XII

TRES cuartos de hora tardó Rhodes en decirme lo que sabía, y cuando terminó estaba muy cansado. Hacia el final, la enfermera se asomaba cada dos o tres minutos, rogándome con la mirada que cogiera mis bártulos y me marchase. Lo abrevié todo lo que pude, y me levanté.

—Ahora, lo mejor será que descanse, Rhodes —dije. Vacilé, y luego dije—: Estaré en contacto con Dartmouth. ¿Le gustaría ver a Miss Wright?

—Acaba de estar con permiso, señor. No la dejarán venir, ¿no?

Me eché a reír.

—Ya certificaré yo que es un viaje de servicio. A usted le gustaría verla, ¿no es eso?

Se azaró.

—No sé si usted lo sabrá. Estamos comprometidos... desde poco antes de esta operación.

—Me lo dijo ella —cogí mi gorra—. Yo me encargaré de eso, Rhodes. Venga a verme a Londres cuando le levanten, y hablaremos de su próximo destino.

Salí de la sala y volví al despacho del médico. Allí garrapateé un mensaje para que fuera dado a Dartmouth por teléfono, y salí con prisa hacia la estación. Cogí por los pelos el tren para Londres, y pasé toda la mañana sentado en él mientras corría por Cornwall.

Entró en la estación de Newton Abbot a primera hora de la tarde; la conductora Wren, Wright, estaba allí esperándome en el andén. Era mi destino decirla cosas en el andén de Newton Abbot, entre el bullicio de las vagonetas, los cacharros de leche, el silbido del vapor saliente que salía de los coches, y el alboroto de la muchedumbre. Salí rápidamente y me acerqué a ella.

—Escuche, Miss Wright. ¿Recibió mi mensaje?

Ella tartamudeó:

—Él está..., está bien, ¿verdad?

—No está bien del todo. No se va a morir, pero tiene una herida muy fea y descuidada en el hombro izquierdo. Está en el hospital de Falmouth, y le gustaría mucho verla a usted allí.

—¿Podré conseguir permiso?

Yo había escrito una nota en el tren, y se la entregué.

—Déle esto al comandante —dije—. Salúdele de mi parte y dígale que siento no haber podido telefonearle. Le pido en esta carta que, si puede, la deje una semana de permiso para estar con Rhodes. Pero ya sabe que él es el que tiene que decidir. Yo no puedo darle permiso.

—Me lo dará si usted le dice que quiere que lo tenga, señor —dijo ingenuamente—. Se acuerda horrores de usted. Todos se acuerdan.

—Yo no he hecho nada en esta operación —dije—, nada más que recostarme en mi despacho y observar cómo otra gente hacía el trabajo.

Hubo una pequeña pausa.

—¿Sabe usted qué les ha ocurrido al capitán Simon y al teniente Boden, señor? —me preguntó.

—Simon llegó perfectamente a tierra —dije, y luego bajé la voz—. Está todavía en el otro lado. No diga una palabra de esto. Al teniente Boden, según temo, es casi seguro que lo mataron.

Ella asintió con la cabeza; evidentemente, lo esperaba.

—Estaba segura de que tenía que haber sido él —dijo—. ¿Era él el que disparaba con un fusil ametrallador cuando el barco flotaba boca abajo?

—Creo que sí —dije.

Alzó la cabeza.

—Fué lo mejor que le pudo pasar —dijo—. Jamás se hubiera podido quedar tranquilo después de la guerra.

Yo no estaba de acuerdo con ella.

—La gente se sobrepone a todo.

Negó con la cabeza.

—Boden no. Estaba demasiado herido.

No era una cuestión sobre la que pudiera uno discutir, especialmente en el andén de Newton Abbot; aparte de eso, ella tenía una edad más aproximada y conocía a Boden mejor que yo. Un empleado gritaba detrás de mí que los viajeros volvieran a sus sitios, y cerraba las portezuelas de golpe mientras iba recorriendo el tren. Yo me dirigí hacia mi departamento.

—Cuídese usted para que eso no le ocurra a Rhodes —le dije.

—Podría ser al revés —me contestó.

Al extremo del tren tocó el silbato el empleado y flameó la bandera verde. Entré en mi departamento y me asomé a la ventanilla para decirle unas pocas palabras más.

—No esté preocupada por eso —la dije—. No volverá nunca al mar. No debía de haber ido nunca. Rhodes es un oficial de la rama de especialistas, con galón verde. Tiene que quedarse en tierra el resto de la guerra.

—Él detestará eso, señor.

El tren empezó a andar. La hice un guiño.

—Ya sé que él sí —dije—; pero usted, no.

Se echó a reír. Era la primera vez desde hacía muchas semanas que la veía reír. La última cosa que vi de ella fué que estaba aún riendo sobre el andén, diciéndome adiós con la carta que tenía en la mano y que yo le había entregado para que le dieran permiso. No estoy seguro de que sea muy correcto que una conductora Wren salude así a un comandante.

Aquella noche vi a McNeil en su oficina de Pall Mall y le dije lo que había estado haciendo y de lo que me había enterado por Rhodes. Me llevó más de media hora contar la historia tal como yo la sabía entonces. Para terminar, dije:

—Simon, según parece, sigue aún en Francia. No tardaremos en tener noticias suyas.

Negó con la cabeza.

—No creo yo eso. Hoy ha llegado un mensaje hablando de él.

Abrió un cajón con llave y me entregó uno de sus mensajes «Muy reservado», que estaban empezando a molestarme. Leí:

«Douarnenez. —Los treinta rehenes que iban a ser ejecutados el 15 de noviembre, han sido puestos en libertad el 14 de noviembre. Se dice que un oficial inglés, llamado Charles Simon, se ha entregado a los alemanes ese día. Este hombre se dice que ha sido un superviviente de un barco británico hundido en el Iroise y que de algún modo estaba comprometido con los recientes incendios en pequeños buques de guerra alemanes. Fin.»

Se lo devolví en silencio.

—Este es el final —dije por último, cansadamente—. No volveremos a verle hasta que termine la guerra.

—No —dijo el brigadier.

No dijo más que eso. Me pareció que no había nada más que decir.

Le dejé y volví a mi trabajo normal. En los quince días siguientes no volvió a ocurrir nada más después de aquello; por supuesto, no había nada más que pudiera ocurrir. Ese equipo había sido disuelto, o por lo menos, yo así lo pensaba. A fin de noviembre le dieron de alta en el hospital a Colvin, y vino a verme una tarde al Almirantazgo. Le hice sentarse, le di un cigarrillo, y charlamos de esto y lo otro por algún tiempo.

Poco después, le dije:

—¿Cuál es ahora su situación, Colvin? ¿Van a darle a usted una buena temporada de permiso?

—Quería verle a usted a propósito de eso, señor —dijo—. El comandante médico de Haslar ha estado de lo más particular. Me ha dado ahora un mes de permiso. Bueno; eso está bien, aunque yo no sé qué diablo se puede hacer en este país con un mes de permiso y en diciembre. Pero después de eso, dice que tengo que pasarme en tierra y en servicios ligeros seis meses por lo menos, y posiblemente más tiempo. Esto no me parece razonable.

—¿Usted cómo se encuentra? —pregunté.

—Debo confesar que me canso mucho con cosas pequeñas —admitió—. Subiendo escaleras y cosas de ésas, y me corto al afeitarme. Pero todo esto desaparecerá dentro de un mes.

—¿Cuántos años tiene, Colvin?

—Cuarenta y ocho —titubeó—. Me quitaba cinco años, pero en Haslar el comandante me cogió todos mis papeles mientras yo estaba en el hospital.

—Mala suerte —dije.

—Usted sabe lo que pasa —me explicó—. No quiero quedarme estacionado en algún sitio como Clyde o Liverpool, sin conocer a nadie en este país ni hacer nada más que buscarme contrariedades. Estaré mejor fuera, en el mar.

Me agaché y abrí uno de los cajones de mi escritorio. Saqué una cajita.

—A propósito —dije—. Ya recogí su reloj. Creo que está bien ahora.

Se quedó encantado. La London Chronometer Company había hecho con él un buen trabajo; le habían puesto una maquinaria completamente nueva, y lo habían limpiado de tal forma que parecía nuevo. Incluso me lo habían devuelto en un estuchito de piel de gamuza.

—Oiga —dijo—, está elegante.

Se lo puso en el oído y escuchó el tictac. Luego, incapaz de resistir, le dió la vuelta y leyó la inscripción, que debía de saberse de memoria: «A Jack Colvin, de Junie. 17 de septiembre de 1935.»

—Se lo agradezco de verdad, señor. ¿Cuánto le debo?

—Nada. Conseguí que la Secretaría del almirante lo incluyera en su cuenta de gastos menores.

—El almirante es un tío estupendo —hizo una pausa—. Me reventaba ver cómo había usado el reloj. Pero ahora está mejor que estuvo nunca.

Volví a la tarea que tenía entre manos; tenía que hacer otras cosas esa tarde, aparte de proporcionarle un destino a Colvin.

—Escuche —le dije—. Hay una tarea en tierra que creo que puede convenirle. Es el blindaje de barcos mercantes, la cabina del timón, defensas para los cañones y todo eso. Necesita alguien que entienda de barcos mercantes para que vaya a bordo de cada barco, diga lo que hay que hacer en cada caso, y que se encargue luego de que el trabajo se haga bien. Esto significa ir a bordo con cada uno de los patrones, discutirlo con él y modificar luego el proyecto general para acoplarlo a las condiciones particulares de cada barco —hice una pausa—. ¿Podría usted encargarse de eso?

—Creo que sí. Parece una cosa semejante a la que solía hacer cuando era superintendente de Marina al otro lado.

—Eso es lo que yo pensé. Además, me pareció que podría usted tener conocimientos locales que le ayudarían —me miró atónito—. Estos barcos de que le estoy hablando son los de la ley de Préstamo y Arriendo —dije—. El trabajo será en la costa oeste de América, y su Cuartel general estará en San Francisco.

Hubo un silencio momentáneo.

—¿He oído bien eso? —preguntó—. ¿Quiere usted decir que me va a llevar a Frisco 14 para ese trabajo?

—Si usted quiere ir. Es una oportunidad que pensé que quizá le gustara.

—¡Que si me gusta! —balbució—. Oiga...—se paró, y luego dijo—: ¿Quién le ha enterado de eso? ¿Quién le dijo que yo quería volver a Frisco? ¿Fué el joven Boden?

—Me habló algo acerca de ello. Me alegré mucho de saberlo.

Se quedó mirándose fijamente las uñas de las manos.

—Era un chico fantástico. No se puede ser mejor —alzó la cabeza y me miró—. Ya lo creo que quiero volver a Frisco —dijo—. Tengo una razón personal, señor, que no tiene nada que ver con la Marina —tenía aún el reloj en la mano—. El primer día que me preguntó usted, le dije que no estaba casado. Esto es bastante verdad desde el punto de vista legal. No pude sacar la licencia matrimonial...; al menos, eso creo yo. Ya ve usted, no era una cosa legalizada.

—Comprendo —dije—. Esa es Junie, ¿no?

—Sí, esa es Junie. A mí me parece que hay fulanos que se casan y todo les sale bien, y ya no tienen más líos. El joven Boden creo que era uno de ésos. Pero hay otros que parecen no dar nunca en el clavo.

Sobre eso yo no podía opinar.

—He estado casado una porción de veces —dijo sencillamente—, y todas las veces terminaron con disgustos, hasta que me emparejé con Junie. Nos casó un pastor, como si todo fuera de lo más legal; pero no era nada legal, a causa de todas las otras veces —calló un momento—. Más tarde, cuando llegó la guerra, yo hubiera dado mis ojos por que la boda hubiera sido válida. Pero eso es lo que yo no podía hacer.

—Vivieron cuatro años juntos, ¿no?

—Más bien cinco —dijo—; fueron cerca de cinco. No recuerdo nada mejor que aquel tiempo.

—¿Cree usted que ella estará allí todavía? —le pregunté—. Dos años son mucho tiempo.

Yo quería decir, mucho tiempo para confiar en que una muchacha se quedaría esperándole, sin una carta y sin lazos matrimoniales; pero no le dije tanto.

—Sí —dijo—; es un tiempo muy largo, espantoso. Creo que la encontraré todavía esperándome en Frisco. Si no, bueno; sería terrible. Pero, salga lo que salga, yo le estoy agradecidísimo de que nos haya dado la oportunidad de poner casa de nuevo.

—Yo en su lugar, redactaría un cablegrama y se lo pondría. Tendrá usted que estar aquí un mes encargándose del trabajo. Creo que estará usted en San Francisco para febrero.

Poco después de eso me dejó, y yo seguí con mi trabajo. Volví a verle algunos días más tarde, que entró para enseñarme la respuesta a su cablegrama. Parecía un niño con zapatos nuevos, y se empeñó en leérmelo. Decía:

«Llegó tu cable; pero ¿dónde has estado todo este tiempo? Billy murió otoño pasado, sospecho cólico. George y Mary envían cariños. Vivimos Oakland, bonitas habitaciones; desde que tú marchaste, en la calle. Quince toneladas de cariño. No queda parné.— Junie.»

Billy era su gato —explicó—. Siento de verdad lo de Billy; era un gato bueno y fuerte, buen contrincante para cualquier perro.

Le devolví el cable.

—Yo la enviaría algún parné para que fuera tirando, si tiene usted algo —observé—. He estado investigando acerca de su licencia matrimonial. Se puede proporcionar en un caso como el suyo. Puede usted sacarla, pero tiene que hacer una declaración. Mire, esto es lo que tiene usted que hacer.

Ojeé con él los reglamentos de la flota del Almirantazgo, y se lo expliqué con detalle.

—Algo de eso había oído —me dijo al final.

Yo estuve seco con él, pensando en la chica de Oakland.

—Pudo usted haber hecho algo de esto —dije.

Parecía estar avergonzado.

—Creo que no tuve nunca antes un jefe con el que no me importara hablar sobre ello.

Le dije que era tonto, y le envié a hacer la declaración.

Unos quince días más tarde, me telefoneó McNeil.

—Podría usted asomarse por aquí algún rato —me dijo—. He recibido un par de mensajes más acerca del Geneviève.

Me acerqué a su oficina después de almorzar. Los sacó de un cajón y me los entregó.

—Temo que no son muy buenas noticias —dijo.

El primero decía:

«Rennes. —Un oficial inglés llamado Charles Simon ha sido ejecutado hoy en el polígono de tiro. Este oficial estaba convicto de un acto de espionaje efectuado la primavera pasada en Lorient, en cuya época él era civil. Se cree que los severos destrozos causados a la base de submarinos fueron debidos a la información que este hombre entregó a los ingleses. Fin.»

Miré al brigadier.

—Lo siento muchísimo —dije.

—Yo también —hizo una pausa—. Tenía yo mucho miedo de que esto ocurriera —dijo con calma. Hubiera sido un milagro que no le hubieran identificado.

—¿Cree usted que le reconoció algún alemán y recordó aquello?

Se encogió de hombros.

—Algo por el estilo. Supongo que ahora ya nunca sabremos los detalles.

—Él debía de saber lo que estaba haciendo —dije lentamente—. Cuando se entregó, debía de conocer el riesgo.

—Probablemente pensaba en los rehenes —dijo McNeil.

—Desde luego —me quedé sentado, mirando fijamente el mensaje que tenía en la mano, y poco a poco me fuí enfureciendo—. Hemos sido un par de condenados idiotas en este asunto —dije por fin—. Debimos de haberlo planeado mejor.

—¿Qué quiere usted decir?

—Exactamente lo que he dicho. Simon era el mejor oficial que teníamos en este país y que probablemente tendremos nunca, para trabajar en el otro lado. Ahora ha muerto. Pudimos haberlo pensado mejor antes de volver a arriesgarle nuevamente en Douarnenez.

—No es fácil ponerles trabas a estos individuos —dijo tristemente McNeil—. Cuanto más valen, más difíciles son de controlar. Usted lo sabe —yo lo sabía, y quedé callado—. Era un hombre endiabladamente bueno —dijo—. Pero hay otros tan buenos como él.

—No creo que pueda usted tener tantos Simones como dice, y nosotros hemos malgastado uno de ellos.

—Malgastado... —dijo pensativamente—. Me parece que está usted equivocado —me miró—. ¿Ha leído usted el otro?

Cogí el otro mensaje. Este decía:

«Brest. —La población civil ha ideado un medio de hostigar a los alemanes, que está demostrando ser muy efectivo. El nombre de Charles Simon es escrito con tiza sobre las paredes y el pavimento. Esta ocurrencia se está extendiendo rápidamente, y ha sido observada a tanta distancia como St. Briène. En todos los casos, los alemanes han reaccionado coléricamente y muestran interés en la propagación de este movimiento. Un hombre llamado así fué ejecutado recientemente en Rennes. Fin.»

Lo leí nuevamente, y mientras lo hacía me parecía ver toda la agitación y el odio que crecían en el otro lado. Dejé los mensajes, asqueado de todo este triste asunto.

—Lo mismo da —dije—. Esto termina con el Geneviève. Simon era el último de quien teníamos que preocuparnos, y ahora ya acabó todo.

El brigadier convino conmigo.

—Ya se terminó todo. Si surgiera alguna cosa más, se la daría a conocer.

—No estaré aquí —dije—. Vuelvo al mar —era un alivio hablar de cosas más limpias. Me van a dar el mando de uno de los destructores de la clase Tribal.

—¿Contento de ir?

—Sí. Naturalmente que alguien tiene que hacer el trabajo del Almirantazgo, pero yo prefiero irme al mar con una tarea determinada. Aquí se pasa uno todo el día trabajando en su despacho, y no parece que se logre nunca nada.

Me miró con fijeza.

—No sé qué es lo que usted quiere —dijo—. Las operaciones que hemos hecho con el Geneviève han sido un éxito rotundo.

—Perdimos el barco y toda su tripulación —repuse amargamente.

—Perdimos un barco pesquero y dos oficiales —me corrigió—. A cambio de eso, hemos destruido tres Raumboots y averiado un destructor. Hemos matado a más de noventa alemanes. Hemos desembarcado setenta fusiles ametralladores y hemos levantado la moral a un pueblo que lo necesitaba. Y, por último, aunque no es lo de menos importancia, hemos hecho retirar una división del frente de Rusia.

—Una división bien cochambrosa —hice observar.

—Se lo concedo. Una división muy cansada, pero, de cualquier forma, era una división retirada de Rostov, en el frente ruso.

Se dirigió a mí:

—¿Quién sabe lo que eso puede significar?

FIN

MUY RESERVADO

NEVIL SHUTE

Escritor inglés contemporáneo

TITULO INGLES

MOST SECRET

VERSION CASTELLANA

RAMON SALTO

DIBUJO DE LA SOBRECUBIERTA

ANGEL ESTEBAN

IMPRESION DEL TEXTO

GRAFICAS ORBE. S. A.

IMPRESION DE LA SOBRECUBIERTA

IMPRENTA INDUSTRIA, S. I. - BILBAO

ES PROPIEDAD

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Printed in Spain