poco agitada por el baile busca su copa, pero yo no logro hacer lo mismo. Abrazo a la Hiena, y la beso larga, profundamente. Cierro los ojos y comulgo con ella, con la vida. Olvidamos el tormento que se oculta en el pasado. Los nudos se desatan.

Ábrego navega como un barco ebrio en las penumbras de la oficina y logra llegar al estéreo, mueve algo del iPod y la cantata vuelve a su primer movimiento a todo volumen. La Carmina Burana retumba con sus fastuosos acordes y yo canto más con ganas que con tino acompaño el único fragmento en latín que aprendí de memoria: O fortuna / velut luna/ statu variabilis/ semper crescis / aut decrescis / vita detestabilis / nunc obdurat / et tunc curat/ ludo mentis aciem/ gestatem/ pro testamem/ dissolvit ut glaciem/... y mientras prosiguen los acordes recuerdo de unos versos goliardos escritos por esos sacerdotes nómadas, borrachos y rebeldes, y quizá por ello, profundamente sabios:

Con dudosos pasos vaga la voluble suerte.

¡Oh fortuna inconstante!

La embriaguez, la entrega, la liberación, la vida breve tomada de un solo sorbo. La vehemencia de Carl Orff azuza la mía y casi gritando le declamo a Ábrego que se mantiene aferrado a Oralia en un abrazo estrecho:

Lo que quieres das generosa al que quieres, y de lo que quieres despojas al que quieres en instante breve.

Le arrebato a la mujer y la beso de nuevo y la acaricio con ansiedad. Soy un goliardo dispuesto al goce, un psiquiatra dispuesto a develar, en su propio ser, los misterios que he pretendido explicar en los otros. La alegría serpentea, el alcohol ya está volando la cabeza y en la sangre levanta sus remolinos. “Llevado soy como barco a la deriva;” —le recito en el oído a Oralia — no me retienen cadenas ni llave alguna”. Ella algo dice que no logro escuchar, sólo sé que ha pronunciado la palabra libertad y eso me basta.

Muerdo su nuca, entreabro los ojos y sobre su hombro miro que Ábrego se acerca dispuesto a unirse a nuestro abrazo.

Busco a mis iguales, me uno a los perversos.

A partir de mañana todo será distinto, digo, y me abandono.

O fortuna, o fortuna levis.