CAPÍTULO 8

Hacía otro día de calor intenso, el cielo estaba de un añil profundo, las sombras bajo los árboles eran negras. Ningún pájaro cantaba y el paisaje se estremecía suavemente. Poppy, que se dirigía hacia Chalford House, se sentía muy satisfecha. El calor era lo que le sentaba mejor, le gustaba y la hacía sentirse llena de energía. Era el primer verano que pasaba en Inglaterra desde hacía varios años y pensaba que en ningún lugar del extranjero había hecho unos días tan bonitos. El bosquecillo que cruzaba el camino pasada la casa del guarda era muy oscuro y desprendía un delicioso aroma a mantillo y a corteza de árbol caliente. Chalford House, sumida en la ondulante calima, evocaba la imagen de tres enormes perlas rosas sobre un cojín de terciopelo verde. Entonces apareció Eugenia en medio de aquel cuadro, montando indolentemente un soñoliento Vivian Jackson. Se dirigía, sin duda, a la tienda de las tabletas a dos peniques.

—E.P.V. te está esperando —exclamó—. Salve y hasta la vista, prima Poppy Saint Julien.

—Salve y hasta la vista, Eugenia —contestó Poppy, sonriendo. Un instante después se volvió y gritó por encima del hombro—: ¡Noel te está esperando en el parque!

Lady Chalford la recibió con una cordialidad casi conmovedora.

—Mi querida niña —exclamó—, he pensado mucho en ti desde el jueves. Que hayas venido a Chalford es algo estupendo para mí. Imagínate, no había visto a ningún pariente desde nuestra tragedia..., hace dieciséis años. Tienes que contarme muchas cosas, pero antes que nada, ¿cómo está tu querida madre?

Poppy dijo que su querida madre estaba muy bien. No mencionó el doloroso dato de que no se hablaban desde que Poppy se casó con Anthony Saint Julien. A continuación, lady Chalford procedió a informarse sobre innumerables parientes, mencionando a tías, tíos y primos cuya existencia, en muchos casos, la misma Poppy desconocía.

—Mi querida niña —dijo lady Chalford cuando Poppy fue incapaz de arrojar alguna luz sobre la salud, la felicidad e incluso el paradero de dos primos carnales de su propio padre—, como familia, parecéis lamentablemente décousu, por decirlo de algún modo.

Era evidente que la anciana señora tenía en la cabeza un vasto árbol genealógico: parecía no habérsele pasado nunca por alto ningún nacimiento, muerte o boda, incluso entre los miembros más remotos de su familia. Poppy pensó que era una lástima que sus increíbles prejuicios ante una eventualidad tan corriente como un divorcio la hubiesen hecho recluirse para siempre, lejos del mundo. Era obvio que se trataba de una mujer con una capacidad fuera de lo común para el afecto y para interesarse en las vidas de los demás.

Empezaron a hablar sobre la fiesta al aire libre. Lady Chalford sacó una lista de los vecinos que habían sido invitados al baile para celebrar la mayoría de edad de su hijo en 1912.

—Supongo que habrá quedado un poco anticuada —comentó con una sonrisa—. Intentaré revisarla antes de que se manden las invitaciones. En realidad, no hay prisa. —Sugirió entonces una fecha para la fiesta al cabo de unas tres semanas—. ¿Tendrás suficiente tiempo para montar una pequeña representación, querida?

—¡Oh, sí! —respondió Poppy—, si nos ponemos a trabajar inmediatamente. ¿Ha decidido el tema de la representación? En cuanto se haya concretado, empezaremos.

—Estaba pensando en eso antes de que llegaras —dijo lady Chalford—. Bueno, se sabe que hubo dos monarcas con sus respectivas esposas que visitaron Chalford, así que podremos repetir una historia auténtica. Se trata de Carlos I y Enriqueta María, que estuvieron en la mansión antigua, y de Jorge III y la reina Carlota. Estos últimos vinieron a Chalford House cuando quedó finalmente acabada, y por esa razón me inclino por reproducir su visita. Todavía tenemos en la caballeriza el mismísimo carruaje de Jorge III, y he pensado que sería muy interesante utilizarlo para la escena de su llegada. Los que representen los papeles del rey Jorge y de la reina Carlota podrían subir al carruaje detrás del huerto, dar una vuelta por el parque y subir hasta la casa. Si te acercas a esa ventana, querida, te mostraré exactamente cómo se podría organizar. —Condujo a Poppy hasta allí y empezó a señalar varios puntos de referencia y una ruta para el carruaje.

Sin embargo, Poppy no le prestaba atención, pues, de pie en el centro del sendero, había dos hombres de aspecto absolutamente corriente con chaquetas de tweed y pantalones de franela gris. Poppy se quedó mirándolos unos instantes, petrificada, y entonces, sin querer, exclamó:

—¡Oh, Anthony, maldito canalla!

Lady Chalford se volvió hacia ella, perpleja. Le rodeó la cintura con un brazo y dijo:

—Querida Poppy, estás muy pálida. Ven a echarte un momento, es por el calor... No deberías haber venido caminando desde el pueblo. Haré venir de inmediato a mi coche para que te lleve a casa.

La belleza local miró por la ventana de su sala de estar y vio a Jasper Aspect dirigirse hacia la casa. Ignorando el sendero, que se enroscaba y retorcía entre los rododendros como una serpiente agonizante (un diseño de finales de la época victoriana pensado para hacer que el jardín pareciese más grande), atravesó a grandes zancadas y sin ningún cuidado el césped y los parterres de flores, llegó a la puerta principal y llamó con un tremendo timbrazo. La señora Lace, entretanto, había huido a su habitación. Estaba encantada con aquel inesperado giro de los acontecimientos; Jasper le parecía mucho más atractivo que Noel, con aquella devoción suya demasiado obvia, pero casi había perdido la esperanza de conquistarlo tras el encuentro en el Jolly Roger. Le dijo a la criada que bajaría al cabo de un momento y se cambió de ropa y de cara a toda prisa. Anne-Marie Lace era una de esas mujeres cuya apariencia oscila entre dos extremos: la cochambre y la elegancia. Cuando estaba sola no se molestaba en cepillarse el pelo ni en pintarse las uñas o empolvarse la nariz, y cuando estaba acompañada siempre iba demasiado peripuesta. Después de arreglarse a su gusto, entró en la sala de estar tan silenciosamente que Jasper, que más por hábito que por interés estaba leyendo una carta que había encontrado en el escritorio, dio un respingo por su infracción. Afortunadamente, la señora Lace pareció no darse cuenta y lo saludó efusivamente.

—¡Qué sorpresa! —exclamó—. Enchantée de vous voir. —Y recorrió la sala de estar con gran afectación, ahuecando cojines y recogiendo libros y periódicos con toda clase de ademanes despampanantes.

A Jasper, aquel numerito le hizo pensar en una actriz que se queda sola en el escenario durante unos instantes después de que el telón se haya levantado.

—Así está mejor —dijo ella con una sonrisa y los ojos muy abiertos—. Mis pequeñas han estado correteando por aquí, y ya se sabe que los niños lo desordenan todo en cuanto entran en una habitación. ¿Quiere sentarse y fumar un cigarrillo? —Se lo encendió ella, lo cual sirvió de excusa para unos cuantos ademanes dramáticos más.

»Bueno —prosiguió—, ahora ya podemos cotillear un poquitín. Me muero de ganas de preguntarle un montón de cosas, pero no fue usted muy simpático conmigo la última vez que nos vimos.

—¡Ah! Pero entonces hablábamos de política —dijo Jasper, insinuando que estaban a punto de abordar temas más personales—. ¿Qué quería preguntarme?

—Para empezar, ¿qué fue exactamente lo que les decidió a usted y Noel a venir a este pobre pueblo de mala muerte? El travieso de Noel siempre responde con vaguedades cuando se le pregunto.

—Ya imagino —repuso Jasper.

—¿Sabe una cosa, señor Aspect? Le tengo mucho cariño a Noel y me temo que está un poquitín enamorado de mí, pero...

—Pero ¿qué? —Jasper pensó que en toda su carrera nunca habían intentado seducirlo con mayor deliberación y menor efecto. No se sentía en absoluto atraído por la señora Lace, y decidió que regalársela toda enterita a Noel sería un gesto generoso y que le saldría barato.

La señora Lace prosiguió.

—Bueno, no creo que yo pudiera llegar a enamorarme de alguien como Noel, aunque es increíblemente dulce, ¿eh?

—¿Por qué no podría enamorarse de él?

—Supongo que porque es tan... tan indefinido.

—Es posible que en las presentes circunstancias le resulte difícil ser muy definido —dijo Jasper, empaquetando mentalmente a la señora Lace con papel marrón, por así decirlo, y entregándosela, de una vez por todas, a su amigo.

—¿Qué quiere decir?

—Quizá su situación actual es un poco ambigua.

La señora Lace frunció el entrecejo y miró a Jasper inquisitivamente.

—Pero claro, usted lo habrá adivinado hace tiempo.

—Me gustaría mucho poder saberlo a ciencia cierta —dijo la señora Lace, que naturalmente no tenía ni idea de a qué se refería Jasper.

—Me resulta imposible contárselo todo sin cometer una indiscreción. Lo máximo que me está permitido decirle es que si cree usted tener idea de quién es Noel en realidad, es probable que esté en lo cierto.

—¡Oh! —exclamó la señora Lace. No dijo nada más; estaba totalmente desconcertada. Después de todo, se dijo con gran excitación, la señorita Smith no era la señorita Smith, y la señorita Jones no era la señorita Jones; bien al contrario, ambas eran figuras conocidas de la alta sociedad londinense. ¿Por qué no podía, pues, el nombre de Noel Foster esconder también una identidad emocionante?

—Ya veo que usted lo sabe muy bien, claro —continuó Jasper con una sonrisa—. No es fácil disimular esas famosas facciones, ¿verdad? Y ahora, querida señora Lace, una advertencia. No permita que el... no deje que él se dé cuenta de que usted lo sabe. Ha venido aquí con la explícita intención de evitar cualquier publicidad, formalidad, y el resto de tediosos atributos de su posición, y si se descubriera su identidad, incluso si la descubriese la dama a la que él (¿le importa si soy franco con usted?) admira con pasión, se marcharía inmediatamente. Lo mejor será que ninguno de los dos volvamos a sacar nunca este tema, ni siquiera entre nosotros, y, como es natural, confío en su absoluta discreción en lo relativo al resto del mundo. Si se descubriese su paradero, habría periodistas y fotógrafos detrás de cada árbol, y estas cortas semanas de privacidad que él necesita tan desesperadamente quedarían arruinadas.

—Guardaré su secreto encerrado en mi corazón para siempre —susurró la señora Lace con los ojos brillantes.

—Y ahora ha llegado el momento de cumplir con mi misión —dijo Jasper, mirando furtivamente por encima del hombro y bajando la voz—, ¿Dónde puede el... dónde puede mi amigo encontrarse un rato con usted a solas y sin temor a las interrupciones?

La señora Lace, con las mejillas encendidas, reflexionó unos instantes. Finalmente respondió:

—En Chalford Park, cerca de la antigua casa, hay un pequeño lago en cuya orilla se alza un templo rosa y blanco. Está prácticamente cubierto por la hiedra, la madreselva y las amarilis, y queda oculto por los matorrales de rosas silvestres que lo rodean. Nunca va nadie.

—¡Ah! Bienaventurado Noel —exclamó Jasper galantemente—. ¡Con cuánta envidia contemplo su suerte! Esté entonces allí mañana a las tres, puntualmente, y cuando oiga ulular a un búho, conteste con el canto del pájaro carpintero, si está segura de que la costa está despejada.

—De acuerdo, cuente con ello —repuso la señora Lace. Como no estaba versada en ornitología, decidió que durante la cena le preguntaría al comandante Lace, que sí lo estaba, cómo era el canto del pájaro carpintero.

Jasper se incorporó y, con gesto cortés, le besó la mano antes de despedirse. Sin embargo, en aquel momento se oyó al señor Lace irrumpir en el vestíbulo, y Anne-Marie, que disfrutaba alardeando ante él de sus amistades, rogó a Jasper que se quedará un instante más.

—Siempre se queja si la gente se marcha en cuanto él llega.

Al parecer, el comandante Lace había asistido a una subasta de vacas con pedigrí. Su rostro, que habitualmente esbozaba una expresión jovial, estaba ensombrecido por la furia, ya que, durante la subasta, había pasado por error dos páginas del catálogo en lugar de una, y aquello lo había inducido a equivocarse de vaca al pujar. Acabó comprando la vaca que no tocaba por un precio exorbitante, y al final resultó que su adquisición carecía totalmente de ciertas zonas anatómicas imprescindibles: las ubres.

—Por lo visto es una bestia habitual de las subastas —exclamó con irritación—. Llevan meses exhibiéndola por el país con la esperanza de encontrar algún idiota que la compre. El tipo que estaba a mi lado va y me pregunta: «¿Por qué demonios has comprado esa vaca, Lace?». Y yo le contesto: «¿Por qué no? Es una buena vaca, con un buen pedigrí y buen rendimiento». «Debe de haber un error, Lace —me ha dicho él—, el pedigrí no está mal, pero nunca dará leche. Ese bicho no tiene ubres.» Entonces me he dado cuenta de lo que había hecho, pasar dos páginas del maldito catálogo a la vez. Qué rabia me ha dado.

—Le puede pasar a cualquiera —dijo Jasper con tono conciliador.

—De todas formas, hay que ser idiota. Si hubiese observado cuidadosamente al animal, no habría pasado nada de esto. No tiene ubres, ni una sola. ¿Quiere un whisky con soda, Aspect?

A Jasper le gustó el comandante Lace. Tras tomarse varios whiskys con él, lo acompañó a los establos y a las pocilgas e intercambiaron chistes verdes. El comandante Lace, que era de carácter socarrón y procaz, pensó que Jasper estaba muy por encima de los amigos habituales de Anne-Marie, y recuperó su buen humor rápidamente.

En cuanto a la señora Lace, aquella noche apenas durmió. La atormentaba la curiosidad por averiguar más cosas sobre Noel, pero se veía incapaz de conseguirlo. Se devanó los sesos intentando recordar la fisonomía de algún personaje real que pudiera parecerse remotamente a él. Entonces se le ocurrió que tal vez era una estrella de cine de enorme fama. En cualquier caso, no cabía duda de que era digno de toda la artillería pesada que ella pudiera desplegar, y ese pensamiento la ayudó a sosegarse.

En cuanto Jasper salió del Jolly Roger en dirección a Comberry Manor, Noel se sumió en un estado de agitación espantoso. Se maldijo amargamente por haber accedido a un plan que conllevaba un largo tète-à-tète de Jasper con la señora Lace; el espanto del tormento de celos que estaría condenado a sufrir no lo asaltó hasta el instante en que vio a Jasper alejarse alegremente calle abajo. Entonces le pasaron por la cabeza pensamientos horripilantes. Jasper era un seductor profesional, y nunca había dudado en dejar en mal lugar a un amigo si la ocasión se presentaba; es más, la señora Lace ya había dado muestras de su evidente predilección por él. Y lo peor de todo era que todavía no había sucumbido en absoluto a las lisonjas de Noel, y él temía que lo considerase poco interesante. Se sentó y empezó a morderse las uñas sumido en la tristeza; en un momento dado se sintió tan desesperado que tuvo el impulso de seguir a Jasper, pero recordó que era de la mayor importancia averiguar los motivos de los dos detectives, y como no tenía ningunas ganas de que los celos lo convirtieran en el hazmerreír de Jasper y de la señora Lace, se obligó a quedarse donde estaba. Deambuló por el pueblo con los nervios a flor de piel, intentando consolarse pensando en el supuesto amor de Jasper por Poppy Saint Julien y en el poder financiero que ejercía sobre él, por leve que fuera. Pero ninguno de esos hechos lo tranquilizó demasiado.

Poco después hizo su aparición Eugenia y estuvieron hablando un ratito, pero pareció decepcionarla que no estuviese Jasper; era evidente que lo consideraba mejor socialunionista que él. Eugenia se dispuso entonces a arreglar una vieja casita, cuya llave había sonsacado al administrador de la finca de su abuelo, y convertirla en el cuartel general de los camisas tricolores en Chalford y región. Unos muebles Chippendale exquisitos, subrepticiamente sustraídos de Chalford House, entraban a golpes, trancas y barrancas en las habitaciones por unas puertas que les quedaban varias tallas pequeñas. Dos o tres camaradas se afanaban como hormiguitas en esa tarea, mientras Eugenia daba ánimos y ocasionalmente echaba una mano. Su niñera también merodeaba por allí con un plumero, quitando el polvo de las piezas que ya estaban en su sitio y murmurando entre dientes sobre lo que diría su señoría si se enteraba de aquellos tejemanejes. Cuando el cuartel general estuvo listo (es decir, cuando todos los muebles estuvieron encajados en su sitio, a pesar de las desportilladuras y los golpes, y las habitaciones quedaron decoradas con fotografías de tamaño natural de Hitler, Mussolini, Roosevelt y el capitán), Eugenia se encaramó a un sofá especialmente frágil y valioso, que se combó bajo su peso, y anunció que habría una ceremonia pública para la inauguración del nuevo cuartel general de Chalford el miércoles siguiente a las tres treinta.

—Bueno, ¿cómo ha ido? —quiso saber Noel, a quien el suspense estaba matando—. ¿Te ha gustado Anne-Marie? ¿Le has gustado tú a ella? ¿De qué hablabais? ¿Habéis congeniado?

—De maravilla —respondió Jasper—. Una gran chica, la señora Lace.

Noel casi soltó un gemido. Jasper percibió inmediatamente el estado de ánimo de su amigo, y le pareció bastante gracioso.

—Vamos a tomar una copa en el New Moon —propuso, decidiendo prolongar su agonía un poco más—. Deben de estar a punto de abrir.

»Y qué marido tan agradable tiene —prosiguió cuando se apostaron en la barra a la espera de que les sirvieran las cervezas—. Un hombre realmente encantador. Me ha contado algunas historias divertidísimas. Espero verlo muy a menudo a partir de ahora.

A Noel aquella noticia no le pareció en absoluto tranquilizadora. Sabía que Jasper siempre se esforzaba por estar en los mejores términos con los maridos.

Entonces Jasper cambió de tema como si nada. Le preguntó a Noel si había visto a Eugenia, cómo estaba y qué se traía entre manos.

—¿Y tú, has pasado una buena tarde? ¿Algún rastro de esos dos tipos? ¿No? Está claro que tampoco me seguían a mí. Por lo visto andan detrás de una de las chicas. Me pregunto de cuál...

Tomaron la cerveza en silencio. Noel tenía mil preguntas en la punta de la lengua, y no dejaba de devanarse los sesos en busca de algún modo de plantearlas sin resultar ridículo. Su aspecto era bastante patético, como si fuera a echarse a llorar en cualquier momento.

Entonces Jasper le lanzó unas migajas de consuelo.

—La señora Lace ha hablado mucho de ti —dijo.

Durante un instante, Noel esbozó una expresión de júbilo que no tardó en verse sustituida por una de aprensión. Le pareció más que probable que la conversación, dirigida por Jasper, se hubiese llevado a cabo en términos muy poco favorecedores, inseguro como estaba de la opinión de la señora Lace sobre él. Esperó que el siguiente comentario de Jasper lo hundiese en la miseria más profunda. Encogiéndose como si fuese a recibir un golpe físico, bebió un gran sorbo de cerveza y preguntó:

—¿Ah, sí? ¿Y qué ha dicho?

Sin embargo, de forma totalmente inesperada, a las migajas de consuelo les siguió la panadería entera.

—La señora Lace está loca por ti, viejo amigo. No piensa en nada más.

Noel siguió sospechando que ahí había trampa. Andándose con pies de plomo, dijo:

—No creo que lo esté en absoluto. Cuando está conmigo no lo demuestra, al menos.

—Mi querido amigo, eres un psicólogo escandalosamente malo. ¿No comprendes que la señora Lace es una de esas mujercitas tímidas y retraídas que esperan que sea el hombre el que tome la iniciativa? ¿No te has dado cuenta, por lo pronto, de lo reservada que es?

Ni siquiera Noel, cegado de amor como estaba, se había fijado en eso. Sin embargo, estaba más que dispuesto a creerlo.

—No te preocupes —prosiguió Jasper—, creo que a partir de ahora todo va a salir bien. Hoy he trabajado duro por ti, viejo amigo. Deberías estarme agradecido.

—¿Qué trabajo has hecho? —preguntó Noel con desconfianza.

—Para empezar te he puesto por las nubes, he dicho que tenias un carácter extremadamente noble, y tal y cual. Pero, todavía más importante, te he organizado una cita.

—¿No será con Anne-Marie?

—¿Con quién si no? Tienes que reunirte con ella en un sitio donde podáis estar todo el tiempo que queráis sin que os molesten..., un lugar romántico, un lugar que podría haberse diseñado (y probablemente así fue) para las citas de los amantes. Ella estará allí esperando tu declaración a las tres en punto de la tarde.

—¿Dónde es? —exclamó Noel, que como Jasper esperaba, era presa de un frenesí de excitación—. Rápido, Jasper, ¿dónde?

Jasper no contestó. Pareció haberse sumido en sus propias ensoñaciones, con la mirada perdida y una expresión absorta en el rostro.

—Jasper, maldita sea, ¿dónde está ese sitio?

—Por cierto, viejo amigo —dijo Jasper, regresando a la tierra repentinamente—, no me vendrían mal diez libras.

—Ya imagino —repuso Noel.

Hubo un largo silencio.

—Ah, ya veo —dijo Noel de mal talante—, conque chantaje, ¿eh?

—Oye, un momento, viejo amigo, esa palabra no me parece muy cortés. ¿Qué tal si lo llamamos comisión? Después de todo, de algo hay que vivir, ¿no?

—No veo por qué —replicó Noel.

Sin embargo, sacó un talonario y, de mala gana, procedió a extender un cheque por valor de diez libras.

Luego lo arrugó hasta formar una bola, que le arrojó a la cabeza. Jasper lo alisó cuidadosamente y lo leyó.

—Está hecho un desastre —dijo—, pero creo que servirá.

—El templo delante del lago junto a la antigua mansión de Chalford. Tienes que llegar ululando como un búho para demostrar que vas de buena fe; si todo está en orden, la señora Lace contestará con una alegre risotada. Ahora regresemos a nuestro hostal y averigüemos qué han estado haciendo las chicas toda la tarde.

Sin embargo, lady Marjorie y la señora Saint Julien no volvieron a hacer acto de presencia en toda la velada. Cenaron en su saloncito privado, como de costumbre, pero después no salieron a pasear al jardín para respirar el fresco aire nocturno, como solían hacer antes de irse a la cama. Se quedaron en su sala de estar y, a todas luces, estuvieron hablando por los codos. Jasper pasó casi toda la velada con la oreja pegada al ojo de la cerradura, obstaculizando así la labor de los detectives, que vagaban por allí como fantasmas con, al parecer, la misma intención que él.

Cuando, mucho más tarde que de costumbre, la señora Saint Julien se retiró a su propia habitación, se sorprendió un poco al ver que había una figura confortablemente arropada en su cama. Era Jasper.

—Todo controlado —dijo él—. Esos chicos me han visto colarme en la habitación de lady Marjorie; he entrado allí primero y luego he salido por la ventana para llegar hasta aquí. Resulta ridículamente fácil engañar a un detective, y si es a ti a quien buscan a ella no le importará.

Poppy Saint Julien se sentó en la silla que había ante su tocador y lo miró con seriedad.

—Bueno, me pregunto cómo puedes saber que es a mí a quien buscan... Casi parece que hayas oído la conversación que he tenido con Marge hace un momento.

—Exacto —repuso Jasper, recolocando las almohadas para que su cabeza quedase más incorporada.

—Pareces carecer de cualquier noción acerca de las convenciones sociales más básicas.

—Tal vez lo que ocurre es que prefiero ignorarlas. Poppy empezó a cepillarse el pelo.

—De tu tono de voz de hace un rato —dijo Jasper—, se deducía que estabas enfadada por el comportamiento de Anthony Saint Julien. Lo siento.

Poppy siguió cepillándose el pelo.

—Al parecer, él también prefiere ignorar las convenciones sociales.

—Sí —repuso Poppy con melancolía—, pero él tiene excusa, pobrecito mío. Está enamorado.

—Yo también estoy enamorado.

—Eso dices tú. Pero eres un mentiroso, ¿no? Y me gustaría que no tiraras la ceniza del cigarrillo en mi cama.

—Entonces dame un cenicero, por favor, querida señorita Smith. Esa jabonera servirá. Un millón de gracias. ¿Quieres casarte conmigo?

—No seas tonto.

—Tonto es mi segundo nombre. Sin embargo, te he hecho una pregunta y quisiera una respuesta.

—Sal de la habitación, por favor.

—No hagas de gobernanta mandona.

—Quiero desvestirme.

—Pues desvístete.

—¡Oh! ¡Maldito seas! —exclamó Poppy.

—Vamos, mi querida señorita Smith —dijo Jasper—, sé razonable y escúchame un momento. Anthony Saint Julien no es de fiar y ya no te quiere porque anda detrás de desconocidas debutantes; en cambio, yo sí que soy de liar y sí que te quiero, y nunca te dejaré por otra persona mientras viva. Además, si te casas conmigo, todo el mundo estará contento: Anthony Saint Julien, su debutante, los detectives y yo. ¿No te parece una manera sencilla de hacer feliz a todo el mundo?

—Tú no puedes mantenerme con las comodidades a las que estoy acostumbrada —dijo Poppy.

—Ni tú a mí, ángel mío.

—Supongo que no, pero nadie espera que sea la esposa la que mantenga al marido.

—Nunca he entendido por qué. Me parece muy injusto.

—En absoluto. Lo menos que pueden hacer los hombres es mantenernos económicamente, teniendo en cuenta que somos nosotras, las mujeres, las que sufrimos todos los inconvenientes del embarazo y esas cosas.

—Bueno, nosotros tenemos resacas, ¿no? Viene a ser lo mismo, a fin de cuentas.

—En cualquier caso, la cuestión es que yo no puedo mantenerte y tú a mí tampoco. Deberías casarte con Marge.

—Lo sé. Haría una intentona si pensase que hay la más mínima posibilidad. ¿La hay?

—En absoluto.

—Pues ahí lo tienes. Ya lo sabía. ¿Para qué crearse falsas expectativas? ¿Ves? Parece que después de todo tendrás que ser tú, mi querida señorita Smith. No puedo decir que lo lamente demasiado. Eres increíblemente guapa, ¿sabes?

—¡Que amable! —dijo Poppy, bostezando. Y empezó a desvestirse.