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Al amanecer, si la marea no había cubierto los bajíos, me despertaba a veces el griterío de las gaviotas. Cierta mañana particularmente mala, me sentí como si hubiera muerto y aquellas aves devoraran mi corazón. Más tarde, mientras yo dormitaba un poco, la marea subiría y cubriría la arena con la misma rapidez con que se extienden las sombras por la montaña al ponerse el sol. Muy pronto las olas chocarían contra el terraplén, debajo de la ventana de mi dormitorio, y su vibración se transmitiría en un santiamén del muro de cemento hasta lo más íntimo de mi ser. «¡Plas, plas…!», harían las olas al golpear el terraplén; era como estar solo en un carguero, en alta mar.

Ciertamente, estaba solo, pero en mi cama, y me despertaba en la triste mañana del día que hacía veinticuatro desde que mi mujer me dejó. Aquella tarde, todavía solo, empezaría a celebrar la vigésima cuarta noche. Y, al parecer, lo hice por todo lo alto. En los días que siguieron, cuando buscaba una pista que me permitiera comprender las cosas horribles que me habían sucedido, intenté en vano perforar los bancos de niebla que envolvían mi memoria a fin de recordar qué había hecho durante la noche de aquel vigésimo cuarto día.

A decir verdad, casi no podía recordar nada de lo que sucedió después que salté de la cama. Debió de ser un día como tantos otros. Hace tiempo me contaron un chiste: un hombre va por primera vez al médico y éste le pide que le describa sus actividades diarias. El paciente empieza: «Me levanto, me lavo los dientes, vomito, me lavo la cara…» «¿Vomita cada día?», le interrumpe el médico. «¡Claro, doctor!», responde el paciente. «¿Usted no?»

Pues ese hombre era yo. Por la mañana, después del desayuno, no podía encender un cigarrillo. Así que encendía uno y le daba la primera calada, empezaba a vomitar. Las sórdidas consecuencias de haber perdido a una esposa se iban adueñando de mí.

Hacía doce años que intentaba dejar de fumar. Como dijo Mark Twain –¿quién no lo había oído alguna vez?–: «Dejar el tabaco no cuesta nada: lo he hecho cientos de veces.» Llegué a pensar que era yo el autor de la frase, porque lo cierto es que lo había intentado infinidad de veces; en una ocasión aguanté un año, en otra, nueve meses, en una tercera, cuatro meses. Una y otra vez dejaba el tabaco, lo hice en cientos de ocasiones a lo largo de los años, pero siempre volvía a fumar. Más pronto o más tarde, soñaba que estaba encendiendo una cerilla, que acercaba la llama a la punta del cigarrillo, que aspiraba ansiosamente la primera calada, como si en ello me fuera la vida. Sentía que el deseo –un ser diabólico atrapado dentro de mi pecho que pedía a gritos un poco de humo– se había apoderado nuevamente de mí. ¡Al diablo los buenos propósitos!

¡Qué bien sé lo que es estar dominado por un vicio! Una bestia me tenía agarrado por el cuello, y sus órganos vitales se habían instalado dentro de mis pulmones. Luché contra aquel demonio doce años, y a veces logré derrotarlo. Pero por lo general las victorias eran terribles para mí, y también para quienes me rodeaban. Porque cuando no fumaba, tenía un humor de perros. Mis reflejos parecían concentrarse en el lugar donde solían encenderse las cerillas, y mi mente perdía ese barniz de sensatez que hace que nos mantengamos serenos (por lo menos, si somos americanos). Cegado por la angustia que me causaba no fumar, era capaz de alquilar un coche y no darme cuenta de si era un Ford o un Chrysler. En cierta ocasión, durante uno de los períodos en que había dejado de fumar, hice un largo viaje en coche con una chica, de la que estaba enamorado, llamada Madeleine, para pasar un fin de semana en casa de un matrimonio que deseaba cambiar de pareja. Los dejamos muy contentos. De vuelta a casa, Madeleine y yo nos peleamos, y el coche se estrelló. Madeleine sufrió graves lesiones internas. Yo volví a fumar.

Yo solía decir que es más fácil renunciar al amor de tu vida que dejar de fumar, y lo cierto es que estaba convencido de la verdad de esta afirmación. Pero un buen día del mes pasado, hacía de eso veinticuatro días, mi mujer me dejó. Hacía veinticuatro días. Y aprendí algo más acerca de lo que es estar dominado por un vicio. Tal vez sea más fácil renunciar al amor que al humo, pero cuando se trata de decir adiós a una relación de amor-odio… ¡eh, qué adecuado resulta este concepto, tan caro a los psiquiatras, la relación de amor-odio!, diantre, que se acabe tu matrimonio puede ser tan duro como dejar la nicotina, e incluso provoca una sensación muy semejante, porque puedo asegurar que al cabo de doce años había llegado a odiar el tabaco casi tanto como a una esposa amargada. Incluso la primera calada de la mañana (que por el extático placer que me daba me había parecido en otro tiempo la prueba más patente de la imposibilidad de dejar de fumar) se había convertido en una serie de toses convulsivas. Únicamente quedaba el hábito, pero éste es siempre una firma estampada bajo la última línea de tu alma.

Y esto, justamente, es lo que ocurrió con mi matrimonio ahora que Patty Lareine se había ido. Aunque en otro tiempo la había amado a pesar de conocer todos sus horribles defectos –incluso cuando fumábamos como demonios felices y despreciábamos con un encogimiento de hombros el pensamiento de que el cáncer de pulmón podía estar aguardándonos al cabo de unas décadas–, nunca había dejado de intuir que Patty Lareine podría muy bien ser la causa de mi ruina al doblar la curva de cualquier tarde traicionera; la verdad es que la adoraba. ¡Vete a saber por qué! Tal vez el amor nos hace salir de nosotros mismos. Pero de eso hacía años. Para ser franco, los dos llevábamos más de un año tratando de librarnos del otro. Odios cada vez más íntimos habían renunciado al fin. Tras doce años de lucha, me sentía libre del hábito más arraigado que había tenido en mi vida. Pero esta sensación sólo duró hasta la noche en que me dejó. Aquella noche descubrí que perder a mi esposa era un trago mucho más amargo.

Yo no había fumado en todo el año que precedió a su marcha. En consecuencia, nos peleábamos como el perro y el gato, pero me consolaba pensando que al menos había derrotado al tabaco. ¡Vana esperanza! Dos horas después de la marcha de Patty saqué un acortador de vida de un paquete que se había dejado olvidado, y al cabo de un par de días de dura batalla volvía a fumar como un carretero. Desde que se fue, mis días se iniciaban con una tremenda convulsión espiritual. ¡Santo Cielo, qué miserable me sentía! Y es que el hecho de volver a fumar había despertado en mí con fuerza incontenible la antigua ansia por Patty Lareine. Cada cigarrillo olía en mi boca como un cenicero, pero no era el alquitrán lo que inhalaba, sino más bien mi propia carne chamuscada. Ése es el aroma del pesar y la añoranza.

Bien, como ya he dicho, no recuerdo lo que hice durante el día vigésimo cuarto. Lo único que recuerdo es lo mucho que tosí tratando de tragarme el humo del primer cigarrillo. Luego, cuando ya me había fumado cuatro o cinco, solía tranquilizarme, como si se hubiera aplicado un cauterio a lo que (con muy poco respeto hacia mi persona) había llegado a considerar la herida más terrible de mi vida. Deseaba a Patty Lareine de un modo que nunca hubiera podido imaginar. Durante aquellos veinticuatro días hice todo lo posible por no ver a nadie, no salí de casa, apenas me aseé, bebí muchísimo, como si el whisky, y no el agua, fuera el motor del gran río de nuestra sangre. Estaba, en fin, confundido y destrozado.

En verano el trance por el que pasaba hubiera resultado más evidente para el resto de los mortales, pero estábamos a finales de otoño, los días eran grises, el pueblo se hallaba desierto, y muchas de aquellas tardes cada vez más cortas de noviembre una pelota lanzada en un extremo de nuestra calle Mayor (una típica y estrecha calle Mayor de Nueva Inglaterra) hubiera podido recorrerla en toda su longitud sin tropezar con nada, ni una persona, ni un vehículo. El pueblo se había recogido sobre sí mismo, y el frío, que medido con un termómetro no puede decirse que resultara intenso (pues la costa de Massachusetts es, según el mercurio, menos gélida que las graníticas colinas del oeste de Boston), era, no obstante, un húmedo frío marino impregnado de esa escalofriante sensación de vacío que acompaña a las historias de fantasmas. O a las sesiones de espiritismo. Por cierto, Patty y yo asistimos a una de estas sesiones a finales de septiembre, y sus consecuencias fueron desconcertantes: corta y ominosa, terminó con un alarido. Sospecho que una de las causas de la marcha de Patty fue que algo intangible, pero evidentemente repulsivo, se introdujo en nuestro matrimonio a partir de entonces.

Después que se fue, el tiempo permaneció invariable durante una semana. Los fríos y monótonos cielos de noviembre se sucedían uno tras otro. El pueblo se iba volviendo gris a ojos vistas. En verano había allí treinta mil personas, cifra que se doblaba los fines de semana. Se diría que todos los vehículos de la zona de Cape Cod se habían dado cita en la carretera de cuatro carriles que llevaba hasta nuestra playa. Provincetown era entonces tan variopinto como Saint-Tropez, y al llegar la tarde del domingo estaba tan sucio como Coney Island. Pero en otoño, cuando todos se habían ido, nuestro pueblo mostraba la otra faceta de su ser. Ahora la población no pasaba de treinta mil a sesenta mil almas de un día para otro, sino que se reducía a su honesto sedimento, tres mil personas, y en las vacías tardes de los días laborables cualquiera hubiera dicho que el número de sus habitantes no pasaba de treinta, entre hombres y mujeres, y que todos estaban escondidos.

No creo que haya otro pueblo como el nuestro. Si os resultan insoportables las multitudes, la marea humana que lo invade en verano podría acabar con vosotros. Por otra parte, si sois incapaces de soportar la soledad, vuestra alma podría llenarse de pavor durante el largo invierno. Martha's Vineyard, a menos de setenta kilómetros al sudoeste, ha presenciado la formación de montañas y su erosión, el crecimiento y la retirada de océanos, la vida y la muerte de pantanos y grandes bosques. Los dinosaurios vivieron en Martha's Vineyard, y sus huesos se fundieron con las rocas. Los glaciares también hicieron acto de presencia: primero empujaron la isla hacia el norte, y luego, como si fuera un transbordador, tiraron de ella de nuevo hacia el sur. En Martha's Vineyard hay fósiles que tienen más de un millón de siglos. Sin embargo, el extremo norte de Cape Cod, donde se levanta mi casa, la tierra en que vivía –ese prolongado arenal curvilíneo lleno de arbustos y dunas que se retuerce sobre sí mismo formando una espiral en la punta del cabo–, había sido formado por el viento y el mar tan sólo durante los últimos diez mil años. Poco más de una noche en tiempo geológico.

Tal vez por eso Provincetown es tan hermoso. Concebido en una noche (incluso juraría que fue engendrado en el curso de una oscura tormenta), sus bajíos todavía brillaban al amanecer con la húmeda y profunda inocencia de la tierra que recibe la caricia del sol por primera vez. Década tras década llegaban artistas a pintar la luz de Provincetown, y se comparaba a nuestro pueblo con las lagunas de Venecia y los marjales de Holanda, pero el verano se acababa y casi todos los pintores nos dejaban, y el largo invierno de Nueva Inglaterra, gris y pesado como la ropa interior de lana, gris como mi estado de ánimo, venía a visitarnos. Recordaba entonces que aquellas tierras sólo tenían diez mil años de antigüedad, y que nuestros fantasmas carecían de raíces. No teníamos los viejos fósiles de Martha's Vineyard para apaciguar a cada espíritu; no, no había lugar donde domiciliar a nuestros espectros, que vagaban arrastrados por el viento a lo largo de las dos largas calles de nuestro pueblo, las cuales se curvaban siguiendo la bahía como dos solteronas cogidas del brazo paseando camino de la iglesia.

Si esto es una muestra sincera de mis pensamientos durante aquel día, el que hacía veinticuatro, es evidente que me sentía introspectivo, destrozado, dolorido y atormentado. Veinticuatro días pasados sin una esposa a la que amas y odias y –por qué negarlo– temes son suficientes para que la desees con toda la fuerza ciega del hábito. ¡Cómo aborrecía el sabor del tabaco, ahora que había vuelto a fumar!

Creo que aquel día fui andando hasta la otra punta del pueblo y luego volví a casa… a su casa… Patty Lareine la había comprado con su dinero. Anduve cinco kilómetros siguiendo la calle del Comercio, y otros tantos de vuelta, mientras caía aquella tarde gris, pero no recuerdo con quién hablé, ni si fueron muchos o pocos los que pasaron en coche y se ofrecieron a llevarme. No, sólo recuerdo que caminé hasta el extremo más alejado del pueblo, hasta donde se alza la última casa, justo en el lugar de la playa donde los Padres Peregrinos desembarcaron en América. Sí, porque no fue en Plymouth, no, donde lo hicieron, sino aquí. ¡Cuántas veces me he imaginado la escena! Tras cruzar el Atlántico, la primera tierra que vieron los Peregrinos fueron los farallones de Cape Cod. En esta costa el oleaje, al romper, alcanza con facilidad una altura de tres metros. En los días que no sopla el viento hay un peligro todavía peor, los veleros pueden ser arrastrados por la fuerza de las mareas hasta encallar en los bajíos. En la costa de Cape Cod la causa de los naufragios no son las rocas, sino las arenas movedizas. ¡Qué profundo terror debió de invadir a los Padres Peregrinos al oír el incesante golpeteo del oleaje al romper! ¿Quién osaría acercarse a aquella costa con barcos como los suyos? Viraron al sur, pero el blanco arenal desierto se mostraba implacable: ni señal de una rada. Sólo playa y más playa. Así que pusieron rumbo al norte y, tras un día de navegación, advirtieron que la costa giraba hacia el oeste y seguía curvándose hasta tomar la dirección del sur. ¿Qué sorpresas les depararía aquella tierra? Navegaban hacia el este y habían recorrido ya las tres cuartas partes del camino que siguieron antes hacia el norte. ¿Estarían circunnavegando una oreja del mar? Doblaron la punta, y echaron ancla a su abrigo. Era un puerto natural, tan protegido, ciertamente, como el interior de una oreja humana. Bajaron los botes y remaron hacia la playa. Una placa conmemora el desembarco. Está en el lugar donde empieza el rompeolas que protege los marjales del otro lado del pueblo de las acometidas del mar. Allí termina la carretera, de modo que los turistas que quieren llegar hasta la punta del cabo acaban su viaje en coche en el lugar donde desembarcaron los Padres Peregrinos. Unas semanas más tarde, después de soportar un tiempo muy malo y llegar a la convicción de que en aquellos arenales había poco que cazar y menos que cultivar, levaron anclas y cruzaron la bahía hacia el oeste, rumbo a Plymouth.

Sin embargo, aquí es donde desembarcaron, llenos del terror y la exaltación de encontrarse en una nueva tierra. Y era nueva, ciertamente: ni siquiera tenía diez mil años. Un arenal, ¿cuántos fantasmas indios turbarían su sueño durante las primeras noches de su acampada?

Siempre que voy paseando hasta esos marjales de un verde esmeralda al otro extremo del pueblo, me acuerdo de los Peregrinos. Más allá, las dunas son tan bajas que los barcos se recortan contra el horizonte incluso antes de que pueda verse el agua. Los esbeltos puentes de las embarcaciones dedicadas a la pesca deportiva parecen viajar en caravana por encima de la arena. Si estoy un poco achispado, me echo a reír, porque al otro lado de la placa, a unos cincuenta metros, en el lugar donde nacieron los Estados Unidos, se abre la entrada de un enorme motel. No es más feo que cualquier otro establecimiento de sus características, pero tampoco más hermoso, y su único homenaje a los Peregrinos es que se denomina «posada». Su aparcamiento asfaltado es tan grande como un campo de fútbol. ¡Rindamos homenaje a los Padres Peregrinos!

Por mucho que me exprima la memoria, esto es todo lo que puedo recordar de mis actividades durante la tarde del día vigésimo cuarto. Salí, crucé el pueblo paseando, me sumí en profundas consideraciones acerca de la geología de nuestras costas, tuve un recuerdo para los Padres Peregrinos y me eché a reír ante la Posada de Provincetown. Supongo que luego volví a casa andando. La tristeza que me envolvía mientras yacía en el sofá era intemporal. Durante aquellos veinticuatro días había matado infinidad de horas mirando la pared, pero recuerdo bien que ya muy entrada la tarde cogí mi Porsche y conduje muy despacio por la calle del Comercio, como si temiera atropellar a algún crío –había mucha niebla–, fui directamente al Mirador. Allí, no muy lejos de la Posada de Provincetown, hay un bar a media luz con las paredes forradas de madera de pino, y a sus pies se estrella suavemente el oleaje. Me doy cuenta ahora de que olvidé mencionar que uno de los mayores encantos de Provincetown es que no sólo mi casa… –¡su casa…!–, sino la mayor parte de los edificios de la calle del Comercio que dan a la bahía, semejan barcos en medio del mar cuando los terraplenes sobre los que están construidos quedan cubiertos a medias por la marea alta.

Aquella noche había marea alta. Las aguas subían lánguidas, como si nos halláramos en el trópico, pero sabía muy bien lo frías que estaban. Tras las acogedoras ventanas de aquel bar a media luz serpenteaba el fuego de una amplia chimenea, algo digno de una postal, y la silla de madera en la que solía sentarme parecía presagiar el cada vez más cercano invierno, en buena parte porque estaba provista de un artilugio característico de las aulas de los colegios de hace un siglo: se trata de una amplia repisa de madera de roble unida con bisagras al brazo de la silla, que se levanta para permitir que te sientes y una vez abatida sirve de reposo al brazo y de bandeja para las bebidas.

El Mirador podría muy bien haber sido creado expresamente para mi. En las tardes solitarias del otoño solía recrearme soñando que era una especie de moderno magnate-pirata prodigiosamente rico que mantenía abierto aquel local sólo para su disfrute personal. Rara vez entraba en el amplio restaurante que se abría al otro extremo del establecimiento, pero aquel pequeño bar de paredes forradas de pino y su camarera eran mi reino. Tenía la secreta convicción de que nadie más que yo podía entrar allí. En noviembre esta ilusión parecía de lo más razonable. La mayor parte de los clientes que iban a cenar allí en las tranquilas noches de los días entre semana eran personas maduras y acomodadas –blancas, anglosajonas y protestantes– de Brewster, o de Dennis, o de Orleans, que habían salido de casa en busca de un poco de diversión y en su fuero interno estaban muy excitadas por la audacia que representaba haber conducido durante cincuenta o sesenta kilómetros nada más y nada menos que hasta Provincetown. El eco del verano conservaba intacta nuestra mala reputación. Aquellos elegantes caballeros de plateadas sienes –era evidente que se trataba de profesores eméritos o de altos ejecutivos retirados– no tenían la menor intención de detenerse en un bar. Además, una sola mirada a mi cazadora tejana bastaba para que se decidieran por el restaurante. «No, querido», les decían sus esposas, «pediremos que nos sirvan el aperitivo en la mesa. ¡Estoy hambrienta!»

«Sí, guapa», decía para mí, «¡seguro que pasas hambre!»

Al cabo de aquellos veinticuatro días, el bar del Mirador había terminado convirtiéndose en la torre del homenaje de mi castillo. Me sentaba junto a una ventana, contemplaba el fuego y observaba el movimiento de la marea; tras cuatro vasos de whisky, una docena de cigarrillos y otra docena de galletitas de queso (¡que eran toda mi cena!), me sentía, al fin, como un dolorido señor de los mares.

La compensación de sentirse derrotado, tener lástima de uno mismo y dejarse llevar de la desesperación es que, si se bebe lo suficiente, la imaginación se pone a trabajar con una energía insospechada. No importa lo debilitada que parezca estar por semejante sucesión de desgracias: muy pronto funcionará a toda máquina. En aquel bar la bebida era gentilmente servida por una sumisa camarera que, indudablemente, me tenía miedo, y eso que nunca le dije nada más provocativo que: «Otro whisky, por favor.» Sin embargo, dado que trabajaba en un bar, comprendía su miedo. Yo había sido camarero durante varios años. No me parecía extraño que me considerara peligroso. Era una reacción que provocaban mis esfuerzos por conservar las buenas maneras. Durante mi época de camarero había estado pendiente de unos cuantos clientes como yo. No pasaba nada hasta que estallaban. Entonces el local podía quedar hecho añicos.

No me considero de esa clase de personas, francamente. Pero he de reconocer que los temores de la camarera me iban a las mil maravillas. No recibía más atención de la que deseaba, pero siempre estaba pendiente de mí. El gerente, un individuo joven y agradable, muy interesado en mantener la buena reputación del establecimiento, me conocía desde hacía años, y mientras acudí al Mirador acompañado de mi rica esposa me consideró uno de los más destacados representantes de la aristocracia local, no obstante lo pesada que podía ponerse Patty cuando bebía demasiado. ¡De algo tiene que servir ser rico! Ahora que iba allí solo, me saludaba al llegar y me decía adiós cuando me iba, y era evidente que había tomado la muy gerencial decisión de no molestarme para nada. Como corolario, muy pocos clientes eran invitados a entrar en el bar. Así pues, noche tras noche, podía emborracharme a mi aire.

Hasta ahora no me veía con ánimos para confesar que soy escritor. Sin embargo, desde que Patty me dejó no he escrito nada, ni una línea en más de tres semanas. Creo que todos estaremos de acuerdo en que tomarse las cosas por el lado irónico no es ninguna alegría, pues la ironía se convierte en un calabozo cuando se cierra el círculo. Dejar de fumar supuso un grave quebranto de mi capacidad creadora, pero mi reciente sumisión, una vez más, al yugo de la nicotina –porque es un yugo– representó una merma aún mayor de mis facultades. Ni un párrafo. Cuando dejé de fumar, tuve que aprender a escribir de nuevo, desde el principio. Una vez lo hube logrado, lo cual no dejaba de ser una proeza, mi recaída en el hábito de la nicotina pareció apagar hasta la última chispa literaria que había en mí. ¿O fue la marcha de Patty Lareine?

Aquellos días me había acostumbrado a llevar mis cuadernos de notas al Mirador, y, cuando estaba lo bastante borracho, a veces conseguía añadir una frase o dos a algún texto que había redactado en horas menos desesperadas. Ocurría esto en muy contadas ocasiones, pero si por casualidad compartía entonces el bar Conmigo algún cliente que tomaba el aperitivo antes de cenar, los grititos de alegría que daba cuando alguna frase me salía redonda, o mis gruñidos al enfrentarme con una serie de palabras que me parecían tan carentes de sentido como la conversación de un compañero de borrachera, por fuerza tenían que resultarle extraños, salvajes, tan fuera de lugar en la elegante atmósfera de aquel bar de paredes de madera como los ladridos de un perro que no hiciera el menor caso de aquella cercana presencia humana.

No negaré que cargaba adrede las tintas cuando gruñía contemplando un texto incomprensible tan borracho como yo o cuando manifestaba mi alborozo al ser capaz de leer alguna frase pergeñada en plena alucinación etílica. «¡Eso es!», murmuré para mí, «¡estudios!»

Acababa de ocurrírseme parte de un título, un título estupendo, un título muy adecuado para un libro: En nuestra selva. Estudios entre los cuerdos, de Timothy Madden.

Se me ocurrió introducir una serie de variaciones en mi nombre. En nuestra selva. Estudios entre los cuerdos, ¿de Mac Madden?, ¿de Tim Mac Madden?, ¿de Mac Madden Dos? Me eché a reír tontamente. La camarera, pobre ratoncito vigilante, sólo se atrevía a mirarme de reojo.

Sí, la verdad es que me reía como un tonto. Me venían a la memoria viejas bromas acerca de mi nombre. Sentí que me invadía una ola de amor filial. ¡Ah, el dulce pesar de amar al padre! Tan puro como el sabor de una gaseosa cuando tienes cinco años. Douglas «Douggy» Madden, el Gran Madden para sus amigos y para mí, su único hijo, a quien primero llamaron el Pequeño Mac o Mac-Mac, luego Mac Dos y Toomey, y, por fin, Tim. Mientras seguía la morfología de mi nombre por la espiral de la incoherencia alcohólica, no paraba de reírme sin ton ni son. Cada cambio de nombre representaba un hito de mi vida; ¡ojalá pudiera recordarlos!

Trataba de redactar mentalmente las primeras frases del ensayo inicial. (¡Vaya título!: En nuestra selva. Estudios entre los cuerdos de Tim Madden.) Tal vez debiera tratar de los irlandeses, y de las razones para que beban tanto. ¿Sería a causa de la testosterona? Mi padre aseguraba que tenían más que el resto de los hombres, y por eso no había quien pudiera con ellos. Tal vez esa hormona necesitara el alcohol como excipiente.

Estaba sentado con el lápiz en ristre y el vaso de whisky a punto para abrasarme la lengua. Sin embargo, no me decidía a beber. Aquel título era todo lo que se me había ocurrido desde que Patty me dejó. En mi cabeza sólo había olas. Por alguna misteriosa razón, las olas que se estrellaban al otro lado de la amplia ventana del bar parecían romper al mismo tiempo dentro de mi cerebro. Mi mente quedó en blanco, y sentí el profundo desasosiego que te invade cuando tus ojos son incapaces de enfocar los objetos con claridad. Te crees capaz de explicar las verdaderas relaciones del cosmos, pero de tu boca sólo salen sonidos incoherentes.

Fue entonces cuando, poco a poco, me fui dando cuenta de que ya no era el único cliente del bar del Mirador. Una rubia extraordinariamente parecida a Patty Lareine y su acompañante se habían sentado a menos de dos metros de mí. De no haber tenido ya una idea bastante clara de lo obnubilada que estaba mi mente, aquello habría bastado para que lo advirtiera. En efecto, aquella mujer había entrado con su acompañante, un hombre elegantemente vestido con ropa informal de tweed y franela, de abundante cabello plateado y muy bronceado, al que clasifiqué como abogado, sin que yo me diera cuenta, y dado que la dama y su caballero tenían ante ellos sendas bebidas, debía de hacer bastante rato que se encontraban en el local, sentados y hablando (y no en voz baja precisamente, sobre todo ella). ¿Cinco minutos? ¿Tal vez diez? Tuve la certeza de que me habían mirado de arriba abajo y de que –con una desfachatez cuyas causas sólo ellos podían saber– habían decidido comportarse como si yo no existiera. Tal vez la decisión de ignorarme se debiera a que el tipo fuera un experto en artes marciales –lo que no parecía probable, pues el hombre aquél tenía más aspecto de jugador de tenis que de cinturón negro–, aunque la causa también podía ser que, dada su inmensa riqueza, estuvieran convencidos de que ningún desconocido que se cruzara en su camino podría causarles nunca el menor daño (a menos que fuera un desvalijador de pisos), o incluso que la visión de aquel torso hundido y aquella cabeza y aquellos miembros tan cerca de ellos no les diera ni frío ni calor. No lo sé. Pero la mujer, sobre todo, hablaba en voz muy alta, como si yo no existiera. ¡Qué insultante me resultó su actitud en aquella hora de dolor!

Pronto lo comprendí. De su conversación deduje que eran californianos, y, claro, su comportamiento era tan libre y desenfadado como el de unos turistas de Nueva Jersey refocilándose en un bar de Munich. ¿Cómo iba a pasárseles por la imaginación que pudiera sentirme ofendido?

A medida que mi atención realizaba esas portentosas maniobras de las que sólo es capaz el ser humano sumido en la más negra depresión –mi cerebro se enderezaba como un elefante que se pusiera de pie sobre las patas traseras en un pequeño taburete –, fui saliendo del calabozo en que me había encerrado mi propio ensimismamiento y los miré de hito en hito, lo cual me permitió comprender que su indiferencia hacia mí no era fruto de la arrogancia, ni de la confianza en sí mismos, ni de la inocencia; por el contrario, era algo rebuscado y teatral. Una serie de poses. El hombre estaba más que convencido de que un tipejo tan evidentemente ebrio como yo era siempre una fuente potencial de disgustos, mientras que la mujer, confirmando mi premisa de que las rubias consideran indecente no comportarse como ángeles o como zorras –pero debe haber siempre las mismas posibilidades de inclinarse por una u otra opción–, se había desmelenado.

Deseaba provocarme. Quería poner a prueba el valor de su amigo. Aquella señora no tenía nada que envidiarle a mi querida Patty Lareine.

Permítanme que les describa a aquella mujer. Valía la pena mirarla. Sería unos quince años mayor que Patty, o sea que rondaría los cincuenta, pero ¡qué bien los llevaba! Su aspecto me recordó a una estrella del porno llamada Jennifer Welles. Tenía la tal Jennifer pechos voluminosos, bien formados y promiscuos –un pezón miraba a Oriente, el otro tenía la vista fija en Occidente–, ombligo profundo, vientre redondeado, muy femenino, un espléndido par de nalgas, suavemente turgentes, y vello púbico oscuro. Esto último era lo que más excitaba la lujuria de quienes pagaban entrada por verla. Cuando una mujer decide convertirse en rubia, es que es una rubia con todas las de la ley.

La cara de mi nueva vecina era, como la de Jennifer Welles, la estrella del porno, realmente atractiva. Tenía una encantadora nariz respingona y labios prominentes, malcriados e imperiosos como el hálito de la lujuria. Las aletas de su nariz flameaban, y sus uñas –¡al diablo el movimiento de liberación de la mujer!– escandalosamente bien cuidadas, pintadas con laca plateada, hacían juego con la pintura de un tono azul metálico que sombreaba sus ojos. ¡Qué hembra! Un anacronismo. La quintaesencia de lo que podía conseguir el dinero de la Costa Oeste. ¿Santa Bárbara? ¿Pasadena? ¿La Jolla? Lo único evidente era que procedía de un lugar donde abundaban los jugadores de bridge. Las rubias exageradamente emperifolladas son tan esenciales a esos lugares como la mostaza a las salchichas de Frankfurt. La California de la distinción social acababa de tocar las fibras más sensibles de mi alma.

Casi no puedo expresar lo indignante que me pareció aquello. Era como pintar una cruz gamada en la puerta de una sinagoga. Aquella rubia me recordaba tanto a Patty Lareine, que sentía la necesidad de vengarme. Pero ¿cómo? No se me ocurría nada. Lo menos que podía hacer era aguarles la fiesta.

De momento, pues, escuché. Aquella dama de formas rotundas vestida de veintiún botones no era abstemia, ni mucho menos. Absorbía el alcohol como una esponja. Whisky escocés, por descontado. Chivas Regal. «Chiwies», como lo llamaba ella. «Señorita», le decía a la camarera, «póngame otro Chiwies. ¡Con muchos diamantes!» Para ella los cubitos eran diamantes. ¡Ja, ja, ja!

«Ya veo que te aburres conmigo», le decía a su acompañante en voz alta, muy segura de sí misma, como si pudiera medir hasta la última gota la intensidad de su potencia sexual. Era una central térmica. Hay voces que penetran hasta lo más recóndito de nuestro ser, como los sones que el campanólogo arranca de las copas. Y la suya era una de ellas. No quisiera parecer grosero, pero esas voces despiertan mi lujuria. Me hacen confiar esperanzado que el húmedo pariente de la boquita que las emite que se abre un poco más abajo ofrecerá sensaciones no menos inefables a una parte muy íntima de mi cuerpo.

La voz de Patty Lareine también era así. Cuando sus labios se curvaban alrededor de un martini muy seco (ella lo llamaba siempre «marty seco», en recuerdo de sus tiempos de azafata), podía llegar a ser diabólica. «¡La ginebra, la ginebra!», solía bramar ronca de entusiasmo su laringe, siempre presta a la jarana, «¡la ginebra pone cachonda a la perra! ¡Sí, tonto del culo!», y me incluía tiernamente en su jocosa cancioncilla, como insinuando que aun sin merecerlo en absoluto podía gozar del placer de estar a su lado. No obstante, la fortuna de Patty Lareine tenía otro origen, pues procedía de un divorcio. Su segundo marido, Meeks Wardley Hilby III (a quien –palabra de honor– trató de convencerme para que asesinara) era de una de las familias más antiguas y ricas de Tamps, y ella consiguió pegarle un buen bocado a su capital, aunque no gracias a un disparo entre ceja y ceja, sino merced a la extraordinaria habilidad del abogado que le tramitó el divorcio, un verdadero mago (y que, para terrible disgusto mío, durante una buena temporada se dedicó, casi con toda seguridad, a darle vigorosos masajes en el interior de la parte inferior de su abdomen, aunque tal vez no pueda esperarse menos de un abogado realmente entregado a su tarea de divorciar a la gente, pues eso le da un conocimiento fundamental de los testigos que ha de llamar a declarar). Aunque Patty Lareine tenía un cuerpo asombrosamente turgente y, por aquella época, un lenguaje más picante que la pimienta, el abogado consiguió moldear su personalidad hasta hacerla parecer delicada y comedida. Mediante un intenso entrenamiento (fue uno de los primeros que utilizaron el vídeo para ensayar) le enseñó a mostrarse trémula en el estrado de tal modo que el juez, un hombre gordo y viejo, perdió el juicio (¡y perdónenme la expresión!). Los pecadillos amatorios de Patty (y eso que el marido tenía testigos) fueron presentados como errores causados por la inexperiencia de una pobre mujer desesperada, insultada y maltratada. Cada uno de sus ex amantes que subía al estrado para declarar contra ella era mostrado como un nuevo intento fallido de curar las heridas que su marido había abierto en su corazón. Aunque Patty había empezado su carrera como animadora de un equipo universitario de fútbol y era un tanto pueblerina, cosa nada rara teniendo en cuenta que procedía de una pequeña ciudad de Carolina del Norte, en la época en que estaba a punto de divorciarse de Wardley (y de casarse conmigo) se había refinado mucho. El modo como tergiversaban las cosas ella y su abogado mientras la interrogaba era realmente digno de verse. El resultado fue que el distinguido vástago de una de las principales familias de la costa de Florida que da al Golfo perdió una sustanciosa porción de su capital. Y que Patty se convirtió en una mujer rica.

A medida que escuchaba a la señora del Mirador me fui dando cuenta de lo distintas que eran Patty y ella. Las agudezas de Patty eran realmente ingeniosas, y es que sin tener verdadero ingenio nunca hubiera podido dejar atrás la vulgaridad de sus orígenes. En cambio, la rubia dama que había dado un giro insospechado a aquella tarde no era demasiado aguda, ni falta que le hacía. Tenía toda la gracia que acompaña al dinero. Si no andaba errado, lo más probable era que al abrirte la puerta de su habitación del hotel te recibiera sin más vestimenta que guantes blancos hasta los codos (y zapatos de tacón alto).

–Venga, dilo, di que te aburres –la oí decir claramente–, es lo que suele ocurrir cuando un hombre y una mujer atractivos deciden hacer un viaje juntos. La convivencia durante algunos días hace surgir el fantasma del desencanto. Dime si me equivoco.

Era evidente que no le interesaba tanto la respuesta de su elegante amigo como el placer de hacerme saber que no sólo no estaban casados sino que, como había insinuado, lo único que los unía era una aventurilla fugaz. Tan fugaz, que podía terminar en cualquier momento. El hombre del tweed y la franela, al menos en su función de semental, podía ser sustituido sin dificultad cualquier noche. El lenguaje corporal de aquella dama daba a entender que la primera noche recibirías una bienvenida realmente apoteósica; los problemas vendrían después. Pero la primera noche te resultaría inolvidable.

Su acompañante le contestó, en voz baja, que no, que no se aburría, ni muchísimo menos; le hablaba con un tono semejante al de esa música que dan por el hilo musical a fin de inducirnos al sueño. Fue entonces cuando tuve la certeza de que era abogado. Lo revelaban sus modales llenos de confianzuda moderación. Se estaba dirigiendo al tribunal a fin de dilucidar una cuestión de procedimiento porque no estaba dispuesto a que el juez le hiciera perder el caso por algo tan nimio. ¡Trataba de apaciguarla!

Ella, sin embargo, no estaba para monsergas.

–No, no y no –le dijo mientras agitaba levemente sus cubitos–, fue idea mía venir aquí. Como tus negocios te llevaban a Boston, te pregunté si te importaría que te acompañara. Un capricho. Claro que no, me contestaste. Papaíto está loco por su nueva mamaíta. Etcétera –hizo una pausa para beber un sorbo de Chiwies–. Pero, cariño, tengo un grave defecto. Me resulta imposible estar contenta mucho rato. Así que cuando me siento satisfecha, algo dentro de mí dice: «¡Al carajo, joder!» Además, y como ya debes de haber observado, Lonnie, soy una ávida lectora de mapas. Dicen que las mujeres son incapaces de entenderlos, pero yo puedo. En Kansas City, en el… espera, lo tengo en la punta de la lengua… en 1976, era la única mujer en nuestra delegación a la convención republicana capaz de entender un mapa y encontrar el camino para ir en coche desde el hotel hasta el cuartel general de Jerry Ford.

Ese fue tu error. Enseñarme un mapa de Boston y sus alrededores. Siempre que me oigas decir "Querido, me gustaría ver un mapa de esta zona" con ese tono de voz que tú ya sabes, prepárate. Seguro que los dedos de mis pies se mueren de ganas de echar a andar. Lonnie, desde que en la escuela empecé a estudiar geografía, siendo una cría, me ha atraído Cape Cod en los mapas de Nueva Inglaterra –miró de soslayo los cubitos de hielo que se deshacían en su vaso–. Se proyecta como un dedo meñique curvado. ¿Sabes la fascinación que tienen los niños por sus dedos meñiques? Es su dedo pequeño el que sienten más suyo. Así que siempre he tenido ganas de visitar el extremo de Cape Cod.

Debo reconocer que su amigo no acababa de caerme bien. Tenía ese aspecto excesivamente relamido de los hombres cuyo dinero sigue creando dinero mientras ellos duermen. No, mujer, estás equivocada, le decía, intentando echar chorritos de bálsamo para aminorar la irritación de la dama, los dos quisimos venir, todo va bien. Etcétera. Etcétera.

–No, Lonnie, no te di elección. Me mostré tiránica. «Quiero ir a este lugar, a Provincetown», te dije. No toleré que me contradijeras. Así que aquí estamos. Soy una caprichosa, y tú te aburres como una ostra. Supongo que querrás volver a Boston esta misma noche. Esto es un desierto, ésa es la verdad.

Al llegar aquí –estoy absolutamente seguro de que así fue– me miró de hito en hito: si aceptaba la invitación y terciaba en la conversación, me esperaba una calurosa bienvenida, pero si no lo hacía, su desprecio no tendría límites.

Le hablé.

–Le está bien empleado por fiarse de los mapas.

La cosa funcionó, al parecer. Porque mi siguiente recuerdo es que estaba sentado con ellos. Debo reconocer que tengo muy mala memoria. Por lo general, veo con claridad lo que recuerdo, pero con demasiada frecuencia no soy capaz de ordenar los acontecimientos de una noche. Así, pues, mi siguiente recuerdo es que estaba sentado con ellos. Por tanto, debieron de invitarme a hacerlo. Mi compañía les resultó divertida, sin duda, porque incluso el hombre se reía. Se llamaba Leonard Pangborn, Lonnie Pangborn; una familia bien conocida en los círculos republicanos de California, sin duda. El nombre de la mujer no era Jennifer Welles, sino Jessica Pond. Pond y Pangborn: ¿comprenden ahora el porqué de mi animosidad? Dos apellidos con tanto relumbrón como los de los personajes de un serial televisivo.

Lo cierto es que la mujer estaba encantada conmigo. Mis bromas la divertían. Supongo que la causa de mi agudeza era que llevaba muchos días sin hablar con nadie. No obstante mi depresión, conseguí que afloraran todos los recursos de mi buen humor. Conté unas cuantas historias acerca del cabo, y lo hice con un estilo vigoroso. Debí de parecerles tan decidido como un presidiario que ha salido de la cárcel con un día de permiso. Por otra parte, la compañía de Jessica Pond había tenido la virtud de sacarme de mis negros pensamientos. Pronto deduje de nuestra conversación que era dueña de importantes propiedades. Hablaba de grandes mansiones rodeadas de espléndidos jardines con el mismo entusiasmo con que un agente de la propiedad se las mostraría a un cliente potencial, y no tardé en comprender la razón. Jessica había sabido aumentar considerablemente la fortuna de su familia. Su profesión, allá en California, era, ni más ni menos, la de agente de la propiedad. Y el éxito la acompañaba, al parecer.

Provincetown tuvo que representar un gran desengaño para ella. Ofrecemos nuestra arquitectura tradicional, pero no es nada del otro mundo: viejas casitas de pescadores con escaleras exteriores de madera a las que se adhiere la sal de Cape Cod. Alquilamos habitaciones a los turistas. Cientos de habitaciones, todas con su escalera exterior. Para alguien que busque un estilo de vida elegante y refinado, Provincetown resulta tan atractivo como una docena de postes del teléfono agrupados en un cruce de carreteras.

Probablemente, la engañó lo encantador de nuestra posición en el mapa: la delgada punta afiligranada del cabo se curva sobre sí misma como la puntera de cierto calzado medieval. Probablemente, Jessica esperaba grandes extensiones de césped. En vez de ello, tuvo que conformarse con tenduchos de mala muerte llenos de toda clase de género y una calle Mayor de un solo sentido, tan estrecha que si había un camión aparcado sobre la acera, tragabas saliva y rezabas para que tu coche alquilado no sufriera ningún rasguño mientras pasabas.

Como es natural, me preguntó por la mansión más imponente de que puede enorgullecerse nuestro pueblo. Es un palacio de cinco pisos –el único en Provincetown– que se alza en lo alto de una colina, en medio de un extenso parque circundado por una verja de hierro. No supe decirle quién vivía entonces allí, ni si era el propietario o lo había alquilado. Alguien me dijo su nombre, pero lo había olvidado. No es fácil explicárselo a los forasteros, pero aquí, en Provincetown, durante el invierno la gente se recluye en su madriguera. Y lo hace voluntariamente. Conocer a los recién llegados puede ser tan difícil como viajar de una isla a otra. Además, ninguno de mis conocidos, teniendo en cuenta nuestra habitual indumentaria invernal (téjanos, botas, chaquetones), habría franqueado nunca el portón de aquella verja. Era evidente que el actual propietario de la más imponente mansión de nuestro pueblo tenía que ser alguien muy rico. Así que traté de recordar quién era el hombre más rico que había conocido (resultó ser, por cierto, el ex marido de Patty Lareine, el de Tampa), lo trasladé al norte, a Provincetown, y le hice señor del palacio. No quería que mi conversación con Jessica languideciera ni por un instante.

–¡Ah, sí! La mansión ésa pertenece –le dije– a Meeks Wardley Hilby III. Vive solo en ella –hice una pausa–. Le conozco. Fuimos juntos a Exeter.

–¡Vaya! –exclamó Jessica después de una pausa bastante larga–. ¿Podríamos hacerle una visita?

–No está aquí. Actualmente viene raras veces a Provincetown. Visitas de médico.

–¡Lástima! –dijo Jessica.

–No creo que le cayera bien –le expliqué–. Es un hombre muy raro. En Exeter volvía locos a los profesores. Quebrantaba las normas acerca del vestir. En clase debíamos llevar chaqueta y corbata, pero el amigo Wardley se presentaba vestido como un príncipe del Ejército de Salvación.

Aquella historia debía de parecer muy prometedora, porque Jessica se echó a reír la mar de contenta, pero recuerdo que cuando me disponía a seguir contándosela tuve la fortísima sensación de que no debía proseguir, algo tan irracional como un misterioso olor a humo que llegara hasta mis narices. ¿Saben una cosa? A veces pienso que las personas somos como estaciones de radio, y que algunas informaciones no deberían difundirse. Bien, como decía, algo intangible me conminó a no continuar (como es natural, no hice caso: ¡no podía defraudar a aquella rubia tan atractiva!), y un instante después, mientras buscaba las palabras para proseguir mi relato, apareció ante mí una imagen que no había visto desde hacía años, nítida como una moneda recién acuñada: Era Meeks Wardley Hilby III, Wardley, alto y desgarbado, con su habitual atuendo de pantalones téjanos, escarpines de charol y esmoquin con las solapas de satén deslucidas y arrugadas, el que llevaba siempre para ir a clase (con gran disgusto de buena parte de sus profesores); sus calcetines púrpura y su corbata de lazo heliotropo brillaban como rótulos de neón de Las Vegas.

–¡Dios mío! –le dije a Jessica–, ¡le llamábamos «el gilipollas de Wardley»!

–Explíquemelo todo acerca de él –me dijo–. Por favor.

–No sé si debo –le contesté–. Esta historia tiene algunas escenas bastante sórdidas.

–¡Venga, cuéntenoslo! –terció Pangborn. No necesitaba que me animaran.

–Para mí, buena parte de culpa la tuvo su padre –les dije–. Su padre debió de ejercer gran influencia sobre él. Está muerto. Meeks Wardley Hilby II.

–¿Cómo sabían a cuál de los dos se referían? –preguntó Pangborn.

–Bueno, la gente llamaba Meeks al padre y Wardley al hijo. Así no había confusión posible.

–¡Vaya! –dijo Pangborn–. ¿Se parecían mucho?

–No, en nada. Meeks era un deportista y Wardley era Wardley. Cuando era niño, sus niñeras le ataban las manos a la cama. Ordenes de Meeks. Para impedir que se masturbara continuamente.

Miré a Jessica como diciéndole: «Este es uno de los detalles que me causaba reparo explicar.» Ella me contestó con una sonrisa que podía traducirse como: «Estoy sobre ascuas. Explícalo todo de una vez.»

Lo hice. Hilvané una historia sobre la marcha y les expliqué con todo detalle la adolescencia de Meeks Wardley Hilby III, sin ningún remordimiento por haber cambiado el escenario de mi relato del palacio en la costa del Golfo a la gran mansión de lo alto de la colina, pues, al fin y al cabo, sólo se lo contaba a Pond y Pangborn. ¿Qué podía importarles, dije para mí, el lugar donde ocurrió?

Así pues, proseguí. La esposa de Meeks y madre de Wardley murió cuando él estaba en el primer curso en Exeter, y poco después su padre se casó con su amante. A ninguno de los dos le gustaba Wardley, que les pagaba con la misma moneda. En el tercer piso de la mansión había una habitación que siempre tenía la puerta cerrada, y Wardley se moría de ganas de saber por qué. Sin embargo, hasta que le expulsaron de Exeter, en el último curso, no estuvo en casa el tiempo suficiente para que su padre y su madrastra pasaran una noche fuera de la mansión. El día que se quedó solo, armándose de valor, avanzó paso a paso por una cornisa exterior del tercer piso y se metió en la habitación por la ventana.

–¡Esto me gusta! –exclamó Jessica–. ¿Qué encontró en la habitación?

Le dije que había encontrado una gran cámara fotográfica de aspecto anticuado, cubierta con un trapo negro y montada sobre un pesado trípode en uno de los rincones, y, en una mesita con estantes, cinco álbumes fotográficos de pergamino rojo. Era una colección de pornografía muy especial. Los cinco álbumes contenían grandes fotografías de color sepia de Meeks haciendo el amor con su amante.

–¿La que se había convertido en su esposa? –preguntó Pangborn.

Asentí con la cabeza. Según Wardley, las primeras fotos debieron de ser tomadas el año en que él nació. Los diversos álbumes mostraban el progresivo envejecimiento de Meeks y su amante. Un año o dos después de la muerte de la madre de Wardley, cuando el nuevo matrimonio de Meeks aún era relativamente reciente, otro hombre empezó a aparecer en las fotografías.

–Era el administrador de la propiedad –les expliqué–. Wardley me dijo que cenaba con la familia cada día. Al llegar aquí, Lonnie juntó las manos.

–Increíble –dijo.

Las fotografías más recientes mostraban al administrador haciendo el amor con la esposa de Meeks mientras éste permanecía sentado a poca distancia leyendo el diario. Los amantes adoptaban diversas posiciones, pero Meeks seguía enfrascado en su periódico sin hacerles caso.

–¿Quién era el fotógrafo? –preguntó Jessica.

–Según Wardley, el mayordomo.

–¡Vaya casa! –exclamó Jessica–. ¡Una cosa así sólo podría pasar en Nueva Inglaterra!

Esta salida nos hizo reír un buen rato.

No les dije que el mayordomo sedujo a Wardley cuando éste tenía catorce años. Tampoco les repetí su comentario acerca de aquel hecho: «Desde entonces estoy tratando de recuperar los derechos de propiedad sobre mi recto.» Probablemente, existía el medio para que Jessica cediera sus derechos de propiedad, pero como no lo había encontrado, obraba con cautela.

–A los diecinueve años –continué– Wardley se casó. Creo que lo hizo para confundir a su padre. Meeks era profundamente antisemita, y Wardley le dio como nuera una chica judía. Que además tenía la nariz grande.

Esto último les hizo tanta gracia, que sentí deseos de echarme atrás, pero la cosa ya no tenía remedio; además, gozaba narrando aquella historia y lo que venía a continuación era crucial para su desarrollo.

–Su nariz –dije–, según la describió Wardley, se curvaba sobre su labio superior de tal modo que parecía que la chica estuviera oliendo su propio aliento. Por algún motivo, tal vez porque Wardley es un gourmet, este detalle excitaba su concupiscencia de un modo extraordinario.

–¡Vaya! Espero que el matrimonio fuera feliz –dijo Jessica con retintín.

–Verá… no del todo –le respondí–. La esposa de Wardley era una mujer de principios. De modo que no le hizo ninguna gracia descubrir que su marido también tenía su propia colección de pornografía. La destruyó. Y luego hizo algo todavía peor: se ganó la voluntad de su suegro. Al cabo de cinco años de matrimonio había conseguido que Meeks estuviera tan contento de ella, que el viejo dio una cena en su honor y el de su hijo. Wardley cogió una pítima fenomenal, y en el transcurso de la velada le partió la cabeza a su esposa con un candelabro. Murió a consecuencia del golpe.

–¡Diantre! –exclamó Jessica–. ¿Todas estas cosas ocurrieron en esa casa de la colina?

–Sí.

–Y ¿qué ocurrió desde el punto de vista legal? –preguntó Pangborn.

–No sé si se lo creerá, pero el defensor no alegó enajenación mental transitoria.

–En tal caso, tuvo que ir a la cárcel.

–Así es.

No consideré oportuno informarles de que, además de haber ido juntos a Exeter, cumplimos condena en la misma cárcel y durante un período similar.

–Me parece que Meeks organizó la defensa de su hijo –dijo Lonnie.

–Eso me parece también.

–¡Claro! Si hubiera alegado enajenación mental transitoria, el defensor habría tenido que presentar los álbumes de fotografías ante el tribunal –Lonnie cruzó los dedos de ambas manos y los flexionó varias veces–. De modo que Wardley no tuvo más remedio que ir a la cárcel. ¿Qué recibió a cambio?

–Un millón de dólares al año le –contesté–. Lo ingresaban en una cuenta a su nombre al cumplir cada año de condena. Y además se repartiría con su madrastra los bienes de Meeks a la muerte de éste.

–¿Sabe a ciencia cierta si se lo pagaron? –preguntó Lonnie.

Jessica dijo que no con la cabeza.

–No creo que esa clase de gente cumpla semejante acuerdo –comentó.

Me encogí de hombros.

–Meeks pagó –les aseguré–. Porque Wardley se había hecho con los álbumes. Y les aseguro que cuando murió Meeks la madrastra cumplió el acuerdo. Al salir de la cárcel, Meeks Wardley Hilby III era un hombre rico.

–Me gusta su estilo para contar historias –dijo Jessica.

Pangborn asintió con la cabeza.

–Ciertamente inimitable –dijo.

Jessica estaba contenta. Después de todo, aquel viaje a un pueblo desierto le había permitido pasar un buen rato.

–¿Sabe si Wardley tiene la intención de volver a vivir en esa mansión? –me preguntó.

Mientras estaba considerando cuál serla la mejor respuesta a esta pregunta, Pangborn se me adelantó.

–¡Claro que no! Nuestro nuevo amigo acaba de inventárselo todo.

–Bien, Pangborn –dije–, si alguna vez necesito un abogado, recurriré a sus servicios.

–¿De veras se lo ha inventado todo? –me preguntó Jessica.

No tenía el menor deseo de dirigirle una sonrisita de conejo y decirle que algunas cosas eran ciertas, así que reconocí haberlo inventado todo y vacié mi vaso de un trago. Era evidente que Pangborn se había informado de quién era el propietario de la mansión.

Mi siguiente recuerdo es que volvía a estar solo. Se habían ido al comedor.

Me acuerdo de que bebí, escribí y contemplé el mar. Algunas de las cosas que escribía las guardaba en el bolsillo, pero otras las rompía. El sonido del papel al rasgarse pareció reverberar en mi interior. Me puse a reír entre dientes. Se me ocurrió que los cirujanos tenían que ser los seres más felices de la tierra. Rajar a la gente y cobrar por ello debía de ser el colmo de la felicidad, me dije. Sentí que Jessica Pond no estuviera junto a mí. Aquella idea probablemente le habría hecho gracia.

Tengo la intuición que fue entonces cuando escribí una nota bastante larga que encontré en mi bolsillo a la mañana siguiente. No sé por qué, le puse título: RECONOCIMIENTO.

La percepción de las posibilidades de grandeza que hay en mí siempre ha ido seguida por el deseo de asesinar al ser indigno que tuviera más cerca.» Había subrayado la siguiente frase: «Es mejor tener una opinión modesta de uno mismo.»

Cuanto más leía esta nota, sin embargo, tanto más parecía encastillarme en esa inexpugnable torre de marfil que es, tal vez, el aspecto más satisfactorio de emborracharse a solas. Saber que Jessica Pond y Leonard Pangborn estaban sentados a una mesa a menos de treinta metros de allí, ignorantes del peligro –tal vez considerable– que corrían, tuvo un efecto intoxicante sobre mí, y me puse a considerar –debo reconocer que sin verdadera pasión, sino más bien como pasatiempo, para ayudarme a matar el rato una noche más– lo fácil que resultaría deshacerse de ellos. ¡Hay que ver en qué clase de hombre me había convertido después de veinticuatro días sin Patty Lareine!.

He aquí mi razonamiento. Dos personas, cada una de las cuales está, evidentemente, bien situada en su grupo social, sea el que sea, en California, deciden irse a Boston de tapadillo. Son discretos acerca de sus planes. Tal vez se lo digan a un amigo íntimo o dos, tal vez a nadie, pero dado que van a Provincetown por puro capricho, y en un coche alquilado, el asesino –de cometerse el asesinato– sólo tendría que conducir el vehículo durante doscientos kilómetros, llegar a Boston y dejarlo abandonado en cualquier calle. Suponiendo que los cuerpos hubieran sido enterrados en lugar seguro, pasarían semanas, por lo menos, antes de que la prensa de esta zona del país informara de su desaparición, y eso suponiendo que lo hiciera. Para entonces, ¿quién del Mirador recordaría sus caras? Aun en el caso de que alguien se acordara de ellos, dada la situación del coche, la policía pensaría que volvieron a Boston y allí desaparecieron. Me recreé considerando lo lógica que parecía esta trama, disfruté un poco más de mi bebida, gocé al pensar en el poder que estos pensamientos me daban sobre ellos, y entonces… precisamente entonces… el resto de la velada quedó en blanco. A la mañana siguiente me era imposible recordar de un modo satisfactorio lo ocurrido.

No recuerdo si volví a beber con Pond y Pangborn. También es posible, diría yo, que después de emborracharme a conciencia cogiera el coche y me fuera a casa. De haberlo hecho, me habría ido directamente a la cama. Pero esto no parece probable, dado lo que me encontré al despertarme.

Me vienen a la memoria otras imágenes, ciertamente más claras que un sueño, aunque eso no quiere decir que no las hubiera soñado. Patty Lareine había vuelto a casa, y teníamos una terrible discusión. Veo su boca. Sin embargo, no recuerdo ni una palabra. ¿Es posible que sólo fuera un sueño?

También tengo la impresión muy clara de que Jessica y Leonard se reunieron conmigo después de cenar, y de que les invité a venir a casa (a la casa de Patty Lareine). Estábamos sentados en la sala de estar y el hombre y la mujer me escuchaban con atención. Eso creo recordarlo. Luego dimos una vuelta en coche. Pero si fue en mi Porsche, no pude llevarlos a los dos. Tal vez fuimos en dos coches.

También recuerdo que volví a casa solo. El perro se asustó al verme. Es un labrador grande, pero se arrastraba hacia atrás cuando me acercaba. Me senté en el borde de mi cama y garabateé una nota más antes de tumbarme. De eso sí me acuerdo. Me quedé dormido sentado y con la vista fija en el cuaderno de notas.

Al cabo de unos segundos (¿o había pasado una hora?) me desperté y leí lo que había escrito: «La desesperación es el sentimiento que nos embarga cuando mueren los seres que hay dentro de nosotros.»

Ese fue mi último pensamiento antes de dormirme. Sin embargo, ninguna de esas imágenes tiene la menor probabilidad de ser cierta, porque al despertarme a la mañana siguiente vi en mi brazo un tatuaje que antes no estaba allí.