Domingo, 23 de noviembre

Pia tenía a sus espaldas una noche en vela y ya estaba en pie cuando a las 5.15 recibió una llamada del equipo de vigilancia: Nadja von Bredow acababa de volver a Frankfurt, a su piso de Westhafen. Sola.

—Voy ahora mismo —respondió—. Esperadme.

Echó el heno que llevaba bajo el brazo por la puerta del box y se guardó el móvil. No solo era el caso lo que la había tenido despierta. Al día siguiente, a las 15.30, tenía que reunirse en Birkenhof con Gerencia de Urbanismo. Si no retiraban la orden de derribo, ella, Christoph y los animales se verían en la calle dentro de muy poco.

Esos últimos días, Christoph se había volcado de lleno en el asunto, pero su optimismo inicial tardó poco en esfumarse. Quienes le vendieron Birkenhof no le dijeron a Pia que en el terreno donde se alzaba la casa no se podía edificar debido a las líneas de alta tensión de la empresa MKW. Después de la guerra, el padre del vendedor construyó un cobertizo, que luego amplió a lo largo de los años sin permiso. Durante sesenta años, nadie se dio cuenta de nada, hasta que ella, desconocedora de la ilegalidad, presentó la solicitud de licencia de obras. Pia dio de comer deprisa y corriendo a las aves del corral y llamó a Bodenstein. Al no coger este el teléfono, le mandó un mensaje al móvil y volvió pensativa a una casa que de repente se le antojaba ajena. Entró en el dormitorio de puntillas.

—¿Te vas? —inquirió Christoph.

—Sí. ¿Te he despertado? —Pia encendió la luz.

—No. Yo tampoco podía dormir. —La miró, con la cabeza apoyada en una mano—. Me he pasado la mitad de la noche pensando en lo que podemos hacer si la cosa va en serio.

—Yo también. —Se sentó en el borde de la cama—. En cualquier caso, voy a demandar a los cabritos que me vendieron la casa. Está claro que me han engañado de mala fe.

—Pero primero tendremos que demostrarlo —razonó él—. Hoy voy a hablar con un amigo que sabe de estas cosas. Antes no haremos nada.

Pia suspiró.

—Me alegro tanto de que estés aquí… —dijo con un susurro—. No sé lo que habría hecho sola.

—De no haber aparecido en tu vida, no habríamos solicitado ese permiso y no hubiera pasado nada —afirmó Christoph con un gesto burlón—. Y ahora, ánimo. Tú haz tu trabajo y yo me ocupo de esto, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. —Pia consiguió esbozar una sonrisa, se inclinó hacia él y le dio un beso—. Por desgracia, no tengo ni idea de cuándo voy a volver.

—Por mí no te preocupes. —Christoph también sonrió—. Tengo trabajo en el zoo.

Reconoció la figura familiar desde lejos. Estaba a la luz de la farola junto a su coche, en el aparcamiento, el cabello pelirrojo la única nota de color en la oscuridad neblinosa. Bodenstein vaciló un instante antes de ir a su encuentro con resolución. Cosima no era la clase de mujer a la que podía colgarle el teléfono sin más. A decir verdad, tendría que haber contado con que antes o después, su mujer iría en su busca, pero el caso lo había tenido muy ocupado. Por eso en aquel momento se sintió desprevenido y en desventaja.

—¿Qué quieres? —preguntó desabrido—. Ahora no tengo tiempo.

—No me devuelves las llamadas —contestó Cosima—. Tengo que hablar contigo.

—Ah, ¿así, de pronto? —Se detuvo ante ella y escudriñó su rostro blanco, sereno. El corazón le latía desbocado; consiguió mantener la calma a duras penas—. Durante semanas no te ha hecho falta. Habla con tu amigo ruso si tienes ganas de cháchara.

Sacó las llaves del coche, pero ella no se movió del sitio, delante de la puerta.

—Quiero explicarte… —empezó.

Bodenstein no la dejó terminar. Casi no había dormido esa noche y tenía que salir urgentemente, de manera que no era el momento para mantener una conversación tan importante como aquella.

—No quiero oírlo —la interrumpió—. Y de verdad que ahora no tengo tiempo.

—Oliver, créeme, por favor, no quería hacerte daño. —Cosima le tendió la mano, pero la dejó caer al ver que él retrocedía. El vaho que salía de su boca formaba una especie de nube blanca en el frío aire matutino—. No quería llegar tan lejos, pero…

—¡Basta! —gritó él de pronto—. Me has hecho daño. Nunca me habían hecho tanto daño. No quiero oír tus disculpas ni tus excusas, porque digas lo que digas, te lo has cargado todo. ¡Todo!

Cosima no dijo nada.

—Quién sabe las veces que me habrás engañado, teniendo en cuenta tu forma de engañarme y de mentirme —añadió Bodenstein entre dientes—. ¿Qué has hecho en todos tus viajes? ¿Por cuántas camas has pasado mientras tu ingenuo y crédulo marido aburguesado se quedaba en casa con los niños esperándote? Quizá hasta te hayas reído de mí por ser tan estúpido como para confiar en ti.

Las palabras salieron de su alma mortificada como lava ponzoñosa. Por fin liberaba tanta decepción retenida. Ella aguantó el chaparrón sin torcer el gesto.

—Probablemente, Sophia ni siquiera sea hija mía, sino de alguno de esos melenudos fanfarrones del cine de los que tanto te gusta rodearte.

Calló al darse cuenta de lo monstruoso de la recriminación. Pero una vez dicha, ya no había forma de retirarla.

—Habría puesto las dos manos en el fuego por nuestro matrimonio —concluyó con voz ahogada—. Pero me has mentido y me has engañado. Nunca podré volver a confiar en ti.

Cosima se irguió.

—Debería haber imaginado que reaccionarías así —repuso con frialdad—. Engreído e intransigente. Tú solo lo ves todo desde tu punto de vista egocéntrico.

—¿Y desde cuál debería verlo? Desde el de tu amante ruso, ¿no? —Resopló—. De nosotros dos, la egoísta eres tú. Durante veinte años, no te has interesado por mí y has viajado constantemente. A mí nunca me gustó, pero lo acepté porque tu trabajo forma parte de ti. Después te quedaste embarazada, y ni siquiera me preguntaste si quería otro hijo, lo decidiste tú sola y te limitaste a comunicarme tú decisión, y eso a sabiendas de que con otro hijo ya no podrías corretear por el mundo. Te has echado un amante por puro aburrimiento, ¿y ahora pretendes echarme en cara que soy un egoísta? De no ser todo tan triste, me reiría.

—Cuando Lorenz y Rosi eran pequeños, yo pude trabajar, a pesar de todo. Después, tú asumiste la responsabilidad —replicó—. Pero no quiero discutir contigo. Ha pasado. He cometido un gran error, pero ten la seguridad de que no voy a hacer penitencia hasta que tengas a bien perdonarme.

—Entonces, ¿para qué has venido? —En el bolsillo del pantalón, su móvil sonaba y vibraba, pero él hizo caso omiso.

—Después de Navidad me uniré a la expedición de Gavrilow por el paso del Noroeste durante cuatro semanas —anunció—. Así que durante ese tiempo tendrás que ocuparte de Sophia.

Bodenstein miró a su mujer atónito, como si acabara de darle una bofetada. Cosima no había ido a pedirle perdón, no, había tomado hacía tiempo una decisión sobre su futuro. Un futuro en el que, a todas luces, su papel quedaba reducido al de canguro. Las piernas le flaquearon.

—No lo dirás en serio —musitó.

—Pues sí. Firmé el contrato hace unas semanas. Tenía claro que no te gustaría. —Se encogió de hombros—. Siento cómo han salido las cosas, de veras. Pero estos últimos meses he estado pensando mucho. Si no hago esta película, lo lamentaré hasta el fin de mis días…

Siguió hablando, pero a él ya no le llegaban sus palabras. Había captado lo más importante: en el fondo, Cosima lo abandonó hacía tiempo, se quitó de encima su vida en común. Lo cierto es que él nunca había estado completamente seguro de ella. Durante todos aquellos años, siempre creyó que lo especial de su relación, la sal de la vida, era lo opuestos que eran, pero ahora veía que en realidad no estaban hechos el uno para el otro, así de sencillo. El corazón se le encogió dolorosamente.

Y ahora hacía lo que tantas otras veces: había tomado una decisión que él debía aceptar. Era ella quien llevaba las riendas. Suyo era el dinero con el cual adquirieron el terreno en Kelkheim y construido la casa; él no habría podido permitírselo. Resultaba doloroso, pero por primera vez, esa mañana de noviembre sombría ya no vio en Cosima a una compañera bella, segura de sí misma y chispeante, sino tan solo a la mujer que imponía desconsideradamente su voluntad y sus planes. ¡Qué tonto había sido y qué ciego había estado todo ese tiempo!

La sangre se le agolpó en las orejas. Ella había dejado de hablar y lo miraba impasible, como si esperase una respuesta. Él parpadeó. El rostro de Cosima, el coche, el aparcamiento: todo se desdibujaba ante sus ojos. Se iría con otro hombre… Viviría su vida, en la que ya no había sitio para él. De repente fue presa de los celos y el odio. Dio un paso hacia su mujer y la cogió por la muñeca. Asustada, trató de retroceder, pero él la retuvo con fuerza. La fría superioridad de ella se desvaneció de golpe, abrió atemorizada los ojos y luego la boca para gritar.

A las seis y media, Pia decidió ir sola al piso de Nadja von Bredow. Bodenstein no cogía el móvil ni tampoco contestaba a sus mensajes. Justo cuando iba a llamar al timbre, la puerta de la casa se abrió y salió un hombre. Pia y los dos compañeros de paisano que habían estado vigilando el piso pasaron por delante de él.

—¡Alto! —El hombre, de cincuenta y tantos años, ligeramente canoso y con unas gafas de carey redondas, les cerró al paso—. Aquí no funcionan así las cosas. ¿A quién quieren ver?

—Eso no es asunto suyo —replicó Pia con aspereza.

—Desde luego que sí. —El hombre se plantó delante del ascensor, cruzó los brazos y la escudriñó con aires de superioridad—. Soy el presidente de la comunidad de propietarios de este complejo. Aquí no puede entrar cualquiera sin más ni más.

—Somos de la Policía Judicial.

—¿Ah, sí? ¿Tiene identificación?

Pia empezaba a cabrearse. Sacó la placa y se la puso delante de las narices. Acto seguido, sin decir una sola palabra, se dirigió a la escalera.

—Tú espera aquí —le indicó a uno de los compañeros—. Nosotros subimos.

Nada más llegar a la puerta del ático, esta se abrió. Al rostro de Nadja von Bredow asomó una breve expresión de susto.

—Le dije que esperara abajo —afirmó con escasa amabilidad—. Pero ya que está aquí, puede coger las maletas.

—¿Se va de viaje? —Pia comprendió que Nadja von Bredow no la reconocía y probablemente la tomara por la taxista—. Si acaba de llegar…

—¿Eso a usted qué le importa? —espetó ella irritada.

—Me importa, y mucho. —Pia le mostró la placa—. Pia Kirchhoff, Policía Judicial de Hofheim.

Nadja von Bredow la escudriñó y adelantó el labio inferior. Llevaba un chaquetón Wellensteyn marrón oscuro con el cuello de piel, vaqueros y botas. El cabello rubio se lo había recogido en un severo moño, pero ni siquiera el abundante maquillaje podía ocultar las ojeras bajo los ojos enrojecidos.

—Llega usted en mal momento. Tengo que ir urgentemente al aeropuerto.

—En tal caso, habrá de aplazar el vuelo —contestó ella—. Debo hacerle unas preguntas.

—Ahora no tengo tiempo. —Pulsó el botón del ascensor.

—¿Dónde ha estado usted? —inquirió Pia.

—De viaje.

—Ya. ¿Y dónde está Tobias Sartorius?

Nadja von Bredow la miró asombrada con sus ojos verde claro.

—¿Por qué iba a saberlo yo?

Su sorpresa parecía genuina, pero no era en vano una de las actrices mejor pagadas de Alemania.

—Porque se fue con él después del entierro de Laura Wagner en lugar de llevarlo a la comisaría para que lo interrogásemos.

—¿Y eso quién lo dice?

—El padre de Tobias. ¿Y bien?

Llegó el ascensor y la puerta se deslizó hacia un lado. Nadja von Bredow se volvió hacia Pia y esbozó una sonrisa burlona.

—Espero que no crea todo lo que le diga ese hombre. —Miró al compañero de Pia—. La Policía, al servicio del ciudadano. ¿Le importaría ayudarme a meter el equipaje en el ascensor?

Cuando el aludido hizo ademán de coger las maletas, a Pia se le agotó la paciencia.

—¿Dónde está Amelie? ¿Qué ha hecho con la chica?

—¿Yo? —Nadja von Bredow abrió mucho los ojos—. Nada en absoluto. ¿Por qué iba a hacer algo con ella?

—Porque Thies Terlinden le dio a Amelie unos cuadros que demuestran sin lugar a dudas que usted no solo estuvo presente cuando violaban a su amiga Laura, sino que además vio a Gregor Lauterbach dándose un revolcón con Stefanie Schneeberger en el pajar de Sartorius. Después mató usted a golpes a Stefanie con un gato.

Para sorpresa de Pia, Nadja von Bredow rompió a reír.

—¿De dónde se ha sacado semejante estupidez?

Pia logró contenerse a duras penas. Le entraron ganas de coger a la mujer y darle un bofetón.

—Sus amigos Jörg, Felix y Michael han confesado. Laura estaba viva cuando usted les ordenó que se deshicieran de ella —agregó—. Sin duda temió que Amelie hubiera averiguado la verdad por Thies y sus cuadros, por eso le interesaba quitar de en medio a la chica.

—¡Dios mío! —Nadja seguía impertérrita—. Algo tan increíblemente absurdo no se les ocurre ni a los guionistas. Tan solo he visto a Amelie una vez, y no sé dónde está ahora.

—Miente. El sábado estuvo usted en el aparcamiento del Zum Schwarzen Ross y tiró la mochila de Amelie a la maleza.

—¿Ah, sí? —La actriz miró a Pia enarcando las cejas, como si se aburriera mortalmente—. ¿Y eso quién lo dice?

—La vieron hacerlo.

—Es cierto que soy una mujer de recursos —repuso sarcástica—, pero aún no puedo estar en dos sitios a la vez. Ese sábado estaba en Hamburgo, y hay testigos.

—¿Quiénes?

—Le puedo dar nombres y teléfonos.

—¿Qué estaba haciendo en Hamburgo?

—Trabajar.

—No es verdad. Su representante nos ha dicho que por la tarde no tenía rodaje.

Nadja von Bredow consultó su caro reloj y torció el gesto, como si estuviera harta de perder el tiempo.

—Estuve en Hamburgo, presentando una gala que grabó la NDR con mi compañero Torsten Gottwald ante unos cuatrocientos invitados —replicó—. Aunque no puedo darle el teléfono de todos los invitados, sí tengo los del director, Torsten y algunos otros. ¿Basta para demostrar de que a esa hora difícilmente pude estar en un aparcamiento de Altenhain?

—Ahórrese el sarcasmo —espetó Pia con rudeza—. Escoja una de sus maletas y mi compañero se la llevará con gusto a nuestro coche.

—Vaya, qué bien. Ahora la Policía hace de taxista.

—Y con mucho gusto —contestó Pia fríamente—. Aunque la llevará directamente al calabozo.

—Esto es ridículo. —Poco a poco, Nadja von Bredow parecía darse cuenta de que se hallaba metida en un serio aprieto. Una arruga profunda se abrió entre sus arregladas cejas—. Tengo un compromiso importante en Hamburgo.

—Ya no. Por ahora está usted detenida.

—¿Y por qué, si se puede saber?

—Por consentir la muerte de su compañera de clase Laura Wagner. —Pia sonrió con aires de suficiencia—. Seguro que sabrá de qué le hablo, por sus guiones. También se llama complicidad en un asesinato.

Después de que los dos compañeros de paisano partieran hacia Hofheim con Nadja von Bredow en el asiento trasero, Pia intentó de nuevo localizar a Bodenstein, que por fin contestó a la llamada.

—¿Dónde te metes? —inquirió enfadada. Sujetando el móvil con la oreja y el hombro, tiró del cinturón de seguridad—. Llevo una hora y media intentando dar contigo. No hace falta que vengas a Frankfurt. Acabo de detener a Nadja von Bredow, la llevan a comisaría.

Bodenstein dijo algo, pero se le entendía tan mal que ella no supo qué.

—No te oigo —dijo irritada—. ¿Qué pasa?

—…tenido un accidente… esperando la grúa …saliendo del recinto ferial… la estación de servicio…

—¡Lo que faltaba! Espera ahí, voy a buscarte.

Pia cortó, profiriendo una imprecación, y arrancó. Tenía la sensación de estar completamente sola, y precisamente en un momento en el que no podía permitirse ningún error ni perder el norte. Al menor descuido, ¡adiós al caso! Aceleró. A esa hora, un domingo por la mañana, las calles de la ciudad estaban desiertas; en cruzar el barrio de Gutleutviertel hacia la estación central y desde allí dirigirse hacia el recinto ferial apenas tardó diez minutos, cuando en un día entre semana habría necesitado media hora. Por la radio sonaba una canción de Amy MacDonald, que al principio a Pia le gustaba, pero que desde que la ponían en la radio a todas horas hasta la saciedad la sacaba de quicio. Casi eran las ocho cuando en el carril contrario, en la mañana gris que empezaba a clarear, vio las intermitentes luces anaranjadas de la grúa que estaba cargando los restos del BMW de Bodenstein. Cambió de sentido en Westkreuz y a los pocos minutos se detuvo ante la grúa y un coche patrulla. Bodenstein estaba sentado en el arcén, pálido, con los codos apoyados en las rodillas, mirando al vacío.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Pia a uno de los compañeros uniformados después de presentarse. Miró a su jefe por el rabillo del ojo.

—Probablemente esquivara a un animal —repuso el agente—. El coche está para el desguace, pero creo que a él no le ha pasado nada. En cualquier caso, no quiere ir al hospital.

—Yo me ocupo de él. Muchas gracias.

Dio media vuelta. La grúa se puso en movimiento, pero Bodenstein ni siquiera levantó la cabeza.

—Hola, jefe.

Pia se detuvo delante de él. ¿Qué podía decirle? A casa, dondequiera que estuviese en ese momento, no querría ir. Eso, aparte del hecho de que no podía causar baja ahora. Bodenstein emitió un hondo suspiro y a su rostro asomó una expresión de desamparo.

—Se va con él de viaje por el mundo cuatro semanas, después de Navidad —contó con voz inexpresiva—. Su trabajo es más importante que los niños y yo. Firmó el contrato en septiembre.

Pia vaciló. Una frase hecha del tipo «Todo irá bien» o «Arriba esos ánimos» estaba totalmente fuera de lugar. Su jefe le daba muchísima pena, pero el tiempo apremiaba. En comisaría esperaban no solo Nadja von Bredow, sino también todos los agentes disponibles de la Policía Judicial de Comandancia.

—Vamos, Oliver. —Aunque le habría gustado cogerlo por el brazo y llevarlo al coche a rastras, se obligó a ser paciente—. No podemos quedarnos aquí.

Bodenstein cerró los ojos y se frotó el caballete de la nariz con el pulgar y el índice.

—Llevo veintiséis años ocupándome de asesinos y homicidas —dijo con voz ronca—, pero nunca entendí del todo qué hace que una persona mate a otra. Esta mañana por fin lo he entendido. Creo que si mi padre y mi hermano no hubieran intervenido hace un rato, la habría estrangulado en ese aparcamiento. —Se abrazó el cuerpo como si tuviera frío y miró a Pia con los ojos inyectados en sangre—. Nunca en mi vida me había sentido tan mal.

En la sala de reuniones apenas cabían los agentes que Ostermann había requerido a la Policía Judicial de Comandancia. Dado que, después del accidente sufrido, Bodenstein no estaba en condiciones de asumir la dirección de la operación, Pia tomó la palabra. Pidió silencio, expuso a grandes rasgos la situación, enumeró los datos y recordó a los compañeros cuál era la máxima prioridad, es decir, encontrar a Amelie Fröhlich y Thies Terlinden. En ausencia de Behnke, nadie cuestionó la autoridad de Pia, todos escucharon atentamente. Pia miró a Bodenstein, que estaba apoyado en la pared al fondo, junto a Engel. Pia había ido a la estación de servicio en busca de un café, en el cual vació una botellita de coñac. Él se lo había bebido sin rechistar, y ahora parecía estar algo mejor, aunque a todas luces seguía conmocionado.

—Los principales sospechosos son Gregor Lauterbach, Claudius Terlinden y Nadja von Bredow —expuso Pia al tiempo que se acercaba a la pantalla, en la que Ostermann había proyectado un mapa de Altenhain y los alrededores—. Estos tres son los que más tienen que perder si saliera a la luz lo que pasó en realidad en Altenhain en 1997. Terlinden y Lauterbach venían la noche en cuestión de aquí —señaló la Feldstrasse—. Antes habían estado en Idstein, pero el piso ya lo hemos registrado. Ahora nos centraremos en el Zum Schwarzen Ross. El propietario y su mujer están conchabados con Terlinden, no es tan descabellado pensar que le hayan hecho un favor. Posiblemente Amelie no llegó a salir del restaurante. Además, volveremos a interrogar a todo el que viva cerca del aparcamiento. Kai, ¿disponemos ya de las órdenes de detención?

Ostermann asintió.

—Bien. Traeremos aquí a Jörg Richter, Felix Pietsch y Michael Dombrowski. De eso se encargará Kathrin con un par de agentes. Dos equipos de dos compañeros hablarán a la vez con Claudius Terlinden y con Gregor Lauterbach. También tenemos sendas órdenes de detención.

—¿Quién se ocupa de Lauterbach y Terlinden? —quiso saber uno de los agentes.

—El inspector jefe Bodenstein y la comisaria jefe Engel se ocuparán de Lauterbach —contestó Pia—. Yo iré a ver a Terlinden.

—¿Con quién?

Buena pregunta. Behnke y Hasse ya no estaban. Pia recorrió los rostros de los compañeros que tenía sentados delante y tomó una decisión.

—Sven se viene conmigo.

El aludido, de la SB 21, la Brigada Central de Delincuencia Especializada, abrió los ojos asombrado y se señaló con un dedo para cerciorarse. Pia asintió.

—¿Alguna pregunta?

No había más preguntas. La reunión se disolvió en una confusión de voces y ruido de sillas al retirarse. Pia se abrió paso hasta Bodenstein y Nicola Engel.

—¿Le parece bien que la haya incluido? —preguntó.

—Sí, desde luego —asintió la comisaria jefe, que a continuación se llevó a Pia aparte.

—¿Por qué ha elegido al inspector Jansen?

—Ha sido algo puramente instintivo. —Pia se encogió de hombros—. He oído decir a menudo a su jefe lo contento que está con Sven.

Nicola Engel asintió. En otras circunstancias, la expresión insondable de sus ojos habría hecho dudar a Pia de su decisión, pero ahora no tenía tiempo para eso. El inspector Sven Jansen se acercó a ellas. De camino al coche, Pia les explicó someramente lo que quería conseguir del interrogatorio simultáneo de los dos sospechosos y cómo pensaba actuar. En el aparcamiento se separaron. Bodenstein la retuvo un momento.

—Bien hecho —le dijo tan solo—. Y gracias.

Bodenstein y Nicola Engel permanecieron a la espera en el coche, en silencio, hasta que Pia llamó para informar de que ella y Jansen se encontraban delante de la puerta de Terlinden. A continuación se bajaron del coche y pulsaron el timbre de Lauterbach en el preciso instante en que Pia hacía lo propio con el de Terlinden. Gregor Lauterbach tardó un momento en abrir. Llevaba puesto un albornoz de felpa con el logotipo de una cadena de hoteles internacional en el bolsillo del pecho.

—¿Qué quieren? —inquirió mientras los escrutaba con unos ojos hinchados—. Ya les he dicho todo lo que sé.

—Nos gustaría volver a hacerle unas preguntas —contestó amablemente Bodenstein—. ¿No está su mujer?

—No. Está en Múnich, en un congreso. ¿Por qué lo pregunta?

—Por nada.

Nicola Engel, aún pegada al móvil, hizo un gesto de asentimiento a Bodenstein. Pia y Sven Jansen se encontraban en el recibidor de la villa de los Terlinden. Según lo acordado, Bodenstein formuló entonces la primera pregunta al ministro.

—Señor Lauterbach —empezó—, volvamos de nuevo a la noche en que usted y su vecino esperaban a Amelie en el aparcamiento del Zum Schwarzen Ross.

Lauterbach asintió vacilante y miró a Nicola Engel. Parecía desconcertarle que ella hablara por teléfono.

—Dijo que vio usted a Nadja von Bredow.

Lauterbach asintió nuevamente.

—¿Está completamente seguro?

—Sí, claro.

—¿Cómo supo que se trataba de la señora Von Bredow?

—No… no lo sé. Porque la conozco.

Tragó saliva con nerviosismo cuando Nicola Engel le pasó el móvil a Bodenstein, quien consultó los mensajes que les había mandado Sven Jansen. A diferencia de Lauterbach, Claudius Terlinden decía no haber visto a nadie en concreto esa noche en el aparcamiento del Zum Schwarzen Ross. Al restaurante habían entrado varias personas, otras habían salido. Sí vio a alguien en la parada del autobús, pero no consiguió reconocer a la persona en cuestión.

—Bueno… —Bodenstein respiró hondo—. Usted y el señor Terlinden quizá debieran haberse puesto de acuerdo. A diferencia de usted, Terlinden asegura no haber reconocido a nadie.

Lauterbach se puso rojo. Se le trabó la lengua, e insistió en haber visto a Nadja von Bredow, quería incluso jurarlo.

—Esa noche, Nadja se encontraba en Hamburgo —lo interrumpió Bodenstein.

Gregor Lauterbach tenía algo que ver con la desaparición de Amelie, ahora creía saberlo casi con total seguridad. Sin embargo, al mismo tiempo lo asaltaron las dudas: ¿y si Nadja von Bredow mentía? ¿Y si ambos se habían librado juntos del peligro en potencia? ¿O mentía Claudius Terlinden? Bodenstein barajaba las distintas hipótesis, y de repente tuvo la aplastante certeza de que se le había pasado por alto algo de suma importancia. Se topó con los ojos de Nicola Engel, que le lanzaban una mirada inquisitiva. ¿Qué demonios iba a decir? Como si barruntara sus dudas, Nicola Engel tomó la palabra.

—Miente usted, señor Lauterbach —espetó con frialdad—. ¿Por qué? ¿Qué le hace pensar que fue precisamente Nadja von Bredow quien estaba en el aparcamiento?

—No diré nada más si no es con mi abogado. —Lauterbach estaba desquiciado, tan pronto se ruborizaba como palidecía.

—Está en su derecho. —Engel asintió—. Llámelo y dígale que acuda a Hofheim. Usted se viene con nosotros.

—No pueden detenerme sin más. Tengo inmunidad.

El móvil de Bodenstein sonó. Era Kathrin Fachinger, y parecía estar a punto de sufrir un ataque de histeria.

—¡… no sé qué hacer! ¡De pronto vi que tenía un arma en la mano y se pegó un tiro en la cabeza! ¡Maldita sea! ¡Todo el mundo está loco!

—Kathrin, tranquilícese. —Bodenstein se apartó mientras Nicola Engel le enseñaba a Lauterbach la orden de detención—. ¿Dónde está ahora?

De fondo se oían gritos y alboroto.

—Íbamos a detener a Jörg Richter. —A Kathrin Fachinger le temblaba la voz. Estaba absolutamente desbordada, la situación a todas luces iba a más—. Fuimos a casa de sus padres y le enseñamos la orden de detención. Y de repente, el padre se acercó a un cajón, lo abrió, sacó una pistola, se la llevó a la cabeza y apretó el gatillo. Y ahora la madre tiene el arma y quiere impedirnos que nos llevemos a su hijo. ¿Qué hago?

El pánico que destilaba la voz de la joven agente sacó a Bodenstein de su propia confusión. De pronto su cerebro volvía a funcionar.

—No haga usted nada, Kathrin —contestó—. Estaré ahí en unos minutos.

La calle principal de Altenhain estaba bloqueada. Delante de la tienda de los Richter había dos ambulancias con las luces parpadeando y varios coches patrulla atravesados. Los curiosos se apiñaban detrás de los precintos policiales. Bodenstein vio a Kathrin Fachinger fuera. Estaba sentada en la escalera de la puerta de atrás del establecimiento, blanca como la pared e incapaz de moverse. Le puso un instante la mano en el hombro y se aseguró de que estaba ilesa. Dentro de la casa reinaba un caos infernal. Un médico y unos enfermeros se ocupaban de Lutz Richter, que estaba en el recibidor, tendido en el suelo de baldosas en medio de un charco de sangre; otro médico atendía a su mujer.

—¿Qué ha sucedido aquí? —quiso saber Bodenstein—. ¿Dónde está el arma?

—Aquí. —Un agente le dio una bolsa de plástico—. Una pistola de fogueo. El hombre aún vive, la mujer está en estado de shock.

—¿Y Jörg Richter?

—Camino de Hofheim.

Bodenstein echó un vistazo a su alrededor. A través del cristal ornamentado de una puerta cerrada distinguió de manera imprecisa los uniformes naranjas y blancos de los enfermeros. Abrió la puerta y por un instante se quedó helado al ver el salón. La estancia estaba abarrotada; en las paredes, trofeos de caza y toda clase de parafernalia militar —sables, fusiles históricos, cascos y armas—; en el aparador, en la vitrina, en el sofá, en varias mesitas auxiliares y en el suelo se amontonaban objetos de peltre, jarras de sidra y tantos cachivaches que por instante se quedó sin aliento. En uno de los sillones de terciopelo estaba Margot Richter con expresión estupefacta, con una vía en el brazo. A su lado, una enfermera le sostenía el suero.

—¿Se puede hablar con ella? —inquirió Bodenstein. El médico asintió.

—Señora Richter —Bodenstein se puso en cuclillas delante de la mujer, lo cual no fue nada fácil, teniendo en cuenta la cantidad de trastos que había por todas partes—, ¿qué ha pasado? ¿Por qué ha hecho eso su marido?

—No pueden detener a mi hijo —musitó ella. Toda la energía y la malicia parecían haber abandonado su delgado cuerpo, y tenía los ojos muy hundidos—. No ha hecho nada.

—Entonces, ¿quién ha sido?

—La culpa de todo la tiene mi marido. —Sus ojos se movían a un lado y a otro, descansaban un instante en Bodenstein y después volvían a perderse—. Jörg quería ir a sacar a la chica, pero mi marido le dijo que lo dejara estar, que era mejor así. Él fue hasta allí, tapó el depósito con una plancha y le echó tierra encima.

—¿Por qué lo hizo?

—Para que todo terminara de una vez. Laura les habría arruinado la vida a los muchachos, y eso que en realidad no pasó nada. Solo se divertían.

Bodenstein no podía creer lo que estaba oyendo.

—Esa golfa quería denunciar a sus amigos, acudir a la Policía. Y eso que la culpa es suya, solo suya. —Pasaba bruscamente del pasado al presente—. Fue ella quien estuvo provocando a los chicos toda la noche. Todo iba bien, pero Jörg tuvo que contarle a todo el mundo lo que sucedió en aquella época. ¡El muy idiota!

—Puede que su hijo tenga conciencia —repuso Bodenstein con frialdad, y se levantó. No sentía la menor compasión por esa mujer—. Nada iba bien, al contrario. Lo que su hijo hizo no fue una chiquillada. La violación y la complicidad en un asesinato son delitos graves.

—¡Bah! —Margot Richter hizo un gesto desdeñoso con la mano y sacudió la cabeza—. Nadie volvió a hablar de esa vieja historia —afirmó con amargura—. Y de pronto se cagan de miedo porque aparece Tobias. Si hubieran mantenido la boca cerrada no habría pasado nada, nada; pandilla de… de blandengues.

Nadja von Bredow asintió indiferente cuando Pia le comunicó que habían comprobado su coartada para la noche del sábado y era verídica.

—Muy bien. —Consultó el reloj—. Entonces supongo que puedo irme, ¿no es así?

—No, todavía no. —Pia negó con la cabeza—. Tenemos que hacerle unas preguntas.

—Bien, adelante.

Nadja miraba a Pia con unos ojos grandes que reflejaban aburrimiento, como si le costara sobremanera no bostezar. No parecía en absoluto nerviosa, y Pia no pudo por menos de pensar que representaba un papel. ¿Cómo sería la verdadera Nathalie, la que se ocultaba tras la fachada bella y perfecta de la actriz Nadja von Bredow? ¿Seguiría existiendo?

—¿Por qué pidió a Jörg que invitara a Tobias a ir a su casa por la noche y procurase retenerlo todo el tiempo que pudiera?

—Estaba preocupada por Tobi —dijo Nadja sin más—. No se tomó en serio el ataque en el pajar, yo solo quería que estuviera a salvo.

—¿En serio? —Pia abrió las declaraciones y buscó hasta encontrar la traducción de Ostermann del diario de Amelie—. ¿Quiere oír lo que escribió Amelie de usted en la última entrada del diario?

—Me lo va a leer de todas formas… —Nadja puso los ojos en blanco y cruzó las largas piernas.

—Pues sí. —Pia sonrió—. «…la forma que tuvo esa rubia de abalanzarse antes sobre Tobias me pareció rara. ¡Y cómo me miró a mí! Muerta de celos, me habría comido viva. A Thies le entró el pánico en cuanto le mencioné el nombre de Nadja. Hay algo que no me cuadra de esa…» —Pia alzó la cabeza—. No le hacía a usted gracia que Amelie tuviera tanta confianza con Tobias —afirmó—. Utilizó a Jörg Richter de niñera y después se encargó de que Amelie desapareciera del mapa.

—Eso es absurdo. —La sonrisa de indiferencia había desaparecido del rostro de Nadja. En aquellos momentos, sus ojos lanzaban chispas iracundas.

Pia se acordó de lo que había dicho Jörg Richter: ya de pequeña, Nadja tenía algo que le metía el miedo en el cuerpo a la gente. La calificó de despiadada.

—Estaba usted celosa. —Pia sabía lo que decía el diario de Amelie—. Puede que Tobias le contara que Amelie lo veía de vez en cuando. Creo que sencillamente tenía usted miedo de que entre Tobias y Amelie pudiera haber algo. Lo cierto, señora Von Bredow, es que Amelie se parece bastante a Stefanie Schneeberger. Y Stefanie fue su gran amor.

Nadja von Bredow se inclinó hacia delante.

—¿Qué sabrá usted del gran amor? —musitó bajando la voz con teatralidad y abriendo mucho los ojos, como si siguiera las indicaciones de un director—. Amo a Tobias desde que nos conocemos. Lo he estado esperando diez años. Necesitaba mi ayuda y mi amor para volver a hacerse un lugar en el mundo después de salir de la cárcel.

—En tal caso, probablemente se esté engañando. Es evidente que su amor no es correspondido —soltó Pia, y vio satisfecha que sus palabras daban en el blanco—. Si ni siquiera pudo confiar veinticuatro horas en él…

Nadja von Bredow apretó los labios, y durante una décima de segundo su bello rostro se desencajó.

—Lo que hay entre Tobias y yo no es de su incumbencia —respondió airada—. ¿Y a qué viene tanta pregunta absurda sobre la noche del sábado? Yo no estaba en Altenhain y no sé dónde está esa chica. Punto.

—Por cierto, ¿dónde está ahora su gran amor? —siguió Pia.

—No tengo ni idea. —Sus llameantes ojos verdes se fijaron en los de la policía sin pestañear—. Aunque lo quiero, no soy su canguro. Y ahora, ¿puedo irme?

Pia estaba decepcionada. No podía demostrar que Nadja von Bredow tenía algo que ver con la desaparición de Amelie.

—Se hizo pasar por policía en casa de la señora Fröhlich —se oyó decir a Bodenstein de fondo—. Eso se llama usurpación de funciones públicas. Robó los cuadros que Thies le dio a Amelie, y después le prendió fuego al invernadero para asegurarse de que no había más cuadros.

Nadja von Bredow no se volvió para mirar a Bodenstein.

—Admito que utilicé la placa y una peluca para entrar a buscar los cuadros en la habitación de Amelie, pero el incendio no fue cosa mía.

—¿Qué hizo con los cuadros?

—Los corté en pedazos y los eché a la trituradora.

—Claro, porque los cuadros habrían puesto en evidencia que era usted una asesina. —Pia sacó de las declaraciones las copias de las fotos de los cuadros y las dejó sobre la mesa.

—Al contrario. —Nadja von Bredow se retrepó en la silla y sonrió con frialdad—. Los cuadros prueban mi inocencia. Thies es un gran observador, a diferencia de ustedes.

—¿Por qué lo dice?

—Para ustedes, lo verde es verde, y el pelo corto es el pelo corto. Miren con más atención a la persona que golpea a Stefanie. Compárenla con la que observa cómo violan a Laura. —Se inclinó hacia delante, contempló un instante las fotos y dio unos golpecitos en una de las figuras—. Esta, fíjense. Es evidente que la persona que está con Stefanie tiene el pelo oscuro, y si miran esta foto donde aparece Laura, verán que el pelo es mucho más claro y rizado. Además, debo decirles que esa noche casi todo Altenhain llevaba una camiseta verde de la peña de las fiestas. Si mal no recuerdo, ponía algo en ella.

Bodenstein comparó las dos imágenes.

—Tiene razón —admitió—. Pero entonces, ¿quién es esa otra persona?

—Lauterbach —afirmó Nadja von Bredow, confirmando así lo que Bodenstein pensaba—. Yo estaba esperando a Stefanie en la parte de atrás, junto al pajar, porque quería hablar con ella a toda costa del papel de Blancanieves. En realidad, a ella el papel le daba lo mismo, solo lo había hecho para poder pasar más tiempo con Lauterbach.

—Un momento —la interrumpió Bodenstein—. El señor Lauterbach nos ha dicho que solo se acostó una vez con Stefanie. Esa noche, para ser exactos.

—Pues les ha mentido. —Nadja resopló—. Esos dos tenían un lío, estuvieron juntos todo el verano, aunque oficialmente ella salía con Tobi. Lauterbach estaba completamente loco por su alumna, y ella, encantada. Así que yo estaba en el pajar cuando Stefanie salió de la casa de los Sartorius. Y justo cuando iba a abordarla apareció Lauterbach. Me escondí en el pajar y no di crédito cuando vi que los dos entraban también en el pajar y se lo montaban en el heno, a un metro escaso de donde yo me había escondido. No pude escabullirme, y tuve que verlo todo, media hora, ni más ni menos. Verlo, y oir cómo me ponían verde.

—Y entonces se cabreó usted de tal modo que después mató a golpes a Stefanie —aventuró Bodenstein.

—Pues no. No dije ni mu. De pronto, Lauterbach se dio cuenta de que había perdido las llaves mientras hacían el amor. Empezó a buscar por todas partes a cuatro patas, histérico, a punto de echarse a llorar. Stefanie se rio de él, y se puso hecho una furia. —Nadja von Bredow soltó una risa odiosa—. Le tenía verdadero pánico a su mujer; a fin de cuentas, ella era quien tenía la pasta, y la casa también era suya. Él solo era un pobre profesorcillo en celo que se hacía el machote ante sus alumnos, pero en casa era el último mono.

Bodenstein no pudo evitar tragar saliva. Eso le sonaba. Cosima tenía el dinero y él era el último mono. Y esa mañana, cuando fue consciente de ello, la habría matado.

—Al final, Stefanie se enfadó. Supongo que había creído que todo sería muy romántico y se dio cuenta de que su maravilloso amante en realidad era un burgués asustadizo. Propuso ir a buscar a su mujer para que lo ayudara a encontrar las llaves. Está claro que lo decía en broma, pero Lauterbach no estaba para bromas. Stefanie probablemente pensara que tenía la situación controlada. Siguió pinchándolo y lo amenazó con contar lo suyo, hasta que al otro se le cruzaron los cables. Cuando ella iba a salir del pajar, él se lo impidió. Se pelearon, ella le escupió, y él le dio una bofetada. Entonces Stefanie se cabreó, y Lauterbach comprendió que sería muy capaz de ir a ver a su mujer. Y cogió lo primero que pilló y la golpeó. Tres veces.

Pia asintió: la momia de Stefanie Schneeberger presentaba tres fracturas de cráneo. Aunque eso no demostraba la inocencia de Nadja, puesto que también podía saber el dato por haber sido ella la autora.

—Después salió corriendo, espantado. Con una camiseta verde, dicho sea de paso. Se había quitado la camisa vaquera tan divina que llevaba para seducir. Yo encontré las llaves, y cuando salí del pajar vi a Thies agachado en el suelo junto a Stefanie. «Cuida de tu querida Blancanieves», le dije, y me fui. Tiré el gato al cubo de la basura de los Lauterbach. Eso fue exactamente lo que pasó, ni más ni menos.

—De modo que usted sabía que Tobias no había matado ni a Laura ni a Stefanie —constató Pia—. ¿Cómo pudo permitir que fuera a la cárcel, si tanto lo amaba?

Nadja von Bredow se tomó su tiempo antes de responder. Estaba tiesa, y sus dedos jugueteaban con una de las fotos.

—Entonces estaba furiosa con él —dijo en voz baja—. Me pasé años oyendo lo que hablaba y hacía con unas y con otras, lo enamorado que estaba o que dejaba de estar. Yo le daba consejos para llevarse a la cama a las tías o para librarse de ellas. Era su mejor amiga. —Rio con amargura—. Como mujer no le interesaba. Yo era algo que él daba por sentado. Después se lio con Laura, y ella no quería que los acompañara cuando iban al cine o a la piscina o a alguna fiesta. Sobraba, y Tobi ni siquiera se daba cuenta.

Nadja von Bredow apretó los labios, los ojos se le arrasaron en lágrimas. De pronto volvía a ser la muchacha humillada y celosa, la suplente, que al ser la confidente del chico más popular del pueblo no tenía la menor esperanza de que fuera suyo. A pesar de todos los éxitos de que había disfrutado desde entonces, esas decepciones le habían dejado cicatrices en el alma, unas cicatrices con las que cargaría toda su vida.

—Y de repente apareció esa chalada, Stefanie. —Su voz era inexpresiva, pero sus dedos, que hicieron pedazos una de las fotos, reflejaban lo que sucedía en su interior—. Se metió en nuestra pandilla y se llevó a Tobi. De pronto todo era distinto. Y encima también volvió loco a Lauterbach y se hizo con el papel de Blancanieves, que me había prometido a mí. Con Tobi ya no había forma de hablar. No quería saber nada de nadie, para él solo existía Stefanie, Stefanie, Stefanie. —El odio deformó el rostro de Nadja, que sacudió la cabeza—. Ninguno de nosotros podía sospechar que la Policía fuera tan tonta como para condenar a Tobi. Creí que unas semanas de prisión preventiva le estarían bien empleadas. Cuando me enteré de que sería procesado, ya era demasiado tarde para decir nada. Todos habíamos mentido y callado, pero yo nunca lo dejé en la estacada. Le escribí con regularidad y lo esperé. Quería enmendar los errores, en serio, quería hacer cualquier cosa por él. Y evitar que volviera a Altenhain, pero Tobi era tan cabezón…

—No quería evitarlo —observó Bodenstein—. Tenía que evitarlo. Por si a él se le ocurría investigar en el papel que representó usted en esa triste obra de teatro. Y eso era precisamente lo que no podía pasar. Al fin y al cabo, con Tobias usted había hecho de amiga fiel.

Nadja von Bredow esbozó una sonrisa seca y no dijo nada.

—Pero Tobias fue a casa de su padre —prosiguió él—. Usted no pudo impedírselo. Y después apareció Amelie Fröhlich, que desgraciadamente se parecía a Stefanie Schneeberger.

—Esa imbécil metió las narices donde no debía —afirmó Nadja rabiosa—. Tobi y yo habríamos empezado una nueva vida en otra parte. Tengo bastante dinero. Y Altenhain habría acabado siendo un mal recuerdo.

—Y usted nunca le habría dicho la verdad. —Pia sacudió la cabeza—. Una base estupenda para una relación.

Nadja no se dignó mirarla.

—Vio en Amelie una amenaza —aseveró Bodenstein—, así que le escribió cartas y correos electrónicos anónimos a Lauterbach. De ese modo, podía contar con que él haría algo para protegerse.

La actriz se encogió de hombros.

—Y ha armado una buena.

—Quería evitar que volvieran a herir a Tobias —aseguró ella—. Ya ha sufrido bastante y…

—¡Pamplinas! —la cortó Bodenstein, que se acercó a la mesa y se sentó frente a ella, de forma que se viera obligada a mirarlo—. Quería evitar que él averiguara lo que hizo usted, o mejor dicho: lo que no hizo. Era la única que habría podido impedir que lo condenaran y lo metieran en la cárcel, pero no hizo nada. Por su orgullo herido, por unos celos infantiles. Vio cómo humillaban y destruían a su familia en ese pueblo, le robó a su gran amor diez años de su vida por puro egoísmo, solo para que un día él fuera suyo. Probablemente sea el motivo más rastrero con el que me he topado en mucho tiempo.

—¡Usted no lo entiende! —exclamó Nadja von Bredow con repentina amargura—. No tiene ni idea de lo que se siente cuando se es rechazada siempre.

—Y ahora él la ha vuelto a rechazar, ¿no es así? —Bodenstein, que la miraba atentamente, reparó en unos gestos que iban del odio al despecho airado, pasando por la autocompasión—. Él creía que estaba en deuda con usted, pero eso no bastó. La ama tan poco como antes. Y no puede esperar que alguien le quite siempre de en medio a sus rivales.

Nadja von Bredow lo miró rebosante de odio. Por un momento, en la sala se hizo un silencio sepulcral.

—¿Qué le ha hecho a Tobias Sartorius? —preguntó Bodenstein.

—Ha recibido su merecido. Si yo no puedo tenerlo, nadie más lo tendrá.

—Está muy mal de la cabeza —dijo Pia desconcertada cuando varios policías se llevaron detenida a Nadja von Bredow.

La mujer se enfureció y se puso a chillar cuando comprendió que no la dejarían irse. Bodenstein había justificado la orden de detención con el peligro de fuga inminente que existía, ya que Nadja von Bredow tenía casas y pisos en el extranjero.

—Es una psicópata —convino él—. No me cabe la menor duda. Cuando supo que Tobias Sartorius no la amaba a pesar de todo lo que había hecho por él, lo mató.

—¿Tú crees que ha muerto?

—Por lo menos, lo temo. —Bodenstein se levantó de la silla cuando a Gregor Lauterbach lo hacía pasar un agente. Su abogado apareció segundos después.

—Quiero hablar con mi cliente —pidió Anders.

—Podrá hacerlo más tarde —denegó Bodenstein al tiempo que escudriñaba a Lauterbach, que estaba sentado en la silla de plástico hecho una auténtica calamidad—. Bien, señor Lauterbach. Ahora hablaremos sin andarnos con rodeos. Nadja von Bredow acaba de incriminarlo: la noche del 6 de septiembre de 1997 golpeó usted con un gato a Stefanie Schneeberger delante del pajar de la propiedad de los Sartorius porque temía que Stefanie le contara a su mujer la aventura que tenía con ella. Stefanie lo había amenazado con hacerlo. ¿Qué tiene que decir al respecto?

—No tiene nada que decir —respondió su abogado.

—Sospechó usted que Thies Terlinden había presenciado el crimen y lo presionó para que no dijera nada.

El móvil de Pia sonó. Tras mirar la pantalla, se levantó y se alejó unos metros de la mesa. Era Henning: había analizado los medicamentos que la doctora Lauterbach llevaba prescribiendo a Thies durante años.

—He hablado con un colega psiquiatra —contó el forense—. Es experto en autismo, y se quedó de piedra cuando le pasé por fax la receta. Esos medicamentos son absolutamente contraproducentes para el tratamiento de alguien con síndrome de Asperger.

—¿En qué sentido? —quiso saber Pia, y se tapó la otra oreja, ya que su jefe había levantado la voz y estaba lanzando la artillería pesada contra Lauterbach y su abogado, que no paraba de decir: «Sin comentarios», como si ya se encontrara en medio de la prensa ante los juzgados.

—Cuando se mezclan las benzodiacepinas con otros fármacos que actúan en el sistema nervioso central, como neurolépticos y tranquilizantes juntos, su efecto se intensifica mutuamente. Los neurolépticos que habéis encontrado, en realidad se utilizan en casos de trastornos psicóticos agudos con ideas delirantes y alucinaciones; los sedantes, para tranquilizar, y las benzodiacepinas, para tratar el miedo. Sin embargo, estas últimas tienen otro efecto que podría resultaros interesante: amnésico. Lo cual significa que el paciente pierde la memoria mientras el fármaco surte su efecto. En cualquier caso, al médico que le prescribe a un autista esos fármacos durante un periodo de tiempo prolongado debería retirársele la autorización para ejercer. Esa medicación le ha causado, cuando menos, lesiones graves.

—¿Puede redactar tu colega un informe?

—Sí, desde luego.

A Pia se le aceleró el corazón de puro nerviosismo cuando comprendió lo que significaba todo eso. La doctora Lauterbach había estado atiborrando a Thies de fármacos que alteraban la personalidad para tenerlo bajo su control. Tal vez sus padres creyeran que la medicación que le prescribía ayudaría a su hijo. Por qué había hecho eso Daniela Lauterbach era evidente: quería proteger a su marido. Pero de pronto apareció Amelie, y entonces Thies dejó de tomar su medicación.

En ese preciso instante, Bodenstein abría la puerta. Lauterbach había enterrado el rostro en las manos y sollozaba como un niño mientras su abogado, Anders, cogía su maletín. Entró un agente que se llevó al lloroso Lauterbach.

—Ha confesado. —Bodenstein parecía sumamente satisfecho—. Mató a Stefanie Schneeberger. Que fuera en un acto pasional o que hubiera premeditación, es algo que carece de importancia. En cualquier caso, Tobias es inocente.

—Lo sabía, estaba segura —comentó Pia—. Pero seguimos sin saber dónde están Amelie y Thies. Aunque ahora tengo claro quién se los ha quitado de en medio. Hemos estado detrás de una pista falsa todo el tiempo.

Hacía frío, mucho, muchísimo frío. Un viento helado ululaba y silbaba, los copos de nieve le laceraban el rostro como si fueran agujas diminutas. Ya no veía nada, todo a su alrededor era blanco, y los ojos le lloraban de tal forma que era como estar ciego. Había dejado de sentir los pies, la nariz, las orejas y las puntas de los dedos, deambulaba por la tormenta de nieve de reflector en reflector para no perder del todo la orientación. Hacía un buen rato que había perdido la noción del tiempo, y tampoco tenía esperanza de toparse con una quitanieves. ¿Por qué seguía adelante? ¿Adónde se dirigía? Apenas lograba sacar de la nieve los pies, que tenía congelados en las finas zapatillas de deporte, y era preciso hacer un esfuerzo auténticamente sobrehumano para avanzar paso a paso por ese infierno blanco. Se cayó de nuevo y aterrizó a cuatro patas en la nieve. Las lágrimas le corrían por el rostro y se helaban. Tobias se dejó vencer hacia delante y se quedó tumbado sin más. Le dolía cada fibra de su cuerpo, tenía completamente entumecido el antebrazo izquierdo, donde ella le había dado con el atizador de hierro. Se abalanzó sobre él como una loca, y lo había golpeado, pisoteado y escupido con una rabia sorda, rebosante de odio. Después salió a todo correr de la cabaña y se largó sin más, dejándolo abandonado en medio de la nada en los Alpes suizos. Permaneció durante horas tirado desnudo en el suelo, incapaz de moverse, como conmocionado. Esperó y temió al mismo tiempo que ella volviera a buscarlo. Pero no sucedió.

¿Qué había ocurrido? Pasaron durante un día estupendo en la nieve, bajo un cielo azul resplandeciente, luego, cocinaron y comieron juntos e hicieron el amor apasionadamente. Después, Nadja perdió los estribos sin venir a cuento. Pero ¿por qué? Ella era su amiga, su mejor amiga, la más íntima y antigua, la que nunca lo había dejado en la estacada. De repente lo asaltó el recuerdo. «Amelie», musitó con los labios congelados. Había mencionado el nombre de Amelie porque estaba preocupado por ella, y acto seguido, Nadja enloqueció. Tobias se llevó los puños a las sienes y se obligó a pensar. Poco a poco, su ofuscado cerebro estableció los nexos que hasta ese momento se había negado a ver. Nadja estaba enamorada de él desde antes, pero no se había dado cuenta. Cuánto daño tenía que haberle hecho cuando le contaba los pormenores de sus numerosas aventuras. Pero a ella nunca se le notó nada, le daba consejos y recomendaciones, tal como hace un buen amigo. Tobias levantó la cabeza aturdido. La tormenta había amainado. Reprimió el impulso de quedarse tumbado en la nieve y se puso de rodillas como buenamente pudo, jadeando. Se restregó los ojos. ¡Sí! Abajo, en el valle, veía luces. Se obligó a continuar. Nadja había estado celosa de sus novias, incluidas Laura y Stefanie. Y cuando no hacía mucho, en la linde del bosque, le preguntó como si tal cosa si le gustaba Amelie, él respondió que sí ingenuamente. Pero ¿cómo se le hubiese podido llegar a suponer siquiera que Nadja, la famosa actriz, podía estar celosa de una chica de diecisiete años? ¿Le habría hecho algo a Amelie? ¡Santo Dios! La desesperación hizo que se pusiera de pie y continuara bajando hacia el valle. Nadja le sacaba una noche y un día de ventaja. Si a Amelie le pasaba algo, él sería el único culpable, ya que le había hablado a Nadja de los cuadros de Thies y le había contado que Amelie quería ayudarlo. Se detuvo y abrió la boca para lanzar un alarido furioso que las montañas le devolvieron. Gritó hasta que le dolió la garganta y se quedó sin voz.

Era como si a la doctora Daniela Lauterbach se la hubiera tragado la tierra. En su consulta pensaban que estaba en un congreso médico en Múnich, pero las pesquisas habían revelado que no era así. Tenía el móvil apagado y no había manera de encontrar su coche. Para volverse locos. En el psiquiátrico consideraban posible que la doctora se hubiera llevado a Thies. Formaba parte del equipo de médicos del hospital, y a nadie le llamaba la atención cuando entraba en una unidad. Ese sábado por la noche no había tenido ninguna emergencia. Fingió haber recibido una llamada y se dirigió al Zum Schwarzen Ross. Dado que Amelie la conocía, sin duda se subió a su coche sin desconfiar nada. Con el objeto de que las sospechas recayeran en Tobias, Daniela Lauterbach le metió el móvil de Amelie en el bolsillo del pantalón cuando más tarde lo llevó a casa. La treta era perfecta, y además contó con la ayuda de alguna que otra casualidad. La probabilidad de encontrar con vida a Amelie Fröhlich o Thies Terlinden era poco menos que nula.

Esa noche, a las diez, Bodenstein y Pia se hallaban en la sala de reuniones viendo el programa Hessenjournal, que se hacía eco de la orden de búsqueda de la doctora Daniela Lauterbach e informaba de la detención de Nadja von Bredow. Delante de la comisaría seguían revoloteando periodistas y dos equipos de televisión deseosos de obtener noticias sobre la actriz.

—Creo que me voy a casa. —Pia bostezó y se estiró—. ¿Te llevo a algún sitio?

—No, no, vete —contestó Bodenstein—. Cogeré un coche del parque.

—¿Estás más o menos bien?

—Más o menos. —Se encogió de hombros—. Se me pasará. Bueno, eso supongo.

Ella lo miró con escepticismo y después cogió la cazadora y el bolso y se marchó. Bodenstein se levantó y apagó el televisor. Durante el día había logrado desterrar de su cabeza el desagradable encuentro con Cosima desarrollando una actividad febril, pero ahora volvía el recuerdo en una oleada molesta, amarga como la hiel. ¿Cómo pudo perder el control de ese modo? Apagó la luz y enfiló despacio el pasillo, camino de su despacho. La habitación de invitados de la casa de sus padres le apetecía tan poco como un bar. Podía pasar la noche igual de bien sentado a su mesa. Cerró la puerta al entrar y permaneció un instante indeciso en medio de la estancia, que la iluminación de fuera bañaba en una tenue luz. Había fracasado como marido y como policía. Cosima había preferido a un hombre de treinta y cinco años, y Amelie, Thies y Tobias probablemente hubieran muerto hacía tiempo porque él no los había encontrado cuando debía. El pasado era un montón de ruinas, y el futuro no parecía pintar mucho mejor.

Si se inclinaba y alargaba el brazo podía tocar el agua con la punta de los dedos. El agua subía mucho más deprisa de lo que Amelie había pensado, a todas luces no había ningún desagüe. Dentro de poco los alcanzaría allí arriba, en la estantería. Y aunque no se ahogaran, ya que el agua saldría por el tragaluz, se morirían de frío. Y es que hacía un frío que pelaba. Además, Thies había empeorado mucho. Temblaba y sudaba y estaba ardiendo. La mayor parte del tiempo parecía dormir, rodeándola con un brazo, pero cuando estaba despierto, hablaba. Lo que decía era tan horrible e inquietante que Amelie se habría echado a llorar de buena gana.

Como si le hubieran apartado la cortina negra en su cabeza, el recuerdo de los acontecimientos que la habían llevado hasta ese agujero volvía a ser transparente. La doctora Lauterbach debía de haberle puesto algún preparado en el agua y en las galletas, por eso se dormía siempre después de comer o beber. Pero ahora volvía a recordar. La doctora la había llamado y la estaba esperando en el aparcamiento; amable y preocupada, le pidió que la acompañara a ver a Thies, que no se encontraba bien. Amelie se subió a su coche sin vacilar… y había despertado en ese sótano. Ella creía que en las casas deshabitadas, los albergues y las calles de Berlín ya había visto todo lo malo de este mundo, pero no tenía la menor idea de lo crueles que podían ser las personas. En Altenhain, ese pueblecito idílico que ella creía aburrido y monótono, vivían monstruos despiadados, brutales, disfrazados de inocentes burgueses. Si salía con vida de ese sótano, no volvería a confiar en nadie jamás. ¿Cómo podía una persona hacerle algo tan horrible a otra? ¿Por qué los padres de Thies no se habían dado cuenta de lo que la amable y cordial vecina le estaba haciendo a su hijo? ¿Cómo podía un pueblo entero presenciar en silencio cómo un joven se pasaba diez años en la cárcel siendo inocente mientras los verdaderos culpables seguían allí tan campantes? En las largas horas transcurridas en aquella oscuridad, Thies le había ido contando poco a poco todo lo que sabía de los espeluznantes acontecimientos de Altenhain, y no era moco de pavo. No era de extrañar que la doctora Lauterbach lo quisiera muerto. Nada más pensarlo, a Amelie la asaltó la aplastante certeza de que eso precisamente sería lo que pasaría. La doctora Lauterbach no era tonta. Seguro que se había cuidado muy mucho de que nadie los encontrara. O de que cuando los encontraran fuera ya demasiado tarde.

Bodenstein, con el mentón apoyado en la mano, contemplaba la copa de coñac vacía. ¿Cómo se había podido equivocar de tal modo con Daniela Lauterbach? Su marido había matado a Stefanie Schneeberger en un acto pasional, pero fue ella la que ocultó el crimen a sangre fría y después amenazó a Thies Terlinden durante años, lo atontó a fuerza de administrarle medicamentos y lo había amedrentado. Permitió que Tobias Sartorius fuera a la cárcel y sus padres pasaran por un infierno. Bodenstein echó mano de la botella de Rémy Martin que alguien le había regalado y llevaba más de un año en el armario sin abrir. Aborrecía el coñac, pero el cuerpo le pedía alcohol. No había comido nada en todo el día, pero sí bebido café en cantidad. Se bebió de un trago la tercera copa en el último cuarto de hora y torció el gesto. El coñac avivó un pequeño fuego reparador en su estómago, corrió por sus venas y lo relajó. Su mirada descansó en la foto enmarcada de Cosima, junto al teléfono. Le sonreía, desde hacía años. Le ofendía que esa mañana su mujer lo hubiera acechado y provocado para que dijera e hiciera cosas tan terribles. Se arrepentía de haber perdido el control. Aunque era ella la que se lo había cargado todo, Bodenstein sentía que se había equivocado. Y eso lo cabreaba casi tanto como su presuntuosidad al creer que su matrimonio era perfecto. Cosima lo engañaba con otro hombre más joven porque para ella él ya no era suficiente. Se aburría a su lado y por eso se había buscado a otro, un aventurero como ella. Esa idea le hería en su autoestima mucho más de lo que pensaba. Llamaron a la puerta del despacho cuando se estaba bebiendo el cuarto coñac.

—¿Sí?

Nicola Engel asomó la cabeza.

—¿Molesto?

—No. Pasa. —Se masajeó el caballete de la nariz con el pulgar y el índice. Ella entró, cerró la puerta y se acercó.

—Me acaban de informar de que Lauterbach ya no goza de inmunidad. El juez ha confirmado las órdenes de detención para él y la señora Von Bredow. —Se detuvo ante la mesa y lo escudriñó—. Dios mío, qué mala cara tienes. ¿Tanto te está afectando el caso?

¿Qué podía responder a eso? Estaba demasiado cansado para dar una respuesta inteligente desde el punto de vista táctico. No terminaba de calar a Nicola. ¿Su interés era genuino o le preguntaba para utilizar sus errores y sus fallos con el objeto de ponerle la zancadilla y desposeerlo de su cargo en la K 11?

—Me están afectando las circunstancias —admitió—. Behnke, Hasse, todos esos rumores malévolos sobre Pia y yo.

—No hay nada de cierto en eso, ¿no?

—Por favor… —Bodenstein se retrepó en su asiento. Le dolía la nuca, y torció el gesto.

Engel reparó en el coñac.

—¿Tienes otra copa?

—En el armario. Abajo, a la izquierda.

Ella se volvió, abrió la puerta del armario, sacó una copa y se sentó en una de las sillas que había ante la mesa. Él le sirvió un dedo de coñac y se llenó su copa casi hasta el borde. Nicola Engel arqueó las cejas, pero no dijo nada. Bodenstein brindó con ella y se bebió el licor de un trago.

—¿Qué pasa? —quiso saber.

Era buena observadora, y lo conocía. Desde hacía mucho tiempo. Antes de conocer a Cosima y casarse enseguida con ella, Nicola y él habían sido pareja durante dos años. ¿Por qué iba a engañarla ahora? De todas formas, pronto lo sabría todo el mundo, como muy tarde, cuando facilitara una dirección nueva.

—Cosima está con otro —dijo, e intentó que su voz sonara lo más estoica posible—. Yo me lo olía, pero hace unos días me lo reconoció.

—Ya.

No pareció decirlo con malicia, pero tampoco le salió un «Lo siento». A él le daba lo mismo. Cogió la botella y se llenó la copa de nuevo. Nicola lo observaba en silencio. Él bebió. Notó el efecto del alcohol en el estómago vacío y entendió por qué la gente se daba a la bebida en determinadas circunstancias. Cosima se esfumó en lo más profundo de su conciencia, y con ella dejó de pensar en Amelie, Thies y Daniela Lauterbach.

—No soy buen policía —afirmó él—. Ni tampoco buen jefe. Deberías buscarte a otro para hacer mi trabajo.

—De eso ni hablar —respondió ella con decisión—. Cuando entré aquí el año pasado, admito que esa era mi intención, pero he tenido un año para observar tu forma de trabajar y de tratar a los tuyos. Y no me vendrían mal unos cuantos más como tú.

Bodenstein no dijo nada; iba a servirse otro coñac, pero la botella estaba vacía. La tiró de cualquier forma a la papelera y a continuación hizo lo mismo con la foto de Cosima. Cuando alzó la cabeza, se topó con la mirada escrutadora de Nicola.

—Deberías dar por finalizada la jornada —aconsejó ella al consultar el reloj—. Son las doce. Vamos, te llevo a casa.

—Ya no tengo casa —le recordó—. He vuelto con mis padres. Raro, ¿eh?

—Siempre es mejor que un hotel. Venga, levanta.

Bodenstein no se movió. No apartaba la mirada del rostro de ella. De pronto se acordó de cómo la conoció, hacía más de veintisiete años, en la fiesta de un compañero de estudios. Se había pasado toda la noche con unos chicos en la minúscula cocina, bebiendo cerveza. Ni siquiera se fijó en las chicas, ya que el chasco que se había llevado con Inka, su primer amor, era demasiado reciente como para que le apeteciera empezar otra relación. La conoció a la puerta del cuarto de baño. Nicola lo miró de arriba abajo y, con esa forma suya de decir las cosas, directa, inimitable, le dijo algo que hizo que se fuera de la fiesta con ella en el acto, sin despedirse del anfitrión. Entonces él estaba más o menos igual de borracho y de dolido que ese día. Una oleada de calor le recorrió el cuerpo de súbito y le arrasó el bajo vientre como si fuera lava al rojo.

—Me gustas —repitió las palabras que ella le dijera entonces con voz ronca—. ¿Tienes ganas de sexo?

Nicola lo miró con cara de sorpresa, y a su boca asomó una sonrisa.

—¿Por qué no? —Ella tampoco había olvidado esa primera conversación—. Solo tengo que entrar un momento al baño.