V
He dicho que la reprobación vinculada en los tiempos antiguos al pecado de brujería se vincula actualmente en muchas mentes a las especulaciones de la cibernética moderna. Sin temor a equivocarme, si hace doscientos años un experto hubiera pretendido hacer máquinas que aprendieran a jugar juegos o que se reprodujeran a sí mismas, seguramente hubiera tenido que vestir el sambenito, el hábito que llevaban las víctimas de la Inquisición, y hubiera sido entregado al brazo Seglar[16], con la orden de que no hubiera derramamiento de sangre; desde luego, eso sí, a menos que hubiera podido convencer a algún importante personaje de que podía trasmutar los metales básicos en oro, como el rabino Lüw de Praga, que proclamaba que sus encantamientos inyectaban un soplo de vida al Golem de barro, y persuadió al emperador Rodolfo. Porque, aún ahora, si un inventor pudiese probar a una compañía de computadoras que su magia les sería útil, podría prácticar sus hechizos desde ahora hasta el día del juicio final, sin el menor riesgo personal.
¿Qué es la brujería y por qué se la condena como un pecado? ¿Por qué causa tanta desaprobación esa estúpida mojiganga de la misa negra? La misa negra debe entenderse desde el punto de vista del creyente ortodoxo. Para los demás, es una ceremonia carente de significado aunque obscena. Quienes participan en ella están mucho más cerca de la ortodoxia de lo que pensamos la mayoría de nosotros. El elemento principal de la misa negra es el dogma cristiano normal de que el sacerdote realiza un milagro real, y que los elementos de la eucaristía se convierten en la verdadera sangre y cuerpo de cristo.
El cristianismo ortodoxo y el brujo están de acuerdo en que después de que se ha realizado el milagro de la consagración de la hostia, los divinos elementos son capaces de realizar otros milagros. Están de acuerdo, además, en que el milagro de transubstanciación puede ser realizado solamente por un sacerdote debidamente ordenado. Más aún, están de acuerdo en que tal sacerdote nunca perderá el poder de realizar el milagro, aunque si es secularizado lo realiza con el peligro cierto de condenación. Conforme a estos postulados, resulta completamente natural que algún alma, réproba pero ingeniosa, haya concebido la idea de ejercer su influencia sobre la hostia mágica y utilizar sus poderes para su ventaja personal. Es en esto, y no en impías orgías, en lo que consiste el pecado fundamental de la misa negra. La magia de la hostia es intrínsecamente buena: su desviación a otros fines que la mayor gloria de Dios es un pecado mortal.
Éste fue el pecado que la Biblia atribuyó a Simón Mago, por negociar con San Pablo por los poderes milagrosos de los cristianos[17]. Puedo imaginarme perfectamente la confusa pesadumbre del pobre hombre cuando descubrió que estos poderes no estaban en venta, y que Pablo se negó a aceptar lo que era, en la mente de Simón, un trato honorable, aceptable y natural. Se trata de una actitud con la cual la mayor parte de nosotros se ha enfrentado cuando nos hemos negado a vender una invención en las condiciones realmente halagüeñas ofrecidas por algún moderno capitán de industria. Sea como fuese, la cristiandad ha considerado siempre la simonía como un pecado, es decir, la compra y la venta de los oficios de la iglesia y los poderes sobrenaturales que ellos implican. Es más, Dante la coloca entre los peores pecados, y confina al fondo del infierno a algunos de los más notorios practicantes de la simonía en sus tiempos. Sin embargo, la simonía fue un vicio habitual y dominante en el mundo altamente eclesiástico en que vivió Dante, y naturalmente se ha extinguido en el mundo actual, más racionalista y racional.
¡Se ha extinguido! Se ha extinguido. ¿Se ha extinguido? Quizá los poderes de la edad de la máquina no son verdaderamente sobrenaturales, pero al menos parecen estar por encima del curso ordinario de la naturaleza para el hombre de la calle. Quizá ya no consideramos que nuestro deber consista en dedicar estos grandes poderes a la mayor gloria de Dios, pero aún nos parece impropio dedicarlos a propósitos vanos y egoístas. Hay un pecado, que consiste en el uso de la magia de la automatización moderna para aumentar las utilidades personales o para desatar los terrores apocalípticos de la guerra nuclear. Si este pecado tuviera que tener un nombre, dejemos que sea el de simonía o brujería.
Creamos o no en Dios y su mayor gloria, no todas las cosas nos resultan igualmente permitidas. Aunque Adolfo Hitler pensara de otro modo, no hemos llegado aún al pináculo de la indiferencia moral sublime que nos coloque más allá del bien y del mal. Y precisamente mientras retengamos una huella de discriminación ética, el uso de grandes poderes para propósitos bajos constituirá un equivalente moral total de la brujería y la simonía.
Mientras sea posible hacer un autómata, sea de metal o meramente en principio, el estudio de su construcción y su teoría es una fase legítima de la curiosidad humana, y la inteligencia humana se estultifica cuando el hombre establece límites fijos a su curiosidad. Sin embargo, hay aspectos de las razones de la automatización que van más allá de una curiosidad legítima y son pecaminosos en sí mismos. Pueden ejemplificarse en el tipo particular de ingeniero y administrador de ingeniería que designaremos con el nombre de adorador de artificios.
Estoy completamente familiarizado con los adoradores de artificios en mi propio mundo, con sus lemas de libre empresa y de economía motivada por el lucro. Pueden existir y existen en ese mundo de detrás del espejo en el que los lemas son la dictadura del proletariado, marxismo y comunismo. El poder y la búsqueda del poder desgraciadamente son realidades que pueden tomar muchas apariencias. Entre los devotos sacerdotes del poder, hay muchos que ven con impaciencia las limitaciones de la humanidad, y en particular la limitación que consiste en que el hombre no es predecible ni confiable. Es posible conocer mentes dominantes de este tipo por los subordinados que escogen. Son mansos, autodisminuidos e íntegramente a su disposición; y por ello son generalmente ineficientes cuando dejan de ser miembros a la disposición de su cerebro. Pueden ser muy industriosos pero tienen poca iniciativa independiente —los eunucos del harén de ideas al que se desposa su sultán—.
Además del motivo de admiración que el adorador de artificios encuentra en el hecho de que las máquinas no tengan las limitaciones humanas en cuanto a velocidad y precisión, hay un motivo que es más difícil de establecer en cualquier caso concreto, pero que, no obstante, debe desempeñar un papel muy importante. Es el deseo de evitar la responsabilidad personal de una decisión peligrosa o desastrosa, colocando la responsabilidad en otra parte: en el azar, en los superiores humanos cuyas políticas no es posible desafiar o en un dispositivo mecánico que no es posible entender completamente pero cuya objetividad se da por supuesta. Por esto los náufragos echan suertes para determinar a cuál de ellos se comerán primero. A esto confió el difunto Eichmann su hábil defensa. Es esto lo que lleva a que haya algunos cartuchos vacíos entre los cartuchos con bala que se proporcionan a un pelotón de fusilamiento. Ésta será sin duda alguna la forma en que el oficial que apriete el botón en la próxima (y última) guerra atómica, independientemente del bando que represente, podrá salvar su conciencia. Y es un viejo truco en la magia —rico, sin embargo, en consecuencias trágicas— sacrificar por un voto la primera criatura viviente que uno vea al regresar sano y salvo de una empresa peligrosa.
Cuando tal jefe se da cuenta de que algunas de las funciones supuestamente humanas de sus esclavos pueden transferirse a las máquinas, se siente complacido. Al fin ha encontrado un nuevo subordinado —eficiente, servicial, confiable en su acción, nunca respondón, diligente, y que nunca exige un solo pensamiento de consideración personal—.
Tales subordinados se consideran en la obra de Karel Capek: R. U. R. El esclavo de la lámpara no plantea reivindicaciones. No pide un día libre por semana o un aparato de televisión en el cuarto de los sirvientes. De hecho, no pide cuarto de sirvientes en lo absoluto, sino que aparece de la nada cuando se frota la lámpara. Si tus propósitos te comprometen en daros a la vela muy ceñidamente a un viento moral, vuestro esclavo nunca os hará recriminaciones, ni siquiera con una ojeada inquisitoria. Ahora eres libre de someterte a tu suerte, dondequiera que el destino te lleve. Este tipo de mente es la mente del brujo en el sentido cabal del término. No sólo las doctrinas de la Iglesia previenen contra esta especie de brujo, sino también el sentido común de la humanidad, acumulado en leyendas, en mitos, y en los escritos del hombre de letras consciente. Todos ellos insisten en que la brujería no solamente es un pecado que lleva al infierno, sino que es un peligro personal en esta vida. Es una espada de doble filo, y tarde o temprano te cortará.
El cuento de «El pescador y el genio», de Las mil noches y una noches[18] es muy pertinente. Un pescador, que echaba sus redes en la costa de Palestina, pesca una jarra de barro sellada con el sello de Salomón. Rompe el sello, y de la jarra brota humo que toma la figura de un enorme Genio. El ser le dice que es uno de esos seres rebeldes aprisionados por el gran rey Salomón; que inicialmente se había propuesto premiar a cualquiera que lo liberase con poder y riquezas; pero que en el curso del tiempo llegó a la decisión de matar al primer mortal que encontrase, y por encima de todos al hombre que le diera la libertad.
Afortunadamente para él, parece ser que el pescador era un hombre ingenioso, con una rica veta de zalamería. Jugó con la vanidad del Genio y lo persuadió de mostrarle cómo un ser tan grande podía haber sido confinado a semejante jarrita, haciéndolo entrar de nuevo en la jarra. Cerró el sello de nuevo, echó la jarra al mar, se felicitó de su angosto escape y vivió feliz desde entonces.
En otros cuentos, el protagonista no tiene un encuentro tan accidental con la magia e incluso llega todavía más cerca del borde de la catástrofe o provoca la ruina total. En el poema de Goethe, El aprendiz de brujo[19], el factótum joven que limpia la vestimenta mágica del maestro, barre sus pisos y acarrea su agua, es dejado solo por el brujo, con la encomienda de llenar sus baldes de agua. El sirviente, teniendo una porción completa de esa pereza que es la verdadera madre de la invención —la que llevó al muchacho que cuidaba la máquina de Newcomen a asegurar a la cruceta la cuerda de la válvula que él tenía que tirar, y eso llevó a la idea del mecanismo de la válvula automática—[20] recordó algunos fragmentos de un encantamiento que había escuchado de su maestro y puso a la escoba a trabajar trayendo agua. La escoba llevó a cabo esta tarea con prontitud y eficiencia. Cuando el agua comenzó a rebasar el borde de la cubeta, el muchacho se dio cuenta de que no recordaba el encantamiento que el mago había usado para detener la escoba. El muchacho estaba en peligro de ahogarse cuando el mago regresó, dijo las palabras de poder y dio al aprendiz un edificante regaño.
Incluso aquí, la catástrofe final es conjurada a través de un «deus ex machina». W. W. Jacobs, un escritor inglés de principios de este siglo, ha llevado el principio a su más pura conclusión lógica en un cuento llamado «The Monkeys Paw»[21] que es uno de los clásicos de la literatura de horror. En ese cuento, una familia trabajadora inglesa esta sentada para cenar en su cocina. El hijo sale a trabajar a una fábrica, y los viejos padres escuchan los relatos de su invitado, un sargento primero de regreso del servicio en el ejército indio. Éste les habla de la magia hindú y les muestra una pata de mono disecada, la que, les dice, es un talismán que ha sido dotado por un santón hindú de la virtud de conceder tres deseos a cada uno de tres poseedores sucesivos. Esto, decía, era para probar la insensatez de desafiar al destino.
Él dijo que no sabía cuales habían sido los dos primeros deseos del primer poseedor pero que el último había sido morir. Él mismo era el segundo poseedor, pero sus experiencias eran demasiado terribles para relatarse.
Estando a punto de arrojar la pata a las brasas de carbón, su anfitrión la recupera, y a despecho de todo lo que el sargento primero pudiera hacer, desea 200 libras esterlinas.
Inmediatamente después se oye un toque en la puerta. Se encuentra allí un caballero muy solemne de la compañía que ha empleado a su hijo. Tan amablemente como puede, da la noticia de que su hijo ha sido muerto en la fábrica en un accidente. Sin reconocer responsabilidad alguna en el asunto, la compañía ofrece sus condolencias y 200 libras esterlinas como indemnización.
Los padres están aturdidos, y a sugerencia de la madre, desean que su hijo les sea devuelto. Para entonces el exterior está oscuro, una noche oscura y borrascosa. Nuevamente se escucha un toque en la puerta. De alguna manera los padres saben que es su hijo, pero no en su forma corpórea. La historia termina con el tercer deseo, de que el fantasma se marche.
El tema de todos estos cuentos es el peligro de la magia. Esto parece descansar en el hecho de que la operación mágica es de una singular interpretación literal, y que si le concede cualquier cosa, le concede lo que solicite, no lo que debiera haber solicitado o lo que intentó solicitar. Si pide 200 libras esterlinas, y no expresa la condición de que no las desea al costo de la vida de su hijo, obtendrá 200 libras esterlinas, ya sea que su hijo viva o muera.
Puede esperarse que, similarmente, la magia de la automatización, y en particular la magia de una automatización en la que los dispositivos aprenden, sea de interpretación literal. Si usted está jugando un juego de acuerdo con ciertas reglas y dispone a la máquina jugadora para jugar hacia la victoria, si consigue usted algo sería la victoria, y la máquina no prestaría la más mínima atención a cualquier consideración aparte de la victoria, de acuerdo con las reglas. Si está usted jugando un juego bélico con una cierta interpretación convencional de la victoria, la meta podría ser la victoria a cualquier costo, incluso el de la exterminación de su propio bando, a menos que esta condición de supervivencia esté explícitamente contenida en la definición de victoria de acuerdo con la cual usted programe la máquina.
Esto es más que una paradoja verbal puramente inocente. Ciertamente nada conozco que contradiga el supuesto de que Rusia y los Estados Unidos, cada uno o ambos, están jugando con la idea de usar máquinas, máquinas que aprenden, además, para determinar el momento de apretar el botón de la bomba atómica que es la última ratio de este actual mundo nuestro. Durante muchos años todos los ejércitos han jugado juegos bélicos, y esos juegos han estado siempre a la zaga de los tiempos. Se ha dicho que en cada guerra, los buenos generales pelean la última guerra, los malos la penúltima. O sea que las reglas del juego de la guerra nunca se ponen al día con los hechos de la realidad.
Esto ha sido siempre cierto, aunque en periodos de muchas guerras, ha habido siempre un cuerpo de combatientes maduros que han experimentado la guerra bajo condiciones que no han variado muy rápidamente. Estos hombres experimentados son los únicos «expertos bélicos», en el verdadero sentido de la palabra. En el momento actual no hay expertos en guerra atómica: es decir, ningún hombre que tenga experiencia alguna de un conflicto en el que ambas partes hayan tenido armas atómicas a su disposición y las hayan usado. La destrucción de nuestras ciudades en una guerra atómica, la desmoralización de nuestro pueblo, el hambre y la enfermedad, y la destrucción concomitante (la que muy bien podría ser mucho más grande que el número de muertes de la explosión y la lluvia radiactiva inmediata) son conocidas sólo por conjetura.
Aquí, aquellos que conjeturan el mínimo monto de daños secundarios y la mayor posibilidad de supervivencia de las naciones bajo el nuevo tipo de catástrofe, pueden, y lo hacen, reclamar para sí la orgullosa vestimenta de patriotismo. Si la guerra es completamente autodestructiva, si una operación militar ha perdido todo sentido posible, entonces el ejército y la marina han perdido una buena parte de su propósito, y los pobres generales y almirantes fieles podrían ser despedidos del trabajo.
Las fábricas de misiles no contarían más con el mercado ideal, en el que todos los bienes pueden usarse sólo una vez y no permanecen para competir con otros bienes aún por fabricarse. El clero estaría embaucado por el entusiasmo y regocijo que acompañan a una cruzada. En síntesis, cuando hay un juego bélico para programar tal campaña, habrá muchos que olviden sus consecuencias, solicitando las 200 libras esterlinas y olvidando mencionar que el hijo debe sobrevivir.
Aun cuando siempre es posible solicitar algo distinto de lo que realmente deseamos, esa posibilidad es más seria cuando el proceso por el que vamos a obtener nuestro deseo es indirecto, y no queda claro el grado en que lo hemos obtenido hasta el final mismo. Usualmente comprendemos nuestros deseos, en la medida en que de hecho se realizan, por un proceso de retroalimentación, en el que comparamos el grado de consecución de metas intermedias con nuestra previsión de ellas. En este proceso, la retroalimentación pasa a través nuestro, y podemos dar marcha atrás antes de que sea demasiado tarde. Si la retroalimentación introducida dentro de una máquina es tal que no puede haber inspección hasta que la meta final es alcanzada, las posibilidades de una catástrofe son mucho mayores.
Odiaría pasear en la primera prueba de un automóvil regulado por dispositivos retroalimentadores fotoeléctricos, a menos que en alguna parte hubiese un manubrio por el cual yo pudiera tomar el control si me encontrase dirigiéndome a chocar contra un árbol.
La gente amante de los artilugios, con frecuencia tiene la ilusión de que, un mundo altamente automatizado haría menos exigencias a la inventiva humana que las que hace el actual y nos sustituiría en el pensamiento difícil, tal como un esclavo romano que también fuera filósofo griego podría haberlo hecho para su amo. Esto es palpablemente falso. Un mecanismo buscador de metas no necesariamente perseguiría nuestras metas a menos que lo diseñasemos para ese propósito, y en ese diseño deberemos prever todas las etapas del proceso para el que está diseñado, en lugar de ejercer una previsión tentativa que sube hasta cierto punto, y pueda ser continuada desde ese punto a medida que surjan nuevas dificultades. Las sanciones por errores de previsión, si bien ahora son grandes, se incrementarán enormemente en la medida que la automatización llegue a usarse plenamente.
En la actualidad hay una fuerte preferencia por la idea de eludir algunos de los peligros, y en particular los peligros concomitantes a la guerra atómica, mediante los tan mencionados dispositivos «tolerante a fallas»[22]. La noción que se encuentra detrás de esto es que incluso si un dispositivo no opera adecuadamente, es posible conducir su modo de falla de manera inofensiva. Por ejemplo, si una bomba de agua va a averiarse, con frecuencia es mucho mejor que lo haga vaciándose a sí misma del agua que explotando por la presión. Cuando estamos enfrentando un peligro conocido particular, la técnica de tolerancia a fallas es legítima y útil. Sin embargo, es de escaso valor contra un peligro cuya naturaleza no ha sido todavía reconocida. Si, por ejemplo, el peligro es uno remoto pero fatal para la especie humana, incluyendo la exterminación, solamente un estudio muy cuidadoso de la sociedad podría mostrarlo como un peligro hasta que ya estuviese sobre nosotros. Contingencias peligrosas de esta especie no se anuncian. Así, aunque la técnica de tolerancia a fallas pueda ser necesaria para evitar una catástrofe humana, enfáticamente no puede ser considerada como una precaución suficiente.
A medida que la técnica de ingeniería se vuelve más y más capaz de alcanzar propósitos humanos, debe volverse más y más habituada a la formulación de propósitos humanos. En el pasado, una apreciación parcial o inadecuada de los propósitos humanos ha sido relativamente inocua, solamente porque ha estado acompañada por limitaciones técnicas que nos dificultaron ejecutar operaciones que incluyesen una cuidadosa evaluación de propósitos humanos. Ésta es sólo una de las muchas áreas en las que la impotencia humana nos ha protegido hasta ahora del impacto destructivo total de la insensatez humana.
En otras palabras, aunque en el pasado la humanidad ha enfrentado muchos peligros, éstos han sido mucho más fáciles de manejar porque en muchos casos el peligro presentaba sólo uno de sus aspectos. En una época en la que la gran amenaza es el hambre, se obtiene seguridad mediante la producción de alimentos en aumento, y no hay mucho peligro en ella. Con una mayor tasa de mortalidad (y sobre todo una alta tasa de mortalidad infantil) y una medicina de muy poca efectividad, la vida humana individual era del máximo valor, y resultaba apropiado que se nos ordenara ser fértiles y multiplicarnos. La presión de la amenaza del hambre fue como la presión de la gravedad, para la que nuestros músculos, huesos y tendones están siempre afinados.
El cambio en las tensiones de la vida moderna, cuyos resultados provienen tanto del surgimiento de nuevas presiones como de la desaparición de viejas, es bastante análogo a los nuevos problemas de la navegación espacial. En la ingravidez que se nos impone en un vehículo espacial, ya no existe esa fuerza constante unidireccional, en la que tanto confiamos en nuestra vida diaria. En tal nave espacial, el viajero debe contar con agarraderas a las cuales asirse, frascos exprimibles para su comida y bebida, varias ayudas direccionales por las que pueda determinar su posición, e incluso así, aunque ahora parezca que su fisiología no será seriamente afectada, difícilmente podrá estar tan cómodo como quisiera. La gravedad es nuestra amiga al menos tanto como nuestra enemiga.
De la misma manera, en ausencia de hambre, la sobreproducción de alimentos, la falta de propósitos y una actitud de derroche y despilfarro se convierten en problemas serios. Una medicina mejorada es un factor que contribuye a la sobrepoblación, que es, con mucho, el peligro más serio al que se enfrenta la humanidad actualmente. Las viejas máximas en las que tanto ha confiado la humanidad —tales como la de que una moneda ahorrada es una moneda ganada— ya no podrán ser consideradas como incuestionablemente validas.
Fui a cenar con un grupo de médicos —estaban hablando libremente entre ellos, con la suficiente confianza en sí mismos para no temer decir cosas no convencionales— cuando comenzaron a discutir la posibilidad de un ataque radical a ese mal degenerativo conocido como vejez. No lo consideraron como algo más allá de toda posibilidad de tratamiento médico, sino que más bien miraron hacia el día ¿quizá no muy lejano en el futuro?, en el que el instante de muerte inevitable pueda retrasarse quizá hacia el futuro indefinido, y la muerte sea accidental, como parece serlo en las secuoyas gigantes y en algunos peces.
No estoy afirmando que estuvieren acertados en esta conjetura (y estoy bien seguro de que ellos no pretendían que fuese más que una conjetura) pero la importancia de los nombres que la apoyan —estaba presente un Premio Nobel— es demasiado grande para permitirme rechazar tal sugerencia de antemano. Esa sugerencia, que en principio puede parecer reconfortante, es en realidad muy aterradora, y sobre todo para los médicos.
Puesto que, si hay algo claro, es que la humanidad como tal no podría sobrevivir por mucho tiempo a la prolongación indefinida de todas las vidas que entran a existir. No sólo ocurriría que la parte de la humanidad que no es autosuficiente sobrepasaría a aquella de la que depende la continuación de su existencia, sino que tendríamos tal deuda perpetua con los hombres del pasado que estaríamos totalmente desprevenidos para enfrentarnos a los nuevos problemas del futuro.
Es inconcebible que todas las vidas deban prolongarse de manera indiscriminada. Si, no obstante, existe la posibilidad de prolongación indefinida, la terminación de una vida e incluso el rechazo o la desatención a prolongarla entraña una decisión moral de los médicos. ¿Qué ocurrirá entonces con el tradicional prestigio de la profesión médica como sacerdotes de la batalla contra la muerte y ministros de la misericordia? Admito que incluso actualmente hay casos en que los médicos acotan esta misión suya y deciden no prolongar una vida inútil y miserable. Rehusarán a menudo ligar el cordón umbilical de un monstruo; o cuando un viejo que sufre de un cáncer incurable cae víctima de esa «vieja amiga del hombre», la neumonía hipostática, le harán la muerte más fácil antes que exigirle el último grado de sufrimiento al que una supervivencia le condenaría, más a menudo esto se lleva a cabo silenciosa y decentemente, y sólo cuando algún idiota desenfrenado divulga el secreto, las cortes y los periódicos se llenan de plática sobre la «eutanasia».
Pero ¿qué pasaría si tales decisiones, en lugar de ser raras y soterradas, tuvieran que tomarse no en unos cuantos casos especiales, sino en casi cualquier muerte? ¿Qué tal si cada paciente llega a ver a cada médico no sólo como su salvador, sino como su verdugo final? ¿Podría el médico Sobrevivir a ese poder del bien y el mal que se le confiaría? ¿Podría la propia humanidad sobrevivir a este nuevo orden de cosas?.
Es relativamente fácil alentar el bien y combatir al mal cuando el mal y el bien están dispuestos uno contra otro en dos filas definidas y cuando los que están del otro lado son nuestros enemigos incuestionables, y los que están del nuestro aliados confiables. ¿Qué tal, en cambio, si tuviéramos que preguntamos, cada vez en cada situación, dónde está el amigo y dónde el enemigo? ¿Qué ocurrirá, además, cuando hubiéramos dejado la decisión en las manos de una magia inexorable o una máquina inexorable, a la cual debiéramos plantear de antemano las preguntas correctas, sin tener una comprensión cabal de las operaciones del proceso mediante el cual serán respondidas? ¿Podemos entonces confiar en la acción de la pata de mono a la que hemos solicitado que nos conceda 200 libras esterlinas?
No. El futuro ofrece pocas esperanzas a quienes aguardan que nuestros nuevos esclavos mecánicos nos ofrezcan un mundo en el que podamos vivir sin pensar. Pueden ayudarnos, pero a costa de plantear reivindicaciones supremas a nuestra honestidad y a nuestra inteligencia. El mundo del futuro será una lucha todavía más intensa contra las limitaciones de nuestra inteligencia, y no una cómoda hamaca en la que podamos echamos para ser agasajados por nuestros esclavos robot.