CAPÍTULO 18
En el salón Iolanthe del Savoy, se había dispuesto una gran mesa de banquete. En ella había muchas copas y un enorme ramo de orquídeas, mientras que varias botellas de champán en cubiteras con hielo completaban la atmósfera de alegría extrema. La sala contigua también estaba abierta, y en ella, los cócteles esperaban la llegada de los invitados. Todo estaba listo para el banquete de boda del señor Wilkins y lady Marjorie Merrith, ocupados en ese instante en pronunciar votos nupciales en presencia de sus seres más queridos y allegados en Caxton Hall, Westminster.
La primera persona invitada entró al Iolanthe. De ahí pasó a la habitación contigua, donde rechazó un cóctel que trataron de servirle varios camareros, pero cayó con buen apetito sobre las almendras saladas y las patatas fritas. Era Eugenia, que, habiéndole dado esquinazo a L.P.V., se había dirigido a Londres en un tren de primera hora, y de ahí a la sede tricolor, donde había pasado la dichosa mañana con camaradas de la sección de Londres. Aún le brillaban los ojos de excitación al acordarse de cómo la habían recibido. El capitán en persona le había concedido una entrevista para agradecerle con calidez todo el trabajo que había hecho por el moví miento y, finalmente, como muestra de gratitud, hizo como el pelícano y se arrancó su insignia del pecho para prenderla, todavía caliente, en el de ella. Cuando hubo dejado al gran hombre, con lágrimas de emoción desbordándole los ojos, los camaradas se apiñaron en torno a ella para que les relatara su versión de la ya épica batalla de Chalford Park. Después, la mimaron muchísimo con bocadillos de salchicha y tabletas de a dos peniques, le dedicaron una ovación y un saludo especiales, y le prometieron que visitarían la sección de Chalford en el futuro más próximo.
Como Eugenia aún llevaba su atuendo habitual —camisa tricolor, vieja falda de lana gris, cinturón con daga incluida, las piernas desnudas y la cabeza descubierta—, ofrecía una imagen bastante incongruente en la sofisticada atmósfera de un gran hotel. Los camareros la miraron asombrados, y ella les devolvió la mirada sin inmutarse; no dio muestras del nerviosismo que habrían sentido muchas jovencitas al pasar su primer día en Londres.
Al cabo de poco hizo su entrada la señora Lace, cuyo atuendo recordaba al traje de montar de alguna reina viuda. Tampoco había podido asistir a la ceremonia de la boda, porque se había pasado la mañana en un frenético recorrido por las tiendas. Eugenia la había visto ya ese día, pues habían llegado de Rackenbridge en el mismo tren, los Lace viajaban en primera y Eugenia, en tercera.
—¡Oh! ¿Qué tal estás? —dijo la señora Lace.
Por enésima vez se fijó en los detalles de la vestimenta de Eugenia con una mezcla de desagrado y satisfacción; desagrado ante el hecho de que a alguien tan rico le sirviera de tan poco el dinero, satisfacción porque, desde luego, Eugenia nunca podría competir con ella como la mujer mejor vestida de las Cotswolds. Eugenia, incapaz de comprender el significado de sus miradas, pensó que ese día Anne-Marie parecía de peor humor que de costumbre. Recogiendo su cola de terciopelo, Anne-Marie se dirigió entonces a un espejo, donde recolocó el zorro plateado como mejor le quedaba y prendió en él un par de gardenias que sacó de una bolsa de grueso papel blanco. Se contempló ladeando la cabeza y haciendo un mohín como si estuviese a punto de silbar, y luego regresó contoneándose junto a Eugenia, que echaba un satisfecho vistazo a una cesta de fruta confitada.
—Hace frío, ¿verdad? —comentó la señora Lace con su acento extranjero. Lo cierto es que no estaba muy contenta ahora con todo el terciopelo negro, las pieles y las plumas; tratándose de un día especialmente caluroso de finales de septiembre, empezaba a preguntarse si no llevaría una vestimenta poco apropiada.
—Hace frío, ¿verdad?
—No —contestó Eugenia con la boca llena.
—Siempre pienso que estos días de otoño son especialmente engañosos; parecen calurosos, pero hay que andarse con cuidado, le fond de l'air est cru.
—Hoy hace un calor espantoso —declaró Eugenia con desdén—. Me temo que no sé qué significan esas palabras extranjeras. Bajo el régimen, la gente hablará inglés o se callará la boca.
—Mi querida niña, qué ridícula eres. Régimen es una palabra de origen francés, ¿sabes?
—¡Da igual! —repuso Eugenia—. Hace mucho que los camaradas la han anglicanizado.
En ese momento entraron Jasper y Noel. Jasper le echó los brazos al cuello a Eugenia.
—No puedes hacerte una idea de lo contento que estoy de verte, querida —exclamó—. Nunca pensé que lo conseguirías.
—Yo tampoco —admitió Eugenia—. Por suerte, L.P.V. sigue en la cama, así que nunca lo sabrá, a menos que esa pacifista cobarde de Nanny se lo diga. He ido hasta la estación a lomos de Vivian Jackson, y he tenido que dejarlo atado allí todo el día, pobre angelito.
—Bueno, y ¿qué has andado haciendo desde que nos fuimos?
—¡Oh, no gran cosa! Allí abajo es todo bastante aburrido... Supongo que te habrás enterado de que sacamos ciento ochenta y seis libras para el movimiento, ¿no? Pero hoy ha sido maravilloso. He podido impedir que una familia no aria subiera a mi vagón con solo mostrarles mi insignia y desenfundar la daga, y no sabes qué mañana he pasado con los camaradas en la sede Tricolor... ¡Oh, vaya!
—Ven a la otra sala y cuéntamelo todo —dijo Jasper con la maliciosa intención de dejar a Noel en un tète-à- tète con la señora Lace.
Noel se preguntaba para entonces si realmente habría estado enamorado de ella. Los buenos modales, sin embargo, exigían que siguiera fingiendo que lo estaba, de modo que le besó la mano, la miró con pasión a los ojos y murmuró que se sentía feliz de volver a estar a su lado.
—Moi aussi je suis contente —repuso la señora Lace con expresión de profunda tristeza. Tuvo la sensación de que el terciopelo negro, si bien la hacía sudar con aquel tiempo, la ayudaba al menos a ofrecer un aspecto sumamente romántico—. ¿Cómo te van las cosas, mon cher? —La habían dejado sin su gran escena de renuncia en Chalford; quizá podría representarla ahora, ahí mismo.
—Estoy bastante preocupado —contestó Noel, aprovechando la oportunidad de hablar de sí mismo y no de ellos dos. Los demás no tardarían en llegar; hasta que lo hicieran, debía mantener la conversación en terreno seguro. Maldijo a Jasper por haberlos dejado solos en un ejemplo típico de su conducta maliciosa—. No sé muy bien si voy a conseguir esa cita en Viena de la que te hablé. Mi tío, que tiene cierta influencia allí, aún está tratando de concertarla, y el general Von Pittshelm, un viejo amigo de mis padres, está moviendo algunos hilos, tengo entendido. De todas formas, no parece que haya muchas esperanzas... Demasiadas cosas se interponen en el camino.
Al oír eso, la señora Lace agradeció que las cosas no hubiesen llegado más lejos entre ella y Noel. Durante las tranquilas y aburridas semanas que siguieron a la representación teatral, había empezado a pensar que el heredero sin un céntimo a un trono al que no era probable que ascendiera nunca sería una pobre contrapartida a las sólidas comodidades del hogar de los Lace, aunque podría proporcionarle un dulce romance con el que matar el tiempo un verano aburrido. Ahora tocaba mostrarse discreta.
—Nunca viniste a decirme adiós —murmuró con tono lastimero.
—Cariño, no me fue posible. Si supieras...
—Creo que lo sé. Supongo que debemos despedirnos ahora, entonces. En público. Me parece duro.
—Pero no tardaré en regresar a Chalford, querida.
—Nunca podrá ser lo mismo. Mi marido... sabe algo de nuestro romance, y aún sospecha más. He pasado unos días terribles desde que te fuiste.
—Pero en realidad no puede ser, ¿no? ¿Crees que hará...? ¿Va a...? Quiero decir, no tiene prueba alguna contra nosotros, ¿no?
—Mi marido —declaró la señora Lace con grandilocuencia— me perdonará cualquier cosa. Tiene un carácter noble; además, me quiere con locura.
—¡Gracias a Dios! —soltó Noel—. Quiero decir... Ya sabes, cariño, que me encantaría llevarte conmigo para siempre, lejos de Chalford, pero no es posible en estas circunstancias. Soy demasiado pobre. Además, nunca podría separarte de tus hijas; la mera posibilidad de abandonarlas habría acabado por interponerse entre nosotros. De todos modos, te querré siempre; siempre serás el amor de mi vida.
—Y tú —repuso la señora Lace— el de la mía.
Alzó hacia él la mirada de soslayo que la hacía verse muy atractiva, o eso creía ella, y pensó, como solía pensar cuando Noel llegó a Chalford, que era un hombre con un aspecto muy poco romántico. «Más que un rey, parece un corredor de bolsa», se dijo.
—Si casualmente pasas alguna vez por Viena —estaba diciendo él—, debes ir en mi busca, si es que voy, y recorreremos juntos las salas de fiestas, aunque tengo entendido que dista de ser una ciudad alegre en este momento. Un amigo mío que acaba de volver de allí me cuenta que va a marcharse al norte de Gales en busca de aventuras amorosas... Supongo que ha estado leyendo a Caradoc Evans.
»¡Ah! —exclamó entonces con enorme alivio—, aquí llegan por fin los demás.
Se oyó un murmullo de animada conversación aproximarse pasillo abajo. La señora Lace se apostó junto a la ventana, enroscando el zorro. Abrió mucho los ojos y esbozó una expresión de romántica melancolía.
La puerta se abrió de par en par. Lady Marjorie, radiante y preciosa en crépe-de-chine blanco y con un inmenso sombrero negro, apareció de la mano del señor Wilkins. Era la imagen misma de la felicidad. Al señor Wilkins se lo veía como siempre, con excepción del traje gris y el clavel rojo en un ojal. Inmediatamente detrás venía lady Fitzpuglington, escoltada por un famoso hombre de Estado y seguida por un tropel de jóvenes elegantes y resplandecientes, que incluía a Poppy Saint Julien.
Considerando lo que debía de sentir al respecto, Lady Fitzpuglington se había comportado extraordinariamente bien con Marjorie en lo concerniente a esa boda. Había hecho tres escenas tremebundas tras las cuales, viendo que nada que dijera conseguiría alterar la decisión de la muchacha, se había rendido con suma elegancia. Tan solo había estipulado que la boda en sí debía celebrarse en la más estricta intimidad para evitar, en la medida de lo posible, herir los sentimientos del duque de Dartford.
—No hay nada que hacer —le contó a su hermano—. Marjorie es mayor de edad y está locamente enamorada, de modo que nada que yo diga o haga va a detenerla. Debemos apechugar y hacer lo que se pueda y agradecer que el divorcio sea hoy en día una cuestión tan simple. El pobre señor Wilkins, por supuesto, no tiene el más mínimo deseo de casarse con ella, pero aquí está, el buen hombre. Vaya, si Puggie hubiese seguido mi consejo y estipulado que Marjorie fuese menor ele edad hasta los cuarenta, qué distintas habrían sido las cosas. Al menos así habríamos tenido alguna clase de control sobre esa pequeña idiota.
El hermano de milady no contestó. Pensó que al desafortunado Fitzpuglington, flotando como había estado en el Atlántico cuando su hija nació, cadáver desde hacía seis meses, se le podría perdonar su falta de precauciones contra la pasión de Marjorie por el señor Wilkins. Lady Fitzpuglington era célebre en la familia por su afición a cargar sus propias responsabilidades en las espaldas de otras personas.
La señora Lace advirtió que las damas de la fiesta no le hacían reverencias a Noel; ni siquiera la anfitriona lo había saludado. Le pareció desconcertante. En Londres no iría de incógnito, sin duda. Además, la irritó sobremanera comprobar que las demás jóvenes presentes eran tan guapas como ella. Todas eran de las que no se acicalaban, y su atuendo consistía en trajes de chaqueta de crépe-de-chine o vestiditos cubiertos por finos abrigos de lana. A la señora Lace solo le gustaban los vestidos extravagantes. Deseó, de todas formas, haberse puesto algo una pizca más sobrio; se estaba asando en su traje de montar.
—Digo yo, querida —le susurró una de las damas guapas a Marjorie—, ¿esa de la ventana es una adivina o algo así? Y ¿quién es esa encantadora chica con pinta de chiflada y que no lleva sombrero?
EI comandante Lace hizo su aparición. Había hecho de padrino de su amigo y acababa de llegar del juzgado de paz. Por una vez en su vida, la señora Lace se alegró de ver a su marido. En toda aquella alegre multitud nadie le prestaba la más mínima atención; casi le pareció que se alegraría de estar de vuelta en Chalford, donde era la belleza indiscutida.
—¿Vas a casarte con el camisa tricolor Aspect? —le preguntó Eugenia a Poppy.
—Sí, cariño, así es, ¿no es maravilloso? Mi marido se puso un poco pesado al principio, pero ahora se está portando bien y creo que, con un poco de suerte, tendrá que dejar que me divorcie de él.
—¿Por qué? —quiso saber Eugenia.
—Bueno, no es habitual que las damas se divorcien, ya sabes, cariño, y el chico siempre ha sido de los que conceden gran importancia a la etiqueta. Aquellos detectives no tenían nada que ver con él, solo estaban allí de vacaciones, de eso nos enteramos después. En realidad, si te paras a pensarlo es divertidísimo. ¿Vendrás a mi boda, Eugenia?
—Claro, y contaremos con una guardia de honor socialunionista, si quieres. Espero que seas muy feliz, prima Poppy Saint Julien, y que continúes trabajando por la causa después de tu matrimonio.
En el almuerzo, Jasper y Noel se sentaron a ambos lados de la señora Lace.
—Por cierto, viejo amigo —le dijo Jasper a Noel, inclinándose por delante de ella—, ya no quiero ese empleo tuyo. Verás, Poppy y yo sacamos cuarenta mil libras por la diadema, y estoy pensando en presentarme para el Parlamento o algo así en cuanto esté listo el divorcio. Se me ha ocurrido que si tu asunto en Viena no sale como esperabas, quizá te gustaría volver a Fruel’s. Sir Percy parece ansioso de tenerte allí otra vez. Fui a verlo ayer para hablar de unas inversiones que estoy haciendo.
—Qué amable por tu parte —respondió Noel.
Leves sospechas, sombras de duda que llevaban tiempo formándose en los pensamientos de la señora Lace se vieron de ese modo bruscamente confirmadas. Se negó, sin embargo, a permitir que su cerebro procesara el significado pleno de todo aquello hasta que estuvo a salvo en el vagón de primera clase, a solas con el comandante Lace. Entonces lloró y lloró. El comandante Lace supuso que estaba en estado otra vez. Lo estaba.
Después, Jasper le dijo a Noel:
—¿Ha sido indiscreto por mi parte mencionar Fruel’s de esa manera? Se me ha ocurrido, demasiado tarde, que quizá te sentirías más seguro si ella pensaba que estabas en el extranjero, ¿no?
—Parece tan dispuesta como yo a dejarlo correr del todo. Desde luego, las chicas son bien raras, en mi opinión.
—Quizá ha averiguado algo que redunda en tu desprestigio.
—No creo que se trate de eso —repuso Noel de mal talante.
—¿Se ha cansado de ti, tal vez?
—Desde luego que no. La chica está locamente enamorada de mí, locamente, pero el marido ha estado poniéndose agresivo y todo eso, y como es natural ella no puede soportar separarse de las niñas.
—Debe de suponer un gran alivio para ti, viejo amigo.
Después del almuerzo, el anciano hombre de Estado pronuncio un discurso en que brindó por la salud de los novios. Fue un discurso largo y con chistes bastante malos repartidos como ciruelas confitadas aquí y allá. Lady Marjorie pronunció uno en respuesta, visto que al señor Wilkins le daba vergüenza. Dijo que había sido increíblemente amable por parte de todos que le hubiesen hecho un segundo lote de maravillosos regalos de boda tan poco tiempo después de que les hubiesen devuelto los primeros. Los segundos eran muchísimo más bonitos, además. Se sentía tremendamente feliz, dijo, más allá de toda lógica, algo que de hecho les resultaba evidente a cuantos la contemplaban. Confiaba en que todos asistieran a la fiesta de inauguración cuando ella y el señor Wilkins hubiesen vuelto de la luna de miel para instalarse en Carlton House Terrace, donde había comprado una casa.
—De hecho, pueden quedarse todos a dormir, si lo desean —añadió—, porque tendremos montones de habitaciones libres.
—Estupendo —comentó Jasper—. «Donde empino el codo, allí me acomodo» ha sido siempre mi lema favorito.
Le tocó entonces el turno a Eugenia, que se puso en pie de un salto sin el menor retraimiento, entre tintineantes vítores. Dijo tener la seguridad de que nadie podría ser capaz de negarles esos maravillosos regalos de boda a una persona tan divina como lady Marjorie o a un tricolor tan valiente como el señor Wilkins. En cualquier caso, se llevaban sin duda a su luna de miel los mejores deseos de ella y de todos los miembros de la sección de Chalford. En cuanto a las habitaciones libres, dijo, era de esperar que no tardaran en llenarse de sanas criaturitas arias. Los reunidos se levantaron entonces ante la sugerencia de Eugenia y cantaron:
Tierra de los camisas tricolores
de la madre patria.
Dos días después, Noel estaba de vuelta en las oficinas de Fruel y Whitehead. La señorita Brisket, la señoril a Clumps y el señor Farmer ocupaban, como antaño, el puesto que les correspondía. Noel estaba a punto de llegar al final de una larga conversación telefónica.
—No, lo siento —decía con tono firme e inapelable—, no es lo bastante atractiva.