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Todo conflicto social es un escenario en el cual actúan tres fuerzas antagónicas entre si: el orden constituido, por un lado; la oposición, que persigue el derrumbe de dicho orden para reemplazarlo por el suyo propio, por otro lado; y la tendencia hacía un aumento de la entropía social que genera todo conflicto social. En este contexto, esta última puede ser considerada como la fuerza del caos.

GREGOR MARKOWITZ, La teoría de la entropía social.

Boris Johnson descendió con paso liviano y descuidado de la cinta más lenta de la calzada móvil. Caminó por la acera. La mole del nuevo Ministerio de Custodia, blanca y fríamente inhumana, se alzaba delante de él, separada de la acera por una amplía franja de césped que la rodeaba por completo.

Frente a la escalinata del Ministerio se encontraba una pequeña tribuna, alrededor de la cual se había congregado una multitud, si es que se podía aplicar ese término al grupo de Protegidos, de rostros plácidos e indiferentes, que se encontraban allí. Johnson estimó su cantidad en tres o cuatro mil hombres y mujeres, indudablemente arreados hasta el Ministerio por los Custodios para efectuar la ceremonia. Permanecían de pie, a la espera, sin siquiera conversar entre sí ni moverse. Al igual que todas las concentraciones de Protegidos de la Hegemonía, constituían más bien una masa inerte de gente y no una verdadera multitud. Johnson notó que los Protegidos hablan sido confinados a un sector relativamente pequeño, cerca de la escalinata del Ministerio, y que estaban rodeados por un semicírculo de Custodios de rostros severos y ataviados con sus uniformes de gala. Parecían gorilas afeitados en traje de noche.

Con esta disposición, la gente que había estaba amontonada en un espacio pequeño, a pesar de haber mucho más lugar disponible sobre el césped.

Hasta aquí todo iba bien.

Deambulando tranquilamente, con una indiferencia que contrastaba violentamente con la expresión tensa que suponía reflejada en su rostro firme, Johnson franqueó el círculo de Custodios que rodeaba a la multitud. Pasó delante de las narices de uno de ellos, un hombre alto y corpulento, de profundas marcas de hostilidad y desconfianza permanentes grabadas en su rostro de ojos crueles. Saludó al Custodio con un movimiento indefinido de la cabeza; era un gesto de reconocimiento que concordaría con su propio atuendo gris, que lo sindicaba como perteneciente al Ministerio de Mantenimiento. El rostro del Custodio se resquebrajó en una sonrisa fría y ofidia, y Johnson le retribuyó una mueca igualmente sincera.

Mientras se abría paso hacía la tribuna, Johnson comprendió por qué los Protegidos habían sido amontonados de esa manera en un espacio tan innecesariamente pequeño. Un móvil de televisión se había instalado en una calle, dos niveles más arriba, a unos diez metros del nivel cero, conectado al Ministerio por medio de una rampa. Filmarían la ceremonia de dedicación por encima de las cabezas de la gente ubicada en el parque sobre el nivel cero, para dar así la ilusión de que un público enorme rodeaba el edificio.

Johnson rió para sus adentros, sin modificar su expresión neutral e indiferente. Esa era una muestra típica del sobrecontrol que ejercía la Hegemonía. Al observar más detenidamente todo el montaje, descubrió que en realidad era una escenografía cuidadosamente preparada para las cámaras de televisión que retransmitirían el discurso de Khustov en vivo a todas las bóvedas que había en Marte, y luego, en película, a todos los demás planetas de la Hegemonía. Todo estaba planeado para lograr el máximo efecto: los uniformes de gala de los Custodios, adornados de azul, dorado y negro, que no se usaban casi nunca; la ilusión óptica de una multitud enorme; los muros del Ministerio, blancos, extensos y sin ventanas, que caían como un gran telón de fondo enmarcando la tribuna, y la enorme bandera de la Hegemonía, con sus nueve círculos concéntricos dorados sobre un fondo azul, que flameaba en la brisa. ¿Flameaba en la brisa?

Johnson tuvo que hacer un gran esfuerzo para no estallar en una carcajada. Cada molécula de aire dentro de la bóveda era producida de manera artificial y puesta escrupulosamente en circulación por el sistema de control ambiental. Por lo tanto no había brisas en Marte para hacer flamear una bandera. Por lo visto, habían instalado un ventilador oculto detrás de la bandera para proporcionar la brisa necesaria.

Era el perfecto toque final.

Concordaba perfectamente con el guión: un pomposo discurso de dedicación para el nuevo edificio del Ministerio de Custodia de Marte, pronunciado por el Coordinador Hegemónico en persona.

Lo que no saben, pensó Johnson, es que ha habido una pequeña modificación en el guión, efectuada por la Liga Democrática. Displicentemente introdujo las manos en los bolsillos y acarició la empuñadura de su pistola de rayos láser con su mano derecha.

El espectáculo sería excelente, sin lugar a dudas, aunque no se desarrollaría con arreglo a los planes del Consejo Hegemónico. En vez de la ceremonia de dedicación, todos los Protegidos de Marte serían testigos del asesinato público del Coordinador Hegemónico en persona, Vladimir Khustov. (Desgraciadamente, los demás planetas se lo perderían, ya que era obvio que nunca proyectarían la película).

Después de este hecho, se verían obligados a tomar en serio a la Liga Democrática. Khustov estaría muerto ya; y habría demasiados testigos del acontecimiento como para que la Hegemonía lo pudiera borrar de la mente de sus Protegidos, negando que hubiera ocurrido, como era su costumbre. Johnson tanteó el contenido de su bolsillo izquierdo: una bomba anunciadora, con forma de huevo, que contenía un mensaje grabado para informar que la Liga había asesinado a Khustov. Después del asesinato, volaría sobre la multitud con sus pequeñas hélices, pregonando su mensaje no sólo a los Protegidos físicamente presentes, sino también a millones de televidentes de todo Marte. No habría un solo Protegido en Marte que no supiera quién había eliminado al Coordinador.

La Liga era pequeña y débil, y era casi imposible hacer conocer siquiera su existencia a un sector más o menos grande de la población de la Hegemonía si se considera que ésta controlaba en forma tiránica no sólo a todos los planetas habitados del Sistema Solar, sino también todos los medios de comunicación.

Era necesario algo más que una buena planificación para lograr algún resultado significativo; y ese algo más se llamaba suerte. Grandes dosis de suerte.

Suerte que el Consejo Hegemónico hubiera decidido televisar la ceremonia de dedicación. Y, aun más, que Arkady Solkowni hubiera decidido unirse a la Liga.

Johnson estiró el cuello por encima de la multitud y estudió a los Custodios apostados en la periferia. Hombres altos todos ellos, taciturnos y desconfiados, con sus armas prontas y los ojos constantemente puestos en el gentío. Se miraban entre sí con mayor desconfianza aún, producto de una paranoia especialmente fomentada y condicionada.

Los Custodios eran hombres cuidadosamente elegidos, prolijamente verificados y condicionados. Debían cumplir con requisitos exactos en cuanto a ambiente familiar, tipo psicológico, educación y hasta características genéticas. Y aún cuando sus antecedentes resultaran satisfactorios, eran sometidos a una semana entera de interrogatorios profundos con toda una serie de psiconarcóticos.

Era absolutamente imposible infiltrar un agente de la Liga entre los Custodios. No había planificación, ni habilidad, ni dedicación que pudiera llevarlo a cabo.

Solamente la suerte.

Ningún agente de la Liga podía ser Custodio, pero no era totalmente imposible que un Custodio se uniera a la Liga. Eso era lo que había hecho Arkady Solkowni. Es más; Solkowni no era solamente Custodio, sino que era miembro de la guardia personal de Khustov.

Sin lugar a dudas, la suerte era uno de los pocos factores que la Hegemonía aún no había encontrado manera de controlar. Por eso trataban de compensarlo. Los Custodios eran un eslabón potencialmente débil en el férreo control Hegemónico del Sistema Solar, y el Consejo lo sabía desde hacía mucho tiempo. El sometimiento, la apatía y la indiferencia bovina eran características ideales en una población controlada, y los Protegidos avanzaban cada día más en esa dirección. Pero esas características eran sumamente indeseables en la organización paramilitar cuya función era la de controlar a dicha población. Los Custodios debían ser sagaces, inescrupulosos dueños de una cuota considerable de iniciativa propia, y por encima de todo duros. En una palabra, era necesario que fueran peligrosos.

Pero una cosa que la Hegemonía no podía tolerar era un grupo selecto y adiestrado de hombres armados, con espíritu de cuerpo, es decir, una Guardia Pretoriana.

¿No había sido uno de los antiguos filósofos —Platón, Toynbee o Markowitz—, ya proscritos, quien había formulado aquella vieja paradoja de: «¿Quién custodiará a los Custodios?»?, pensó Johnson.

Hizo una mueca para sí. ¡Quienquiera que haya sido, no había vivido bajo la Hegemonía! Ellos habían encontrado la respuesta…

La respuesta era el miedo. La paranoia institucionalizada y cuidadosamente fomentada. Los Custodios vigilaban a los Custodios. Estaban condicionados para desconfiar de todo ser humano, con excepción de los Consejeros, y se vigilaban entre sí con aun mayor celo que el que empleaban con los Protegidos. Se les enseñaba deliberadamente a vivir con el dedo en el gatillo, a disparar primero y preguntar después. Los protegía el Preámbulo de la Constitución Hegemónica Reformada: «Es mejor que perezca un millón de Protegidos antes que permanezca sin castigo siquiera un solo Acto Prohibido». Los Custodios se asemejaban más a una jauría de perros de caza inteligentes y salvajes que a un ejército. Su condicionamiento los llevaba a matar a cualquiera que pareciera salirse de la línea, y esto incluía a sus propios compañeros.

Paradójicamente, era esa misma paranoia institucionalizada la que había llevado a un hombre como Solkowni a dudar del mismo Consejo Hegemónico, y a depositar su única lealtad en la Liga Democrática, al menos por un tiempo. No demanda mucho esfuerzo el transformar a un «perro de un solo amo» en un «perro de nadie».

De todos modos, pensó Johnson, ningún Custodio podía asesinar a Khustov. El resto de los guardias lo acribillarían ni bien hiciera un movimiento sospechoso.

A menos que…

Johnson estudió los rostros vacíos de los Protegidos que estaban alrededor. El miedo, la prosperidad y un control férreo estaban logrando que la Hegemonía redujera a esos seres a la condición de ganado, bien alimentados, bien alojados y bien entretenidos. Lo único que les faltaba era la libertad, y hasta el significado de dicha palabra se estaba tornando oscuro con rapidez.

Cuatro mil Protegidos de la Hegemonía equivalían a otras tantas cabezas de ganado humano, totalmente inofensivos en sí mismos. Pero diseminados entre ese rebaño apático se encontraban diez agentes de la Liga, armados y dispuestos a matar.

Los diez agentes solos no podían eliminar a Khustov. Entre otras cosas, los Custodios eran hombres excepcionalmente altos y fornidos —de más de dos metros de estatura—, y Khustov estaría rodeado por ellos. De modo que, al menor indicio de problemas, lo escudarían con sus propios cuerpos.

Los agentes diseminados en la multitud no podían asesinar a Khustov. Solkowni no podía hacerlo. Los Protegidos ni siquiera soñaban con la idea.

Pero los tres juntos…

Hubo una conmoción cerca de la entrada que daba a la escalinata del Ministerio. Ocho Custodios enormes, con sus uniformes de gala, salieron del edificio: era la guardia personal de Khustov. El rubio de la derecha debía de ser Solkowni.

Boris Johnson miró su reloj. En esos momentos estaría comenzando la transmisión de televisión, y Khustov aparecería en cualquier momento.

Hubo una fanfarria de trompetas grabadas y Vladimir Khustov, El Coordinador Hegemónico, apareció en lo alto de la escalinata, casi invisible detrás de la pantalla de Custodios.

Khustov marchó lentamente por los escalones, mientras los acordes de Nueve planetas por siempre, el himno de la Hegemonía, llenaban el aire.

Johnson nunca había visto a Khustov antes, aunque su imagen televisada era conocida por todos en la Hegemonía. A pesar de que Johnson jamás lo hubiera admitido, el Coordinador Hegemónico tenía un extraño parecido con él, desdibujado por los cincuenta años que los separaban, cierto, pero parecido al fin. Ambos tenían cabello negro, largo y lacio, y si el de Khustov raleaba a causa de sus ochenta años, había sabido ocultarlo con maestría. El cuerpo de Johnson era macizo y atlético; Khustov parecía ser un boxeador retirado, con sus fuertes músculos transformados hace tiempo en masa adiposa. Ambos tenían ojos grises, y si bien los de Johnson eran húmedos mientras que los de Khustov eran fríos como el acero, ambos reflejaban una vivacidad poco común en el grueso de los Protegidos de la Hegemonía.

Khustov y sus guardaespaldas llegaron a la tribuna al pie de la escalinata. El Coordinador se instaló directamente detrás de aquélla y escuchó los últimos acordes del Himno. Cuatro Custodios se agazaparon sobre una pequeña plataforma que sobresalía delante de la tribuna, en posición de escudar a Khustov de la multitud al ponerse de pie. Los restantes cuatro se habían dividido en dos parejas, una de cada lado y atrás de Khustov, sobre la escalinata, un escalón más arriba que la tribuna.

Solkowni se encontraba al costado derecho de la tribuna en la ubicación más cercana a Khustov. Mejor suerte aún.

La música dejó de sonar.

—Protegidos de la Hegemonía… —comenzó Khustov en inglés. A pesar de su nombre ruso, se sabía que su ascendencia era al menos en parte norteamericana, y manejaba con fluidez ambos idiomas oficiales. Como la mayor parte de la población de Marte era de origen norteamericano, había optado por hablar en inglés, tal como Johnson lo había previsto.

Era importante para su plan que los once agentes de la Liga abrieran fuego con pocos segundos de diferencia. Como estaban distribuidos entre la multitud, no había forma de que Johnson pudiera dar una señal precisa. Por esa razón, se había decidido arbitrariamente que abrirían fuego en el momento en que Khustov pronunciara la palabra «Custodia» por primera vez. Como el objeto de la ceremonia era un nuevo edificio para el Ministerio de Custodia, y Khustov estaba hablando en inglés, era previsible que dijera esa palabra en algún momento.

Johnson empuñó la pistola láser en su bolsillo con más fuerza. Ése era el gran momento, el primer paso real hacía la destrucción de la Hegemonía y la restauración de la Democracia. La muerte de Khustov no era importante en sí misma, Jack Torrence, el Vicecoordinador, aprovecharía la oportunidad para tomar el poder y consolidarlo rápidamente. Pero el hecho de que la Liga Democrática pudiera matar a un Coordinador la transformaría finalmente en una fuerza de tener en cuenta, después de diez largos años de reuniones clandestinas inútiles, propaganda oral limitada y pequeños actos de sabotaje.

—… y así hay se coloca otra piedra del gran edificio del Orden… —decía Khustov monótonamente—… otro baluarte en la lucha contra el caos y el desorden, y contra el hambre, el descontento y la miseria que acarrean esos conflictos sociales. Así es, Protegidos de la Hegemonía. Este nuevo edificio del Ministerio permitirá a la División Marciana del Ministerio de Custodia mejorar aún más…

¡Custodia!

Johnson extrajo su pistola láser. Era un arma compacta, con su cañón de rubí sintético encastrado en una empuñadura de unos doce centímetros, de ebonita negra, que contenía un cargador de cincuenta electrocristales que liberaban uno a uno la energía almacenada en su estructura, en un terrible haz de luz coherente, cada vez que se oprimía el botón disparador. Imposible confundirla con otra cosa. Una mujer gruesa, situada a la derecha de Johnson, lanzó un chillido agudo. El hombre que la acompañaba trató desesperadamente de ganar un lugar seguro pasando a través de la muralla compacta de cuerpos humanos que lo rodeaba. En cuestión de segundos, los Protegidos, alrededor de Johnson, trataban de escapar frenéticamente y arremetían contra sus vecinos para huir de aquel loco que empuñaba un arma.

Pero tuvieron poco éxito, pues había otros diez «locos» entre la multitud que provocaban otras tantas reacciones similares en grupos de Protegidos aterrorizados, quienes, al empujar unos contra otros en sus desesperados intentos por escapar, impedían con asombrosa efectividad la fuga de cualquiera de ellos.

Johnson apuntó con su pistola hacía el cordón de Custodios que rodeaba a la multitud y oprimió el disparador. Un haz de luz coherente relumbró en el cañón y golpeó en el hombro de un Custodio alto de tez oscura, quien, aullando de dolor, disparó de inmediato en la dirección aproximada de Johnson. El disparo alcanzó a un Protegido que comenzó a gritar. Al instante, decenas y luego cientos de Protegidos aullaban, confusos y aterrorizados. Boris Johnson arremetió en dirección de la tribuna y disparó nuevamente, esta vez hacia ella. Los guardaespaldas de Khustov habían formado un circulo estrecho alrededor de ésta, y el Coordinador se agazapaba detrás de ellos, casi invisible. El disparo de Johnson dio contra uno de los escalones de plastomármol, cerca de la tribuna, y derritió una parte del material sintético que empezó a gotear por la escalinata en un hilo de líquido viscoso.

Johnson se detuvo para apuntar de nuevo y pudo ver que su gente estaba cumpliendo bien con su tarea. Uno de ellos había acertado a la bandera, cuyos restos calcinados colgaban del mástil. Mientras contemplaba el panorama, un rayo láser cortó la base del mástil. Este se meció un instante y cayó sobre la tribuna, muy cerca de Khustov.

La multitud estaba ya en un estado de pánico avanzado. Algunos Protegidos corrían en círculos, enloquecidos, empujando ciegamente, gritando y dando puntapiés. Otros se habían agrupado para formar una cuña y trataban de romper el cordón pero los Custodios de la periferia de la concentración estaban disparando y las cuñas eran dispersadas por hordas de Protegidos que intentaban huir del fuego mortal.

Johnson disparó un tiro, calculándolo para que pasara bien: lejos de la barrera de Custodios que rodeaba a Khustov, pues sería un desastre si alguno de los agentes de la Liga derribara a Solkowni por error.

El aire estaba lleno de gritos y aullidos y saturado de un olor acre a carne achicharrada, sintéticos derretidos y metales quemados. Los Custodios que rodeaban a la multitud no podían hacer nada y los agentes de la Liga que actuaban de francotiradores estaban eficazmente escudados por la multitud aterrorizada que corría de un lado a otro. Esto no impedía que los Custodios, reaccionando de acuerdo con su entrenamiento y condicionamiento, vaciaran sus armas en la dirección aproximada en la cual suponían que podían encontrarse los agentes de la Liga, sin reparar en la matanza de indefensos Protegidos que constituía el único resultado visible de sus esfuerzos. Actuaban como perros en un gallinero: perseguían a los zorros y poco les importaba cuántos pollos de los que intentaban proteger perecían en la cacería.

Tres rayos láser, en rápida sucesión, se concentraron sobre un mismo sector del cordón de Custodios. Dos de ellos cayeron fulminados, y los restantes respondieron con un terrible fuego concentrado que arrasó con un sector de la multitud. Los Protegidos lanzaron un gemido al descubrir que los Custodios estaban comenzando a gozar con la posibilidad de una carnicería.

Todo marchaba de acuerdo con el plan, pensó Johnson, extasiado. Dentro de poco, hasta la guardia de Khustov dejaría de pensar y comenzaría a matar por placer, y ninguno de ellos se daría cuenta cuando Solkowni…

¡Ahora!

—¡Salgamos! ¡Salgamos! —comenzó a gritar Johnson rítmicamente—. ¡A la calle! ¡A la calle!

Tal como habían convenido, los demás agentes de la Liga empezaron a repetir la consigna, y en pocos instantes los Protegidos tomaban el canto, con su ritmo urgente y sincopado.

—¡Para ese lado! —gritó Johnson, empujando al hombre que tenía delante—. ¡Miren, el cordón está roto! ¡Salgamos!

De repente, como una enorme ala que rompía, la multitud de aterrorizados Protegidos se lanzó en una estampida frenética y cargó contra la hilera de Custodios que la separaba de la calle y de la salvación. El terror había transformado a los plácidos y apáticos Protegidos de la Hegemonía en una turba salvaje.

Los ojos de los Custodios brillaron, no de miedo, sino con sed de sangre. Se prepararon para resistir el asalto. Era una contienda entre salvajes; pero como los salvajes con vistosos uniformes de gala estaban armados, comenzaron a disparar contra la multitud a bocajarro. Los concentrados haces de las armas chocaron contra el frente de la masa de gente como un muro de llamas. Decenas de Protegidos aullaron, carbonizados.

Inmediatamente, la multitud se detuvo en su avance y el pánico volvió a cundir. Los Protegidos volvieron sobre sus pasos y se dirigieron en una carrera ciega hacia las escalinatas del Ministerio, donde los aguardaban los guardias de Khustov.

¡Este es el momento!, pensó Johnson.

Los guardias comenzaron a disparar contra la turba, con la mirada salvaje clavada en sus víctimas. Khustov estaba protegido detrás de sus cuerpos, seguro de que ninguno de los indefensos Protegidos podría traspasar la muralla humana que lo rodeaba.

Siete de los Custodios disparaban sin misericordia contra los Protegidos, cuyo avance empezaba a flaquear frente al fuego graneado que los calcinaba uno tras otro…

Pero el octavo Custodio giró de repente sobre sí mismo y apuntó su pistola láser directamente a la cabeza del Coordinador Khustov. Los demás Custodios estaban demasiado ocupados en la matanza para ver qué ocurría a sus espaldas.

¡El plan funcionaba! Dentro de un segundo…

Pero mientras Johnson observaba la escena con asombro, por lo menos cinco haces de rayos láser dieron contra el cuerpo de Solkowni en forma casi simultánea, antes que él pudiera disparar. Su rostro tomó una expresión estúpida en el momento en que su cuerpo era incinerado en menos de un segundo El cascarón carbonizado se mantuvo de pie un instante, y luego se desplomó en un montón de cenizas.

¿Qué diablos había ocurrido?, pensó Johnson, todavía demasiado aturdido para sentirse decepcionado. Ese no había sido un error… Entonces miró hacía arriba, hacía la calle, sobre el nivel dos, y alcanzó a ver a seis hombres que corrían hacía la calzada móvil de ese nivel bajo la mirada atónita de los operarios de televisión.

Khustov había gritado, y los Custodios hablan girado para mirar fijamente el montón de cenizas sobre la escalinata.

—¡Suban las escalinatas, imbéciles! —rugió Khustov con el rostro convulsionado de rabia y de miedo. Rodeado por sus guardaespaldas vigilantes, el Coordinador Hegemónico se batió en retirada por la escalinata.

Los seis hombres que corrían llegaron a la calzada móvil del nivel dos en el momento justo en que Khustov franqueaba la puerta del Ministerio. Antes de poner los pies en la calzada que lo llevaría a un lugar seguro, el último hombre lanzó al aire un objeto redondo y plateado.

¿Una bomba?, pensó Johnson, confuso.

Entonces vio las pequeñas hélices que sostenían a la bomba mientras ésta volaba a baja altura sobre la multitud. Era una bomba anunciadora. Pero ¡si las bombas anunciadoras eran usadas solamente por la Liga Democrática! Por la Liga y por…

—La vida del Coordinador Khustov acaba de ser salvada —tronó la voz amplificada y hueca de la bomba— por cortesía de la Hermandad de los Asesinos.