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El día siguiente estuvo lleno de acontecimientos que voy a relatar; sin embargo, cuando me desperté no tenía ninguna prisa por levantarme. Me quedé largo tiempo en la cama, sin atreverme a abrir los ojos. En aquella voluntaria oscuridad, me esforcé por averiguar qué podía recordar de la noche anterior después que me fui del Mirador.

Obrar de aquel modo era habitual en mí. Por mucho que hubiera bebido, siempre conseguía conducir hasta mi casa. Había llegado a ella sin la menor dificultad en noches en las que otros que hubieran bebido tanto como yo estarían dormidos en el fondo del mar. Entraba en casa, me metía en la cama, y a la mañana siguiente me despertaba con la sensación de que me habían partido la cabeza por la mitad con un hacha. No recordaba nada. Sin embargo, si éste era el único síntoma y no tenía más inquietud que los efectos de la borrachera sobre mi hígado, no tenía ninguna preocupación. Otras personas me contarían lo que había hecho. No sentía temor, y en consecuencia no creía haber cometido delito alguno. Un poco de amnesia no es la peor de las afecciones cuando bebes como un irlandés.

Sin embargo, desde que Patty Lareine se fue me hube de enfrentar a hechos nuevos y muy curiosos. ¿Acaso la bebida me inducía a hurgar en la raíz de mi herida? Sólo puedo decir que por la mañana mi memoria era clara, pero fragmentaria, hecha añicos. Los fragmentos eran claros, pero no encajaban, como si pertenecieran a varios rompecabezas diferentes tirados en una misma caja. Supongo que esto equivale a decir que mis sueños eran tan razonables como mi memoria, o que ésta era tan poco digna de crédito como mis sueños. Tanto en un caso como en el otro, no podía separar los recuerdos de los sueños. Es un estado de ánimo realmente espantoso. Al despertar estás hecho un mar de dudas acerca de tu conducta. Es como penetrar en un laberinto de cavernas. En algún punto del trayecto se rompe el delgado hilo que vas dejando atrás para poder regresar. Y ahora cada vez que doblas una esquina tienes la duda de si has pasado antes por allí o es la primera vez que la ves.

Digo esto porque, al despertarme el día vigésimo quinto, permanecí inmóvil durante una hora antes de decidirme a abrir los ojos. Tenía un miedo terrible, un miedo que no había sentido desde que salí de la cárcel. Cuando estuve en prisión, había mañanas en que me despertaba con la certeza de que alguien perverso, de una perversión mayor que todas las conocidas, me acechaba. Éstas eran las peores mañanas de la cárcel.

Estaba convencido de que algo me ocurriría antes de que el día terminara, y era esta premonición lo que me llenaba de pavor. Con todo, me llevé una sorpresa, mientras estaba tumbado con la cabeza a punto de estallarme, procurando, con los ojos cerrados, fijar mi vista en los recuerdos, que eran como una película con muchos saltos y roturas, mientras un peso de aprensión, como de plomo, me oprimía el estómago: tenía una erección con todas las de la ley, tremenda. Hubiera querido follarme a Jessica Pond.

En días venideros recordaré a menudo este detalle intrascendente. Pero vayamos por orden. Cuando la mente se transforma en un libro del que faltan páginas, o, mucho peor, en dos libros, cada cual con sus lagunas, el orden se vuelve algo tan indispensable como la limpieza en un monasterio. De modo que gracias a esa erección recordé mi tatuaje y no me llevé la sorpresa de verlo al abrir los ojos. (Aunque en aquel instante no podía recordar dónde me lo hicieron, ni la cara de quien lo hizo.) No sabía cómo, pero el hecho había quedado registrado en mi mente. A pesar de lo desdichado que me sentía, no por ello dejaba de experimentar curiosidad. ¡Cuántas facetas puede tener la memoria! Recordar que algo ha sucedido, a pesar de que es imposible tener una imagen clara de cómo se ha llevado a cabo, viene a ser lo mismo que leer una noticia acerca de alguien en un periódico. Fulano de Tal se ha apropiado indebidamente de ochenta mil dólares. El título es lo único que se percibe, a pesar de lo cual el acto queda registrado en la mente. Así pues, advertía un hecho relativo a mí mismo. Tim Madden tenía un tatuaje. Lo sabía a pesar de tener los ojos cerrados. La erección me lo recordaba.

En la cárcel siempre me había resistido a que me tatuaran. Bastante presidiario me sentía sin tatuaje. De todas maneras, no puedes pasarte tres años entre rejas sin adquirir una considerable cultura en lo referente a tatuajes. Y por eso había oído hablar del ramalazo de la lujuria. De cada cuatro o cinco hombres que se hacen tatuar, uno sufre un verdadero ataque de lujuria mientras le van pinchando con la aguja. Recordé lo cachondo que me puso la Pond. ¿Había estado presente mientras me marcaba el artista? ¿Acaso esperaba en mi automóvil? ¿Nos habíamos despedido de Lonnie Pangborn?

Abrí los ojos. Mi tatuaje tenía costras y estaba pegajoso. Durante la noche debía de haberse desprendido el esparadrapo que me colocaron para proteger las heridas. De todas formas, el tatuaje se podía leer. Decía LAUREL, en una caligrafía algo retorcida, con tinta azul, y también había un pequeño corazón rojo. No creo que nadie pueda decir que tengo buen gusto en cuestiones de arte.

Mi mal genio estalló como un huevo podrido. Patty Lareine también había visto el tatuaje. ¡Anoche! De repente, tuve una visión clarísima de Patty. Estaba en nuestra sala de estar, y me gritaba: «¿Laurel? ¡Qué cara tienes! ¿Cómo te atreves a recordármela?»

Sí, pero ¿todo esto había ocurrido realmente? Sabía muy bien que era capaz de inventar conversaciones con la misma facilidad con que las sostenía. A fin de cuentas, yo era escritor. Patty Lareine había desaparecido hacía veinticinco días en compañía de un semental negro, un tipo alto, ceñudo, de cuerpo bien formado, que había revoloteado a su alrededor durante el pasado verano, aprovechando esa propensión carnal hacia los negros que anida en el corazón de ciertas señoras rubias, tan inherente a ellas como el rayo al trueno. Diría que arde sin llama en su corazón como harapos sebosos detrás de la puerta de un granero a la espera de la corriente de aire que avive el fuego. Bueno, sintiera Patty lo que sintiera, los resultados siempre eran los mismos. Una vez al año, estación más, estación menos, Patty se liaba con algún negro. Un negro corpulento. El tipo podía ser patoso y pesado, o ágil como un jugador de baloncesto, pero siempre era corpulento. El tamaño los ponía fuera de mi alcance físico. Me parece que el desprecio que Patty sentía hacia mí alcanzaba su paroxismo cuando veía que no era capaz, no obstante lo evidente de mis excrecencias córneas, de coger la pistola y defender mi honra. «¿Como hubiera hecho tu padre, allá en Carolina del Norte?», le preguntaba. Y ella contestaba, sarcástica: «¡Para esos trotes estás tú…!», y lo decía con el mismo salero, desprecio y descaro con que una muchachita de dieciocho años con pantalones cortos deshilachados rechaza las atenciones de un viejo verde en una cafetería de gasolinera. ¡Santo Dios, qué poco respeto me tenía Patty! Me aterrorizaba pensar que algún día pudiera decidirme a coger la pistola, aunque jamás lo haría para atacar a los amigos negros de mi mujer. Aquellos tipos sólo se apropiaban de lo que yo también me hubiera apropiado de tener sus atributos masculinos y pensar con su negra lógica. No, temía coger el arma y vaciarla en la cara de Patty, en aquella expresión de superioridad con que parecía decirme: «¡jódete, cabrón!»

De todas maneras, ¿cómo se me había ocurrido tatuarme el nombre de Laurel sabiendo cuánto lo odiaba mi esposa? Me constaba que Laurel era la única mujer a quien Patty jamás perdonaría. A fin de cuentas, yo iba con Laurel cuando conocí a Patty, aunque debo hacer constar que no se llamaba Laurel, sino Madeleine, Madeleine Falco. Fue Patty quien se empeñó en llamarla Laurel así que la conoció. Más tarde supe que era una especie de abreviatura de Lorelei. A Patty no le cayó nada bien Madeleine Falco. ¿Había yo elegido el nombre para castigar a Patty? ¿Habría estado de verdad en casa? ¿Sería todo aquello un fragmento de algún sueño de la noche pasada?

Pensé que si mi mujer realmente me había visitado y luego se había ido, habría dejado algún rastro. Patty siempre dejaba tras de sí objetos a medio consumir. Posiblemente habría dejado huellas de pintalabios en algún vaso. Esto bastó para inducirme a ponerme una camisa y unos pantalones y bajar la escalera dando saltos, pero en la sala de estar no vi rastro de Patty. Los ceniceros estaban limpios. ¿Por qué, sin embargo, estaba ahora doblemente seguro de que había hablado con ella? ¿De qué me servían los indicios cuando mi mente se empeñaba en creer todo lo contrario de lo que las pruebas indicaban? Se me ocurrió que la única demostración verdadera de mi cordura, o, por decirlo con otras palabras, del tono muscular de mi mente, era la capacidad de formularme pregunta tras pregunta sin que vislumbrara ninguna contestación.

Fue una suerte que se me ocurriera esa idea, porque muy pronto iba a necesitarla. Por la noche, en la cocina, el perro se había sentido mal. El rico contenido de sus intestinos ensuciaba el linóleo. Además, la cazadora que llevaba la noche anterior colgaba del respaldo de una silla, y estaba llena de sangre coagulada. Me palpé las narices. Soy propenso a las hemorragias nasales. Sin embargo, mis conductos nasales parecían despejados. El terror que me invadió al despertar se hizo más intenso. Cuando inhalé aire, un silbido de temor estremeció mis pulmones.

¿Cómo iba a limpiar la mierda de la cocina? Di media vuelta, crucé la casa y salí. Hasta que llegué a la calle y sentí el húmedo aire de noviembre traspasar mi camisa, no me di cuenta de que aún iba en zapatillas. Tampoco importaba. Di cuatro zancadas por la calle del Comercio y miré a través de las ventanillas de mi Porsche (el Porsche de Patty). El asiento del acompañante estaba lleno de sangre.

¡Todo aquello parecía obedecer a una extraña lógica! Por raro que parezca, me quedé inmóvil, sin pensar en nada. Claro que cuando se tiene una resaca tan fuerte como la mía aquella mañana, es habitual que la mente se te quede en blanco. Así pues, se disiparon mis temores y me sentí eufórico como si nada de lo ocurrido tuviera que ver conmigo. La oleada de lujuria del tatuaje volvió a invadirme.

Además, sentía frío. Regresé a casa y me preparé una taza de café. El perro, avergonzado de su guarrada de la noche anterior, andaba torpemente de un lado para otro, amenazando con llenarlo todo de porquería, así que le dejé salir a pasear.

Mi buen humor (que me complacía por lo insólito, de la misma manera que un enfermo desahuciado agradece cada instante en que no padece dolor) duró todo el tiempo que tardé en limpiar la mierda del perro. La resaca hacía que tuviera unas náuseas terribles, pero al mismo tiempo experimenté la más concienzuda y satisfactoria expiación del pecado de beber. Sólo soy católico a medias, y además autodidacta, porque el Gran Mac, mi padre, jamás se acercó a ninguna iglesia, y Julia, mi madre (medio protestante y medio judía, razón por la cual no me gustan los chistes antisemitas), tenía tendencia a llevarme a tantas y tan diferentes catedrales, sinagogas, reuniones cuáqueras y conferencias sobre ética, que jamás llegó a ser una guía religiosa para mí. En consecuencia, no podía pretender ser realmente católico. Pero lo hacía. Sólo necesitaba una tremenda resaca y arrodillarme a limpiar la mierda del perro para sentirme virtuoso. (Incluso casi había conseguido olvidar la gran cantidad de sangre derramada sobre el asiento derecho de mi automóvil.) Y de pronto sonó el teléfono. Era Regency, Alvin Luther Regency, nuestro jefe de policía interino, o, mejor dicho, su secretaria, quien me pidió que esperase al teléfono hasta que su jefe cogiera el aparato, el tiempo suficiente para quitarme el buen humor.

–Hola, Tim, ¿cómo estás? –preguntó Regency.

–Muy bien. Con resaca, pero bien.

–Hombre, me alegro. Esto es bueno. Esta mañana, al despertarme, me he sentido un poco preocupado por ti.

Bueno, no cabía duda de que Regency estaba dispuesto a ser un jefe de policía al estilo moderno.

–Pues no tienes por qué. Estoy bien.

Regency hizo una pausa bastante larga, y luego me preguntó:

–Tim, ¿por qué no vienes a mi oficina esta tarde, cuando te vaya bien?

Mi padre siempre decía que, en caso de duda, es casi seguro que se avecina algo desagradable. Lo mejor es enfrentarse a lo que sea sin dilación. En consecuencia, dije:

–Bueno, si quieres voy ahora mismo.

–Es que ya es hora de comer –me contestó en tono de reproche.

Regency tenía en poco a las personas que no sabían la hora que era.

–Bueno, pues comamos juntos –le propuse.

–Es que he quedado con uno de los concejales.

–Ah, bueno.

–¿Tim?

–¿Sí?

–¿Te encuentras bien?

–Eso creo.

–Una cosa, ¿no crees que deberías limpiar tu automóvil?

–¡Oh, Dios mío! Anoche tuve una terrible hemorragia nasal.

–Bueno, el caso es que algunos de tus vecinos deberían pertenecer a la Sociedad de Chismosos Bienintencionados. Por la manera como me han hablado por teléfono, se diría que le habías arrancado un brazo a alguien.

–Si tienes alguna duda, ¿por qué no vienes, te llevas una muestra de sangre y compruebas si es de mi grupo sanguíneo?

–¡Venga, hombre!

Regency se rió. Soltó una auténtica risa de policía. Era una especie de agudo relincho de soprano que nada tenía que ver con el resto de su persona. Su cara, puedo asegurarlo, parecía de granito.

–Sí, ya sé que resulta divertido –le dije–. Pero ¿te gustaría ser un tío con toda la barba al que todavía te sangra la nariz?

–Bueno, en ese caso, procuraría cuidarme. Después de diez vasos de whisky, tendría por norma beberme puntualmente un vaso de agua.

La palabra «puntualmente» pareció recordarle que era hora de comer. Soltó otro agudo relincho y colgó.

Limpié el automóvil. No me sentí tan virtuoso como al limpiar la mierda del perro. Además, mi estómago no había aceptado bien el café. No sabía si irritarme por la ofensa infligida por mis vecinos, o por su paranoia, o por ambas cosas a la vez –por otra parte, ¿qué vecino me había denunciado?–, o aceptar la posibilidad de que había llegado a estar lo bastante fuera de mí para partirle las narices a alguna señora rubia, aunque no sabía cuál de las dos. O algo peor. ¿Cómo se arranca un brazo?

El problema era que mi lado sardónico, que probablemente tenía la finalidad de ayudarme a superar mis malos momentos, no era algo verdadero, sino una mera faceta. Y en mí, como en todo diamante, había muchísimas más. No contribuyó a tranquilizarme mi creciente convicción de que la sangre en el asiento del automóvil no podía provenir de las narices de nadie. Había demasiada. Así pues, la tarea de limpiarla me revolvió las tripas. La sangre, como cualquier otra fuerza de la naturaleza, pugna por expresarse. Y su mensaje es siempre el mismo. «Todo lo vivo», oí que me decía, «exige volver a vivir.»

Omitiré detalles tales como escurrir los trapos con que limpiaba la sangre, e ir y venir con cubos de agua. Tuve amistosas conversaciones acerca de las hemorragias nasales con un par de vecinos que pasaron mientras estaba en plena faena, y cuando terminé había tomado la decisión de ir a pie a la comisaría de policía. La verdad es que, si iba en el automóvil, Regency podía sentir tentaciones de quedárselo para investigar.

Durante los tres años que pasé en presidio, a veces me desperté, en mitad de la noche, sin saber dónde estaba. Esto, en sí mismo, no habría sido anormal si no hubiera concurrido la circunstancia de que, como es natural, sabía exactamente el lugar en que me encontraba, en tal galería, en la celda número tantos, y, sin embargo, era incapaz de aceptar estos hechos. Al parecer, no me era permitido aceptar la realidad como algo real. Tumbado en la cama, hacía planes para almorzar con una chica o alquilar un bote y salir a navegar. De nada me servía decirme que «no estaba en mi casa, sino en una celda de una cárcel para presos no peligrosos, en el estado de Florida. Veía estos hechos reales como parte de un sueño, y, en consecuencia, muy alejados de mí. De no ser por la persistencia del sueño de que estaba en la cárcel, me creía capaz de realizar mis proyectos para aquel día. Me decía para mis adentros: «Muchacho, arráncate las telarañas.» A veces, me costaba una mañana entera volver a la realidad. Y sólo entonces me daba cuenta de que no me estaba permitido invitar a almorzar a ninguna muchacha.

Algo muy parecido a esto me ocurría el día vigésimo quinto. Llevaba un tatuaje que no podía explicarme, un perro fiel se asustaba al verme, acababa de limpiar mi coche de la sangre que lo ensuciaba, mi esposa me había abandonado y no estaba seguro de haberla visto la noche anterior, y gocé de una erección realmente espléndida en honor de una señora de mediana edad dedicada al negocio inmobiliario en California. Con todo, mi único pensamiento mientras me dirigía al centro de la ciudad era que Alvin Luther Regency debía de tener algún motivo importante para interrumpir la jornada de trabajo de un escritor.

El hecho de llevar veinticinco días sin escribir nada me pareció tan baladí que lo deseché. Más bien, como en aquellas mañanas en presidio en las que no podía volver a la realidad, me sentía como un bolsillo vacío vuelto del revés, tan fuera de mi mismo como el actor que abandona a su esposa y a sus hijos, se olvida de sus deudas, de sus errores e incluso de su vanidad a fin de meterse en la piel de un personaje de una obra teatral.

De hecho me concentraba en la observación de la nueva personalidad que entró en el despacho de Regency, en la planta baja del Ayuntamiento, pues al cruzar la puerta lo hice como si fuera un periodista, es decir, traté de dar la impresión de que la indumentaria del jefe de policía, la expresión de su rostro, los muebles de su oficina y las palabras que dijera me resultaban tan indiferentes como las frases que debería redactar para confeccionar mi artículo diario de ocho buenos párrafos de aproximadamente la misma extensión. Como decía, entré plenamente concentrado en la interpretación de este papel, y, en consecuencia, como buen periodista, advertí que Regency aún no estaba acostumbrado a su nueva oficina. No, aún no. Sí, evidentemente, sus fotos personales, las menciones enmarcadas que atestiguaban su valor, sus títulos profesionales, sus pisapapeles y sus recuerdos estaban sobre la mesa o clavados en la pared, dos archivadores flanqueaban su escritorio como columnas rectangulares a uno y otro lado de la puerta de un templo antiguo, y él estaba sentado muy erguido, como corresponde a un antiguo militar, un veterano boina verde, según se desprendía de su cabello cortado al cepillo; a pesar de todo ello, era evidente que no se encontraba a sus anchas en su despacho. Claro que ¿en qué oficina habría podido encontrarse a sus anchas? Tenía facciones que parecían obra de un escultor que las hubiera tallado rígidamente en piedra, una cara que era toda ella promontorios, salientes y mesetas. Los motes que en la ciudad se le daban eran abundantes: Cara de Piedra, Blanco de Tiro, Ojos de Chispa, o el que se les ocurrió a los pescadores portugueses, Pies Inquietos. Evidentemente, la gente de la ciudad todavía no estaba dispuesta a aceptarle. Todavía dominaba la sombra de su antecesor, a pesar de que llevaba seis meses en el cargo de jefe de policía. Ahí estaba el problema. El anterior jefe de policía, cargo que había ocupado durante diez años, era un portugués de la localidad que se licenció en leyes estudiando por la noche y trabajaba ahora en la oficina del fiscal general del estado de Massachusetts. Teniendo en cuenta que Provincetown no es una comunidad sentimental, se hablaba realmente bien del anterior jefe de policía.

No conocía bien a Regency. Con todo, si en los viejos tiempos hubiera entrado en mi bar, habría imaginado sin la menor duda la clase de tipo que era. Tenía la corpulencia suficiente para ser un profesional del fútbol americano, y las chispas de desafío que lanzaban sus ojos no podían engañarme: en él se habían juntado el espíritu de emulación y un deseo maníaco de imponer su voluntad. Regency parecía un atleta cristiano que no podía aceptar la posibilidad de ser derrotado.

Si he trazado este retrato de Regency es porque la primera impresión que me causó, la de que era un hombre que no tenía secretos para mí, resultó falsa. La verdad es que nunca llegué a comprenderle. De la misma manera que yo a veces no me adaptaba al día que me esperaba, Regency no siempre coincidía con la personalidad que le había atribuido. A su debido tiempo iré dando detalles.

Regency echó hacia atrás su silla con precisión militar y rodeó su escritorio para acercarme una silla. Luego me miró a los ojos, pensativo. Como un general. Le hubiera considerado completamente imbécil de no haber sido porque a lo largo de su carrera había adquirido, al parecer, la vaga idea de que un policía debía estar dotado de la virtud de la compasión. Por ejemplo, lo primero que me dijo fue:

–¿Cómo está Patty Lareine? ¿Has tenido noticias suyas?

–No.

Con esta simple pregunta me había hecho olvidar el papel de periodista que con tanto ahínco trataba de representar.

–No quiero meterme en lo que no me importa, pero juraría que anoche la vi.

–¿Dónde?

–En el lado oeste del pueblo. Cerca del rompeolas. El lugar no estaba lejos del Mirador.

–Es interesante saber que ha regresado a la ciudad, pero, realmente, lo ignoraba.

Encendí un cigarrillo. El pulso se me había acelerado enloquecidamente.

–Fue sólo la breve visión de una señora rubia a lo lejos, hasta el punto que alcanzaban los faros de mi automóvil. Unos trescientos metros.

Su tono indicaba que estaba en lo cierto. Sacó un puro, lo encendió y exhaló el humo con gesto de estar interpretando un anuncio en televisión.

–Tu esposa es una mujer tremendamente atractiva.

–Gracias.

En una de nuestras orgías del pasado agosto, durante una semana en que cada día nos bañábamos en pelotas al amanecer (el último negro de Patty ya andaba por casa al acecho), conocimos a Regency. Alguien llamó a la policía para quejarse del ruido. El propio Alvin vino a avisarnos. Estoy seguro de que le habían hablado de nuestras fiestas.

Patty le cautivó desde la coronilla hasta las punteras de las botas. Patty dijo a todos, a los borrachos, a los chalados, a los modelos masculinos y femeninos, a los medio desnudos y a los tipejos carnavalescos prematuramente disfrazados, que iba a bajar el volumen del equipo de alta fidelidad en honor del jefe de policía, Regency. Luego se burló un poco de aquel estricto sentido del cumplimiento del deber que impedía a Regency tomarse una copa con nosotros.

–Alvin Luther Regency –dijo Patty–. Es un nombre tremendo. Estás obligado a hacer honor a semejante nombre, muchacho.

Regency sonrió igual que un premiado con la medalla de honor del Congreso al ser solemnemente besado por Elizabeth Taylor.

–¿Y cómo es que te pusieron Alvin Luther aquí, en Massachusetts? –preguntó Patty–. Estos nombres son propios de Minnesota.

–Bueno, la verdad es que mi abuelo paterno era de Minnesota.

–¿Lo ves? Nunca discutas con Patty Lareine.

Patty aprovechó la ocasión para invitarle a la fiesta que íbamos a dar a la noche siguiente. Regency acudió al terminar su jornada de trabajo. Al despedirse, me dio las gracias y comentó que se lo había pasado muy bien.

Conversamos un poco. Regency dijo que vivía en Barnstable, y, por encontrarse este lugar a ochenta kilómetros de Provincetown, le pregunté si no se sentía un poco desplazado al trabajar aquí, con todo el barullo propio del verano. Provincetown es el único lugar que conozco en que se puede formular una pregunta así al jefe de policía.

–No, yo mismo pedí este puesto –me respondió Regency–. Me gusta.

–¿Por qué? –le pregunté. Corría el rumor de que pertenecía a narcóticos.

–Bueno, a Provincetown le llaman el Salvaje Oeste del Este –dijo Regency, que soltó su relincho. Era una forma muy elegante de no contestarme.

A partir de entonces, siempre que celebrábamos una fiesta Regency acudía a ella para pasar unos minutos. Si la fiesta era ininterrumpida, de manera que empalmábamos un par de noches, veíamos a Regency dos noches consecutivas. Si venía después de su jornada de trabajo, se tomaba una copa, charlaba tranquilamente con dos o tres personas y se largaba. Sólo una vez –fue a principios de septiembre– se emborrachó, aunque no demasiado. En la puerta se despidió con un beso de Patty Lareine, y me estrechó solemnemente la mano. Entonces, Regency me dijo:

–Me tienes preocupado.

–¿Por qué?

No me gustaban los ojos de Regency. Aunque te mostrara simpatía, había en él ese calor que te recuerda al granito cuando ha sido calentado por el sol: hay calor, sin duda, la roca siente simpatía por ti, pero sus ojos eran como dos pernos de acero clavados en la piedra.

–Me han dicho que tienes un gran potencial oculto –dijo Regency.

En Provincetown no hay nadie capaz de decir una frase así.

–Sí, jodo con las mejores –le contesté.

–Tengo la impresión de que no te achicas por grandes que sean las dificultades –observó Regency.

–¿Grandes?

–Cuando todo se viene abajo.

Por fin, en sus ojos apareció un poco de luz.

–Efectivamente –le respondí.

–Muy bien. Ya sabes a qué me refiero. No, no, no me he equivocado.

Y se fue. Si Regency hubiera sido de esos hombres capaces de hacer eses, aquella noche le habría visto hacerlas.

Sin embargo, Regency estaba mucho más seguro de sí mismo cuando bebía en el bar de la Asociación de Veteranos de Guerra. Incluso le vi echar un pulso con «Barriles» Costa, quien se había ganado el apodo porque lanzaba los barriles de pescado desde la bodega a la cubierta y, cuando la marea estaba baja, desde la cubierta a lo alto del muelle. En lo tocante a pulsos, el Barriles derrotaba a todos los portugueses de la ciudad, pero Regency aceptó el reto y una noche echó un pulso con el Barriles, lo que le valió el respeto de todos por no esconderse detrás del uniforme. El Barriles ganó, pero tuvo que sudar el tiempo suficiente para comprender con amargura que había dejado de ser joven, en tanto que Regency echaba chispas. Me pareció que no estaba habituado a perder.

–Madden, eres un comemierda –me dijo aquella noche–. Pura basura.

Sin embargo, a la mañana siguiente, cuando me disponía a comprar el periódico, Regency detuvo el coche patrulla y me dijo:

–Me temo que anoche me pasé de rosca.

–Olvídalo.

Empezaba a irritarme. Intuía el final de todo aquello: una madre con grandes tetas y un enorme falo. Ahora, en su despacho, le dije:

–Si la única razón por la que me has invitado a venir ha sido decirme que viste a Patty Lareine podías haberlo dicho por teléfono.

–Quiero hablar contigo.

–Rara vez sigo los consejos que me dan.

–Quizá sea yo quien necesite tu consejo –lo que añadió a continuación lo dijo con un orgullo que no podía ocultar, como si la verdadera esencia de la virilidad, la marca propia del hombre que realmente lo es, radicara en la fuerza con que proclamaba su ignorancia–: Por ejemplo, no entiendo a las mujeres.

–Si recurres a mí para que te oriente, es evidente que no las conoces.

–Mac, una de estas noches cogeremos una trompa de miedo.

–Sí, hombre.

–No sé si lo sabes, pero tú y yo somos los únicos filósofos que hay en esta ciudad.

–En este caso, Alvin, eres el único filósofo que las derechas han parido en muchos años.

–Mira, no gastemos la pólvora en salvas.

Cuando me dirigía a la puerta, me dijo:

–Te acompaño hasta tu coche.

–No he venido en coche.

–¿Tenías miedo de que lo inspeccionara?

Esta idea le pareció tan graciosa que fue lanzando relinchos de risa mientras me acompañaba por el pasillo hasta la calle. Allí, antes de separarnos, Regency me preguntó:

–¿Sigues teniendo tu plantación de marihuana en Truro?

–¿Cómo te has enterado de eso?

Pareció contrariado.

–Bueno, es un secreto a voces. En tus fiestas todos hablan de lo buena que es tu marihuana casera. Yo mismo la probé.

Patty Lareine me metió un par de cigarrillos en el bolsillo en el momento en que me iba.

–Tu marihuana es tan buena como la que fumaba en Vietnam –hizo un par de movimientos afirmativos con la cabeza, y añadió–: Oye, me importa un comino que seas de derechas o de izquierdas. Tus jodidas tendencias políticas no me dan ni frío ni calor. Pero la marihuana me gusta. Y te voy a decir otra cosa. Los conservadores no están en lo cierto en todo. Se equivocan en lo referente a la marihuana. Imaginan que destruye el alma, pero a mi juicio no es así. Creo que el Señor usa de todo su poder y vence al Diablo.

–Oye, si no hablaras tanto podríamos tener una conversación –le dije.

–Una de estas noches nos emborracharemos.

–Bueno.

–Ahora bien, entretanto, si yo tuviera una provisión de marihuana en Truro…

Hizo una pausa. Dije:

–No tengo provisión alguna.

–Tampoco digo que la tengas. No quiero saberlo. Me limito a decir que si yo tuviera algo allí, comenzaría a pensar en sacarlo. Y pronto.

–¿Por qué?

–No puedo decírtelo todo.

–¿Es que quieres tocarme los huevos?

Se tomó su tiempo antes de contestar.

–Oye, he sido miembro de la policía estatal. Lo sabes muy bien. Y he sido uno de los mejores. La mayoría de los muchachos de la policía estatal son buenos chicos. No destacan por su sentido del humor y nunca serán como tú, pero son buenos chicos.

Asentí con la cabeza. Esperé. Pensaba que Regency seguiría hablando. Como no lo hizo, dije:

–Nunca les ha gustado la marihuana.

–La odian. Ándate con cuidado –me previno.

Me atizó una tremenda palmada en la espalda y desapareció en las oficinas del Ayuntamiento.

Me pareció un poco difícil creer que la policía estatal, cuyos miembros consideran que parte de sus deberes consiste en holgar en otoño, invierno y primavera, a fin de estar en forma durante los tres prodigiosos meses de sufrimientos en medio del tránsito veraniego y sus anejas locuras en Cape Cod, estuvieran abandonando en masa sus acuartelamientos en pleno noviembre a fin de peinar la zona del cabo buscando pequeñas plantaciones de marihuana en Orleans, Eastham, Wellfleet y Truro. Por otra parte, era posible que conocieran la existencia de mi plantación. Y siempre cabía la posibilidad de que se aburrieran. A veces, había pensado que en Cape Cod había un policía de narcóticos por cada drogadicto. No cabía duda de que en Provincetown el negocio de la información y desinformación sobre la droga, con los correspondientes tratos, engaños y estafas, era la cuarta industria, después del turismo, la pesca y todo lo relacionado con la homosexualidad.

Si los policías estatales estaban al corriente de la existencia de mi plantación, y tal vez fuera más adecuado preguntarse si era posible que no lo estuvieran, no había razón alguna para presumir que nos tuvieran especial cariño a mi esposa y a mí. Nuestras fiestas veraniegas eran demasiado famosas. Patty Lareine tenía grandes defectos –un corazón loco y una falta absoluta de lealtad son los primeros que se me ocurren–, pero también tenía la agradable virtud de no tener fingidos remilgos sociales, es decir, no era una esnob, ni mucho menos. Podría decirse que no podía permitirse el lujo de serlo, si tenemos en consideración lo pueblerina que era al principio de su carrera; claro que esto se puede superar. Si Patty Lareine se hubiera quedado en Tampa, o hubiera osado trasladarse a Palm Beach, se habría visto obligada a seguir la táctica que habían perfeccionado sus más ambiciosas antecesoras, o sea, abrirse camino con garras y colmillos, pero con suavidad y ternura, hasta casarse con un hombre todavía más respetable que Wardley, ya que éste es el único juego interesante al que puede dedicarse una rica divorciada en la Costa de Oro, y el que más altas recompensas ofrece a su vanidad. Es una vida interesante para la mujer que tiene el talento adecuado.

Jamás intenté comprender a Patty, por descontado. Incluso cabe la posibilidad de que me quisiera. Es difícil encontrar una explicación más clara. Creo firmemente en el principio de Occam, según el cual la explicación más sencilla de un hecho suele ser también la más correcta. Dado que yo no era más que el chófer de Patty Lareine durante el año que precedió a nuestra boda, teniendo en cuenta que me «cagué» (ésas fueron sus palabras) y decidí que, a fin de cuentas, no tenía el menor interés en intentar asesinar a su marido, y dado que yo era un ex presidiario que no podía ayudarla a subir escalinatas de mármol en las mansiones de Palm Beach, jamás supe con claridad a santo de qué Patty Lareine quiso gozar en matrimonio de mi medianamente atractiva presencia, al menos por una temporada, a no ser que su corazón se hubiera derretido realmente por mí. ¿Quién sabe? Durante un tiempo, hubo algo entre nosotros dos en la cama, pero esto es algo que se da por supuesto. ¿Por qué otra razón puede casarse una mujer con alguien de clase social inferior? Más tarde, cuando las cosas fueron mal, empecé a preguntarme si lo que realmente apasionaba a Patty no sería mostrar que detrás de mi vanidad no había nada. Una tarea diabólica, ciertamente.

Da igual. Lo que quería decir es que al decidir ir a Provincetown, Patty Lareine demostró que no era esnob. Es inútil que vayas a Provincetown si eres un esnob y tu meta es la ascensión social. Me gustaría que algún día un sociólogo se ocupara del singular sistema de clases de nuestra sociedad local. La ciudad, como hubiera explicado a Jessica Pond de haber tenido ocasión, fue, en otros tiempos, hace de ello unos ciento cincuenta años, un puerto de balleneros. Los capitanes yanquis de Cape Cod constituían la capa social superior, y trajeron pescadores portugueses de las Azores para formar las tripulaciones de sus barcos. Luego los yanquis y los portugueses se mezclaron (de la misma manera que lo hicieron escoto-irlandeses con indios, caballeros de Carolina con esclavas, judíos con protestantes). Ahora, la mitad de los portugueses tenían apellidos tales como Cook y Snow, y, fuera cual fuese su apellido, se habían convertido en los dueños de la ciudad. En invierno la dominaban en su totalidad: la flota pesquera, el Ayuntamiento, la iglesia de San Pedro, los grados inferiores de la policía municipal y la mayoría de los maestros y alumnos de la enseñanza primaria y secundaria. En verano, los portugueses resultaban ser dueños de nueve de cada diez pensiones, y de más de la mitad de los bares y cabarets. A pesar de todo, seguían formando una comunidad muy unida y vivían con gran sencillez. No hacían ostentación de su riqueza y no tenían casas en lo alto de las colinas. Por lo que yo sabía, los portugueses más ricos de la ciudad vivían en casas contiguas a las de los más pobres, de manera que, con la salvedad de una nueva mano de pintura, no cabía distinguir las casas de los unos de las de los otros. Que yo sepa, ningún hijo de familia portuguesa fue jamás a una universidad prestigiosa. Quizá sentían un respetuoso temor de las iras del mar.

En consecuencia, para ver una demostración de riqueza, por pequeña que fuera, había que esperar la llegada del verano, cuando venían de Nueva York grupos de psicoanalistas y de opulentos miembros de las profesiones liberales con aficiones artísticas, que formaban cotos cerrados, así como una amplia gama de homosexuales y unos cuantos drogadictos, con sus correspondientes traficantes en drogas, y la mitad de la fauna del Greenwich Village y del Soho. Llegaban pintores, aspirantes a pintores, pandillas de motoristas, vividores, hippies y beatniks con sus hijos, más decenas de millares de turistas de un día venidos de todos los estados de la Unión con la sola finalidad de ver cómo era Provincetown, simplemente porque está en el último extremo del mapa. La gente siente una especial predilección por llegar al final del camino.

En semejante caldo de cultivo, en un lugar en el que las distinciones de clase no eran evidentes, y en el que las mejores casas de veraneo, salvo una o dos excepciones, eran modestas casitas de playa, casitas de categoría media en un lugar en el que no había grandes mansiones (excepto la que ya conocemos), ni hermosos hoteles, ni paseos –en Provincetown sólo había dos calles largas (las demás no pasaban de callejuelas)–, en un lugar en el que la principal avenida era el muelle, y en el que ningún yate de placer de cierto calado podía atracar durante la marea baja, en un lugar en el que el valor de las prendas que vestía la gente se medía por la inscripción que lucían sus camisetas de manga corta, ¿quién hubiera podido medrar desde el punto de vista social? En consecuencia, nadie daba grandes fiestas con la finalidad de destacar. Si alguien las daba –y si ese alguien era Patty Lareine–, era solamente porque cien personas de aspecto interesante, es decir, cien forasteros pintorescos, presentes en su veraniega sala de estar, era el mínimo que necesitaba para compensar las amarguras y penas de su corazón. Patty Lareine había leído una docena de libros en su vida, pero uno de ellos era El Gran Gatsby. ¿Y saben cómo se veía Patty Lareine a sí misma? Pues tan cautivadora como Gatsby. Cuando las fiestas se prolongaban lo suficiente, y en caso de que hubiera luna llena y clara, Patty Lareine sacaba su viejo cornetín de animadora del equipo de su colegio y, en medio de la noche, le dedicaba a la luna el toque de retreta; más valía no decirle que ya había pasado la hora de tocarlo.

Evidentemente, la policía estatal no nos tenía simpatía. Los policías eran unos tacaños, y nadie derrochaba su dinero en fiestas inútiles como nosotros. Tanto derroche irritaba a la policía. Además, durante los dos últimos veranos, en nuestra mesa había un cuenco con cocaína a disposición de todos, y Patty Lareine, a quien le gustaba permanecer junto a la puerta, brazos en jarras, en compañía del matón que había contratado (casi siempre algún muchacho del pueblo que tenía los hombros tan anchos que parecía que eran dos), nunca rechazó la oportunidad de dar la bienvenida a una cara nueva. Todo dios entraba cuando quería en nuestra casa. Los policías de narcóticos esnifaban nuestra cocaína tan libremente como cualquier drogadicto.

La verdad es que no me hacía ninguna gracia el cuenco de marras. Patty y yo discutimos cuando decidió dejarlo al alcance de todos. Intuía que mi mujer era mucho más adicta de lo que quería reconocer, y a mí, por aquel entonces, la cocaína me daba asco. Pasé uno de los peores años de mi vida comprándola y vendiéndola, y había sido la causa de que fuera a la cárcel.

No, la policía estatal no podía tenerme demasiada simpatía. Sin embargo, me resultaba difícil creer que, llevados por una espiritual venganza, estuvieran dispuestos a formar y arremeter contra mi pequeña plantación de marihuana en aquella fría tarde de noviembre. En el frenesí del verano, sí. El verano anterior al pasado, llevado por la frenética locura provocada por un soplo de que se estaba preparando una incursión policial, me fui corriendo a Truro, a pleno sol (precisamente cuando se estima que es una brutalidad recolectar la planta, ya que la daña espiritualmente), y coseché la marihuana. Luego pasé una noche terrible (y además tuve que explicar mi ausencia de un montón de fiestas), dedicado a envolver en papeles de periódico los tallos recién cortados y a guardarlos. No hice bien ninguna de estas operaciones, y, en consecuencia, no creí en absoluto la calurosa afirmación de Regency, en el sentido de que apreciaba en gran manera la calidad de mi marihuana. (Cabe la posibilidad de que Patty Lareine le metiera en el bolsillo un par de bien liados pitillos tailandeses y le dijera que la marihuana era de cosecha propia.) De todas maneras, mi última cosecha, recogida el pasado mes de septiembre, tenia cierto bouquet, digamos cierta psíquica distinción. A pesar de que su aroma era un tanto agreste, por culpa de los bosques y del monte bajo de Truro, sigo creyendo que estaba impregnada, hasta cierto punto, de las neblinas endémicas en nuestras costas. Puedes haberte fumado mil cigarros de marihuana y, a pesar de ello, no comprender lo que estoy diciendo, porque yo cultivaba la marihuana con un propósito espiritual. Si deseabas acariciar la ilusión de que es posible comunicarse con los muertos, o por lo menos buscar la posibilidad de que te hicieran llegar algún susurro, mi marihuana era la mejor. La mía era la más fantasmal que había fumado jamás. Lo atribuyo a muchos factores, y no es el menos importante de ellos el que los bosques de Truro estén habitados por fantasmas. Hace años, más de diez, un joven portugués de Provincetown mató a cuatro muchachas, descuartizó los cadáveres y enterró los trozos en diversos lugares del bosque. Siempre tuve tremenda conciencia de esas muchachas, y de su mutilada, acusadora y muda presencia. Recuerdo que cuando coseché la marihuana este año, lo hice una vez más con grandes prisas, ya que anunciaron que un huracán iba a abatirse sobre nosotros (huracán que, a fin de cuentas, fue a descargar en el mar), y realmente las ráfagas de viento tenían fuerza de galerna. Bueno, pues en aquel día bochornoso, nublado y ventoso de mediados de septiembre, mientras un tremendo oleaje se estrellaba contra la costa de Provincetown y la gente de la ciudad corría de un lado para otro asegurando con clavos las ventanas a fin de protegerse de la tormenta, yo sudaba como una rata de los pantanos, temeroso de encontrarme con alguna sabandija, entre las frondas del bosque de Truro, a unos doce kilómetros de distancia. ¡El aire parecía ansioso de venganza!

Recuerdo que corté los tallos de las plantas con ceremoniosa paciencia, procurando percibir el instante en que la vida de la planta pasaba por la hoja del cuchillo a mi brazo, y la planta quedaba reducida a una existencia pasiva que era todo su futuro. Ahora su vida espiritual dependería de su capacidad para comunicarse con el ser humano –diabólico, perverso, contemplativo, cómico, sensual, inspirado o destructor– que la fumara. Realmente, intenté meditar mientras llevaba a cabo la recolección, pero (quizá fuera debido al terrible asco que me dan las sabandijas, o a la ominosa inminencia del huracán) lo cierto es que me precipité en la tarea que estaba llevando a cabo. En contra de mi voluntad, comencé a cortar aquellas raíces con excesiva premura. Como compensación, hice madurar mi cosecha con gran cuidado: transformé un cuartito que teníamos en el sótano y no usábamos en improvisada sala de secado, y en aquel ambiente oscuro (había colocado recipientes con bicarbonato de sosa para mantener la hierba seca) mi marihuana descansó tranquila durante unas cuantas semanas. Después la convertí en picadura y la guardé en botes vacíos de café, cerrados a presión con tapaderas provistas de arandelas de goma roja (las bolsas de plástico me parecían indignas de una hierba tan fina); cuando comencé a fumar la marihuana en cuestión, advertí que en cada chupada quedaba algo de la esencia del momento en que tan violentamente la coseché. Patty y yo nos peleábamos cada vez más, y de los ataques de aborrecimiento pasábamos a los accesos de rabia con ganas de saltarnos mutuamente al cuello.

Además, aquella cosecha de marihuana (a la que bauticé como hierba del huracán) comenzó a provocar tremendos efectos en la cabeza de Patty. Conviene tener en cuenta que mi esposa creía que tenía poderes psíquicos, lo cual, volviendo al principio de Occam, explica por qué prefirió Provincetown a Palm Beach: aseguraba que la espiral de nuestra playa y la línea curva de nuestro mar contenían una resonancia a la que era sensible.

En cierta ocasión, después de haber tomado unas cuantas copas, me dijo:

–Siempre me ha gustado la jarana. Cuando era animadora del equipo de fútbol, ya sabía lo que me esperaba. Hubiera sido una vergüenza que no me follara a la mitad de los jugadores.

–¿Cuál de las dos mitades? –le pregunté.

–La delantera.

Esta conversación era habitual entre nosotros. Tenía la virtud de tranquilizar los ánimos. Patty soltaba una gran carcajada, y yo, a veces, mostraba una sonrisita de conejo.

–¿Por qué sonríes con tanta mala leche? –me preguntó Patty.

–Pienso que quizá hubieras debido follarte también a la otra mitad.

Esto le gustó. Dijo:

–¡Oh, Timmy Mac, a veces resultas encantador!

Y tomó una buena chupada de hierba del huracán. Nunca se manifestaban tan claramente los efectos de su hambre (no sé de qué estaba hambrienta, ¡ojalá hubiera podido saberlo!) como en los momentos en que sorbía humo. Entonces se le ondulaban los labios, mostraba los dientes y el humo hervía como las aguas embravecidas al salvar un estrecho paso entre las rocas.

–Sí, comencé haciendo de animadora, pero cuando me divorcié la primera vez decidí convertirme en hechicera. Y desde entonces lo he sido. ¿Qué puedes hacer contra eso?

–Rezar –le dije.

Esto no le gustó.

–Voy a tocar el cornetín –dijo–. Hay una luna espléndida.

–Vas a despertar a toda la Ciudad del Infierno.

–Es lo que quiero. No hay que permitir que esos hijos de puta duerman, ya que de lo contrario se despiertan con demasiadas fuerzas. Alguien tiene que desvelarlos.

–Hablas como una buena hechicera.

–Bueno, querido, soy una hechicera blanca. Todas las rubias lo somos.

–¿Rubia, tú? Y una mierda. Los pelos de tu coño dicen que eres morena.

–Se me chamuscaron de tanto follar. Por eso los tengo oscuros. Los pelos de mi coño eran rubios como el oro hasta el momento en que me lancé y el equipo de fútbol los chamuscó.

Si Patty se hubiera portado siempre así, nos habríamos pasado la vida bebiendo. Pero otro cigarrillo de mi marihuana le indujo a tocar su cornetín de animadora. Y la Ciudad del Infierno comenzó a agitarse.

No pretendo haber sido inmune a las pretensiones brujescas de Patty. Yo no había conseguido llegar a una paz filosófica con la idea de los espíritus y tampoco había llegado a ninguna conclusión al respecto. El hecho de que después de la muerte sigas vivo en alguna parte de nuestra atmósfera no me parecía más absurdo que la idea de que la totalidad de la persona deje de existir al morir. En realidad, y teniendo en cuenta las diferencias que hay en el género humano, estoy dispuesto a aceptar que algunos muertos zascandilean cerca de nosotros, mientras que otros se van muy lejos o incluso desaparecen.

Sin embargo, la Ciudad del Infierno era un fenómeno. Y cuando fumabas hierba del huracán se convertía en una presencia. Ciento cincuenta años atrás, cuando la pesca de la ballena todavía era activa en estas aguas, toda una ciudad de burdeles surgió en el otro brazo que cierra el puerto natural de Provincetown, donde ahora no hay más que una larga extensión de arena desierta. En los años que siguieron a la desaparición de la pesca de ballenas, las casuchas utilizadas como prostíbulo fueron montadas en balsas y trasladadas al otro lado de la bahía. La mitad de la casas antiguas de Provincetown tenían uno de esos cobertizo unido a ellas. Así pues, aunque buena parte de la locura que nos invadía al fumar cabeza de huracán podía deberse a los hechizo de Patty Lareine, otra parte no menos importante de aquella manifestaciones procedía, creo yo, de nuestra propia casa. La mitad de nuestra provisión de techos, paredes, vigas, montantes, alféizares y soleras había venido flotando desde la Ciudad del Infierno hacía más de un siglo, y, por consiguiente, físicamente formábamos parte de aquel lugar desaparecido. En nuestras paredes pervivía una parte de aquella abigarrada mezcolanza de prostitutas, contrabandistas y balleneros con los bolsillos llenos de dinero caliente. Incluso había habido seres tan despreciables, que encendían hogueras en las noches sin luna a lo largo de las playas para hacer creer a los barcos que se dirigían a puerto. La embarcación que se confiaba acababa embarrancando en los bajíos, y entonces los piratas la abordaban para saquearla. Patty Lareine aseguraba que podía oír los gritos de los marineros asesinados, tratando de defender su nave de los salteadores que se acercaban en sus largos esquifes. ¡El espectáculo que ofrecía la Ciudad del Infierno, con sus pederastas, sus sodomitas y sus prostitutas transmitiendo de generación en generación las mismas enfermedades infecciosas a los mismos piratas con la barba manchada de sangre, debió de ser realmente bíblico! Provincetown estaba entonces lo bastante lejos para conservar impoluta la dignidad yanqui de sus miradores y sus blancas iglesias. Por consiguiente, la mezcla de espíritus que tuvo lugar cuando se acabó la pesca de la ballena y llegaron remolcados hasta allí los cobertizos de la Ciudad del Infierno, debió de ser tremenda.

Parte de esta excitación carnal se incorporó a nuestro matrimonio el primer año que vivimos en aquella casa. Nos invadía una fuerza lujuriosa que parecía emanar de las prostitutas y los marineros que habían fornicado allí cien años atrás. Tal como dije antes, no entraré en polémicas acerca de que la posibilidad de que siguieran viviendo en nuestras paredes fuera real o irreal, pero sí puedo decir que nuestra vida amorosa no resultó perjudicada por ello, fuera cierto o no. A decir verdad, adquiría mayor ímpetu cuando pensábamos que despertábamos la lujuria del invisible público que nos contemplaba. Es agradable que un matrimonio pueda sentir que cada noche es una orgía sin tener que pagar por ello; es decir, sin tener que mirar a la cara al vecino que se folla a tu mujer.

Sin embargo, si la más sabia norma de conducta es que no se puede engañar a la vida, cabe la posibilidad de que la más vigorosa ley del espíritu sea que no se debe explotar a la muerte. Desde que Patty Lareine me dejó, eran muchas las mañanas en que tenía que convivir con buena parte de la población de la Ciudad del Infierno, invisible, pero presente. Al marcharse, mi esposa parecía haber traspasado a mi alma aquella sensibilidad de la que tanto se vanagloriaba. Una de las razones de que no pudiera abrir los ojos por la mañana eran las voces que oía. Que nadie se atreva a decir que las prostitutas centenarias de Nueva Inglaterra no son capaces de reírse sardónicamente en los fríos amaneceres de noviembre. Hubo noches en que el perro y yo dormimos juntos, acurrucados como niños ante un fuego apagado. De vez en cuando fumaba hierba del huracán, pero sus resultados carecían de claridad. Esta observación, claro está, sólo puede entenderla quien haya tomado a la marihuana como guía. Estaba convencido de que era el único remedio que se podía tomar cuando navegabas por los mares de una obsesión; tal vez volvieras a puerto con las respuestas a preguntas que llevabas veinte años haciéndote.

Sin embargo, desde que vivía solo, la hierba del huracán no estimulaba mis pensamientos. En cambio, hacía surgir en mi deseos que creo mejor no mencionar. Las serpientes se movían en la oscuridad. En consecuencia, hacía diez días que no había echado mano de mi provisión.

¿Explica esto tal vez por qué reaccioné con tanta desgana ante el generoso consejo del jefe de la policía?

Sin embargo, reaccioné, y así que llegué a casa subí al coche; conduje por la carretera en dirección a Truro. No sabía si debí llevarme mi provisión de hierba del huracán, porque no convenía que la molestaran. Pero de algo sí estaba seguro: no quería volver a la cárcel.

¡Qué olfato demostró tener Regency para adivinar mis costumbres! No podía decir por qué razón había decidido guardar la marihuana tan cerca del lugar en que la cultivaba, pero lo cierto es que así lo hacía. Veinte botes de café, llenos de marihuana cuidadosamente cosechada, estaban guardados en una caja de acero, barnizada y untada de aceite para que no se oxidara, escondida en un hoyo en el suelo, bajo un árbol muy característico que se alzaba al lado de un sendero medio oculto por la hierba, que conducía hasta un estrecho camino sin asfaltar, situado a unos doscientos metros.

Sí, con tantos escondrijos como ofrecía el bosque de Truro, había ocultado mi provisión de marihuana cerca de mi pequeña plantación. No podía haber un lugar peor. Cualquier cazador que se aventurara por aquellos andurriales podría reconocer sin dificultad las características de la agricultura que allí se practicaba y, en consecuencia, tal vez se dedicara a inspeccionar los alrededores. Sobre la piedra que tapaba el hoyo en que guardaba la caja con la hierba del huracán sólo había una delgada capa de tierra cubierta de musgo bastante mustio.

Sin embargo, aquel lugar era importante para mi. Quería que la hierba del huracán estuviera cerca del campo donde había nacido. En la cárcel, la comida que consumíamos procedía de las entrañas de las más importantes empresas alimentarias de América, y no había un solo bocado que no viniera envuelto en plástico, cartón o lata. Si tenemos en cuenta el viaje desde la granja a la fábrica, y de la fábrica hasta la cárcel, aquella comida había viajado unos tres mil kilómetros, por término medio. De ahí que se me ocurriera una solución a todos los males del mundo: nadie debería comer jamás alimentos cultivados a una distancia del propio hogar superior a la que pudiera recorrer, llevando los alimentos cargados a la espalda, en el curso de una jornada. Idea ciertamente interesante. Aunque pronto dejé de buscar los medios de llevarla a la práctica. Sin embargo, esa idea me indujo a respetar los orígenes de mi marihuana. Al igual que el vino que envejece a la sombra de los viñedos que le dieron el ser, mi marihuana estaba cerca de la tierra de la que había brotado.

Por eso me daba cierto miedo trasladar la marihuana, un temor muy parecido al que había sentido al despertarme aquella mañana. Sentí el impulso de dejarlo todo como estaba. Sin embargo, salí de la carretera general y tomé la secundaria que (con un par de desvíos) conducía hasta el camino sin asfaltar que llevaba a mi campo en medio del bosque. Conducía despacio, y de repente se me ocurrió que mis reservas de energía habían de ser realmente grandes para permitirme soportar sin desfallecer todo lo que me estaba ocurriendo. Considerando las circunstancias, ¿de dónde, si no, procedía el aplomo que había mostrado durante mi entrevista con Alvin Luther? Y, por cierto, ¿dónde me había hecho el tatuaje?

No pude menos que parar el coche. ¿Dónde me había hecho el tatuaje? Era la primera vez que me detenía a pensarlo, y poco faltó para que me pasara lo mismo que a mi perro.

Les aseguro que cuando me rehíce lo bastante para volver a poner en marcha el coche, avancé con la cautela con que lo hace un conductor novel después de estar a punto de chocar. Avancé a paso de tortuga.

Así recorrí las carreteras secundarias de los alrededores de Truro aquella fría tarde –¿volvería a salir el sol?–; escruté los líquenes que crecían en los árboles como si sus amarillentas esporas pudieran explicarme muchas cosas, miré los azules buzones de correos que jalonaban la carretera como si fueran garantía de seguridad, e incluso me detuve ante una verdosa placa de bronce, en una encrucijada que recordaba la muerte de un soldado de la localidad en alguna guerra olvidada. Pasé frente a muchos setos, detrás de los cuales se alzaban casitas con grises tejados de madera y blancos senderos de conchas trituradas que olían a mar. Aquella tarde el viento soplaba con fuerza, y siempre que detenía el coche su ulular llegaba a mis oídos como si un mar embravecido azotara las copas de los árboles. Luego salí del bosque; seguí adelante, subiendo y bajando pequeñas colinas, y pasé junto a tierras pantanosas entre tremedales y torcas. Llegué a un pozo situado junto a la carretera, bajé del coche y miré el fondo, en donde el verde musgo que tan bien conocía lanzaba destellos que parecían devolver mi mirada. Pronto volví a meterme en el bosque, donde terminaba la carretera. Conduje despacio por el arenoso camino; las matas y las zarzas arañaban alternativamente los laterales del Porsche cuando sorteaba los obstáculos, pues en el centro del camino se había formado una especie de caballón muy ancho y alto y no me atrevía a meter el coche por las roderas.

Llegó un momento en que temí que no podría proseguir la marcha. El camino estaba cruzado por arroyuelos y tuve que vadear varias charcas relativamente poco profundas alrededor de las cuales las copas de los árboles se unían formando túneles de follaje. En las tardes sin sol, siempre me había gustado recorrer en coche el triste y modesto paisaje de las colinas y los bosques de Truro. Provincetown, incluso en invierno, parecía un activo pueblo minero en comparación con aquel sobrio paisaje. Desde lo alto de cualquiera de aquellas colinas, si soplaba viento fuerte, como ocurría aquel día, podías contemplar el mar a lo lejos, convertido en un bullicio de luces y de blancas crestas de olas, mientras las aguas de las charcas, a tus pies, seguían siendo oscuras, del color del bronce sucio. Y entre el mar y las charcas se te ofrecía toda la gama de colores del bosque. Me encantaba el apagado verde de la hierba de las dunas y el dorado pálido de los secos hierbajos. En aquel paisaje de fines de otoño, en el que las hojas ya no estaban teñidas por el rojo sangre de buey y el naranja tostado, los colores se reducían al gris, el verde y el castaño, pero era tal la variedad de tonos, que mi vista percibía una verdadera danza de matices entre el gris tierra y el gris tórtola, el gris lila y el gris humo, el castaño de la maleza y el castaño de las bellotas, el castaño del zorro y el leonado, el gris de la rata y el gris de la alondra, el verde botella del musgo y el verde de los pinos, el verde de los acebos y el verde del agua marina allá a lo lejos. Mi vista saltaba de los líquenes en el tronco de un árbol a la maleza del campo, se apartaba de las hierbas de las charcas para fijarse en los arces rojos (que ya no eran rojos, sino castaños), y el aroma de los pinos y los robles se mezclaba, en el silencio del bosque, con el rumor del oleaje, traído por el viento que pasaba y volvía a pasar entre las hojas, allá en lo alto, un rumor que parecía decirme: «Todo lo que ha vivido ansia volver a vivir.»

Aparqué el coche en un lugar desde el cual mi vista podía saltar de las charcas al mar, y procuré que la belleza de aquellos colores tan conocidos me serenara, pero lo cierto es que el corazón me latía violentamente. Volví a subir al coche, llegué a la altura del sendero que llevaba a mi campo y bajé, tratando de recuperar aquella inmaculada sensación que estar solo en el bosque me había proporcionado en otras ocasiones. Pero no pude. En los últimos días había pasado gente por allí.

En cuanto empecé a avanzar por mi sendero, que la hierba ocultaba a medias del camino, aquella sensación se hizo más aguda. No me detuve en busca de indicios y rastros, pero no me cabía duda de que los había. Hay sutiles indicios de una presencia ajena que sólo el bosque puede reflejar, y mientras recorría los cien pasos que mediaban entre el sendero y mi escondite, volví a sudar como aquella ardiente tarde de septiembre, cuando el avance del huracán se cernía sobre nosotros.

Pasé junto a la plantación de marihuana y vi que la lluvia había hundido en la tierra los rastrojos. Una especie de vergüenza, motivada por las prisas con que había segado las plantas, me hizo sentir tan acharado como si acabara de encontrarme con un amigo al que hubiera tratado mal, por lo que me detuve como si quisiera presentar mis excusas; realmente, mi pequeña plantación parecía un cementerio. Pero sólo me detuve un instante, pues el pánico me invadía; avancé por el sendero, rebasé un claro, salí de la espesura y volví a entrar en ella, pasé junto a silenciosos pinos y, después de avanzar unos pasos más, me encontré junto al más curioso de los árboles. Un pino enano surgía de la parte alta de una duna que se había formado en medio del bosque, un arbolillo que se retorcía sobre sí mismo con una fuerza tremenda apoyándose en sus raíces, hincadas en el poco seguro soporte de la arena; sus ramas se retorcían hacia un lado, dominadas por el impulso del viento, para, por fin, en última instancia, alzarse hacia el cielo, como un pecador dirigiéndole una plegaria. Éste era mi árbol, y a sus pies, debajo de sus raíces, allí donde la arena terminaba y comenzaba la tierra del bosque, había un hoyo pequeño, en el que no habría cabido ni un osezno; la puerta de entrada a este hoyo era una "piedra cubierta de musgo, muchas veces levantada y devuelta amorosamente a su lugar. Entonces vi que la piedra no estaba como yo la había dejado, sino que se había levantado del suelo igual que un sucio vendaje al hincharse a causa del pus de la herida que cubre. Aparté la piedra, metí el brazo en el hoyo, delante de la caja, y mis dedos arañaron la tierra ansiosos como ratas de campo en busca de comida; entonces encontré algo, algo que podía ser carne, o pelo, o una esponja húmeda, no sabía qué, y mis manos, más valerosas que yo, apartaron la tierra lo suficiente para extraer una bolsa de basura de plástico cuyo contenido se transparentaba a medias, y lo que vi me hizo dar un alarido tan agudo como si me envolviera el vértigo de una larga caída en el vacío. Ante mí tenía la parte trasera de una cabeza. El color del cabello, a pesar de las manchas de tierra, era rubio. Intenté ver la cara, pero cuando la cabeza, con mi consiguiente horror, giró dentro de la bolsa sin ofrecer resistencia –¡había sido cortada!–, me sentí incapaz de mirar sus facciones, por lo que dejé la bolsa con la cabeza donde la había encontrado y luego puse la piedra, coloqué el musgo encima de cualquier manera y salí volando del bosque en busca del automóvil, que conduje por el camino con una velocidad que contrastaba con la cautela con que había llegado hasta allá. Y únicamente después de llegar a mi casa y dejarme caer en un sillón, mientras intentaba calmar mis temblores con whisky, como si me dieran un mazazo, pensé que ni siquiera sabía si la cabeza enterrada en aquel hoyo era la de Patty Lareine o la de Jessica Pond. Por descontado, tampoco sabía si debía sentir horror de mí o de otra persona, y esto último, tan pronto como llegó la noche e intenté dormir, se convirtió en algo tan aterrador que superó todas las proporciones.