Viernes, 7 de noviembre

Tobias abrió los ojos y por un momento se sintió confuso. En lugar del techo pintado de blanco de su celda, un póster de Pamela Anderson le dedicó una sonrisa resplandeciente. Solo entonces cayó en la cuenta de que ya no estaba entre rejas, sino en su antiguo cuarto, en casa de sus padres. Se quedó tumbado e inmóvil y escuchó los ruidos que entraban por la ventana, que tenía casi enfrente. Seis campanadas de la iglesia anunciaron la temprana hora, en alguna parte ladró un perro, otro respondió, después enmudecieron ambos. La habitación seguía igual que siempre: la mesa y la estantería de contrachapado barato, el armario con la puerta ladeada. Los pósteres del Eintracht de Frankfurt, de Pamela Anderson y de Damon Hill con la de la escudería WilliamsRenault, que en 1996 ganó el campeonato del mundo de Fórmula 1. El pequeño equipo de música que le regalaron sus padres en marzo de 1997. El sofá rojo en el que… Tobias se incorporó y sacudió la cabeza de mal humor. En la cárcel tenía más control sobre sus pensamientos; ahora le asaltaban unas reflexiones que lo atormentaban: ¿qué habría pasado si Stefanie no hubiera roto con él aquella noche? ¿Seguiría viva? Él sabía lo que había hecho. Se lo explicaron más de un centenar de veces: primero la Policía, después su abogado, el fiscal y la jueza. Había sido concluyente, había pruebas, había testigos, la sangre estaba en su cuarto, en su ropa, en su coche. Y, sin embargo, de su memoria habían desaparecido dos horas enteras. Hasta ese día, allí no había más que un agujero negro.

Recordaba perfectamente el 6 de septiembre de 1997. Los festejos que estaban planeados para ese día se suspendieron por respeto, ya que a última hora de esa mañana se celebraba en Londres el funeral de la princesa Diana. Medio mundo estaba frente al televisor viendo cómo recorría las calles de la capital británica el cortejo fúnebre de la Rosa de Inglaterra, que había perecido en un accidente. Sin embargo, en Altenhain no quisieron suspender los festejos por completo. ¡Qué bien habrían hecho en quedarse todos en casa aquella tarde!

Tobias suspiró y se tumbó de lado. El silencio era tal que oía los latidos de su corazón. Por un instante se abandonó a la fantasía de que volvía a tener veinte años y no había sucedido nada. En Múnich lo esperaba la universidad. No tuvo ningún problema en conseguir plaza, dada la altísima nota que sacó en selectividad. Con los recuerdos felices se mezclaban de nuevo los dolorosos. En la desenfrenada fiesta de selectividad, que se celebró en el jardín de un compañero de clase en Schneidhain, había besado por primera vez a Stefanie. A Laura estuvo a punto de darle algo, y se colgó del cuello de Lars delante de sus mismísimas narices para ponerlo celoso. Pero ¿cómo habría podido pensar en Laura cuando tenía entre sus brazos a Stefanie? Era la primera chica por la que había tenido que esforzarse de verdad, una experiencia nueva para él, ya que por lo general las chicas se le echaban encima, para gran disgusto de sus amigos. Había estado semanas detrás de Stefanie, hasta que finalmente ella le hizo caso. Las cuatro semanas que siguieron fueron las más felices de su vida, hasta que el 6 de septiembre se llevó el chasco. Stefanie había sido elegida miss de las fiestas, un título absurdo al que, a decir verdad, Laura llevaba años abonada. En esa ocasión la desbancó Stefanie. Él, que había estado sirviendo bebidas con Nathalie y un par de personas más en la carpa, no pudo por menos de observar que Stefanie flirteaba con otros, hasta que de repente desapareció. Tal vez para entonces él ya hubiera bebido más de la cuenta. Nathalie se dio cuenta de lo mal que lo estaba pasando. Anda, vete a buscarla, le dijo. Y él salió corriendo de la carpa. No tuvo que buscar mucho, y cuando la encontró, los celos estallaron como una bomba en su interior. ¿Cómo podía hacerle eso? ¿Cómo podía humillarlo y hacerle daño delante de todo el mundo? Y todo por ese puñetero papel de protagonista en la maldita obra de teatro. Tobias apartó la colcha y se levantó. Tenía que hacer algo, trabajar, distraerse del modo que fuera de esos recuerdos que lo atormentaban.

Amelie caminaba bajo la llovizna con la cabeza gacha. Como cada mañana, había rechazado el ofrecimiento de su madrastra de llevarla hasta la parada del autobús, pero ahora debía espabilar si no quería perder el que la llevaba al instituto. Noviembre mostraba su cara más desapacible, neblinoso y con lluvia, pero a Amelie en cierto modo le gustaba la desolación sombría de ese mes. Le agradaba el paseo solitario por el pueblo dormido. Por los auriculares del iPod sonaba a un volumen capaz de reventar los tímpanos la música de Schattenkindern, uno de sus grupos preferidos de darkwave. Se había pasado media noche despierta, pensando en Tobias Sartorius y en las chicas asesinadas. Laura Wagner y Stefanie Schneeberger tenían diecisiete años, los mismos que ella en ese momento. Y vivía precisamente en la casa donde al parecer antes había vivido Stefanie. Tenía que averiguar como fuera más cosas de la chica a la que Thies llamó Blancanieves. ¿Qué había ocurrido en Altenhain entonces?

Un coche frenó a su lado. Seguro que era su madrastra, que tenía la facultad de sacarla de quicio con su enervante amabilidad. Sin embargo, vio que se trataba de Claudius Terlinden, el jefe de su padre. Había bajado la ventanilla del asiento del copiloto y le hacía señas para que se acercara. Amelie apagó la música.

—¿Quieres que te lleve? —preguntó él—. Te vas a calar.

Lo cierto es que a Amelie no le fastidiaba la lluvia, pero le gustaba ir en el coche de Terlinden. Le gustaba el Mercedes grande y negro con los asientos de piel clara, que aún olía a nuevo, y le fascinaban los detalles técnicos que Claudius Terlinden le mostraba con gusto. Por algún motivo inexplicable le caía bien el vecino, aunque con sus trajes caros, el cochazo y la ostentosa villa era el prototipo del ricachón decadente al que ella y sus amigos berlineses despreciaban. Y había algo más: a veces Amelie se preguntaba si sería normal, pero de un tiempo a esa parte, pensaba en el sexo de inmediato cada vez que un hombre era más o menos amable con ella. ¿Cómo reaccionaría el señor Terlinden si le ponía la mano en la pierna y le hacía una proposición? La sola idea le provocó una risilla histérica que apenas pudo contener.

—Venga, vamos —añadió él y agitó la mano—. Sube.

Amelie se metió los cascos en el bolsillo de la cazadora y se acomodó en el asiento del copiloto. La pesada puerta del coche de lujo se cerró con un chasquido leve. Terlinden continuó bajando por la carretera del bosque y sonrió a Amelie.

—¿Qué te pasa? —le preguntó—. Estás muy pensativa.

Ella vaciló un instante.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—Claro. Adelante.

—Las dos chicas que desaparecieron… ¿Las conocía usted?

Claudius Terlinden la miró en el acto. Ya no sonreía.

—¿Por qué lo quieres saber?

—Me pica la curiosidad. La gente no para de hablar desde que ha vuelto ese hombre. No sé, me parece emocionante.

—Ah, sí. Fue una historia triste. Y lo sigue siendo —contestó—. Claro que las conocía, a las dos. Stefanie era hija de nuestros vecinos. Y a Laura también la conocía, desde que era pequeña. Su madre trabajó con nosotros como ama de llaves. Para los padres es terrible que nunca encontraran a las muchachas.

—Mmm —repuso Amelie, meditabunda—. ¿Tenían algún mote?

A Claudius Terlinden pareció sorprenderle la pregunta.

—¿A quién te refieres?

—A Stefanie y Laura.

—No lo sé. ¿Por qué? Ah, sí. Stefanie sí tenía un mote. Los demás niños la llamaban Blancanieves.

—¿Por qué?

—Puede que por el apellido, Schneeberger[1]. —Terlinden frunció el ceño y redujo la velocidad. El autobús ya estaba en la parada con los intermitentes puestos, esperando a los escasos alumnos que debía llevar a Königstein—. Ah, no —recordó Claudius Terlinden—. Creo que tenía que ver con esa obra de teatro que iba a representarse en el instituto. Stefanie era la protagonista, iba a hacer de Blancanieves.

—¿Iba? —inquirió, curiosa, Amelie—. ¿Es que no lo hizo?

—No. La… bueno…, desapareció antes.

Las tostadas saltaron con un clac. Pia las untó con mantequilla salada, añadió una buena capa de Nutella y las unió. Estaba completamente enganchada a esa combinación caprichosa de salado y dulce, disfrutó de cada bocado y se lamió de los dedos la mezcla derretida de mantequilla y Nutella antes de que goteara en el periódico que tenía abierto delante. El hallazgo del esqueleto del antiguo aeródromo el día anterior se mencionaba en una noticia de cinco líneas; al undécimo día de juicio contra Vera Kaltensee, el diario Frankfurter Neue Presse le dedicaba cuatro columnas en la sección local. Ese día, a las nueve, Pia tenía que prestar declaración ante la audiencia provincial sobre lo sucedido en Polonia el último verano. Se puso a pensar en Henning sin querer. En lugar de una, habían sido tres las tazas de café del día anterior. Se sinceró con ella como no lo había hecho nunca en los dieciséis años que duró su matrimonio, pero Pia no supo darle una solución para el dilema en el que se encontraba. Desde la aventura de Polonia estaba liado con la mejor amiga de Pia, Miriam Horowitz; sin embargo, en unas circunstancias en las que, muy a pesar de Pia, él no quiso entrar, se había dejado llevar y se metió en la cama con su ferviente admiradora, la fiscal Valerie Löblich. Un desliz, según aseguró, pero con unas consecuencias funestas, ya que ahora Löblich estaba embarazada. La situación lo tenía desbordado por completo y Henning se planteaba huir a Estados Unidos. La Universidad de Tennessee llevaba años tentándolo con un puesto muy lucrativo y extremadamente interesante desde el punto de vista científico. Mientras Pia rumiaba los problemas de Henning y al mismo tiempo se planteaba si tomarse una segunda bomba calórica, Christoph salió del cuarto de baño y se sentó frente a ella a la mesa de la cocina. Todavía tenía el cabello húmedo, y olía a aftershave.

—¿Crees que podrás venir esta noche? —preguntó mientras se servía un café—. Annika se alegraría.

—Si no surge ningún imprevisto, no tendría que haber problema. —Pia cedió a la tentación y se preparó una segunda tostada—. Tengo que declarar en la audiencia a las nueve, pero por lo demás no hay nada urgente.

Christoph sonrió divertido al ver la Nutella y la mantequilla salada y mordió su saludable pan integral con queso fresco. A Pia aún le provocaba un agradable cosquilleo en el estómago verlo. Fueron sus ojos marrón toffee los que la cautivaron de inmediato cuando lo conoció y hasta ese día no habían perdido ni un ápice de su encanto. Christoph Sander era un hombre impresionante, que no necesitaba alardear de sus puntos fuertes para que se notaran. Aunque no ofrecía el aspecto contundente del jefe de Pia, los rasgos de su rostro tenían algo que hacía que la gente quisiera mirarlo dos veces. Era sobre todo su sonrisa, que comenzaba en los ojos y después se iba extendiendo por toda la cara, lo que despertaba en Pia el deseo casi inevitable de echarse en sus brazos.

Christoph y ella se habían conocido hacía dos años, cuando la investigación de un asesinato llevó a Pia hasta el Opelzoo de Kronberg. Christoph, el director del zoológico, le gustó de inmediato; a decir verdad, fue el primer hombre en el que se fijó después de separarse de Henning. Fue un flechazo. En un principio, Oliver von Bodenstein creyó estúpidamente que Christoph era sospechoso. Cuando resolvieron el caso y Christoph quedó libre de toda sospecha, lo de ellos dos fue bastante deprisa: la pasión desenfrenada dio paso al amor, y ya llevaban más de dos años juntos. Aunque cada cual seguía manteniendo su casa, esa situación no tardaría en cambiar, ya que las tres hijas de Christoph, a las que había criado él solo tras la muerte repentina de su mujer, diecisiete años antes, levantarían el vuelo: Andrea, la mayor, trabajaba en Hamburgo desde la primavera; Antonia, la menor, prácticamente vivía con su novio, Lukas; y ahora, Annika quería instalarse con su hijo y el padre de este en Australia. Esa noche daba una fiesta de despedida en casa de su padre, al día siguiente volaba a Sidney. Pia sabía que a Christoph no le hacía ninguna gracia: no se fiaba del joven que hacía cuatro años había dejado plantada a Annika cuando estaba embarazada. No obstante, en su defensa había que decir que en su día Annika le ocultó el embarazo y cortó con él. Ahora todo se había arreglado, Jared Gordon se había doctorado en biología marina y trabajaba en una estación situada en una isla de la Gran Barrera Coralina, de manera que casi era colega de Christoph, que finalmente, y aunque fuera a regañadientes, les había dado su bendición.

Dado que Pia ni se planteaba abandonar Birkenhof, Christoph había alquilado su casa de Bad Soden a partir del 1 de enero. La fiesta de despedida de Annika de esa noche también sería la despedida de Christoph de la casa en la que había vivido tantos años. Sus cosas ya estaban embaladas, se mudaría el siguiente lunes. Hasta que Gerencia de Urbanismo de Frankfurt diera luz verde a las obras de reforma y ampliación de la casita de Pia, los muebles de mayor tamaño irían a un guardamuebles. Lo cierto era que Pia estaba bastante satisfecha del modo en que había evolucionado su vida personal.

Tobias subió todas las persianas y examinó el estado lamentable en que se encontraba la casa por dentro a la luz del día. Su padre había salido a hacer la compra y él se había puesto a limpiar las ventanas. Justo cuando estaba con la del comedor, su padre volvió, pasó ante él con la cabeza gacha y sin decir nada se metió en la cocina. Tobias se bajó de la escalera y lo siguió.

Su mirada reparó en la cesta de la compra, que estaba vacía.

—¿Qué ha pasado?

—No me ha atendido —repuso en voz baja Hartmut Sartorius—. No pasa nada. Me acercaré a Bad Soden e iré al supermercado.

—Pero hasta ayer comprabas en la tienda de los Richter, ¿no?

Su padre hizo un leve gesto de asentimiento. Sin vacilar, Tobias cogió la cazadora del perchero, agarró la cesta, dentro de la cual estaba el monedero de su padre, y salió de casa. Por dentro temblaba de rabia. Antes, los Richter eran buenos amigos de sus padres, y ahora la bruja esa echaba sin más a su padre de la tienda. No estaba dispuesto a consentir tal cosa. Cuando iba a cruzar la calle, vio de refilón algo rojo en la fachada del restaurante y se giró. Escrito con espray rojo en la pared ponía: «AQUÍ VIVE UN CERDO ASESINO». Tobias miró unos segundos en silencio la espantosa pintada, que llamaría la atención de inmediato a cualquiera que pasara por allí. El corazón le aporreaba el pecho, y el estómago se le encogió más aún. ¡Esos cerdos! ¿Qué pretendían con eso? ¿Echarlo de la casa de sus padres? ¿Qué sería lo siguiente? ¿Prenderle fuego a la casa? Contó hasta diez, se volvió de nuevo y cruzó directo al ultramarinos de los Richter. La panda de cotillas que se había reunido allí lo vio entrar por la gran puerta acristalada. Cuando se oyó la estridente campanilla de la entrada, fue como si representaran una obra de teatro: Margot Richter reinaba detrás de la caja, nervuda y maliciosa, tiesa como un ajo, como de costumbre. Tras ella estaba su rechoncho marido, más desamparado que amenazador. Tobias recorrió con la mirada al resto. Los conocía a todos, las madres de sus amigos de cuando era pequeño. En primer plano Inge Dombrowski, peluquera y reina por antonomasia de la calumnia. Detrás, Gerda Pietsch con su cara de bulldog, el doble de gorda que antes, pero probablemente también el doble de cáustica. A su lado la madre de Nadja, Agnes Unger, apesadumbrada y ahora con el cabello canoso. Era increíble que hubiera traído al mundo a una hija tan guapa.

—Buenos días —saludó él. Lo recibió un silencio glacial, pero nadie le impidió que recorriera las estanterías. En medio de la tensa quietud se oía el zumbido estridente de las vitrinas refrigeradas. Tobias fue echando a la cesta con parsimonia todo lo que su padre había anotado en la lista. Cuando se acercó a la caja, todos seguían en su sitio como pasmarotes. Impasible por fuera, Tobias fue depositando los artículos en la cinta, pero Margot Richter se había cruzado de brazos y no hacía ningún ademán de cobrarle. La campanilla de la puerta sonó y entró el conductor de un servicio de mensajería ajeno a todo aquello. El hombre se percató de la tensión que se respiraba y se detuvo con aire vacilante. Tobias no se movió ni un milímetro: aquello era un pulso, no solo entre él y Margot Richter, sino entre él y todo Altenhain.

Al cabo de unos minutos, Lutz Richter se doblegó:

—Deja que pague.

Su mujer obedeció, rechinando los dientes, y fue tecleando en la caja la compra de Tobias en silencio.

—Cuarenta y dos con setenta.

Tobias le dio un billete de cincuenta euros y ella le entregó el cambio de mala gana y sin decir una sola palabra amable. Su mirada habría podría congelar el mar del Sur, pero a Tobias le daba lo mismo. En la trena había librado otras luchas por el poder y a menudo había salido vencedor.

—He cumplido mi condena y he vuelto. —Miró uno por uno aquellos rostros turbados, de ojos abatidos—. Os guste o no.

Pia volvió sobre las once y media a comisaría, después de prestar declaración en el juicio contra Vera Kaltensee en la Audiencia Provincial de Frankfurt. Dado que desde hacía semanas nadie había experimentado el deseo de perder la vida de manera dudosa, en la K 11, la Brigada de Delitos Contra las Personas, no había mucho que hacer. El único caso que tenían entre manos era el del esqueleto hallado en el depósito subterráneo del aeródromo de Eschborn. Aún estaban esperando los resultados del Instituto Anatómico Forense, por eso Kai Ostermann, inspector de la brigada, repasaba con calma los casos de desaparecidos de los años anteriores. No tenía ninguna ayuda. El lunes su compañero Frank Behnke presentó la baja para toda la semana: al parecer se había caído de la bicicleta y tenía heridas en la cara y contusiones. Que el inspector Andreas Hasse también estuviese enfermo era algo que no extrañaba a nadie. Desde hacía años se ausentaba durante semanas y meses, siempre con el certificado médico oportuno. La K 11 se había adaptado a la situación para apañárselas sin él, y nadie lo echaba en falta. En la máquina dispensadora de café del pasillo, Pia se tropezó con la más joven de sus compañeras, Kathrin Fachinger, que charlaba con la secretaria de Nicola Engel, la jefa. Atrás quedaba la época en que Kathrin vestía blusas de volantes y pantalones a cuadros. Había cambiado las gafas redondas de lechuza por un moderno modelo anguloso, y desde hacía poco llevaba vaqueros ajustadísimos, botas de tacón alto y jersecitos minúsculos que realzaban a la perfección su envidiable tipazo. Pia desconocía el motivo de semejante cambio, y se sorprendía de lo poco que sabía de la vida privada de sus colegas. Sea como fuere, estaba claro que la benjamina de la sección tenía ahora más autoestima.

—¡Pia, espera! —exclamó Kathrin, y la aludida se detuvo.

—¿Qué pasa?

Kathrin echó un vistazo al pasillo con cara de misterio.

—Ayer por la noche estuve en Sachsenhausen con unos amigos —dijo después en voz baja—. No te vas a creer a quién vi.

—No me irás a decir que a Johnny Depp, ¿no? —se burló Pia. La K 11 entera estaba enterada de que Kathrin era una ferviente admiradora del actor norteamericano.

—No. Vi a Frank —continuó Kathrin sin inmutarse—. Trabajando en la barra del Klapperkahn, y desde luego no está lesionado.

—¿Qué?

—Pues sí, y ahora no sé qué hacer. Supongo que debería decírselo al gran jefe, ¿no?

Pia frunció el ceño. Si un policía quería desempeñar un trabajo adicional, debía cursar una instancia y esperar hasta que se lo autorizaran. Trabajar en un bar de mala fama, sin duda no estaría permitido. Si Kathrin había visto bien, Behnke se arriesgaba a recibir una amonestación, a ser sancionado con una multa o incluso a ser expedientado.

—Puede que solo esté sustituyendo a un amigo. —Pia no sentía mucha simpatía por Behnke, pero le desagradaba pensar en las consecuencias que tendría formular una acusación oficial.

—No es eso. —Kathrin sacudió la cabeza—. Nada más verme vino directo. Creyó que lo estaba espiando. ¡Menuda estupidez! Y luego, el muy capullo va y dice que como se me ocurra chivarme, me voy a enterar.

Kathrin estaba muy ofendida y cabreada, cosa comprensible. Pia no dudó un solo instante de su palabra: aquello era muy del estilo de su querido compañero. Behnke era tan diplomático como un pitbull.

—¿Has hablado con Schneider? —quiso saber Pia.

—No. —Kathrin negó con la cabeza—. Aunque es lo que me habría gustado hacer. Menudo cabreo tengo.

—No me extraña. Frank es todo un experto en sacar de quicio a la gente. Deja que hable con el jefe. Puede que el asunto se arregle discretamente.

—Y eso, ¿por qué? —replicó Kathrin furiosa—. ¿Por qué todo el mundo protege a ese miserable? Hace lo que le da la gana, descarga su mal humor en nosotros, y no pasa nada.

Eso mismo pensaba Pia. Por alguna razón, Frank Behnke podía hacer lo que le viniera en gana. En ese instante, Bodenstein entró en el pasillo.

Pia miró a Kathrin.

—Tú sabrás —dijo.

—Lo sé —replicó Kathrin, y se dirigió a Bodenstein con resolución—. Me gustaría hablar un momento con usted, señor. A solas.

Amelie decidió que investigar sobre los asesinatos de las chicas en Altenhain era mucho más importante que el instituto, y por ello al término de la tercera hora le anunció a la profesora que no se encontraba bien.

Sentada a su mesa delante del ordenador, introdujo el apellido del hijo del vecino en Google y obtuvo cientos de resultados. Cada vez más fascinada, fue leyendo las noticias de la prensa que informaban de lo sucedido el verano de 1997 y del juicio en el que se condenó a Tobias Sartorius a diez años de prisión. Fue un proceso judicial basado en pruebas circunstanciales, ya que nunca se encontraron los cadáveres. Precisamente eso era lo que se reprochaba a Tobias; su silencio hizo que se agravara la pena. Amelie observó las fotos, que mostraban a un muchacho de cabello oscuro con unos rasgos faciales aún poco hechos, que permitían barruntar el adulto en el que se convertiría. Hoy día, Tobias Sartorius debía de ser bastante guapo. En las imágenes iba esposado, pero no escondía el rostro bajo una cazadora ni tras un archivador, sino que miraba directamente a las cámaras. Lo tildaban de «asesino frío», de arrogante, insensible y sanguinario.

Los padres de las muchachas asesinadas se personaron como acusación particular en el proceso contra Tobias S., hijo de un restaurador del pueblecito de la región del Vordertaunus. Pero ni siquiera las súplicas desesperadas de Andrea W. y Beate S. hicieron mella en el estudiante de sobresalientes. A la pregunta de qué hizo con el cuerpo de las dos muchachas, S. guardó silencio. El informe psicológico dictaminó que el joven posee una inteligencia por encima de la media. ¿Táctica o arrogancia? La jueza obtuvo también la callada por respuesta cuando ofreció a S. cambiar la acusación de asesinato contra Stefanie S. por homicidio si confesaba. La absoluta falta de empatía sorprendió incluso a observadores experimentados. A la fiscalía no le cabe la menor duda sobre su culpabilidad, dado que tanto las pruebas como la reconstrucción de los hechos son irrefutables. Aunque previamente S. intentó probar su inocencia recurriendo a la difamación y a supuestas lagunas en sus recuerdos, el tribunal se mantuvo en sus trece. Tobias S. recibió la sentencia sin reflejar emoción alguna. El tribunal desestimó el recurso de casación.

Amelie leyó por encima otros artículos similares sobre el proceso, hasta que finalmente dio con uno que se ocupaba de los acontecimientos previos. La noche del 6 al 7 de septiembre de 1997, Laura Wagner y Stefanie Schneeberger desaparecieron sin dejar rastro. En Altenhain se celebraban las fiestas, y el pueblo entero andaba de un lado para otro. Tobias Sartorius no tardó en pasar a ser el centro de la investigación, ya que esa tarde los vecinos vieron entrar a ambas chicas en la casa de sus padres, pero no salir. Con Laura Wagner, su exnovia, Tobias mantuvo una fuerte discusión, que incluso llegó a las manos, delante de la puerta. Los dos habían bebido en exceso durante los festejos. Poco después llegó Stefanie Schneeberger, la novia actual de Tobias. Más adelante, él mismo declaró que esa tarde ella había roto con él y que, desesperado, se bebió además casi una botella entera de vodka en su habitación. Al día siguiente, los perros policía encontraron rastros de sangre en el terreno de los Sartorius; el maletero del coche de Tobias estaba lleno de sangre, y además se encontraron sangre y partículas de piel que se demostraron pertenecían a las dos chicas en su ropa y en la casa. Esa misma noche hubo testigos que reconocieron a Tobias al volante de su coche, circulando por la calle principal a una hora avanzada. Finalmente, en su cuarto encontraron la mochila de Stefanie Schneeberger, y la cadena de Laura Wagner apareció en el establo, bajo una pila. A todo ello había que añadir los episodios de una historia de amor: Tobias había dejado a Laura por Stefanie, y después esta lo dejó a él. A continuación se cometieron los crímenes; posiblemente la abundante ingesta de alcohol actuara de catalizador en Tobias. Aunque hasta el último día del juicio él negó tener algo que ver con la desaparición de las chicas, el tribunal no tuvo en cuenta sus supuestas lagunas, y tampoco se presentó ningún testigo de descargo. Antes bien, sus amigos declararon ante el tribunal que Tobias era irascible, se enfurecía a menudo y estaba acostumbrado a que las chicas se lo rifaran; era posible que, frustrado por el desaire de Stefanie, se excediera en su reacción. No tuvo nada que hacer.

Precisamente eso fue lo que avivó la curiosidad de Amelie, que no había nada que odiara más que las injusticias, ya que al fin y al cabo ella también había sido víctima a menudo de acusaciones injustificadas. Se podía imaginar cómo debió de sentirse Tobias si de verdad era inocente como afirmaba. Amelie decidió que seguiría indagando, todavía no sabía cómo exactamente. Pero primero tenía que conocer a Tobias Sartorius.

Las cinco y veinte. Aún debía pasarse más de media hora en el andén hasta que aparecieran los chicos y tal vez lo llevaran con ellos al centro juvenil para ensayar. Nico Bender se había saltado a propósito el entrenamiento de fútbol para encontrarse con ellos cuando llegaran en el cercanías de Schwalbach a las seis menos cinco. Aunque le volvía loco jugar al fútbol, la pandilla y su grupo eran mucho más importantes para él. Antes eran amigos, pero desde que sus padres lo habían obligado a ir al instituto a Königstein, en lugar de a Schwalbach, se había quedado fuera. Y eso que resultaba mucho más útil que Mark o Kevin, ya que se le daba de miedo la batería. Nico suspiró y observó al hombre con barba y gorra de béisbol que llevaba media hora sin moverse en el otro extremo del andén. A pesar de la lluvia, no se había unido a él en la marquesina; por lo visto le daba lo mismo mojarse. Llegó el cercanías procedente de Frankfurt. Ocho vagones en hora punta. ¿Estaba en un buen sitio? Si los chicos iban en el primer vagón, tal vez no los viese. Las puertas se abrieron, se bajaron muchas personas, que abrieron paraguas y echaron a correr encogidas hacia la pasarela para los peatones o pasaron por delante de él para dirigirse al pasadizo subterráneo. Sus amigos no iban en el tren. Nico se levantó y recorrió despacio el andén. Entonces volvió a ver al hombre de la gorra de béisbol, que ahora seguía a una mujer hacia el paso elevado hasta que la abordó. Ella se detuvo, pero después pareció entrarle miedo, ya que soltó la bolsa de la compra y salió corriendo. El hombre corrió detrás, la agarró por el brazo y ella se defendió. Nico se quedó de piedra. ¡Era como en una película! El andén volvía a estar desierto, las puertas de los vagones se cerraron y el tren reanudó la marcha. Después él los vio a ambos en la pasarela. Daba la impresión de que se peleaban. Y de repente, la mujer desapareció. Nico oyó frenazos, seguidos de ruidos sordos y metálicos y de cristales rotos. La interminable sucesión de faros deslumbrantes que se distinguía al otro lado de la vía se detuvo. Desconcertado, Nico comprendió que acababa de ser testigo de un delito: ¡el hombre había empujado sin más por la barandilla del puente a la mujer, que había ido a parar a la Limesspange, la transitada autovía de abajo! Y ahora iba directo a él, con la cabeza gacha y el bolso de la mujer en la mano. El corazón de Nico latía desbocado. Sintió miedo. Si el tipo se daba cuenta de que él lo había visto, no se andaría con tonterías. Presa del pánico, echó a correr. Corrió como una liebre hacia el paso subterráneo, corrió todo lo deprisa que le permitieron las piernas hasta llegar a su bicicleta, que había dejado en el lado de la vía de Bad Sodener. A la porra los chicos, el grupo y el centro juvenil. Se montó en la bici y, respirando con dificultad, se puso a pedalear cuando el hombre bajaba por la escalera y le decía algo a gritos. Nico se arriesgó a volver la cabeza y comprobó aliviado que no lo seguía. Así y todo atravesó Eichwald a la mayor velocidad posible hasta llegar a su casa y sentirse fuera de peligro.

El cruce de carreteras de la estación de cercanías Sulzbach Nord ofrecía una imagen desoladora. Habían chocado siete vehículos, los bomberos intentaban desenmarañar el amasijo de hierros con sopletes y maquinaria pesada y esparcían arena en los charcos de gasolina. Habían acudido varias ambulancias, que se ocupaban de los heridos. A pesar del frío y de la lluvia, tras los precintos policiales se habían congregado algunos curiosos, que, ávidos de sensaciones, seguían la espeluznante escena. Bodenstein fue preguntando a unos y otros hasta verse frente al comisario Hendrik Koch, del distrito de Eschborn, que había sido uno de los primeros en llegar.

—A lo largo de mi vida he visto bastantes cosas, pero ninguna tan terrible como esta.

El veterano policía tenía el horror escrito claramente en el rostro. Les explicó a Bodenstein y Pia en pocas palabras lo sucedido. A las 17.26 una mujer había caído desde la pasarela peatonal y había acabado sobre el parabrisas de un BMW procedente de Schwalbach. El conductor giró bruscamente a la izquierda, sin frenar, y se abalanzó contra los coches que venían en sentido contrario. A continuación se habían producido varios accidentes en ambos lados. Un conductor que esperaba ante un semáforo en rojo en Sulzbach creía haber visto que alguien arrojaba a la mujer por la barandilla.

—¿Qué ha sido de la mujer? —se interesó Pia.

—Está viva —respondió el comisario Koch, y añadió—: Aún. El médico la está atendiendo en una de las ambulancias.

—Nos han avisado de que había un fallecido.

—El conductor del BMW sufrió un infarto de miocardio y murió. Posiblemente del susto. No fue posible reanimarlo.

El comisario señaló con la cabeza hacia el centro del cruce. Junto al BMW, completamente destrozado, había un cuerpo. De una manta mojada asomaba un par de zapatos. Al lado del precinto se levantó un revuelo. Dos agentes sujetaban a una mujer de cabello cano que trataba en vano de salvar la barrera. La radio del comisario Koch carraspeó y se oyó el crepitar de una voz.

—Probablemente sea la mujer del conductor del BMW —anunció con voz tensa a Bodenstein y Pia—. Discúlpenme.

Dijo algo por radio y se dispuso a cruzar el campo de batalla. Pia no envidió precisamente la labor que tenía por delante. Informar a los familiares de la muerte de alguien era una de las cosas más duras de su oficio, y ni su formación psicológica ni los años de experiencia lo hacían más fácil.

—Encárgate de la mujer —dijo Bodenstein—. Yo hablaré con el testigo.

Pia asintió y fue hacia la ambulancia donde trataban a aquella mujer gravemente herida. La puerta posterior se abrió y vio al médico. Pia lo conocía de otras intervenciones.

—Ah, señora Kirchhoff —la saludó—. La hemos estabilizado y vamos a llevarla al hospital a Bad Soden. Varias fracturas, contusiones en la cara, probablemente también lesiones internas. No está en condiciones de hablar.

—¿Han averiguado algo sobre su identidad?

—Tenía las llaves de un coche en… —El médico enmudeció y dio un paso atrás, ya que la ambulancia se puso en movimiento, y la sirena imposibilitó toda conversación. Pia habló un instante más con él y a continuación le dio las gracias y se dirigió hacia sus compañeros. En el bolsillo del chaquetón de la herida habían encontrado las llaves de un coche; por lo demás, nada. La mujer, que tendría unos cincuenta años, no llevaba bolso, tan solo una bolsa de la compra llena de alimentos que habían encontrado cuando registraban el puente y el andén. Entre tanto, Bodenstein había hablado con el conductor que vio precipitarse a la mujer. Juraba por lo más sagrado que alguien la había empujado, un hombre; a pesar de la oscuridad y la lluvia, estaba seguro.

Bodenstein y Pia subieron las escaleras de la pasarela.

—Cayó desde aquí. —Pia miró el lugar señalado desde el puente—. ¿Cuánta altura crees que hay?

—Mmm… —Bodenstein se asomó a la barandilla, que le llegaba por la cadera—. Cinco o seis metros. Casi no me creo que haya sobrevivido. Al fin y al cabo, el coche iba a cierta velocidad.

Desde allí arriba la visión de los vehículos destrozados, el parpadeo azul y anaranjado de las luces, los chalecos reflectantes de quienes ayudaban, era un tanto surrealista. La lluvia atravesaba la luz de los faros en diagonal. ¿Qué se le pasaría por la cabeza a la mujer cuando cayó y fue consciente de que no había salvación? ¿O sucedió demasiado deprisa como para pensar?

—Tenía un ángel de la guarda —observó Pia, y se estremeció—. Esperemos que ahora no la deje en la estacada.

Se volvió y fue hacia el andén, seguida de Bodenstein. ¿Quién era la mujer? ¿De dónde venía y adónde se dirigía? Hacía unos instantes iba en el regional tan tranquila y minutos después se hallaba en una ambulancia con los huesos rotos. Así de deprisa podían pasar las cosas. Un paso en falso, un movimiento en falso con la persona equivocada… y ya nada era como antes. ¿Qué quería el hombre de ella? ¿Sería un ladrón? Eso parecía, pues Bodenstein veía raro que la mujer no llevara bolso.

—Todas las mujeres llevan bolso —le dijo a Pia—. Además había hecho la compra, así que necesitaba dinero, un monedero.

—¿De verdad crees que el hombre quería robarle a las cinco y media en una estación concurrida? —inquirió Pia, y miró a izquierda y derecha de la vía.

—Puede que viera la oportunidad. Con este tiempo, todo el mundo quiere irse a casa cuanto antes. Quizá ya la siguiera en el regional, quizá la vio antes de sacar dinero de un cajero.

—Mmm. —Pia señaló la cámara que vigilaba el andén—. Deberíamos ver las cintas. Con un poco de suerte, el ángulo de la cámara nos permita ver la pasarela.

Bodenstein asintió con aire pensativo. ¿Había que destrozar a dos familias esa noche solo porque un ladrón había visto la ocasión de birlar un bolso? No es que ello cambiara en nada el trágico resultado, y sin embargo, a Bodenstein se le antojaba horrible que un motivo tan ridículo pudiera ser causa de muerte y mutilación. Dos agentes salieron del paso subterráneo. Habían localizado en el aparcamiento que había junto al talud del andén un Honda Civic rojo en el que encajaba la llave que llevaba la mujer en el bolsillo. Al comprobar la matrícula del coche averiguaron que la titular del vehículo vivía en Neuenhain. Se llamaba Rita Cramer.

Bodenstein maniobró hábilmente su BMW y aparcó en un hueco delante de un espantoso edificio del barrio de Neuenhain, en Bad Sodener. Pia tardó un rato en encontrar el nombre de Rita Cramer entre los alrededor de cincuenta timbres. No respondió nadie, de modo que Pia llamó al azar a otros inquilinos hasta que finalmente alguien le abrió la puerta. La casa, que era muy fea por fuera, por dentro estaba muy cuidada. En la cuarta planta los aguardaba una anciana que miró con una mezcla de recelo y curiosidad los carnés de Bodenstein y Pia. Esta consultó con impaciencia el reloj: ¡casi eran las nueve! Le había prometido a Christoph que iría a la fiesta de Annika, y era imposible prever cuánto le llevaría todo ese asunto. Lo cierto es que tenía esa tarde libre. Maldijo para sí a Hasse y a Behnke.

La vecina mantenía cierta amistad con Rita Cramer y tenía unas llaves de su casa, que soltó sin reticencia cuando Bodenstein y Pia se hubieron identificado y le contaron lo del accidente. Por desgracia, la vecina no sabía si Rita Cramer tenía familia. En cualquier caso, nunca iba a verla nadie. La vivienda en sí era deprimente. Limpia como una patena y perfectamente ordenada, pero sin muchos muebles. No había absolutamente nada que revelase la personalidad de Rita Cramer, ni una sola foto personal, y los cuadros de las paredes eran de los que podían comprarse por unos cuantos euros en cualquier centro de bricolaje. Bodenstein y Pia recorrieron la casa, y abrieron armarios y cajones con la esperanza de hallar algo que apuntara a la existencia de una familia o que motivase la agresión. Nada.

—Impersonal como una habitación de hotel —constató Bodenstein—. Parece mentira.

Pia entró en la cocina y su mirada se detuvo en el contestador automático, que parpadeaba. Pulsó el botón correspondiente. Por desgracia, el que llamaba no dejó ningún mensaje grabado, sino que se limitó a colgar, pero Pia anotó el número que aparecía en la pantalla del teléfono. El prefijo pertenecía a Königstein. Sacó el móvil y marcó el número. A la tercera saltó un contestador.

—La consulta de un médico —informó—. Ya no hay nadie.

—¿Hay alguna otra llamada? —preguntó él. Y Pia, tras pulsar unos botones, sacudió la cabeza.

—Qué raro, que alguien pueda vivir así. —Pia se guardó el teléfono y le echó una ojeada al calendario de la cocina, cuyas páginas no se habían pasado desde mayo. Nada escrito. En un tablón de corcho solo había pinchados el folleto de una pizzería y la copia azul amarillenta de una multa de aparcamiento de abril. Nada hacía suponer una vida plena y feliz.

—Mañana llamaremos a ese médico —decidió Bodenstein—. Hoy ya no hay nada más que hacer. Me pasaré por el hospital para ver cómo está la señora Cramer.

Salieron de la vivienda y le devolvieron las llaves a la vecina.

—¿Te importa dejarme en casa de Christoph antes de ir al hospital? —inquirió Pia cuando bajaban en el ascensor—. Te pilla de camino.

—Ah, sí, la fiesta.

—¿Y cómo sabes tú eso? —Pia empujó con brío la puerta de cristal y a punto estuvo de darle en la espalda a un hombre que examinaba los timbres encorvado—. Perdone, no lo había visto.

Pia le miró la cara de pasada y esbozó una sonrisa compungida.

—No importa —respondió el hombre, y ellos se fueron.

—Me gusta estar bien informado sobre los míos. —Bodenstein se subió el cuello del abrigo—. Ya lo sabes.

Pia recordó la conversación que había mantenido esa misma mañana con Kathrin Fachinger. La ocasión era perfecta.

—En ese caso, sabrás que Behnke tiene otro empleo, y seguro que no le han dado oficialmente permiso.

Bodenstein frunció la frente y la miró.

—Pues la verdad es que hasta esta mañana no lo sabía —admitió—. ¿Y tú?

—Probablemente yo sea la última a la que Behnke le contaría algo —replicó ella al tiempo que resoplaba con desdén—. Su vida privada es un secreto, como si aún siguiera en las fuerzas especiales.

Bodenstein escudriñó a Pia a la débil luz de una farola.

—Tiene muchos problemas —contestó al cabo—. Su mujer lo dejó hace un año, no pudo hacer frente a la hipoteca y tuvo que renunciar a la casa.

Pia se detuvo y lo miró fijamente un instante, en silencio. Eso explicaba el comportamiento de Behnke, su constante crispación, su malhumor, la agresividad. Así y todo no le dio pena, sino que se enfadó.

—Otra vez protegiéndolo —espetó—. ¿Qué hay entre vosotros dos para que pueda hacer lo que le dé la gana?

—No puede hacer lo que le dé la gana —negó Bodenstein.

—¿Por eso se permite faltar y cometer descuidos constantemente sin sufrir las consecuencias?

—Supongo que esperaba que volviera a hacerse con el control de su vida si no lo presionaba demasiado. —Bodenstein se encogió de hombros—. Pero si de verdad tiene otro empleo sin permiso, no voy a poder hacer nada más por él.

—Entonces, ¿vas a dar parte a Engel?

—Me temo que no tengo más remedio. —Bodenstein suspiró y se puso en marcha de nuevo—. Primero hablaré con él.