6
Después de tantas idas y venidas por la carretera, estaba furioso, sentía curiosidad y tenía sed. Recordé que no había entrado en un bar desde la noche en que estuve en el Mirador. En consecuencia, tan pronto como estuve de regreso en Provincetown, aparqué el automóvil cerca del muelle. En el centro del pueblo había buenos bares, el Bay State, al que llamábamos el Bergantín, el Poop Deck y el Fish and Bak (al que todo el mundo llamaba el Cubo de Sangre, por el gran número de peleas que allí se desarrollaban), buenos bares, sí, aunque no se les podía llamar grandes bares porque no tenían grandes camareros como mi padre, capaces de crear un ambiente atractivo para las clases trabajadoras. De todas maneras, los bares mencionados son oscuros, lo suficientemente sucios para que te encuentres a gusto. Puedes beber sintiéndote tan cómodo como un crío en un útero seguro y calentito antes de nacer. Hay pecas luces, y la vieja gramola suena tan débilmente que los oídos no se resienten. Desde luego, en verano, un bar como el Bergantín está mas atestado que el metro de Nueva York en las horas punta, y se cuenta una historia –que considero cierta– según la cual, cierto verano, unos relaciones públicas de la Budweiser, o de la Schaeffer, o de cualquiera de las fábricas de orina caliente, organizaron un concurso para ver cuál era el bar-restaurante que vendía la mayor cantidad de cerveza en todo Massachusetts. Bueno, el caso es que descubrieron que en Provincetown había un establecimiento llamado Bay State que era el que más cerveza había vendido en un mes. Y la mañana de un día laborable del mes de agosto, llegaron unos altos ejecutivos, ataviados con elegantes trajes de verano, juntamente con un equipo de televisión, para filmar la entrega del premio. Pensaban que les aguardaba uno de esos restaurantes de langosta y pescado caro, grandes como un arsenal, que pululan por los alrededores de Hyannis, pero se encontraron con el oscuro y mugriento Bergantín, cuyos clientes eran tan pobres que sólo podían consumir cerveza; doscientos bebedores de cerveza, de pie, atestaban el local. La longitud del Bergantín, desde la puerta de entrada hasta los hediondos cubos de basura al fondo, es más o menos la de un vagón de tren, y en lo tocante a comida, sirven bocadillos de jamón y queso o de salchicha. Las cámaras de televisión se pusieron en marcha, y la clientela de chalados comenzó a gritar: «¡Sí, es la cerveza! ¡Huele que apesta! Oye ¿para qué coño sirve esa luz roja en la cámara de la tele? ¿Es que hablamos demasiado? Más vale que nos callemos, ¿no?»
Aunque en el Bergantín, en invierno, también había clientes, podías sentarte y enterarte de lo que estaba ocurriendo en el pueblo. Por la tarde regresaban a puerto buen número de barcas de pesca, y sus tripulaciones iban a beber al Bergantín. Carpinteros, traficantes en drogas, policías de narcóticos, algunos chicos para todo que sólo trabajaban en verano y, los viernes, madres solteras con su cheque de la seguridad social, así como una variopinta multitud de personas en busca de algún amigo que las invitara a comer o beber, se dedicaban también a echarse al coleto nuestra excelente orina en el Bergantín. Conocía, en diferente medida, a la mayoría de esos clientes, y hablaría de ellos si hubieran intervenido en lo que me ocurría, porque cada uno de ellos tenía una personalidad muy peculiar por más que se parecieran externamente, aunque en invierno, tal como he dicho, todos presentábamos el mismo aspecto. Estábamos pálidos e íbamos ataviados con prendas de desecho del ejército.
De todas maneras, una historia bastará. Vivo en una población básicamente portuguesa, a fin de cuentas, y en mi historia sólo interviene un nativo, que es Stude, y éste es una vergüenza para los portugueses. Una tarde invernal en que el Bergantín estaba insólitamente poco frecuentado, ante el mostrador se sentaba un pescador portugués de unos ochenta años de edad. Setenta años de trabajo le habían dejado tan retorcido y deformado como un ciprés arraigado en una peña de una costa rocosa. Entró otro pescador, tan artrítico como el primero. De chicos habían jugado juntos, juntos habían practicado el fútbol americano, estudiaron secundaria juntos, juntos trabajaron en barcas de pesca, se habían emborrachado juntos, probablemente se habían puesto cuernos recíprocamente con sus respectivas esposas, y, ahora, a los ochenta años, se tenían tan poca simpatía como cuando se peleaban a puñetazos a la hora de recreo. A pesar de todo, el primer pescador saltó del taburete, se irguió, y aullando, con una voz tan bronca como el viento de marzo en alta mar, dijo: «Pensaba que te habías muerto.» El segundo pescador se inclinó hacia adelante, le dirigió una furiosa mirada y, con voz que recordaba la de las gaviotas, replicó: «¿Muerto? Antes de morirme iré a tu entierro.» Se tomaron una cerveza juntos. Se trataba solamente de un exorcismo para ahuyentar a los espíritus. Los portugueses, cuando hablan, parece que ladren.
Los demás los imitábamos. En otros lugares miden el ácido del agua de lluvia, o el índice de contaminación del aire, o la cantidad de restos de abonos en el suelo. Aquí no tenemos industrias, salvo la de la pesca y la del alquiler de viviendas, y ni siquiera se practica la agricultura, por lo que el aire y la arena están limpios. Sin embargo, raro era el día que no sentía el estado de ánimo predominante cuando entraba en un bar. Al entrar en el Bergantín, después de aquellas noches de lucha contra los fantasmas de la Ciudad del Infierno, advertí que todos me miraban como a un intruso. Parecía una mancha de tinta en una piscina. Fui acogido en el bar como un gran leño mojado por un fuego a punto de apagarse.
De todas maneras, cada bar, al igual que cada hogar, tiene, como pude observar por haber trabajado en unos cuantos, tendencia a seguir unas pautas de comportamiento que en el fondo no son demasiado divergentes de las de los demás. El leño que llena de humo una chimenea puede contribuir a que el fuego prenda en otro, y la mezcla formada por mi depresión, por la rabia que me había causado comprobar que era seguido y por la presencia de los numerosos fantasmas, angustiados y maníacos, que me zarandeaban y sin duda me hacían parecer muy nervioso, pronto tuvo la virtud de animar el ambiente del Bergantín. Gentes que se habían estado muriendo de aburrimiento en sus mesas se levantaron para ir a otras. Viejos carcamales que estaban en compañía de sus ancianas señoras y apenas habían hablado entre sí, comenzaron a charlar por los codos. Y yo, que en aquellos momentos probablemente estaba más aterrorizado que cualquiera de los presentes –los inviernos de Provincetown sólo se distinguen por el número de los años en que transcurren– recibí el mérito de haber suscitado aquella brusca animación, a pesar de que me limité a inclinar la cabeza ante alguna cara que encontré en mi camino y a ocupar una posición insular ante el mostrador.
Pete el Polaco fue el primero en acercarse a mí, y tuvimos una breve conversación que estuvo a punto de hacer que me diera vueltas la cabeza.
–Hola, he hablado con tu mujer –me dijo.
–¿Hoy?
Pete el Polaco tardó un poco en contestar. Mi reseca garganta tuvo ciertas dificultades para formular la pregunta, por lo que, cuando la hice, él ya estaba echándose la cerveza entre pecho y espalda. Además, su mente había quedado desconectada de la frase anterior. Esto último ocurría con frecuencia en el Bergantín. La gente comenzaba una conversación, pero su mente, sobre todo bajo la influencia de la cerveza o las anfetaminas, se orientaba hacia otros asuntos, con portentosa rapidez.
–No, hoy no. Hace un par de días.
–¿Cuándo?
–Eso, un par de días –dijo agitando vagamente la mano.
Igual hubiera podido decir: «Hace un par de semanas.» Yo había advertido que los ciudadanos invernales de Provincetown utilizaban siempre medidas de tiempo constantes. Algo podía haber ocurrido hacía un par de semanas, o un par de noches, pero si tenías la costumbre de decir: «Hace cinco días», pues así rememorabas la fecha. En consecuencia, no apremié a Pete en lo tocante al tiempo, sino que abordé otro tema:
–¿Qué te dijo Patty?
–¡Ah, sí! Ya. Quería que cuidara la casa grande esa que hay en la colina, en el extremo oeste del pueblo.
–¿La que Patty quiere comprar?
–Es lo que me dijo.
–¿Y quiere que tú la cuides?
–Bueno, mi hermano y yo.
Aquello ya era más lógico. El hermano de Pete era un buen carpintero. En realidad, lo que Pete había querido decir era que Patty le había encargado que preguntara a su hermano si no se podría encargar del mantenimiento de la casa.
Sabía que era una pregunta estúpida, pero no pude evitar hacérsela:
–¿Recuerdas si hablaste con Patty antes o después del partido de los Patriots?
–¡Ah, sí, el partido de los Patriots…! –Pete dijo que sí con la cabeza. Meditó sobre algo, quizá sobre el partido, o sobre el día en que habló con Patty, o sobre el dinero que llevaba en el bolsillo. Después, movió negativamente la cabeza y dijo–: Hará un par de días.
–Sí, más o menos –dije.
En aquel instante, Beth Nissen se coló entre nosotros dos. Iba borracha, lo cual era raro en ella, y además estaba animada, lo que todavía era más raro.
–Oye, ¿qué le hiciste al Araña? –me preguntó.
–Querida, una pelea no es más que eso, una pelea –dijo Pete–. Tengo que irme.
Se inclinó y besó el jersey de Beth en el lugar donde más o menos debía de estar uno de sus pezones. Luego, emprendió el camino, cerveza en mano, hacia una mesa.
–¿Está muy enfadado el Araña? –le pregunté a Beth. Me miró fijamente, con los ojos brillantes, y contestó:
–¿Quién sabe? El Araña está loco.
–Bueno, todos lo estamos.
–¿No crees que tú y yo también estamos locos, locos de remate? –me preguntó.
–¿Por qué lo dices?
–Pues porque nunca hemos follado. Tú y yo, quiero decir.
–Bueno, así es el invierno en Provincetown –me esforcé por mostrarme risueño y pasé mi brazo alrededor de su cintura, en tanto que los ojos de Beth me miraban, desde detrás de las gafas, con un brillo apagado.
–El Araña ha perdido su navaja, y asegura que se la has robado tú –dijo Beth.
Soltó una risita ahogada, como si el Araña sin su navaja fuera como un hombre sin pantalones.
–Y también se quedó sin su motocicleta –añadió–. ¿Le dijiste que los Patriots iban a ganar?
–En el intermedio.
–¡Y ganaron! –dijo Beth–. Pero antes de empezar la segunda parte cambió su apuesta. Dijo que quería apostar contra ti. Ahora dice que perdió su moto por tu culpa.
–Dile al Araña que se meta esa idea en el ojete.
–En mi pueblo también solemos decir el ojete –comentó la mar de alegre–. Creo que voy a escribir una carta a mis padres para decirles que ya no distingo mi coño de mi ojete –eructó–. No pienso decirle nada al Araña. Está de un humor de perros. Al fin y al cabo –prosiguió–, ¿por qué no? «Los peores están llenos de una apasionada lubricidad», ¿no es cierto?
Me dirigió una mirada francamente insinuante.
–¿Cómo está Stude? –le pregunté.
–¡Oh, ándate con cuidado!
–¿Por qué?
–Bueno, a todos les digo que se anden con cuidado cuando se trata de Stude.
Tal vez fuera por las continuas imágenes de una cabeza rubia dentro de una bolsa de plástico que venían a mi mente, pero cada palabra que oía parecía estar relacionada con mi situación. Sólo yo y –rezaba porque así fuera– otra persona sabíamos lo que había estado enterrado en el escondite de mi marihuana, y, sin embargo, cada vez que en una mesa alguien pedía a gritos una cerveza, me parecía oír una acusación contra mí. Supongo que los espíritus estrujaban la mente colectiva –de la clase que fuera– que había en aquel bar como si se tratara de una esponja empapada de cerveza.
Beth vio que mi mirada se alejaba de ella, y me preguntó:
–¿Se ha ido para siempre Patty Lareine?
–Me han dicho que anda por ahí –respondí tras encogerme de hombros.
–Me parece que sí.
–¿Le has visto?
El Machete, que en realidad se llamaba Green de apellido, Joseph «Machete» Green, era el último negro de Patty Lareine. Se ganó el apodo del Machete la primera noche que entró en un bar de Provincetown. Ante nuestra mesa, en la que había diez personas, el tío exclamó: «¡Hay negros malos, pero yo soy el peor!» Todos guardamos silencio, como si rindiéramos homenaje a los muertos que había dejado en su camino –¡éramos el Salvaje Oeste del Este!–, pero Patty Lareine se echó a reír y dijo: «¡Venga, guárdate el machete, que nadie te va a robar el algodón!» Por la expresión de felicidad que vi en sus ojos, comprendí que Patty Lareine acababa de encontrar a su próximo negro.
Beth atrajo de nuevo mi atención hacia ella –también mi mente se dispersaba en todas direcciones– y me dijo:
–Sí, el Machete ha regresado a Provincetown. Hace diez minutos ha entrado y ha vuelto a salir.
–¿Has hablado con él?
–¡Me ha hecho proposiciones deshonestas!
Debía de ser cierto, porque lo dijo muy contenta. El camarero me hizo señas donde la barra. Me indicó el teléfono que tenía junto al fregadero.
En esa ocasión, mis facultades extrasensoriales fallaron. Pensé que oiría la voz de Patty Lareine, pero era la del Arpón.
–Mac –me dijo–, me ha costado mucho encontrarte. He tenido que hacer un esfuerzo para llamarte.
–¿Por qué?
–Porque te he traicionado.
–¿Cómo has podido hacer eso?
–Perdí la serenidad. Sólo quería advertirte.
La voz del Arpón tenía una ansiedad metálica. Sonaba como si la emitiera a través de un diafragma mecánico, aunque también podía ser cosa del teléfono. No acababa de comprender a qué se refería. ¡En su cerebro tenía que haber una mezcla muy rara de productos químicos!
–Se trata de Laurel.
–¿De mi tatuaje?
–De la mujer. Laurel. He llamado a Regency, el jefe de la policía, y le he hablado de ella y del tatuaje.
Eso no significaría nada para Regency, pensé. A menos que Patty Lareine le hubiese contado que, para ella, Madeleine era Laurel.
–De acuerdo –le dije–, Alvin sabe que llevo un tatuaje en el brazo. ¿Dónde está la traición?
–Le dije que la mujer que te esperaba en el automóvil se llamaba Laurel.
–¿Cómo sabes que se llamaba Laurel?
–Le hablaste. Desde mi ventana.
–¿De veras?
–Le gritaste: «¡Voy a ganar esta apuesta, Laurel!» Eso le dijiste.
–Tal vez dijera Lonnie. Creo que le gritaba a un hombre.
–No, dijiste Laurel. Oí el nombre. Creo que Laurel está muerta.
–¿Quién te lo ha dicho?
–Estaba en el tejado. Lo oí. Por eso llamé al jefe de policía. No debí hacerte el tatuaje. La gente hace cosas terribles después de un tatuaje.
–¿Qué le dijiste a Regency?
–Que creía que habías matado a Laurel.
Se echó a llorar.
–¿Cómo fuiste capaz de decirle una cosa así?
–Anoche, cuando estaba de pie en el tejado, la vi a lo lejos. Me dijo que fuiste tú.
–Oí, por teléfono, cómo se sonaba las narices. Luché con mi conciencia, luego llamé a Regency y se lo dije. No debí hacerlo. Primero tenía que haber hablado contigo.
–¿Qué dijo Regency?
–¡Es tonto del culo! ¡Es un burócrata! Dijo que lo tendría en cuenta. Mac, no me fío un pelo de él.
–Bueno, parece que te fías de mí.
–Luego me di cuenta de que tú no habías hecho nada. Fue al oír la voz de Regency. No debí decírselo.
–Me alegra saberlo.
El Arpón comenzó a respirar pesadamente. Por el teléfono pude percibir que tenía los nervios a flor de piel.
–No sé si debo decirte quién la mató –añadió–, pero sé quién lo hizo.
–Fue Nissen –le dije.
–El cuchillo del Ataña me da repeluznos –dijo–. Es un instrumento cruel.
Y, dicho esto, colgó.
Una mano me daba golpecitos en el hombro. Di media vuelta y me encontré con los ojos castaño dorados del Machete, que me miraban de hito en hito relucientes como los de un león. El color de su piel era negro, un negro amoratado propio de un africano, por lo que, en contraste, sus ojos eran desconcertadamente dorados. Desde el instante en que le vi, supe que la presencia del Machete iba a ser nefasta para mi matrimonio. Y no me equivoqué. Había habido tres prototipos anteriores, pero el señor Green resultó ser el negro definitivo. A fin de cuentas, Patty no me había dejado por nadie antes de conocerle.
Lo peor era que no sentía el menor odio hacia él, ni siquiera al pensar en la miserable condición de cornudo a que me había reducido. La mejor demostración de ello era que el Machete podía acercarse a mí, mientras yo estaba hablando por teléfono, igual que si no se hubiera fugado con mi esposa hacía un mes, aproximadamente, e incluso podía ponerme la mano en el hombro, y yo, simplemente, me volvía y le saludaba con una inclinación de cabeza.
No negaré que me sentía como si hubiera sido transportado en helicóptero de un alto picacho a otro, es decir, no tenía la necesidad de bajar por la pendiente al suelo del desfiladero y una vez allí escalar el pico que se alzaba al otro lado. Había pasado directamente de las informaciones del Arpón (cada una de ellas capaz de enloquecerme) al brillo de los ojos del Machete, y me parecía estar atiborrado de novocaína, tal era mi distanciamiento de aquella sucesión de acontecimientos inesperados. Hubiera podido ser candidato al título de Señor Cara Inexpresiva tras los violentos remolinos de mi vida durante aquella tarde, o convertirme en zombie, o en ánima en pena, de no haber sido porque el señor Green volvió a poner su mano en mi hombro, y además me clavó los dedos en la carne –y puedo asegurarles que lo hizo con brutalidad–, y me dijo, en un tono tal que toda su furia pasó a mi cuerpo:
–¿Dónde coño está Patty Lareine?
Esto me sacó de mi letargo. Me quité de encima su mano, con la misma violencia con que la había posado, y le dije:
–Quita de ahí tus zarpas de ladrón de bocadillos.
Palabras relacionadas con cierta humillación padecida por mí en la escuela secundaria. Pero lo cierto es que, por primera vez en mi vida, no le tuve miedo. Me importaba muy poco salir a la calle y liarme a puñetazos con él. La idea de que me dejara inconsciente era un consuelo tan agradable como un buen somnífero.
Debo decir que no tenía la menor duda acerca de lo que el tipo podía hacer conmigo. Si has estado interno en un lugar interesante como es una penitenciaría, acabas sabiendo que hay negros y negros, y que hay unos cuantos con los cuales más vale no meterse. El señor Green no pertenecía a esta categoría superior, pues de lo contrario yo ya estaría muerto. La categoría a la que me refiero no te daba oportunidad alguna. Pero el señor Green podía ser englobado en la segunda categoría, esa de puedes meterte con él en determinadas circunstancias. Me miraba con ojos llameantes, y yo le devolvía la mirada, y la luz de la sala se puso roja entre él y yo; lo digo en serio. Ignoro si su rabia al chocar con la mía, fue tan intensa que los nervios que transmiten el color a nuestro cerebro se pusieron tan tensos que causaron efecto, o si las furias de la Ciudad del Infierno nos atacaron, pero lo cierto es que tuve que hacer frente a la considerable acumulación de ira causada por todo lo que le había acontecido en el curso de sus últimos veinticinco años de vida (a partir de la primera rabieta en la cuna). Él, en cambio, tuvo que hacer frente a la enloquecedora falta de sentido de todo lo que me ha ocurrido últimamente. Me parece que resultó deslumbrante para los dos tener que aguantar aquella infernal luz roja. En realidad estuvimos tanto tiempo mirándonos fijamente el uno al otro, que tuve tiempo de recordar la triste historia de su vida, que contó, a Patty Lareine y a mí, la noche en que le conocimos: contó cómo se hundió su prometedora carrera de boxeador.
Si les resulta difícil creer que pude recordar la historia de vida del señor Green mientras sus ojos inyectados de ira permanecían fijos en los míos, piensen que también a mí me resulta difícil creerlo. Es posible que en lo más hondo de mi ser supiera que era tan valiente como me imaginaba en aquellos momentos, y me agarrara a su historia como a un talismán. No le vas a pegar a quien muestra compasión por ti.
He aquí su historia: era ilegítimo, y su madre aseguraba que no era hijo suyo. Decía que en la maternidad se equivocaron al poner el nombre en las cunas. Le pegaba sin parar. Cuando creció un poco, fue él quien pegó a todos los que se le pusieron delante en el campeonato del Guante de Oro. Le seleccionaron para formar parte del equipo de los Estados Unidos que competiría en los Juegos Panamericanos. Y se fue a Georgia para buscar a su padre. Pero no pudo encontrarlo. Entró borracho perdido en un bar de blancos. No le quisieron servir. Llamaron a la policía estatal. Llegaron dos agentes y le dijeron que se fuera.
–No tenéis alternativa –les contestó–, o me sirven una copa, o me meo en todos vosotros.
Uno de los dos policías le atizó un golpe tan vigoroso con su porra, que el Machete comenzó a perder los Juegos Panamericanos allí mismo. Pero no se dio cuenta. Sólo sentía una gran felicidad. Aunque sangraba mucho, no perdió la conciencia. En realidad, tenía la cabeza muy clara. Lesionó a los dos policías y fue necesario que todos los del bar se le echaran encima para reducirlo. Cuando le arrastraron a la cárcel, aún trataba de pelear. Entre otras cosas, tenía el cráneo fracturado. No pudo boxear más.
Ésta es la triste historia que nos contó. La narró como si fuera un ejemplo de su estupidez, no de su valentía (aunque en Patty Lareine causó el efecto contrario). Cuando le conocimos un poco mejor, el Machete resultó ser un tipo divertido. Para hacernos reír, imitaba a las putas negras. Veíamos muy a menudo al señor Green, y yo solía prestarle dinero.
Para darles una idea de lo próximo que me sentía de la aniquilación y de lo agradable que me resultaba esta idea, bastará decir que reconocía que el Machete no se había portado tan mal conmigo como yo con Wardley. Los últimos restos de mi rabia comenzaron a palidecer, y la paz vino a sustituirlos. Ignoro lo que pensaba el Machete, pero al mismo tiempo que mi ira desaparecía fue desapareciendo la suya. Me decidí a romper el silencio.
–Bueno, dime lo que tengas que decirme, grandísimo hijo de mala madre.
–No tuve ocasión de saber si mi madre tenía algo bueno.
Me ofreció la mano, con la palma tendida, para que yo la golpeara en gesto de amistad. Con tristeza, así lo hice.
–No sé dónde está Patty Lareine –le dije.
–¿La buscas?
–No.
–Pues yo sí, y no la encuentro.
–¿Cuándo te abandonó?
Frunció las cejas.
–Estuvimos juntos tres semanas. Luego, se puso nerviosa y se largó.
–¿Adonde fuisteis?
–A Tampa.
–¿Viste a su ex marido?
–¿Es un tipo que se llama Wardley?
Asentí con la cabeza.
–Le vimos. Una noche nos invitó a cenar. Luego, Patty lo visitó a solas. Pero no me importó. El tipo no era una amenaza. Me pareció que Patty quería interesarlo en algún proyecto. Pero al día siguiente, Patty se largó –el Machete parecía a punto echarse a llorar–. Patty me trató bien. Es la única puta que me ha tratado bien –con expresión muy triste, añadió–: Agoté el repertorio de chistes. Ya no podíamos hablar.
–¿Se te acabaron los chistes de putas?
–Sí, todos –me miró a los ojos y preguntó–: ¿Sabes donde está? Tengo que encontrarla.
–Bueno, es posible que no ande muy lejos.
–Está aquí.
–¿Cómo lo sabes?
–Un tipo me llamó por teléfono. Me dijo que Patty se lo ha pedido. Quería que lo supiera. Estaba aquí, con Wardley. Patty me extrañaba, o eso fue lo que dijo el tipo.
–¿Quién era?
–No me dio su nombre. Mejor dicho, me lo dio, pero aquí hay nadie que se llame así. Cuando me lo dijo ya comprendí que era falso. Hablaba con un pañuelo delante del auricular.
–¿Qué nombre te dijo?
–Healey. Austin Healey.
Recordé una anécdota ocurrida hacía un par de años. Cansados del sonido del mote Stude, entre nosotros comenzamos a llamarle Austin Healey Stude. Bueno, esto duró muy poco. Y Stude ni siquiera se enteró. Forzosamente tuvo que ser el Araña quien llamó.
–El Healey ése me dijo que Patty se encontraba en la Posada de Provincetown. Llamé. ¡Mierda, hacía siglos que no la habían visto!
–¿Cuándo volviste?
–Hace tres días.
–Y ¿cuándo te dejó Patty?
–Hará una semana, más o menos.
–¿Siete días? ¿Estás seguro?
–Ocho. Los he contado.
El Machete contaba sus días. Y yo contaba los míos.
–Sería capaz de matarla por haberme dejado –dijo.
–Bueno, no hay hombre a quien Patty no sea capaz de abandonar. Es una persona bastante estrecha de miras. Para ella, todo es pecado.
–Yo también soy estrecho de miras y, en cuanto la vea, alguien se va a llevar una racha de bofetadas –me dirigió una mirada de soslayo, como diciéndome: «Muchacho, puedes tomarles el pelo a otros, pero conmigo tienes que ser leal». Y entonces me hizo algunas confidencias–: El tal Austin Healey me dijo que Patty Lareine había vuelto contigo. Cuando me lo dijo, pensé que tendría que meterte en cintura, pero bien… –hizo una pausa, para que me empapara bien de su pensamiento. Luego dijo–: Pero me di cuenta de que no era capaz de hacerte una cosa así.
–¿Por qué?
–Porque me has tratado como a un caballero –sopesó cuidadosamente el significado de esta frase y pareció estar de acuerdo con ella. Así que continuó–: Además, ya no le gustas a Patty Lareine.
–Es probable.
–Dijo que la habías engañado para casarte con ella.
Me eché a reír.
–¿De qué te ríes, imbécil?
–Mira, Green, hay un viejo refrán judío que dice: «¡Una vida una esposa!»
También él se echó a reír.
Nos reímos tanto que llamamos la atención de todos. Aquel noche estábamos haciendo historia en el Bergantín. Sí, el cornudo y el amante negro se lo pasaban bomba.
–Joseph, hasta la vista –le dije.
–Hasta la vista.
Necesitaba dar un largo paseo. Llevaba dentro de la cabeza muchas más cosas de las que era capaz de asimilar.
Lloviznaba mientras caminaba por la calle del Comercio c las manos en los bolsillos y la cabeza cubierta por la capucha de mi chaquetón, por lo que no me di cuenta de que un automóvil me seguía hasta que por fuerza tuve que advertir la persistente mancha de luz de sus faros junto a mí. Volví la cabeza. Era un coche patrulla, y en él iba un solo hombre. Abrió la puerta para que entrara.
–Entra.
Regency, tan solícito como siempre.
Apenas habíamos recorrido cinco metros, comenzó a hablar.
–Tengo datos sobre esa amiga tuya, Jessica –indicó un papel en el asiento delantero, y añadió–: Échale una ojeada.
Y me entregó una linternita, en forma de lápiz, que extrajo del bolsillo de la chaqueta. Estudié la reproducción de la fotografía enviada por cable. Era Jessica, sin la menor duda.
–Diría que es ella –dije.
–No hace falta que me lo digas, muchacho. No cabe la menor duda; la camarera y el gerente del Mirador lo han confirmado.
–Buen trabajo. ¿Cómo la has localizando?
–Fue fácil. Entramos en contacto con el despacho de Pangborn en Santa Bárbara, y supimos que había dos rubias a las que trataba, desde un punto de vista social o comercial, o quizá los dos. Estábamos investigando el asunto, cuando nos llamó el hijo de Jessica. El muchacho sabía que su madre estaba en Provincetown en compañía de Pangborn, como cabía deducir por la carta de amor del gran Lonnie.
–¿Te refieres al amante de Pangborn?
–Exactamente. El chico que sale con una máquina de afeitar eléctrica –Regency abrió la ventanilla del coche y lanzó a la calle un respetable escupitajo–. Creo que no volveré a mirar un anuncio.
–¡Quién sabe!
–Bueno, Madden, los acontecimientos se precipitan, ¿comprendes? Parece que el nombre de la fulana no era Jessica.
–¿Cómo se llamaba?
–Laurel Oakwode.
Recordé claramente haberle dicho al Arpón, en la abortada sesión de espiritismo: «Diles que intentamos entrar en contacto con una mujer llamada Mary Oakwode, que era prima de mi madre. Pero la verdad es que la mujer con la que quiero hablar se llama Laurel.»
Esa coincidencia difícilmente podía deberse a un transmisor en mi coche. No pude evitar echarme a temblar. Sentado al lado de Regency, en el coche patrulla, avanzando a veinticinco kilómetros por hora a lo largo de la calle del Comercio, mi temblor resultó evidente:
–Oye, me parece que necesitas tomarte una copa –dijo Alvin Luther.
–Me encuentro bien –respondí.
–Quizá te sentirías mejor si no llevaras en el brazo ese tatuaje que dice Laurel –sugirió Regency.
–¿Quieres parar el coche, por favor?
–Con mucho gusto.
Habíamos llegado al final de la calle del Comercio. Estábamos en el lugar donde los Padres Peregrinos habían desembarcado, pero la llovizna no permitía ver nada.
–Bueno, baja si quieres –dijo Regency.
Mi terror había menguado. La idea de tener que caminar cinco kilómetros hasta casa, con la sola compañía de nuestra frustrada conversación, me animó a arriesgarme un poco.
–No sé qué intentas insinuar, pero, sea lo que fuere, me importa muy poco. Me emborraché, fui a ver al Arpón y le dije que me hiciera un tatuaje. Si Jessica me dijo que en realidad se llamaba Laurel, no lo recuerdo.
–¿Iba contigo?
Tuve que tomar una decisión.
–El Arpón dice que sí.
–¿Quieres decir que no te acuerdas?
–Claramente, no.
–O sea que hubieras podido cargártela y haberlo olvidado.
–¿Me estás acusando?
–Digamos que estoy preparando el borrador de un guión de cine. A mi manera, también soy escritor.
Al decir esto, Regency no pudo dominarse, y el semental salvaje soltó un agudo relincho.
–No me gusta tu manera de hablar –le dije.
–Oye, amigo, una broma es una broma, y haz el favor de no ponerte pesado, porque podría detenerte ahora mismo.
–¿Por qué? No ha habido ningún asesinato. La dama puede muy bien estar camino de regreso a Santa Bárbara. No vas a manchar tu hoja de servicios con una detención injustificada.
–Te lo diré con otras palabras: te podría detener como sospechoso del posible asesinato de Leonard Pangborn.
–Dijiste que fue suicidio.
–Eso pensaba. Pero los forenses han echado una ojeada al fiambre. A petición mía, vinieron desde Boston. Les gusta que les llamen los «superforenses», pero yo, en privado, los llamo los «superfunerarios».
Una vez más, no pudo resistir la tentación de reírse de su propia gracia.
–Sí –añadió–, sus descubrimientos suelen ser muy lúgubres.
–¿Qué descubrieron?
–Te lo voy a decir ya que, dentro de poco, dejará de ser un secreto. Cabe la posibilidad de que el tipo se suicidara, pero en caso de que se suicidara, ¿quién conducía el coche?
–Tú me dijiste que se había metido en el maletero y que lo había cerrado, desde dentro, antes de pegarse el tiro.
–Sí, pero las manchas de sangre en el suelo del portamaletas presentaban forma irregular, como si la sangre hubiera comenzado a coagularse cuando el automóvil iba desde el lugar en que ocurrieron los hechos hasta el Mirador.
–¿Los empleados del restaurante no oyeron nada?
–No podían oír nada si todo eso ocurrió a las tres de la madrugada. Ya se habían ido. Mira, una cosa es segura. El coche corrió. La disposición de la sangre lo demuestra –se encogió de hombros–. Lo cual quiere decir, Madden, que alguien condujo el automóvil de regreso al Mirador después que Pangborn se suicidara.
–¿Pudo hacerlo Jessica?
–Sí, claro que Laurel Oakwode pudo hacerlo. Hay una cosa que me intriga: ¿te la follaste?
–Creo que sí.
Silbó.
–¡Santo Dios, cómo tienes la cabeza! –dijo–. ¡Mira que no acordarse!
–Lo que más me molesta es que, si no me equivoco, me la follé delante de Pangborn.
–Me molesta tener que citar frases de negros, pero Cassius Clay dijo: «No eres tan tonto como pareces.»
–¿Qué quieres decir?
–No permitas que mi elogio te embriague. Encendió un puro y aspiró el humo.
–Madden, me has dado tu guión. Primero: te follas a Jessica en las narices de Pangborn. Segundo: te limpias el cipote y te largas. Tercero: Jessica consuela a Pangborn. Cuarto: Pangborn se echa a llorar, diciendo: «Nosotros, los maricones, no podemos aguantar semejante competencia.» Así que se mete en el maletero y ¡pum! La chica ya tiene un cadáver entre las manos. Los maricones suelen ser muy vengativos y sensibles, y cuando sienten despechados su reacción puede ser terrible. Bueno, la mujer en cuestión es una dama respetable y no quiere publicidad. En consecuencia, devuelve el automóvil al Mirador y emprende el camino de regreso a Santa Bárbara –asintió con la cabeza–. Es una historia bien estructurada, siempre y cuando descubras, en primer lugar, dónde pasó la noche, aunque te voy a adelantar para que te ahorres gastos de abogado, que siempre podrás asegurar que llegó a tu casa hecha un mar de lágrimas y durmió en tu sofá. A menos que le ofrecieras tu cama –Regency abrió la ventanilla y tiró el puro–. En segundo lugar, la señora tendría que estar viva y confirmar tu historia, cuando sea descubierto su paradero. Más vale que reces pidiendo a Dios que su cadáver no aparezca cualquier día por ahí.
–Has pensado mucho en este asunto. Más que yo.
Dije esto con la esperanza que tuviera la guardia baja y acusara el golpe, pero Regency se limitó a asentir con la cabeza:.
–Voy a contarte otro guión –dijo–. Tú, la fulana y el maricón vais en tu coche a Wellfleet. En el camino de regreso, Lonnie no puede tolerar la idea de perder a la tía, y te amenaza con una pistola. Tú detienes el automóvil, te enfureces, peleas con Pangborn y le arrebatas la pistola. En el curso de la lucha la tía recibe un tiro mortal. La dejas en el bosque. Llevas al tipo hasta el coche, le obligas a meterse en el maletero (el maricón tiembla como un flan), le pones el cañón en la cara y le dices, con dulzura: «No te voy a hacer daño alguno, Lonnie, no es más que una broma, un juego. Yo me libro de las neuras así. Hazme el favor de besar el cañón, Lonnie.» Oprimes el gatillo, limpias un poco el arma y marcas en ella las yemas de sus dedos. A continuación llevas su coche al Mirador, vas a buscar tu vehículo, vuelves al bosque y te desembarazas del cadáver de la dama. Sólo olvidas de limpiar la sangre del asiento contiguo al tuyo. Como dice mi mujer: «Nadie es perfecto.» Tampoco yo. Voy pasar por alto el que hubiera sangre en un asiento de tu automóvil. Soy un hombre cándido que confía en sus amigos. Pero te aseguro que más te valdrá que reces pidiendo que el cadáver de esa mujer no aparezca. Yo sería el primero en ir en tu busca, porque me creí lo de la hemorragia nasal.
–Muy bien, ¿por qué no me metes en la cárcel ahora mismo? –le pregunté.
–Piensa, piensa.
–Porque no tienes pruebas. De haber muerto Jessica en mi coche, la ropa de Pangborn estarla llena de su sangre.
–Quizá estés en lo cierto. Vayamos a tomar una copa.
Nada podía resultarme menos agradable. Lo último que deseaba en el mundo era tomar una copa con Regency. Pero él puso en marcha el motor, comenzó a silbar Polvo de estrellas, y arrancó levantando un torbellino de arena con los neumáticos.
Pensé que me llevaría al bar de la Asociación de Veteranos, que era el lugar adonde solía ir a beber, pero no fue así; volvimos a la plaza del Ayuntamiento y me condujo por el corredor del sótano hasta su despacho, en donde me indicó con la mano una silla y sacó una botella de whisky. Supuse que me había llevado allí porque tenía una grabadora, oculta en algún lugar de su escritorio, y pensaba utilizarla.
–He pensado que más valía que te mostrara lo que tiene de agradable esta oficina pública antes de que tengas que utilizar su calabozo –me dijo Regency.
–¿No podemos hablar de otra cosa?
Sonrió.
–Elige el tema tú mismo.
–¿Dónde está mi esposa?
–Esperaba que tú me lo dijeras.
–He hablado con el tipo con quien se fugó y me ha dicho que le abandonó hace ocho días. Creo que es cierto.
–Esto concuerda.
–¿Con qué?
–Según el hijo de Laurel Oakwode, que, por cierto, también se llama Leonard, aunque todos le llaman Sonny, Sonny Oakwode, Patty Lareine estaba en Santa Bárbara hace siete noches.
–No lo sabía.
–Sí, estaba en compañía de ese tipo, Wardley. Hasta entonces no había sabido el significado exacto de la frase «quedarse de piedra». Lo acababa de aprender.
–¿Un poco de whisky?
Asentí con la cabeza, incapaz de hablar. Regency siguió:
–Sí, Patty Lareine estaba en Santa Bárbara, con Wardley, y cenaron con Laurel Oakwode y Leonard Pangborn en un club junto a la playa. Los cuatro en la misma mesa. Sonny se les unió más tarde para tomar café.
Seguía sin poder hablar.
–¿Quieres saber de qué hablaron? –me preguntó Regency.
Asentí.
–Después necesitaré algunas informaciones.
Volví a asentir.
–Bueno, según lo que le he podido sonsacar a Sonny… –hizo una pausa y observó–: A propósito, por teléfono Sonny no parece maricón. ¿Será posible que Pangborn mintiera en su carta?
Hice un signo de interrogación con el índice.
–Pero Pangborn no te pareció marica, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
–Es increíble la de cosas que no sabemos –comento Regency–. Igual resulta que tú y yo somos maricones.
–Lo que tú digas, querido –musité.
Estas palabras le hicieron prorrumpir en grandes carcajadas. Por mi parte, estaba contento de haber recuperado la voz. Quedarse sin habla es algo terrible.
Los dos tomamos sendos sorbos de whisky.
–¿Un poco de marihuana? –me ofreció.
–No.
–¿Te molesta que fume?
–¿No tienes miedo de que te pillen fumando marihuana en tu despacho oficial?
–Pillarme, ¿quién? Lo único que hago es esforzarme en que un sospechoso se tranquilice.
A continuación, Regency sacó un porro y lo encendió.
–Maravilloso –le dije.
–Sí –Regency soltó humo y añadió–: Cada calada es una delicia.
–Sí, señor.
–Oye, Madden, Sonny me dijo que Pangborn y Laurel planeaban ir en avión a Boston, alquilar un automóvil y dirigirse a Provincetown, donde fingirían ser turistas que se habían enamorado de la finca Paramessides.
–¿Así se llama la mansión ésa?
–Sí. Un griego que hacía de hombre de paja por cuenta de unos árabes la compró hace unos años. Wardley quería comprarla para ofrecérsela a Patty. Hablaban de eso durante la cena.
–¿Por qué?
–Hablaban de volverse a casar –dijo tras inhalar otra calada.
–Fabuloso.
Sospecho que el humo del porro de Regency me había mareado.
–¿Para qué quería Patty Lareine esa finca? –me preguntó Regency.
–Nunca me habló de ella.
–Según Sonny, Patty llevaba un año con la vista puesta en esa mansión. Wardley quería comprársela, igual que Richard Burton le compraba diamantes a Elizabeth Taylor.
–Y ¿eso no te inquieta? –le pregunté.
–¿Qué quieres decir?
–¿No te inquieta que Patty Lareine y Wardley proyectaran casarse de nuevo?
–¿A santo de qué ha de inquietarme?
–¿Patty Lareine y tú no os habéis dado algún que otro revolcón juntos?
Si Regency y yo hubiéramos estado boxeando, habría dicho para mí: «Éste es el primer golpe que forzosamente tiene que acusar.» Regency parpadeó, y desprendió una aureola de ira espacial. Sólo puedo describirlo con estas palabras. Fue como si el cosmos se hubiera excitado y estuviera a punto de estallar una tormenta eléctrica.
–Cuidado, cuidado, muchacho… –dijo al fin–. Te voy a decir una cosa, para que te la metas en la cabeza. No me hagas preguntas acerca de tu esposa, y yo no te las haré acerca de la mía.
El porro ya casi le quemaba los dedos.
–¿Sabes qué? Te aceptaré una calada –le dije.
–Vaya, hombre, no tienes nada que ocultarme, ¿verdad?
–No más que tú a mí.
Me pasó la colilla encendida, y le di una chupada.
–Muy bien, cuéntame de qué habéis hablado Wardley y tú esta tarde –me conminó.
–¿Cómo sabes que nos hemos visto?
–No te puedes imaginar el número de confidentes que tengo en esta ciudad –Regency dio un par de golpecitos al teléfono y, en tono fanfarrón, dijo–: Este teléfono es como un mercado.
–Y ¿qué vendes en ese mercado? –le pregunté.
–Entre otras cosas, vendo el tachar nombres de los informes de la policía. También vendo el sobreseimiento de causas por delitos de poca monta. Madden, vete a tomar por el culo, y cuando te hayas subido los pantalones, vuelves aquí, donde está la gente importante y le cuentas al tío Alvin lo que Wardley y tú habéis hablado en la playa esta tarde.
–Y ¿si no lo hago?
–Sería bastante peor que un juicio de divorcio en la alta sociedad de Tampa.
–¿Imaginas que puedes ganarme en un duelo de groserías?
–Sí, nosotros lo hacemos más a fondo.
La verdad sea dicha, tenía ganas de contárselo. Y no porque le tuviera miedo (la marihuana me decía: «Has ido demasiado lejos para tener miedo de nadie»), sino porque sentía curiosidad. Quería saber cómo reaccionaría Regency ante aquellos hechos.
–Wardley me dijo que él y Patty competían por comprar la finca ésa.
Regency silbó.
–Evidentemente, Wardley intenta engañar a Patty Lareine o a ti –dijo.
Consideró los pros y los contras en su mente, a gran velocidad, igual que un ordenador, y dijo:
–Quizá quiera engañaros a los dos.
–Tiene motivos.
–¿Te molestaría decírmelos?
–Hace años, cuando vivíamos en Tampa, Patty Lareine me pidió que me cargara a Wardley.
–¡No me digas…!
–¿A santo de qué tanta sorpresa? –le pregunté–. ¿Es que ella no te lo dijo?
Regency tenía su punto débil. No cabía la menor duda. No sabía cómo reaccionar cuando le hablaba de Patty. Por fin, dijo:
–No acabo de entender a qué diablos te refieres.
–Paso.
Fue un error. Inmediatamente, Regency se creció.
–¿De qué más hablasteis Wardley y tú?
Dudé si contárselo o no. Pensé que cabía la posibilidad de que Wardley hubiera grabado nuestra conservación en la playa. Debidamente retocada, la cinta podía dar de mí la imagen de un hombre tan dispuesto a venderse como Nissen el Araña.
–Wardley estaba preocupado por la muerte de Pangborn, y sentía curiosidad en lo tocante a la desaparición de Jessica. Ha dicho varias veces que tendría que hacer una oferta personalmente, a cara descubierta, por la casa, y que esto daría lugar a que los vendedores subieran e) precio una barbaridad.
–¿Insinuó dónde está Patty Lareine?
–Quería que me encargara de buscarla.
–¿Qué te ofreció?
–Dinero.
–¿Cuánto?
Me pregunté por qué tenía que proteger a Wardley. ¿Se trataría de un prejuicio ancestral en contra de hablar con policía? Pero recordé el transmisor y dije:
–Dos millones.
–¿Le creíste?
–No.
–¿Era una oferta para que la mataras?
–Sí.
–¿Estás dispuesto a testificar en juicio?
–No.
–¿Por qué?
–Dudo que Wardley hablara en serio. Y además, no accedí a su petición. Tal como tuve ocasión de comprobar en Tampa, no tengo madera de asesino.
–¿Dónde puedo encontrar a Wardley?
Sonreí.
–¿Por qué no se lo preguntas a un par de confidentes tuyos?
–¿A cuáles?
–Los que van en la camioneta marrón.
Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, igual que si hubiera movido muy bien una pieza de ajedrez, y dijo:
–Pues te voy a decir por qué no lo hago. Porque no lo saben. Wardley se limita a reunirse con ellos aquí y allá.
–¿Qué coche conduce Wardley?
–Habla con ellos por radio. Luego se reúne con ellos. Llega pie y se marcha a pie.
–Y ¿te lo crees?
–Bueno, la verdad es que no les he sacudido hasta el punto de que les castañeteen los dientes?
–¿Por qué?
–Atizar a los confidentes da mala reputación. Y, además, les creo. Wardley obraría de esa manera. Quiere que la gente piense que es un ser superior.
–Quizá no te interesa demasiado encontrar a Patty.
Para demostrar lo frío que le habían dejado mis palabras, Regency organizó una compleja exhibición de mímica. Cogió la colilla, la aplastó con el pulgar, hizo una bola con ella, y se la tragó. Su sonrisa venía a decir: «No hay pruebas.»
–No tengo prisa. Tu mujer aparecerá sana y salva.
–¿Estás seguro? Yo no.
–Tenemos que esperar –dijo Regency con suavidad.
Me pregunté hasta qué punto mentía, y lo profundas que eran sus mentiras. Tomé otro sorbo de whisky. No ligaba con la marihuana. Sin embargo, aquella combinación parecía gustar a Regency. Sacó otro porro y lo encendió.
–Los asesinatos son repugnantes –dijo–. Muy raras veces te dejan impresionado para siempre.
No tenía la más leve idea de lo que Regency se proponía decir con estas palabras. Cogí el porro que me ofrecía, le di una chupada y se lo devolví. Regency prosiguió:
–Recuerdo el caso de un soltero muy bien plantado que de vez en cuando conquistaba a una chica y la convencía para que pasara la noche con él en un motel. Primero hacía el amor con ella, y luego la convencía para que posara con las piernas abiertas, a fin de hacerle fotografías con su Polaroid. Después, la mataba. ¡Plas! Con silenciador. Entonces tomaba otra fotografía. Antes y después. Luego, se iba, dejando a la chica en la cama y el automóvil junto a la puerta del motel. Siempre alquilaba los coches con nombre falso. Me parece que tenía la costumbre de alquilar dos automóviles; aparcaba el segundo en las cercanías del motel y huía con él, dejando el primero para que lo encontrara la policía. ¿Sabes por qué lo atraparon? Tenía la costumbre de poner en un álbum todas las fotografías. ¡Muy cuidadosamente! Una página para cada una. La madre del caballero en cuestión, que debía de ser bastante cotilla, se moría de ganas de ver qué había en aquel álbum, así que rompió el cierre. Cuando vio el contenido, se desmayó, y cuando volvió en sí del desmayo, llamó a la policía.
–¿Por qué me lo cuentas?
–Porque es una historia que me impresionó. Soy un agente de la autoridad que defiende la ley y el orden, y la historia ésa me impresionó. Todo buen psiquiatra ha de tener algo de loco y puede ser buen policía sin llevar dentro todo un saco de posibles monstruosidades. ¿Te ha parecido repugnante esa historia?
–La has contado bastante mal.
–¡Ja, ja, ja! ¡Cuánto le gustaría a un buen fiscal tenerte de testigo!
–Bueno, me voy.
–¿Quieres que te acompañe en coche?
–Gracias. Iré a pie.
–Perdona, no quería trastornarte.
–No me has trastornado.
–Tengo que decirte una cosa. El asesino de la Polaroid me interesa. Estuvo a punto de salirse con la suya.
–Seguramente.
–Sayonara –dijo Regency.
Una vez en la calle, volví a temblar. En gran medida era alivio. Tenía la impresión de que en el curso de la última hora había tocado cada una de las palabras que había pronuncia Como si las hubiera ido colocando cuidadosamente en su sitio. Era natural que sintiera alivio por hallarme fuera de aquel despacho. Pero odiaba la inteligencia de Regency, ya que aquella historia realmente me había impresionado. Había llegado a lo más íntimo de mi sensibilidad.
¿Qué había intentado decirme Regency? Recordé las fotografías de Madeleine desnuda que había tomado con mi Polaroid años atrás, y las de Patty Lareine, más recientes. Las guardaba a buen recaudo en mi despacho, tan seguras como los pececillos que revolotean alrededor de un arrecife, y sentía un perverso sentido de posesión al pensar en su existencia. Era como si tuviera en mi poder la llave de una mazmorra. Comencé preguntarme una vez más si no sería yo el sanguinario asesino.
No puedo describir la sensación de revulsión que sentí en aquel instante. Me encontraba físicamente enfermo. La marihuana aumentó los espasmos de mi garganta hasta el punto de convertirlos casi en orgasmos de tan fuertes. Por el esófago me subió bilis y whisky, y la poca comida que había ingerido, de modo que me doblé por la cintura sobre una valla baja y vomité en el jardín de un vecino. Siempre cabía la esperanza de que la lluvia me absolviera.
Sí, yo era como un hombre medio aplastado por una roca que, mediante un inaudito desprecio del dolor, ha conseguido liberar su cuerpo del peso que lo oprime. Y entonces la roca vuelve a aplastarlo.
Sabía por qué había vomitado. Sí, tenía que regresar al hoy. «¡No!», dije para mí, «¡si está vacío!» Pero lo cierto era que no lo sabía. Un instinto profundo, tan poderoso como las voces de la Ciudad del Infierno, me decía que volviera. Suponiendo que sea cierta la creencia popular de que el asesino siempre regresa al escenario del crimen, en mi caso el mecanismo que provoca estos impulsos debía estar completamente trastornado, pues tenía la convicción de que la única manera de demostrarme a mí mismo, al menos durante una noche (y mi sueño, tan amado como el mismísimo aire, dependía de eso), que yo no era culpable de la decapitación, era volver allá. Éste era el proceso lógico que me invadía, y llegó a tener tanta fuerza que, cuando regresé a casa, sólo pensé en buscar las llaves de mi Porsche, mientras comenzaba a prepararme para asumir todas las consecuencias de semejante incursión: primero, la carretera general, después, la carretera secundaria, luego, los ondulantes caminos llenos de arena; y vi de antemano los charcos que la lluvia habría formado en aquel terreno, y las roderas, y la piedra cubierta de musgo que tapaba el hoyo. Incluso vi, en la pantalla de mi imaginación, la bolsa de plástico verde, iluminada por mi linterna. Aquí se interrumpió aquella representación mental. Cuando ya estaba preparado, en la medida de lo posible, para iniciar la incursión, sentí que mi perro me lamía los dedos. Era la primera muestra de afecto que me daba en cinco días. En consecuencia, le llevé conmigo. La plana caricia de su lengua en la palma de mi mano despertó en mi mente razones de orden práctico: el perro podía ser útil. Sí, ya que si no había nada en el hoyo, ¿quién podía decirme que no hubiera algo enterrado en sus cercanías? Y el olfato del perro podía revelármelo.
He de confesar que el hedor que desprendía el perro a punto estuvo de hacerme vomitar de nuevo, por lo que tuve la tentación de no llevarlo conmigo. Pero el perro, un gran labrador negro, estaba en el automóvil, solemne como un soldado. (A propósito se llamaba Trucos, porque era muy patoso y no había podido aprender ninguno.)
Nos pusimos en marcha. El perro iba sentado a mi lado, muy solemne con la nariz hacia la ventanilla. Hasta que estuvimos a medio camino de Truro no me acordé del transmisor, y la idea de que me seguían me llenó de rabia. Me arrimé al borde de la carretera, detuve el coche, quité la cajita, y la dejé en el fondo de una zanja de poca profundidad, junto a un mojón kilométrico. Luego, reemprendimos nuestro camino.
No creo necesario describir el resto del trayecto. Tardé en recorrerlo el mismo tiempo que las veces anteriores, y cuanto más me acercaba al camino arenoso más remiso estaba mi pie a oprimir el pedal del gas. Y al final el motor del coche comenzó a fallar. Se caló en medio de un charco, y tuve un arrebato de miedo, como el que produce el súbito paso de un fantasma, de que no podría volver a poner en marcha el automóvil. En los tiempos coloniales había habido un patíbulo en algún claro de aquel bosque, y en aquellos momentos, a través de la llovizna, toda rama recia y saliente parecía sostener a un hombre pendiente de ella. Ignoro quién estaba más afectado por el esfuerzo del viaje, si el perro o yo. Trucos profería agónicos lamentos, como si un cepo le hubiera atrapado una pata.
Anduve torpemente por el sendero, con una linterna en la mano; la niebla era tan densa, que sentía mi cara bañada en espuma. El perro iba con el costado pegado a mi muslo, como si me abrazara, pero en los últimos metros, antes de llegar al retorcido pino enano, tiró de la correa adelantándose a la luz de mi linterna, y su voz se alzó en una mezcla de exaltación y terror, como si, igual que un ser humano, pudiera experimentar sentimientos tan contradictorios. Realmente, el perro jamás se había expresado de una forma tan humana como en aquellos instantes en que de su garganta salían gemidos de placer y estertores de terror. Tuve que retenerlo con la correa, ya que de lo contrario hubiera arrancado el musgo que cubría la piedra que tapaba el hoyo.
Cuando retiré la piedra, el perro emitió un leve gemido. Yo también hubiera podido gemir, pero me resistía a mirar. Al final, no pude aguantar más. La luz de la linterna mostró a mi vista una bolsa de plástico negra y pegajosa por la que reptaban insectos. Cubierto de frío sudor, y con dedos que temblaban como si los espíritus los estuvieran azotando, invadí los dominios del hoyo –¡ésta era la sensación que tuve!–, metí la mano y cogí la bolsa. Pesaba mucho más de lo que esperaba. Tardé largo tiempo en deshacer el nudo, pero no me atrevía a reventar el plástico, como si por el roto que mis dedos hicieran pudieran discurrir riachuelos nacidos en la mismísima Ciudad del Infierno.
Por fin deshice el nudo. Levanté la linterna y mis ojos vieron la cara de mi esposa. No me habría sorprendido más oír el disparo de una pistola en medio de mil noches de sueño. Patty parecía consternada. De la cabeza de mi esposa, donde debía haber estado la base del cuello, pendía una roja maraña de hebras de carne. Tras una sola mirada, porque no pude mirar más, cerré la bolsa. En aquel instante, supe que tenía alma. La sentía moviéndose en mi corazón y en mi pecho, mientras mis dedos volvían a anudar la bolsa.
Me levanté, dispuesto a irme, balanceándome como un marinero borracho. No sabía si debía llevarme conmigo la cabeza de mi mujer, o si debía dejar que reposara en aquel inmundo lugar, pero mientras duró esa debilitación de mi conciencia, el perro dejó de gemir, se agitó y comenzó a meter la cabeza y los hombros en el hoyo, adentrándose más y más, hasta que sus movimientos cambiaron de dirección y retrocedió arrastrado por un extremo, con su boca, una bolsa de plástico verde. Era la que mi mano había tocado en otra ocasión. Estaba rajada. Y vi la cara de Jessica Pond. No pude llamarla Laurel Oakwode.
¿Les parece raro que cogiera las dos cabezas y las llevara al automóvil? Llevé una en cada mano y las dejé en el maletero procurando que no se confundieran los velos de muerte que pudieran estar adheridos a cada una de ellas, ya que una simple bolsa de plástico es muy pobre mortaja. El perro me acompañó como si fuera el acompañamiento del entierro, y los árboles a uno y otro lado guardaron silencio. El sonido del motor del Porsche al ponerse en marcha sonó como una explosión en aquel fúnebre silencio.
Nos fuimos. Como no sabía lo que hacía ni por qué lo hacía no puedo explicar por qué me detuve para recoger el transmisor. Cuando lo hice, Stude y Nissen me atacaron.
Más tarde, cuando pude aclarar un poco mi confusión menta comprendí que la pareja de bribones me había seguido hasta el instante en que quité el transmisor. Habían esperado y después siguieron adelante, pero no encontraron mi coche ni mi casa. Solamente les llegaba el zumbido del transmisor, así que fuero hasta él. Era evidente que me había deshecho de él, y que no podían saber dónde me encontraba. En consecuencia, detuvieron la camioneta en el arcén y esperaron a que yo regresara.
Los vi dirigirse hacia mí cuando estaba de pie en la cuneta junto al mojón kilométrico, con el chivato en la mano. Los dos corrían hacia mí. Recuerdo que pensé que venían a recuperar lo que yo había robado del hoyo, lo que indica el desconcierto que reinaba en mi mente. Una cosa buena de encontrarte fuera de control es que puedes pasar de un momento trascendental a otro sin que sientas el menor miedo. Al meditar sobre ello, creo que estaban furiosos por haber tenido que esperar media hora junto al transmisor en medio de la lluvia. Querían liquidarme, simplemente por haberme burlado de una técnica que consideraban perfecta.
Cuando se lanzaron sobre el perro y sobre mí, Nissen lleva una navaja en la mano, y Stude una llave de ruedas. El perro y yo jamás nos habíamos encontrado en una situación semejante de alianza entre animal y hombre que puede implicar morir juntos, pero Trucos no me abandonó.
No puedo decir qué fuerza nos ayudó a repeler el ataque. Yo tenía guardadas en mi maletero las cabezas de dos rubias damas. Aquellas dos cabezas podían acarrearme doscientos años de presidio, si descubrían que las tenía, y esto representa una fuerza nada despreciable. También me dio fuerza para luchar una idea absurda que me embargaba. Frenético de excitación, imaginaba en aquellos instantes que transportaba a aquellas damas de una tumba inmunda a otra más decente.
Otra fuerza que también vino en nuestra ayuda fue la loca rabia que me acometió. Todo aquello que yo alcanzaba a comprender se había ido acumulando, durante los últimos cinco días, en mi cabeza y extremidades, como si se tratase de pólvora. Por eso, la visión de aquellos dos acercándose amenazadoramente actuó en mí como un fulminante. Recuerdo que el perro se puso alerta y en guardia a mi lado, con los pelos erizados como clavos. Entonces todo comenzó y todo terminó para él. Tal vez no duró ni diez segundos. El perro se abalanzó sobre Nissen y le atenazó la cara y el cuello con sus dientes. Pero recibió en pleno corazón la puñalada del Araña y murió sobre Nissen, quien, chillando y con las manos en la cara, salió a todo correr. Stude y yo tardamos más.
Stude comenzó a dar vueltas a mi alrededor, con la intención de golpearme con la llave de ruedas, en tanto que yo procuraba mantener las distancias, dispuesto a lanzarle a la cabeza mi transmisor –sí, entonces era mío–, pero el peso del aparato no superaba el de un guijarro.
Por muy furioso que estuviera la verdad es que no me encontraba en forma para pelear. El corazón parecía que me fuera a estallar, y no tenía armas que pudieran equipararse con la llave de Stude. No me quedaba más remedio que cazarle de un directo de derecha perfecto en la mandíbula –mi izquierda nunca había sido lo bastante buena–, y para ello tenía que esperar el momento en que se dispusiera a golpearme con la llave. Cuando te enfrentas con un hombre que esgrime un trozo de hierro, no queda más remedio que esperar a que el tipo se decida a golpear con él. Sólo puedes atacar al otro cuando su arma está alzada. Stude lo sabía. Se limitaba a balancear hacia adelante y hacia atrás la llave, sin comprometerse a enarbolarla para asestarme un golpe potente. Estaba dispuesto a esperar. Prefería que su adversario queda agotado por la tensión nerviosa. Stude esperaba, los dos trazábamos círculos, y yo me daba cuenta de que mi respiración era más trabajosa que la suya. Entonces le arrojé el transmisor, que le di en la cabeza. A continuación le aticé un puñetazo con la derecha pero en lugar de darle en la barbilla alcancé su nariz, lo que é aprovechó para golpearme con la llave inglesa el brazo izquierdo. Pero lo hizo después de haber perdido el equilibrio, por lo que el golpe perdió bastante potencia, a pesar de lo cual sentí el brazo muerto y tanto dolor que apenas pude esquivar el siguiente golpe aunque lo conseguí. Volvió a blandir la llave, y en ese momento la sangre que le manaba de la nariz le entró en la boca, por lo que comprendió que se la había roto.
Se abalanzó contra mí blandiendo la llave. Esquivé el golpe, cogí dos puñados de grava de la carretera y se los arrojé a la cara. Cegado, me lanzó otro golpe con todas sus fuerzas. Yo me eché a un lado y le aticé con la derecha el golpe más fuerte que había dado en mi vida, como si mi brazo actuara animado por un rayo, Stude y su llave cayeron al suelo, el uno al lado de la otra. Entonces cometí el error de pegarle una patada en la cabeza, con lo que sólo conseguí romperme el dedo gordo del pie. De todas formas, el nuevo dolor que sentí tuvo la ventaja para él de impedirme golpearle la cabeza con su llave. La cogí y, cojeando, me dirigí a la camioneta. El Araña estaba reclinado sobre el vehículo, sosteniéndose la cabeza con las manos y gimiendo; y yo gocé del placer de dejarme llevar de un verdadero ataque de furia. Con la llave destrocé los cristales de las ventanillas. Rompí los faros y las luces de situación y, no contento con eso, intenté arrancar las puertas, lo que no conseguí, aunque sí pude torcerles las bisagras. El Araña lo contempló todo en silencio y, por fin, me dijo:
–Oye, ten un poco de compasión. Necesito que me vea un médico.
–¿Por qué dijiste que te había robado la navaja? –le pregunté.
–Alguien me la robó. Y me compré otra que no sirve para nada.
–Es la que tiene clavada mi perro.
–Lo siento. No tenía nada contra tu perro.
Realmente, el Araña estaba hecho una lástima. Le dejé junto a la camioneta y evité acercarme a Stude para no tener el impulso de golpearlo con la llave. Me arrodillé al lado de mi perro, que había muerto junto al Porsche, su vehículo favorito, y con el brazo ileso conseguí meterlo dentro, dejándolo en el asiento contiguo al del conductor.
Y me fui a casa.
¿Quieren que les cuente efectos beneficiosos de aquel combate? Pues bien, tuve la suficiente presencia de ánimo para llevar las dos bolsas de plástico al sótano de mi casa, y guardarlas en una caja de cartón. (Tal vez sea pronto para decirlo, pero el hedor que desprendieron las dos cabezas al cabo de veinticuatro horas de tenerlas allí fue insoportable.) Luego cavé una tumba para el perro en el jardín y lo enterré. Todo lo hice solamente con un brazo y una pierna útiles, aunque es preciso reconocer que la húmeda niebla había dejado la tierra blanda. Después me duché y me acosté. De no haber sido por la pelea en la carretera, no habría podido dormir, y por la mañana hubiera estado a punto para el manicomio. Pero, gracias a ella, dormí como un tronco. Al despertar mi padre estaba en casa.