Presentación
PSIQUIATRA y escritor.
Incautos como solemos ser los verdaderos lectores, en espera de que los textos nos tomen por asalto, al leer los vocablos previos más de uno habrá de preguntarse: ¿Tienen ambos oficios puntos de contacto, cosas en común, o son meramente casuales los híbridos especímenes que los padecen de manera conjunta?
Para expresarlo al entendimiento de cualquier médico porque a fin de cuentas el asunto en principio es de los médicos, utilizando los términos metodológicos que emplearía un residente de psiquiatría: ¿se trata o no de variables dependientes?, ¿ser psiquiatra resulta un factor de riesgo para abrazar el oficio de escribir?, o bien, en aparente sentido inverso, ¿el amor a las letras forma parte comúnmente de la historia clínica característica del síndrome de ser psiquiatra? No hará falta ser un profesional de la medicina para entender que lo que se busca es el hilo conductor entre la disposición de escuchar historias, por extrañas que estas puedan resultar, y narrar relatos de cualquier índole siempre y cuando respeten el territorio de la ficción. Lo que no sucedió y que de todos modos estoy contando bien puede ser un delirio como el de los enfermos, bien puede ser un recurso para la expresión estética. A fin de cuentas, si seguimos al recién laureado Nobel Vargas Llosa, la ficción es el arte de contar mentiras.
De vuelta a las preguntas originales del par de párrafos previos, e imposibilitado para diseñar y aplicar una prueba que apoye o descarte semejante hipótesis, limitado quien esto escribe, le resulta sencillo saber que cuenta con un sólo recurso rumbo a la respuesta; un tercer oficio tal vez más complicado que los dos previos: editar.
Si uno padece la mala maña de leer ficción, primigenia, y más tarde, habitualmente en consecuencia, la maña peor de leer cualquier cosa, los referentes se vuelven de verdad inagotables, tanto que de tomarlos todos en cuenta mis párrafos introductorios resultarían interminables. Inerme sin embargo, como suele sentirse quien escribe sin tener a quien citar, con quien compartir la tarea de expresar sin recursos para ello, me resulta imposible no traer algunos libros tratando de cobijar a este texto. ¿Con qué me quedo para enmarcar los relatos que contiene este volumen? Tras recorrer algunas obras, mediante la memoria tramposa o en algunos casos frente a los ejemplares, elegí finalmente cuatro, no más, sin que con ello pretenda haberles hecho justicia a los alienistas narradores. Como siempre que se escribe —casi todos, opino yo; sólo aquellos que padecen la falta de rigor metodológico en su trabajo, opinarán tantos más sensatos y con mejores elementos de juicio—, inevitablemente se ve uno expuesto, inerme a la inercia de considerar lo que a uno le gusta. Pido disculpas por anticipado en tanto se trata de cuatro libros a los que mis preferencias les han hecho un sitio especial, subjetivo, desde luego. Cuatro libros, dos son viejos, diría hasta un viejo, dos deben considerarse nuevos: dos y dos.
Cuentan que durante uno de sus larguísimos viajes por tren, de extremo a extremo de la Rusia de entonces, un libro cae en manos de Lenin, para entonces líder político de su patria al término de la revolución bolchevique, consumidor voraz de obras poéticas y de ficción: El Pabellón Número Seis, del dramaturgo y cuentista ya fallecido entonces, Antón Chejov, publicado en 1892. De su lectura, asegura quien relata la anécdota, el estadista termina aterrorizado a tal grado que le lleva semanas deshacerse de la aprensión que le provoca el relato. De ese tamaño y con ese valor el cuentonovela, o si se quiere, de ese calibre el interés vestido siempre de temor, por la locura, el miedo de Lenin o el de cualquiera. El personaje de Chejov resulta ser un médico, como él mismo, sin más afán, empleo ni pretensión que cuidar a un grupo de pacientes mentales que habitan la sala seis de un gran hospital. Se vale contar el final: de la ausencia de casi cualquier cosa valiosa en su vida, a la que se suma la convivencia con un atractivo paranoico, el doctor termina siendo un enfermo delirante que ingresa a la sala de la que había cuidado, para morir ahí la misma noche de su internamiento. La propuesta resulta simple y complicada a la vez: el oficio de cuidar pacientes mentales predispone a padecer de lo mismo, sentencia que por otra parte no resultará novedosa para ninguno de mis colegas, cansados seguramente de saberla típica de la visión popular de su oficio médico.
Memorias de un Enfermo de Nervios, publicado en 1903. ¿El autor? Daniel Paul Schreber, distinguidísimo jurista, doctor en derecho y presidente de un alto tribunal alemán en los años en que ejerció la abogacía, antes de enfermar. Este documento ha resultado esencial a quienes han pretendido hurgar en esta interfase psiquiátrica-literaria, dada, en primer término, la calidad artística del relato que hace el propio Schreber de sus vivencias psicóticas, y en segundo término a que mereció por lo menos los comentarios concienzudos, si no es que el análisis detallado a la manera de ensayos, por parte de quienes habrían de ser considerados autoridades en temas psiquiátricos para esos años, e incluso de algunas voces de autoridad en cuestiones literarias. Al primer grupo fueron agregándose el para entonces joven psiquiatra Carl Gustav Jung, Eugene Bleuler y el mismísimo Sigmund Freud, habiendo de por medio memorables polémicas epistolares entre ellos acerca del manuscrito. Más adelante, Jacques Lacan se sumaría a la lista. Del segundo grupo destaca el ensayo de Elías Caneti, Premio Nobel de Literatura, y desde luego el ensayo y edición del genial Roberto Calasso. Una y otra vez puede preguntarse quien haya seguido todos estos trabajos: ¿ofrecen los delirios y las vivencias que propician, material para pasajes de tan enorme valor literario? ¿Es eso propio de la enfermedad mental como tal, más allá de quién padezca, relate, analice, discuta y concluya acerca del valor artístico de los textos que la reseñan? ¿Cómo es que Schreber, enfermo, convierte en arte literario la narración de su locura?
Alfredo Espinosa, insigne invitado a participar en esta pequeña colección, publica en 1991 una novela que resulta laureada: Infierno Grande. Para ese año, a sus 36, Espinosa es ya psiquiatra, psicoanalista y escritor consagrado. Da vida a su relato una anécdota tan desafortunada como típica, en México y en tantos otros lugares: el viernes 21 de julio de 1983, en plena sequía del verano en el desierto chihuahuense, nueve enfermos mentales fueron abandonados en un camino de tierra entre la carretera federal 45 y el poblado de San Diego Alcalá. El propósito: deshacerse de ellos en ausencia de familiares o tutores que pudieran cuidarlos, limpiar de locos abandonados la capital del Estado. Los enfermos —siete de ellos, dos fallecieron y sus cadáveres fueron encontrados mordisqueados por animales de rapiña —caminaron hasta la carretera, donde fueron encontrados para evidencia del ilícito, pero sobre todo, para dejar constancia de la visión que se tiene todavía de quienes sufren males psiquiátricos. Las autoridades que procedieron así —vaya a saberse cuantas veces habría ocurrido en el pasado —se convirtieron en involuntarios émulos de la Nave de los Alienados, el barco que según Michael Focault y su Historia de la Locura en la Época Clásica, era utilizado de cuando en cuando por ciudades y feudos de la Europa medieval para deshacerse de sus enfermos arrojándolos al mar en una nave con el timón atado para navegar siempre hacia el horizonte, a ninguna parte hasta morir de inanición o terminar ahogados. En el relato de Alfredo, Albores, pueblo chico situado al norte de México, espera la visita del para entonces mítico candidato cargado de promesas, y debe en consecuencia deshacerse de sus locos para que no estorben las ceremonias. Baste con la cita. No hace falta la reflexión que habrá hecho más de un analista autorizado acerca de la novela: excelente relato protagonizado en último término por la enfermedad mental, con la que se consigue hacer arte narrativo.
Recién apareció Breve Diccionario Clínico del Alma, de Jesús Ramírez-Bermúdez, uno más de quienes han distinguido estas páginas con su trabajo literario. El volumen contiene los relatos que Ramírez hace de los casos que se le van apareciendo en el ejercicio de la psiquiatría, contados en esta ocasión —lo que concede verdadera trascendencia al trabajo de Jesús —mediante recursos literarios. Lo que averigua quien lee de cada caso resultará una y otra vez fantástico de por sí, para aderezarse además de las consideraciones vivenciales que despiertan las tragedias que padecen estos hombres y mujeres. Resultará trabajo del lector la decisión de haber accedido al conocimiento del alma a través de lo que narra Jesús. La propuesta del autor se mantiene fiel a la de los otros libros citados: la enfermedad mental lleva implícito el combustible necesario para hacer arder la literatura psiquiátrica; basta con saber narrar, los alienados y sus procesos mórbidos hacen lo demás. O si se quiere, ficción que no hace falta inventar porque ya nos viene contenida en la realidad de lo psiquiátrico.
Esa misma fidelidad es la que el lector encontrará en los relatos que se han incluido en estas páginas: contar la locura, de modo totalmente casual para lo que aquí se decidió contar, casi siempre mediante una voz narrativa que utiliza la primera persona en singular. Lo que yo puedo decir, lo que me sucede, sin más óptica que la que me reserva mi condición de alienado, la locura que padezco. El recurso, a criterio de quien con modestia hace la labor de editar, funciona estupendamente. El juicio de cada quien será sin duda el que mande al término del recorrido, con un riesgo implícito en el caso de las narraciones de males mentales: pudieran poner esa capacidad de juzgar en entredicho.
Alfredo Espinosa, Rodrigo Garnica, Rafael Medina, Jesús Ramírez-Bermúdez, Patricia Rodríguez Saravia y Rafael Salín-Pascual nos muestran sus relatos, evitando la perspectiva del observador externo, ajeno, contemplando acontecimientos estrambóticos que en nada le atañen, que no mueven ningún resorte, ninguna fibra. No, el reto requería de historias tratadas con enorme intimidad, con empatía sin regateos, sin más vía que dar voz a los enfermos. Cumplieron, según pienso, su misión de otorgar el carácter de ámbito literario al espacio en el que acontece lo psiquiátrico, que se ha explotado de tantas maneras y que visto de ésta consigue sorprender en su finalidad estética.
A decir del emblemático narrador de todo aquello que se llamó la literatura de la onda, Parménides García Saldaña: “...tomas los elementos más demoniacos y los canalizas a través de la creatividad”. Esa, justamente, parece ser la tarea del psiquiatra escritor.
Léanse las narraciones y hágase cada quién un juicio de la insania de los personajes, del valor estético que puede concederle a lo que se cuenta, de los juicios no tan sanos que pueden despertar en el propio lector, y de todo lo patológico que acompaña a la humanidad misma; somos, en último término, criaturas de debilidades. La locura a su disposición gracias a los autores que aceptaron compartirnos su talento. O a decir de Chejov, que nos distinguen compartiéndonos a sus amantes.
Oscar Benassini, Ciudad de México, mayo del 2011.