7

Si un hombre te pregunta dónde puede ser detectado por los sentidos humanos este caos del cual hablas, sácalo afuera una noche y muéstrale las estrellas, pues en el firmamento infinito brilla el rostro del caos.

GREGOR MARKOWITZ, Caos y cultura.

Hacia el sudoeste, muchos kilómetros más allá de lo que alguna vez había sido Newark, el entorno de la Gran Nueva York era una extensión casi infinita de edificaciones bajas y enormes, con techos de vidrio. Kilómetro tras kilómetro de invernaderos hidropónicos cubrían las llanuras de Nueva Jersey como un inmenso y refulgente espejo.

Lo único que estaba ocupado por seres humanos era la cinta expreso de la calzada móvil, que cruzaba la planicie de vidrio, recta como una flecha sobre sus pilares. Al final de esta cinta estaba el espaciopuerto de la ciudad, cuyo uso era poco fomentado por la Hegemonía; el sistema de pases y el rígido control producían el efecto contrario.

Boris Johnson viajaba sobre esa cinta expreso, entrecerrando los ojos, cuando los haces de la luz solar reflejados por los vidrios golpearon su rostro y lo encandilaron. La cinta lo transportaba hacía el espaciopuerto a unos cincuenta kilómetros por hora. Su equipaje ya había sido despachado, pero los tres elementos más importantes viajaban con él, distribuidos sobre su persona.

En el tacón hueco de su zapato izquierdo había una cápsula de gas venenoso concentrado. Una pistola láser desarmada estaba distribuida por todo su cuerpo —algunas piezas cosidas dentro de la ropa, otras ocultas en el tacón de un zapato, y otras temerariamente puestas en sus calzoncillos.

Pero ninguno de los dos elementos sería usado jamás si no lograba pasar los controles de los Custodios con dos al menos, de los tres juegos de papeles de identidad falsos que portaba.

Había estado viviendo en el Gran Nueva York bajo el nombre de «Michael Olinsky», técnico de televisión. Era una identidad de condición humilde que no llamaba demasiado la atención, es decir del tipo preferido por la Liga.

Pero «Olinsky» no tenía razones valederas para viajar a Mercurio, al menos a los ojos de los Custodios. Por esta razón, el taller de falsificación de Mason había producido un segundo juego de papeles a nombre de «Daniel Lovarin», representante de Tectrónica Unida con pase de viaje a Mercurio, con el justificativo ostensible de evaluar las perspectivas de instalar una fábrica de calculadoras de oficina en ese planeta. Era una excelente excusa, ya que la Hegemonía estaba ansiosa de atraer a la industria a la bóveda de Mercurio, que todavía era bastante cuestionada.

Una vez en Mercurio, «Lovarin» desaparecería, y Johnson se transformaría en «Yuri Smith», operario de Mantenimiento del Ministerio de Custodia. Si el atentado tenía éxito y lograba escapar, volvería a la Tierra con documentos a nombre de «Harrison Ortega», un hombre de Mercurio, dedicado a la publicidad, que viajaba a la Tierra para organizar una campaña destinada a atraer más Protegidos a ese planeta. Esto es, otra razón para viajar altamente preciada por la Hegemonía.

Johnson sonrió al tantear los papeles de «Lovarin» en su bolsillo. A veces era difícil no mezclar las identidades y recordar quién era en cada puesto de control. Pero el cambio constante de identidades era esencial. «Lovarin» podía viajar a Mercurio, «Smith» tenía derecho a estar en el Ministerio, «Ortega» estaba autorizado a viajar a la Tierra. Si un solo «hombre» tuviera en su poder papeles que lo autorizaran a las tres cosas, sería muy sospechoso. Normalmente los Custodios revisaban los papeles para verificar si la descripción y la fotografía eran las del portador. A veces comparaban las conformaciones de la retina con las que figuraban en los papeles, pero los papeles resistían todos esos exámenes. Pero si se encontraban con algo inesperado, los Custodios controlaban los papeles con la información del Custodio Maestro. En ese caso se darían cuenta de que eran falsos y de que el «hombre» para el cual estaban hechos no existía. Por estas razones era más seguro portar varios juegos de papeles comunes que un solo juego con demasiados pases adjuntos.

Johnson vio que el brillo de los invernaderos desaparecía a la distancia delante de él. Estaba acercándose rápidamente a enorme pista de cemento del espaciopuerto, con su edificio terminal chato en un extremo. Dentro de poco estaría en camino a Mercurio… o a la tumba.

A pesar de todo, esto último no era muy probable. Todo había salido mucho mejor de lo que esperaba. La Liga Democrática nunca había intentado trasladar más de unas docenas de agentes entre un planeta y otro, pero esta vez habían enviado a doscientos hombres a Mercurio en menos de dos meses. El departamento de falsificaciones había trabajado día y noche para tener listos los papeles, y Johnson había calculado fríamente que perderían aproximadamente una docena de agentes en el traslado. Se basaba en los casos probables de control verificado por el Custodio Maestro. Mientras fueran pocos los agentes apresados, no despertaría sospechas. Johnson esperaba perder algunos hombres y había ajustado sus planes a esa eventualidad.

Pero hasta ese momento, más de ciento cincuenta agentes de la Liga habían abandonado la Tierra rumbo a Mercurio, y extrañamente ni una solo había sido aprehendido. Eran los mejores, también, pues todos querían participar en este asunto, y Johnson pensaba que su deber hacia los cuadros de la Liga era asignar los puestos a aquellos que se lo merecieran por su hoja de servicios. Era un golpe fantástico de suerte que ninguno de estos hombres, mucho de los cuales ocupaban lugares prominentes en la lista de Enemigos Hegemónicos, hubiera sido detectado. «¡Vaya!», pensó. «La Liga ha tenido tanta mala suerte desde su fundación, que ya era hora de que se emparejaran las cosas».

Como ya llegaba al edificio de la terminal Johnson pasó a una cinta más lenta y luego a otra, hasta llegar a la acera, delante de la puerta principal.

Alcanzaba a ver el casco azulado de una nave de pasajeros, del otro lado del edificio de acero plástico blanco. No eran muchas las naves que despegaban diariamente del espaciopuerto comercial. Esa, pues, parecía ser la única, y por lo tanto debía de ser la nave con destino a Mercurio.

Johnson subió por los escalones de piedra sintética hasta la puerta de acceso, y entró bajo la mirada vigilante de cuatro Custodios de aspecto brutal que flanqueaban la entrada de a dos.

El interior del edificio era un inmenso salón con una serie de diez portones en la pared que daba frente a la entrada principal, numerados con carteles luminosos. Solamente el portón número siete estaba iluminado, lo que indicaba, según pudo entender, que ese día sólo salía el vuelo siete, con destino a Mercurio. Paseó una mirada nerviosa por los otros tres muros del salón, donde había Visores y Cápsulas instaladas cada tres metros.

Johnson extrajo del bolsillo sus papeles a nombre de «Lovarin» y se encaminó rápidamente hacía el portón número siete. Al franquearlo se encontró dentro de un Tubo de Unión. Era un pasillo flexible que conectaba la terminal con la compuerta de la nave, y constituía una medida más de seguridad, ya que justo delante de la compuerta de la nave había una fila de Protegidos esperando que cuatro Custodios que estaban instalados allí les revisaran los papeles. Cada tanto verificaban las impresiones de retina con un pequeño ocular que portaba uno de ellos. Este era el único acceso a la nave.

Johnson se puso en la fila y ya en ella reconoció a Igor Mallionov, uno de los agentes de la Liga asignado al operativo Mercurio, que estaba a dos lugares delante de él, pero ni siquiera cambiaron miradas de entendimiento.

Un Custodio rubio y fornido echó un vistazo a los papeles de Mallionov y le indicó que entrara por la compuerta. El Protegido que estaba delante de Johnson mostró sus papeles, pasó y enseguida le llegó el turno a él.

Aunque había pasado por muchos controles de documentos en su vida, tantos que no los podía recordar todos, Johnson no pudo evitar la tensión cuando el Custodio alargó una enorme mano hacia él y gruñó:

—¡Sus papeles!

Su vida y mucho más dependían de lo que fuera a ocurrir de ahora en adelante…

Sin palabras, Johnson entregó sus documentos de «Lovarin» con el pase de viaje adjunto.

El Custodio los revisó rápidamente y miró a Johnson una vez al comparar la foto con su rostro.

Estaba a punto de indicarle que prosiguiera, cuando un Custodio negro, que portaba el Ocular, lo detuvo.

—Revisemos los ojos de éste —dijo.

El rubio encogió los hombros, desabrochó un pequeño trozo de película de los papeles, y se lo entregó al otro Custodio. El negro levantó el Ocular. Era una pequeña caja de metal con una luz roja y otra verde en la parte superior, una de cada lado de una rendija en la cual cabía el trozo de película. Había un botón en la parte posterior de la caja y dos orificios oculares en la parte delantera.

Johnson sabía que era un instrumento común de control. La película de sus retinas se ponía en la rendija, y él debía apoyar los ojos contra los oculares. Cuando se oprimía el botón, una microcámara dentro de la caja sobreponía la imagen de sus retinas con las de la película. Si concordaban, se encendía la luz verde. De lo contrario, se encendía la luz roja, señal de que la identidad de un hombre no concordaba con la de sus papeles, Acto No Permitido que merecía la muerte.

El Custodio introdujo la película en la caja y la arrimó al rostro de Johnson sin decir palabra, pues todos los Protegidos de la Hegemonía conocían el procedimiento. Johnson acercó los ojos a los oculares.

Quedó enceguecido durante un instante por el destello de luz cuando el Custodio oprimió el botón y el Ocular comparó la película con sus ojos.

El Custodio bajó la caja e indicó a Johnson que entrara en la nave, devolviéndole sus papeles.

Johnson se restregó los ojos y lanzó un suspiro de alivio al entrar por la compuerta. Aunque sabía que las imágenes concordarían, los reflejos de temor, eran difíciles de evitar.

Otro Custodio lo condujo hasta un tubo elevador cuyos dispositivos antigravitacionales lo transportaron hacía arriba y lo depositaron en una cabina grande donde había unos ciento ochenta Capullos Antiaceleración, la mitad de los cuales estaban ocupados.

Johnson eligió un Capullo —parecían huevos de metal descapotados— y se sentó sobre el mullido asiento. El borde del Capullo le llegaba hasta el cuello.

Luego de unos diez minutos de espera, durante los cuales una docena más de Protegidos tomaron ubicación en la cabina, sonó una alarma.

Unos delgados filamentos de plástico comenzaron a salir de cientos de pequeños poros de las paredes metálicas del Capullo, y en pocos instantes éste quedó completamente lleno de ellos. Los filamentos envolvían el cuerpo de Johnson de manera que sólo su cabeza, que descansaba sobre un soporte del asiento, quedaba libre. Estaba envuelto en un embalaje antichoques como si fuera una copa de cristal.

Cuando se encendieron los dispositivos antigravitacionales de la nave se sintió sin peso por un momento, al aislarse la nave y su contenido de la gravedad terrestre.

La sensación duró sólo un instante, ya que al encenderse los impulsores de la nave comprobó que, si bien ni él ni la nave tenían peso, no carecían de inercia. Se sintió aplastado dentro del Capullo, pero protegido por el embalaje blando y mullido de la aceleración de la nave.

Sintió un espasmo de entusiasmo. ¡Había tenido éxito! Nada podría impedir su arribo a Mercurio ahora. ¡La primera etapa del plan había concluido exitosamente!

Robert Ching estudió los rostros impasibles de los siete Agentes Principales de la Hermandad de los Asesinos que estaban sentados alrededor de la enorme mesa de roca y pensó cuán distinta era su calma de la de Arkady Duntov, a quien tenía de pie ante sí.

¿Cómo comprender a un hombre como Duntov?, pensó Ching. Era ignorante, pero estaba contento con su ignorancia. Un hombre de acción y nada más, que se sometía a las órdenes de cualquier hombre al que sintiese su superior, y que incluso deseaba encontrar a alguien a quien sentir como su superior. ¿Qué hacía un hombre así al servicio del Caos, y no de la Hegemonía?

—¿La nave está lista para la partida, Hermano Duntov? —preguntó Ching.

—Si, Primer Agente.

—¿Comprende sus órdenes?

—Sí, Primer Agente.

—¿Tiene alguna pregunta que formular?

—No, Primer Agente.

Ching suspiró. Este Duntov era un hombre que se rebelaba contra el Orden, pero sin embargo siempre buscaba algo que obedecer, algo más grande que su propia alma. Era un religioso dogmático, un tipo humano del pasado que sobrevivía en una época en la que ya no había religiones. Para Duntov, que buscaba creer aunque no comprendiera, la Hermandad era una organización religiosa y el Caos era un dios. Las bases de la Hermandad estaban formadas por muchos hombres así. Sin duda, para ellos el Caos era un dios, y su servicio una vocación religiosa. Quizá, para ser más precisos, debería decirse que la necesidad de una religión persistía en tales hombres, que se plegaban a la Hermandad porque el Caos era lo más cercano a un dios que podían encontrar…

¿Qué había escrito Markowitz acerca de dios y el Caos?: «Dios es la máscara que los hombres erigen ante sí mismos para ocultarse del inaceptable Reinado del Caos… Dios es el postulado de los hombres temerosos, es el señor omnipotente de un Orden sobrehumano. Lo postulan para protegerse de la terrible verdad: que el carácter fortuito del universo no es una ilusión provocada por la inhabilidad del Hombre mortal para comprender en su totalidad el Orden de Dios que abarca a todas las cosas, sino que la última realidad es el Caos, y que el universo, en su esencia, está basado sobre el Azar Fortuito, y sobre nada más estructurado ni menos indiferente a la realidad del Hombre…».

¡Qué ironía, pensó Ching, que los hombres que buscaban un dios acudieran al servicio del Caos, la ciega verdad del azar detrás de la desesperadamente Ordenada ilusión de un universo prolijo gobernado por un dios! ¡Qué ironía y, a la vez, qué situación perfectamente Caótica!

—Muy bien —dijo Ching—. Ahora se unirá a sus hombres en la nave y partirán de inmediato para Mercurio.

—¡Perfectamente, Primer Agente! —dijo Duntov. Giró sobre sus talones y se retiró.

Ching, que lo contemplaba mientras se iba, se preguntó si los hombres como él no estarían un poco en lo cierto. Quizás, a su manera, la Hermandad fuese una orden religiosa. ¿Se necesitaba un dios antropomórfico para una religión? ¿O era suficiente la conciencia de que había algo más grande que el hombre y sus obras, algo que siempre frustraría el Orden absoluto y cierto dentro del cual el Hombre intentaba encerrarse? ¿Importaba que ese algo omnipotente no fuera un dios, ni un ente, sino que fuera la tendencia inherente a cada cosa del universo, desde un átomo hasta una galaxia, hacía una entropía cada vez mayor, hacía el Caos mismo? Quizás, a su modo, el Caos fuese un dios… inmortal, infinito, omnipotente…

—Todo va bien, Primer Agente —dijo el Hermano Felipe, interrumpiendo las cavilaciones de Ching—. Este Duntov no es complicado, pero es bueno para llevar a cabo sus órdenes, y…

—¡Volvió! ¡Volvió!

El Dr. Richard Schneeweiss entró de repente en la sala agitando los brazos, con su pequeño rostro de gnomo enrojecido por la excitación.

—¡Volvió! ¡Volvió! —gritaba.

—¿Qué volvió? —dijeron varios de los Agentes Principales al unísono.

—¡La sonda! —exclamó Schneeweiss—. La Sonda Prometeo. ¡El paquete de instrumentos interestelares! Ha regresado del sistema Cygnus 61. La propulsión a una velocidad mayor que la de la luz funciona. Se está procesando la película en los laboratorios en estos precisos momentos.

Una ala de excitación burbujeante recorrió la habitación. Hasta Robert Ching se había puesto de pie; sonriendo como un niño. ¡Al fin!, pensó. ¡La primera etapa del Proyecto Prometeo es un éxito! ¡La propulsión funciona! Y ahora la sonda ha regresado con fotos del primer planeta fuera del sistema solar visto por ojos humanos… Ching sabía que ése era un gran momento en la historia científica, pero para él significaba mucho, pero mucho más. Era el principio del fin de la Hegemonía, el preludio del triunfo final del Caos. ¿Qué mostrará la película?, pensó. ¿Un planeta habitable más allá del Sistema Solar, fuera del control de la Hegemonía? Quizás, incluso…

—¡Vamos! —gritó Schneeweiss—. ¡A la sala de proyecciones! Ya tendrán lista la película para cuando lleguemos.

—Pues vamos —dijo Ching—. Veamos eso con nuestros propios ojos.

Condujo a los Agentes Principales y a Schneeweiss por un pasillo labrado en la roca del asteroide, y de ahí descendieron por un tubo elevador que los llevó suavemente hasta las entrañas de las catacumbas.

A medida que los antigravitacionales lo bajaban por el tubo, miles de preguntas pasaban por la mente de Ching. ¿Había un planeta habitable en Cygnus 61? ¿Uno o más? ¿O quizás habría… otra raza inteligente siguiendo su destino en esa estrella distante…?

Llegaron al fondo del tubo, avanzaron por otro pasillo e ingresaron en un pequeño auditorio donde había una pantalla a instalada delante de varios hileras de asientos. En el fondo del auditorio, un técnico había instalado un proyector.

Mientras Ching y los demás se ubicaban en los asientos, Schneeweiss sostuvo una consulta rápida y en voz bajo con el técnico de proyección que Ching no alcanzó a escuchar. El rostro del físico adoptó una expresión de éxtasis y Ching tuvo que reprimir su deseo de exigir un informe inmediato. ¡Después de todo, esto era mejor experimentarlo a través de los propios sentidos!

—Lo que ustedes verán es una versión resumida de lo que vieron las cámaras de la sonda, por supuesto, captado a gran velocidad —dijo Schneeweiss—. Pero igualmente podrán ver… ¡Pero no les voy a decir nada! ¡Véanlo por ustedes mismos! ¡A ver, la película!

La pantalla cobró vida y Ching vio un manta de estrellas sobre un fondo negro. Mientras, miraba, la película comenzó a saltar varias veces sucesivas, y una de las estrellas parecía crecer espasmódicamente, dominando a las demás, transformándose en un disco visible que crecía y crecía…

—La aproximación al sistema de Cygnus 61 —dijo la voz de Schneeweiss desde el fondo del auditorio—. Un sistema de cinco planetas…

La imagen, en la pantalla, cambió abruptamente y mostró una roca desierta y escarpada que giraba en el espacio oscuro…

—El planeta más alejado, muerto, sin aire, del tamaño aproximado de la Luna —dijo Schneeweiss.

Imágenes de dos planetas con franjas de color aparecieron en la pantalla y desaparecieron en rápida sucesión; el primero, rojo, naranja y amarillo; el otro a franjas azules y verdeazuladas.

—Dos gigantes gaseosos, del tamaño aproximado de Urano y Saturno, respectivamente —dijo Schneeweiss—. Un diminuto planeta infierno, cuyo diámetro equivale a dos tercios del de Titán.

La pantalla mostró un pequeño disco negro, netamente recortado sobre el incandescente fondo de la estrella cercana.

—Y… —dijo Schneeweiss, haciendo una pausa dramática—. ¡El segundo planeta! ¡1,09 de diámetro de la Tierra, atmósfera de oxígeno y nitrógeno, 0,94 de gravedad! ¡Con agua en estado líquido! ¡Miren!

Un disco verde azulado apareció sobre la pantalla y creció a saltos de perspectiva hasta alcanzar el tamaño de una naranja, de un melón y luego de una enorme esfera que llenaba todo el campo visual. Ching quedó atónito al ver los enormes océanos, los cuatro extensos continentes, marrones y verdes, las capas de hielo en los polos, los ríos, las islas, las nubes…

La perspectiva del lente de la cámara dio otro salto, y ahora enfocaba desde el aire una parte de un continente, áreas verdes, seguramente arboladas, ríos y lagos azules: ¡vida! El lente enfocó un sector más pequeño, y pudieron ver detalles: bosques, planicies y… ¡y campos arados! Imposible confundir las hileras de vegetación; las filas ordenadas y los campos cuadriculados, y las bandas más sinuosas que seguían el contorno de las colinas. ¡No podían ser otra cosa!

—¡Si! —dijo Schneeweiss—. ¡Seres inteligentes, sin duda! ¡Pero hay algo más! ¡Miren!

Ahora el lente parecía zambullirse hacia la superficie, aumentando el detalle de la imagen y disminuyendo el campo visual. Pareció detenerse un instante sobre el estuario de un río grande, pero luego la imagen saltó nuevamente, y sobre la pantalla se vio…

¡Una ciudad! Decenas de kilómetros cuadrados de edificios altos y plateados sobre ambas márgenes del río y sobre la costa marina. Muelles que penetraban en las aguas. Caminos que se internaban en los campos aledaños. Sobre la ciudad sobrevolaban pequeños destellos de luz…

De repente, la imagen cambió como si la cámara hubiera sido girada. Cielo azul, nubes blanquecinas, y luego…

Un objeto de forma de huevo, metálico, de un rojo brillante apareció sobre la pantalla. La proa parecía ser traslúcida. Tenía alrededor un anillo de ojos de buey, o lentes, y una pequeña serpentina de algún metal azul en la popa…

En ese momento la pantalla se volvió blanca.

—¿Se dan cuenta de lo que significa esto? —exclamó Ching.

—Por supuesto —dijo Schneeweiss—. ¡Una civilización extraterrestre muy avanzada! La más…

—¡Mucho más que eso! —dijo Ching—. Piensen un poco: acabamos de descubrir seres inteligentes en el primer sistema Solar que investigamos; algo como nuestro vecino, en términos galácticos. ¿No se dan cuenta de lo que esto implica? ¡Significa que la galaxia debe de estar llena de razas inteligentes, cientos, miles, quizá millones! ¡El Caos, Hermanos, El Caos Final! Una enorme confluencia caótica de millones de civilizaciones, cada una de ellas la única de su tipo. ¡Incontables Factores Fortuitos! ¡El verdadero rostro del Caos, un universo infinito con infinitas civilizaciones, todas diferentes!

—¡Claro, el Caos! ¡El fin de la Hegemonía! ¡La derrota final del Orden! —todos gritaban al mismo tiempo.

—Sí —dijo Ching—, y además…

De repente el sonido estridente de una sirena llenó la sala. ¡La alarma! Algo se acercaba al asteroide. ¿La Hegemonía habrá descubierto esta base finalmente?, se preguntó Ching.

—¡Alarma! —gritó N'gana—. ¡Qué momento para ser descubiertos por la Hegemonía!

—¡Rápido! —gritó Ching—. A la sala de observación.

Salieron corriendo del auditorio y se lanzaron por el pasillo mientras la sirena continuaba aullando su aviso. Por un elevador antigravitacional, llegaron hasta el núcleo mismo del asteroide, cerca del reactor.

El elevador parecía desembocar en el espacio externo. Ching y los demás salieron flotando del tubo para entrar en un recinto oscuro y sin gravedad; por los cuatro costados estaban rodeados por el espacio negro, salpicado de joyas multicolores: las estrellas. Lo único que indicaba que estaban dentro del asteroide era la salida del elevador, un extraño «orificio en el espacio» encima de sus cabezas. Ese espacio negro y colmado de estrellas era una ilusión, creado por la inmensa pantalla esférica dentro de la cual flotaban, en el centro sin gravedad del asteroide, como embriones dentro de un huevo enorme y transparente.

Igualmente Ching sintió un vértigo oceánico al flotar en el «espacio», examinando las imágenes de las estrellas que lo rodeaban, buscando al intruso, quienquiera que fuera. Siempre se sentía más cerca de la Verdad en este lugar, más cerca del Caos. Pasaba muchas horas solo en la sala de observación, contemplando la infinidad del universo, sintiéndolo en su derredor, un enorme océano de Caos primitivo frente al cual e Hombre era insignificante, pero al serlo, se transfiguraba…

Pero el sonido de la sirena le recordó que ése no era momento para la meditación.

—¿Qué es? —dijo en voz alta al espacio—. ¿Han podido determinar su trayectoria?

Una voz surgió de los parlantes ubicados detrás de la pantalla, como si saliera de las mismas estrellas:

—El desconocido ha sido ubicado, Primer Agente.

Un círculo rojo apareció alrededor de un punto luminoso sobre el negro espacio simulado. Entonces pudo ver que un punto rojizo que había tomado por una estrella estaba creciendo, tomando la forma de un disco que se acercaba rápidamente al asteroide. Pero… ¡no venía del lado del Sol, de la Tierra! Venía de afuera, donde se encontraban Saturno o Júpiter. Si la Hegemonía estuviera buscando los cuarteles de la Hermandad, era casi seguro que la nave vendría del lado del Sol, y no de los planetas exteriores…

—¿De dónde viene? —preguntó Ching.

—No estamos seguros, Primer Agente —contestó la voz incorpórea—. De la zona de Plutón, en términos generales, pero hemos reconstituido su trayectoria hasta mucho más allá de la órbita de Plutón, y no se corta con ningún planeta ni satélite. Parece… parece no venir de ninguna parte, a menos que haya hecho movimientos evasivos, o… o provenga del espacio interestelar.

Ching miró fijamente a los que flotaban a su lado, especialmente al Dr. Schneeweiss. El físico, a su vez, tenía los ojos fijos en el objeto que se acercaba al asteroide, cuya forma de disco se veía claramente ahora. Se podía ver cómo el disco crecía segundo a segundo, a medida que se acercaba.

¿Qué tamaño tendrá?, se preguntó Ching. Imposible de calcular, si uno no sabía la distancia.

—¿A qué distancia está? —preguntó.

—Tres kilómetros, Primer Agente —dijo la voz del operador.

—¡Imposible! —exclamó Schneeweiss—. A esa distancia, el objeto no podría tener más de diez metros de diámetro con este aumento de la pantalla. ¡Verifiquen sus cálculos!

Hubo un momento de silencio durante el cual el intruso cambió de rumbo. Y no aumentaba de tamaño: aparentemente había entrado en órbita alrededor del asteroide a una distancia de un kilómetro y medio aproximadamente. El óvalo rojizo pasó por sobre sus cabezas, bajó a sus espaldas y debajo de sus pies, pasando de nuevo delante de ellos, y así otra vez. Una órbita extraordinariamente veloz, pensó Ching, que no se encuadraba dentro de las leyes conocidas de la astrofísica.

—Distancia: 1,3 kilómetros —dijo la voz del oficial del radar—. Lo verificamos dos veces. Es una órbita alrededor del asteroide, a una velocidad increíble. Tiene que tener fuerza motriz propia. Debe de ser una nave.

—¡No puede ser una nave! —insistió Schneeweiss—. ¡Es demasiado pequeño!

—Denos aumento máximo sobre la pantalla —ordenó Ching.

Por un instante vertiginoso, el «espacio» en el cual flotaban pareció esfumarse, y luego la imagen tomó forma nuevamente. Las estrellas lejanas eran todavía puntos luminosos, y la negrura del espacio la misma que antes. Pero… el objeto que orbitaba alrededor del asteroide se veía ahora como una sonda con forma de huevo, metálico y rojizo, de unos doce metros de diámetro, con un anillo de lentes y una serpentina de metal azul en la popa.

—¿Se dan cuenta de lo que es? —gritó Schneeweiss, mientras el huevo metálico seguía girando alrededor de ellos—. Es el mismo tipo de nave que vimos en la película. ¡Debe… debe de haber seguido a nuestra sonda hasta aquí!

—¡Desde Cygnus! —exclamó Felipe—. ¡Desde las estrellas!

—Estamos recibiendo señales por radio —dijo la voz del oficial—. En la banda del hidrógeno.

—La longitud de onda universalmente lógica para un contacto interestelar —exclamó Schneeweiss.

—Retrasmítalo hasta aquí —ordenó Ching.

Siseos y chisporroteos, y luego una pulsación irregular y extraña, una serie de señales y pausas, que se escuchaban mientras la nave roja describía sus órbitas. Ching tuvo la extraña sensación de que la nave los miraba de la misma manera que ellos la observaban, y que podía oírlos del mismo modo que ellos oían sus pulsaciones de radio.

Pip-pip-pip. Pausa. Pip. Pausa. Pip-pip-pip-pip. Pausa. Pip. Pausa. Pip-pip-pip-pip-pip-pip.

Luego una pausa más larga y la secuencia se repetía.

—¿Qué es? —dijo Ching—. Tiene un aire familiar…

—Tres… uno… cuatro… uno… seis… —musitó Schneeweiss—. ¡Claro! ¡Tres, uno, cuatro, uno, seis! —gritó—. ¡Es Pi! El número Pi hasta el cuarto decimal, repetido una y otra vez. ¡La relación entre el perímetro de la circunferencia y su diámetro! ¡Nos está diciendo que comprende nuestra matemática, y que sabe que nuestro sistema numérico es un sistema decimal!

—También nos dice de su existencia inteligente y que sabe que nosotros también somos inteligentes —dijo Ching.

De repente, la sonda ovalada quebró su órbita y comenzó a acelerar rápidamente en dirección a Plutón. El disco disminuyó rápidamente de tamaño a medida que la sonda extraterrestre se alejaba. Ching no tuvo que preguntar para saber que se retiraba en dirección al sistema Cygnus 61.

De repente, cuando todavía era un disco visible, el extraterrestre rojo brilló un instante y luego desapareció.

Quedaron solos, acompañados solamente por las imágenes de los miles de estrellas que llenaban la oscuridad en la cual flotaban.

Pero ya no estaban solos, pensó Ching mientras contemplaba los miles de puntos luminosos, rojos, azules, blancos, amarillos sobre el firmamento. Era como si cada punto luminoso fuera un ojo que lo observara, y sabía que la ilusión no era tan distinta de la realidad. Porque esos puntos luminosos ya no eran cosas muertas Eran las moradas de miles de civilizaciones, hasta donde alcanzaban sus ojos, y más aún, hasta la eternidad sin fin.

Al fin el universo había revelado su verdadero rostro al Hombre, un rostro de un millón de ojos, vasto e infinito, un rostro infinitamente maravilloso y variado…

Robert Ching contempló el rostro del universo.

Y el rostro que le devolvió la mirada, glorioso e infinito, era el rostro del Caos.