VII
VOLVÍ al Centro Naval y envié al V. A. C. O. un mensaje cifrado, diciéndoles que el barco estaba en camino. Luego almorzamos y cogimos el tren; llegamos a Dartmouth entrada la noche y dormimos en el Colegio Naval.
He dicho que dormimos; pero por lo que a mí se refiere estuve despierto la mayor parte de la noche. Había estado últimamente ligado con esta aventura desde su principio y había llegado a conocer a los oficiales, si no a la tripulación, mucho más íntimamente que lo que era usual en las otras operaciones con las que yo tenía que ver. Resulta difícil dormir cuando se tiene este conocimiento; me quedé despierto, meditando hora tras hora, si pude haber pensado más intensamente en ello mientras estaba sentado en mi oficina; haberlos organizado mejor o asegurarlos más para los peligros que iban a afrontar. No conviene, en realidad, conocer un barco tan íntimamente como yo conocía al Geneviève. Por la mañana no nos apresuramos. Por la ruta más corta, pasando cerca de Ushant, había unas ciento setenta millas marinas de distancia entre el lugar en que pensaban encontrar la flota pesquera y Dartmouth. Suponiendo que salieran del lugar a las dos de la mañana, no tenían posibilidad de llegar antes de las seis de la tarde; con toda probabilidad pasarían otra noche fuera, a no ser que pudieran entrar en algún puerto más cercano. No teníamos que hacer otra cosa en todo el día más que estar al habla con el teléfono del Centro Naval.
Allí nos encaminamos después de desayunar. Ante la puerta se hallaba parado el pequeño Austin; la conductora Wren se paseaba por fuera, desconsoladamente, de un lado para otro. Se reanimó al verlos venir por la calle y se puso junto a su coche.
Me paré un momento.
—Miss Wright —dije. Se puso en posición de firme, lo cual me hizo casi desistir—. Tengo un recado para usted del teniente Rhodes. Quiere que le recuerde que no se olvide usted de dar de comer a su conejo.
Se ruborizó un poco.
—Muy bien, señor —dijo protocolariamente, y luego más humanamente preguntó: —¿Han salido?
Esta muchacha sabía ya lo suficiente para echarlo a perder si es que había algo que se pudiera echar a perder, y hacía semanas que lo sabía.
—Salieron ayer —dije en voz baja—. Esta noche deben haber efectuado su cometido. Pueden estar aquí de vuelta o esta noche tarde, o mañana a primeras horas de la mañana.
—Gracias por la noticia, señor —dijo.
—Guarde usted el secreto —repuse—. Y no deje que cuando vuelva Rhodes se encuentre hambriento a su conejo.
Sonrió al oír esto; era realmente una chica preciosa.
Me volví para marcharme y luego me paré.
—¡Ah! Otra cosa —dije—. Me encargó que la dijera que la quiere.
Se puso súbitamente roja; parece ser que di inconscientemente en el blanco.
—¿Qué le encargó, señor?—murmuró.
Sonreí burlonamente.
—Ya me oyó usted la primera vez —dije, y me marché con McNeil al Centro Naval.
Telefoneé al V. A. C. O. Y le dije al oficial de servicio dónde me encontraba para el caso de que llegaran noticias, e hice lo propio con el comandante en jefe de los distritos del Oeste. Eran entonces las once de la mañana y no había otra cosa que hacer más que sentarse a esperar las noticias.
Es muy penoso tener que esperar así. Ni McNeil ni yo hablamos mucho; nos sentamos, fumando nuestras pipas, intentando leer y concentrarnos en los periódicos, en la desnuda oficinita. Podían haberles ocurrido tantas cosas aparte de la acción del enemigo. Había sido una noche oscura hasta las dos de la mañana, aunque no había llovido mucho; en Dartmouth la visibilidad había sido escasa, y sería probablemente mucho peor en los alrededores de Ushant. Les habíamos enviado en una noche oscura a acercarse a una costa que estaba sin iluminar y sembrada de arrecifes. Hacia el norte de su área diez millas de rocas, medio sumergidas, se extendían de St. Mathieu a Ushant; por el sur, desde The Saints, se extendía una gran lengua de arrecifes, que se alejaban hasta quince millas de la costa. En medio de este área, los arrecifes de las proximidades de Le Toulinguet se extendían en dos o tres millas hacia afuera; en medio de todo este revoltijo, tenían que encontrar su flota pesquera. Las corrientes eran fuertes por ahí; en algunos sitios corrían hasta a cuatro y cinco nudos. Si por la oscuridad y el empuje de la corriente se apartaban cinco millas de su ruta, después de un viaje de ciento treinta millas, podían encontrar el desastre absoluto.
Aspiré mi pipa e intenté leer las noticias, que eran todas malas. A los rusos les estaban empujando cada vez más y más lejos, y ahora los alemanes se estaban aproximando a Crimea.
McNeil y yo fuimos a almorzar por turno, quedándonos uno de los dos junto al teléfono. Después de almorzar paseamos por fuera de la oficina, de un lado para otro, bajo el incierto sol, entre chaparrones de lluvia; la Wren estaba todavía esperando allí con su camioneta. A eso de las cuatro fuí a ver al secretario, que era un teniente de la Reserva Naval de Voluntarios.
—Hay un puesto de observación sobre la escollera, señor —dijo—. Tenemos una línea directa con él. Su Wren sabe dónde está, y yo les pondré ahí cualquier llamada que les llegue.
Bajé con McNeil y entramos en el camión, diciendo a la Wren que nos llevara al puesto de observación.
—¿Vienen ya, señor? —dijo ansiosamente.
—No es hora todavía —dije—. No pueden estar aquí mucho antes de la noche. El puesto de observación era una casetita enmascarada en lo alto de la escollera y medio hundida en la tierra. Estaba a su cargo un viejo oficial subalterno y con él un señalero. Tenían un buen telescopio grande sobre un soporte y un par de gemelos de campaña. Trescientos pies bajo nosotros se extendía el mar, gris, moteado y ondulado por el viento. Era mejor sitio para esperar que la oficina.
El señalero hizo té, y yo hice entrar a la Wren y la di una taza. Se sentó silenciosa en un rincón a esperar con nosotros. Continuamos allí, esperando hora tras hora, fumando pacientemente y hablando muy poco. Y por fin llegaron.
El señalero fué el primero que los vió, alrededor de las siete y media, cuando la luz empezaba a empalidecer. Vió un buque por el telescopio, muchas millas fuera, embocando el puerto. Todos miramos continuamente por turno; incluso la Wren echó una mirada, ayudándola el señalero a enfocar. Cuando estuvieron a tres o cuatro millas y estuvimos completamente seguros de que era el Geneviève, telefoneé al oficial de servicio y le dije que estaba entrando.
—Hágale señales para que vayan directamente a sus amarras de Dittisham —dije—; yo iré a encontrarles allí.
—Muy bien, señor.
Envié un mensaje a su ranchero en Dittisham para que les tuviera lista la comida, y entonces dejamos la caseta y fuimos al camión. Media hora más tarde llegamos a las villas; dejamos allí a la Wren ayudando a hacer la comida y bajamos al muelle.
El navío estaba ya al alcance de la vista, llegando con la última luz de la tarde. En la orilla estaba un teniente médico de la Reserva Naval de Voluntarios esperando en el bote, el cual había llegado de Dartmouth en motocicleta. Un marinero nos llevó remando hacia la boya de amarre del barco cuando éste estuvo cerca, y trepamos por su costado antes de que estuviera amarrado.
Simon vino a nuestro encuentro y nos ayudó a pasar la amurada. Estaba con ropas de pescador, sucio, sin afeitar y terriblemente cansado.
—Alcanzamos a un Raumboot con el lanzallamas señor —dijo.
—¿Lo alcanzaron? —dijo McNeil—. ¡Dios, eso es magnífico! ¿Lo hundieron?
Sacudió la cabeza.
—No lo sé. Creo que por último ha debido de hundirse. Cuando terminamos estaba ardiendo de cabo a rabo; pero no nos quedamos por allí, y luego volvió a empezar a llover y lo perdimos de vista.
McNeil continuó con Simon; Colvin se acercó a nosotros.
—Ha sido una operación endiabladamente buena —le dije—. ¿Tuvieron alguna baja?
—Ni una —dijo—. No nos hicieron ni un solo disparo. Ese lanzallamas es sin duda una cosa buena.
Hice unas pocas preguntas más, precipitadamente; pero los hombres estaban, claramente, muy cansados, y yo quería que fueran a tierra. El informe completo podía esperar hasta que comieran y durmieran un poco; no era de urgencia. Le dije a Colvin que llevara a tierra a todo el mundo y dejara el barco al equipo de tierra para que montara la guardia.
Boden dijo:
—¿Qué hacemos con el Jerry? ¿Lo llevamos también o lo dejamos aquí?
—Dejadlo aquí esta noche —dijo Colvin—. Está perfectamente tal como está.
—¿Hablan de un alemán?—pregunté asombrado.
—Seguro —dijo Colvin—; le sacamos del agua, pero murió en seguida —hizo una pausa—. Le pusimos abajo, junto a los bidones de combustible. ¿Quieren verlo?
Me volví hacia McNeil.
—Tienen un alemán muerto —dije—. ¿Quiere echarle un vistazo?
—Eso he oído. Creo que será lo mejor, y que lo lleven mañana a tierra. Colvin nos bajó a la sentina junto a los bidones. Allí había una figura alargada, tumbada y cubierta por una manta.
—No es una vista bonita —dijo Colvin—. Estaba completamente quemado antes de entrar en el agua.
Descorrió la manta.
—No —dije—. No lo es.
—¿Tenía algunos papeles con él? —preguntó McNeil.
Colvin se encogió de hombros.
—No lo sé —dijo—. Para decirle la verdad, no se nos ocurrió andarle entre las ropas. Pensamos que eso era trabajo para el personal de tierra.
Volvió a colocar la manta y fuimos sobre cubierta. La tripulación estaba siendo transportada a tierra por tandas. Me encontré a Rhodes y le dije:
—Ha sido una operación magnífica. ¿Tuvieron alguna dificultad?
—En absoluto, señor. Salió exactamente como lo habíamos planeado.
—Estupendo. Lo mejor es que vaya ahora a tierra a tomar una comida caliente y a dormir algo. Por la mañana daremos un informe.
—Muy bien, señor.
Se alejó; yo le paré.
—Le di su encargo a la Wren —dije.
—Muchas gracias, señor.
—No está de más que me las dé —repliqué—. La próxima vez que necesite un intermediario, encárguele el asunto al brigadier McNeil.
André estaba allí. Le dije unas pocas frases en mi francés vacilante y defectuoso, encargándole que dijera a la tripulación que habían llevado a cabo una operación magnífica y que el almirante estaría muy contento con el barco. Me explicó con una andanada, en la que entendí una palabra de cada cinco; nos sonreímos mutuamente y entonces empezó a llover.
Ya estaba francamente oscuro y quedábamos tan sólo unos pocos de nosotros a bordo. Boden estaba a mi costado, visiblemente cansadísimo.
—Supongo que le convendrá dormir un rato —le dije.
—No estoy cansado, señor —dijo, y continuó: —Es un aparato estupendo ese lanzallamas. Había tres de ellos en el puente y los tres fueron suprimidos en un instante. Los dos junto al cañón de popa desaparecieron al momento. —Hizo una pausa—. Creo que fué uno de ellos el que sacamos del agua.
—Muy probable —dije—. Haremos el informe por la mañana.
—¿Vamos a volver a salir de nuevo, señor?
—No lo sé. Eso tenemos que meditarlo.
—Tenemos que ir nuevamente, señor. Es un bonito fuego éste. Mejor que el antisubmarino. Quiero decir, que aquí puede uno ver lo que está haciendo.
El bote volvió nuevamente.
—Vaya abajo —le dije—. Lo que hay que hacer ahora es comer y dormir un rato. —Y un poco de bromuro para él, pensé; eso lo proporcionaría el médico. Boden bajó al bote; yo le seguí y fuimos transportados a tierra en la oscuridad, bajo la lluvia.
En las dos villas, la mayoría de ellos estaban cenando. Le dije a Simon que saldría yo por la mañana, y hablé dos palabras con el teniente médico acerca del traslado a tierra del alemán muerto y acerca del bromuro.
—Hay dos o tres de ellos que necesitan algo de eso —dijo—. Yo me cuidaré de ello; he traído algunos medicamentos conmigo. Estaré aquí una hora o dos.
McNeil y yo les dejamos; no se acostarían mientras estuviéramos con ellos. Regresamos en la camioneta conducida por la Wren al Centro Naval y yo llamé por teléfono al V. A. C. O. El almirante estaba aún en su despacho, y yo le hablé y le dije en sustancia lo que había ocurrido.
—Eso es muy satisfactorio —dijo—. Dé al barco mi felicitación, Martin..., No, les enviaré un mensaje. Me gustaría también ver al oficial que lo manda, ese capitán Simon, tan pronto como termine su informe. Estaré aquí los dos días próximos.
Colgué el aparato y regresamos al Colegio Naval, para tomar una tardía y frugal comida antes de ir a la cama. A la mañana siguiente volvimos a Dittisham y nos instalamos con Simon y Colvin en el cuarto de guardia para oír la historia completa. Lo que comprendía era lo siguiente:
Alrededor de las trece horas salieron de Penzance bajo un chubasco. Toda la tarde fué cálida y lluviosa, variando la visibilidad entre una y cinco millas. Vieron dos aviones del Mando de Costas y les hicieron un mensaje del Código de Señales con su lámpara; no vieron aparatos enemigos. Conservaron meticulosamente su velocidad, haciendo diez nudos y medio por hora, según marcaba la corredera, anotando la dirección de la corriente cada hora y las correcciones del viento. Pusieron su rumbo, para pasar a siete millas al oeste de Ushant, y cuando llegó la oscuridad se estaban aproximando a la isla.
Tuvieron allí un poco de suerte, pues estaba sonando la sirena del faro de Le Jument; la oyeron débilmente a causa de la distancia. Estaba demasiado lejana y era demasiado débil para darles otra cosa que una orientación aproximada; pero lo que sacaron de ella confrontaba poco más o menos con su navegación estimada y cambiaron de rumbo frente a Ushant, de acuerdo con el plan.
Llevaban entonces un rumbo como si fueran a entrar en Brest, y estaban quizá a veinticinco millas de la entrada de la rada. Había algún peligro de encontrarse con algún barco patrullero, así que pusieron las luces roja y verde de los costados y colgaron una luz blanca a media altura del mástil, al estilo de los pesqueros. Al mismo tiempo colocaron la dotación del lanzallamas, dejándolo listo para entrar en acción.
No fueron interceptados. La visibilidad era escasa, con periódicos chaparrones de lluvia. Le sobraba tiempo y redujeron la marcha a ocho nudos, a cuya velocidad las máquinas eran mucho más silenciosas. Pararon dos o tres veces para hacer un sondeo, y continuaron con rumbo hacia Cap de la Chèvre.
Navegaron con este rumbo dos horas y media alrededor de veinte millas por la región que los franceses llaman L’Iroise. En cualquier punto de esta ruta podían encontrar la flota pesquera, pero no la veían. Lo que vieron entonces, a eso de las veintitrés cuarenta y cinco fué el centelleo de una luz, que identificaron como un faro pequeño llamado Le Bouc, sobre una roca a una o dos millas al oeste de La Chèvre.
Simon y Colvin se inclinaron juntos sobre la mesa de navegación.
—Este es el punto —dijo Colvin, y puso el lápiz sobre la roca—. Justamente donde debiera de estar, y si esto no es un verdadero milagro, me gustaría saber qué es.
Simon se quedó mirando fijamente a la fina línea de lápiz que marcaba su ruta.
—La luz quiere decir que esta noche hay barcos fuera —dijo—. Eso es cierto; no van a tener el faro encendido, a menos de que les sea necesario. —Se volvió hacia Colvin—. ¿Ese faro es útil para los barcos que entran y salen de Brest?
El otro negó con la cabeza.
—Está muy lejos de su ruta. Sólo sirve para los barcos que van a Douarnenez.
—Entonces tiene que estar encendido para la flota pesquera o para su Raumboot.
—Eso parece.
Durante las últimas millas habían seguido un rumbo sureste paralelo a la hilera de arrecifes que corría de Ushant a La Chèvre, rota junto a la entrada de Brest. La flota no podía hallarse al norte de este rumbo; por lo tanto, si había salido, tenía que estar o frente a ellos en la bahía de Douarnenez o hacia el sur, por la Chaussée de Sein, que nosotros llamamos The Saint. Continuaron entrando en la bahía, conservando encendidas sus luces de navegación.
Por entonces la visibilidad era un poco mejor. Vieron el gran escarpado de La Chèvre y pasaron junto a él, adentrándose en la bahía de Douarnenez. Se hallaban entonces metidos por completo en aguas enemigas, al alcance de las baterías que podían haberlos hecho explotar, haciéndolos desaparecer del agua con la mayor facilidad. Debían de haber sido vistos desde La Chèvre; con toda probabilidad les protegían sus luces de navegación.
A la una de la mañana llegaron a seis millas de Douarnenez. No había señales de la flota pesquera en la bahía. Viraron y navegaron a lo largo de la costa sur de la bahía, a unas dos millas de tierra, dirigiéndose hacia el Oeste.
De pronto, cerca de Beuzec, brotó de golpe un reflector, les cogió y les mantuvo dentro de su resplandor. Simon vociferó en francés desde la timonera.
—No disparar. Dos o tres de ustedes salúdenles agitando la mano. Así, así está bien.
La luz blanca iluminaba todos los detalles del barco, cegadora, intolerable. Continuaron sobre un rumbo fijo hacia el Oeste, esperando a cada momento un cañonazo.
Entonces desapareció la luz y por algún tiempo no pudieron distinguir nada en aquella completa oscuridad.
Simon se dirigió a Colvin:
—Debemos tener un aspecto muy parecido a un pesquero —dijo.
—Seguro —dijo el otro—. Si no fuera así, tendríamos ahora un aspecto parecido a una carnicería.
A eso de la una y cuarenta y cinco vieron sobre el agua una luz baja frente a ellos y ligeramente hacia el Norte. Luego hubo varias luces y al poco tiempo un gran número, desperdigadas ampliamente en su ruta.
Simon y Colvin se inclinaron sobre la carta.
—Están alrededor del extremo de la costa —dijo Colvin pausadamente—. Sospecho que la corriente está haciendo subir el pescado por este sitio que ellos llaman el Raz de Sein...
Estaban todos en ascuas al aproximarse a la flota. Llegando de la dirección de Douarnenez su acercamiento era bastante natural, así es que podía ser natural que un barco saliera del puerto a media noche para reunirse con la flota. Se dirigieron hacia las balanceantes luces sin ver señales de ningún barco patrullero. Entonces se les ocurrió que el Raumboot estaría al costado de la flota pesquera que daba al mar, mientras que ellos se acercaban por el lado de tierra.
Poco después pudieron ver los cascos de los buques. Todos ellos tenían sus proas hacia el Sur, con sus máquinas en marcha para hacer frente a la corriente, conservando su posición con respecto a tierra y arrastrando sus sutiles redes en forma de fardo ancho y suave, no muy por debajo de la superficie. Todos los navíos llevaban una luz sobre el mástil; el treinta por ciento de estas luces, aproximadamente, eran de color naranja, y el resto, blancas. Tomaron contacto con la nota, extinguiendo sus luces roja y verde de situación y dejando encendida la luz blanca del mástil. Estuvieron algún tiempo al extremo de la flota, con su proa hacia el Sur. El barco más cercano lucía una luz blanca a unas cincuenta yardas de ellos; evitaban la vecindad de las luces con pantalla color naranja, que eran los barcos que llevaban oficiales subalternos alemanes. Flotaron así durante media hora, tensos y esperando acontecimientos. Pero no ocurrió nada. Hubiera sido facilísimo para ellos acercarse al costado de alguno de los barcos que llevaban luz blanca y cambiar mensajes o desembarcar un agente. El primer objetivo del reconocimiento estaba demostrado.
Los oficiales discutieron la situación en voz baja. Simon dijo:
—Ahora debemos escabullimos y marchar de nuevo a Inglaterra. La próxima vez que vengamos será con un propósito definido.
Boden dijo:
—¿No nos iremos a casa sin entendérnoslas con un Raumboot? ¿No?
Rhodes estaba todavía en el lanzallamas, cansándose un poco y con el pensamiento de Ernest atormentándole sombríamente en el interior de su mente.
—Al escabullimos —dijo Colvin—, ¿apagamos la luz aquí, donde todo el mundo nos pueda ver apagarla, y huimos luego? ¿O nos escapamos con la luz encendida? Yo creo que de cualquiera de las dos formas vendrá el Raumboot a nosotros.
Simon pensó un minuto.
—Nos escaparemos con la luz encendida —dijo definitivamente—. Creo que tiene toda la razón. En cualquiera de los casos el Raumboot vendrá hacia nosotros; pero si nos deslizamos hacia el Norte con la luz encendida, estaremos a alguna distancia de los otros barcos, y lo que esperamos hacer puede parecer un accidente.
Se volvió hacia Colvin.
—Déjese ir hacia atrás muy lentamente en la dirección de la corriente —dijo—. Que parezca que perdemos nuestra posición fortuitamente, conservando la proa hacia el Sur.
—Muy bien —dijo Colvin—; vamos a divertirnos.
El lento golpear del motor se volvió más lento todavía y los barcos próximos comenzaron a desplazarse hacia adelante. Esperaron en la noche oscura, cubierta de niebla y húmeda por la llovizna, escudriñando sobre el agua. Boden, al mando de los seis fusileros con los Thompson, estaba agazapado tras la baja amurada de la mojada cubierta, tenso y escuchando. Un gong de alarma que sonaría en la timonera les pondría en acción; hasta entonces tendrían que permanecer ocultos.
El propio Colvin estaba al timón, con los mandos del motor en la mano. A su lado estaba Simon, en comunicación, por un tubo acústico, con Rhodes en el lanzallamas.
Durante un cuarto de hora no sucedió nada.
Fueron reculando más y más lejos de la flota: pasado este tiempo, debían de hallarse a más de una milla del pesquero más próximo. Transcurrieron cinco minutos más bajo una tensión insufrible.
—No creo que esta noche haya aquí ningún Raumboote —gruñó Colvin.
—Oh, se equivoca —dijo Simon—. Ahora viene por allí.
Señaló una luz blanca hacia el Oeste y el débil destello de una luz verde; un navío que iba con gran potencia hacia el Norte, dirigiéndose hacia ellos. Un leve zumbido de cuchicheos recorrió la cubierta.
Simon preguntó, susurrando:
—¿Es muy grande?
Colvin midió con la vista la altura a que estaban las luces del agua.
—Es poca cosa —dijo—. Poco mayor que el nuestro.
En realidad, tenía cerca de dos veces su tamaño; quería decir que no era un destructor.
Pasó junto a ellos, a un cuarto de milla de distancia; la luz verde se agrandó, y apareció la roja; luego sólo fueron visibles la roja y la blanca.
—Se acercan a nuestra banda de estribor —dijo Colvin—. Voy a virar en un minuto para acercarnos a él.
Simon se inclinó hacia el tubo acústico.
—Se acerca ahora a nuestra banda de estribor —dijo—. ¿Lo ve claramente?
—Lo veo —dijo Rhodes.
—Escúcheme, Rhodes —dijo Simon en seguida—. No hay nadie sobre cubierta frente al puente. Si hay un cañón ahí, no tiene dotación. Fuego primero contra el puente, y luego, al cañón de popa, si lo hay.
—Sí, sí, señor. Fuego primero contra el puente.
La tensión era insoportable. El Raumboot llegó a unas cincuenta yardas de ellos. Oían el sonido del gong en su sala de máquinas, mientras reducía su velocidad. Su proa se puso a la altura de la popa de ellos...
Colvin bajó de golpe el control del motor, dejándole medio abierto, y dió en la rueda del timón una guiñada hacia estribor para disminuir el espacio entre los barcos.
—Venga; haga fuego ahora, cuando quiera —dijo lacónicamente.
Simon gritó por el tubo acústico:
—¡Fuego. Rhodes!
Un chorro de petróleo ardiendo surgió de las redes del enmascaramiento, alumbrándoles por completo. Alumbró el Raumboot, que se acercaba a su costado y estaba ahora tan sólo a treinta yardas de distancia. Espantoso, fascinador, el chorro parecía dirigirse lentamente hacia su objetivo. Era un dardo retorcido, rojo, amarillento, horrible; consiguió su objetivo de lanzar al enemigo un dardo de apagado petróleo oscuro, que continuamente se iba consumiendo y continuamente se iba acercando cada vez más al puente. Su luz continuaba ante él, y bajo esa luz vieron a un oficial con barba e impermeable, inclinado hacia ellos, sobre la batayola y con un megáfono en la mano. En un instante, que quedó grabado en la memoria de Colvin, le vieron mirando fijamente, horrorizado e inmóvil, a esa espantosa cosa que se dirigía por el aire hacia él.
Luego le cogió, y toda señal del puente se desvaneció en un horno terrible de llamas brillantes. Durante dos o tres segundos, las llamas juguetearon sobre el puente con un ruido ronco y silbante, y luego fueron apuntando hacia atrás, a la petrificada dotación del cañón de popa. Llegó rápidamente sobre ellos. Titubearon; eran tres. Por último se separaron y abandonaron el cañón. Uno de ellos se lanzó por una escotilla, y puede ser que llegara abajo; los otros cayeron bajo el violento vomitar del fuego.
Colvin, que vigilaba atentamente, vió que el Raumboot empezaba a retroceder. Hizo girar la rueda del timón y viró, apartándose de la popa del barco, que continuaba retrocediendo, y Rhodes ya no pudo continuar apuntando con el fuego al cañón. Atravesó de nuevo la cubierta mientras retrocedía. Luego cortó el fuego y la negra oscuridad cayó de nuevo sobre ellos, alumbrada únicamente por las redes del enmascaramiento, que estaban ardiendo sobre el Geneviève, y los brillantes fuegos de petróleo sobre el Raumboot.
Simon gritó a los tripulantes bretones, hablando en francés, que apagaran el fuego de las redes y que bajaran la luz del mástil. Luego miró hacia atrás: había hombres en la cubierta de proa del Raumboot; allí había otro cañón.
—Vire rápidamente —dijo Colvin—, o van a dispararnos.
Luego dijo por el tubo acústico:
—Fuego al cañón delantero, sobre la cubierta de proa, en cuanto pueda. Hay ahora hombres ahí.
El cañón estaba, evidentemente, sin montar y descargado; una larga inmunidad había hecho desprevenidos a los alemanes. El fuego estalló sobre ellos mientras estaban cargando la recámara, y quedaron ocultos a la vista por la violencia de la llama. A los pocos segundos, Rhodes volvió a apuntar hacia el puente.
El Raumboot, ahora, se había parado; Colvin continuó virando alrededor de su proa, redujo la velocidad y se dejó arrastrar junto a su banda de estribor, mientras ardía.
Simon dijo por el tubo acústico:
—Rhodes, échele petróleo ahora.
La llama desapareció; hubo una pausa momentánea, y un gran surtidor de petróleo negro surgió del arma. Cuando caía sobre una llama, se incendiaba, y el fuego corría a lo largo de la cubierta; en otros sitios originaba grandes charcos grasientos y chorreantes.
—El fuego, ahora.
La llama flameó de nuevo, recorriendo el barco en toda su longitud; se convirtió en un horno de punta a punta.
Cesó el fuego en el lanzallamas, y quedaron allí, meciéndose junto al barco ardiendo, observando lo que habían hecho.
—Es hora de que nos vayamos de aquí —dijo Colvin—. ¿Qué hacemos? ¿Nos vamos ya?
No había ahora ningún signo de vida en el Raumboot, nada más que un gran mar de llamas. Estaba incendiado hasta la línea de flotación. Se encontraba entre ellos y la flota pesquera; ellos estaban bien colocados para huir hacia el Norte. Además, ya era tiempo. Otros barcos debían de estar acercándose a toda velocidad al incendiado Raumboot, podía ser tan sólo cuestión de pocos minutos el que fueran descubiertos a la luz del barco incendiado.
Metieron más motor y comenzaron a retirarse. Casi inmediatamente, uno de los bretones gritó desde la proa; había un cuerpo en el agua, frente a ellos. Simon habló a Colvin, y le gritó una orden a André. Dieron marcha atrás a las máquinas, para frenar el barco junto al hombre, que ahora se veía claramente flotando en el agua, junto a su costado. Con gran precipitación hicieron una lazada en un cable y bajaron al mar a uno de los bretones; éste sujetó una cuerda alrededor del cuerpo, que fué izado a bordo sin ceremonias. Inmediatamente volvieron a meter velocidad y huyeron hacia el Norte; apenas estaban a un cuarto de milla de distancia cuando vieron otros navíos, que se acercaban por detrás al barco incendiado.
Colvin dijo:
—Vamos a continuar en esta forma un par de minutos más. Luego, ¿le parece que demos una pequeña vuelta?
Continuaron haciendo sus doce nudos durante media milla o tres cuartos de milla. Después viraron violentamente hacia el Oeste, y a los pocos minutos volvieron a virar, dirigiéndose hacia el Sud-Oeste. Había varios buques alrededor del barco incendiado, y ante ellos había, por lo menos, otro Raumboot. Continuaron así, en tensión, esperando a cada momento ser sorprendidos por un reflector. Pero no surgió ninguna luz y al poco tiempo alteraron de nuevo el rumbo, dirigiéndose hacia el Oeste. Vieron la llamarada sobre el agua hasta que estuvieron a cinco millas de distancia de ella: entonces se borró de su vista por un aguacero. El resplandor, en el horizonte, duró aún media hora.
Algún tiempo después viraron hacia el Noroeste.
Boden se acercó entonces a la cabina:
—Ese alemán que sacamos del agua ha muerto —dijo.
—¿Muerto? —dijo Simon—. ¿Pero es que estaba vivo?
Se había arriesgado, esperando junto al barco incendiado, para subir el cuerpo, porque quería regresar llevando un trofeo de cualquier clase, algo que pudiera demostrar que era cierto que habían combatido con el enemigo.
—Estaba vivo, dentro del significado de la palabra —dijo Boden—. Gaspar le ha puesto una inyección de morfina.
Gaspar era uno de los daneses, que había sido químico en su vida anterior. Le había puesto la morfina en una dosis mortal, y el cuerpo, ahora, había encontrado la paz.
—¿Dónde lo colocaremos? —preguntó Boden—. Supongo que querrán que lo llevemos con nosotros.
—Claro que sí —dijo Colvin—. ¿Para qué crees que nos hemos parado a recoger a este bandido? Claro que le llevaremos a casa.
—¿Qué hacemos con él?
Estaban ahora alejados del barco ardiendo, que se mostraba como un débil resplandor lejano sobre el horizonte. Colvin llamó a André al timón y se lo entregó; él se adelantó con Boden a inspeccionar el cuerpo que estaba sobre cubierta.
—Dos de ustedes bájenlo por la escotilla de popa y colóquenlo entre los bidones —dijo.
Uno de los daneses lo tradujo al francés:
—Luego —añadió— pónganle encima una manta para que no tengamos que seguir viéndolo.
Así lo llevaron a Inglaterra. No creo que nadie estuviera muy impresionado en el barco por verlo; en todo caso, quizá el propio Colvin. La amargura había curtido al resto de ellos; si tenían algún sentimiento era de satisfacción.
Boden, ciertamente, no mostraba ningún pesar. Se acurrucó con Colvin en la caja del cable del timón, a sotavento de la cabina, poco antes del alba. A las cuatro treinta, la estima les había situado a diez millas de distancia del Ushant y habían puesto rumbo a The Lizard, tratando de alejarse de la costa francesa todo lo posible, antes de que les traicionase el día. Una claridad gris comenzaba a alzarse por el Este. Tenían en cubierta, junto a ellos, unos cubiletes vacíos que habían contenido cacao caliente. Había parado de llover, pero las cubiertas estaban mojadas y los impermeables colgaban en pliegues tiesos y pegajosos. Hacía bastante frío y tenían la fuerte salinidad de un barco en alta mar.
Colvin dijo:
—Es mejor que bajes y te eches a dormir. Te llamaré dentro de un rato.
—Prefiero quedarme en cubierta. No quiero echarme.
—No estarás mareado, ¿no?
El barco llevaba bastante movimiento; pero aunque Colvin le había estado observando, no había visto todavía mareado a este oficial de la Reserva Naval de Voluntarios.
La temporada en los rastreadores le había endurecido.
—No estoy mareado. Pero si bajara, no dormiría. Prefiero quedarme aquí arriba; baja tú. Te llamaré si vemos algún avión.
—¿Por qué no quieres dormir? No estarás pensando en el Jerry muerto, ¿no? No hay que pensar en eso.
—Eso es precisamente en lo que quiero pensar —dijo Boden.
—¿Qué dices? —dijo, atónito, el moderno oficial.
Boden se volvió hacia él.
—No me importa mirar a ese Jerry. No me importaría mirar a cien de ellos, en ese estado, todos extendidos en fila y apestando —hizo una pausa, y luego dijo—: Yo estaba casado, ¿sabes?
Colvin le miró asombrado.
—No sabía nada.
—No suelo decírselo a la gente —vaciló—. Murió quemada en uno de los primeros bombardeos de Londres. Tuvo que ir a Londres, porque íbamos a tener un niño, y los Jerries la mataron...
Se quedó mirando fijamente sobre el sombrío mar. Una gaviota mañanera se levantó del agua sobre la proa, dió una vuelta, gritando, sobre sus cabezas, y se remontó, perdiéndose en la oscuridad.
—Hombre, lo siento —dijo Colvin—. Es duro cuando ocurre una cosa así. Yo no sabía una palabra.
—Suelo guardármelo para mí solo —dijo Boden.
Al poco tiempo dijo Colvin:
—¿Cuánto hace que ocurrió eso, muchacho?
—Un año justo. Casi exactamente —se volvió hacia el otro—. Preferiría que no se lo dijeras a los otros. No suelo contárselo a nadie. No te lo hubiera dicho si no fuera por algo que dijiste.
—No diré nada —del fondo de su experiencia buscó algo que fuera consolador—. ¿Llevabas mucho tiempo de casado?
—Dos años, aproximadamente.
—¿Cuántos años tenías cuando te casaste?
—Veintidós. Ella tenía diecinueve.
«Un par de críos», pensó el marino mercante. Era de lo más triste.
—¿Hacía mucho que os conocíais?
—Nos conocíamos de toda la vida. Su padre y el mío eran socios en el mismo negocio, ¿comprendes? —se volvió hacia Colvin; hablaba libremente, por vez primera, desde hacía un año—. Por culpa de eso, estuvimos a punto de no casarnos nunca. Toda la vida habíamos hecho las cosas juntos, y tenía un aspecto tan... tan poco aventurero el ir a casarse con una persona que conoces de toda la vida en cuanto que tienes edad suficiente. Como si fuésemos a perder algo; pero luego pensamos que íbamos a perder algo más importante si no lo hacíamos...
—Creo que habías puesto todo tu dinero a una carta —dijo Colvin.
—¿Qué? —dijo—. Bueno, eso es. Nunca me divirtió mucho el salir por ahí y bailar con alguna otra.
—Es estupendo cuando sucede así; pero si luego te ocurre algo como lo que a ti te ha sucedido, quedas en una situación espantosa.
—Ya lo sé.
La aurora era ahora grisácea sobre un mar frío y gris que espumeaba junto a ellos, escurriéndose por los imbornales, mientras navegaban.
—Nunca me he interesado tanto por alguna mujer —dijo Colvin—. Puede que no tenga condiciones de gran enamorado. Puede ser que piense demasiado en mí mismo.
Boden miró curiosamente al hermoso hombre de edad mediana que estaba junto a él.
—¿Has estado casado alguna vez?
—Sí, Dios santo —dijo el otro—. Estuve casado antes que tú, hace tiempo, en la última guerra, cuando tenía veintiún años. Me he casado cinco o seis veces, puede ser que más. Una vez tras otra, pero nunca tuve éxito.
Por vez primera en un año, Boden estaba intrigado, sacado de su ensimismamiento por interés en los asuntos de algún otro.
—¿Qué es lo que solía ocurrir? —preguntó.
—La mayoría de las veces me quedé sin mi ocupación —dijo el marino mercante—. Eso ocurre con mucha frecuencia en el negocio de los barcos. Así ocurrió cuando estaba en Halifax, Nova Scotia, en un comercio importante. Entonces abolieron la Ley Seca, y nos quedamos en tierra, sin trabajo, todo el grupo nuestro. Bueno, algunos de ellos se quedaron por los alrededores de Halifax hasta que quedaron abatidos y desamparados; pero yo nunca fuí así. Le di todo lo que tenía a mi esposa. Y era un buen fardo. Cerca de dos mil dólares. Cogí cincuenta de ellos para mí, y me di el bote para buscar trabajo en otra parte, embarcado en un buque de carga que iba hacia el Sur. Tres meses más tarde era capitán de un barco de cabotaje que zarpaba de Shanghai. Chino, naturalmente; pero mejor era eso que nada —hizo una pausa—. Bueno; a lo que voy —dijo—. Nunca fuí muy hábil escribiendo cartas, ni ella tampoco. Tras de decir que estoy perfectamente, que espero que ella esté perfectamente y que el tiempo está desastroso, ya no tengo nada más que decir, y no se puede continuar casado con eso sólo cuando se está a ocho mil millas de distancia. Ni siquiera el Papa de Roma podría continuar casado en esta forma.
—No —dijo Boden.
Parecía ser lo único que se podía decir.
—Es la forma en que suelen suceder las cosas en el asunto de los barcos —dijo Colvin—. Y no quiero decir con esto que no hay que censurarme. Sospecho que yo siempre prefería ir a sitios y hacer cosas, que quedarme en casa con mi mujer. Luego se queda uno estancado en algún lugar extranjero, como Shanghai, que te decía antes, o quizá Sidney, y cada mes piensa uno que va a quedarse sin trabajo nuevamente, y esto continúa así durante años, y entonces puede suceder que le llegue a uno la noticia de que ha sido divorciado por deserción, o bien que se encuentre uno tan condenadamente solitario, que acaba diciendo: «¡Qué diablos!», y se casa con alguna otra, y al año o a los dos años todo vuelve a empezar.
—¿Y nunca pensaste en dejar el mar y dedicarte a algún trabajo en tierra y establecerte? —dijo Boden.
Colvin se echó a reír.
—Lo hice en una ocasión —dijo—. Tenía una ocupación en tierra, en San Francisco. Era superintendente de Marina de la Manning Stevens Line. No había mucha pasta en ello, pero yo no necesitaba mucho. Teníamos un pequeño alojamiento en Oakland, y todo fué magnífico mientras duró. Pero no duró mucho.
—¿Qué sucedió? —preguntó Boden.
—Vino esta maldita guerra —dijo simplemente—. Otra cosa nuevamente, como siempre sucede. Yo no trabajaba entonces, si continuaba en Oakland. Estuve ahí todo lo que pude; luego le di a ella todo el dinero que guardaba, unos seiscientos dólares, y me vine a Inglaterra en un remolcador.
—¿Dónde está ella ahora?
—No lo sé. Hace ya ocho o nueve meses que tuve carta. No escribe mucho. Cuando consigue reunir al mismo tiempo tinta, pluma y papel en algún sitio, ha olvidado lo que quería escribir o ha perdido el sello.
Boden hizo una mueca burlona.
—¿Cuándo escribiste por última vez?
—¡Oh, cáscaras! No puedo decírtelo. Hace mucho tiempo.
Hubo un largo silencio.
—Por algún tiempo pensé que estaba instalado definitivamente —dijo Colvin—. El trabajo era fijo y regular, no como en Halifax. El último superintendente de Marina que habían tenido, duró hasta que tuvo sesenta y ocho años, y si luego lo dejó fué sólo porque quiso, y por algún tiempo yo estaba dispuesto a hacer lo mismo. Siempre estábamos hablando de tener niños, que era una cosa que nunca me había convenido con mi forma de vida. Pero ahora es completamente lo mismo que ha sido siempre. No sé por qué. Hace dos años que salí de Oakland, y estoy a seis mil millas de distancia; puede que a siete mil.
Parecía cansado y deprimido.
Boden dijo amablemente:
—¿Por qué no la escribes una carta y la traes aquí?
El otro negó con la cabeza.
—No sería práctico —dijo—. Junie es una chica pueblerina, de una aldea de Arkansas, llamada East Naples. Puede que ya haya vuelto a su casa. Ya pensé en alguna ocasión que podía intentar ahorrar dinero para traerla. Pero cuando vuelve uno a pensarlo, se da cuenta de que hubiera sido tonto. Sin poderlo remediar, cuando ella llegara yo estaría en la Ciudad del Cabo o en algún otro sitio; íbamos casi a todas partes en mi último barco antes de emplearme a trabajar con los convoyes. Además, ella siempre ha tenido muy mala suerte; no es posible tenerla peor. Quieras o no, la hubieran hundido al venir, o me hubieran hundido a mí cuando ella llegara, y se hubiera tenido que quedar aquí, sin dinero suficiente para volver a East Naples. Hay que ser práctico.
Boden asintió.
Colvin se echó a reír.
—En cuanto a este lío sangriento en que estamos metidos ahora —dijo—, la dejará viuda, probablemente, antes de que pueda salir de Oakland para venir.
Se estiró sobre sus pies.
—Vamos a jugarnos quién baja abajo a echar una cabezada.
—Baja tú —dijo Boden—. Yo no dormiría.
—Muy bien —dijo. Tanteó en su impermeable y sacó un reloj—. Envíame alguien abajo para que me dé una sacudida a las ocho menos veinte, y dile al cocinero que a las ocho menos diez quiero un cacharro de té y una salchicha caliente.
—Perfectamente —dijo Boden—. Te llamaré si vemos alguna cosa antes.
—Sí, sí. No quiero perderme nada.
Continuaron navegando fijamente hacia el Norte, sobre un mar gris, cubierto de nubes bajas. Habíamos elegido bien el tiempo; no vieron ningún avión hasta poco después del mediodía, en que un Hudson les localizó y tomó la señal de identificación que le hicieron con la lámpara de señales. A las doce y treinta divisaron The Lizard, a unas diez millas al Norte, y cambiaron el rumbo, enfilando el canal. Entraron en Dartmouth alrededor de las veinte treinta, poco antes de oscurecer.
* * *
Simon escribió este informe, y yo hice que lo pusiera a máquina, esa mañana, una de las Wren de la oficina del comandante naval. A mediodía, McNeil, Simon y yo salimos para Londres. El V. A. C. O. estaba en su despacho de la costa; llegamos allí a última hora de la noche, y lo primero que hicimos a la mañana siguiente fué ir a verlo.
Estaba encantado con el barco, y escuchó con gran atención a Simon, que le estaba hablando sobre la incursión. Se interesó por el estado de poca preparación del Raumboot.
—No esperen volverle a coger de nuevo en esa situación —dijo—. Los alemanes son muy rápidos en tomar nota de estas cosas.
—Parece muy dudoso que quedara algún superviviente del Raumboot para pasarles la información —dijo McNeil.
Luego preguntó el V. A. C. O.:
—Bien; ahora, ¿cuál es el próximo movimiento? ¿Van ustedes a abandonar el barco, o tienen algún plan para continuar?
Antes de que nadie pudiera hablar, dijo Simon rápidamente:
—Tanto mis oficiales como la tripulación, quieren todos salir a hacerlo nuevamente. Yo creo que debemos salir de nuevo, señor.
—En un principio, estoy de acuerdo con eso —dijo McNeil—. Pero antes de planear ninguna operación de esa clase, debemos de tener información sobre ésta. Yo me opondría, por ejemplo, a hacerlo nuevamente si los alemanes se han dado cuenta de que era un barco inglés funcionando un lanzallamas.
—En eso estoy completamente de acuerdo con usted —dije yo.
—Si los alemanes ignoran esto y lo toman por un accidente —dijo McNeil—, entonces creo que se puede volver a hacer. Más adelante, podemos arreglárnoslas para decir a la gente de la ciudad que han sido los ingleses y los franceses libres los que han hecho esta acción contra los alemanes; pero antes que nada, tenemos que tener información.
—Creo que tiene usted razón —dijo el V. A. C. O. —Bien; siga adelante, consiga su información, y cuando quieran hacer otra operación, notifíquenmelo —se volvió hacia mí—. Usted se encargará, Martin, de que el barco tenga todo lo que necesite, y siga usted en contacto con el brigadier McNeil. Luego, cuando estén preparados, venga nuevamente a hablarme.
Volvimos a Londres, a mi oficina del Almirantazgo. Allí, Simon le dijo a McNeil:
—He estado pensando acerca de conseguir información, señor. Ya comprendo que es necesaria; no quiero que pierda la vida toda mi tripulación. Yo conozco Douarnenez; en un día puedo enterarme de todo. Si me pudieran dejar en tierra una noche desde el Geneviève, a no mucha distancia, y me volvieran a recoger la noche siguiente, podría saberlo todo.
—¿Quién nos dice que no va usted a desembarcar directamente en los brazos de una patrulla alemana? —dije yo—. Entonces, podrían coger el barco con la misma facilidad.
McNeil dijo, inesperadamente:
—Creo que eso lo podríamos evitar con la información que tenemos.
Yo me quedé callado. Se dirigió a Simon:
—Estoy pensando casi en los mismos términos que usted.
Se volvió hacia mí.
—Le explicaré — dijo—. Recientemente, estamos prestando más atención a Douarnenez. Ha entrado en la categoría de nuestra clase A, que son los lugares que están maduros para una revuelta armada. La situación en la ciudad está muy tirante. Aparte de eso —añadió—, un desembarco en sus proximidades no es difícil. Recientemente lo hemos hecho varias veces.
Yo no sabía nada del trabajo de su departamento.
—Lo han hecho, ¿eh? —dije—. ¿No está defendida la costa por los alemanes?
—Oh, bueno —contestó—; está guardada contra una fuerza de invasión. O sea, que hay patrullas y puntos fuertes sobre las playas, en los puertos y en todos los puntos en que se pueden desembarcar tropas o vehículos blindados de batalla. Pero, como es lógico, los alemanes no pueden patrullar por toda la extensión de la costa que tienen que cubrir, desde el cabo Norte a los Pirineos. Tienen guardados los puntos más salientes, y conservan fuertes reservas en los puntos nodales del interior, preparadas para concentrarse en cualquier lugar que pueda ser atacado. Pero esos otros sitios, entre los escollos, donde no puede tener lugar ningún desembarco de fuerzas, están generalmente sin guardar. Sencillamente, porque no tienen bastantes hombres.
—Ya veo —dije.
—No hay ninguna dificultad en poner en tierra a un hombre, durante la noche y desde un bote, sobre las rocas que hay al pie de los riscos, entre The Saint y Beuzec —dijo—. Ya lo hemos hecho más de una vez. El único peligro está en la flota pesquera y el Raumboot; hay que conservarse a distancia de ellos.
—Todo está realmente fuera de mi competencia —observé.
—Déjeme un día o dos para meditar sobre ello —dijo—. Creo que podemos planear una operación para poner a Simon en la costa y volver a recogerle sin un gran riesgo dentro de una semana, quizá.
Se marchó, llevándose con él a Simon, y yo me dediqué al trabajo atrasado, que se había amontonado mientras estaba fuera. Continué trabajando sobre otros asuntos en el Almirantazgo, hasta las diez. De vez en cuando, mi mente se dejaba arrastrar, preocupada, hacia el Geneviève, y tenía que forzarla a entrar otra vez en el trabajo que tenía a mano. Después de una cena tardía, en mi piso, antes de ir a la cama, el asunto cristalizó. No era feliz con lo que habíamos decidido. No estaba contento, en absoluto. El Geneviève era un barco lento, aunque rápido para su tipo, y nos proponíamos volver a llevar a este barco lento, precisamente, al mismo lugar en que había ocasionado grandes daños. Era un barco muy vulnerable, sin ningún blindaje y casi desarmado, a excepción del lanzallamas. Un Raumboot no tenía nada más que ponerse fuera del alcance de las llamas del barco, cosa que podía hacer con toda facilidad, dada su gran velocidad, y entonces estarían a su merced. Podía continuar apartado y hundir al Geneviève con toda comodidad.
Estábamos dependiendo terriblemente del secreto. Mucho, muchísimo. Habíamos tenido suerte en un ataque por sorpresa; pero no debíamos de abusar de nuestro juego.
Si pudiéramos instalarle un cañón, además del lanzallamas, un cañón que hundiera un Raumboot, esto le capacitaría para combatirle con los mismos medios, con la única desventaja de su menor velocidad. ¿No podríamos instalarle un cañón de veinte centímetros, por ejemplo un Oerlikon o un Hispano?
Estos pensamientos recorrieron mi cabeza toda la noche, estorbándome el sueño. El asunto me parecía tan importante a la mañana siguiente, que entregué el resto del trabajo a mi ayudante y me fuí a Artillería Naval, y me hice con un manual y un dibujo de la instalación del arma. Hacia el mediodía estaba nuevamente en el tren, dirigiéndome a Dartmouth para ver si había posibilidad de encontrarle espacio en alguna parte, de alguna manera.
Llegué allí con la tarde demasiado avanzada para poder hacer algo antes del oscurecer. Había quedado en reunirme a la mañana siguiente, sobre el barco en Dittisham, con un constructor naval, y por la mañana temprano vino a buscarme el camión conducido por la Wren, para llevarme a Dittisham.
—Buenos días —dije, entrando en el camión—. ¿Cómo está el conejo?
Se sonrió, ruborizándose un poco.
—Está muy bien, señor —replicó.
Me pareció que la había tomado el pelo un poco groseramente, así es que la dije:
—Yo, de pequeño, solía tener un conejo. Son bastante divertidos. Pero no he tenido mucha relación con ellos desde entonces.
Salimos de los terrenos del Colegio Naval a la carretera principal.
—Este es enormemente divertido —dijo ella—. El teniente Rhodes lo tiene muy domesticado. Debiera usted verlo cuando hacen los dos un match de boxeo. Yo no había visto nunca jugar así a un conejo. Juega exactamente igual que un perro.
—Supongo que Rhodes es muy bueno con los animales —dije.
—Yo creo que sí —dijo ella—. Les toma mucho cariño. Una vez tuvo un perro, que tuvo que matar cuando se alistó. Está todavía muy apesadumbrado por eso.
Fuimos al barco y me reuní con el constructor. Tuve una corta charla acerca del arma con Colvin; estaba entusiasmado con la idea, pero dudaba que pudiéramos encontrarle espacio. Llamó a Rhodes, bajamos al embarcadero y fuimos a bordo del barco; Boden se nos reunió en el pasamanos.
Fué una mañana decepcionante. Yo esperaba que podríamos haber hundido el cañón bajo la escotilla de popa; había olvidado la cantidad de pertrechos que llevaba ya el barco a bordo, a base de bidones de combustible de reserva y el equipo del lanzallamas. Trabajamos durante una hora en el problema, y llegamos a la conclusión de que era insoluble. Para que el cañón tuviera algún campo de tiro, tenía que estar al descubierto sobre cubierta, traicionando la naturaleza del barco. Era imposible acoplar el cañón y mantener aún la apariencia de una embarcación pesquera.
En medio de esta bastante melancólica conferencia sonaron en Dartmouth las sirenas de alarma aérea, y a los pocos minutos teníamos aeroplanos sobre nosotros.
En aquella etapa de la guerra, una incursión aérea a la luz del día era completamente extraordinaria, en cualquier cantidad, pero en esta ocasión eran dieciocho aviones en escuadrilla. Fué probablemente el último raid que hicieron los Ju-87 sobre Inglaterra. No puedo imaginar para qué lo hicieron los alemanes; no había por aquel tiempo nada de valor real para ellos en el puerto, y deberían de haber sabido que iban a tener grandes pérdidas en el ataque. Puede ser que tuvieran alguna información errónea sobre el movimiento de nuestros barcos.
Cada uno de los aviones dió dos picadas sobre Dartmouth y su navegación; en el primero arrojó cada uno una bomba de quinientos kilos; en el segundo picado arrojaron un par de ellas de cien kilos. Desde nuestra posición, tres millas aguas arriba, teníamos un magnífico puesto de observación de todo el asunto. Los vimos bajar, aullando, en picados casi verticales, y vimos salir las bombas de los aparatos. Bajo el estrepitoso estallido de las explosiones, ellos se remontaban de nuevo hasta quizá quinientos pies de altura, pero una escuadrilla de tres Hurricanes estaba ya allí.
Poco era lo que podíamos hacer para ayudar, pero Boden y André, con un par de hombres, estaban echando sobre cubierta los fusiles ametralladores. Le dije a Boden:
—Esos chismes no valen para mucho. No despilfarren munición más que en tiros a poca distancia.
—Muy bien, señor.
Sin embargo, continuó trabajando frenéticamente en preparar las armas.
El segundo picado fué estorbado por los ataques de los Hurricanes. El último aparato alemán que se elevó del primer picado vió a dos de sus camaradas derribados en salvajes explosiones de fuego y a los Hurricanes que viraban para volver a atacar. De ser un ataque planeado y disciplinado, la cosa iba convirtiéndose en algo parecido a un ataque de lobos sobre un rebaño de ovejas. Los Hurricanes parecían estar en todas partes al mismo tiempo; un tercer 87 cayó con una estela de llamas, y luego un cuarto.
Era demasiado fuerte para ellos. Hicieron el último picado sobre la ciudad y no volvieron a elevarse; se deshicieron a baja altura, en vuelo rasante, por el campo, dispersándose y virando hacia el mar. De esta forma, los cazas no podían seguir picando sobre ellos, y si iban por detrás, serían un buen blanco para el ametrallador trasero de los 87.
Se dispersaron por el campo. Uno de ellos vino siguiendo la línea del río hacia nosotros, por entre las arboladas colinas.
Boden dijo a mi lado:
—André, quand je dis tirez, tirez en avance par deux longueurs de fuselage. Compris?
El bretón dijo pausadamente:
—Oui, Monsieur. Tirar con deux longueurs en avance.
Los otros bretones asintieron empuñando las armas.
Hubo una tensa espera, mientras el aparato se dirigía rápidamente hacia nosotros, a cien pies tan sólo de altura, refugiándose en el valle, entre las colinas. Luego, Boden gritó:
—Tirez!
Los fusiles ametralladores crepitaron. Yo me agazapé, con el constructor naval, junto a la timonera. No pensé que este fuego de fusil ametrallador hiciera nada bueno; pero era mejor que no hacer nada. Sin embargo, me equivoqué. El Jerry se desvió y dió un violento tirón. Pasó muy cerca, por encima de nosotros, y el ametrallador de cola nos disparó una ráfaga defectuosa. No dió a nadie, y poco después, los fusiles ametralladores quedaron en silencio de mala gana; pero cuando se alejaba el 87 volando bajo sobre las colinas, hacia el Este, dejó tras él un penacho de blanco humo, que no estaba antes allí.
—Glycol —dije—. Le han hecho blanco en el radiador— y nadie me llevó la contraria.
Más tarde nos enteramos que había caído uno en el mar, siete millas al sur-este de Berry Head. No hubo la evidencia completa hasta que el cuerpo de un ametrallador de cola alemán fué arrojado por el mar, diez días más tarde, y el médico encontró en él dos pequeñas balas de fusil ametrallador. Yo entonces solicité el derribo del aparato para el Geneviève, y le fué consignado al barco.
Tras de ese intermedio, volvimos nuevamente al problema del cañón. Diez minutos más tarde llegamos a la conclusión de que era impracticable. Si queríamos conservar su apariencia de barco pesquero, no se le podía acoplar el cañón. No había posibilidad. Lo más que podíamos hacer era dotarlo con algunas ametralladoras Bren, además de los fusiles ametralladores que llevaba. Decidí consultar esto con McNeil.
No tenía ningún motivo ya para quedarme, y tenía que regresar a Londres. Tenía mis dudas sobre si el raid había paralizado el servicio de trenes desde Kingswear, pero sabía que el V. A. C. O. estaría interesado en oír el estado en que estaba la ciudad, de forma que le dije a la Wren que me llevara a Dartmouth.
Rhodes se acercó en el mismo instante que yo entraba en el camión con el constructor:
—¿Puedo subir con usted, señor? —dijo.
—Desde luego —dije yo, y entró en la parte de atrás.
Fuimos a la Comandancia Naval, a través de las calles sembradas de cristales rotos, dando un rodeo en una ocasión para evitar un gran montón de escombros y cascote que atravesaba la calle. En el centro Naval despedí al camión, y Rhodes se fué en él con la Wren, en dirección al almacén de redes de defensa.
En la oficina conseguí los datos de los daños, conforme iban llegando; estuve allí por espacio de una hora. No era muy mala la relación, teniendo en cuenta la resolución de los alemanes. Había sido hundido un M. L. por una bomba que estalló cerca de él, pero estaba en un sitio de poco fondo, y probablemente podría ser sacado. Dos barcazas habían sido hundidas y un cierto número de barcos ligeramente dañados. El total de bajas, en la Armada, era alrededor de treinta, de los cuales diez o doce habían muerto. La lista de las bajas entre el personal civil era mayor. Ninguna de las Escuelas había sido tocada, pero había una larga lista de casas particulares deterioradas. Una bomba había caído en el asilo, y varios de los ancianos habían resultado muertos. ¡Además, habían matado un conejo!
La explosión había estallado junto a las puertas del patio del almacén de redes defensivas y había derribado la conejera. Bajo ella, el pequeño cuerpecito cubierto de pieles se hallaba estirado, apenas frío; había sido una cosa instantánea, pues tenía aún aprisionado entre los dientes un puñado de tréboles a medio comer. El cuerpo estaba sin señalar y la piel se hallaba intacta. Un conejo no aguanta muy bien la onda explosiva.
El oficial de la Armada cogió, delicadamente el cuerpo, que se doblegaba fláccido entre sus manos. No había nada que hacer. La muchacha dijo con voz insegura:
—No ha podido darse cuenta de nada, Michael. Ni siquiera estaba asustado. Fíjate, estaba todavía comiendo.
Rhodes se volvió hacia ella, que quedó asustada de su expresión. Estaba mortalmente pálido y las lágrimas corrían por su cara.
—Tenía que elegir precisamente esta calle, entre todas las calles —dijo.
Quedaron en silencio; la muchacha no sabía qué decir para consolarle. Él dejó con mucho cuidado el cuerpo sobre la hierba y se quedó estirado y pensativo.
Mecánicamente sacó el pañuelo y se sonó.
A ella le vino a la cabeza el problema del entierro:
—¿Qué te parece que hagamos, Michael?
—Tengo que ir a Honiton —dijo él—. Es mejor que vaya mañana. Voy a hacerles a ellos algo horrible para pagarles esto.