Domingo, 9 de noviembre
La celebración del septuagésimo cumpleaños de la condesa Leonora von Bodenstein no se festejó en el distinguido hotel del castillo, sino en el picadero, aunque MarieLouise, la cuñada de Bodenstein, se opuso a ello con vehemencia. Pero la condesa no quería bombo, según sus propias palabras. Modesta y amante de la naturaleza, había pedido expresamente una celebración discreta y distinta en los establos o en el picadero, de manera que MarieLouise von Bodenstein acabó por resignarse. Se había encargado de la organización del «evento» con energía y profesionalidad, como era propio en ella, y el resultado era impresionante.
Bodenstein y Cosima llegaron con Sophia a la propiedad de los Bodenstein poco después de las once, y les costó encontrar aparcamiento. En el histórico patio de las cuadras, con su suelo empedrado y sus construcciones con entramado de madera restauradas con mimo, no se veía ni una brizna de paja y la gran puerta del establo se hallaba abierta de par en par.
—Dios mío —observó Cosima divertida—. Seguro que MarieLouise ha obligado a Quentin a hacer turnos de noche.
Construidos en 1850, los antiguos establos, con sus techos altos, ocupaban un ala de las caballerizas, de planta cuadrada, del castillo condal. En el transcurso de los años habían adquirido una venerable pátina de telarañas, polvo y excrementos de golondrina, que sin embargo había desaparecido sin dejar rastro. Los boxes de los caballos, los muros y los altos techos estaban relucientes; las ventanas de baquetillas, lustrosas; incluso los murales, que representaban escenas de caza, habían sido restaurados. A los caballos, que asomaban la cabeza con curiosidad por la puerta de los boxes para ver el trajín que reinaba en el amplio pasillo, les habían trenzado las crines en honor a tan fausta ocasión. A la entrada, decorada primorosamente como si se tratara del día de Acción de Gracias, los camareros del hotel del castillo servían champán.
Bodenstein sonrió. Quentin, su hermano menor, era un perezoso. El terrateniente administraba la propiedad y las cuadras, y no le molestaban lo más mínimo los estragos que hiciera el tiempo a su paso. Había ido delegando cada vez más en su mujer para que se ocupara del restaurante del castillo, y en los últimos años ella, MarieLouise, había dado forma a un establecimiento de primera cuya buena fama traspasaba las fronteras de la región.
Encontraron a la cumpleañera rodeada de familiares e invitados a la entrada del picadero, también exquisitamente decorado. A Bodenstein le dio el tiempo justo de felicitar a su madre antes de que el cuerpo de trompas de caza de la escuela de equitación de Kelkheim inaugurara el programa en el picadero. La exhibición era una sorpresa de los empleados y los alumnos para la condesa. Bodenstein intercambió unas palabras con su hijo, Lorenz, que grababa los acontecimientos con una cámara. Thordis, su novia, era la responsable del éxito del carrusel de doma y del grupo de baile, y más tarde también formaría parte de la exhibición de saltos. En medio del gentío, Bodenstein vio a su hermana, Theresa, que había acudido ex profeso para la fiesta. Hacía mucho que no se veían y había muchas cosas que contar. Cosima se sentó con Sophia junto a su madre, la condesa Rothkirch, en la tribuna, situada en la parte larga de la pista, y presenció desde allí la doma.
—Cosima parece diez años más joven —constató la hermana de Bodenstein, y bebió un sorbito de champán—. Podría sentir envidia.
—Es que una niña pequeña y un buen marido obran milagros —repuso Bodenstein risueño.
—Tan vanidoso como siempre, hermanito —contestó con sorna Theresa—. Como si de veras tuviese que ver con los hombres que una mujer tenga buen aspecto.
Era dos años mayor que Bodenstein y, como de costumbre, rebosaba energía. El hecho de que su armonioso rostro fuese más severo que bello y de que en su cabello oscuro asomaran las primeras canas no menoscababa su carisma. En una ocasión, Theresa había dicho que cada arruga y cada cana se las había ganado a pulso. Su marido, fallecido prematuramente de un infarto, le había dejado un distinguido pero arruinado tostadero de café en Hamburgo, un castillo familiar necesitado de importantes reformas en Schleswig-Holstein y varios inmuebles endeudados en la mejor zona de Hamburgo. Como empresaria recién estrenada, tras quedar viuda, y a pesar de tener tres hijos y unas perspectivas de futuro sombrías, se hizo enérgicamente con las riendas y se lanzó sin miedo a la lucha contra acreedores y bancos. Ahora, al cabo de diez años de arduo trabajo y hábiles tácticas, tanto la empresa como la propiedad privada estaban a salvo y saneadas. No se había perdido ningún puesto de trabajo, y Theresa disfrutaba del mayor prestigio entre el personal y los socios.
—Hablando de hombres —terció Quentin—. ¿Cómo lo llevas, Theresa? ¿Alguna novedad?
Ella sonrió.
—Una dama disfruta y calla.
—¿Por qué no te lo has traído?
—Porque sabía que os echaríais encima del pobrecito y lo diseccionaríais sin compasión. —Señaló a sus padres y los demás familiares, que seguían embelesados lo que sucedía en la pista—. Igual que el resto de la parentela.
—Así que hay alguien —insistió Quentin—. Dinos algo de él.
—No. —Le dio a su hermano menor la copa vacía—. ¿Por qué no te ocupas del avituallamiento?
—Siempre me toca a mí —se quejó Quentin, aunque obedeció por pura costumbre y se fue.
—¿Os pasa algo, a Cosima y a ti? —le preguntó Theresa a Bodenstein, que miró a su hermana sorprendido.
—No —negó él—. ¿Por qué lo dices?
Ella se encogió de hombros, sin perder de vista a su cuñada.
—Noto algo distinto entre vosotros.
Bodenstein conocía la certera intuición de su hermana. No tenía sentido negar que, en efecto, Cosima y él no pasaban por su mejor momento.
—La verdad es que en verano, después de las bodas de plata, atravesamos una pequeña crisis —admitió—. Cosima alquiló una villa en Mallorca y quería pasar tres semanas de vacaciones con toda la familia. Al cabo de una semana yo me tuve que ir, debido a un caso complicado, y se lo tomó a mal.
—Ya.
—Me reprochó que la dejaba sola con Sophia, que eso no había sido lo acordado. Pero ¿qué iba a hacer yo? Al fin y al cabo, no puedo retrotraerme a la época de nuestros padres y ejercer de esposo amantísimo.
—Pero supongo que tres semanas de vacaciones no es un imposible —repuso Theresa—. No quiero meterme en lo que no me llaman, pero eres funcionario. En tu ausencia, seguro que hay alguien que ocupa tu lugar, ¿no?
—¿Detecto cierto desprecio por mi profesión en tu voz?
—No seas tan susceptible, querido —lo aplacó su hermana—. Pero puedo entender que Cosima se enfadara. A fin de cuentas, ella también tiene una profesión, y no encaja en el modelo de hijos-cocina-iglesia en el que le gustaría verla a un machote de la vieja escuela como tú. Puede que incluso te alegres de que ya no viaje y esté bajo tu férula.
—Eso no es verdad —objetó él consternado—. Siempre he apoyado su trabajo. Me gusta lo que hace.
Theresa lo miró y esbozó una sonrisa burlona.
—Y una porra. Eso se lo puedes decir a quien quieras, pero a mí, no. Te conozco bien.
Bodenstein supo que lo habían pillado y no dijo nada. Miró a Cosima. A su hermana mayor se le daba estupendamente meter el dedo en la mismísima llaga. Y aquella vez también tenía razón. Ciertamente, se sentía aliviado de que, desde que naciera Sophia, Cosima ya no se pasara semanas vagando por esos mundos de Dios. Pero no le hacía gracia oírselo decir a su hermana.
Quentin volvió con tres copas de champán, y la conversación se centró en temas menos comprometidos. Cuando finalizó la exhibición ecuestre, MarieLouise inauguró el bufé que su personal había instalado a toda prisa a la entrada de las cuadras. Mesas altas y largas en hileras, vestidas de blanco y con arreglos florales otoñales y bancos con cómodos cojines invitaban a sentarse. Bodenstein coincidió con parientes y viejos conocidos a los que hacía tiempo que no veía; había mucho de qué hablar y reír. El ambiente era relajado. Vio que Cosima conversaba con Theresa y esperó que su hermana no la pusiera contra él con sus discursos emancipadores. Dentro de un año, Sophia iría a la guardería, y Cosima volvería a tener más tiempo para ella. Estaba trabajando en un nuevo proyecto cinematográfico muy absorbente. En señal de buena voluntad, Bodenstein se propuso llegar antes a casa y reservarse los fines de semana para liberar más a Cosima de la niña. Tal vez de ese modo la tensa relación que mantenían desde la profunda crisis de Mallorca se normalizara.
—Papá. —Rosalie le dio unos golpecitos en el hombro y él se volvió hacia su hija mayor, que trabajaba de pinche de cocina en el hotel del castillo bajo la tutela del maître Jean-Yves St. Clair, el galardonado cocinero francés, y se ocupaba de la supervisión del bufé. Llevaba de la mano a Sophia, que estaba completamente embadurnada de una sustancia parduzca que Bodenstein esperó no fuera lo que creía—. No encuentro a mamá —dijo enervada—. ¿Puedes cambiar a la enana? Mamá tendrá más ropa en el coche.
Bodenstein sacó a duras penas las largas piernas de debajo de la mesa.
—¿Qué es eso que tiene en la cara y en las manos?
—No te preocupes, solo es mousse de chocolate —aclaró Rosalie—. Tengo que volver al trabajo.
—A ver, ven aquí, cochinilla. —Bodenstein cogió a su hija pequeña en brazos—. Otra vez has vuelto a ponerte perdida, ¿eh?
Sophia apoyó las manitas en su pecho y se puso a patalear. No soportaba que no la dejaran moverse. Con sus mejillas rosadas, el suave cabello oscuro y los ojos azul violáceo, estaba para comérsela, pero su aspecto era engañoso. La pequeña había heredado el temperamento de Cosima y sabía imponerse. Bodenstein salió con ella y atravesó el patio. Por pura casualidad miró a la izquierda, a la puerta abierta de la herrería, en el otro extremo del patio y, para su sorpresa, vio que Cosima iba de un lado a otro hablando por teléfono. Su forma de pasarse la mano por el pelo, de ladear la cabeza y reír le llamaron la atención. ¿Por qué se escondía para llamar por teléfono? Antes de que ella lo viera, él siguió adelante deprisa, pero sintió un leve aguijonazo de desconfianza, como una espina diminuta.
Como todos los domingos después de la iglesia, en el Zum Schwarzen Ross se habían reunido los de siempre. Tomar el aperitivo era cosa de hombres, las mujeres debían quedarse en casa ocupándose del asado dominical. En parte por ello, a Amelie los domingos en Altenhain se le antojaban el colmo del aburguesamiento. Ese día también se encontraba presente el mismísimo jefe. Entre semana, Andreas Jagielski se ocupaba de sus dos elegantes restaurantes de Frankfurt y dejaba la gerencia del Zum Schwarzen Ross en manos de su mujer y su cuñado; solo acudía allí los domingos. A Amelie no le caía especialmente bien. Jagielski era un hombre voluminoso con ojos de rana y labios gruesos. Tras el gran cambio político de 1989 fue uno de los primeros alemanes del Este en asentarse en Altenhain, Amelie se había enterado por Roswitha. Trabajó como cocinero en el Zum Goldenen Hahn, pero el muy ingrato abandonó a su jefe en cuanto apreció los atisbos iniciales del inminente declive para hacerle la competencia deslealmente en el Zum Schwarzen Ross. Con una carta idéntica a la de Hartmut Sartorius, pero precios mucho más asequibles y el lujo de un gran aparcamiento, le hizo la cama a su antiguo jefe y contribuyó en gran medida al cierre definitivo del Zum Goldenen Hahn. Roswitha se mantuvo fiel a Sartorius hasta el final y solo aceptó a regañadientes el empleo que le ofreció Jagielski.
Por la mañana, Amelie se arregló con cuidado, se quitó todos los piercings, se recogió el pelo en dos trenzas y se maquilló discretamente. Del armario de su madrastra cogió una blusa blanca talla XXS y, tras una búsqueda que le llevó su tiempo, del suyo escogió una sexy minifalda escocesa. Unas medias negras tupidas y unas botas de cordones de caña alta completaban el modelo. Delante del espejo se desabrochó la blusa, que le quedaba demasiado pequeña, hasta dejar a la vista el sujetador negro y el canalillo. Jenny Jagielski no entró al trapo, se limitó a mirarla un instante, pero su marido le observó con detenimiento el escote y le guiñó un ojo con impudicia. Ahora estaba agachado al lado de la mesa redonda del centro del restaurante, donde no faltaba ni uno de los asiduos, entre Lutz Richter y una presencia poco habitual en el Zum Schwarzen Ross, Claudius Terlinden, que ese día se mostraba afable y campechano. También en la barra se acodaban los hombres: Jenny y su hermano Jörg tiraban cerveza a destajo. Manfred Wagner ya se había recuperado, incluso daba la impresión de haber ido a la peluquería, ya que su barba cerrada e hirsuta había desaparecido y tenía un aspecto medianamente refinado. Cuando Amelie llegó a la mesa central con otra ronda de cerveza de trigo, captó el nombre de Tobias Sartorius y aguzó el oído.
—… insolente y arrogante como siempre —decía Lutz Richter—. Es una provocación manifiesta que haya vuelto aquí.
Se oyó un murmullo de aprobación; solo Terlinden y Jagielski callaban.
—Si sigue así, tarde o temprano esto estallará —añadió otro.
—No se quedará mucho —apuntó un tercero—. De eso nos encargamos nosotros.
El que lo dijo fue Udo Pietsch, el techador, y los demás hombres asintieron en señal de aprobación.
—Amigos, ninguno de vosotros se encargará de nada —intervino Claudius Terlinden—. El muchacho ha cumplido su condena y puede vivir con su padre el tiempo que se le antoje, siempre que no se meta con nadie.
Los demás enmudecieron, nadie se atrevió a contradecirlo, pero Amelie vio que algunos de los hombres se miraban de reojo. Por mucho que Claudius Terlinden pudiera poner fin a una discusión, contra la animadversión que todo Altenhain sentía hacia Tobias Sartorius no conseguiría nada.
—Ocho cervezas para los caballeros —anunció Amelie, a la que empezaba a pesarle demasiado la bandeja.
—Hombre, gracias, Amelie.
Terlinden le hizo una señal benevolente, pero de repente, durante una décima de segundo, se le demudó el rostro. Recuperó la compostura en el acto y esbozó una sonrisa un tanto forzada. Amelie comprendió que el motivo de su asombro se debía al cambio que se había operado en ella. Le devolvió la sonrisa, ladeó la cabeza con coquetería y le sostuvo la mirada más de lo que debería una muchacha decente. Acto seguido, se dispuso a recoger la mesa de al lado. Notó que él seguía cada uno de sus movimientos, y no pudo evitar menear un poco el trasero adrede cuando volvió a la cocina con la bandeja de vasos sucios. Esperaba que los hombres tuvieran mucha sed, pues se moría de ganas de seguir escuchando cosas con miga. Hasta ese momento, su interés por todo aquel asunto se derivaba del hecho de que había establecido una relación entre ella y una de las víctimas, pero después de conocer el día anterior a Tobias Sartorius, tenía otra motivación: el chico le gustaba.
Tobias Sartorius estaba atónito. Cuando Nadja le contó que vivía en Karpfenweg, en el distrito de Westhafen de Frankfurt, él se imaginó un antiguo edificio saneado del barrio de Gutleutviertel, pero no lo que tenía delante. En la enorme superficie del antiguo puerto fluvial, a escasos bloques al sur de la estación central, había surgido un barrio nuevo y exclusivo con modernos edificios de oficinas frente al río y doce casas de siete pisos en lo que en su día fuera el muelle, que ahora recibía el nombre de Karpfenweg. Aparcó el coche en la calle y cruzó asombrado el puente que salvaba la antigua dársena con un ramo de flores bajo el brazo. En las negras aguas se mecían algunos yates amarrados en los embarcaderos. A media tarde, Nadja lo había llamado para invitarlo a cenar en su casa. Aunque a Tobias no le apetecía mucho ir a la ciudad, se lo debía a Nadja por la lealtad inquebrantable que le había demostrado los últimos diez años. De manera que se duchó y a las siete y media se fue en el coche de su padre, sin sospechar los cambios que lo esperaban. Para empezar, en Bad Soden había una flamante rotonda junto al supermercado Tengelmannmarkt, y también había crecido el centro del distrito de Main-Taunus. En Frankfurt, ya fue incapaz de orientarse. Para un conductor inexperto como él, la ciudad era una auténtica pesadilla. Llevaba tres cuartos de hora de retraso cuando, tras buscar un rato, dio con la calle y con el número adecuados.
—Sube en ascensor hasta el séptimo —anunció la alegre voz de Nadja por el interfono.
La puerta emitió un zumbido, y Tobias entró en el vestíbulo de la casa, de elegante granito y cristal. El ascensor, de cristal, lo llevó en segundos arriba; en la otra orilla del río, la vista del horizonte de la ciudad, que en los últimos años había sufrido muchos cambios, era fascinante. Parecía que había nuevos rascacielos.
—Por fin. —Nadja le dedicó una sonrisa resplandeciente cuando él salió del ascensor en el séptimo piso. Le ofreció torpemente el ramo de flores, envuelto en papel celofán, que había comprado en una estación de servicio—. No era necesario —le dijo.
Cogió las flores, lo tomó de la mano y lo llevó a la casa. Tobias se quedó boquiabierto. El ático era increíble: inmensos ventanales desde el techo al reluciente suelo de parqué ofrecían vistas espectaculares en todas las direcciones. En la chimenea ardía un fuego, la cálida voz de Leonard Cohen salía de altavoces invisibles, y una refinada iluminación, además de velas, conferían más profundidad aún al ya de por sí generoso espacio. Por un instante, se sintió tentado de dar media vuelta y salir corriendo. No era una persona envidiosa, pero al ver esa casa de ensueño, la sensación de ser un pobre fracasado que lo asaltó fue tan fuerte como pocas veces antes, y se le formó un nudo en la garganta. Entre Nadja y él había un abismo. ¿Qué demonios quería de él? Era famosa, era rica, era guapa; seguro que podía pasar las tardes con otras personas acomodadas, divertidas e ingeniosas en lugar de con un expresidiario amargado como él.
—Dame la cazadora —pidió ella.
Él se la quitó y se avergonzó en el acto por llevar algo tan barato y viejo. Nadja lo condujo con orgullo hasta el salón, que compartía espacio con la cocina, una isla situada en medio de la estancia. Predominaban el granito y el acero inoxidable, y los electrodomésticos eran de Gaggenau. En el aire flotaba un delicioso olor a carne asada, y Tobias sintió que el estómago se le encogía. Había estado todo el día trabajando en la granja y separando basura, y prácticamente no había comido nada. Nadja sacó una botella de Moët & Chandon del frigorífico americano cromado y contó que se había comprado el apartamento para pasar la noche cuando rodaba en Frankfurt (no soportaba los hoteles), pero que a esas alturas se había convertido en su residencia habitual. Sirvió champán en dos copas de cristal y le ofreció una.
—Me alegro de que hayas venido —sonrió.
—Y yo te doy las gracias por haberme invitado —contestó Tobias, que se había recuperado del primer golpe y fue capaz de devolverle la sonrisa.
—Por ti —dijo Nadja, y rozó delicadamente su copa con la suya.
—No, por ti —repuso él con seriedad—. Gracias por todo.
¡Qué guapa estaba! Su rostro de rasgos marcados casi andrógino, con aquellas pequitas, que pese a ser armonioso antes siempre parecía un poco duro, se había suavizado. Los ojos claros eran luminosos, algunos mechones del cabello color miel se le habían soltado del moño y le caían por la nuca delicada y levemente más oscura. Era muy esbelta, pero no demasiado delgada. Entre los carnosos labios, sus dientes eran blancos y regulares, el resultado satisfactorio de la odiada ortodoncia de la adolescencia. Se sonrieron y bebieron un sorbo de champán, pero de pronto al rostro de Nadja se superpuso el de otra mujer. Sí, así era como le habría gustado vivir con Stefanie, después de terminar la carrera de medicina, cuando ganara un buen sueldo como médico. Estaba convencido de haber encontrado en ella al amor de su vida, soñaba con un futuro común, con hijos…
—¿Qué te pasa? —preguntó Nadja. Tobias se topó con su mirada escrutadora.
—Nada. ¿Por qué?
—De repente has puesto cara de susto.
—¿Sabes cuánto hacía que no bebía champán?
Se obligó a sonreír, pero el recuerdo de Stefanie le había asestado una puñalada dolorosa. Todavía, después de tantos años, no podía evitar pensar en ella. Por aquel entonces, la ilusión de la dicha completa duró solo cuatro semanas, y terminó en catástrofe. Apartó los pensamientos inoportunos y se sentó a la mesa de la cocina, que Nadja había adornado con mimo. Comieron tortellini rellenos de requesón y espinacas, un solomillo de ternera asado a la perfección con salsa de Barolo y una ensalada de rúcula con lascas de parmesano, todo ello acompañado de un delicioso Pomerol de quince años. Tobias comprobó que, a pesar de sus temores, no le costaba hablar con Nadja. Ella le habló de su trabajo, de anécdotas y encuentros graciosos y peculiares, y todo ello de manera divertida, sin presumir de lo que había conseguido. A la tercera copa, Tobias notó el efecto del vino tinto. Dejaron la cocina y se sentaron en el sofá de piel del salón, cada uno en un extremo. Como viejos y buenos amigos. Sobre la chimenea colgaba un cartel enmarcado de la primera película de Nadja, la única alusión a su exitosa carrera de actriz.
—De veras, es increíble lo que has logrado —comentó Tobias con aire meditabundo—. Estoy muy orgulloso de ti.
—Muchas gracias. —Ella sonrió y se sentó encogiendo una pierna—. Ya, quién lo habría pensado por aquel entonces: Nathalie la fea hoy es una gran estrella.
—Tú nunca fuiste fea —objetó Tobias, asombrado de que ella se viera de ese modo.
—Pues tú nunca me hiciste caso.
Por primera vez en la noche, su conversación se aproximaba al delicado tema que hasta ese momento ambos habían estado evitando.
—Siempre fuiste mi mejor amiga —afirmó—. Las demás chicas estaban celosas de ti porque siempre estaba contigo.
—Pero nunca me besaste…
Lo dijo con un tono burlón, pero de pronto Tobias comprendió que entonces tuvo que sentirse ofendida. Ninguna chica quería ser la mejor amiga de un chico atractivo, aun cuando ello pudiera ser un gran honor a ojos de él. Tobias trató de acordarse de por qué nunca se había enamorado de Nadja. Quizá porque la veía como una especie de hermana pequeña. Habían jugado juntos de niños, habían ido juntos al parvulario y a la escuela primaria. Que ella estuviera presente en su vida era algo que daba por sentado. Pero ahora algo había cambiado. Nadja no era la misma. A su lado ya no estaba sentada Nathalie, la compañera fiel, sincera, leal de la infancia. A su lado tenía a una mujer preciosa, tremendamente atractiva, que le lanzaba señales inequívocas, como poco a poco fue dándose cuenta. ¿Acaso quería más que una amistad con él?
—¿Cómo es que no te has casado? —le preguntó de sopetón. Su voz era bronca.
—Porque no he encontrado al hombre adecuado. —Nadja se encogió de hombros, se echó hacia delante y sirvió vino tinto en las copas—. Mi trabajo acaba con las relaciones. Además, la mayoría de los hombres no soporta a una mujer triunfadora. Y desde luego, lo que no quiero es un compañero de profesión vanidoso y egocéntrico. No saldría bien. Estoy bien así.
—He seguido tu carrera. En chirona uno tiene mucho tiempo para leer y ver la tele.
—¿Cuáles son las películas que más te han gustado?
—No lo sé. —Tobias sonrió—. Todas son buenas.
—Menudo adulador estás hecho. —Nadja ladeó la cabeza y un mechón de pelo le cayó por la frente—. La verdad es que no has cambiado nada.
Encendió un cigarrillo, dio una calada y se lo metió en la boca a Tobias, como tantas veces antes. Sus rostros estaban muy próximos. Tras dar a su vez una calada, Tobias levantó la mano y le acarició la mejilla. Luego sintió su cálido aliento en su rostro y sus labios en los suyos. Ambos vacilaron un instante.
—Si alguien se entera de que te relacionas con un expresidiario, será perjudicial para tu reputación —susurró.
—A mí, la fama siempre me ha dado igual —contestó ella con voz bronca.
Le quitó el cigarro de la mano y lo dejó de cualquier manera en el cenicero que tenía detrás. Tenía las mejillas rojas, los ojos brillantes. Tobias percibió el anhelo de ella como un eco de su propio deseo y la atrajo hacia sí. Sus manos se deslizaron por sus muslos, rodearon sus caderas. El corazón le latía más aprisa, una oleada de placer le recorrió el cuerpo cuando la lengua de ella se abrió paso en su boca. ¿Cuánto hacía que no se acostaba con una mujer? Casi ni se acordaba. Stefanie… el sofá rojo… Su beso se volvió apasionado. Sin dejar de besarse, se quitaron la ropa y se amaron con avidez, en silencio, jadeantes y sin ternura. Para eso ya habría tiempo.