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Es un error simplista igualar el caos con aquello que se suele llamar estado natural. Por supuesto, el caos subyace bajo la creciente entropía del universo natural pero también llena todos los intersticios de la más desafiante de las construcciones antientrópicas: la sociedad humana ordenada.
GREGOR MARKOWITZ, La teoría de la entropía social.
Las cúpulas de los edificios más altos de la Gran Nueva York se elevaban a más de un kilómetro y medio, y había docenas de estas montañas artificiales. Habla también miles de edificios —rascacielos antiguos y edificios más recientes— de más de setenta pisos, unidos a distintos niveles por calzadas móviles, calles elevadas, ascensores y tubos neumáticos que formaban una inmensa madriguera aérea de muchos niveles que se extendía desde Albany al norte hasta Trenton al sur desde Montauk en el este hasta Paterson en el oeste, desde las nubes, arriba, hasta el nivel del suelo, abajo un nivel que no se distinguía en nada de los demás niveles apilados por encima.
Pero a pesar de haber franqueado las nubes y de haber superpuesto nivel tras nivel hasta que toda la ciudad no fue más que un gran edificio enorme e inimaginable, la Gran Nueva York, a diferencia de su antiguo antepasado, se detenía a nivel del suelo.
Debajo de este nivel existía un vasto laberinto subterráneo, una ciudad olvidada y oculta, compuesta por túneles de trenes subterráneos abandonados, canales de desagüe, túneles y tubos subfluviales que pasaban debajo del Hudson y hasta antiguas grutas que habían existido en la época de la ya olvidada Guerra Civil norteamericana.
Este panal olvidado debajo de la ciudad cruzaba el Hudson por los Túneles del Tubo, de Holland y de Lincoln; por el túnel del tren subterráneo Metroway. Casi olvidado por la Hegemonía, totalmente olvidado por los Protegidos, tachado de los libros de historia y de las guías turísticas, sin patrullaje de los Custodios, carente de Visores y Cápsulas, inexplorado y quizás inexplorable, este laberinto subterráneo era la ciudadela secreta de la Liga Democrática.
Caminando por las abandonadas vías del subterráneo, entre las viejas estaciones de las calles 135 y 125, mientras el delgado haz de luz de su linterna penetraba la oscuridad aterciopelada y envolvente, Boris Johnson experimentó una extraña sensación de seguridad absoluta.
Los subterráneos eran territorio de la Liga. A decir verdad, lo único que impedía la extinción de la Liga Democrática era esta ciudad bajo tierra y otras grutas, también abandonadas, hechas por la mano del hombre en Chicago; Bay City, Gran Londres, París, Moscú, Leningrado y cientos de ciudades de la Tierra. Arriba estaban el control, los Custodios, los Visores y Cápsulas, las verificaciones de los documentos. Pero un hombre podía desaparecer entre las ruinas subterráneas hasta obtener los papeles falsos necesarios si las cosas se ponían demasiado difíciles en la superficie. Allí se podía ocultar armas, celebrar reuniones, falsificar papeles sin problemas. Seguramente, el Consejo Hegemónico estaba al tanto del uso que se les daba a esas madrigueras, pero le era imposible sellar todos los accesos casi olvidados, instalar Visores y Cápsulas en cada túnel o patrullarlos. Tampoco se podían dinamitar, pues eso provocaría el derrumbe de las ciudades que se encontraban en la superficie.
Al igual que la Liga, los túneles eran molestias demasiado pequeñas como para justificar el enorme gasto de eliminarlos totalmente. En ese cálculo de economía residía la precaria seguridad de la Liga.
Johnson había llegado a la estación de la calle 125 donde divisó un círculo de luces de linterna sobre el andén oscuro. Los demás ya habían arribado al lugar de reunión. Johnson subió al andén por una escalera de metal herrumbrado y se encontró frente a un panorama de restos de bancos de madera podrida, máquinas expendedoras rotas y el asfalto quebrado de la plataforma misma.
Trastabillando entre trozos amorfos de metal corroído y asfalto levantado, llegó hasta el circulo de hombres reunidos cerca de la escalera que conducía a la entrada clausurada de la estación, en el nivel del suelo. Estaba cubierto por un parque, pero la Liga lo había reabierto y lo había vuelto a cerrar con un tepe de tierra y césped, transformándolo en una de las innumerables entradas ocultas del laberinto bajo la ciudad.
Había doce hombres reunidos en círculo, con sus rostros iluminados solamente por la luz de las linternas. Eran diez Jefes de Sección de Nueva York y dos hombres más.
Lyman Rhee era un hombre pálido y fantasmal, que había pasado ya cinco años viviendo debajo de la ciudad. Había cometido un crimen indecible: asesinar a un Custodio ante una multitud de Protegidos. Alto y delgado, con la piel nacarada y los ojos rojizos característicos de los albinos, estaba condenado a vivir allí, fuera de la vista de los demás como un gusano pálido, un topo humano en medio de una oscuridad perpetua.
Había otros que, como Rhee, vivían en los subterráneos, pero ninguno llevaba en ellos tanto tiempo; y, según se decía, ninguno conocía el laberinto tan bien como él. Rhee era el Jefe de Sección de ese pequeño ejército de fantasmas que moraban en las olvidadas entrañas de la Gran Nueva York.
Johnson sonrió cuando vio que el duodécimo hombre era Arkady Duntov, su mano derecha, el individuo que más se parecía a un amigo para él. Era un hombre tan común y corriente que ni siquiera figuraba en la lista de Enemigos de la Hegemonía, pero al mismo tiempo sugería los planes y la información mas sorprendentes, como si tuviera acceso a una fuente oculta de sabiduría que iba más allá de sus propios y aparentemente elementales recursos mentales.
Johnson no comprendía a este ruso rubio de rostro ancho, pero lo valoraba como uno de los agentes más útiles de la Liga.
Hubo movimientos de cabeza y saludos apenas audibles cuando Johnson se acercó al círculo reunido sobre el asfalto quebrado y sucio del andén.
—Bueno, me imagino que ya estarán enterados de lo ocurrido en Marte —dijo Johnson.
—La TV y los periódicos dicen que la Hermandad, y no nosotros, intentó asesinar a Khustov. ¿Qué ocurrió, Boris? —preguntó Luke Forman, su rostro negro trasformado en una máscara de contusión tallada en ébano por la luz de su linterna.
Boris gruñó.
—¿Qué te parece a ti, Luke? —dijo—. En realidad la Hermandad salvó a Khustov y el Consejo debió de haber decidido que era mejor culparla del atentado. Los Protegidos consideran que la Hermandad es algo como una calamidad natural, así que le conviene a la Hegemonía culparla a ella en vez de admitir que nosotros podamos llegar a ser un peligro. Ya sabes cuál es la actitud oficial hacía nosotros: somos una broma, un entretenimiento de cuyos actos se informa junto con los resultados deportivos… si es que se informa. Si hubiésemos asesinado a Khustov, habrían tenido que cambiar esa actitud, pero así…
—Estamos en la hoja cero de nuevo —dijo Mike Feinberg con una mueca.
—Como si no hubiéramos empezado —agregó Manuel Gómez—. Hay cada vez menos miembros. Los Protegidos se vuelven más gordos y acomodados cada día. Hay más Visores y Cápsulas en todas partes. Y nosotros casi no podemos hacer sentir que existimos. No me gusta decir esto, Boris, pero en momentos como éste me pregunto si no nos equivocamos. No hay más guerras, el nivel de vida sube, todo el mundo está contento… Quizá debamos disolver la Liga y seguir la corriente… tratar de estar bien mientras podamos. Después de todo, ¿sabemos en realidad qué es esa Democracia por la que estamos luchando? Quizá sea solamente una palabra. Quizás en el fondo no tenga ningún significado.
—Vamos, Manuel —dijo Johnson, tratando de dar un tono seguro a su voz—. Todos sabemos qué es la Democracia. Es… poder hacer lo que quieras, cuando quieras y como quieras. La Democracia es que cada uno haga lo que le parezca mejor, sin que haya nadie, ni siquiera un Custodio Maestro, organizándole cada instante de su vida.
—Si cada uno hace lo que quiere, entonces ¿qué ocurre cuando los intereses chocan? —dijo Gómez.
—Pues… Decide la mayoría, por supuesto —replicó Johnson vagamente—. La mayoría decide por el bien de todos.
—No parece ser muy distinto a la Hegemonía.
Johnson frunció el ceño. Con este tipo de charla no iban a ninguna parte. El momento de preocuparse de la Democracia sería cuando la Hegemonía hubiera sido destruida; entonces habría tiempo para discutir acerca de los frutos de la victoria y para ese momento faltaba mucho. Lo que importaba ahora era la acción. Demasiada especulación acerca de los objetivos causaba confusión…
Lyman Rhee se hizo eco de los pensamientos aún no formulados de Johnson.
—Este no es momento de discutir trivialidades —dijo el albino con su voz chillona—. Durante cinco años me he podrido dentro de estos túneles, y hay unos cuantos como yo. Democracia es poder salir a la luz del sol nuevamente. Eso es suficiente explicación para mí y para todos.
—Eso es —dijo Johnson—, estamos todos pudriéndonos de una manera u otra en la oscuridad. La Democracia es la luz, y no podemos pretender ver aquello que nos va a mostrar la luz hasta que la tengamos. Y no la vamos a tener hasta que derribemos la Hegemonía. Ahora tenemos que planear nuestro próximo paso.
—No creo que podamos hacer mucho —dijo Gómez—. No tenemos suficientes hombres como para empezar una revolución en serio; y aun si los tuviéramos, no podríamos interesar a los Protegidos porque la Hegemonía controla todos los medios de difusión y además mantiene gordos y contentos a los Protegidos. Mi opinión es que lo único que podemos hacer es seguir intentando asesinar a un Consejero. Si tenemos éxito, tendrán que tomarnos más en serio, y entonces quizás algunos de los Protegidos se pongan a pensar…
La mayoría de los presentes asintió con la cabeza.
—Por supuesto, tienes razón —dijo Johnson—. El problema es el siguiente: cuál de ellos, y cuándo, dónde y cómo. ¿Gorov? ¿Steiner? ¿Cordona?
—¿Qué importa? —dijo Rhee—. Un Consejero es un Consejero.
—No es así —dijo Arkady Duntov. Johnson lo miró detenidamente, preguntándose si Duntov iba a producir otra idea brillante—. El hombre a quien hay que asesinar es el Vicecoordinador Torrence —dijo Duntov—: Todo el mundo sabe que quiere ser Coordinador; por eso es enemigo de Khustov. Si asesinamos a Torrence, todos se pondrán a pensar: ¿Están enfrentadas la Hermandad y la Liga? ¿Era Torrence un aliado de la Hermandad? Si se supone que la Hermandad intentó asesinar a Khustov, y luego Torrence, el principal enemigo de Khustov, es asesinado, el Consejo no podrá culpar de eso a la Hermandad. ¡Se verán forzados a adjudicarnos el atentado!
¿De dónde sacará todo eso?, se preguntó Johnson. Duntov tenía razón. Si pudieran eliminar a Torrence ahora, la triquiñuela de Khustov de culpar a la Hermandad del atentado contra su vida se volvería en su propia contra. ¡Se vería obligado a acusar a la Liga de haber asesinado a Torrence, pues de lo contrario la acusación recaería sobre él mismo!
—Creo que Torrence iba a hablar en el Museo de Cultura de esta ciudad la semana que viene —dijo Johnson—. Es el blanco más fácil porque siempre está echando discursos en su intento de derrocar a Khustov. Ahora, ¿cómo hacemos para…?
—¡El Museo está en la planta baja! —gritó Rhee de repente—. ¡Claro! Hay una estación de subterráneo justo debajo del auditorio. Torrence estará muy custodiado, pero no pensarán en…
—¿Cuál es la distancia exacta entre el auditorio y esa estación? —preguntó Johnson.
—¡Hay una entrada vieja exactamente debajo del piso! —dijo Rhee—. El Museo fue construido en un lugar donde antes había una gran plaza, encima de la estación de la calle 59. Había muchas salidas. Las clausuraron con acero plástico cuando construyeron el Museo sobre la vieja estación. El auditorio está encima de una de las salidas clausuradas. Hay entre treinta y sesenta centímetros de acero plástico para perforar… y ahí está el auditorio.
—Tengo una idea mejor —dijo Johnson—. Ni siquiera es necesario entrar en el auditorio; basta con poner una buena bomba debajo del piso. Torrence nunca sabrá qué pasó. Nos encontraremos en la estación de la calle 59, tú, Rhee, por supuesto, yo y… Feinberg. Tú eres nuestro mejor experto en explosivos de modo que traerás lo necesario. Y entonces…
—¿Qué fue eso? —gritó Forman de repente. El grito repercutió por el túnel, provocando un eco… un eco que no se apagaba…
Johnson escuchó cómo el eco del grito de Forman se transformaba en un ruido seco de pasos que se acercaban por las vías desde el centro de la ciudad. Muchos pasos, y cada vez más cerca.
—¡Apaguen las luces! —susurró Johnson, apagando a su vez su linterna y desenfundando su pistola láser. Los pasos seguían avanzando en la oscuridad total y al parecer con más prisa.
—Son por lo menos veinte hombres —musitó Rhee al oído de Johnson—. ¡Están dentro de la estación, ahora! ¡Escucha cómo cambia el sonido de sus pasos a medida que entran en el espacio más grande de la estación! Diez… Trece… Diecisiete… Veintidós… Eso es, son veintidós.
—¿Crees que nos habrán oído? —preguntó Johnson.
Rhee rió suavemente.
—El sonido viaja por kilómetros aquí dentro —susurró—. Si nosotros los oímos, ellos también nos oyeron.
—No enciendan las linternas —ordenó Johnson—. Si ellos las encienden primero, serán un blanco perfecto… y viceversa. —Trató de recordar el plano de la estación.
—Los rieles están a unos dos metros por debajo del nivel de este andén —dijo Rhee—. Si nos dejamos caer sobre la vía opuesta, de manera que el andén quede entre nosotros y los Custodios, no nos verán.
—Está bien —dijo Johnson, deslizándose sobre el borde del andén y dejándose caer con cuidado sobre los durmientes podridos y los rieles corroídos—. Pero sin hacer ruido. Si nos callamos, quizá pasen de largo.
Con rapidez los agentes de la Liga siguieron su ejemplo mientras los pasos sonaban cada vez más cerca… casi frente a ellos, sobre la vía del otro lado del andén.
Johnson contuvo la respiración, sin atreverse a hacer el menor ruido. Los Custodios, del otro lado, también estaban callados, y no se oía nada salvo el ruido de pasos. Mantenían sus linternas apagadas.
Se pudo oír, entonces, que algunos hombres hacían un esfuerzo y subían al andén. Desde allí, los Custodios podrían usar sus linternas para iluminar toda la estación; pero para hacerlo tendrían que ponerse en descubierto…
Johnson aferró aun más su pistola.
De repente una luz bañó el andén de enfrente. Sus ojos lucharon por acostumbrarse y en seguida vio a cinco Custodios con linternas en una mano y pistolas en la otra, de pie sobre el andén, a menos de tres metros de donde él estaba.
Antes que Johnson pudiera dar una orden, Forman, Gómez y varios otros que no alcanzó a ver comenzaron a disparar. Tremendas lanzas de intensa luz roja se clavaron en los Custodios que estaban sobre el andén, quienes en medio de alaridos cayeron calcinados y humeando. Sus linternas todavía encendidas, se desparramaron por doquier cortando la oscuridad con enloquecidas franjas de luz y salpicando los muros de brillantes círculos amarillos.
Pero los Custodios que todavía se hallaban sobre la vía los habían descubierto. Usando como resguardo el andén que estaba entre ellos y los agentes de la Liga, comenzaron a disparar sobre sus cabezas.
Johnson se refugió bajo el borde del andén en el momento justo en que un rayo láser cortaba el aire a centímetros de su cabeza.
A la luz de los mortíferos fogonazos rojos de los rayos láser que danzaban sobre sus cabezas, Johnson pudo ver a sus hombres agazapados sobre las vías. Estaban atrapados, pero los Custodios también lo estaban. Johnson levantó el cañón de su arma por encima del borde del andén y efectuó un rápido tiro a ciegas. Pero los Custodios podían esperar refuerzos.
—Tenemos que salir de aquí —musitó Johnson.
—¡Escucha! —exclamó Rhee a su lado—. Vienen más Custodios desde el sur. ¡Son muchos!
Por encima del silbido de los disparos Johnson pudo oír un rugido lejano, que más que oírse se podía sentir como una onda de vibración que avanzaba por el túnel.
—¡Tenemos que dividirnos! —dijo—. Que la mitad se dirija hacía el sur, y el resto que venga hacía el norte conmigo. Ni bien lleguen a una bifurcación en los túneles, sepárense de nuevo. No nos pueden seguir a todos. No traten de llegar a una salida hasta que estén seguros de haberlos perdido.
Johnson condujo a Duntov, Rhee, Forman y dos más a quienes no pudo reconocer en la semioscuridad hacía el norte, agachándose para no ofrecer blanco. Mientras corrían por la vía, trastabillando sobre los durmientes, oyó los gritos de los Custodios que saltaban sobre el andén y se lanzaban tras ellos.
—¡Más rápido! —gritó sin aliento mientras corría—. ¡Tenemos que llegar a la próxima estación antes que nos alcancen!
Salieron de la estación y se vieron envueltos en la oscuridad casi total del túnel, donde trastabillaron sobre los rieles, los durmientes y los cambios de las vías. A sus espaldas podían percibir los pasos inexorables de los Custodios, cuyas linternas lejanas iluminaban el camino de los fugitivos.
Unos doscientos metros más adelante, Rhee vio la salvación.
—¡La bifurcación! —jadeó—. El túnel de la izquierda corresponde al viejo expreso y sigue hasta la estación de la calle 145. El de la derecha va a la calle 135. Separémonos aquí. Con suerte seguirán a un solo grupo.
Rhee tomó a Johnson de la mano y lo condujo hacía la oscuridad aun mayor del túnel de la derecha. La mano de Rhee era húmeda y desagradable. Johnson se aferró a la mano de otro y lo arrastró detrás de él y Rhee. Los demás siguieron por el otro túnel.
Oyó el siseo de los láseres detrás de ellos mientras avanzaban corriendo por el túnel, y luego gritos y más siseos. Los Custodios estaban luchando con el otro grupo. ¿Eso significaría…?
¡Pero no! Tras él oía pasos que se acercaban cada vez más, y los círculos de luz de las linternas de los Custodios bailoteaban sobre las paredes del túnel a poca distancia de donde se encontraban. ¡Los Custodios también se habían dividido!
Con los pulmones a punto de estallar se obligó a correr más rápido. Rhee lo arrastraba y el hombre que iba detrás bufaba y jadeaba.
De repente, Rhee se detuvo.
—Pero ¿qué…?
—¡Escucha! —dijo el albino—. ¡Delante de nosotros! ¡Hay más, y vienen hacía el sur a buscarnos! ¡Estamos atrapados!
—Quizá podamos romper el cerco de los que están delante —sugirió el tercer hombre. Al oír su voz, Johnson se dio cuenta de que era Arkady Duntov.
—Son por lo menos una docena —dijo Rhee—. ¿No los oyen? —Rió nerviosamente—. ¡Pero cómo van a poder! ¡Estamos perdidos…! ¡Pero no, esperen! Debe de haber uno por aquí cerca…
Arrastró a Johnson por la oscuridad, remolcando a Duntov detrás. Parecía estar tanteando la pared con su mano libre mientras corría…
De repente se encontraron delante de un cuadrado gris, una pequeña mancha de luz tenue en la oscuridad total.
—¡El conducto de ventilación! —dijo Rhee—. Da a una calle, allá arriba. Si tenemos suerte y no hay nadie por allí podremos salir. Fíjate.
Johnson se aproximó al cuadrado iluminado. Un hueco de unos setenta centímetros de diámetro sabía en un ángulo de cuarenta y cinco grados hacía la calle. Johnson se introdujo en él y se encaramó por el cemento sucio y resbaladizo, valiéndose de sus codos y rodillas para afirmarse mejor. A unos tres metros de la entrada, el hueco terminaba en una reja antigua y corroída. Manteniéndose en el hueco con los pies, Johnson limpió un poco el enrejado y miró a través de él.
¡La suerte les sonreía! El enrejado daba sobre el bordillo de un callejón que corría detrás de un edificio semiderruido y aparentemente abandonado.
—¡Apúrate! —dijo Rhee desde abajo—. ¡Se están acercando!
Johnson retrocedió un poco, desenfundó su pistola láser y rápidamente quemó los tornillos que sujetaban la reja. Luego la empujó hacía afuera con el dorso de la mano, y al hacerlo se quemó los nudillos.
Sin demora salió por la abertura y una vez en la cuneta se puso de pie. Una tenue luz solar se filtraba entre las múltiples calzadas, rampas y calles que se extendían hacía arriba. Un momento después Duntov, parpadeando, salió del pozo.
Luego la cabeza de Rhee asomó por el orificio: una cabeza pálida, de un blanco fantasmal, con rasgos orientales y ojos colorados de rata. Rhee parpadeó en la tenue luz y cerró sus párpados casi traslúcidos.
—¡No puedo ver nada aquí arriba! —gimió el albino—. ¡Demasiada luz! ¡Demasiada luz!
Levantó sus brazos delgados para apoyarse en el borde, los ojos cerrados con fuerza.
—¡Vamos, vamos! —le dijo Johnson.
—No… no puedo —dijo Rhee—. Sigan ustedes. Me quedaré en el pozo hasta que pasen. —Rió con amargura—. Estuve tanto tiempo allí abajo que no puedo aguantar la luz. Pero no se preocupen por mí. Nunca me van a agarrar en mis túneles. Los veré debajo del Museo, como quedamos.
—¿Estás seguro…?
—Descuiden —dijo Rhee—. Estaré allí.
Johnson se encogió de hombros e hizo una señal con la cabeza a Duntov. Se limpiaron un poco y salieron del callejón hacía una calle semidesierta adyacente.
Johnson echó una mirada hacía atrás mientras Duntov sin mirarlo, se alejaba calle arriba hacia un pequeño grupo de Protegidos.
Rhee estaba prendido del borde del pozo. Solamente se veían sus brazos pálidos y huesudos y su cabeza blanca, con los ojos cerrados con fuerza. Una criatura de las tinieblas fulminada por la luz.